Políticos
Si quiere conseguir algo a escala gubernamental, la gente que tendrá que hacerlo por usted son los burócratas o representantes electos. Sean lo que fuesen, hay un nombre para este tipo de personas, se les llama «políticos». Todos sabemos lo que es un político. Es el personaje estúpido de las tiras cómicas de los periódicos y el objeto de una descarga interminable de chistes de cualquier cómico estadounidense. Todo el mundo bromea sobre ellos por su corruptibilidad y estupidez, y por sus malas costumbres personales, de todos conocidas.
Pero ¿de quién se están burlando?
Respuesta: ¿Quién les ha puesto donde están?
Es una triste verdad que resulta muy difícil para cualquier político estadounidense estar limpio del todo. Lo hacemos difícil. Les damos órdenes contradictorias.
En primer lugar, esperamos que cumplan con las responsabilidades que les impone la constitución. Conforme a ese documento, sus obligaciones son claras. En conjunto, los 435 miembros de la Cámara de Representantes y los 100 senadores son los encargados de aprobar todas las leyes que gobiernan nuestro país en conjunto. Esto quiere decir que son los que tienen derecho a escribir la legislación que «garantice la defensa de todos, promueva el bienestar general y asegure los beneficios de la libertad para nosotros y nuestros descendientes», como lo disponen las reglas del Preámbulo de la constitución.
Sin embargo, les hemos creado otra obligación también y es de sentido contrario.
A cada congresista en particular se le exige que «represente» a los votantes concretos que lo han elegido.
Esto quiere decir que no sólo se supone que deben fomentar el bienestar general – o sea, el bienestar de la nación en conjunto –, sino que al mismo tiempo deben ocuparse del bienestar particular de sus estados y distritos. Esto lo hacen, por lo general, distribuyendo dinero. El dinero de los impuestos. Nuestro dinero. Lo hacen asegurándose de que esa pequeña parcela de la nación que es su jardín reciba la mayor cantidad posible cuando se gasta el dinero de los impuestos o cuando se dispone de exenciones fiscales, incluso cuando tiene que ser a expensas de otras áreas.
Estos dos objetivos no sólo están en conflicto, sino que casi siempre son incompatibles.
Por ejemplo, cuando hay que decidir qué comunidad en concreto va a ser beneficiaria de una nueva agencia gubernamental, un campo de aviación o una base naval – con todos los puestos de trabajo y la riqueza que fluye de estas empresas –, hasta el último congresista de Washington lo codicia. Si tiene éxito y consigue que se instale en su distrito, éste se beneficia. Otros pierden.
Todo ello crea problemas a los representantes de otros distritos la próxima vez que hay elecciones, puesto que sus «electores» (que debería significar sus «votantes», aunque, como veremos, demasiado a menudo quiere decir algo bastante diferente) también quieren un trozo del pastel.
Los congresistas como clase son bastante sensibles hacia los problemas de sus colegas, incluso cuando éstos son sus oponentes políticos. Para evitar que algún legislador sufra demasiados daños, crean muchas más empresas de lo que necesita realmente el bienestar general – por muy inútiles que sean las empresas –, de manera que todo el mundo pueda conseguir una parte del botín.
A esto se le conoce vulgarmente como el «barril de carne de cerdo».
Esta política es la única razón por la que Estados Unidos tiene tantas instalaciones militares anticuadas, inútiles y caras – por no mencionar subsidios, becas federales y otros sumideros de dinero – que siguen consumiendo innumerables miles de millones del presupuesto nacional (o sea, del dinero de nuestros impuestos) cada hora de nuestras vidas. Por eso los programas importantes nunca consiguen fondos, porque algunos políticos ya han gastado poco a poco tanto dinero en «carne de cerdo» que no queda suficiente para lo que promovería de verdad el bienestar social. Por eso también la deuda federal ha llegado a ser de billones de dólares y por eso los nietos de nuestros nietos seguirán pagando el dinero que nuestros gobiernos actuales han pedido prestado para este despilfarro.
Desperdiciar dinero en proyectos inútiles no es la única manera que tienen nuestros presidentes y congresistas de perjudicar al «bienestar general» que se supone deben proteger. Además del «barril de carne de cerdo», hay muchas otras maneras en que un congresista puede enriquecer su distrito (o un presidente a sus partidarios políticos), a expensas de la nación en general.
Una de estas maneras es dirigir las leyes para que favorezcan los intereses locales especiales.
Éste es un problema real para los ecologistas. Como ya hemos señalado, para nosotros no hay manera de avanzar en la limpieza del medio ambiente sin causar muchas tensiones financieras. Pero las tensiones no se reparten de manera uniforme. Algunos distritos van a sufrir más que otros. Los representantes de los granjeros de Iowa y de los petroleros y ganaderos de Tejas pueden darse cuenta de que para el país (y para el mundo) es necesario reducir la tala en el Noroeste, pero los representantes de Oregon, Washington y Alaska padecerán la pérdida de puestos de trabajo durante el proceso. Y en el momento en que se presente un proyecto de ley que pretenda estos resultados, todos los legisladores cuyos electores están en peligro encontrarán sus buzones llenos, sus teléfonos colapsados y sus salas de espera repletas de gente que les quieren explicar por qué esa legislación perniciosa y gratuita destruirá su vida.
La mayoría de la gente que más se queja no serán extraños para su congresista.
Algunos son los que han trabajado en su campaña. Otros son gente con la que ha crecido. Y a muchos de los que más insisten les conoce por una razón algo menos inofensiva: le han dado dinero. En resumen, son sus «electores» reales y entran allí para verle y lo que quieren es lo que con más ahínco intenta lograr, cuando el ciudadano medio, votante ordinario de su distrito, nunca consigue pasar de la recepcionista.
Aquí no estamos hablando de corrupción declarada (aunque la triste historia de los últimos doscientos años nos dice que ha habido muchos representantes elegidos que han vendido sus votos por dinero en mano). Incluso aunque su congresista sea, al menos en este sentido, escrupulosamente honesto – lo bastante honesto como para rechazar el sobre lleno de billetes de 100 dólares que le deslizan en el bolsillo de su chaqueta –, es muy improbable que lo rechace todo. Reconocerá a mucha de la gente que le insta a que aumente su prosperidad, cueste lo que cueste al bien general, como a la misma gente a la que su comité de campaña ha estado pidiendo una contribución para los fondos de su reelección.
También puede tener que devolver otros tipos de favores. Puede haber pasado fines de semana en sus hoteles, haber volado en los aviones de sus empresas; probablemente ha dado conferencias en sus cenas cobrando unos honorarios importantes. Como mínimo, es seguro que estos solicitantes ricos y especiales tienen amigos poderosos en sus comunidades. Para el congresista es muy difícil no escucharles cuando se le acercan con sus argumentos. Sobre todo cuando son verosímiles, al menos a primera vista. Se convertirán en verosímiles porque los expertos contratados por estos intereses concretos se las arreglarán para que lo parezcan manipulando los hechos.
El principal argumento que su congresista oirá contra cualquier acción medioambiental importante siempre es económico: la medida costará dinero y puestos de trabajo.
Éste es un argumento que la mayoría de los políticos no ignorarán. Es la principal razón por la que George Bush, que hizo campaña como «el Presidente del medio ambiente», hizo tan poco por él una vez que fue elegido. Tuvo que elegir entre proteger el medio ambiente o fomentar la prosperidad económica. El medio ambiente perdió.
En este caso también, George Bush estaba respondiendo a presiones que iban más allá de un determinado contaminador o despoiler. No sólo le impulsaron los grupos de presión, ya que recibió presiones de todos nosotros; los presidentes no son reelegidos si las economías van mal durante su mandato, no importa cuáles sean las razones. El pueblo estadounidense, y en particular sus políticos, son adictos al crecimiento. Cuando los problemas medioambientales amenazan con frenar el crecimiento económico, se desatan las pasiones.
Así que los «solicitantes» más importantes le dirán a su congresista cosas como: «Tendré que cerrar mi refinería y se perderán los puestos de trabajo de 1800 votantes suyos». «Si mi planta de montajes electrónicos no puede utilizar CFC perderemos pedidos que irán a parar a fabricantes extranjeros, y nos quedaremos fuera del negocio». «Mi flota de camiones no puede permitirse los costes suplementarios, así que excluya el gasoil del proyecto de ley».
No se detendrán aquí. Si las presiones del mundo real son tan fuertes que los solicitantes no tienen esperanzas de que las medidas medioambientales se abandonen por completo, darán los siguientes pasos. Pedirán exenciones para sus casos; si esto no funciona, se limitarán a tratar de ganar tiempo. «A lo mejor muchos de estos horrores medioambientales no van a suceder; después de todo, los científicos pueden estar equivocados, ¿o no? Así que no nos precipitemos; gastemos unos pocos millones de dólares en algún programa de investigación quinquenal para asegurarnos de que las acciones radicales son absolutamente necesarias antes de que realmente hagamos algo».
Por desgracia, estos hombres de negocios pagan a grupos de presión, contratan expertos y los Comités de Acción Política no dejan de presentar argumentos. También tienen un club.
Si un congresista se muestra inflexible a sus peticiones, tienen maneras de conseguir que les haga caso. El club que tienen es su dinero y lo utilizarán para hacerle daño. Pueden gastarlo en anuncios y publicidad en televisión para obtener apoyo popular para sus peticiones, cartas de los electores, manifestaciones, marchas.
Por supuesto, se habrá dado cuenta de que éstas son las mismas cosas que está haciendo usted. La gran diferencia está en que las de los solicitantes especiales serán mucho más numerosas porque tienen mucho más dinero que cualquier ecologista. Si pasa lo peor y un legislador es lo bastante fuerte para resistir a sus presiones, se librarán del legislador. Encontrarán un candidato más flexible para que se enfrente a él la próxima vez, y las contribuciones a la campaña que tanto le ayudaron a conseguir el puesto ahora serán para su oponente. Se necesita un legislador de mucho carácter para resistir a este tipo de presiones. No tenemos muchos legisladores como ésos, ni siquiera presidentes.
Contra eso es contra lo que tiene que luchar. Toda esta enorme fuerza se aplica a su congresista por el otro lado, todo el tiempo.
Si no quiere que se rinda, sólo hay una cosa que puede hacer. Debe presionar de su lado, o lo que es lo mismo, del lado del planeta, y sobre todo del lado de sus nietos.
Pero a lo mejor su congresista no va a cambiar de opinión, no importa lo que usted haga. En ese caso, a lo mejor tiene que ir un poco más lejos.
Hay un modo de conseguir que se aprueben leyes medioambientales sin mucha ayuda de los políticos. Es bastante complicado, pero puede funcionar incluso si casi todos los legisladores de su estado han sido comprados y pagados por los contaminadores. Se llama referéndum.
Un referéndum es una elección como cualquier otra, excepto que no se vota por gente. Se vota a favor o en contra de un principio. En California este tipo de medida se llama una proposición; en otros estados se conoce como una pregunta pública; se llame como se llame es una expresión de la voluntad del pueblo. A veces la medida es vinculante y se convierte en ley sin ninguna acción posterior. A veces no es vinculante, lo que significa que los legisladores la pueden ignorar si lo desean, pero ya no tendrán la excusa de que sus electores – sus electores verdaderos, no los que contribuyen con dinero a los fondos de la campaña – no la quieren, porque las pruebas son evidentes.
Si es tan sencillo, ¿por qué molestar a los políticos?
En primer lugar, no es fácil. Los clubes ecologistas pequeños no pueden organizar algo así. Se necesita una organización grande de ámbito estatal, o si no, muchas trabajando juntas, para tener alguna esperanza de éxito; y antes de empezar, se necesita haber creado un clima en la opinión pública que la ponga de su parte incondicionalmente, lo que significa que todos estos grupos tienen que haber hecho mucha publicidad y mucho trabajo preliminar.
Incluso entonces puede no funcionar.
Los conservacionistas de California pensaban que tenían ventaja a su favor cuando intentaban conseguir la Proposición 128 – conocida familiarmente como «Gran Verde» – en la votación de 1990. Las encuestas mostraban que una mayoría de los votantes estaban de acuerdo con sus trascendentales estipulaciones, que incluían medidas para salvar la capa de ozono y las secoyas y casi todo lo que estaba amenazado en el estado. Incluso habían recogido 5 millones de dólares en fondos para llevar a cabo la campaña…, y perdieron.
En parte perdieron porque los contaminadores gastaron más que ellos, desembolsaron más del doble en su campaña. En parte perdieron porque había empezado una guerra – el presidente Bush estaba escuchando el redoble de los tambores para el ataque al Irak de Sadam Hussein –, y también había una recesión y mucha gente que había estado preocupada por el medio ambiente de repente estaba más preocupada por su trabajo. En otro momento, probablemente la «Gran Verde» hubiese ganado, a pesar de todo el dinero gastado por la oposición…, pero era el momento equivocado. Así que la vía del referéndum es posible; pero si la intenta, tiene que darse cuenta de que puede perder. Entonces estamos de nuevo en el congresista.
Sin duda ya no será muy receptivo a sus puntos de vista después de una derrota en el referéndum, así que a lo mejor tiene que ir un poco más lejos: echarle y elegir a alguien en su lugar. Esto tampoco está fuera de su alcance. En el siguiente capítulo se habla de cómo conseguir votos para lograrlo.
«¡No le votéis!» no suena muy divertido. Es lo que se espera de un trabajador del saneamiento de Chicago, que lo hace para mantener su trabajo público, o de un abogado en ciernes que lo hace para prosperar en su carrera.
No está tan mal. Pero incluso si fuera más aburrido que rellenar su declaración de hacienda y tan doloroso como el nervio de un diente sigue mereciendo la pena.
Funciona.
En particular debería tranquilizarle saber que las etapas concretas de cómo hacerlo que estamos a punto de proponerle, está comprobado que sirven. Lo sabemos porque ya hemos visto que funcionan. Muchas de las sugerencias sobre organizar grupos y controlar elecciones están sacadas del libro de uno de nosotros (Frederik Pohl) publicado hace unos veintitantos años llamado Practical Politics (La política sobre el terreno), basado en sus propias experiencias como miembro del comité del condado en los años sesenta.
Las instrucciones que contiene el libro para dirigir una campaña funcionaban entonces y siguen ‘funcionando ahora. La prueba está en lo que algunos lectores del libro informaron. Poco después de que se publicara Practical Politics, un grupo reformista de ciudadanos de Cape May (Nueva Jersey), consiguió una copia, la leyó e hicieron lo que sugería para organizar una campaña. Ganaron las elecciones, eligieron un alcalde reformista y tuvieron mayoría en el ayuntamiento. En Georgia, en los barrios residenciales de las afueras de Toronto (Canadá) y en diversos lugares de Norteamérica otros grupos han tenido éxitos parecidos. Y aunque el libro está agotado desde hace años (porque los cambios en la organización de los partidos dejaron anticuadas algunas de sus partes) y nunca se distribuyó fuera de Estados Unidos, incluso hay historias de éxitos recientes mucho más lejos.
En 1989, en Moscú, un hombre llamado Boris Kagarlitski estaba a punto de experimentar las primeras elecciones libres de su vida. Quería presentarse. Tenía motivos para hacerlo (él mismo había sido un prisionero político en los días de la perestroika) y también ganas. Pero no sabía cómo hacerlo. Aparte de las películas, nunca había visto cómo se hacía.
Por supuesto, tampoco nadie en la Unión Soviética tenía experiencia en esas cosas. En la URSS no había habido elecciones con candidatos durante más de setenta años; pero Kagarlitski tenía una idea de adónde acudir en busca de ayuda. Sabía que su padre, el profesor Yuli Kagartlitski, seguía teniendo en su biblioteca un ejemplar de Practical Politics que le habían dado como una curiosidad literaria durante una gira de conferencias por el extranjero.
Así que Boris le pidió el libro prestado a su padre. Tradujo al ruso las partes más importantes y lo repartió entre sus aliados políticos, que siguieron las instrucciones que contenían.
Y después, cuando las elecciones terminaron, llamó por teléfono para decir: «¡Funcionó! ¡He ganado las elecciones! ¡Soy diputado por la ciudad de Moscú y se lo debo a usted!».
Si seguir estas directrices puede hacer ganar elecciones desde Nueva Jersey a Moscú, hay bastantes probabilidades de que funcione también para usted.
Por supuesto, las instrucciones sobre cómo hacerlo no es todo lo que se necesita para ganar. Pero sirve, porque tanto usted como Boris Kagarlitski tienen algo más de su lado.
Seguir los pasos del proceso de conseguir votos no es suficiente para ganar unas elecciones, aunque sean los que han funcionado para un millar de maquinarias políticas en Estados Unidos durante generaciones. Probablemente no pueda ganar sin seguirlos, pero también es una gran ventaja para sus esperanzas de ganar tener una causa que sea capaz de reunir a la gente a su alrededor.
La tiene. Su causa es la conservación de nuestro maravilloso planeta, y ¿a quién conoce que tenga una mejor?