Desplazarse: coches, trenes y aviones

La mayor fuente individual de contaminación en el mundo de hoy es el transporte. La raza humana consume ingentes cantidades de combustibles fósiles para moverse a sí misma y a sus mercancías y su medio favorito, y más destacado, es el coche particular.

Los estadounidenses en particular amamos a nuestros coches.

Sabemos que están llenos de pecados. Nos han dicho una y otra vez que cada vez que arrancamos el coche estamos contaminando. Nos han informado de que los 10 millones de barriles de petróleo que consumimos por ellos cada día salen por los tubos de escape en forma de smog venenoso, de gotas de combustible sin quemar, monóxido de carbono, compuestos orgánicos que la luz solar convierte posteriormente en ozono y compuestos ácidos y tóxicos; y sabemos que en Estados Unidos los coches y los camiones producen el 25% del dióxido de carbono; el 75% del monóxido de carbono, su gas tóxico hermano; el 45% de los hidrocarburos en el aire y más de la mitad de todos los compuestos tóxicos del aire.

No nos detiene. Lo hacemos de todas maneras. Eso es amor.

Todos compartimos ese amor independientemente de la edad. La primera ambición de todos los adolescentes es tener su propio coche. El convertirse en adulto no acaba con la devoción. Para los adultos, el coche es un juguete, un animal doméstico, un símbolo de prestigio. Los habitantes de las ciudades se levantan a las cinco de la mañana para eludir las normas de aparcamiento moviendo de un lado al otro de la calle el coche, que puede que, en realidad, sólo conduzcan algún fin de semana de vez en cuando. El propietario de un Mercedes o un BMW se considera a sí mismo un poco mejor que la persona que conduce un Ford o un Toyota, y los que tienen un deportivo viven en un paraíso esnob propio. Pagamos muy cara esta satisfacción, tanto en los dólares contantes y sonantes que gastamos como en costos medioambientales. El consumidor medio gasta un dólar de cada cinco en su coche. En conjunto, los coches y la industria relacionada con ellos representan un asombroso 10% del producto nacional bruto de Estados Unidos.

Como dice Jay Leno: «A los estadounidenses les puedes quitar la televisión, incluso les puedes quitar sus armas, pero nunca conseguirás quitarles su coche». Para muchos el coche define el estilo de vida americano. Esta pasión tampoco es exclusiva de Estados Unidos. De todas formas, nuestros coches nos están matando.

Estas muertes no se deben sólo a violentas colisiones, como en el caso de las decenas de miles de estadounidenses que se matan y los cientos de miles que quedan lisiados en accidentes de coche cada año; los coches también están contaminando nuestro medio ambiente.

Así que, en realidad, no tenemos elección. Algo hay que sacrificar. Por muy difícil que pueda resultar hacer cambios importantes en nuestras relaciones con el coche, son necesarios algunos cambios de verdad.

Algunos ya se han empezado a dar. Ahora hay leyes para reducir (hasta cierto punto) la cantidad de compuestos tóxicos que un coche emite al aire que respiramos; por esa razón los catalizadores son obligatorios. Los catalizadores funcionan bastante bien durante los primeros 80 000 kilómetros más o menos. Después, pierden su eficacia con gran rapidez. De todas maneras no hacen nada para evitar el dióxido de carbono, responsable del efecto invernadero (se produce casi un cuarto de kilo por cada kilómetro que conducimos), que emiten los coches.

El mejor modo de reducir la cantidad de gas tóxico de nuestros coches es reducir la cantidad de gasolina que quemamos en él.

Disponemos de tres estrategias para lograrlo. La más radical de todas, y a la larga probablemente la única que terminará con él, es reemplazar la gasolina actual por otro combustible no contaminante.

Veremos lo que podemos hacer sobre este particular un poco más adelante; pero, por ahora, los coches que pueden usar estos combustibles alternativos no están en el mercado, así que nos tendremos que concentrar en las otras dos estrategias.

Una de ellas es usar menos el coche: ir varios en un coche, repartos unificados, usar los transportes públicos, ir en bici o incluso a pie. La otra estrategia es disminuir el consumo por kilómetro recorrido al conducirlos.

Esta mejora es muy factible. Lo sabemos porque durante el embargo de petróleo de la OPEP en los años setenta, fue necesario ahorrar gasolina y el Congreso de Estados Unidos tomó algunas medidas en ese sentido que funcionaron. Una de las leyes aprobadas entonces – muy impopular – por cierto produjo grandes ahorros de combustible al instante.

Esta ley fue el límite de velocidad máxima de 100 kilómetros por hora impuesto en todo el país. La ley fue muy infringida, es cierto, pero funcionó.

A primera vista, puede parecer que reducir la velocidad del tráfico en nuestras autopistas no tiene mucha importancia para ahorrar gasolina y reducir la contaminación. Lo que hace que la tenga es otro tipo de leyes, las leyes naturales de la física: la velocidad cuesta gasolina.

La razón para ello es que alrededor de una tercera parte de la gasolina que quema el motor se gasta simplemente en quitar de delante el aire que hay en el camino del coche, ésa es la razón por la que las «líneas aerodinámicas» tienen algunas ventajas para viajar a altas velocidades. Cuanto más rápido se va, mayor es la proporción de energía utilizada para desplazar el aire que hay delante, puesto que es un hecho de la ley natural que la resistencia del aire aumenta al cubo de la velocidad. Un coche que vaya al doble de velocidad no encuentra el doble de resistencia del aire, sino que tiene que abrirse camino a través del cubo de dos, que es ocho veces más de resistencia.

Por lo que se refiere a velocidades típicas en autopista, esto se reduce a que el motor de su coche necesita algo más del doble de energía para vencer la resistencia del aire a 120 kilómetros por hora que a 90.

Esto no quiere decir que el coche consuma el doble de combustible. En el coche hay otras resistencias – como la fricción interna del motor y de la transmisión, la fricción de rodamiento entre las ruedas y la superficie de la carretera – y la del aire no es más que uno de los factores que afecta al consumo. Lo cual quiere decir que si recorremos cien kilómetros y mantenemos el pie sobre el acelerador a una velocidad inferior, llegaremos un poco más tarde pero habremos quemado mucha menos gasolina en el viaje.

Como una ventaja adicional, también podría salvar su vida. Porque los accidentes también se vuelven mucho más peligrosos cuanto más alta es la velocidad. En realidad, matan. Un estudio realizado en Nuevo México demostró que cuando el límite de velocidad federal se suavizó en 1987, el número de víctimas casi se multiplicó por dos. Ese año, sólo en Nuevo México murieron 550 personas más como consecuencia de accidentes de tráfico de las que hubieran muerto si se hubiesen mantenido los límites.

Por desgracia, los ahorros logrados con el límite de velocidad no produjeron los ahorros esperados en el total de gasolina consumida. Encontramos una manera de vencer al sistema. Compramos más coches y después recorrimos más kilómetros con ellos. Los estadounidenses añaden cada año cuatro millones más de coches y camiones a las carreteras y el resto del mundo no se queda atrás. El número de coches en todo el mundo se ha estado duplicando cada diez años desde 1950, de sólo 50 millones a 400 y pico millones más en 1990. Y, por supuesto, el consumo de petróleo del mundo igualmente se ha multiplicado por ocho – no de manera fortuita –, llegando a más de 760 000 millones de litros en 1990.

Y, por supuesto, cuántos más kilómetros conducimos más servicios de apoyo necesitamos – camiones y máquinas quitanieves para hacer las carreteras transitables en invierno, utilización interminable de maquinaria de construcción durante todo el año – y todas estas máquinas producen también su propia contaminación.

Hay otros modos de reducir el consumo – soluciones tecnológicas – y el Congreso trató de obligar a que, al mismo tiempo, se adoptaran algunas de ellas.

La legislación autorizó a la Agencia de Protección Medioambiental (EPA) a establecer un calendario para los fabricantes de coches, exigiendo que el consumo medio por kilómetro se redujera, paso a paso, durante un período de varios años. Durante los primeros años, funcionó bastante bien. Los fabricantes se quejaron apasionadamente pero, en general, cumplieron con las directrices, así que los coches de los ochenta eran por término medio algo más eficaces energéticamente que los anteriores.

Entonces, el precio del petróleo bajó, al menos temporalmente.

Hemos invertido la tendencia a ahorrar combustible. Por presiones de los conductores, el Congreso eliminó el límite de las 55 millas por hora; por presiones todavía mayores de los fabricantes y de los propietarios de coches, los criterios de fabricación de la EPA, impuestos en los setenta, se suavizaron en los ochenta. La administración Reagan no pensaba que ahorrar combustible fuera importante. El Congreso, débil como siempre, no quiso enfrentarse a un presidente popular; así que, amablemente, amplió los plazos del calendario de los fabricantes de coches. En consecuencia, el consumo medio de la flota de coches nuevos de 1989 aumentó de 8,6 litros los cien kilómetros a 8,8 litros. Y la moda de los camiones, las camionetas y los todoterreno, cuya media es de 11,1 litros, ha empeorado las cosas. Los coches energéticamente más eficaces ahorraban gasolina, pero no se podía colocar en ellos tantos instrumentos que utilizaran energía. Y sobre todo, no eran tan grandes.

Hay un límite en lo que puede hacer el Congreso. A la larga, no puede realizar nada que sea contrario a la voluntad nacional, que es lo mismo que decir el conjunto de todas las decisiones de todos nosotros. Si queremos tener coches más eficientes energéticamente en la calle, tenemos que estar dispuestos a comprarlos. Los fabricantes de coches dicen que no lo estamos. Su principal argumento en contra de las reformas es que no pueden fabricar coches que consuman menos porque el público insiste en comprar los grandes dinosaurios devoradores de combustible.

Lo que los fabricantes de coches no dicen es la razón principal de que ocurra, a saber, los cientos de millones de dólares que gastan en publicidad para persuadir a los consumidores de que los quieren. Es sin duda el propósito fundamental de la publicidad. Todos los anuncios en radio y televisión; todos esos recuadros en los periódicos y revistas, toda la propaganda por correo y por teléfono, los carteles y otros instrumentos de venta, tienen una sola función: hacer que deseemos algo que no queríamos hasta que nos han hecho quererlo.

Hay un consejo para los que deseamos salvar nuestro medio ambiente. Es útil disciplinamos a nosotros mismos para resistir los halagos publicitarios de los que quieren vendernos cosas que no necesitamos. Si lo hiciéramos, incluso seríamos capaces de pasarnos sin algunos (no todos) de los artilugios que tienen nuestros coches.

La gasolina que gastamos hace algo más que mover el coche por la carretera. También proporciona energía para las luces, la radio, el aire acondicionado y todos los demás accesorios que un vendedor de coches típico de los noventa quiere que compremos. Todos necesitan energía para funcionar, algunos sólo cantidades mínimas, como los cuadrantes iluminados del panel de instrumentos; otros, mucha, como el aire acondicionado.

Hay maneras de reducir la energía desperdiciada, algunas de ellas bastante sencillas. Incluso elegir el color adecuado para nuestro siguiente coche puede tener importancia. Como su casa, cuanto más claro es el color de la pintura, menos calor conduce y menos energía hay que gastar en su aire acondicionado.

Con todo, esta energía accesoria tiene que venir, de algún sitio y el lugar de donde viene es el depósito de gasolina.

Los accesorios también requieren energía para su fabricación. La energía necesaria para fabricar el aire acondicionado, los radiocasetes y los motores para mover el asiento del conductor originan su propia contaminación. Hablando en términos generales, el coste energético de construir un coche es más o menos el mismo que la energía necesaria para conducirlo durante un año o más, y causa casi los mismos daños al medio ambiente. Cuantos más accesorios, más energía de fabricación se gasta.

De esta regla general se deduce, como la noche sigue al día, que se puede reducir la contaminación sencillamente tardando más en cambiar de coche. Hay otra ventaja en conducir un poco más despacio. Ayuda a prolongar la vida del coche; las piezas no se desgastarán con tanta rapidez. Una buena manera de lograr que el coche dure más es buscar coches sólidos en su construcción y en los que las reparaciones sean fáciles.

Ya hemos hablado del tamaño como de algo en lo que hay que fijarse cuando compramos un coche. En general, el consumo de los coches pequeños es menor que el de los grandes. Es una simple cuestión de leyes físicas: se necesita más energía para empujar dos toneladas de metal que una por una autopista.

No hay duda de que los coches pequeños y sin accesorios son menos divertidos de conducir que los grandes con todas las opciones posibles añadidas. Para la mayoría de los estadounidenses, el tamaño del coche que conducen aumenta al mismo ritmo que su edad y su riqueza creciente; compran tanto hierro como se pueden permitir pagar a plazos. No todos los conductores admitirán que su preferencia por los coches mayores es una cuestión de gusto o de posición. Algunos dirán que es una cuestión de seguridad, puesto que se dice que, en caso de choque, hay más probabilidades de sobrevivir en un coche grande que en uno pequeño, por ejemplo. Es verdad, pero hasta cierto punto. Es un hecho que si se choca de frente en un Cadillac contra otro coche, tiene más probabilidades de salir ileso del accidente que si hace lo mismo en un Volkswagen escarabajo: el choque queda amortiguado por mucha más cantidad de metal abollado en la parte delantera en el coche más grande; pero ésa es sólo parte de la historia. La razón principal por la que un coche pequeño es muy peligroso en un choque es que el coche contra el que choca es probable que sea uno muy grande y pesado, si es que no es un camión remolque de 14 ruedas. Si hubiera menos monstruos con ruedas en las carreteras, todos los coches pequeños se volverían seguros automáticamente.

De todas maneras, si lleváramos éste tipo de razonamiento a su conclusión final y lógica todos preferiríamos conducir tanques M-1.

Así que podemos ahorrar mucho combustible, y por tanto ayudar a reducir el daño al medio ambiente, siguiendo estas dos estrategias: ejercitando el autocontrol en el tamaño y la complejidad de los coches que compramos y limitándonos a nosotros mismos la velocidad y la frecuencia de uso del coche.

Pero la abnegación no es nuestra única esperanza. A la larga, la tecnología puede ayudarnos mucho.

Para empezar, si queremos reducir la contaminación causada por consumir gasolina podríamos empezar buscando alguna otra cosa para que nuestros coches funcionen. No hay ninguna ley en este mundo que diga que tengamos que contar con nuestros combustibles fósiles para que nuestros coches anden. Ni siquiera hay una ley que diga que nuestros coches tengan que tener un depósito de combustible.

Recordará de nuestra discusión sobre la producción de energía eléctrica que la razón por la que utilizábamos combustibles fósiles en las centrales térmicas era convertir la energía térmica del combustible en energía de movimiento que activaba los generadores. Lo mismo pasa en los coches. Esto quiere decir que también en este caso podemos recurrir al mismo tipo de atajos. Si pudiésemos encontrar un modo de producir la energía cinética que necesitan los coches en otro lugar y después almacenarla en un depósito, podríamos andar con él sin utilizar ningún combustible en nuestro coche.

Estos sistemas «sin combustible» existen. Los fabricantes de coches ya han hecho algún diseño e incluso algún prototipo de coche que funciona sin ninguna generación interna de energía. En uno de los diseños, el coche está equipado con un volante de inercia muy pesado; se hace girar el volante para que se acelere durante la noche utilizando electricidad de la red pública. Después, a la mañana siguiente, cuando se necesita el coche, un sistema de embrague, semejante al de transmisión de cambios automática de un coche normal permite al conductor utilizar esta energía cinética del volante giratorio para conducir el coche. En otro proyecto, la energía se almacena en un tanque con aire comprimido; de nuevo, para llenar el tanque se utiliza energía de la red pública, y cuando el aire es liberado acciona una turbina que mueve el coche.

Ideas de este tipo no necesitan ningún «motor» de verdad. Sin embargo, ambos conceptos plantean graves problemas. Por lo menos de momento, no pueden almacenar bastante energía para conducir largos recorridos y añaden gran cantidad de masa al coche. Los mecanismos de energía cinética almacenada podrían ocupar algunos huecos de los distintos tipos de vehículos, por ejemplo, para vehículos de reparto urbanos de corto recorrido, pero para un vehículo de todo uso podría ser una idea mejor el coche eléctrico.

Hay incluso un tipo de coche eléctrico que no necesita combustible de ningún tipo ya que funciona con la luz del sol, convertida en electricidad por células fotovoltaicas colocadas sobre su techo. En 1989, en una carrera australiana, se presentó una flota de estos coches; su velocidad no era mucha y las cargas que podían transportar eran relativamente pequeñas, pero funcionaban. Los vehículos fotovoltaicos son prácticos incluso ahora para unas pocas aplicaciones muy concretas, como carros de golf, los cuales no tienen que ir muy de prisa y tienen mucho tiempo libre para recargar sus baterías.

Más común es el coche eléctrico impulsado por una batería. Ya existe. De hecho existe desde hace casi un siglo. En los tiempos primitivos del automóvil competían con éxito con los que funcionaban con gasolina. Podrían seguir compitiendo de manera rentable si la gasolina no se hubiera vuelto tan barata. En algunas aplicaciones siguen haciéndolo y en el Reino Unido actualmente hay 35 000 vehículos eléctricos en sus calles, muchos de ellos repartiendo leche.

La generación actual de coches eléctricos tiene algunos problemas.

Debido a que las baterías de almacenamiento son pesadas y de capacidad limitada, los coches eléctricos no andan tan de prisa como los de gasolina. En esta área son posibles progresos considerables. Desde 1980 se dispone de una batería electrolítica de cloro y zinc. En un coche ligero, esta batería permitiría 370 kilómetros de autonomía antes de necesitar recargarse; el equivalente a medio depósito de gasolina. Después está el nuevo coche eléctrico de la General Motors llamado Impact, cuya autonomía es un poco menor – 230 kilómetros – pero cuya velocidad máxima de 185 kilómetros por hora es sustancialmente superior a la que la mayoría de los conductores necesitan o pueden usar alguna vez sin ir a la cárcel. El Impact no se fabrica. No se fabricará hasta que la General Motors esté convencida de que el mercado lo justifica, que es como decir cuando la empresa tenga alguna razón para creer que la gente como nosotros lo comprará; pero también funciona.

En términos medioambientales, la ventaja de todos estos proyectos es que la energía que utilizan se produce en el exterior, en plantas energéticas centrales constantes. Incluso aunque en su origen la energía procediera de la utilización de combustibles fósiles, seguiría habiendo menos contaminación global que consumiendo gasolina; pero podemos hacer algo mejor. Si las centrales energéticas utilizaran los recursos renovables de los que hemos hablado con anterioridad, básicamente los coches no contaminarían.

Examinemos los modos de utilizar combustibles de recursos renovables en los motores de nuestros coches con las mismas ventajas para ellos que las que tienen los arbustos BTU para la generación de energía. También se puede cultivar el combustible para los coches, en vez de extraerlo de la tierra.

Ahora mismo, para sustituir el gasoil se están utilizando a veces combustibles de semillas oleaginosas prensadas de girasol, colza, cáñamo, soja, coco y palmera de aceite. De momento no son perfectos para este fin; tienen la mala costumbre de producir residuos que atascan el motor, pero se están estudiando mejoras técnicas que resuelvan el problema (tratando previamente el combustible oleaginoso con calor y catalizadores que ayudan a minimizar ese peligro). Algunas de estas plantas oleaginosas son muy ricas en recursos combustibles. El alga de agua dulce Botryococcus braunii es aceite en un 85% (este contenido en aceite es lo que la hace flotar en el agua) y su aceite se puede refinar para producir gasolina.

La realidad física es favorable a este tipo de combustible producido en «granja». Por desgracia, la realidad económica no lo es: los aceites cultivados en granja no son competitivos con el precio del petróleo… todavía.

Tampoco lo es, en este momento, el hidrógeno.

Es una pena, porque al quemarse el hidrógeno se libera tanta energía como con la gasolina y, básicamente, no se produce ninguna contaminación. Cuando el hidrógeno arde con el aire a una temperatura controlada (de manera que el nitrógeno del aire no se convierta en óxido de nitrógeno al mismo tiempo) lo que sale por los tubos de escape es fundamentalmente vapor de agua. Los gases de escape de un coche de hidrógeno pueden convertir en un poco más húmedas en verano las zonas de tráfico denso de nuestras ciudades, pero no habría otro efecto perceptible.

Antes de que nuestros coches puedan empezar a funcionar con hidrógeno, hay que resolver dos problemas.

El primero es de dónde vamos a conseguir el hidrógeno. Si se hace, como la mayoría del hidrógeno fabricado, por medio de reacciones químicas, a partir de gas natural, entonces el proceso de fabricación de hidrógeno también ocasiona algo de contaminación no deseada. Pero no tenemos que fabricar así el oxígeno. Si hiciéramos lo necesario para producir energía eléctrica sin contaminación importante, como explicábamos antes, se podrían fabricar cantidades ilimitadas de hidrógeno, sin contaminación, mediante una simple electrólisis del agua. El otro problema es más serio. Es muy difícil almacenar hidrógeno suficiente en un coche para que llegue muy lejos.

Resulta que el hidrógeno es el gas más ligero de todos. Para que el coche lleve suficiente como para tener una autonomía aceptable, el hidrógeno debe estar muy comprimido, lo que significa depósitos de combustible fuertes, resistentes y, por lo tanto, pesados. Hay otras maneras de almacenar hidrógeno – en los poros de bloques de metal, por ejemplo – pero siguen sin estar resueltos los problemas técnicos de cómo almacenar y liberar el hidrógeno cuando se necesita; y los pesados trozos de metal en los que se almacena también causan un aumento de peso considerable.

Pero queda un posible combustible no fósil que no tiene casi ninguna o ninguna de las desventajas de los otros candidatos y que por lo tanto se utiliza bastante en todo el mundo. Ese combustible es el alcohol.

Hay dos grandes ventajas en que nuestros coches funcionen con alcohol. Hasta la fecha, la que ha tenido una importancia decisiva en fomentar su uso como combustible ha sido la económica. No hay que importar el alcohol.

No todos los países tienen sus propios pozos de petróleo, pero no hay país en el mundo que no pueda fabricar su propio alcohol a partir de materiales que hay a mano. De esta manera no hay que preocuparse por contraer deuda externa o por depender de fuentes extranjeras que puedan interrumpir su suministro sin avisar.

La ventaja medioambiental a largo plazo todavía es más importante. Los coches que funcionan con alcohol producen muchos menos ácidos, ozono y smog fotoquímico que los coches de gasolina.

Ello no significa que los gases de los escapes sean completamente inocuos. Los óxidos de nitrógeno se pueden producir al quemar cualquier tipo de combustible – incluido el alcohol – puesto que es el propio nitrógeno del aire el que es atrapado en el proceso de combustión. Sin embargo, este problema tiene soluciones factibles, puesto que (como ya hemos dicho) las emisiones de óxido de nitrógeno se pueden controlar con una regulación precisa de la temperatura de combustión. No obstante, la combustión del alcohol tiene su propio subproducto contaminante. Produce pequeñas cantidades de formaldehído, un tóxico severo; de hecho es uno de los principales componentes de los líquidos de embalsamar.

Los intereses petrolíferos han hablado mucho sobre ello. Sin embargo, no es más que un tigre de papel; el problema del formaldehído es mucho menos importante de lo que parece. Es verdad que su emisión directa por la combustión de alcohol es mayor que por la de gasolina, pero, paradójicamente, la cantidad de formaldehído que se puede detectar después en el aire, donde puede causar algún perjuicio, en realidad es menor. La razón para ello es que la mayor parte del formaldehído que se produce con la combustión de la gasolina – un 80% – no procede directamente de los tubos de escape y, por tanto, no puede ser detectado al analizar las emisiones. Se produce más tarde por acción de la luz solar sobre otros compuestos de los gases de los escapes. Esto no ocurre con el alcohol. En resumen, el alcohol es, sin ningún género de dudas, el combustible más limpio.

Ésta no es una conclusión teórica; se ha probado mediante algunos intentos, a bastante gran escala, de utilizar alcohol para que los coches funcionen.

Estados Unidos es uno de los países que tiene experiencia en ello, ya que desde mediados de los ochenta una proporción creciente de combustible ya no es gasolina pura sino «gasohol»: gasolina a la que se ha añadido un 15% de alcohol. Funciona bien. De hecho, los pilotos de carreras estadounidenses prefieren el alcohol y todos los coches de las 500 millas de Indianápolis utilizan alcohol como combustible. Algunos conductores de coches de recreo evitan el uso de gasohol porque temen que cuando haga frío sea más difícil arrancar el coche. Pero eso es otro tigre de papel, las pruebas oficiales demuestran que no hay problemas de arranque detectables con la mezcla de un 15% de alcohol, ni siquiera en los duros inviernos de Chicago.

Otros países han ido mucho más lejos que Estados Unidos, sobre todo Brasil.

Brasil empezó su «Programa pro alcohol» en 1975, por la misma razón que impulsó a los demás países en esa época a reducir el consumo de petróleo: no quería depender por completo de la OPEP.

La elección de este país entre los combustibles de alcohol fue el etanol o «alcohol etílico» (aunque no se derivaba de ningún grano sino de la fermentación de una gran parte de su cosecha de azúcar). El metanol o «alcohol metílico de madera» (aunque tampoco este nombre sea muy apropiado, puesto que la mayoría del metanol en la actualidad se produce a partir de petróleo u otras fuentes que no son madera) también se puede utilizar como combustible de automóviles, pero a los ecologistas brasileños no les gusta. De hecho en 1989, cuando el gobierno de su país importó metanol para suplir la falta de etanol, las fuerzas ecologistas obligaron a las autoridades estatales energéticas a rechazarlo. No fue sólo por razones medioambientales. Parte de la objeción popular al uso de metanol, en vez de etanol, radicaba en el hecho de que el metanol es venenoso cuando se ingiere, lo que ponía en peligro a todos los brasileños que tenían la costumbre, bastante común, de sacar aspirando el combustible del depósito de un coche para pasarlo a otro. El programa de combustible de alcohol de Brasil avanzó con rapidez. En 1979 se fabricó el primer coche que funcionaba con alcohol puro; para 1985 el 96% de los coches nuevos usaban el alcohol como combustible; a finales de los ochenta, el combustible de más de la mitad de los coches y camiones del país era alcohol.

Sin embargo, empezaron a aparecer problemas y a finales de los ochenta las cosas empezaron a ir cuesta abajo para el Programa pro alcohol.

Las ventajas económicas habían disminuido. El precio del petróleo importado había caído tan drásticamente en Brasil como en el resto del mundo y, además, el país acababa de descubrir una reserva importante de petróleo en sus costas. Lo peor de todo, los plantadores de azúcar brasileños se habían rebelado. Aunque el azúcar inundaba el mercado mundial, los precios seguían siendo lo bastante altos como para que los cultivadores de caña pudieran obtener más beneficios vendiendo sus cosechas a las refinerías de azúcar que a las plantas de alcohol. Esto amenazaba al país con una escasez de combustible y las perspectivas para los noventa indicaban que los coches de alcohol iban a tener que competir por un suministro inadecuado del combustible que necesitaban para funcionar.

Se descubrió que el alcohol tenía también otros fallos. El peor era que estropeaba los carburadores. Algunos propietarios de los coches brasileños se quejaban de que habían tenido que cambiar el motor completo del coche cada dos o tres años debido a la corrosión causada por el combustible de alcohol. No es sorprendente, ni tampoco amenaza el futuro de los coches de alcohol. El problema en ambos casos es sencillamente que los motores estropeados no eran los adecuados. Estos motores habían sido diseñados para quemar gasolina y sólo se modificaron lo indispensable para que aceptaran el alcohol como combustible alternativo. Esto no es suficiente. Para utilizar el alcohol como un combustible de coche en las mejores condiciones, el motor, y en realidad todo el coche, debería ser repensado y rediseñado desde el principio.

El proceso ya se ha iniciado. En 1989, dos científicos de la División de Tecnología de Control de las Emisiones de la EPA en Ann Arbor (Michigan) publicaron el proyecto de un coche de metanol. Sus nombres eran Charles Gray y Jeffrey Alson.

El metanol arde a una temperatura inferior a la de la gasolina, así que el coche de metanol de Gray-Alson podría sacar partido de ello: no necesitaría ni radiador ni sistema de refrigeración. Eso quiere decir que se ahorraría la parte de combustible, que es bastante importante, que ahora se desperdicia en forma de calor disipado. Incluidos los ahorros debidos a otras mejoras, el motor de un coche de metanol pesaría una tercera parte menos que uno convencional, lo que significa que todo el coche sería más ligero; Gray y Alson calculan que cada kilogramo ahorrado en el motor supone otros tres cuartos de kilo de ahorro que no son necesarios en el resto del coche. Y, por supuesto, cuanto más ligera es la carrocería, menos potencia necesita el motor para impulsarla, así que el motor puede ser todavía más pequeño. Se necesitan casi dos litros de metanol para proporcionar la misma energía que uno de gasolina, pero como el coche de metanol sería mucho más eficiente, el depósito de combustible en realidad podría ser menor; un nuevo ahorro de peso.

Además, el coche de metanol de Gray-Alson ahorraría la importante parte de combustible que nuestros coches actuales pierden cuando están al ralentí.

Hay ocasiones en las que ni a la persona más amante de los coches le gusta el coche en el que está metido y es cuando se queda atascada en un embotellamiento. Un 15% de la gasolina que se consume en Estados Unidos – hasta un 25% en lugares como Los Ángeles – es consumida por coches que no están en movimiento. Esto no es ventajoso para nadie, excepto quizá para la industria petrolífera a un corto plazo. – Aunque parezca asombroso, el coche de metanol nunca estaría al ralentí. Cuando el conductor se para en un semáforo o se atasca en un embotellamiento, el motor se para automáticamente. Un volante de inercia continúa girando, de manera que la energía almacenada permite al coche arrancar de nuevo instantáneamente cuando el conductor pisa el acelerador. El ahorro en energía – y en contaminación – al no estar el motor al ralentí sería inmenso, sobre todo en un atasco en el que hay que estar parando y arrancando continuamente.

El diseño de Gray-Alson tiene otras muchas mejoras, algunas de las cuales se podrían adaptar a los coches de gasolina. Por ejemplo, este coche ahorra energía de otra manera y es utilizando el «frenado dinámico»: almacena la energía de movimiento superflua en el volante de inercia cuando el coche reduce la velocidad, de manera que se puede recuperar para acelerar el coche de nuevo después de la parada, en vez de desperdiciarla como calor disipado por las guarniciones de los frenos.

En resumen, parece como si el coche de alcohol de Gray-Alson, o algo muy parecido, debiera ser el coche que todos nosotros condujésemos en el futuro…, siempre que los compradores de coches estemos dispuestos a que lo sea.

Hay un problema fundamental en el cambio a combustibles de alcohol. Es el problema de la gallina y el huevo, ¿qué fue primero?

Si hubiese una numerosa flota de coches de metanol en la carretera, las empresas petrolíferas estarían bastante dispuestas a instalar una fila de surtidores de alcohol en cada gasolinera para su servicio. Y a la inversa, si en cada esquina hubiese una estación de servicio de alcohol, no habría que seguir conservando una mente aventurera para ser el primero de la manzana en conducir un coche de metanol, ni los fabricantes de coches se resistirían a reemplazar uno de sus múltiples modelos de gasolina, por lo general todos parecidos, por su versión de alcohol. Pero ¿de qué industria se puede esperar que se exponga a invertir el dinero – 55 000 millones de dólares para que se puedan instalar todas estos surtidores y servicios – y que se inicie la transformación?

Hay una solución intermedia. Los coches de «combustible variable», que pueden utilizar tanto gasolina como alcohol mediante un carburador controlado por ordenador y otros avances técnicos, están ya a la vista. Serán más caros. No serán tan eficaces…, pero será un comienzo.

Hemos dicho que una de las causas importantes de la contaminación de los coches es el motor al ralentí cuando el coche está atascado en un embotellamiento. Una solución técnica a este problema sería el coche de alcohol de Gray-Alson, pero también hay algunas soluciones sociales útiles que se podrían emplear.

La raíz del problema de los coches al ralentí es evidente para los que van a trabajar todos los días a Los Ángeles, para los hombres de negocios que intentan coger un avión en el aeropuerto O’Hare de Chicago o para los turistas que intentan conducir por las calles atascadas del centro de Manhattan.

Sencillamente, hay demasiados coches intentando andar por un sitio demasiado pequeño.

Lo mejor que puede esperar un conductor en hora punta es avanzar a paso de tortuga, parar y arrancar, desperdiciando gasolina y tiempo. Lo peor, sucede muy a menudo. Es cuando hay un colapso total, ya sea a causa de un accidente, por obras o una huelga, o sencillamente una densidad de tráfico en vacaciones poco frecuente; entonces, los conductores se enfrentan al bloqueo total.

Esto es lo que sucedió en Los Ángeles, en la autopista de San Diego, un fin de semana del Día del Trabajo, en que los aviones despegaron con la mitad de sus asientos vacíos porque los pasajeros que debían haberlos ocupado estaban atascados en las carreteras de acceso. Volvió a suceder lo mismo en la misma autopista en 1986, cuando un sólo accidente bloqueó la autopista durante ocho horas. No pasó mucho tiempo hasta que algunos conductores de la autopista empezaron a dispararse unos a otros. Sucedió en Londres en 1987, cuando un túnel cerrado desvió hacia las calles de la ciudad más tráfico del que podían absorber y durante siete horas nada se movió en casi toda la ciudad, ni siquiera el Rolls-Royce real, con la reina Isabel sentada dentro cerca de los diques del Támesis.

El problema ha crecido a lo largo del siglo XX. La solución favorita de los urbanistas ha sido añadir nuevas carreteras, sobre todo vías rápidas de acceso limitado. Sigue siendo su solución favorita a pesar de que ya han comprobado todos que esto no funciona. Más carreteras lo único que hacen es atraer a más coches. Sin excepción, cada mejora en una carretera ha aumentado el número de vehículos que circulan por ella. Entonces las nuevas carreteras se congestionan tanto como las viejas, con lo cual se construyen carreteras más nuevas todavía.

¿Se puede abordar el problema desde el otro extremo, o sea, eliminando algunos de los coches?

Se ha intentado en unas pocas ciudades y por lo menos se ha propuesto, de una forma u otra, en casi todas. En las zonas de la mayoría de las ciudades con tráfico más denso se disuade o incluso se prohíbe por completo el aparcamiento en las calles, para dejar más sitio libre para que circulen los coches. Pero entonces se atrae a más coches y esto crea un nuevo problema, proporcionar espacios para aparcar fuera de las calles. Un plan mejor es disuadir a los coches privados de ir a las calles más transitadas, o por lo menos limitar su uso. Nueva York ha intentado hacer esto creando «carriles bus» en las principales avenidas y Los Ángeles reservando algunos carriles de la autopista para los coches compartidos por varios ocupantes.

Debido a que los grupos de presión de la industria automovilística tienen tanta fuerza en Estados Unidos, pocas cosas más se han hecho en este país. En unos pocos países se ha llegado un poco más lejos.

Singapur empezó a cobrar a los conductores por utilizar las calles del centro de la ciudad lo que ya se conoce como la «tasa de circulación», en 1975. El conductor que quiere ir con su coche al centro de la ciudad en Singapur tiene que gastarse unos dólares cada día para comprar una pegatina para su parabrisas que sirve como una especie de pasaporte.

El sistema funciona bastante bien en una ciudad pequeña como Singapur. Es menos eficaz en ciudades más grandes. Es difícil de hacer cumplir porque hay más carreteras de acceso y porque intensifica el trabajo. Alguien tiene que controlar las pegatinas y después multar a los conductores que no la tienen. Hong-Kong trató de automatizar el sistema con una pegatina electrónica en 1983. En su proyecto, transmisores tipo radar rastreaban por las calles a los coches que pasaban en busca de su señal electrónica, algo parecido a la identificación electrónica «IFF» de los aviones militares para que sus aliados no les derriben por error.

Después, a finales de mes, cada propietario recibía una cuenta detallada del tiempo pasado en el distrito de pago.

La ventaja era que era muy fácil de controlar por ordenador. El problema era que no todos los conductores se molestaron en instalar su identificador electrónico, y controlarlos costaba mucho trabajo. En parte por esto y en parte porque los grupos automovilísticos organizados presionaron casi tanto como los estadounidenses, Hong-Kong abandonó el sistema después de un ensayo de dos años.

En Gran Bretaña, Noruega y Holanda se están preparando proyectos para medidas de control más complejas. El de Cambridge (Inglaterra) ataca directamente al problema de los atascos. El conductor es castigado no por estar en el centro de la ciudad sino por dejarse coger en un atasco en él.

Como en Hong-Kong, el sistema de Cambridge también exige un permiso electrónico para estar en el centro de la ciudad, pero no se cobra por un determinado período de tiempo. En vez de eso, un ordenador dentro del coche registra que el motor está en marcha pero que no se está moviendo – como cuando queda atrapado en un atasco – y dispara un reloj hasta que el coche empieza a circular de nuevo. Hay un paso de contador por cada minuto, que se debe pagar por adelantado antes de entrar en la zona. Si los gastos acumulados consumen la cantidad anticipada, el ordenador desconecta automáticamente el coche y debe ser remolcado antes de que pueda funcionar de nuevo.

Londres está proyectando cabinas de peaje electrónicas que dividan el centro de la ciudad en distritos; cada vez que un vehículo pasa la frontera invisible entre dos distritos su ordenador registra un cargo.

Se espera que esto reduzca un tercio el tráfico en el centro de la ciudad y, lo que es más importante, proporcione más de 500 000 millones de dólares al año, que se utilizarán – dicen – para mejorar el transporte público.

El plan de Londres es muy prometedor. Disuade de andar mucho con el coche, porque es caro, y al mismo tiempo hace que utilizar los transportes públicos sea más atractivo, y éste es el mejor modo de hacer frente a los problemas del tráfico en las ciudades.

Sistemas más fáciles y rápidos que se podría iniciar en las ciudades estadounidenses incluyen empezar a cobrar en las vías rápidas (seguro que plantea problemas legales y los grupos de presión de la industria automovilística llevarían inmediatamente ante los tribunales a los organismos de carreteras), incrementar los peajes de las autopistas, puentes y túneles, y quitar un carril de cada autopista para un sistema de carril ligero.

Desde el punto de vista medioambiental, por supuesto, cualquier cura que podamos imponer a las ciudades no sería suficiente. Queda el gran problema de los coches en los barrios residenciales de las afueras llevando los niños al colegio, yendo al supermercado o simplemente de visita, así como los coches que van a campo traviesa ya sea por negocios o por placer. Los gases del escape de un coche en una carretera interestatal contribuyen igual a la contaminación de la atmósfera que los de uno a toda velocidad por una calle de una ciudad completamente vacía.

Hasta ahora hemos estado hablando sobre todo de los coches de pasajeros.

Los mismos argumentos son válidos naturalmente para vehículos semejantes, como taxis y camiones, pero éstos no son más que una parte de nuestra vasta flota de transporte. La gente viaja de otras maneras – trenes y aviones, por ejemplo – y gran parte del transporte no es para gente sino para mercancías.

Antes de terminar el tema del todo examinemos algunas de estas otras formas de transporte.

Transporte de carga por superficie

Cuando en la década de los cincuenta el presidente Dwight Eisenhower puso en marcha su impresionante plan para construir un sistema de autopistas interestatales, probablemente no pretendía destruir los ferrocarriles estadounidenses.

Sin embargo, eso fue lo que hizo. Los trenes de pasajeros ya estaban amenazados, porque los viajes en avión empezaban a apartar a los viajeros que antes sacaban billete para los trenes rápidos especiales de alta velocidad de nombre tan atractivo. Peor todavía fue lo que las interestatales, baratas y omnipresentes, hicieron al negocio de transporte por ferrocarril. Después de todo, el tráfico de pasajeros no era más que un beneficio marginal para el ferrocarril. Lo que pagaba sus facturas era sus millones de toneladas de mercancías, y con las nuevas autopistas rápidas interestatales este negocio empezó a desaparecer bajo la proliferación de los nuevos camiones remolque, algunos de ellos ahora formando tándems tan largos como cualquier vagón de mercancías.

Si esto fue bueno para el país o no allá por los cincuenta sigue siendo una cuestión que tiene argumentos por las dos partes. Hay muchas menos dudas de que ha resultado ser una mala decisión para nosotros ahora. El tráfico de camiones causa la mayoría del deterioro de las autopistas del país. Los camioneros afirman que puede que sea verdad, pero que, gracias a sus elevados derechos de licencia, se pueden pagar las reparaciones necesarias e incluso construir nuevas carreteras. La gente contraria a los camiones lo niega; sostiene que los derechos de licencia de los camiones tendrían que duplicarse, para pagar por lo que un camión de 40 toneladas a 115 kilómetros por hora puede hacer a cualquier autopista…, y desde luego la presencia de estos monstruos rodantes de alta velocidad compartiendo las autopistas con un montón de coches de pasajeros es malo en otro aspecto: mata gente. Aunque los camiones constituyen una fracción menor de los vehículos que hay en las carreteras, un número desproporcionado de las muertes en accidentes de tráfico son de personas que tienen la desgracia de estar en los coches cuando hay un choque coche-camión.

Sea como fuere, lo que es un hecho importante para nosotros, los ecologistas, es que si alguien tiene una tonelada de carga para mover, por lo general se contamina más cuando se traslada en camión que cuando se hace en tren.

Tratar de darle la vuelta ahora, cerca de cuarenta años después, a la decisión de Eisenhower sería una tarea muy ardua. Los trenes de largo recorrido no se han limitado a dejar de funcionar, han sido borrados del mapa. Sus vías han sido arrancadas y vendidas como chatarra, sus permisos de circulación a menudo se han abandonado. Dar marcha atrás al reloj del transporte de mercancías sería caro hasta el desaliento, sobre todo cuando tenemos en cuenta todas las otras necesidades urgentes de inversión de capital que están bastante cerca. Pero sería rentable si nos animáramos a hacerlo.

Hay una red de transporte incluso más antigua que podríamos resucitar en beneficio nuestro, si todavía existiese. Antes de que apareciera el ferrocarril, el medio más eficaz de transportar carga era ponerla en balsas tiradas por mulas o caballos y arrastrarlas por los canales. El sistema de canales estadounidense floreció durante cuarenta años y realizó auténticos milagros. Los canales fueron los que unieron las granjas y las minas y las fábricas y ciudades de Estados Unidos. Se puede decir sin miedo a equivocarse que desempeñaron un papel muy importante en la unión del país cuando, por primera vez, la carga pudo ser transportada por canal desde un punto del interior a otro casi al mismo precio que los veleros podían transportarla por la costa.

Sorprendentemente, hay una lógica medioambiental (y puede que incluso económica) en la idea de resucitar los canales, incluso ahora.

No es sólo nostalgia. Es cierto que la idea de cargamentos flotantes a lo largo de una vía fluvial limpia y tranquila, a través de bosques, pueblos y granjas, tiene mucho de encanto romántico. De hecho, es algo por lo que los turistas pagan mucho dinero cuando contratan cruceros por los escasos sistemas de canales que han sobrevivido en Gran Bretaña y Francia.

Pero ¿puede ser práctico en algún sentido? Después de todo, la principal razón por la que los trenes eclipsaron a los canales es que los canales eran demasiado lentos para competir: cinco o seis kilómetros por hora era un buen ritmo para una gabarra, mientras que hasta las máquinas de vapor más primitivas arrastraban a sus trenes a varias veces esta velocidad. Con todo, los canales podrían tener un valor práctico incluso ahora, próximos al siglo XXI. El transporte por agua es barato; se flota sobre superficies sin fricción y por tanto necesita menos energía para transportar mercancías que cualquier otra alternativa; y como algunos investigadores ingleses han señalado, en el caso de muchas cargas voluminosas el tiempo del viaje no es importante. Cuando una carga de carbón llega a una central térmica no se quema de inmediato, sino que se vuelca formando un montón enorme y permanece allí durante días o semanas antes de que sea sacado con una pala y quemado.

Es cierto que no importa si el carbón ha tardado 48 horas o dos o tres semanas en llegar. De hecho, si las gabarras se utilizaran para transportar esos cargamentos (no sólo carbón, sino también minerales, grano o cualquier otra cosa que se mueva a granel), los propios canales actuarían como depósitos de almacén. Sería un problema logístico bastante sencillo programar los tiempos de entrega de manera que la carga llegara cuando se necesita, igual que ahora muchas fábricas programan la entrega de piezas para que lleguen justo cuando se necesitan sin mantenerlas en almacén.

Pero esto no puede suceder en nuestro país. Resucitar los canales podría hacerse – al menos hasta cierto punto – en países como Gran Bretaña y Francia, donde quedan restos de los viejos sistemas de canales. En Estados Unidos, por desgracia, los canales ya no existen; todo lo que queda de ellos en muchos lugares es un foso rellenado y convertido en una vía para coches a la que por lo general se la conoce como Calle del Canal.

Aunque en Estados Unidos es demasiado tarde para los canales, puede que no lo sea para los trenes. Los japoneses y los franceses han demostrado que hay un espacio viable para el transporte por tren rápido y moderno. El «tren bala» japonés y el Tren de alta velocidad (TGV) francés han estado compitiendo con éxito con las líneas aéreas de corto recorrido de estos países durante años. Te llevan de Tokio a Osaka o de París a Lyon de forma más barata y más cómoda que las líneas aéreas. Además, para muchos de los viajeros lo hacen incluso más rápido, porque en un tren sales del centro de una ciudad y llegas al de otra sin el largo recorrido de ir y volver al aeropuerto que nos hace perder tiempo. Los trenes de alta velocidad obtienen incluso beneficios en su explotación y no han agotado sus posibilidades. Los alemanes y japoneses han llegado más lejos con sus prototipos de trenes maglev, que utilizan la repulsión magnética para hacer levitar al tren sobre el suelo de manera que quede eliminada por completa la fricción de las ruedas y se puedan alcanzar velocidades de un avión de pasajeros.

Lo práctico que resultarían estos trenes maglev para una futura red de ferrocarril sin vías en Estados Unidos depende de muchos factores imponderables, económicos, medioambientales y técnicos. La principal cuestión técnica es si se pueden fabricar imanes que sean lo bastante potentes y baratos como para que funcione. Esto a su vez depende probablemente de si el fenómeno de los superconductores se puede controlar y aplicar; con líneas superconductoras de energía alimentando a estos imanes, las expectativas se presentan esperanzadoras; sin ellas, las perspectivas son mucho menores. Buena parte de la investigación actual se dedica a tratar de encontrar la respuesta a esta pregunta.

Después hay muchas otras cuestiones. ¿Sigue siendo económicamente posible conseguir los derechos de vía para un gran sistema ferroviario nuevo? Y un problema grave para el que no hay una respuesta fácil: ¿cómo se evita que la gente robe las enormes cantidades de cobre u otros conductores caros que habría que dejar al aire libre sin protección a lo largo de las vías maglev?

Pero incluso sin levitación magnética debe de haber un futuro para el transporte de mercancías por las vías del TGV y del tren bala, posiblemente más barato y sin duda más rápido y, sobre todo, menos desastroso para el medio ambiente que la flota actual de camiones emisores de tóxicos y devoradores de combustible que transportan nuestras mercancías.

Transporte aéreo

Cada vez más, los viajes y el movimiento de carga se hace por aire en todo el mundo. Es rápido y ya no es tan increíblemente caro, en dinero al menos. Por supuesto, lleva consigo algunos costos medioambientales importantes. Los que viven cerca de un aeropuerto importante maldicen el día en que se inventaron los aviones a reacción y su ruido ensordecedor, y hay en el ambiente una preocupación constante por la seguridad; sobre todo desde que el presidente Reagan diezmó las filas de los controladores aéreos en 1981.

No sería sencillo abandonar del todo los aviones. Para algunos propósitos es difícil de imaginar ningún sustituto satisfactorio del viaje por aire.

Es más fácil y práctico pensar en modos en los que podemos sustituir de modo provechoso los rígidos y ruidosos aviones a reacción por algo menos hostil al medio ambiente. Los aviones a reacción son monstruos del consumo de combustible y una fuente importante de contaminación del aire. Peor todavía, cuanto más de prisa van y más alto vuelan, más contaminantes peligrosos emiten en altitudes en las que el medio ambiente ya está seriamente amenazado. Los primeros estudios sobre posibles daños a la capa de ozono se iniciaron debido al miedo a que aviones supersónicos como el Concorde y muchos otros aviones militares pudieran hacer lo que, tal y como resultó después, hicieron los CFC en su lugar. Estos estudios demostraron que, en realidad, no era probable que el Concorde causara ningún daño grave a la capa de ozono…, pero que los aviones supersónicos más rápidos y mayores, como el avión espacial Orient Express propuesto por el presidente Reagan, podían ser un peligro adicional para nuestra ya bastante amenazada capa de ozono.

Un modo de hacer que los reactores sean menos contaminantes sería utilizar como combustible algo que no sea un derivado del petróleo, igual que con los coches.

No se trata de algo imposible. Se podría utilizar alcohol como sustituto. Asombrosamente, también serviría el hidrógeno; de hecho, ya ha volado al menos un reactor grande con combustible de hidrógeno en abril de 1986, cuando los soviéticos tuvieron éxito en el primer vuelo de un Tupolev 155 modificado para consumir hidrógeno. El hidrógeno puede ser mejor como combustible para los aviones que para los coches. Debido a que el hidrógeno necesita un almacenamiento complicado y pesado, funcionaría mejor con vehículos grandes. Con los aviones es con lo que mejor funcionaría; en realidad, un avión diseñado desde el principio para funcionar con hidrógeno tendría una gran ventaja competitiva debido a que al despegar pesaría un 10% menos que uno convencional.

Pero a lo mejor los propios aviones a reacción pueden ser sustituidos. Tienen una gran ventaja: vuelan más rápido que los de hélice a los que han sucedido.

Curiosamente, sin embargo, hay modos de hacer desaparecer esta ventaja. Algunos estudios ingleses han dado lugar al diseño de un avión de hélices que viaja casi a la velocidad de un avión a reacción y que no tendría que volar tan alto.

Representa una gran ventaja porque gran parte del tiempo de vuelo de un avión a reacción, y más todavía de su consumo de combustible, se utiliza para alcanzar su altitud de crucero y para descender de ella de nuevo al final del viaje. La consecuencia de una altitud de crucero más baja sería que en vuelos de unos 1600 kilómetros – digamos de Nueva York a Miami o de Atlanta a Chicago –, si uno de estos aviones despegara al mismo tiempo que un avión a reacción convencional en realidad llegaría antes a su destino, Más que eso. Puesto que los aviones de hélice pueden aterrizar y despegar en distancias más cortas que los aviones a reacción, los aeropuertos podrían estar situados más cerca de las ciudades, suponiendo un ahorro adicional en tiempo y combustible para los aviones de hélice.

Para terminar, no hay ninguna ley que diga que todos los viajes aéreos deban hacerse en algún avión. Podemos dar otra oportunidad a las naves más ligeras que el aire.

Los alemanes utilizaron sus zepelines en rutas transatlánticas con bastante éxito durante algunos años. Su velocidad de crucero era bastante lenta – parecida a la de un coche –, pero más rápida que la de cualquier barco cruzando el océano; eran muy cómodos y los pasajeros disfrutaban de la vista del mar y los paisajes por encima de los cuales pasaban a poca velocidad y, puesto que no se necesitaba la energía de los motores para mantener a la nave en el aire, los costes de combustible eran relativamente bajos. Los alemanes fueron muy envidiados por sus naves más ligeras que el aire…, por lo menos hasta que el Hindenburg se estrelló y ardió en Lakewood (Nueva Jersey) a finales de los años treinta.

Esto terminó con este tipo de transporte comercial. Sin embargo lo que predestinó al Hindenburg no fue un defecto interno intrínseco a todas las naves más ligeras que el aire, sino el hecho de que su gas de sustentación fuera hidrógeno, que es combustible, en vez de su alternativa, el helio, que es un gas inerte. La razón por la que los alemanes utilizaban hidrógeno era que no tenían otra alternativa. Carecían de una fuente propia de helio. Estados Unidos, el mayor suministrador de helio del mundo, tenía en abundancia; pero en una época con tantas tensiones, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, nunca hubiera vendido a los alemanes un producto que algún día se podría volver en su contra como arma de guerra.

Ninguno de estos problemas sigue siendo verdad. El helio se produce en cantidad en la fabricación del gas natural; de hecho, gran parte de él sencillamente escapa al aire y se pierde. Hoy en día existen diseños de naves más ligeras que el aire que pueden hacer lo mismo que los viejos zepelines alemanes pero mejor; podrían transportar carga a menos precio y, si no más rápido que un avión a reacción, desde luego más que cualquier transporte de superficie. Y el ahorro de combustible sería inmenso, por la razón ya mencionada: los motores de una nave de estas características necesitan sólo impulsaría por el aire, no tienen que gastar la mayor parte de su potencia para mantenerla en el aire, como ocurre con los aviones más pesados que el aire.

Y ahorrar combustible, por supuesto, es un modo magnífico de reducir drásticamente la contaminación.

Antes de que todas estas mejoras técnicas tengan lugar, ¿cómo podemos reducir los productos tóxicos de la contaminación de los vehículos?

Podemos intentar el mismo truco que propusimos para las fábricas y centrales térmicas que utilizan combustible: transformar en internos los costos externos mediante un impuesto. Podríamos hacer buen uso de cualquier dinero de impuestos que se pudiera recoger de esta manera. Podríamos gastar parte de él en restaurar los fondos de investigación que cortó la administración Reagan, contratando a científicos e ingenieros que podrían convertir en reales todas estas perspectivas.

¿A cuánto debería ascender este impuesto? Unos 13 centavos por litro sería un buen comienzo. Podría ayudar a disuadir de la utilización de demasiado combustible; Sin duda proporcionaría una gran provisión de fondos para un programa de investigación serio, puesto que en cifras redondas cada penique añadido en impuestos a la gasolina proporciona alrededor de mil millones de dólares de ingresos.

Incluso con este aumento, la gasolina en Estados Unidos seguiría siendo bastante más barata que en la mayoría del resto del mundo; en la mayor parte de los países de Europa Occidental cuesta el doble.

Lo que puede que sea uno de nuestros problemas. Si hubiésemos crecido en un país que pagase un precio más adecuado por la gasolina, puede que fuéramos un poco más cuidadosos con ella. Como dice Tom Paine: «No apreciamos demasiado lo que obtenemos muy barato; un precio alto es el que da su valor a cada cosa». Una gasolina más cara podría hacer que nos replanteáramos nuestros sentimientos sobre esas fábricas de gas tóxico que tan despreocupadamente conducimos hasta la tienda de la esquina.