XVIII. El festival de música

El almuerzo se sirvió en el mismo comedor en que habían desayunado. Ahora estaba lleno de alfanos, y con ellos se encontraban Trevize y Pelorat, que habían sido muy bien recibidos por todos. Bliss y Fallom comían en un pequeño anexo, más o menos en privado.

Había varias clases de pescado, además de sopa con trocitos de lo que parecía ser cabrito hervido. Sobre la mesa, hogazas de pan para ser cortado, y mantequilla y mermelada para untar las rebanadas. Después, una ensalada, copiosa y variada, y se notó la falta de postre, aunque se sirvieron zumos de fruta en jarras, inagotables al parecer.

Los dos hombres de la Fundación tuvieron que comer poco después del abundante desayuno, pero todos los demás parecieron hacerlo a dos carrillos.

—¿Cómo se las arreglarán para no engordar? —preguntó Pelorat en voz baja.

Trevize se encogió de hombros.

—Tal vez gracias a mucho trabajo físico.

Saltaba a la vista que era una sociedad en la que el decoro en las comidas no se apreciaba mucho. Había una algarabía de gritos, risas y golpes dados en la mesa con los gruesos y, evidentemente, irrompibles vasos. Las mujeres eran tan vocingleras como los hombres, aunque en un tono más agudo.

Pelorat ponía mala cara, pero Trevize, que ahora (al menos temporalmente) no sentía en absoluto la incomodidad de que había hablado a Hiroko, estaba relajado y de buen humor.

—En realidad —dijo—, esto tiene su lado agradable. Esa gente parece disfrutar de la vida y tener pocas preocupaciones, suponiendo que tengan alguna. El tiempo atmosférico es como ellos lo desean y disfrutan de una comida extraordinariamente abundante. Para ellos, esta es una edad de oro que se prolonga y se prolonga sin más.

Tenía que gritar para hacerse oír, y Pelorat gritó también al replicar:

—Pero hay demasiado ruido.

—Están acostumbrados.

—No sé cómo pueden entenderse con todo este bullicio.

En verdad, los de la Fundación no comprendían nada. El extraño acento, la gramática arcaica y la sintaxis del idioma alfano hacían imposible la comprensión a unos niveles tan altos de los sonidos. Para ellos, era como escuchar el ruido de un zoo presa de pánico.

Sólo después del almuerzo se reunieron con Bliss en una pequeña estructura que Trevize encontró bastante diferente de la casita de Hiroko y que les había sido destinada como su vivienda temporal. Fallom estaba en la segunda habitación, muy aliviada al encontrarse sola, según declaró Bliss, y tratando de dormir la siesta.

Pelorat miró por la abertura de la pared que hacía las veces de puerta y dijo, vacilando:

—Aquí hay muy poca intimidad. ¿Cómo podemos hablar libremente?

—Te aseguro que en cuanto corramos la cortina nadie nos molestará —dijo Trevize—. La lona hace que esto sea impenetrable por la fuerza de la costumbre social.

Pelorat miró las altas ventanas abiertas.

—Pueden oírnos.

—No tenemos que gritar. Y los alfanos no tratarán de escuchar lo que digamos. Recuerda que cuando estaban fuera del comedor a la hora del desayuno, se mantuvieron a respetuosa distancia de las ventanas.

—Has aprendido mucho sobre las costumbres de Alfa durante el rato que has pasado a solas con la gentil y pequeña Hiroko, y por eso confías tanto en su discreción. ¿Qué sucedió? —Bliss sonrió.

—Si has notado que las fibras de mi mente han experimentado un cambio favorable y puedes adivinar la razón —dijo Trevize—, sólo te pido que dejes a mi mente en paz.

—Sabes muy bien que Gaia no tocará tu mente bajo ninguna circunstancia, salvo de crisis vital, y también sabes la razón. Sin embargo, no estoy mentalmente ciega. Puedo percibir lo que ocurre a un kilómetro de distancia. ¿Es esta tu costumbre invariable en los viajes espaciales, mi erotómano amigo?

—¿Erotómano? Vamos, Bliss; dos veces en todo el viaje. ¡Dos veces!

—Sólo estuvimos en dos mundos donde hubiese hembras humanas. Dos de dos, y permanecimos unas pocas horas en cada uno de ellos.

—Sabes que era lo único que podía hacer en Comporellon.

—Eso es lógico. Recuerdo la complexión de aquella hembra. —Durante unos momentos, Bliss se destornilló de risa. Después dijo—: En cambio, no creo que Hiroko te redujese a la impotencia con una presa o impusiese su irresistible voluntad a tu cuerpo desvalido.

—Claro que no. Me sometí de buen grado. Pero la idea fue suya.

—¿Siempre te ocurre lo mismo, Golan? —preguntó Pelorat, con un matiz de envidia en su voz.

—No puede ser de otra manera, Pel —dijo Bliss—. Las mujeres se sienten irremisiblemente atraídas por él.

—Ojalá fuese así —repuso Trevize—, pero estás equivocada. Y me alegro. Tengo otras cosas que hacer en mi vida. Pero, en este caso, fue irresistible. A fin de cuentas, éramos las primeras personas de otro mundo que Hiroko veía…, o que veía cualquiera de los que viven en Alfa. Supongo, por algo que se le escapó, y por algunas observaciones casuales, que tenía la excitante idea de que yo sería diferente de los alfanos, bien por mi anatomía, bien por mi técnica. ¡Pobrecilla! Temo haberla defraudado.

—¡Oh! —exclamó Bliss—. ¿Te defraudó ella a ti?

—No —dijo Trevize—. He estado en muchos mundos y tengo cierta experiencia. Y he descubierto que las personas son personas y que el sexo es sexo. Si existe alguna diferencia ostensible, suele ser trivial y desagradable. ¡Las cosas que vi en mis buenos tiempos! Recuerdo una joven que no podía animarse a menos que fuese al son de una música fuerte, una música que era como un chillido desesperado. Por consiguiente, tocó la música y entonces fui yo el que no se pudo animar. Te aseguro que…, si esta vez no pasó lo mismo, me doy por satisfecho.

—A propósito de música —dijo Bliss—, estamos invitados a una velada musical después de la cena. Por lo visto, una ceremonia muy formal, a celebrar en nuestro honor. Creo que los alfanos se sienten muy orgullosos de su música.

Trevize hizo una mueca.

—Su orgullo no hará que la música suene mejor a nuestros oídos.

—Escúchame —dijo Bliss—. Creo que se enorgullecen, sobre todo, porque tocan instrumentos muy antiguos con gran habilidad. Muy antiguos, Tal vez, por medio de ellos, podamos obtener alguna información sobre la Tierra.

Trevize arqueó las cejas.

—Una idea interesante. Y esto me recuerda que los dos podéis haber obtenido alguna información. Janov, ¿viste a ese Monolee de que nos habló Hiroko?

—En efecto —dijo Pelorat—. Estuve tres horas con él y te aseguro que Hiroko no exageró. Nuestra charla se convirtió en un monólogo por su parte y, cuando le dejé para venir a almorzar, se aferró a mí y no me dejó marchar hasta que le prometí volver en cuanto pudiese, para seguir escuchándole.

—¿Te dijo algo de interés?

—Bueno, él…, como todos los demás…, insistió en que la Tierra tenía una radiactividad mortífera y total; también en que los antepasados de los alfanos fueron los últimos en salir de allí, porque, si no lo hubiesen hecho, habrían muerto. Y lo dijo con tal convicción, Golan, que no pude dejar de creerle. Estoy convencido de que la Tierra es un planeta muerto y, por tanto, de que estamos empeñados en una búsqueda inútil.

Trevize se retrepó en su silla, mirando fijamente a Pelorat, que se había acomodado en un estrecho catre. Bliss, que había estado sentada junto a Pelorat y se había levantado, les miró a los dos.

Por último, dijo Trevize:

—Deja que sea yo quien juzgue si nuestra búsqueda es o no inútil. Cuéntame lo que te dijo el viejo parlanchín…, en pocas palabras, desde luego.

—Tomé notas mientras Monolee hablaba —dijo Pelorat—. Con esto reforzaba mi papel de erudito, pero no tengo que referirme a ellas. Sus palabras fluían a raudales. Cada cosa que decía le recordaba otra, pero desde luego, me he pasado toda la vida tratando de organizar la información para entresacar de ella lo importante y significativo, por lo que ahora me resulta natural condensar un discurso largo e incoherente…

—¿En algo igualmente largo e incoherente? —le interrumpió amablemente Trevize—. Ve al grano, querido Janov.

Pelorat carraspeó, confuso.

—Sí, viejo amigo. Trataré de hacer un relato coherente y cronológico. La Tierra fue la cuna de la Humanidad y de millones de especies de plantas y de animales. Y continuó siendo su morada durante innumerables años, hasta que se inventó el viaje hiperespacial. Entonces, se fundaron los mundos Espaciales, Estos rompieron con la Tierra, desarrollaron sus propias culturas y llegaron a despreciar y oprimir al planeta madre.

»Al cabo de un par de siglos, la Tierra consiguió recobrar su libertad, aunque Monolee no me explicó la manera exacta en que eso se había producido, y yo no me habría atrevido a preguntárselo aunque me hubiese dado ocasión de interrumpirle, porque con ello habría hecho que se subiese por las ramas. Mencionó un héroe de la cultura llamado Elijah Baley, pero la referencia era tan característica de la costumbre de atribuir a un personaje los logros de varias generaciones que habría servido de poco intentar…

—Sí, querido Pel —dijo Bliss—, comprendemos esta parte.

Pelorat hizo una nueva pausa y volvió al grano.

—Desde luego. Disculpadme. La Tierra lanzó una segunda ola colonizadora y fundó muchos nuevos mundos de una manera nueva. El nuevo grupo de colonizadores resultó ser más poderoso que los Espaciales, los adelantó, los derrotó, sobrevivió a ellos y, en definitiva, fundó el Imperio Galáctico. Durante las guerras entre los Colonizadores y los Espaciales…, no, no fueron guerras, pues él cuidó muy bien de emplear la palabra «conflicto»…, la Tierra se volvió radiactiva.

—Esto es ridículo, Janov —dijo Trevize con clara impaciencia—. ¿Cómo puede un mundo volverse radiactivo? Todos los mundos son ligeramente radiactivos, en mayor o menor grado, desde el momento de su formación, y esta radiactividad va decreciendo poco a poco. No pueden volverse radiactivos.

Pelorat se encogió de hombros.

—Yo sólo repito lo que él dijo. Y sólo me contaba lo que les había oído de otros, que a su vez lo habían oído de otros, y así sucesivamente. Es Historia popular, contada y vuelta a contar durante generaciones, y quién sabe las alteraciones que se producirían a cada repetición.

—Lo comprendo, pero ¿no hay libros, documentos, narraciones antiguas que hayan permanecido inmutables y puedan darnos datos más concretos que ese relato actual?

—En realidad, pude hacerle esta pregunta y él me respondió que no. Dijo vagamente que había habido libros sobre eso en épocas remotas, y que se habían perdido hacía tiempo, pero que él contaba lo que se decía en tales libros.

—Sí, pero deformado. La historia de siempre. En todos los mundos que visitamos, los datos sobre la Tierra han desaparecido de alguna manera. Bueno, ¿cómo te ha dicho que empezó la radiactividad en la Tierra?

—No me lo ha contado con detalle. Lo único que dijo fue que los Espaciales fueron los responsables, pero deduje que los Espaciales eran los demonios a quienes culpaba la Tierra de todas sus desdichas. La radiactividad…

Una voz clara le interrumpió:

—Bliss, ¿soy yo un espacial?

Fallom estaba plantada en la estrecha puerta entre las dos habitaciones, con los cabellos revueltos y en camisón (más indicado para la talla de Bliss) dejando al descubierto un seno subdesarrollado.

—Nos preocupamos de los curiosos de fuera —dijo Bliss— y nos olvidamos de la de dentro. Bueno, Fallom, ¿por qué has dicho eso?

Se levantó y se acercó a la jovencita. Fallom dijo:

—Yo no tengo lo mismo que ellos —y señaló a los dos hombres—, ni lo que tú tienes, Bliss. Soy diferente. ¿Es porque soy un Espacial?

—Lo eres, Fallom —dijo Bliss, en tono tranquilizador—, pero las pequeñas diferencias no tienen importancia. Vuelve a la cama.

Fallom se mostró sumisa, como siempre que Bliss quería que lo fuese. Se volvió.

—¿Soy yo un demonio? —preguntó—. ¿Qué es un demonio?

—Esperadme un momento —dijo Bliss por encima del hombro—. Volveré enseguida.

Al cabo de cinco minutos se reunió con ellos. Meneó la cabeza.

—Estará durmiendo hasta que la despierte. Supongo que yo hubiese debido hacer eso antes, pero toda modificación de la mente debe ser resultado de una necesidad. —Y añadió, en son de excusa—: No puedo permitir que se preocupe por las diferencias entre sus órganos sexuales y los nuestros.

—Algún día tendrá que saber que es hermafrodita —dijo Pelorat.

—Algún día —repitió Bliss—, pero no ahora. Sigue con tu relato, Pel.

—Sí —dijo Trevize—, antes de que cualquier otra cosa nos interrumpa.

—Bueno, la Tierra, o su corteza al menos, se hizo radiactiva. En aquellos tiempos, la Tierra tenía una cantidad de población enorme, concentrada en grandes ciudades, la mayoría de ellas subterráneas…

—Bueno —le interrumpió Trevize—, esto no tiene por qué ser cierto necesariamente. Quizás el patriotismo local ensalzó la edad de oro del planeta, y los detalles son una simple deformación de Trantor en su edad de oro, cuando era la capital imperial de todo un sistema de mundos de la galaxia.

Pelorat meditó un momento y después dijo:

—Creo, Golan, que no deberías tratar de enseñarme mi oficio. Los mitólogos sabemos muy bien que los mitos y las leyendas contienen plagios, moralejas, ciclos naturales y otras mil influencias deformantes, y nos esforzamos en eliminarlas y llegar a lo que puede ser el meollo de la verdad. En realidad, estas mismas técnicas pueden aplicarse a los relatos más serios, pues nadie escribe la verdad pura y simple, si es que puede decirse que existió alguna vez. Ahora, te estoy explicando, más o menos, lo que Monolee me ha contado, aunque supongo que debo de estar añadiendo deformaciones de mi propia cosecha a pesar de que me esfuerzo en no hacerlo.

—Bueno, bueno —dijo Trevize—. Prosigue, Janov. No quise ofenderte.

—No me has ofendido. Las grandes ciudades, presumiendo que existiesen, decayeron y se encogieron al ir aumentando la radiactividad, hasta que la población no fue más que un resto de lo que había sido, aferrándose a regiones que aún estaban relativamente libres de radiación. La población se mantuvo baja por el control de la natalidad y la eutanasia de los mayores de sesenta años.

—¡Horrible! —exclamó Bliss indignada.

—Desde luego —dijo Pelorat—, pero eso fue lo que hicieron, según Monolee, y podría ser verdad, pues no es probable que se inventase una mentira tan denigrante para la gente de la Tierra. Los terrícolas, después de haber sido despreciados y oprimidos por los espaciales, lo fueron por el Imperio, aunque aquí puede haber alguna exageración nacida de la compasión por uno mismo, que es una emoción muy seductora. Existe el caso…

—Sí, sí, Pelorat, otro día nos lo contarás. Continúa con la Tierra.

—Disculpadme. El Imperio, en un arranque de benevolencia, accedió a llevarse de allí el suelo contaminado y sustituirlo por otro importado y que estuviese limpio de radiación. Inútil decir que suponía una tarea enorme y que el imperio se cansó pronto de ella, sobre todo porque aquel período (si mi presunción es acertada) coincidió con la caída de Kandar V, después de la cual el Imperio hubo de preocuparse de otras muchas cosas que le importaban más que la Tierra.

»La radiactividad siguió intensificándose, la población continuó decayendo y, por último, el Imperio, en otro arranque de benevolencia, ofreció trasladar el resto de la población a un nuevo mundo propio, en una palabra, a este mundo.

»Parece ser que, en un período anterior, una expedición había poblado el océano de peces, de manera que, cuando los planes para el traslado de los terrícolas se hicieron, había una atmósfera rica en oxígeno y unas abundantes reservas de comida en Alfa. Además, ningún otro mundo del Imperio Galáctico ambicionó hacerse con ella, pues existe cierta antipatía natural hacia los planetas que giran alrededor de estrellas de un sistema binario. Supongo que en tales sistemas hay tan pocos planetas habitables que incluso estos son rechazados, porque se presume que algo debe andar mal en ellos. Es una idea muy corriente. Por ejemplo, existe el caso conocido de…

—Más tarde nos explicarás ese caso conocido, Janov —dijo Trevize—. Sigue con el traslado.

—Lo único que faltaba —continuó Pelorat, ahora un poco precipitadamente— era preparar una base de tierra firme. Se buscó la parte en que el océano era menos profundo y se trajeron sedimentos de otras partes para elevar el fondo marino y producir, en definitiva, la isla de Nueva Tierra. Esta se reforzó con piedras y corales sacados también del fondo del mar. Se sembraron plantas terrestres para que los sistemas de raíces contribuyesen a afirmar el nuevo suelo. Una vez más, el Imperio había emprendido una inmensa tarea. Tal vez se habrían proyectado continentes, pero cuando la isla quedó terminada, también la benevolencia del Imperio acabó.

»Lo que quedaba de la población de la Tierra fue traído aquí. Las flotas del Imperio se llevaron los hombres y la maquinaria que habían traído, y jamás volvieron. Los terrícolas instalados en la Nueva Tierra se encontraron aislados por completo.

—¿Por completo? —preguntó Trevize—. ¿Te dijo Monolee que nadie más de la galaxia estuvo nunca aquí hasta que nosotros llegamos?

—Casi por completo —respondió Pelorat—. Supongo que nada tenían que venir a buscar aquí, incluso dejando aparte la supersticiosa repugnancia por los sistemas binarios. De forma esporádica, a largos intervalos, llegaría alguna nave, como lo ha hecho la nuestra, pero después se marcharía para no regresar jamás. Y es todo.

—¿Preguntaste a Monolee dónde está situada la Tierra?

—Claro que se lo pregunté. Pero lo ignora.

—¿Cómo puede conocer tanto acerca de la Historia de la Tierra sin saber dónde está situada?

—Le pregunté concretamente si la estrella que se halla sólo a un pársec de Alfa podía ser el sol alrededor del cual gira la Tierra. Él no sabía lo que era un pársec, y le expliqué que es una distancia corta en términos astronómicos. Él me respondió que fuese corta o larga la distancia, no sabía dónde estaba la Tierra, que no conocía a nadie que lo supiese, y que, en su opinión, era un error tratar de encontrarla. Había que dejar, dijo, que girase para siempre en paz en el espacio.

—¿Estás de acuerdo con él? —preguntó Trevize.

Pelorat sacudió la cabeza con expresión triste.

—No del todo. Pero él dijo que, en vista de cómo siguió aumentando la radiactividad, el planeta debió volverse inhabitable por completo poco después de realizarse el traslado de sus moradores y que ahora tiene que estar ardiendo con tal intensidad que nadie podría acercarse a él.

—Tonterías —dijo Trevize, con firmeza—. Es imposible que un planeta que se haya hecho radiactivo siga aumentando en radiactividad. Esta sólo tiende a decrecer.

—Pero Monolee está seguro de ello. Y muchos de aquellos con quienes hemos hablado en diversos mundos dicen lo mismo que en la Tierra es radiactiva. Seguramente es inútil que sigamos adelante.

Trevize respiró hondo y, después, habló, dominando el tono de su voz:

—Tonterías, Janov. Eso no es verdad.

—Bueno, viejo amigo —dijo Pelorat—, no se debe creer algo sólo porque se desee creerlo.

—Mis deseos no tienen nada que ver con esto. En todos los mundos que hemos visitado nos hemos encontrado con que todos los datos sobre la Tierra han sido borrados. ¿Por qué habrían tenido que hacer algo así si no hubiese nada que ocultar, si la Tierra fuese un planeta muerto y radiactivo al que nadie pudiese acercarse?

—No lo sé, Golan.

—Sí, lo sabes. Cuando nos acercábamos a Melpomenia, dijiste que la radiactividad podía ser la otra cara de la moneda. De una parte, destruir los documentos para eliminar toda información exacta; de otra, difundir el cuento de la radiactividad, para dar una información errónea. Ambas cosas servirían para disuadir de todo intento de encontrar la Tierra, y nosotros no debemos dejarnos engañar por estos métodos de disuasión.

—Parecéis pensar que aquella estrella próxima es el sol de la Tierra —dijo Bliss—. Entonces, ¿por qué seguir discutiendo sobre la cuestión de la radiactividad? ¿Qué importa eso? ¿Por qué no ir, simplemente, al astro vecino y ver si se trata de la Tierra, y, en tal caso, cómo es?

—Porque los que habitan la Tierra deben ser, a su manera, extraordinariamente poderosos —respondió Trevize—, y yo preferiría acercarme allí teniendo algún conocimiento del planeta y de sus habitantes. Mientras siga ignorando las condiciones de la Tierra, acercarse a ella es peligroso. Creo que lo mejor es que vosotros os quedéis en Alfa y prosiga yo solo hacia ella. Arriesgar una vida ya es bastante.

—No, Golan —repuso Pelorat con enorme seriedad—. Bliss y la niña pueden esperar aquí, pero yo debo ir contigo. He estado buscando la Tierra desde antes de que tú lo hicieses y no puedo quedarme atrás cuando la meta está tan próxima, sean cuales fueren los peligros que puedan amenazarnos.

—Bliss y la niña no esperarán aquí —protestó ella—. Yo soy Gaia, y Gaia puede protegernos incluso contra la Tierra.

—Espero que tengas razón —dijo Trevize, con pesimismo—, pero Gaia no pudo impedir la eliminación de los antiguos datos del papel representado por la Tierra en su fundación.

—Esto ocurrió en los tiempos primitivos de Gaia, cuando todavía no estaba bien organizada, ni había avanzado en sus conocimientos. Ahora, la cosa cambia.

—Ojalá sea así. ¿O es que esta mañana has conseguido alguna información sobre la Tierra que nosotros desconocemos? Te pedí que hablases con alguna de las viejas con quienes estarías en contacto.

—Y lo hice.

—¿Y qué descubriste? —dijo Trevize.

—Nada acerca de la Tierra. Parece una página en blanco.

—Ya.

—En cambio descubrí que tienen una biotecnología muy avanzada.

—¿Sí?

—En esta pequeña isla, han criado y ensayado innumerables especies de plantas y de animales y conseguido un adecuado equilibrio ecológico, estable y duradero, a pesar de que empezaron con muy pocas especies. Han mejorado la vida oceánica que encontraron cuando llegaron aquí hace unos pocos miles de años, aumentado su valor nutritivo y mejorado su sabor. Ha sido su biotecnología la que ha hecho de este mundo un modelo de abundancia. Y también tienen planes para las personas.

—¿Qué clase de planes?

—Saben perfectamente —dijo Bliss— que no pueden esperar aumentar su población en las presentes circunstancias, confinados como están en el pequeño pedazo de tierra que existe en su mundo, pero sueñan en convertirse en anfibios.

—¿Convertirse en qué?

—En anfibios. Proyectan desarrollar branquias, además de los pulmones. Sueñan en poder pasar largos períodos de tiempo bajo el agua, en encontrar regiones poco profundas y construir estructuras en el fondo del océano. Mi informadora estaba muy entusiasmada con la idea, pero, me confesó que era una meta que los alfanos se habían fijado hace algunos siglos y que se habían hecho muy pocos progresos, o acaso ninguno.

—Así pues —dijo Trevize—, hay dos campos en los que podrían estar más avanzados que nosotros: el control del tiempo atmosférico y la biotecnología. Me pregunto cuáles serán sus técnicas.

—Tenemos que encontrar especialistas —indicó Bliss—, y es posible que estos no quieran hablar de ello.

—A nosotros no nos interesa en particular —repuso Trevize—, pero está claro que podría convenir a la Fundación aprender algo de este mundo en miniatura.

—En Términus controlamos bastante bien el tiempo —insinuó Pelorat.

—El control es bueno en muchos mundos —dijo Trevize—, pero siempre se refiere al mundo como totalidad. Aquí, los alfanos controlan el tiempo de una pequeña porción de su mundo y deben poseer técnicas que nosotros ignoramos. ¿Algo más, Bliss?

—Invitaciones sociales. Parece que este pueblo es muy aficionado a las fiestas y que las celebran siempre que la pesca y el cultivo de los campos se lo permiten. Esta noche, después de la cena, habrá un festival de música. Ya os lo había dicho. Mañana, durante el día, habrá una fiesta en la playa. Tengo entendido que todos los que puedan abandonar los campos se reunirán en la orilla de la isla para disfrutar del agua y del sol, ya que lloverá al día siguiente. Por la mañana, la flota pesquera volverá, anticipándose a la lluvia, y por la noche se celebrará un banquete para probar el producto de la pesca.

—Las comidas corrientes son bastante copiosas —gruñó Pelorat—. Me pregunto cómo será un banquete.

—Supongo que no se distinguirá por la cantidad, sino por la variedad.

En todo caso, los cuatro estamos invitados a participar en todas las fiestas y, en especial, al festival de música de esta noche.

—¿A base de instrumentos antiguos? —preguntó Trevize.

—Así es.

—¿Y en qué consiste su antigüedad? ¿Tienen acaso ordenadores primitivos?

—No, no, y eso es lo curioso. No se trata de música electrónica, sino mecánica. Me la describieron. Rascan cuerdas, soplan en tubos y golpean superficies.

—Espero que esto sea un invento tuyo —dijo Trevize, horrorizado.

—Yo no me estoy inventando nada. Y tengo entendido que tu Hiroko soplará en uno de los tubos, he olvidado su nombre, y tendrás que ser capaz de soportarlo.

—A mí me gustará ir —dijo Pelorat—. Sé muy poco de música primitiva y tengo ganas de oírla.

—Ella no es «mi Hiroko» —advirtió Trevize con frialdad—. Pero ¿supones que son instrumentos del tipo que antaño usaron en la Tierra?

—Creo que sí —respondió Bliss—. Al menos, las mujeres me dijeron que habían sido inventados mucho antes de que sus antepasados viniesen aquí.

—En tal caso —dijo Trevize—, valdrá la pena escuchar todas esas rascaduras, bufidos y golpeteos, pues tal vez puedan proporcionarnos alguna información sobre la Tierra.

Aunque pareciese extraño, Fallom fue la que más se entusiasmó ante la perspectiva de una velada musical. Ella y Bliss se habían bañado en el cuarto exterior de detrás de la vivienda en que se alojaban. Había en él un baño con agua corriente, caliente y fría (o más bien, tibia y fresca), un lavabo y un inodoro. Estaba perfectamente limpio y, a la luz del sol de la tarde, incluso bien iluminado y alegre.

Como siempre, Fallom se sintió fascinada por los senos de Bliss y esta tuvo que decirle (ahora que Fallom comprendía el galáctico) que la gente era así en su mundo. A lo cual, Fallom, replicó inevitablemente: —¿Por qué?

Y Bliss, después de pensarlo un poco, decidió que no había una respuesta lógica, así que, volvió a la contestación universal: —¡Porque sí!

Cuando hubieron terminado de bañarse, Bliss ayudó a Fallom a ponerse la prenda interior que las alfanas les habían proporcionado y descubrió la manera en que se ceñía la falda sobre aquella. Dejar a Fallom desnuda de cintura para arriba parecía bastante razonable. En cuanto a ella, si bien empleó las prendas alfanas de cintura para abajo (le apretaban bastante las caderas), se puso su propia blusa. Parecía tonto resistirse a exhibir los senos en una sociedad en que todas las mujeres lo hacían, sobre todo cuando los suyos no eran muy grandes y estaban tan bien formados como los mejores que había visto, pero ella era así.

Los dos hombres entraron después y por turno, en el lavabo, murmurando Trevize la acostumbrada queja masculina sobre el tiempo empleado por las mujeres.

Bliss hizo que Fallom se diese la vuelta para asegurarse de que la falda se adaptaba bien a sus caderas y nalgas de muchacho.

—Es una falda muy bonita, Fallom —dijo—. ¿Te gusta?

Fallom se miró a un espejo.

—Sí, me gusta —respondió—. Pero ¿no tendré frío en el cuerpo? —añadió, pasándose las manos por el pecho desnudo.

—No lo creo, Fallom. En este planeta hace mucho calor.

—Pero tú te has puesto algo.

—Sí, es verdad. En nuestro mundo lo hacemos así. Y ahora, Fallom, vamos a estar con muchos alfanos durante la cena y después de esta. ¿Crees que podrás soportarlo?

Fallom pareció contrariada al oír aquello.

—Yo me sentaré a tu derecha —siguió Bliss—. Pel lo hará a tu izquierda, y Trevize al otro lado de la mesa, delante de ti. No dejaremos que nadie te hable, y tú no tendrás que hablar a nadie.

—Lo intentaré, Bliss —dijo Fallom, con su voz más aguda.

—Después —continuó Bliss—, algunos alfanos tocarán música para nosotros a su manera especial. ¿Sabes lo que es la música?

Tarareó un poco, imitando lo mejor posible la armonía electrónica.

El semblante de Fallom se alegró.

—Quieres decir…

Pronunció la última palabra en su propio idioma y después empezó a cantar.

Bliss abrió mucho los ojos; era una bella tonada, aunque un poco salvaje y rica en trinos.

—Sí —dijo Bliss—. Esto es música.

Fallom dijo con entusiasmo:

—Jemby hacía… —vaciló y después decidió emplear la palabra galáctica— …música todo el tiempo. Hacía música con un…

De nuevo dijo una palabra en su propio idioma. Bliss trató de repetirla. Fallom se echó a reír.

—No es así —dijo. Ahora pronunció las dos palabras seguidas, para que Bliss pudiese observar la diferencia, pero esta renunció a reproducir la segunda.

—¿Cómo es? —dijo.

Como el limitado vocabulario galáctico de Fallom no le permitía hacer una descripción adecuada todavía, trató de realizarla con ademanes que no resultaron claros para Bliss.

—Me mostró la manera de tocarlo —dijo Fallom con orgullo—. Empleé mis dedos como lo hacía Jemby, pero este dijo que pronto no tendría que hacerlo.

—Eso es maravilloso, querida. Después de la cena veremos si los alfanos son tan buenos como tu Jemby.

Los ojos de Fallom brillaron, y los agradables pensamientos de lo que vendría después hicieron que aguantase bien la copiosa cena, a pesar de la multitud, las risas y el ruido. Sólo una vez, cuando un plato fue volcado accidentalmente, provocando chillidos muy cerca de ellos, pareció que Fallom se asustaba, y Bliss tuvo que tranquilizarle con un cálido y protector abrazo.

—Me pregunto si podríamos arreglarnos para comer solos —dijo Bliss en voz baja a Pelorat—. De otra manera, tendremos que marcharnos de este planeta. Ya es bastante malo tener que comer las proteínas animales que nos ponen los Aislados, pero al menos tendríamos que poder hacerlo en paz.

—Es porque están contentos —dijo Pelorat, que era capaz de soportar cualquier cosa que no fuese irracional y que pudiese calificarse de comportamiento primitivo.

Entonces, la cena terminó y se anunció que el festival de música no tardaría en empezar.

La sala en que iba a celebrarse el festival de música era tan espaciosa como el comedor y en ella había sillas plegables (bastante incómodas, pensó Trevize) para unas ciento cincuenta personas. Como invitados de honor, los visitantes fueron conducidos a la primera fila, y varios alfanos comentaron cortés y favorablemente su indumentaria. Los dos hombres iban desnudos de cintura para arriba, y Trevize contraía los músculos abdominales siempre que pensaba en ello y, en ocasiones, se miraba con satisfecha admiración el pecho poblado de vello oscuro. A Pelorat, con su afanosa observación de cuanto le rodeaba, le tenía sin cuidado su propio aspecto. La blusa de Bliss provocaba disimuladas miradas de asombro, pero nadie hizo alusión a ella.

Trevize observó que la sala estaba sólo a medio llenar y que la inmensa mayoría del público era femenino, ya que, era de suponer, que tantos hombres estaban en la mar.

Pelorat dio un codazo a Trevize.

—Tienen electricidad —murmuró.

Trevize miró los tubos verticales en las paredes, y otros fijados en el techo. Eran suavemente luminosos.

—Fluorescentes —dijo—. Muy primitivos.

—Sí, pero útiles, y nosotros los tenemos en nuestras habitaciones y en el lavabo. Pensaba que sólo eran objetos decorativos. Si podemos encontrar la manera de encenderlos, no tendremos que permanecer a oscuras.

—Podrían habérnoslo dicho —exclamó Bliss, con irritación.

—Debieron pensar que lo sabíamos —dijo Pelorat—, que todo el mundo tenía que saberlo.

Entonces salieron cuatro mujeres de detrás de unas cortinas y se sentaron en grupo en el espacio vacío delante de ellos. Cada una de ellas llevaba un instrumento de madera barnizada y forma parecida, pero que no era fácil de describir. Todos eran de tamaño diferente: uno, muy pequeño; dos, algo más grandes, y el cuarto, bastante más luminoso. Cada mujer sostenía una varilla larga en la otra mano también.

El público lanzó suaves silbidos al entrar ellas, y las cuatro mujeres hicieron una reverencia. Las cuatro llevaban una gasa envolviendo sus senos como para evitar que estos estorbasen el manejo del instrumento.

Trevize, interpretando los silbidos como señales de aprobación, o de satisfecha anticipación, creyó que era cortés silbar también. Fallom añadió a esto un trino que era mucho más que un silbido y empezaba a llamar la atención cuando la presión de la mano de Bliss hizo que se callase.

Tres de las mujeres, sin preparación alguna, apoyaron los instrumentos debajo de sus barbillas, mientras el más grande de ellos permanecía entre las piernas de la cuarta mujer y se apoyaba en el suelo. La larga varilla que cada una de ellas sostenía en la mano derecha rozaba las cuerdas tensas casi a todo lo largo del instrumento, mientras los dedos de la mano izquierda pasaban rápidamente sobre los extremos superiores de aquellas cuerdas.

Esto, pensó Trevize, era la «rascadura» que había esperado, pero no sonaba como tal. Había una suave y melodiosa sucesión de notas; cada instrumento tocaba algo por su cuenta, pero el conjunto armonizaba agradablemente.

Aquello carecía de la infinita complejidad de la música electrónica (la «verdadera música», como no podía dejar de pensar Trevize) y todo resultaba parecido. Sin embargo, con el paso del tiempo y al irse acostumbrando su oído a aquel sistema extraño de sonidos, empezó a captar sus sutilezas. Era fatigoso tener que prestar tanta atención, y rememoró aun añoranza en el clamor, en la precisión matemática y en la rareza de la música real, pero pensó que si escuchaba los acordes de aquellos sencillos aparatos de madera durante el tiempo suficiente, acabarían por gustarle.

Hiroko apareció cuando el concierto llevaba unos cuarenta y cinco minutos de duración. Vio a Trevize en la primera fila y le sonrió. Él se sumó de todo corazón a los suaves silbidos de bienvenida del público.

Estaba muy bella con su larga falda, primorosa, una flor grande en los cabellos, y nada sobre los senos, ya que (por lo visto) no había peligro de que dificultasen el manejo del instrumento.

Este resultó ser un tubo de madera oscura, de unos dos metros de largo y casi dos centímetros de grueso. Lo llevó a sus labios y sopló por una abertura próxima a un extremo, produciendo una nota fina y dulce que osciló al manipular los dedos unos objetos de metal colocados a lo largo del tubo.

Al oír el primer sonido, Fallom apretó el brazo de Bliss y dijo:

—Bliss, esto es…

Bliss creyó oír la misma palabra que antes no había comprendido.

Entonces, sacudió enérgicamente la cabeza, mirando a Fallom.

—¡Pero lo es! —exclamó la niña en voz más baja.

Otras personas miraban en la dilección de Fallom. Bliss le tapó la boca con la mano y se inclinó para murmurar a su oído un casi imperioso «¡Silencio!».

A partir de entonces, Fallom escuchó la interpretación de Hiroko sin decir nada, pero movía los dedos espasmódicamente, como si tocase aquellos objetos a lo largo del instrumento.

El último concertista fue un viejo que llevó un instrumento de lados Arrugados suspendido de los hombros delante de él. Lo estiraba y lo encogía, mientras pasaba la mano sobre una serie de objetos blancos y negros situados en un extremo, apretándolos por grupos.

Trevize encontró aquella música particularmente fatigosa, bastante bárbara y tan desagradable como el recuerdo de los ladridos de los perros de Aurora…, y no es que el sonido se pareciese al de los ladridos, pero le provocaba emociones similares. Bliss parecía como si desease taparse los oídos con las manos, y Pelorat tenía fruncido el entrecejo, sólo Fallom daba la sensación de disfrutar con aquello, pues golpeaba ligeramente el suelo con un pie, y Trevize, que lo advirtió, se dio cuenta sorprendido de que la música seguía el compás marcado por el pie de Fallom.

Por fin todo terminó y hubo una verdadera tormenta de silbidos, entre los que sobresalía, claramente, el trino de Fallom.

Entonces, el público se dividió en pequeños grupos que empezaron a charlar con la fuerza y la estridencia a que parecían tan aficionados los alfanos en las ocasiones públicas. Los que habían participado en el concierto permanecían en la parte delantera de la sala y hablaban con los que se acercaban a felicitarles.

Fallom se desprendió del brazo de Bliss y corrió hacia Hiroko.

—¡Hiroko! —gritó, jadeando—. Déjame ver el…

—¿Qué, querida?

—La cosa con que hiciste la música.

—¡Oh! —Hiroko se echó a reír—. Es una flauta, pequeña.

—¿Puedo verla?

—Claro. —Hiroko abrió un estuche y sacó el instrumento. Se componía de tres partes, que ella juntó rápidamente, y acercó la boquilla de la flauta a los labios de Fallom y le dijo—: Ahora, sopla con todas tus fuerzas.

—Ya sé, ya sé —dijo Fallom ansiosa, alargando una mano para coger la flauta.

Hiroko, de forma automática, la retiró y la agarró con fuerza.

—Sopla, niña, pero no la toques.

Fallom pareció contrariada.

—Entonces, ¿puedo mirarla? —dijo—. No la tocaré.

—Claro que sí, querida.

Tendió de nuevo la flauta y Fallom la miró con anhelo.

Y en ese momento, la luz fluorescente de la sala se redujo un poco y sé oyó, inseguro y tembloroso, el sonido de una nota que brotaba de la flauta.

Hiroko, sorprendida, casi dejó caer el instrumento.

—¡Lo he conseguido! —exclamó Fallom—. ¡Lo he conseguido! Jemby dijo que algún día podría hacerlo.

—¿Has sido tú quien ha producido ese sonido? —preguntó Hiroko.

—Sí, he sido yo. He sido yo.

—Pero ¿cómo lo has conseguido, pequeña?

Bliss, con el rostro enrojecido por la confusión dijo:

—Lo siento, Hiroko. Me la llevaré.

—No —dijo Hiroko—. Deseo que lo haga otra vez.

Los alfanos que estaban más próximos se arrimaron para observar.

Fallom frunció el entrecejo, como esforzándose. Las lámparas fluorescentes se atenuaron más que antes y la nota sonó de nuevo en la flauta, esa vez pura y sostenida. Entonces el sonido se hizo desigual, al moverse los objetos metálicos a lo largo de la flauta por sí solos.

—Es un poco diferente del… —dijo Fallom, con voz un poco entrecortada, como si la flauta hubiese sido activada por su aliento y no por el aire.

—Debe sacar la energía de la corriente eléctrica que alimenta las lámparas fluorescentes —dijo Pelorat a Trevize.

—Prueba otra vez —indicó Hiroko, con voz ahogada.

Fallom cerró los ojos. Ahora la nota brotó más suave y más controlada. La flauta tocaba sola, sin que los dedos interviniesen, accionada por una energía remota transducida por los todavía inmaduros lóbulos del cerebro de Fallom. Las notas que habían empezado casi al azar se ordenaron en una sucesión musical y, ahora, todos los que estaban en la sala se agruparon alrededor de Hiroko y de Fallom, mientras aquella sostenía la flauta entre los dedos índice y pulgar en cada extremo y Fallom, con los ojos cerrados, dirigía la corriente de aire y el movimiento de las llaves.

—Es la misma pieza que yo toqué —murmuró Hiroko.

—La recuerdo —dijo Fallom, asintiendo ligeramente con la cabeza y procurando no romper su concentración.

—No has fallado una sola nota —dijo Hiroko, cuando hubo terminado.

—Pero no está bien, Hiroko. Tú no la tocaste bien.

—¡Fallom! —dijo Bliss—. Eso es una impertinencia. No debes…

—Por favor, no intervengas —dijo Hiroko autoritaria—. ¿Por qué no está bien, pequeña?

—Porque yo la tocarla de un modo diferente.

—Entonces, muéstrame cómo lo harías.

Y la flauta tocó de nuevo, pero de una manera más complicada, pues las fuerzas que impulsaban las llaves lo hacían con más rapidez, con una sucesión más veloz y con combinaciones más difíciles que antes. La música era más compleja e infinitamente más emocional y conmovedora.

Hiroko permanecía tensa, y ya no se oían otros ruidos en la sala. Cuando Fallom hubo terminado, prosiguió el silencio hasta que Hiroko suspiró profundamente.

—¿Habías tocado esto antes, pequeña? —preguntó.

—No —respondió Fallom—. Antes sólo podía usar mis dedos, y no puedo hacer que mis dedos toquen así. —Y con acento sencillo, sin la menor jactancia, añadió—: Nadie puede hacerlo.

—¿Sabes tocar otras cosas?

—Puedo inventarlas.

—¿Quieres decir…, improvisar?

Fallom arrugó la frente al oír aquella palabra y miró a Bliss. Esta asintió con la cabeza.

—Sí —dijo Fallom.

—Entonces, hazlo, por favor —dijo Hiroko.

Fallom hizo una pausa y pensó durante un minuto o dos. Después empezó lentamente, en una sencilla sucesión de notas que formaban un conjunto que dijérase de ensueño. Las lámparas fluorescentes rebajaban su luz o brillaban según aumentase o disminuyese la cantidad de energía empleada. Nadie dio muestras de advertirlo, pues aquello parecía ser efecto más que causa de la música, como si un fantasma eléctrico obedeciese los dictados de las ondas sonoras.

Entonces, la combinación de notas se repitió un poco más fuerte, y después con variaciones que, sin perder la clara combinación básica, se hizo más excitante y más conmovedora, hasta el punto de casi cortar la respiración a los oyentes. Por último, descendió con mucha más rapidez de lo que había ascendido, produciendo el efecto de una caída en picado que hizo que el auditorio se encontrase a nivel del suelo cuando todavía tenía la impresión de estar flotando en el aire.

Aquello fue un pandemónium, e incluso Trevize, que estaba acostumbrado a una clase de música muy diferente, pensó con tristeza: «Y ya no volveré a oír esto».

Cuándo el silencio se hizo de nuevo, ahora forzado, Hiroko tendió su flauta.

—Tómala, Fallom, ¡es tuya!

Fallom iba a asirla ansiosamente, pero Bliss sujetó el brazo estirado y dijo:

—No podemos aceptarla, Hiroko. Es un instrumento tan valioso.

—Tengo otra, Bliss. No tan buena, pero esto es lo que debe ser. Este instrumento perteneció a la persona que lo tocaba mejor, yo no había oído nunca una música igual, y no tengo derecho a usar un instrumento del que no puedo sacar todo su ritmo. Ojalá supiese cómo se puede tocar sin tocarlo.

Fallom tomó la flauta y, con una expresión de profundo contento, la estrechó contra su pecho.

Había una lámpara fluorescente en cada una de las dos habitaciones de la vivienda que tenían asignadas, y una tercera en el lavabo exterior.

La luz era débil y resultaba incómoda para leer, pero al menos las habitaciones no estaban a oscuras.

Sin embargo, se entretuvieron fuera de la casa. En el cielo las estrellas brillaban, algo siempre fascinante para un nativo de Términus donde casi no había estrellas en el cielo nocturno, en el que sólo destacaba la reducida nebulosa de la Galaxia.

Hiroko les había acompañado a sus habitaciones, por miedo de que se perdiesen o tropezasen en la oscuridad. Durante todo el camino, llevó a Fallom de la mano, y cuando hubo encendido las lámparas fluorescentes, permaneció con ellos en el exterior, sin soltar a la niña.

Bliss insistió de nuevo, pues le parecía claro que Hiroko se hallaba en un estado de difícil conflicto emocional:

—Realmente, Hiroko, no podemos aceptar tu flauta.

—Fallom debe tenerla —insistió la joven, pero dio la sensación de continuar con los nervios de punta.

Trevize no dejaba de mirar el cielo. La noche era muy oscura, con una oscuridad que apenas se veía afectada por la poca luz que salía de sus habitaciones, y mucho menos por los pequeños destellos de otras casas más lejanas.

—Hiroko —dijo—, ¿ves aquella estrella tan brillante? ¿Cómo se llama?

Hiroko levantó la mirada y dijo, sin visible interés:

—Es la Compañera.

—¿Por qué la llamáis así?

—Da la vuelta a nuestro sol cada ochenta años. En esta época es una estrella de la tarde. Se puede ver con luz de día cuando está sobre el horizonte.

«Bien —pensó Trevize—. Sabe algo de astronomía».

—¿Sabes que Alfa tiene otra compañera, muy pequeña, opaca y que está mucho más lejos que la estrella brillante? No puede verse sin telescopio —dijo él. Nunca la había visto, ni se había preocupado en buscarla, pero el ordenador de la nave tenía la información en sus bancos de memoria.

—Así nos lo dijeron en el colegio —asintió ella, con indiferencia.

—Y ahora, ¿qué me dices de aquellas? Las seis estrellas alineadas en zigzag.

—Es Casiopea —respondió Hiroko.

—¿De veras? —dijo Trevize, sorprendido—. ¿Cuál de ellas?

—Todas. Su conjunto. Es Casiopea.

—¿Por qué la llamáis así?

—Lo ignoro, yo no sé nada de astronomía, respetable Trevize.

—¿Ves la estrella más baja de la línea en zigzag, la que brilla más que las otras? ¿Qué es?

—Es una estrella. No sé su nombre.

—Pero a excepción de las dos estrellas compañeras, es la más próxima a Alfa. Sólo está a un pársec de distancia.

—Tú lo dices —repuso Hiroko—. Yo no lo sé.

—¿No podría ser la estrella alrededor de la cual gira la Tierra?

Hiroko miró la estrella, ahora con un poco de interés.

—No lo sé, No lo he oído decir a nadie.

—¿Crees que podría serlo?

—¿Cómo puedo saberlo? Nadie sabe dónde puede estar la Tierra. Ahora debo dejarte. Mañana por la mañana tengo que hacer mi turno en el campo antes de la fiesta de la playa. Os veré a todos allí, después del almuerzo. ¿Sí?

—Claro que si, Hiroko.

Ella se marchó de pronto, medio corriendo en la oscuridad. Trevize la miró alejarse y después siguió a los otros al interior de la casita débilmente iluminada.

—¿Puedes decirme si mintió acerca de la Tierra, Bliss? —preguntó a esta.

Ella movió la cabeza en un gesto negativo.

—No creo que mintiese. Se encuentra bajo una enorme tensión, algo que no advertí hasta después del concierto. Ya lo estaba antes de que tú le preguntases acerca de las estrellas.

—¿Será porque se desprendió de su flauta?

—Tal vez. No lo sé. —Se volvió a Fallom—. Ahora, Fallom, quiero que vayas a tu habitación. Cuando estés lista para ir a la cama, ve al lavabo, usa el orinal, y, después, lávate las manos, la cara y los dientes.

—Me gustaría tocar la flauta, Bliss.

—Sólo un ratito, y muy bajo. ¿Lo has entendido, Fallom? Y debes parar cuando yo te lo diga.

—Si, Bliss.

Quedaron los tres solos; Bliss en la única silla y los hombres sentados cada cual en su catre.

—¿Es de alguna utilidad que permanezcamos más tiempo en este planeta? —preguntó ella.

Trevize se encogió de hombros.

—Nunca hemos hablado de la Tierra en relación con los instrumentos antiguos y tal vez esto podría darnos alguna pista. Y quizá también fuese útil que esperásemos el regreso de la flota pesquera. Los pescadores podrían saber algo que los que se quedan en casa ignoran.

—Muy improbable, creo yo —dijo Bliss—. ¿Estás seguro de que no son los negros ojos de Hiroko los que te retienen?

—No lo entiendo, Bliss —dijo Trevize con impaciencia—. ¿Qué te importa lo que yo haga?, ¿por qué pareces atribuirte el derecho a juzgar mi moral?

—No me interesa tu moral. El asunto afecta a nuestra expedición. Tú deseas encontrar la Tierra para convencerte de que estás en lo justo al elegir Galaxia sobre los mundos Aislados. Y yo quiero que lo decidas. Dices que necesitas visitar la Tierra para tomar esa decisión y pareces convencido de que la Tierra gira alrededor de aquella estrella brillante, vayamos, pues, allá. Reconozco que sería útil tener alguna información antes de ir, pero está claro que no la encontraremos aquí. No deseo quedarme por el mero hecho de que a ti te guste Hiroko.

—Tal vez nos marchemos —dijo Trevize—. Deja que lo piense, Y está segura de que Hiroko no influirá en mi decisión.

—Yo creo que deberíamos acercarnos a la Tierra —dijo Pelorat—, aunque sólo fuese para ver si es o no radiactiva. No veo por qué hemos de esperar más tiempo.

—¿Estás seguro de que no son los ojos negros de Bliss los que te impulsan? —preguntó Trevize, con cierta ironía. Pero enseguida rectificó—: No, lo retiro, Janov. Ha sido una chiquilinada de mi parte. Sin embargo, este es un mundo encantador, dejando aparte a Hiroko, y debo decir que, en otras circunstancias, me sentiría tentado a quedarme aquí indefinidamente. ¿No crees, Bliss, que Alfa destruye tu teoría sobre los mundos Aislados?

—¿En qué sentido? —pregunto ella.

—Has estado sosteniendo que todo mundo realmente aislado se vuelve peligroso y hostil.

—Incluso Comporellon —dijo Bliss imparcial—, que esta bastante afuera de la corriente principal de actividad galáctica, ya que solamente es, en teoría, una Potencia Asociada a la Federación de la Fundación.

—Pero no Alfa, Este mundo sí que es totalmente aislado, sin embargo, ¿podemos quejarnos de su amabilidad y de su hospitalidad? Nos alimentan, nos visten, nos dan albergue, celebran fiestas en nuestro honor, insisten en que nos quedemos, ¿Qué defectos podemos achacarles?

—Por lo visto, ninguno, Hiroko incluso te da su cuerpo.

—¿Por qué te preocupas de eso, Bliss? —inquirió enojado Trevize—. Ella no me dio su cuerpo. Los dos nos dimos nuestros cuerpos mutuamente. Fue una acción reciproca y muy agradable. Y no puedes decir que tu vaciles en dar tu cuerpo si te apetece.

—Por favor, Bliss —dijo Pelorat—. Golan tiene toda la razón. No hay motivo para que pongas reparos a sus placeres privados.

—Con tal de que no nos afecten a todos nosotros —insistió terca Bliss.

—No nos afectan. Nos iremos de aquí, te lo aseguro, —prometió Trevize—. La demora para buscar mas información no será larga.

—Sin embargo, yo no confío en los Aislados —dijo Bliss— aunque nos llenen de obsequios.

Trevize levanto los brazos.

—Sientas una conclusión y después retuerces las pruebas para que se adapten a ella. Muy propio de una…

—No lo digas —dijo Bliss— en un tono amenazador. —Yo no soy una mujer. Yo soy Gaia. Es Gaia, no yo, quien está inquieta.

—No hay razón para…

En aquel momento se oyeron unos golpecitos en la puerta. Trevize se interrumpió.

—¿Qué es eso? —dijo en voz baja.

Bliss se encogió ligeramente de hombros.

—Abre la puerta y lo veras. Eres tu quien dice que este es un mundo amable y que no ofrece peligro.

Sin embargo, Trevize vaciló, hasta que una voz suave les llegó desde el otro lado de la puerta.

—Por favor. ¡Soy yo!

Era la voz de Hiroko. Trevize abrió.

Hiroko entró rápidamente. Tenía húmedas las mejillas.

—Cerrad la puerta —jadeó.

—¿Qué pasa? —preguntó Bliss.

Hiroko se agarró a Trevize.

—No he podido evitar el venir. Lo he intentado, pero me ha sido imposible. Márchate, marchaos todos. Y llevaos a la niña, sin perder un momento. Llevaos la nave lejos…, lejos de Alfa…, mientras aún es de noche.

—Pero ¿por qué? —preguntó Trevize.

—Porque si no lo haces, morirás; moriréis todos vosotros.

Los tres forasteros miraron a Hiroko fijamente durante un largo momento.

—¿Quieres decir que tu gente nos matará? —preguntó Trevize.

Hiroko respondió, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Tú estás ya camino de la muerte, respetable Trevize. Y los otros también. Hace mucho tiempo, nuestros sabios inventaron un virus, inofensivo para nosotros, pues estamos inmunizados, pero mortal para los forasteros. —Sacudió el brazo de Trevize—. Tú estás contagiado.

—¿Cómo?

—Cuando gozamos los dos juntos. Es una de las maneras de contagiar el virus.

—Pero me encuentro muy bien —dijo Trevize.

—El virus es inactivo todavía. Se activará cuando la flota pesquera regrese. Según nuestras leyes, la decisión corresponde a todos, incluso a los hombres. Pero seguro que decidirán que debemos hacerlo, y os retendremos aquí hasta que llegue el momento, dentro de dos mañanas. Marchaos mientras es de noche todavía y nadie sospecha nada.

—¿Por qué hacéis esto? —preguntó vivamente Bliss.

—Por nuestra seguridad. Somos pocos y poseemos mucho. No queremos que los forasteros nos invadan. Si uno viene y después cuenta por ahí lo que ha visto, vendrán otros. Por eso, cuando una nave llega, de tarde en tarde, debemos aseguramos de que no se marche.

—Entonces —dijo Trevize—, ¿por qué nos avisas a nosotros?

—No me preguntes la razón… Pero si, te la diré, ya que vuelvo a oír aquello. Escuchad…

Pudieron oír que Fallom tocaba suavemente, con infinita dulzura, en la habitación contigua.

—No puedo consentir la destrucción de esa música, pues la niña moriría también.

—¿Fue por esto que diste la flauta a Fallom? —inquirió Trevize con severidad—. ¿Porque sabías que la recobrarías cuando ella hubiese muerto?

Hiroko pareció horrorizada.

—No, no lo pensé. Y cuando al fin lo hice, comprendí que estaba mal. Marchaos con la niña, y que ella se lleve la flauta que nunca volveré a ver. Tú estarás a salvo en el espacio, y el virus que hay en tu cuerpo, al no ser activado, morirá al cabo de un tiempo. Sólo os pido, a cambio, que ninguno de vosotros habléis jamás de este mundo, para que nadie más se entere de su existencia.

—No hablaremos de él —prometió Trevize.

Hiroko levantó la cabeza y dijo, bajando la voz:

—¿No puedo besarte una vez antes de que te marches?

—No —dijo Trevize—. Me has contagiado una vez y creo que ya es bastante. —Después, suavizando un poco la voz añadió—: No llores.

La gente te preguntaría por qué lo haces y no podrías responder. Te perdono lo que me has hecho, en vista de que ahora te esfuerzas en salvarnos.

Hiroko se irguió, se enjugó cuidadosamente lar mejillas con el dorso de las manos y respiró hondo.

—Gracias por esto —dijo, saliendo después rápidamente.

—Apagaremos la luz, esperaremos un rato y después nos marcharemos —urgió Trevize—. Bliss, dile a Fallom que deje de tocar su instrumento. Acuérdate de que se lleve la flauta, desde luego. Nos dirigiremos a la nave, si podemos encontrarla en la oscuridad.

—Yo la encontraré —dijo Bliss—. Hay ropa mía a bordo y, aunque en ínfima proporción, también ella es Gaia. Gaia no tendrá dificultad en encontrar a Gaia.

Y pasó a su habitación para recoger a Fallom.

—¿Crees que habrán averiado nuestra nave para impedir que salgamos del planeta? —preguntó Pelorat.

—Carecen de tecnología para ello —dijo, hosco, Trevize.

Cuando Bliss salió de la habitación llevando a Fallom de la mano, Trevize apagó las luces.

Permanecieron sentados en silencio en la oscuridad durante lo que les pareció la mitad de la noche aunque quizá no hubiese transcurrido más que media hora. Entonces, Trevize abrió la puerta, poco a poco y sin ruido. El cielo parecía un poco más nublado, pero brillaban estrellas aún. En lo alto estaba Casiopea, con lo que podía ser el Sol de la Tierra resplandeciendo en su punta inferior. El aire permanecía en calma y no se oía ningún ruido.

Trevize salió cauteloso e hizo señas a los otros para que lo siguiesen. Casi sin pensarlo, llevó una mano a la culata de su látigo neurónico. Estaba seguro de que no tendría que usarlo, pero…

Bliss se puso en cabeza, asiendo a Pelorat de la mano, el cual asía a su vez la de Trevize. Bliss llevaba a Fallom de la otra mano, y esta llevaba la flauta en la que tenía libre. Tanteando el suelo con los pies en aquella oscuridad casi total, Bliss guio a los otros hacia la Far Star, cuya situación le era débilmente indicada por su ropa.