XVII. La nueva Tierra

—Cuatro planetas —murmuró Trevize—, todos ellos pequeños, más un séquito de asteroides. Ningún gigante gaseoso.

—¿Te contraría que sea así? —dijo Pelorat.

—En realidad, no. Cabría esperarlo. Las binarias que giran una alrededor de la otra a corta distancia no pueden tener planetas alrededor de cada una de ellas. Los planetas pueden hacerlo alrededor del centro de gravedad de ambas, pero es muy improbable que sean habitables; están demasiado lejos para ello.

»Por otra parte, si las binarias tienen una separación razonable, puede haber planetas en órbitas estables alrededor de cada una de ellas, si están lo bastante cerca de una de las estrellas. Según el banco de datos del ordenador, estas dos mantienen una separación media de 3,5 mil millones de kilómetros e incluso en su periastro, que es cuando están más cerca la una de la otra, la separación es de unos 1,7 mil millones de kilómetros. Un planeta, en una órbita de menos de 200 millones de kilómetros de cualquiera de las estrellas, estaría situado de manera estable, pero no puede haber ninguno con una órbita más grande. Esto significa que es imposible que haya gigantes gaseosos, ya que estos tendrían que estar más lejos de la estrella. Pero ¿qué importa esto? Los gigantes gaseosos no son habitables.

—Uno de esos cuatro planetas podría serlo.

—El segundo planeta es el único posible, ya que es el único lo bastante grande para tener una atmósfera.

Se acercaron rápidamente al segundo planeta y, en un período de dos días, su imagen se agrandó; al principio, con un majestuoso y moderado aumento de tamaño, y después, cuando no hubo señales de ninguna nave espacial dispuesta a interceptarles, con creciente y casi espantosa rapidez.

La Far Star se movía a enorme velocidad en una órbita temporal, a mil kilómetros por encima de la capa de nubes, cuando Trevize dijo, malhumorado:

—Ahora veo por qué los bancos de datos del, ordenador pusieron un interrogante detrás de la nota de que se trataba de un mundo habitado. No hay señales claras de radiación, ni luces en el hemisferio nocturno, ni ondas de radio en parte alguna.

—La capa de nubes parece muy espesa —dijo Pelorat.

—Pero no debería impedir el paso a nuestras ondas de radio.

Observaron el planeta que giraba debajo de ellos, una sinfonía de arremolinadas nubes blancas, con huecos ocasionales en los que un color azul indicaba el océano.

—La capa de nubes es excesiva para un planeta habitado —dijo Trevize—. Seria un mundo bastante sombrío. Pero lo que más me preocupa —añadió, al sumirse de nuevo en la sombra de la noche— es que ninguna estación espacial nos haya saludado.

—¿Quieres decir de la manera en que lo hicieron en Comporellon? —dijo Pelorat.

—De la manera en que lo harían en cualquier mundo habitado. Tendríamos que detenernos para la acostumbrada comprobación de documentos, carga, duración de la estancia, etcétera.

—Tal vez no recibimos la señal por alguna razón —indicó Bliss.

—Nuestro ordenador la habría recibido en cualquier longitud de onda que hubiesen podido emplear. Y hemos estado enviando nuestras propias señales, sin obtener respuesta. Descender a través de la capa de nubes sin comunicarlo a los funcionarios de la estación va en contra de la cortesía espacial, pero no veo que tengamos otra alternativa.

La Far Star redujo su velocidad y, en consecuencia, reforzó su antigravedad, a fin de mantener la altura. Salió de nuevo a la luz del sol y frenó todavía más. Trevize, en coordinación con el ordenador, encontró una brecha apreciable entre las nubes. La nave descendió y pasó por ella. Debajo, el océano aparecía agitado por lo que debía ser una fresca brisa. Se extendía, ondulado, a varios kilómetros a sus pies, débilmente rayado por franjas de espuma.

Entonces, volaron bajo la capa de nubes. El agua que se extendía debajo de ellos adquirió un tono gris de pizarra, y la temperatura descendió sensiblemente.

Fallom, que contemplaba la pantalla con fijeza, habló unos instantes en su lengua rica en consonantes y, después, pasó al galáctico. La voz le temblaba.

—¿Qué es lo que veo allá abajo?

—Un océano —la tranquilizó Bliss—. Es una gran masa de agua.

—¿Por qué no se seca?

Bliss miró a Trevize, el cual dijo:

—Hay demasiada agua para que eso ocurra.

—No me gusta tanta agua —dijo Fallom con voz entrecortada—. Vayámonos de aquí.

Y entonces empezó a chillar débilmente, cuando la Far Star pasó a través de unas nubes de tormenta, de manera que la pantalla se volvió lechosa y rayada por las gotas de lluvia.

Las luces de la cabina-piloto casi se apagaron y la nave empezó a saltar ligeramente.

Trevize levantó la cabeza, sorprendido.

—Bliss —gritó—, tu Fallom es ya lo bastante mayor para transducir. Está empleando energía eléctrica para tratar de manipular los controles. ¡Impídeselo!

Bliss abrazó a Fallom y la estrechó con fuerza contra fila.

—Todo va bien, Fallom, todo va bien. No hay nada que temer. No es más que otro mundo. Hay muchos como este.

Fallom se relajó un poco, pero siguió temblando. Bliss Se volvió hacia Trevize.

—La niña nunca había visto un océano y, que yo sepa, nunca tuvo experiencia de la niebla o de la lluvia. ¿No puedes mostrarte un poco comprensivo?

—No, si ella juega con la nave. Es un peligro para todos nosotros.

Llévala a tu habitación y tranquilízala.

Bliss asintió brevemente con la cabeza.

—Iré contigo, Bliss —dijo Pelorat.

—No, no, Pel —respondió ella—. Quédate aquí. Yo tranquilizaré a Fallom y tú apaciguarás a Trevize.

—No necesito que nadie me apacigüe —gruñó Trevize a Pelorat.

Lamento haber perdido los estribos, pero no podemos tener a una niña jugando con los controles, ¿verdad?

—Claro que no —dijo Pelorat—, pero Bliss fue cogida por sorpresa.

Ella puede controlar a Fallom, que se porta muy bien, teniendo en cuenta que se trata de una niña apartada de su país y de su… de su robot y lanzada de grado o por fuerza a una vida que no comprende.

—Lo sé… Recuerda que yo no quería que viniese con nosotros. Fue idea de Bliss.

—Sí, pero habrían matado a la niña si no nos la hubiésemos llevado.

—Bueno, más tarde pediré perdón a Bliss. Y también a la pequeña. Pero permaneció ceñudo, y Pelorat le dijo amablemente:

—Golan, viejo amigo, ¿hay algo más que te preocupa?

—El océano —respondió Trevize.

Hacía rato que habían salido de la tormenta, mas las nubes persistían.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Pelorat.

—Demasiado grande; eso es todo.

Pelorat pareció no comprender y Trevize le dijo vivamente:

—No hay tierra. No hemos visto tierra. La atmósfera es normal, con oxígeno y nitrógeno en buenas proporciones, lo cual indica que el planeta tiene que haber sido modificado, y que debe haber vida vegetal en él para mantener su nivel de oxígeno. Estas atmósferas no se presentan en estado natural, salvo, quizás, en la Tierra, donde se desarrolló quién sabe cómo. Pero en los planetas transformados, siempre hay extensiones razonables de tierra emergida, que pueden llegar a un tercio del total y nunca a menos de un quinto. Por consiguiente, ¿cómo puede haber sido transformado este planeta, y carecer de tierra emergida?

—Tal vez por el hecho de formar parte de un sistema binario, es completamente atípico. Quizá no fue modificado, sino que su atmósfera evolucionó de una manera que nunca se da en los planetas que giran alrededor de una estrella solitaria. Y puede que la vida se desarrollase aquí de un modo independiente, como lo hiciera en la Tierra, pero sólo en lo referente a la vida marina.

—Aunque admitiésemos esto —dijo Trevize—, nos serviría de poco.

Es inverosímil que una vida en el mar pueda crear una tecnología. Esta se basa siempre en el fuego, y no puede haberlo en el mar. Nosotros no buscamos un planeta en el que haya vida pero no tecnología.

—Lo sé. Sólo estoy considerando ideas. Después de todo, que nosotros sepamos, la tecnología fue inventada una sola vez…, en la Tierra. En todos los demás planetas, los colonizadores la llevaron consigo. No se puede decir que la tecnología sea «siempre» la misma, si sólo se tiene oportunidad de estudiar un caso.

—El viaje por mar requiere formas peculiares. Y la vida marina no puede tener perfiles irregulares y apéndices como las manos.

—Los calamares poseen tentáculos.

—Confieso que podemos especular —dijo Trevize—, pero si estás pensando en criaturas inteligentes parecidas a los calamares que hayan evolucionado independientemente en algún lugar de la Galaxia y creado una tecnología no basada en el fuego, presumes algo que, en mi opinión, es bastante improbable.

—En tu opinión —dijo amablemente Pelorat.

De pronto, Trevize se echó a reír.

—Bravo, Janov. Apelas a la lógica para ajustarme las cuentas por haberme mostrado duro con Bliss, y lo haces muy bien. Te prometo que, si no encontramos tierra, examinaremos el mar lo mejor que podamos, para ver si es posible encontrar tus calamares civilizados.

Mientras hablaba, la nave entró de nuevo en la zona de sombra y la pantalla quedó negra.

Pelorat se estremeció.

—Sigo preguntándome si esto es seguro —dijo.

—¿Qué, Janov?

—Volar así, a oscuras. Podríamos caer, sumergimos en el océano y ser destruidos inmediatamente.

—Es imposible, Janov. ¡De veras! El ordenador nos mantiene en la línea gravitatoria de fuerza. Dicho en otras palabras, siempre permanece en una intensidad constante de la fuerza gravitatoria planetaria, lo cual significa que nos mantiene a una altura casi constante sobre el nivel del mar.

—Pero ¿a qué altura?

—A cinco kilómetros, más o menos.

—Esto no es un consuelo, Golan. ¿No podríamos llegar a un trozo de tierra y estrellarnos contra una montaña que no vemos?

—Nosotros no, pero el radar de la nave sí que la vería, y el ordenador haría que esta rodease la montaña, o la sobrevolase.

—¿Y si hay una tierra llana? No la veríamos en la oscuridad.

—No nos pasaría inadvertida, Janov. El radar reflejado desde el agua no se parece en absoluto al reflejado desde tierra. El agua es lisa; la tierra, rugosa. Por esta razón, el reflejo desde tierra es sustancialmente más caótico que el que se recibe desde el agua. El ordenador apreciará la diferencia y, si hay tierra a la vista, me lo hará saber. Aunque fuese de día y el planeta estuviese iluminado por el sol, el ordenador detectaría la tierra antes que nosotros.

Guardaron silencio y, al cabo de un par de horas, volvieron a la luz del día, con un océano vacío deslizándose con monotonía debajo de ellos, aunque ocasionalmente invisible cuando cruzaban alguna de las numerosas tormentas. En una de estas, el viento hizo que la Far Star se desviase de su rumbo. Trevize explicó que el ordenador había cedido para evitar un gasto innecesario de energía y reducir al mínimo la posibilidad de un daño físico. Después, cuando la turbulencia hubo pasado, el ordenador hizo que la nave recobrase su rumbo.

—Probablemente, el borde de un huracán —dijo Trevize.

—Mira, viejo amigo, vamos viajando de Oeste a Este…, o de Este a Oeste. Sólo estamos viendo el ecuador.

—Eso sería una tontería, ¿no? —dijo Trevize—. Seguimos una ruta circular de Noroeste a Sudeste, la cual nos lleva a cruzar los trópicos y ambas zonas templadas, y cada vez que repetimos el círculo, la ruta se mueve hacia el Oeste al girar el planeta sobre su eje debajo de nosotros. Estamos entrecruzando el mundo. Ahora, como no hemos encontrado tierra las probabilidades de que haya un continente extenso son menos de una a diez, según el ordenador, y las de que haya una isla importante, son de una a cuatro, probabilidades que se reducen aun mas a cada circulo que describimos.

—¿Sabes que habría hecho yo? —preguntó Pelorat pausadamente cuando entraron de nuevo en el hemisferio sumido en la noche—. Me hubiese mantenido lejos del planeta y barrido todo el hemisferio con el radar. Las nubes no habrían sido obstáculos, ¿verdad?

—Y después habría pasado al otro lado y hecho lo mismo —dijo Trevize— o dejado que el planeta diese un giro. Esto es una visión retrospectiva, Janov ¿quién hubiese esperado que podríamos acercarnos a un planeta sin detenernos en una estación para que nos fijasen el rumbo…, o nos prohibiesen la entrada? Y si hemos pasado debajo de las capas de nubes sin detenernos en una estación, ¿quién habría esperado no encontrar tierra casi inmediatamente? Los planetas habitables son… ¡Tierra!

—Aunque no en su totalidad —dijo Pelorat.

—No estoy hablando de esto —repuso Trevize excitado de pronto— ¡digo que hemos encontrado tierra! ¡Cállate!

Entonces con un aplomo que no logro disimular su excitación, coloco las manos sobre el tablero para convertirse en parte del ordenador.

—Es una isla de unos doscientos cincuenta kilómetros de longitud por setenta y cinco de anchura, mas o menos. Tal vez una extensión de unos quince mil kilómetros cuadrados. No muy grande, pero si bastante. Mas que un punto en el mapa. Espera…

Las luces de la cabina-piloto menguaron su intensidad y se apagaron.

—¿Qué estamos haciendo? —dijo Pelorat bajando la voz, como si la oscuridad fuese algo frágil que no se debiera romper.

—Esperar que nuestros ojos se adapten a la oscuridad. La nave se halla ahora sobre la isla. Observa bien. ¿Ves algo?

—No… tal vez unos puntos de luz, no estoy seguro.

—Yo también los veo, pondré las lentes telescópicas.

¡Y había luz! Claramente visible. Destellos irregulares de luz.

—Esta habitada —dijo Trevize— puede ser la única parte habitada del planeta.

—¿Qué haremos?

—Esperar a que sea de día. Así podremos descansar unas pocas horas.

—¿No nos atracaran?

—¿Con que? Casi no detecto radiación, salvo la de la luz visible y la infrarroja. La isla esta habitada y sus moradores son sin duda inteligentes. Tienen una tecnología, pero es evidentemente preelectrónica; por consiguiente creo que no tenemos nada que temer. Y si estuviese equivocado, el ordenador me avisaría con tiempo de sobra.

—¿Y cuando se haga de día?

—Aterrizaremos, por supuesto.

Descendieron cuando los primeros rayos del sol mañanero se filtraron a través de un hueco entre las nubes y revelaron parte de la isla, de un verde fresco, con su interior marcado por una hilera de bajas y onduladas colinas que se extendían hacia el enrojecido horizonte.

Al acercarse más, pudieron ver bosquecillos aislados y huertos ocasionales, pero casi todo eran campos bien cultivados. Inmediatamente debajo de ellos, en la costa sudeste de la isla, había una playa plateada resguardada por una línea quebrada de rocas, y más allá, veíanse unos prados. Percibieron algunas casas desperdigadas, pero ninguna agrupación que pareciese una ciudad.

Después, distinguieron una red de caminos, flanqueados a trechos por viviendas, y entonces, en el aire fresco de la mañana, vieron un vehículo aéreo en la lejanía. Sólo podían decir que se trataba de un vehículo aéreo, y no un pájaro, por la forma en que se movía. Era el primer signo indudable de vida inteligente en acción que percibían en el planeta.

—Podría ser un vehículo automático si fuese dirigido sin medios electrónicos —comento Trevize.

—Quizá —dijo Bliss—. Me parece que, de estar manejado por un ser humano, vendría hacia nosotros. Debemos ser un espectáculo muy singular, un vehículo que desciende sin emplear cohetes de frenado.

—Una visión extraña en cualquier planeta —dijo reflexivamente Trevize—. No puede haber muchos mundos que hayan presenciado el descenso de una nave espacial gravítica. La playa sería un buen lugar de aterrizaje, pero no quiero que, si sopla el viento, se inunde la nave. Me dirigiré al prado que hay al otro lado de las rocas.

—Al menos, una nave gravítica no chamuscará terrenos de propiedad privada al descender —dijo Pelorat.

Aterrizaron con suavidad sobre los cuatro anchos soportes que habían salido lentamente del casco de la nave durante la última fase. El peso del vehículo espacial hizo que se hundiesen un poco en el suelo.

—Pero me temo que dejaremos huellas —dijo Pelorat.

—Al menos —intervino Bliss, en un tono indicativo de que no se hallaba satisfecha del todo—, el clima es evidentemente normal, yo diría que cálido incluso.

Un ser humano se encontraba en el prado, observando el descenso de la nave y sin dar la menor muestra de miedo o de sorpresa. La expresión de su semblante reflejaba un concentrado interés.

Era una mujer y llevaba muy poca ropa, lo cual confirmaba la presunción de Bliss en lo tocante al clima. Sus sandalias parecían ser de lona, y una falda corta y floreada ceñía sus caderas. Llevaba las piernas al descubierto y estaba desnuda de cintura para arriba.

Sus cabellos eran negros, largos y brillantes, y le llegaban casi hasta la cintura. Tenía la piel de un moreno pálido, y los ojos, sesgados.

Trevize observó los alrededores y vio que no había ningún otro ser humano por allí. Se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—, es muy temprano y la mayoría de los moradores deben de estar en casa o durmiendo todavía. Sin embargo, me parece que no es esta una zona muy poblada. —Después se volvió a los otros—. Saldré y hablaré con ella, si es que se expresa en alguna lengua comprensible. Los demás…

—Creo —le interrumpió Bliss, con firmeza— que también podemos salir. Esa mujer parece inofensiva por completo y, en todo caso, deseo estirar las piernas y respirar aire planetario, y tal vez conseguir comida planetaria. También quiero que Fallom se sienta de nuevo en un mundo, y creo que a Pel le gustaría examinar a la mujer más de cerca.

—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Pelorat, ruborizándose un poco—. En absoluto, Bliss; pero soy el lingüista de nuestro pequeño grupo.

Trevize se encogió de hombros.

—Bueno, venid todos. Sin embargo, aunque esa mujer parezca inofensiva, llevaré mis armas.

—Dudo mucho de que te sientas tentado a emplearlas contra esa joven —dijo Bliss.

Trevize hizo un guiño.

—Es atractiva, ¿eh?

Trevize salió el primero de la nave; después lo hizo Bliss, asiendo de una mano a Fallom, la cual bajó cuidadosamente la rampa detrás de aquella. Pelorat fue el último.

La joven de negros cabellos siguió observándoles con interés. No retrocedió ni un paso.

—Bueno, hagamos la prueba —murmuró Trevize, apartando las manos de las armas y dirigiéndose a la joven—. Te saludo.

—Os saludo, a ti y a tus compañeros —respondió ella tras pensarlo un momento.

—¡Maravilloso! —exclamó Pelorat gozoso—. Habla galáctico clásico, y con muy buen acento.

—Yo también la comprendo —dijo Trevize, pero hizo un movimiento oscilatorio con la mano indicativo de que su comprensión no era perfecta—. Espero que ella me entienda a mí.

Después sonrió y adoptó una expresión amistosa.

—Hemos viajado a través del espacio. Venimos de otro mundo.

—Está bien —repuso la joven, con clara voz de soprano—. ¿Viene tu nave del Imperio?

—Se llama Far Star y viene de un astro muy lejano.

La joven miró la inscripción de la nave.

—¿Es esto lo que pone? Si es así, y si la primera letra es una efe, está escrita al revés.

Trevize iba a contradecirla, pero Pelorat dijo, entusiasmado:

—Tiene razón. La letra efe cambió de forma hace dos mil años. ¡Qué maravillosa ocasión de estudiar con detalle el galáctico clásico como lengua viva!

Trevize observó a la joven con atención. No mediría más de un metro y medio de estatura, y sus senos, aunque bien formados, eran pequeños. Sin embargo, parecía madura. Los pezones se veían grandes y con una oscura areola, aunque esto podía ser por el color de la piel.

—Me llamo Golan Trevize —dijo—. Mi amigo es Janov Pelorat; la mujer es Bliss, y la niña, Fallom.

—¿Es costumbre, en el astro lejano del que venís, poner dos nombres a los varones? Yo soy Hiroko, hija de Hiroko.

—¿Y tu padre? —preguntó Pelorat de súbito.

A lo cual respondió Hiroko, encogiendo los hombros con indiferencia:

—Mi madre dice que su nombre es Smool, pero eso no tiene importancia. Yo no lo conozco.

—¿Y dónde están los demás? —preguntó Trevize—. Parece que sólo tú has venido a recibirnos.

—Muchos hombres se encuentran en las barcas de pesca —explicó Hiroko—, y muchas mujeres están en los campos. Yo tengo dos días de asueto y he tenido la suerte de ver este gran acontecimiento. Sin embargo, la gente es curiosa y habrá observado desde lejos el descenso de la nave. Algunos no tardarán en llegar.

—¿Hay muchos otros en esta isla?

—Más de cinco mil —respondió Hiroko, con orgullo evidente.

—¿Y hay otras islas en el océano?

—¿Otras islas, buen señor?

Parecía no comprender. Y esto le bastó a Trevize para saber que ese era el único lugar habitado por seres humanos en todo el planeta.

—¿Cómo llamáis a vuestro mundo? —preguntó.

—Es Alfa, buen señor. Nos enseñaron que el nombre completo es Alfa de Centauro, si esto significa algo para ti; pero nosotros lo llamamos Alfa nada más, y es un mundo de bello rostro.

—Un mundo, ¿qué? —preguntó Trevize, volviéndose a Pelorat.

—Quiere decir un mundo hermoso —aclaró Pelorat.

—Desde luego —dijo Trevize—, al menos aquí y en este momento.

—Miró el pálido cielo azul de la mañana, surcado de nubes ocasionales. —Tenéis un día hermoso y soleado, Hiroko, pero me imagino que no habrá muchos como este en Alfa.

Hiroko se puso tiesa.

—Todos los que queremos, señor. Pueden venir nubes cuando necesitamos que llueva, pero la mayoría de los días preferimos tener el cielo despejado. Y cuando las barcas de pesca se hacen a la mar, conviene que el cielo esté claro y que sople un viento suave.

—Entonces, ¿controláis el tiempo, Hiroko?

—Si no lo hiciésemos, señor Golan Trevize, estaríamos siempre empapados por la lluvia.

—Pero ¿cómo lo conseguís?

—Como no soy ingeniero, me resulta imposible decírtelo, señor.

—¿Y cuál es el nombre de la isla donde vivís tú y tu gente? —preguntó Trevize, viéndose atrapado en la sonoridad del galáctico clásico y preguntándose desesperadamente si habría conjugado bien el verbo.

—Llamamos Nueva Tierra a nuestra isla celestial situada en medio de las vastas aguas del mar —respondió Hiroko.

Oyendo lo cual, Trevize y Pelorat se miraron, sorprendidos y entusiasmados.

No hubo tiempo de continuar con el tema. Otras personas iban llegando. A docenas. Debían ser, pensó Trevize, los que no estaban pescando o en los campos, ni se hallaban demasiado lejos. Iban a pie en su mayoría, aunque había dos vehículos terrestres…, bastante viejos y en mal estado.

Estaba claro que se encontraban ante una sociedad de baja tecnología, pero que, sin embargo, controlaba el tiempo atmosférico.

Él sabía bien que la tecnología no era necesariamente toda de una pieza; que la falta de avance en ciertas direcciones no excluía importantes progresos en otras; pero, ciertamente, ese ejemplo de desarrollo desigual resultaba bastante extraño.

La mitad al menos de los que estaban observando la nave eran viejos y mujeres; también había tres o cuatro niños. Aparte de estos, el número de mujeres era superior al de los hombres. Nadie mostraba temor o incertidumbre.

—¿Los estás manipulando? —preguntó Trevize a Bliss en voz baja—. Parecen… tranquilos.

—En absoluto —respondió ella—. Nunca toco las mentes, a menos que sea necesario. La que me preocupa es Fallom.

Aunque los recién llegados eran pocos para quienes estuviesen acostumbrados a las multitudes de mirones de cualquier mundo normal de la Galaxia, representaban una muchedumbre para Fallom, que, en cierto modo, se había habituado a los tres adultos de la Far Star. Fallom tenía una respiración acelerada, y los ojos medio cerrados. Parecía a punto de desmayarse.

Bliss le daba suaves y rítmicas palmaditas, y murmuraba para apaciguarla. Trevize estaba seguro de que acompañaba todo esto con una delicadísima influencia sobre las fibras mentales.

De pronto, Fallom lanzó un hondo suspiro, casi como un jadeo, y se sacudió, en lo que tal vez era un estremecimiento involuntario. Levantó la cabeza, miró a los presentes casi con normalidad y, después, enterró la cabeza en el hueco entre el brazo y el cuerpo de Bliss.

Esta dejó que permaneciese así, rodeando los hombros de Fallom con el brazo, estrechándola de vez en cuando contra ella, como para indicarle, una y otra vez, su presencia protectora.

Pelorat parecía atónito, mientras sus ojos iban de uno a otro de los alfanos.

—Golan —dijo mirándoles con atención—, son muy diferentes entre ellos.

Trevize también lo había advertido. Había pieles de tonos diferentes y cabellos de colores distintos, incluido un pelirrojo de ojos azules y tez pecosa. Al menos tres adultos eran más bajos que Hiroko, y uno o dos más altos que Trevize. Bastantes personas de ambos sexos tenían los ojos parecidos a los de Hiroko, y Trevize recordó que en los populosos planetas comerciales del sector Fili tales ojos eran característicos de la población, pero nunca había visitado aquel sector.

Todos los alfanos iban desnudos de cintura para arriba y todas las mujeres parecían tener los senos pequeños. Esa era la característica más común de todas las que podían observar.

—Miss Hiroko —dijo Bliss de pronto—, mi pequeña no está acostumbrada a viajar por el espacio y le cuesta asimilar tantas cosas nuevas. ¿Podría sentarse, y podríais ofrecerle algo de comer y de beber?

Hiroko pareció confusa y Pelorat repitió lo que Bliss había dicho en el galáctico más florido del período imperial medio.

Hiroko se llevó una mano a la boca y se hincó graciosamente de rodillas.

—Te pido perdón, respetable señora —dijo—. No había pensado en las necesidades de la niña, ni en las tuyas. La extrañeza de este acontecimiento me ha abrumado sobremanera. ¿Querrías…, querríais todos, como visitantes e invitados, pasar al refectorio para el yantar de la mañana? ¿Podríamos unirnos a vosotros y serviros como anfitriones?

—Es muy amable de tu parte —agradeció Bliss la invitación, hablando despacio y pronunciando las palabras con sumo cuidado para hacerlas más fáciles de comprender—. Sin embargo, sería mejor que fueses tú sola la anfitriona; la niña no está acostumbrada a encontrarse con tanta gente a la vez.

Hiroko se puso en pie.

—Se hará como tú dices.

Les condujo, con naturalidad, a través del prado. Otros alfanos se acercaron más. Parecían particularmente interesados en los trajes de los recién llegados. Trevize se quitó la ligera chaqueta y la tendió a un hombre que se había aproximado a él y la había señalado con el dedo.

—Tom a —dijo—, mírala, pero devuélvemela. —Después, se dirigió a Hiroko—. Cuida de que me la devuelva, Miss Hiroko.

—Desde luego que te la devolverá, respetable señor —dijo ella, asintiendo gravemente con la cabeza.

Trevize sonrió y siguió andando. Se sentía más cómodo sin la chaqueta, bajo la ligera y suave brisa.

No había observado armas visibles en ninguna de las personas que lo rodeaban, y encontraba interesante que nadie pareciese mostrar miedo o preocupación por las que él llevaba. Ni siquiera daban muestras de curiosidad. Tal vez, incluso no sabían que eran armas. Por lo que había visto hasta ese momento, Alfa podía ser un mundo totalmente desconocedor de la violencia.

Una mujer que había avanzado, adelantándose un poco a Bliss, se volvió para examinar atentamente su blusa con atención.

—¿Tienes pechos, respetable señora? —preguntó.

Y, como incapaz de esperar la respuesta, apoyó ligeramente una mano sobre el pecho de Bliss.

—Como has podido comprobar, los tengo —contestó Bliss sonriendo—. Tal vez no estén tan bien formados como los tuyos, pero no los cubro por esta razón. En mi mundo, no es correcto llevarlos descubiertos. —Se volvió a Pelorat y le preguntó en voz baja—: ¿Qué te parece mi manera de expresarme en galáctico clásico?

—Lo has hecho muy bien, Bliss —dijo Pelorat.

El comedor era muy grande y había en él largas mesas con bancos adosados a ambos lados. Por lo visto, los alfanos comían en comunidad. Trevize sintió que le remordía la conciencia. La petición de Bliss había hecho que todo aquel espacio quedase reservado a sólo cinco personas y obligado a los alfanos a permanecer exiliados en el exterior. Sin embargo, algunos de ellos se colocaron a respetuosa distancia de las ventanas (que no eran más que aberturas en la pared, desprovistas incluso de cortinas), presumiblemente para ver comer a los forasteros.

Se preguntó qué ocurriría si lloviese. Seguramente, la lluvia caería sólo cuando fuese necesaria, ligera y suave, y continuaría sin fuertes vientos hasta que hubiese llovido con abundancia. Además, los alfanos sabrían cuándo habría de producirse y estarían preparados, pensó Trevize.

Estaba delante de una ventana que daba al mar, y Trevize tuvo la impresión de que distinguía un banco de nubes en el horizonte parecidas a las que casi llenaban el cielo en todas partes, salvo sobre ese pequeño Edén.

El control del tiempo atmosférico tenía sus ventajas. Al cabo de un rato, una joven que andaba de puntillas les sirvió la comida. No les preguntaron qué deseaban comer, sino que se lo sirvieron simplemente.

Para beber, un pequeño vaso de leche, otro más grande de mosto y otro aún mayor de agua. Para comer, dos grandes huevos escalfados, con unos pedacitos de queso blanco, y también un plato de pescado a la parrilla y patatitas asadas, sobre frescas y verdes hojas de lechuga.

Bliss miró la cantidad de comida que tenía delante con espanto y estaba claro que no sabía por dónde empezar. Fallom no tuvo este problema. Bebió el mosto ansiosamente, con claras muestras de aprobación, y después mascó el pescado y las patatas. Iba a utilizar los dedos para llevarse la comida a la boca, pero Bliss le tendió una cuchara que tenía dientes en el extremo opuesto y podía servir de tenedor también, y Fallom la aceptó.

Pelorat sonrió satisfecho y atacó los huevos de inmediato. Trevize le imitó.

—Ya era hora de que nos recordasen a qué saben los auténticos huevos —dijo.

Hiroko, olvidándose de su propio desayuno, encantada por el apetito que demostraban los otros (pues incluso Bliss empezó al fin a comer con visible satisfacción), preguntó:

—¿Está bien?

—Muy bien —contestó Trevize con la voz un poco amortiguada—. Por lo visto, la comida no escasea en esta isla. ¿O acaso nos habéis servido más de lo acostumbrado, por cortesía?

Hiroko le escuchó con atención y pareció captar el significado.

—No, no, respetable señor —dijo—. Nuestra tierra es generosa y nuestro mar todavía más. Nuestras patas ponen huevos y nuestras cabras nos dan queso y leche. Y tenemos cereales. Pero, sobre todo, nuestro mar está lleno de incontables variedades de peces en cantidades extraordinarias. Aunque todo el Imperio comiese en nuestras mesas, no podría consumir todo el pescado que nos da el mar.

Trevize esbozó una discreta sonrisa. Estaba claro que la joven alfana no tenía la menor idea de las verdaderas dimensiones de la Galaxia.

—Llamáis Nueva Tierra a esta isla, Hiroko. Entonces, ¿dónde está la Vieja Tierra?

Ella lo miró asombrada.

—¿Dices la Vieja Tierra? —Te pido perdón, respetable señor. No comprendo el significado de tus palabras.

—Antes de que hubiese una Nueva Tierra, tu pueblo tuvo que haber vivido en otra parte. ¿Dónde se encuentra esa otra parte de la que vinieron?

—No sé nada de esto, respetable señor —respondió ella, con turbada gravedad—. Esta ha sido siempre mi tierra, y lo fue de mi madre y de mi abuela, y sin duda también de sus abuelas y bisabuelas. No sé nada de otras tierras.

—Pero —dijo Trevize iniciando una amable discusión—, has dicho que este país es la Nueva Tierra. ¿Por qué lo llamáis así?

—Porque, respetable señor —respondió ella, en tono igualmente amable—, es así como ha sido llamada durante todos los tiempos que la mujer puede recordar.

—Pero es una Nueva Tierra, y, por consiguiente, tiene que haber una Tierra anterior, una Vieja Tierra que le dio su nombre. Cada mañana amanece un nuevo día, y esto implica que antes existió otro día. ¿Comprendes ahora por qué tuvo que haber otra Tierra?

—No, respetable señor. Yo sólo sé cómo se llama este país. No sé nada más, ni sigo tu razonamiento que suena mucho a lo que nosotros llamamos lógica de pacotilla. Sin ánimo de ofender.

Trevize movió la cabeza y se dio por vencido.

Trevize se inclinó hacia Pelorat y murmuró:

—Donde quiera que vayamos, por mucho que hagamos, no conseguimos información.

—¿Qué importa eso, si sabemos dónde se encuentra la Tierra? —dijo Pelorat, sin mover apenas los labios.

—Quiero saber algo acerca de ella.

—Esta muchacha es muy joven. Difícilmente puede ser una buena fuente de información.

Trevize reflexionó sobre ello y asintió con la cabeza.

—Tienes razón, Janov. —Se volvió a Hiroko y dijo—: Miss Hiroko, no nos has preguntado qué hemos venido a hacer a tu país.

Hiroko bajó la mirada.

—Hubiese sido una descortesía hacerlo antes de que hayáis comido y descansado, respetable señor.

—Pero casi hemos acabado, y también descansado; por consiguiente, te diré por qué estamos aquí. Mi amigo, el doctor Pelorat, es un erudito de nuestro mundo, un hombre sabio. Un mitólogo. ¿Sabes lo que significa esta palabra?

—No, respetable señor, no lo sé.

—Estudia viejos cuentos tal como son relatados en los diferentes mundos. Los viejos cuentos reciben el nombre de mitos o leyendas, y todos ellos interesan al doctor Pelorat. ¿Hay gente erudita en la Nueva Tierra que conozca los cuentos viejos de este planeta?

Hiroko frunció ligeramente la frente en un gesto reflexivo.

—No soy entendida en esta materia —dijo poco después—. Pero hay un anciano en este lugar a quien le gusta hablar de los tiempos antiguos.

No sé dónde puede haber aprendido tantas cosas y pienso que habrá urdido sus nociones en el aire, o las habrá oído a otros que las urdieron de esta suerte. Tal vez ese es el material que tu sabio compañero quisiera oír; sin embargo, no me gustaría engañarte. Yo tengo el convencimiento —y miró a derecha e izquierda, como temerosa de que otros la oyesen— de que el anciano no es más que un charlatán, aunque muchos lo escuchan de buen grado.

Trevize asintió con la cabeza.

—También nosotros quisiéramos escucharle. ¿Sería posible que llevases a mi amigo a visitar a ese anciano?

—Se llama Monolee.

—Entonces, a visitar a Monolee. ¿Y crees que estará dispuesto a hablar con mi amigo?

—¿Él? ¿Si estará dispuesto a hablar? —preguntó desdeñosa Hiroko—. Más bien deberías preguntar si estará dispuesto a callar. No es más que un hombre y, como tal, hablaría una semana seguida si se lo permitiesen. No lo tomes a ofensa, respetable señor.

—No lo tomo a ofensa. ¿Querrías llevar a mi amigo a ver a Monolee ahora?

—Eso puede hacerlo cualquiera en cualquier momento. El viejo está siempre en casa y siempre dispuesto a regalar los oídos a los demás —y tal vez una mujer mayor tendría la bondad de venir a hacer compañía a la dama Bliss. Esta debe cuidar de la niña y no puede ir de un lado a otro. Le gustaría tener compañía, pues las mujeres, como sabes, son muy aficionadas…

—¿A charlar? —preguntó Hiroko, claramente divertida—. Bueno, eso es lo que los hombres dicen, aunque yo he observado que los más grandes parlanchines son ellos. Espera a que vuelvan de la pesca y verás cómo rivalizan entre ellos contando las mayores fantasías sobre sus capturas. Nadie les cree ni les hace caso, pero eso no hace que se callen. Mas yo estoy charlando también en demasía. Haré que una amiga de mi madre, a la que puedo ver a través de la ventana, se quede con la dama Bliss y la niña, pero antes conducirá a tu amigo, el respetable doctor, hasta el viejo Monolee. Si tu amigo está tan ávido de escuchar como lo está Monolee de hablar, te costará separarlos. ¿Querrás disculparme un momento?

Cuando la joven se hubo marchado, Trevize se volvió a Pelorat.

—Escucha, sácale todo lo que puedas al viejo, y tú, Bliss, averigua lo que puedas de quienes se queden contigo. Cualquier cosa acerca de la Tierra.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué harás tú?

—Me quedaré con Hiroko, trataré de encontrar una tercera fuente de información.

Bliss sonrió.

—¡Oh, sí! Pel estará con aquel viejo; yo, con una vieja, y tú te sacrificarás permaneciendo con esa joven tan ligera de ropa. Parece razonable una división del trabajo.

—En realidad, Bliss, es razonable.

—Pero no te sientes deprimido porque la razonable división del trabajo se haga de esta manera, ¿eh?

—No. ¿Por qué habría de ser así?

—¿Verdad que no?

Hiroko volvió y se sentó de nuevo.

—Todo está arreglado —dijo—. El respetable doctor Pelorat será llevado a Monolee, y la respetable dama Bliss y la niña tendrán compañía. Entonces, ¿tendré yo el privilegio, respetable señor, de seguir hablando contigo, tal vez sobre esa Vieja Tierra de la que…?

—¿… charlaba? —preguntó Trevize.

—No —dijo Hiroko, echándose a reír—. Pero haces bien en burlarte de mí. Me mostré descortés al responder a tu pregunta sobre esa materia. Estoy en ascuas por reparar mi falta.

Trevize se volvió a Pelorat.

—¿En ascuas?

—Quiere decir ansiosa —le aclaró Pelorat en voz baja.

—Señorita —dijo Trevize—, no considero que hayas sido descortés, pero si esto te complace, con mucho gusto hablaré contigo.

—Eres muy amable. Te doy las gracias —repuso Hiroko, levantándose.

Trevize lo hizo a su vez.

—Bliss, asegúrate de que Janov no corra peligro.

—Cuidaré de ello. En cuanto a ti, tienes tus… —y señaló con la cabeza las fundas de las armas.

—No creo que las necesite —dijo Trevize, un poco incomodo.

Siguió a Hiroko y ambos salieron del comedor. El Sol estaba más alto en el cielo y la temperatura había aumentado. Un olor exótico flotaba como siempre en el aire. Trevize recordó que había sido un olor débil en Comporellon, como a moho en Aurora y bastante agradable en Solaria. (En Melpomenia, habían llevado trajes espaciales que Solo permitían percibir el olor del propio cuerpo). En todo caso, desaparecía en pocas horas al saturarse los centros ósmicos de la nariz.

En Alfa, era un agradable aroma a hierbas calentadas por el Sol, y Trevize se sintió un poco contrariado al pensar que también esa fragancia desaparecería pronto.

Se acercaron a una pequeña estructura que parecía construida con yeso de un rosa pálido.

—Esta es mi casa —dijo Hiroko—. Perteneció a la hermana menor de mi madre.

Entro e hizo señas a Trevize para que la siguiera. La puerta estaba abierta, aunque, según Trevize advirtió al cruzarla, sería más exacto decir que no había puerta.

—¿Qué hacéis cuando llueve? —preguntó él.

—Estamos preparados. Lloverá dentro de dos días, durante tres horas antes del amanecer, que es cuando hace más fresco y el agua empapa mejor el suelo. Entonces, lo único que haré será correr esta cortina, que es gruesa e impermeable. —Y así lo hizo mientras hablaba.

La cortina parecía de un material resistente similar a la lona.

—La dejaré corrida —siguió diciendo—. Así todos sabrán que me encuentro en casa pero no deben molestarme, pues estoy durmiendo u ocupada en algún menester importante.

—No parece una protección muy segura de tu intimidad.

—¿Por qué? Mira, la entrada está cerrada.

—Pero cualquiera podría apartar la cortina.

—¿Contrariando los deseos del ocupante? —Hiroko pareció impresionada—. ¿Hacen estas cosas en tu mundo? Sería una barbaridad.

—Sólo ha sido una pregunta —dijo Trevize sonriendo.

Ella le condujo a la segunda de dos habitaciones y le invitó a sentarse en una silla de asiento acolchonado. Producía algo parecido a la claustrofobia el ver la pequeñez de las habitaciones, desnudas por completo; pero la casa parecía estar destinada, casi exclusivamente, al retiro y al descanso. Las ventanas eran pequeñas y se abrían cerca del techo, pero, en las paredes, había franjas de espejo mate cuidadosamente distribuidas y que reflejaban una luz difusa. Unas grietas del suelo dejaban salir aire fresco. Trevize no vio señales de iluminación artificial y se preguntó si los alfanos tenían que levantarse con el sol y acostarse al anochecer. Iba a preguntárselo a Hiroko, pero esta habló primero.

—¿Es la dama Bliss tu compañera?

—¿Quieres decir con esto si es mi compañera sexual? —respondió prudentemente Trevize.

Hiroko enrojeció.

—Te lo ruego, observa las normas de una conversación cortés. Pero sí, me refiero al goce privado.

—No; ella es la compañera de mi sabio amigo.

—Pero tú eres más joven y apuesto.

—Bueno, gracias por el cumplido, pero Bliss no es de la misma opinión. El doctor Pelorat le gusta mucho más que yo.

—Eso me sorprende mucho. ¿No la compartiría contigo?

—Jamás se lo he preguntado, pero estoy seguro de que no. Ni a mí me gustaría que lo hiciese.

Hiroko asintió sabiamente con la cabeza.

—Ya lo sé. Es su fundamento.

—¿Su fundamento?

—Ya sabes esto —dijo, y se dio una palmada en el delicado trasero.

—¡Oh, eso! Ahora te entiendo. Sí, Bliss está muy desarrollada en su anatomía pelviana. —Y describió unas curvas con las manos e hizo un guiño que arrancó la sonrisa de Hiroko—. Sin embargo —continuó Trevize—, a la inmensa mayoría de los hombres les gustan esas figuras ampulosas.

—No puedo creerlo. Sin duda es una especie de gula desear un exceso de lo que resulta agradable cuando es moderado. ¿Te gustaría yo más si mis pechos fueran grandes y colgantes, con los pezones apuntando a los dedos de los pies? Si he de ser franca, te diré que los hay de esa clase, pero no he visto que los hombres los apetezcan. Las pobres mujeres aquejadas de este defecto tienen que cubrir sus monstruosidades…, como hace la dama Bliss.

—Tampoco a mí me atrae el tamaño excesivo, aunque estoy seguro de que Bliss no se cubre los senos debido a alguna imperfección de ellos.

—Entonces, ¿no te disgustan mi cara y mis formas?

—Estaría loco si me disgustasen. Eres hermosa.

—¿Y qué haces tú para divertirte en tu nave, cuando vuelas de un mundo a otro, si la dama Bliss te está prohibida?

—Nada, Hiroko. No hay nada que hacer. A veces pienso en los placeres y eso resulta bastante desagradable, pero los que viajamos por el espacio sabemos muy bien que hay veces en que uno tiene que abstenerse. Lo compensamos en otras ocasiones.

—Si es desagradable, ¿qué puedes hacer para remediarlos?

—Ahora me desagrada mucho más que hayas suscitado el tema. No sería cortés indicarte cómo lo remediaría.

—¿Sería descortés que yo te sugiriese una manera?

—Sólo dependería de la naturaleza de tu sugerencia.

—Que fuésemos complacientes el uno para con el otro.

—¿Me has traído aquí, Hiroko, para que llegásemos a esto?

Hiroko sonrió satisfecha:

—Si, sería un deber de cortesía de anfitriona para mí, y también un deseo.

—En tal caso confieso que también es mi deseo. En realidad, me gustaría muchísimo complacerte en esto. Estoy…, en ascuas por complacerte.