¿Hacia dónde vamos?
En los siguientes siete capítulos del libro describiremos las agresiones al medio natural de nuestro planeta que se están produciendo en la actualidad y las perjudiciales consecuencias que tendrán.
No todas estas agresiones revisten igual importancia. Algunas son relativamente triviales, otras amenazan la vida del planeta. Por pura conveniencia las vamos a agrupar en cinco niveles diferentes de destrucción medioambiental y a citarlas en orden ascendente, de la siguiente manera:
La primera, y menos amenazadora, es lo que podríamos llamar la continuada pérdida de moral o estética en el mundo.
Incluye cosas como la casi extinción de muchas y atractivas especies animales (elefantes, mariposas, ballenas, aves canoras, etc.) y de un número mucho mayor de especies de plantas, más el expolio de tesoros naturales como bosques y riberas que son cosas que hacen del mundo un lugar más bello. La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que sería una pena que se perdiesen. En unos pocos lugares representan importantes pérdidas económicas para los habitantes locales -del turismo en las reservas de caza en África, por ejemplo- pero poca gente morirá por su pérdida.
La segunda es la pérdida de posibles beneficios futuros de fuentes que todavía no hemos descubierto.
El ejemplo más obvio de esto se encuentra en la destrucción de los bosques naturales, en especial en las inmensas extensiones de selvas tropicales que nunca han sido estudiadas del todo. En ellas hay muchas clases de seres vivos que se están identificando cuando casi ya se han extinguido, cuando ya es demasiado tarde para saber si tienen algún valor práctico. Por experiencia histórica, tenemos la seguridad estadística de que entre ellas habríamos descubierto un número razonable de cosas como nuevos productos farmacéuticos y variedades útiles de plantas alimenticias si no hubiésemos permitido su destrucción antes de identificarlas. Podemos estar relativamente seguros de que estamos perdiendo tesoros de esta manera. Lo que no sabemos, y nunca sabremos, es lo que estos tesoros podrían haber hecho exactamente por nuestra salud y bienestar.
La tercera, es la pérdida de paisajes bonitos y condiciones medioambientales benignas.
Aquí incluimos el daño a lagos y vías fluviales por acción de la contaminación; la destrucción de bosques por la lluvia ácida y una explotación forestal incontrolada; el aumento de los niveles de smog en nuestras ciudades. Estas cosas, sin duda, nos costarán mucho en dinero y salud, pero (con algún esfuerzo) la mayoría de la raza humana sobrevivirá a su pérdida, aunque no el pequeño y desafortunado número de personas cuyos suministros de agua potable y condiciones de salud sufrirán los mayores daños.
La cuarta son los daños graves para el medio ambiente a escala global debido al calentamiento causado por el «efecto invernadero».
Esto es peliagudo. Nadie puede decir con detalle cuáles serían todos los efectos de un calentamiento global constante e importante. Lo más que podemos hacer es decir que es muy probable que entre ellos estén los cambios climáticos en las zonas de máxima producción agrícola, cuya secuela sería la reducción de la productividad. Esto podría suponer hambrunas, algunas de ellas incluso a gran escala. Con todo, en el peor de los casos, el calentamiento no amenazaría de verdad a la supervivencia de toda la raza humana, aunque no fuera más que porque, en el peor de todos los casos posibles, sería automoderante: moriría tanta gente como consecuencia de los rápidos cambios climáticos, que no quedarían bastantes supervivientes para continuar el proceso.
La quinta es fundamental: la extinción total de casi toda la vida en la Tierra.
No es una hazaña fácil de realizar. Probablemente no podríamos lograrlo con armas nucleares, ni siquiera con una guerra nuclear total. Pero hay una probabilidad de que podamos conseguirlo con frascos de aerosol y plásticos expansibles. Si dejásemos que el proceso llegara lo bastante lejos como para perder la capa de ozono por completo, entonces habríamos llegado a destruir nuestra única defensa real contra la radiación ultravioleta de alta intensidad -no es una exageración llamar a estos componentes de la luz solar «rayos de la muerte»- procedente del sol. Muchas de las plantas comestibles indispensables morirían y, a la larga, también lo haríamos nosotros.
Gran parte de este libro se ha centrado fundamentalmente en los problemas estadounidenses y en lo que se puede hacer con ellos. Hay una razón para ello.
Por supuesto, el daño a nuestro medio ambiente no es un problema únicamente estadounidense, afecta a todos los seres humanos vivientes, desde los esquimales hasta los habitantes de Tierra del Fuego, pero hay dos razones por las que nos hemos concentrado en el escenario estadounidense.
La primera es que Estados Unidos es el país que más daño está causando al medio ambiente.
En este país vive sólo una veinteava parte de la población mundial, pero genera la mayoría del dióxido de carbono, que retiene el calor; fabrica el volumen mayor de clorofluorocarbonos que destruyen la capa de ozono; tiene los coches con mayor cantidad de gases de escape y produce las mayores cantidades de energía eléctrica consumiendo combustibles fósiles; todo lo que le convierte en el mayor contribuyente a los problemas ecológicos del mundo.
En todo esto no hay nada de lo que los estadounidenses podamos sentirnos orgullosos. Por otro lado, tampoco es una confesión de un pecado desconocido. No tenemos que darnos más golpes en el pecho que cualquier otro, porque el resto del mundo no es más virtuoso que nosotros. Salvo algunas honrosas excepciones -casi todas en los países escandinavos-, todas las comunidades y todas las naciones del mundo se afanan en contaminar nuestro planeta casi tan rápido como se lo permite su densidad de población y su nivel de industrialización.
Lo que destaca a Estados Unidos es su tamaño, su riqueza y el hecho de que empezó antes, así que lleva una buena ventaja al resto del mundo.
La segunda razón para centrarnos en Estados Unidos es que, de todos los países del mundo, es el que está en mejor posición para hacer algo importante para resolver estos problemas.
En general, los estadounidenses están bastante bien educados. Los medios de comunicación y la información son muy accesibles. Tienen el hábito de las elecciones libres y un mecanismo político para administrar su gobierno muy bien probado… y además, el país es rico. Por todas estas razones, Estados Unidos es el país que mejor puede permitirse tomar la delantera.
Todavía más, acaba de demostrar al mundo lo eficaz que puede ser encabezando la opinión mundial en la movilización de la oposición internacional contra Sadam Hussein después de la invasión de Kuwait. Otros protestaron. Estados Unidos actuó. Horas después de que las tropas iraquíes atacaran, el gobierno estadounidense, bajo la presidencia de George Bush, había empezado, una rápida campaña para conseguir apoyo, trazar planes, asegurar la aprobación de las resoluciones de las Naciones Unidas y empezar la concentración de tropas que llevaría a la derrota militar de Sadam Hussein. Se pueden cuestionar los motivos ocultos tras esta importante muestra de liderazgo. No se puede dudar de que funcionó.
Por desgracia, el mismo gobierno no ha mostrado ningún interés en liderar acciones medioambientales. En muchos intentos de cooperación internacional, Estados Unidos ha utilizado su poder para intentar retrasar o incluso evitar los acuerdos sobre las reformas.
Estados Unidos no puede salvar solo al mundo. Los problemas no se pueden resolver en un solo país por muy desarrollado que esté. Si se volviese santo de la noche a la mañana, sólo retrasaría, pero no evitaría, el día del juicio final si el resto del mundo continuara su carrera actual, e incluso este retraso temporal sería bastante corto.
Pero, a pesar de todo, Estados Unidos debe ponerse a la cabeza; no porque sea el país más culpable, sino porque es el más capaz de hacerlo. Tampoco por razones altruistas -por lo menos, no sólo por ellas sino porque, a la larga, es la única manera de salvarse a sí mismo.