IV. En Comporellon

Habían pasado. La estación de entrada se había reducido a una estrella que menguaba rápidamente detrás, y al cabo de un par de horas se encontrarían cruzando la capa de nubes.

Una nave gravítica no tenía que frenar para descender en espiral, pero tampoco podía hacerlo con demasiada rapidez. El hecho de no hallarse sujeta a la gravedad no la libraba de la resistencia del aire.

Podía realizar el descenso en línea recta, aunque con precaución; no debía bajar demasiado aprisa.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pelorat, con aire confuso—. No puedo distinguir nada entre esas nubes, viejo amigo.

—Tampoco yo —dijo Trevize—, pero tenemos un mapa hológrafo oficial de Comporellon, que reproduce la forma de las masas de tierra y un relieve exagerado, tanto para las alturas como para las profundidades oceánicas…, y también las subdivisiones políticas. El mapa está en el ordenador y este hará el trabajo. Igualará el dibujo tierra-mar con el mapa y, de ese modo, orientará la nave como es debido, y esta nos llevará a la capital por una ruta cicloidal.

—Si vamos a la capital —dijo Pelorat—, nos sumiremos inmediatamente en el vórtice político. Y si ese mundo es contrario a la Fundación, como ese tipo de la estación de entrada dio a entender, nos veremos en apuros.

—Pero, por otra parte, tiene que ser el centro intelectual del planeta, y es precisamente allí donde encontraremos la información que buscamos. En cuanto a ser contrarios a la Fundación, dudo que puedan manifestarlo abiertamente. Quizá la alcaldesa no simpatice conmigo, pero tampoco puede permitir que se maltrate a un consejero. No querrá establecer tal precedente.

Bliss había salido del lavabo, las manos húmedas todavía después de haberse lavado la ropa, y ajustándose las prendas interiores sin el menor signo de preocupación.

—A propósito, supongo que los excrementos serán debidamente reciclados.

—A la fuerza —dijo Trevize—. ¿Cuánto tiempo piensas que duraría nuestra provisión de agua si no se reciclasen los excrementos? ¿Con qué crees que se elaboran esos sabrosos pastelitos esponjosos que comemos para alegrar nuestros alimentos congelados? Espero que esto no te quite el apetito, mi eficiente Bliss.

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿De dónde crees que proceden la comida y el agua en Gaia, o en este planeta, o en Términus?

—En Gaia —dijo Trevize—, los excrementos son, por supuesto, tan vivos como tú.

—Vivos, no. Conscientes. Ahí estriba la diferencia. Desde luego, su nivel de conciencia es muy bajo.

Trevize resopló con aire desdeñoso, pero se abstuvo de replicar.

—Iré a la cabina-piloto —dijo— para hacerle compañía al ordenador. Y no es que me necesite.

—¿Podemos entrar y ayudarte a hacerle compañía? —pidió Pelorat—. No puedo acostumbrarme al hecho de que pueda bajarnos por sí solo; o de que perciba otras naves, o tormentas o… lo que sea.

Trevize sonrió ampliamente.

—Pues vete acostumbrando, por favor. La nave está mucho más segura bajo el control del ordenador que lo estaría bajo el mío. Pero entrad. Os gustará ver lo que ocurre.

Ahora se encontraban sobre la mitad soleada del planeta, pues, según Trevize explicó, el mapa del ordenador podía adaptarse mejor a la realidad con luz de sol que en la oscuridad.

—Esto resulta evidente —dijo Pelorat.

—Pues no lo es tanto. El ordenador puede juzgar con la misma rapidez con la luz infrarroja que irradia la superficie incluso en la oscuridad. Sin embargo, las ondas infrarrojas, que son más largas, no permiten que el ordenador actúe con la misma resolución que lo haría con la luz visible. Dicho de otra manera, el ordenador no ve con tanta claridad y exactitud con los rayos infrarrojos, y yo, siempre que la necesidad no me lo impide, prefiero facilitarle las cosas al máximo.

—¿Y si la capital se encuentra en el lado oscuro?

—Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea así —dijo Trevize—, pero si está en ese lado, una vez haya sido comprobado el mapa a la luz del día, podremos bajar a la capital con la misma seguridad, aunque allí sea de noche. Y mucho antes de que nos acerquemos a ella, interceptaremos rayos de microondas y recibiremos mensajes que nos dirigirán al puerto espacial más conveniente. No existe ningún motivo de preocupación.

—¿Estás seguro? —preguntó Bliss—. Me estás llevando allá abajo indocumentada, sin que nadie de aquí conozca mi mundo natal, y, en cualquier caso, no puedo ni quiero mencionarles Gaia. ¿Qué haremos, si me piden la documentación cuando estemos en la superficie?

—No es probable que esto ocurra —dijo Trevize—. Todos presumirán que se han cuidado de eso en la estación de entrada.

—Pero ¿y si me la piden?

—Entonces, cuando llegue el momento, trataremos de solventar el problema. Mientras tanto, no creemos problemas en el aire.

—Pero si surge alguno, quizá sea demasiado tarde para resolverlo.

—Confiaré en mi ingenio para hacer que eso no ocurra.

—A propósito de ingenio, ¿cómo te las arreglaste para que nos dejasen pasar en la estación de entrada?

Trevize miró a Bliss y sus labios se dilataron en una sonrisa que le dio todo el aspecto de un pícaro adolescente.

—Sólo ejercitando el cerebro un poco.

—¿Qué hiciste, viejo? —se interesó Pelorat.

—Apelar a él de la manera más correcta —dijo Trevize—. Había probado la amenaza y el soborno sutil. Había apelado a su lógica y a su fidelidad a la Fundación. Nada de esto me dio resultado, y eché mano del último recurso. Le dije que estabas engañando a tu esposa, Pelorat.

—¿A mi esposa? Pero, querido amigo, yo no tengo esposa en este momento.

—Eso lo sé yo, pero él no.

—Supongo —dijo Bliss— que por «esposa» entendéis una mujer que es compañera regular de un hombre en particular.

—Un poco más que esto, Bliss —dijo Trevize—. Nos referimos a una compañera legal, que tiene ciertos derechos como consecuencia de esa relación.

—Bliss, yo no tengo esposa —intervino Pelorat nervioso—. Tuve una, en el pasado, pero hace mucho tiempo que no tengo ninguna. Si quieres someterte al ritual legal.

—¡Oh, Pel! —dijo Bliss, haciendo un ademán de rechazo con la mano derecha—, ¿qué me importa eso a mí? Tengo numerosos compañeros cuya relación conmigo es comparable a la de uno de tus brazos con el otro. Sólo los Aislados se sienten tan alienados que deben valerse de convencionalismos artificiales para conseguir algo que logre sustituir, en parte, al verdadero compañerismo.

—Es que yo soy un Aislado, querida Bliss.

—Lo serás menos con el tiempo, Pel. Tal vez nunca seas Gaia realmente, pero sí menos aislado y tendrás muchas compañeras.

—Sólo te quiero a ti —dijo Pel.

—Porque no sabes nada de este asunto. Ya aprenderás.

Mientras duraba la conversación, Trevize observaba atentamente la pantalla y una expresión de forzada tolerancia aparecía en su semblante. La capa de nubes se había acercado y, durante un momento, todo fue una niebla gris.

«Necesito la visión de microondas», pensó. El ordenador pasó, de pronto, a la detección de ecos de radar. Las nubes desaparecieron y apareció la superficie de Comporellon en colores falsos, un poco borrosos y oscilantes los límites entre sectores de diferente composición.

—¿Parecerá siempre así de ahora en adelante? —preguntó Bliss, un poco asombrada.

—Sólo hasta que pasemos debajo de las nubes. Entonces, volveremos a ver la luz del sol.

Casi no había acabado de decirlo, cuando la visibilidad volvió a la normalidad.

—Comprendo —dijo Bliss. Después, volviéndose hacia él, prosiguió—: Lo que no entiendo es por qué le importaba tanto al oficial de la estación de entrada que Pel engañase o dejase de engañar a su esposa.

—Le dije que si te retenía, la noticia podía llegar a Términus y, por consiguiente, a oídos de la esposa de Pelorat, y que entonces, este se hallaría en dificultades. No concreté qué clase de dificultades, pero procuré dar la impresión de que serían graves. Entre los varones existe una especie de masonería —aclaró Trevize, sonriendo—, y un hombre no traiciona nunca a otro; incluso le ayuda en caso necesario. Supongo que todo obedece a que los papeles pueden invertirse en otra ocasión. Presumo —añadió, más seriamente— que existe una masonería parecida entre las mujeres, aunque, como no soy mujer, nunca he tenido ocasión de observarlo de cerca.

—¿Hablas en broma? —preguntó Bliss, nublándose de pronto su semblante.

—No, lo digo en serio —respondió Trevize—. Con ello no quiero decir que el tal Kendray nos haya dejado pasar sólo para ayudar a Janov a no indisponernos con su esposa. Puede que la masonería masculina haya servido para reforzar mis otros argumentos.

—Pero eso es horrible. Son las normas las que mantienen unida una sociedad en un todo. ¿Se pueden violar sin más, por razones triviales?

—Bueno —dijo Trevize, pasando a la defensiva—, algunas normas son triviales en sí mismas. Pocos mundos se muestran muy rigurosos en lo tocante a los viajeros que entran y salen de su espacio en tiempo de paz y de prosperidad comercial, como el que tenemos ahora gracias a la Fundación. Pero, por alguna razón, no ocurre así en Comporellon; tal vez debido a alguna cuestión oscura de política interior. ¿Por qué tendríamos que sufrir nosotros las consecuencias?

—Eso no viene al caso. Si sólo cumplimos las reglas que suponemos justas y razonables, ninguna de ellas podrá sostenerse, pues siempre habrá alguien que la considerará injusta e ilógica. Y si queremos favorecer nuestros intereses individuales, tal como los vemos, encontraremos alguna razón para creer que la norma que nos molesta no es justa ni razonable. Así, lo que empieza como una jugarreta astuta conduce a la anarquía y al caos, incluso para el autor de aquella, ya que tampoco él podrá sobrevivir al derrumbamiento de la sociedad.

—Eso no ocurrirá tan fácilmente —dijo Trevize—. Tú hablas como Gaia, y Gaia no puede comprender la asociación de individuos libres. Las normas, establecidas con razón y con justicia, pueden dejar de ser útiles al cambiar las circunstancias, pero al permitir que continúen vigentes por la fuerza de la inercia, entonces, no sólo es justo, sino también útil, quebrantar aquellas que nos anuncian el hecho de que son inútiles, o incluso realmente perjudiciales.

—En ese caso, cualquier ladrón o asesino podría afirmar que está sirviendo a la Humanidad.

—Exageras. En el superorganismo de Gaia, existe un consenso automático sobre las normas de la sociedad, y a nadie se le ocurre quebrantarlas. En este sentido, podríamos decir que Gaia vegeta y se fosiliza.

En una asociación libre, sabido es que siempre hay un elemento de desorden, pero ese es el precio que se debe pagar por la capacidad de fomentar la novedad y el cambio. En general, es un precio razonable.

—Te equivocas de medio a medio si piensas que Gaia vegeta y se fosiliza —dijo Bliss, elevando el tono de la voz—. Nuestras acciones, nuestras costumbres, nuestras opiniones, son revisadas constantemente.

No persisten por inercia, de un modo irracional. Gaia aprende de la experiencia y la reflexión, y, por consiguiente, cambia cuando lo considera necesario.

—Aunque sea verdad lo que dices, la reflexión y el aprendizaje tienen que ser lentos, pues sólo Gaia existe en Gaia. En los mundos libres, incluso cuando casi todos están de acuerdo, hay unos pocos que discrepan y, en algunos casos, esos pocos pueden tener razón, y si son lo bastante inteligentes, entusiastas y justos, acabarán triunfando y pasarán a ser considerados héroes en las edades futuras, como ocurrió con Hari Seldon, que perfeccionó la psicohistoria, defendió sus propias ideas contra todo el Imperio Galáctico, y triunfó.

—Triunfó hasta ahora, Trevize. Pero el Segundo Imperio que proyectó tendrá que ceder el sitio a Galaxia.

—¿Ocurrirá así? —preguntó Trevize, frunciendo el ceño.

—La decisión fue tuya, y por mucho que discutas en pro de los Aislados y de su libertad para ser insensatos o criminales, hay algo en el fondo oculto de tu mente que te obligó a estar de acuerdo «conmigo-nosotros-Gaia» cuando hiciste tu elección.

—Precisamente estoy buscando lo que hay en el fondo oculto de mi mente —dijo Trevize, frunciendo más el entrecejo—, y empezaré a buscarlo allí. —Señaló el lugar de la pantalla donde aparecía una gran ciudad en el horizonte, un racimo de estructuras bajas que trepaban a ocasionales alturas, rodeadas de campos pardos bajo una ligera capa de escarcha.

Pelorat sacudió la cabeza.

—¡Lástima! Quería observar el acercamiento, pero me distraje escuchando vuestra discusión.

—No te preocupes, Janov —dijo Trevize—. Podrás hacerlo cuando salgamos de aquí. Te prometo que entonces mantendré la boca cerrada, si puedes persuadir a Bliss de que controle la suya.

La Far Star descendió siguiendo un rayo de microondas hasta una pista de aterrizaje del puerto espacial.

Kendray tenía una expresión grave cuando volvió a la estación de entrada y observó el paso de la Far Star. Y todavía seguía claramente deprimido al terminar su turno.

Estaba sentado a la mesa para la última comida del día, cuando uno de sus compañeros, un hombre larguirucho, de ojos separados, finos cabellos y unas cejas tan rubias que casi resultaban invisibles, se acomodó a su lado.

—¿Algo va mal, Ken? —preguntó el otro.

Kendray torció los labios.

—Se trata de esa nave gravítica que acaba de entrar, Gatis.

—¿La de extraño aspecto y radiactividad cero?

—Por eso no era radiactiva. No utiliza carburante. Es gravítica.

—Es la que nos dijeron que vigilásemos, ¿verdad? —preguntó Gatis, asintiendo con la cabeza.

—Sí.

—Y te tocó a ti. Siempre tienes suerte.

—No lo creas. Una mujer, sin documentos de identidad, va en ella; Y no la he denunciado.

—¿Qué? No me lo digas. No quiero saber nada al respecto. Ni una palabra más. Puedes ser mi amigo, pero no voy a convertirme en cómplice de ese hecho.

—Esto no me preocupa. No demasiado. Yo tenía que enviar la nave.

Ellos quieren apoderarse de esa gravitica, o de otra cualquiera de su clase. Lo sabes muy bien.

—Seguro, pero hubieses tenido que denunciar a la mujer al menos.

—No me agradaba hacerlo. No está casada. Sólo fue recogida para…, para ser utilizada.

—¿Cuántos hombres van a bordo?

—Dos.

—¿Y la recogieron sólo para… para eso? Deben venir de Términus.

—Así es.

—Los de Términus son muy despreocupados.

—Cierto.

—Un asco. Y se salen con la suya.

—Uno de ellos está casado, y no quería que su esposa se enterase.

Si yo hubiese denunciado a la joven, aquella se enteraría.

—¿No está en Términus?

—Desde luego, pero lo sabría de todos modos.

—A ese tipo le estaría bien empleado que su mujer se enterase.

—De acuerdo, pero yo no puedo hacerme responsable de ello.

—Te machacarán por no haberle denunciado. Querer salvar a un hombre de un apuro no es excusa.

—¿Lo habrías denunciado tú?

—Supongo que no hubiese tenido más remedio que hacerlo.

—No, no lo habrías hecho. El Gobierno quiere esa nave. Si yo hubiera insistido en denunciar a la mujer, los hombres de la nave hubiesen cambiado de idea con respecto a aterrizar aquí y se hubieran marchado a otro planeta. Eso no le habría gustado al Gobierno.

—Pero ¿te creerán?

—Creo que sí. Es una mujer muy linda. Imagínate a una joven como esa dispuesta a embarcarse con dos hombres, dos hombres casados y dispuestos a todo… Es tentador, ¿no crees?

—Supongo que no querrás que tu mujer se entere de lo que acabas de decir…, o de que lo has pensado siquiera.

—¿Quién va a decírselo? ¿Tú? —dijo Kendray, con aire desafiante.

—Vamos, me conoces mejor que todo eso —repuso Gatis, mientras su mirada de indignación se extinguía con rapidez—. No les hará ningún bien a esos hombres que les hayas dejado pasar.

—Lo sé.

—La gente de allá abajo lo descubrirán muy pronto, y aunque tú salgas bien de esta, ellos no podrán librarse.

—También lo sé —dijo Kendray—, y lo siento por esos hombres. Los apuros en que la mujer pueda ponerles no serán nada en comparación con los que la nave les ocasionará. El capitán hizo unas cuantas observaciones… —Kendray se interrumpió.

—¿Cuáles? —preguntó Gatis, vivamente interesado.

—Olvídalo —dijo Kendray—. Si la cosa se descubre, será mi fin.

—No voy a repetírselo a nadie.

—Yo tampoco. Esos dos hombres de Términus me dan lástima.

Para cualquiera que haya estado en el espacio y experimentado su uniformidad, la verdadera emoción del vuelo espacial se produce cuando llega el momento de tomar tierra en un nuevo planeta. El suelo se desliza con rapidez debajo de ti, mientras tú captas imágenes de tierra y de agua, de zonas geométricas y líneas que deben ser campos y carreteras. Adviertes el verdor vegetal, el gris del hormigón, el pardo del suelo árido, el blanco de la nieve. Pero lo más emocionante son los conglomerados habitados; ciudades que, en cada mundo, tienen su geometría característica y sus peculiaridades arquitectónicas.

En una nave ordinaria, los tripulantes habrían sentido la excitación de tocar el suelo y deslizarse por la pista. La Far Star era distinta, la cosa cambiaba mucho. Flotó a través del aire, frenó equilibrando hábilmente la resistencia del aire y la gravedad, para acabar inmovilizándose sobre la pista del puerto espacial. El viento soplaba a ráfagas y eso significaba otra complicación. La Far Star, al ajustarse para responder a la atracción de la gravedad, no sólo era anormalmente ligera de peso, sino también de masa. Si esta se acercaba demasiado a cero, el viento arrastraría a la nave de allí. De ahí que fuese preciso elevar la reacción a la gravedad y emplear los reactores con sumo cuidado, no sólo contra la atracción del planeta, sino también contra la fuerza del viento, de manera que se adaptasen exactamente a los cambios de intensidad de aquel. Sin un ordenador adecuado, la operación no habría podido llevarse a cabo.

La nave siguió bajando, con pequeños e inevitables cambios en su dirección, hasta que al fin descendió para posarse en la zona marcada a ese fin en el puerto.

El cielo estaba de un pálido azul, mezclado con blanco, cuando la Far Star aterrizó. El viento seguía soplando a nivel del suelo y, aunque ya no resultaba peligroso para la navegación, producía un frío que hizo estremecerse a Trevize. En ese momento se dio cuenta de que la ropa que llevaban era totalmente inadecuada para el clima de Comporellon.

En cambio, Pelorat miró satisfecho a su alrededor y respiró a pleno pulmón por la nariz, disfrutando, al menos de momento, con aquella sensación de frío. Incluso se desabrochó el abrigo para sentir el viento contra su pecho. Sabía que dentro de poco tendría que abrochárselo de nuevo y ponerse su bufanda, pero ahora quería sentir la existencia de una atmósfera, cosa que nunca ocurría a bordo.

Bliss se arrebujó en su abrigo y, con las manos enguantadas, se bajó el gorro hasta cubrirse las orejas. Tenía afligido el semblante y parecía a punto de llorar.

—Este mundo es malo —murmuró—. Nos odia y nos maltrata.

—En absoluto, querida Bliss —dijo Pelorat muy serio—. Estoy seguro de que este mundo gusta a sus moradores y de que…, bueno…, ellos le gustan a él, si quieres decirlo así. Pronto estaremos a cubierto, y allí hará más calor.

Casi como reparando un olvido, envolvió a Bliss en su propio abrigo, mientras ella se acurrucaba contra la pechera de su camisa.

Trevize se esforzó en no hacer caso de la temperatura. Recibió una tarjeta magnetizada de una de las autoridades del puerto, comprobándola con su ordenador de bolsillo para asegurarse de que contenía los detalles necesarios: su zona y número de aparcamiento, el nombre y número de motor de su nave, y otros datos más. Hizo una nueva comprobación para asegurarse de que la nave estaba firmemente sujeta y después suscribió una póliza de seguros por el máximo valor permitido, contra el riesgo de daños en la Far Star, aunque era una precaución inútil en realidad, ya que su nave sería invulnerable al probable nivel de la tecnología comporelliana, y si no lo era, resultaría totalmente irremplazable a cualquier precio.

Trevize encontró la parada de taxis en el lugar donde debía estar. (Muchos servicios de los puertos espaciales eran iguales en todas partes, tanto en situación como aspecto y modo de empleo. Tenían que serlo, dada la naturaleza multimundial de la clientela).

Llamó a un taxi, indicando el punto de destino como «Ciudad» simplemente.

El vehículo se deslizó hacia ellos sobre unos esquíes diamagnéticos, desviándose ligeramente bajo el impulso del viento y temblando por la vibración de un motor no del todo silencioso. Era de color gris oscuro y lucía la insignia blanca de taxi en las portezuelas de atrás. El conductor llevaba un abrigo oscuro y un gorro de piel blanco.

—La decoración del planeta parece ser en blanco y negro —dijo en voz baja Pelorat advirtiendo esos detalles.

—Tal vez todo sea más alegre en la ciudad propiamente dicha —dijo Trevize.

—¿Van a la ciudad, amigos? —El conductor había hablado por un pequeño micrófono, tal vez para no tener que abrir la ventanilla.

El dialecto galáctico tenía un cierto sonsonete que le hacía bastante atractivo, además de que no resultaba difícil de comprender, lo cual siempre significa un alivio en un mundo desconocido.

—Sí —dijo Trevize.

Y la portezuela de atrás se abrió. Bliss subió, seguida de Pelorat y de Trevize, La portezuela se cerró, y enseguida notaron el aire caliente, Bliss se frotó las manos y lanzó un largo suspiro de alivio.

El taxi arrancó lentamente.

—La nave en que han venido ustedes es gravítica, ¿verdad? —preguntó el conductor.

—Considerando la manera en que bajó, ¿podría usted dudarlo? —repuso Trevize con seguridad.

—Entonces, ¿es de Términus? —se interesó el taxista.

—¿Conoce usted algún otro mundo capaz de construirla? —dijo Trevize.

El conductor pareció considerar la semirrespuesta mientras el taxi adquiría velocidad.

—¿Siempre contesta usted las preguntas con otra pregunta? —dijo.

—¿Por qué no? —no pudo resistirse Trevize a replicar.

—En ese caso, ¿cómo me respondería a la pregunta de si es usted Golan Trevize?

—Le respondería: ¿Por qué me lo pregunta?

El taxi se detuvo en las afueras del puerto espacial.

—¡Por curiosidad! Repito: ¿Es usted Golan Trevize? —dijo el conductor.

La voz de Trevize adquirió un tono rígido y hostil.

—¿Qué le importa a usted?

—Amigo mío —dijo el conductor—, no nos moveremos de aquí hasta que usted haya contestado a mi pregunta. Y si no lo hace con claridad en uno u otro sentido en un par de segundos, cerraré la calefacción del compartimento de pasajeros y seguiremos esperando. ¿Es usted Golan Trevize, consejero de Términus? Si su respuesta es negativa, tendrá que mostrarme sus documentos de identidad.

—Sí, soy Golan Trevize y, como consejero de la Fundación, espero ser tratado con toda la cortesía debida a mi rango. Si usted no lo hace así, le pondré en un aprieto, amigo. Y ahora, ¿qué?

—Ahora podemos continuar con más tranquilidad —repuso haciendo arrancar el coche de nuevo—. Yo elijo cuidadosamente mis pasajeros, y esperaba recoger a dos hombres. La mujer ha sido una sorpresa para mí, y ya que se trata de usted, puedo dejar que explique lo de la mujer cuando llegue a su destino.

—Usted desconoce mi destino.

—En realidad, lo sé. Va usted al Departamento de Transportes.

—No es allí donde yo quiero ir.

—Eso carece de importancia, consejero. Si yo fuese conductor de taxi, lo llevaría donde usted quisiera ir. Como no lo soy, le conduciré al lugar donde yo quiero que vaya.

—Perdón —dijo Pelorat, inclinándose hacia delante—, pero usted parece un taxista. Está conduciendo un coche de alquiler.

—Cualquiera puede conducir un taxi. No sólo quienes tienen licencia para ello. Y no todos los coches que parecen taxis lo son.

—Dejémonos de juegos —dijo Trevize—. ¿Quién es usted y qué pretende? Recuerde que tendrá que responder de esto ante la Fundación.

—Yo no —repuso el conductor—. Mis superiores, tal vez. Yo soy un agente de la Fuerza de Seguridad de Comporellon. Se me ha ordenado que le trate con todo el respeto debido a su rango, pero usted debe ir adonde yo lo lleve. Y tenga mucho cuidado con lo que hace, pues este vehículo está armado, y mis órdenes son de defenderme si soy atacado.

El vehículo, habiendo alcanzado su velocidad normal, se deslizaba suavemente, en completo silencio.

Trevize permanecía sentado en él como si estuviese petrificado. Se daba cuenta, sin necesidad de verlo, de que Pelorat lo miraba de vez en cuando como diciéndole: «¿Qué vamos a hacer ahora? Dímelo, por favor».

Una rápida mirada le informó de que Bliss iba tranquila, mostrando una visible despreocupación. Desde luego, ella sola era todo un mundo. Toda Gaia, aunque estuviese a una distancia galáctica, se hallaba envuelta en su piel. Tenía recursos a los que se podría apelar en caso de verdadera emergencia.

Pero ¿qué había ocurrido?

Estaba claro que el funcionario de la estación de entrada, siguiendo la rutina, había enviado su informe (omitiendo a Bliss) despertando el interés de los cuerpos de Seguridad y, de todos ellos, nada menos que del Departamento de Transportes. ¿Por qué?

Gozaban de un tiempo de paz y no sabía que existiese ninguna tensión concreta entre Comporellon y la Fundación. Él era un funcionario importante de la Fundación…

¡Alto! Le había dicho al hombre de la estación de entrada, Kendray, que debía tratar de un asunto importante con el Gobierno comporelliano. Había hecho hincapié en ello para que les dejase pasar. Kendray debió de consignarlo en su informe, y quizá fuese eso lo que había despertado tanto interés.

No lo había previsto, y hubiese debido tenerlo en cuenta. Entonces, ¿dónde quedaban sus presuntos dotes de hacer siempre lo debido? ¿Estaba empezando a creer que era la caja negra que suponía Gaia… o que Gaia decía que suponía? ¿Estaba siendo conducido a un tremedal por culpa de un exceso de confianza fundado en la superstición?

¿Cómo podía haberse dejado atrapar ni por un momento en aquella locura? ¿Acaso no se había equivocado nunca en su vida? ¿Podía saber el tiempo que haría al día siguiente? ¿Había ganado grandes cantidades en juegos de azar? Las respuestas eran no, no y no.

Entonces, ¿sólo acertaba en las cosas rudimentarias? ¿Cómo podía saberlo?

¡Olvídate de esto! A fin de cuentas, el que hubiese declarado que tenía importantes asuntos de Estado… No, se había referido a la «seguridad de la Fundación»…

Bueno, el mero hecho de que estuviese allí por un asunto que afectaba a la seguridad de la Fundación, y de que hubiese llegado en secreto y sin previo aviso, tenía que haber llamado la atención… Sí, pero hasta que supiese de qué se trataba, actuarían, seguramente, con la máxima circunspección. Se mostrarían ceremoniosos y lo tratarían como a un alto dignatario. No se atreverían a secuestrarle ni a amenazarle.

Sin embargo, exactamente eso era lo que habían hecho. ¿Por qué? ¿Qué hacia que se sintiesen lo bastante fuertes y poderosos para tratar de aquella manera a un consejero de Términus?

¿Podía ser la Tierra? ¿Se trataría de la misma fuerza que ocultaba el mundo de origen con tanta eficacia, incluso contra las grandes mentalidades de la Segunda Fundación, y que ahora trataba de hacer fracasar su búsqueda de la Tierra en la primera fase de su pesquisa? ¿Era la Tierra omnisciente? ¿Omnipotente?

Trevize movió la cabeza. Ese camino le llevaba a la paranoia. ¿Iba a culpar a la Tierra de todo? Cualquier comportamiento extraño, toda torcedura en el camino, todo cambio en las circunstancias, ¿eran resultado de las secretas maquinaciones de la Tierra? Si empezaba a pensar así, estaba perdido.

En ese momento, Sintió que el vehículo reducía la velocidad, y volvió a la realidad de golpe.

Se dio cuenta de que, ni siquiera por un instante, se había fijado en la ciudad que estaba cruzando. Y ahora miró a su alrededor, un poco desconcertado. Los edificios eran bajos, pero se hallaba en un planeta frío donde la mayoría de las estructuras serían, probablemente, subterráneas.

No vio muestra alguna de color, y eso le pareció contrario a la naturaleza humana.

Sólo de forma esporádica vio pasar a alguien, siempre bien abrigado. Pero quizá la mayoría de las personas, al igual que los edificios, se encontrasen bajo tierra.

El taxi se detuvo delante de un edificio bajo y ancho, emplazado en una depresión cuyo fondo él no alcanzaba a ver. Transcurrieron unos minutos y el vehículo continuó parado allí, con su conductor también inmóvil. El gorro alto y blanco casi tocaba el techo del coche.

Trevize se preguntó vagamente cómo se las apañaba el conductor para entrar y salir del vehículo sin que se le cayese el gorro, y después dijo, con la controlada irritación que cabría esperar de un altivo y maltratado funcionario:

—Bueno, conductor, ¿qué pasa ahora?

La versión comporelliana del cristal de separación entre conductor y pasajeros no era, en modo alguno, primitiva. Las ondas sonoras podían pasar a través de él, aunque Trevize no estaba seguro de que no pudiesen hacerlo objetos materiales impulsados por una determinada fuerza.

—Alguien vendrá a recogerles —contestó el taxista—. Continúen sentados y no se preocupen.

Mientras decía esto, aparecieron tres cabezas, subiendo lentamente de la depresión en la que el edificio se asentaba. Después, el resto de los cuerpos apareció. Estaba claro que los recién llegados ascendían en el equivalente de una escalera mecánica, pero Trevize no pudo ver, desde su asiento, los detalles de aquel aparato.

Al acercarse los tres, la portezuela del taxi se abrió y una ráfaga de aire frío entró en el vehículo.

Trevize se apeó, abrochándose el abrigo hasta el cuello. Los otros dos le siguieron; Bliss, de mala gana.

Los tres comporellianos parecían amorfos, envueltos en prendas hinchadas y probablemente calentadas eléctricamente. Trevize los despreció por ello. Aquellas ropas no resultaban útiles en Términus, y la única vez que había pedido prestado un abrigo calorífico durante el invierno, en el cercano planeta Anacreon, había descubierto que tendía a calentarse poco a poco, de manera que cuando quería darse cuenta de que el calor era excesivo, ya estaba sudando incómodamente.

Al acercarse los comporellianos, Trevize advirtió, con profunda indignación, que iban armados. Y no trataban de disimularlo, sino todo lo contrario. Cada uno de ellos tenía un arma en su funda, colgando de la prenda de vestir exterior.

Uno de los comporellianos se adelantó para colocarse frente a Trevize.

—Disculpe, consejero —dijo con voz ronca.

Y le abrió el gabán con un rudo movimiento. Con extrema rapidez pasó las manos sobre los costados, la espalda, el pecho y los muslos de Trevize. Sacudió y palpó el abrigo. Trevize se hallaba tan abrumado, confuso y asombrado que sólo cuando el hombre hubo terminado se dio cuenta de que había sido rápida y eficazmente cacheado.

Pelorat, con la cabeza baja y la boca retorcida en una mueca, sufría una ofensa similar de manos del segundo comporelliano.

El tercero se acercó a Bliss, pero esta no esperó a que la rozase. Al menos ella sabía, de algún modo, lo que debía esperar de él, pues, se despojó del abrigo y se quedó plantada allí un momento, con sólo su ligero vestido, expuesta al viento sibilante.

—Puede usted ver que no llevo armas —dijo con una frialdad acorde con la temperatura.

Y ciertamente, cualquiera podía darse cuenta. El comporelliano sopesó el abrigo, como si así pudiese saber si contenía alguna arma (y tal vez sí que podía), y se retiró.

Bliss se puso la prenda de nuevo, arrebujándose en ella y, durante un instante, Trevize admiró su actitud. Sabía lo mucho que la joven sentía el frío, pero no había permitido que el menor temblor lo revelase, a pesar de llevar el pantalón y una blusa fina como único abrigo.

Entonces, Trevize se preguntó si, en casos de urgencia, no extraería calor del resto de Gaia.

Uno de los comporellianos hizo un gesto y los tres forasteros lo siguieron. Los otros dos comporellianos cerraron la marcha. Dos o tres transeúntes que pasaban por la calle no se detuvieron a observar lo que sucedía. O estaban demasiado acostumbrados a escenas semejantes o, y era lo más probable, sólo pensaban en llegar a su abrigado destino lo antes posible.

Trevize pudo ver que los comporellianos habían subido por una rampa móvil. Ahora, bajaron los seis por ella y cruzaron una puerta casi tan complicada como la de una nave espacial, sin duda destinada a conservar el calor interior, más que a renovar el aire.

Y, de pronto, se hallaron dentro de un gran edificio.