Racionar la destrucción

A la mayoría de nosotros este planeta en el que vivimos nos parece enorme. Nos resulta difícil convencernos de que alguna de las pequeñas heridas que causamos a la Tierra pueda ser importante. ¿Realmente dañamos algo si nos montamos en el coche cuando queremos recorrer unas pocas manzanas?, ¿o si bebemos en vasos de plástico alveolar, o dejamos todas las luces encendidas cuando salimos de casa? Cuando un aficionado a la pesca tira el plástico de los envases al mar, ¿es posible que esté haciendo un daño real?

Puesto que somos tan pequeños y la Tierra tan grande, es fácil pensar que la respuesta a todas estas preguntas sea negativa. En circunstancias propicias la respuesta correcta también sería «no»; o sea, si sólo uno de nosotros lo estuviese haciendo. Lo que nos dice nuestro sentido común es bastante cierto: el daño que cada uno de nosotros puede hacer a nuestro hábitat es insignificante.

Lo que lo convierte en significativo es que somos muchos y continuamente hay más en camino.

A finales del siglo XX habrá cuatro veces más personas en el mundo que cuando éste comenzó y, colectivamente, estos miles de millones de personas, con todas sus nuevas máquinas, pueden hacer mucho daño. Y lo hacemos. El 8% de todo el dióxido de carbono del aire procede de los tubos de escape de nuestros coches. Los trozos de plástico de un paquete de seis cervezas junto con otros trozos de plástico tirados por los barcos ya se han convertido en una causa importante de muerte entre los mamíferos marinos. Los cinco mil millones de habitantes de la Tierra provocamos, en conjunto, mayor destrucción medioambiental todos los años que cualquier guerra o cualquier desastre natural que se haya producido en la historia del hombre.

Cuando los partidarios del crecimiento cero de la población nos dicen que la principal contaminación del mundo actual no es la debida al dióxido de carbono, los clorofluorocarbonos o la lluvia ácida, sino la contaminación originada en las personas, no están equivocados del todo. Lo que pasa es que somos demasiados, en particular en el mundo desarrollado, los que actuamos mal.

Es importante comprender que el problema no es sólo que todos estos seres humanos estén agotando la capacidad de la Tierra para seguir adelante. La gente exige muchos recursos, con todos sus requerimientos de comida, ropa, vivienda y otras necesidades vitales, pero esto no es noticia. Este problema concreto ya fue previsto por Malthus hace mucho.

Malthus no estaba equivocado al preocuparse por hambrunas futuras y por la extinción de los recursos naturales, sólo se anticipó a su época. Antes o después, si la raza humana sigue multiplicándose sin límite, llegará al punto en que se cumplan sus predicciones. Pero todavía no hemos alcanzado ese punto y, mientras tanto, tenemos problemas más urgentes muy próximos.

En realidad, las cosas han empeorado desde que Malthus escribió acerca de su teoría. La simple escasez ya no representa un peligro real. En la actualidad, las mayores amenazas para el futuro de nuestros nietos son consecuencia de lo que hacemos o, lo que es lo mismo, del modo en que nuestras sociedades industrializadas y el uso manirroto de nuestros recursos producen residuos y efectos secundarios que causan graves daños al planeta.

A la larga, la mayoría de estas heridas se curarán solas. Exista o no Gaia en un sentido real, con el tiempo, los procesos naturales -no hay razón para que no pueda llamarlos Gaia si lo desea- compensarán el exceso de dióxido de carbono de la atmósfera, eliminarán el ácido de la lluvia, restaurarán el ozono, anularán los compuestos tóxicos de las aguas y el suelo y repararán todos (o casi todos) los otros daños que somos capaces de causar a nuestro planeta… A la larga.

Pero como John Maynard Keynes dijo una vez al presidente Frankl1n D. Roosevelt: «El problema con los plazos largos es que, a la larga, estaremos todos muertos».

Estos procesos naturales realizan la curación a su propio ritmo, no al nuestro. Sólo pueden hacer las reparaciones a la velocidad fijada por las leyes naturales, que nosotros no podemos hacer nada por modificar.

Por desgracia, la velocidad de reparación es mucho más lenta que la velocidad a la que nosotros causamos los daños.

Cuando se plantea el problema de esta manera -como una carrera entre el daño y la reparación- empezamos a vislumbrar dónde puede haber una esperanza de encontrar una solución permanente a nuestros problemas medioambientales. No podemos acelerar el ritmo natural de reparación, pero quizá podamos frenar la velocidad a la que causamos los daños.

Podemos empezar midiendo las velocidades naturales de regeneración y reparación. Después podemos seguir calculando aproximadamente (por ejemplo) cuántos litros de gasolina, metros cúbicos de gas natural, toneladas de carbón y otros combustibles fósiles podemos permitirnos quemar los seres humanos en todo el mundo sin añadir dióxido de carbón al aire más deprisa de lo que los bosques pueden eliminarlo; sobre todo si, al mismo tiempo, calculamos cuántos árboles nos podemos permitir talar por año y cuántos nuevos debemos plantar. Podemos hacer cálculos parecidos para todas las demás agresiones que hacemos al medio ambiente. Por ejemplo, podemos medir la velocidad a la que los procesos naturales crean suelo nuevo para el cultivo (esto sucede a una velocidad de milímetros por año) y compararla con la de la erosión que está eliminando el suelo de nuestras granjas (una cifra varias veces mayor). Podemos valorar el incremento anual de nuestras fuentes de agua subterránea procedente de la lluvia y la infiltración, como el acuífero de Ogalalla que suministra agua de riego para muchos estados de la Costa Oeste. Después podemos compararlo con la velocidad a la que los agricultores de tierras áridas y las ciudades están extrayendo el agua.

Después de hacer estos cálculos podemos dividir el caudal de entrada por el de evacuación y obtener un número. Este número será una valiosa unidad de medida, de las que los científicos llaman un «coeficiente de calidad». Una cifra así nos puede ayudar a calcular cuántas de estas cosas podemos seguir haciendo sin destruir el equilibrio natural.

Tenemos un nombre para esta nueva unidad de medida propuesta.

Quisiéramos ponerle un nombre que nos recuerde a nosotros -la especie Homo sapiens sapiens- y llamarla «SAP[2]».

Si así resulta demasiado gracioso, se puede considerar al nombre como las siglas de Steadystate Allowables Perturbations (Perturbaciones admisibles del equilibrio). Pero, independientemente del nombre que utilicemos, la SAP puede ser una unidad muy útil.

Por ejemplo: si sabemos cuántas toneladas de ozono se producen al año mediante procesos naturales para la capa de la estratosfera que nos protege de la radiación ultravioleta más peligrosa, podremos calcular cuántas toneladas anuales de compuestos clorofluorocarbonos (abreviado CFC) y otros productos químicos que destruyen el ozono nos podemos permitir fabricar.

Después de resolverla, podemos utilizar esa SAP como guía para nuestro propio comportamiento individual. Basta con dividir el tonelaje admisible por el total de la población humana y así sabremos cuántos teclados de ordenador o botes de desodorante con gas CFC, por ejemplo, nos podemos permitir consumir cada uno de nosotros cada año.

Si todos y cada uno de los seres humanos mantuviesen sus costumbres dentro de estos límites -no sólo para los clorofluorocarbonos sino para todas las demás agresiones que hacemos al medio ambiente- la mayoría de estos problemas empezarían a desaparecer.

Desde luego éste sería un buen comienzo.

Por desgracia, eso es lo único que sería. También sobre este tema hay buenas y malas noticias.

La buena es que muchos, miles, incluso millones de nosotros en todo el mundo, ya nos hemos lanzado a este comienzo. Intentamos reciclar el periódico, las latas de aluminio de las bebidas, el máximo posible de botellas, los botes y tarros que arrastramos a casa desde el supermercado. Intentamos utilizar lo más posible el transporte público -o la bici o nuestros pies- en vez de nuestro coche. Cuando es posible, arreglamos nuestras herramientas y electrodomésticos en vez de comprar otros nuevos.

La mala, sin embargo, es que esto no es suficiente.

A la larga (y este plazo es cada vez más corto), los gobiernos tendrán que intervenir. Los cambios necesarios deberán ser forzados por legislaciones y tratados, mediante medidas tales como leyes de prohibición o impuestos selectivos.

Aquí es donde empieza la parte difícil. Nos metemos en el espinoso terreno de la política y la economía -en todo lo que se debería hacer para que se apruebe este tipo de legislación, cuando los legisladores sufren enormes presiones para que voten lo contrario-, y en lo que significa para toda la gente que trabaja en industrias, que resultará muy perjudicada por los pasos que hay que dar para evitar el desastre.

En este libro examinaremos con rigor lo difícil que va a ser. Sin embargo, de momento, no hay ninguna razón para que ninguno de nosotros posponga sus obligaciones individuales. Hasta que se produzcan importantes acciones gubernamentales, o incluso si nunca se producen, cada uno de nosotros puede hacer su pequeña contribución.

No hay duda de que lo que una persona puede hacer para salvar el medio ambiente no es más importante, a escala global, que lo que puede hacer para perjudicarlo. A pesar de todo, se puede afirmar que hay dos beneficios reales en nuestras acciones individuales, incluso si no podemos lograr nada más.

El primero es que conseguiremos, y mereceremos, el respeto de nuestros hijos y de la gente seria.

El segundo es menos tangible y es el siguiente: si utilizamos sólo las cantidades viables -aunque la mayoría siga con sus métodos derrochadores-, no seremos capaces de impedir el desastre. Pero, al menos, nuestra conciencia estará tranquila, porque sabremos que no somos cómplices de la destrucción de nuestro planeta.

Y -¿quién sabe?- puede que haya incluso un tercer beneficio. A lo mejor nuestro ejemplo resulta tan bueno que otros se sientan empujados a seguirlo.

Este tipo de conversaciones resultan bastante presuntuosas, ¿verdad?

Son presuntuosas. Seamos realistas, los defensores de la conservación somos así. Somos lo bastante presuntuosos como para pensar que sabemos lo que el mundo necesita mejor que nuestros familiares, que nuestros vecinos e incluso que nuestros gobiernos… y en estos temas, por desgracia, lo sabemos.

Vayamos un paso más allá. Admitamos que cuando hay que tomar decisiones sobre lo que se debe hacer acerca de todo esto, lo sabemos incluso mejor que los científicos que estudian estos temas.

Lo que no quiere decir que no se pueda confiar en los científicos. Al contrario, no podemos prescindir de sus conocimientos, lleguen a donde lleguen.

Es cierto que los científicos no son más que seres humanos y, como tales, algunos de ellos pueden estar actuando en beneficio propio. Puede que unos pocos se equivoquen, o que incluso sean incompetentes; y sabemos, por desgracia, que hay un puñado que son deshonestos. Pero, por lo general, la comunidad científica mundial incluye a algunos de los hombres y mujeres más capaces y brillantes del mundo, que dedican sus vidas al esfuerzo de entender lo que está sucediendo en el mundo físico.

Si dicen -como colectivamente lo hacen- que, por ejemplo, el consumo de combustibles fósiles está provocando importantes cambios en el clima del mundo, tenemos que creer que la información que nos dan es verdad. Son ellos los expertos.

Sin embargo, es lo más lejos que llegan los expertos. No continúan diciéndonos qué hacer exactamente con dicha información.

Los científicos son como los testigos periciales ante un gran jurado. Lo único que tienen que hacer es decir a los miembros del jurado lo que saben. A veces, lo que estos testigos digan será desconcertante, poco claro o incluso contradictorio, pero eso no les sirve de excusa a los miembros del gran jurado; siguen teniendo que estudiar las pruebas lo mejor que puedan, y después serán los miembros del jurado, no los testigos periciales, quienes tengan que decidir qué medidas tomar.

En este caso, nosotros somos el gran jurado. Hay que tomar algunas decisiones duras que afectan a nuestras vidas, decisiones tales como cuánto estamos dispuestos a pagar por un mundo más limpio y seguro; qué inconvenientes estamos dispuestos a soportar; cuántas molestias estamos dispuestos a tomamos para que el planeta sea un lugar seguro para nuestros nietos. Los científicos no pueden tomar estas decisiones por nosotros, porque no saben más que nosotros sobre el equilibrio de estos costos y beneficios. Ni siquiera el gobierno puede tomar estas decisiones por nosotros -o no quiere- porque la tarea es demasiado grande y sobre todo porque nuestros legisladores y agencias gubernamentales están bajo demasiadas presiones de intereses concretos que les impiden actuar. De hecho, tendremos que ser nosotros quienes forcemos a nuestro gobierno a actuar.

Depende de nosotros, hombres y mujeres corrientes. Debemos tomar estas difíciles decisiones lo mejor que podamos, porque no hay nadie más.