III. En la estación de entrada

Bliss penetró en su cámara.

—¿Te ha dicho Trevize que vamos a dar el Salto hacia el hiperespacio en cualquier momento? —preguntó.

Pelorat, que estaba inclinado sobre su disco visual, levantó la cabeza.

—En realidad —respondió—, sólo se asomó y me dijo: «dentro de media hora».

—No me gusta pensar en ello, Pel. Nunca me ha gustado el Salto.

Me causa una sensación extraña que me revuelve por dentro.

Pelorat pareció un poco sorprendido.

—No había pensado en ti como viajera espacial, Bliss, querida.

—Y no lo soy, y con ello no quiero significar que esto sólo me afecte como componente. La propia Gaia no tiene ocasión de realizar viajes espaciales regulares. Por «mi-nuestra-de Gaia» naturaleza, «yo-nosotros-Gaia» no exploramos, ni comerciamos, ni hacemos excursiones en el espacio. Sin embargo, es necesario enviar a alguien a las estaciones de entrada…

—Como cuando tuvimos la suerte de conocerte.

—Sí, Pel —le dijo con una afectuosa sonrisa—. O incluso tenemos que visitar Sayshell y otras regiones estelares por diversas razones…, clandestinas por lo general. Pero, clandestinamente o no, siempre significa el Salto y, desde luego, cuando cualquier parte de Gaia salta, toda Gaia lo siente.

—Mal asunto —dijo Pel.

—Podría ser peor. La gran masa de Gaia no efectúa el Salto, por lo que su efecto resulta sumamente diluido. Pero yo parezco sentirlo con mucha más intensidad que la mayoría de Gaia. Como muchas veces he dicho a Trevize, aunque todo lo de Gaia es Gaia, los componentes individuales no son idénticos. Tenemos nuestras diferencias, y mi constitución es, por alguna razón, particularmente sensible al Salto.

—¡Espera! —dijo Pelorat, recordando de pronto—. Trevize me lo explicó una vez. Es en las naves corrientes donde se sufre la peor sensación. En esas naves, uno abandona el campo de gravitación galáctico al entrar en el hiperespacio, y vuelve a él al regresar al espacio ordinario. La salida y el regreso son los que producen la sensación. Pero la Far Star pertenece a una serie de naves gravíticas. Es independiente del campo de gravitación y no se mueve realmente de él. Por esa razón, no sentimos nada. Puedo asegurártelo, querida, por experiencia personal.

—Eso es estupendo. Ojalá hubiese pensado en hablar contigo de este asunto. Me habría ahorrado muchos temores.

—También tiene otra ventaja —añadió Pelorat, satisfecho de su desacostumbrado papel como comentarista de materias astronáuticas—. Las naves ordinarias tienen que apartarse a gran distancia de las grandes masas, como las estrellas, para dar el Salto. La razón es, en parte, que cuanto más cerca se hallen de una estrella, el campo de gravitación será más intenso, y más pronunciada la sensación del Salto. Además, cuanto más intenso sea el campo gravitatorio, tanto más complicadas resultarán las ecuaciones que deberán resolver para realizar el Salto con seguridad y terminar en el punto del espacio ordinario al que se quiere llegar.

»En cambio, en una nave gravítica, no hay sensación de Salto digna de mención. Además, el ordenador de esta nave es mucho más avanzado que los ordinarios y puede resolver cualquier ecuación, por muy complicada que sea, con habilidad y rapidez inusitadas. Como resultado de todo ello, en vez de tener que alejarse de una gran masa durante un par de semanas a fin de alcanzar una distancia segura y cómoda para el Salto, la Far Star sólo necesita viajar dos o tres días. Esto ocurre, sobre todo, porque no estamos sujetos a un campo gravitatorio y, por consiguiente, a los efectos de la inercia y podemos acelerar con mucha más rapidez que lo haríamos en una nave ordinaria. Confieso que no lo entiendo, pero es lo que Trevize me dice.

—Es algo magnifico —se entusiasmó Bliss— y hay que reconocer que Trev tiene mucho mérito por saber manejar una nave tan extraordinaria como esta.

Pelorat frunció ligeramente el ceño.

—Por favor, Bliss, di «Trevize».

—Ya lo hago, ya lo hago. Aunque, en su ausencia, me relajo un poco.

—No lo hagas. No debes ceder a tu costumbre en absoluto, querida. Él es muy susceptible a este respecto.

—No sobre eso, lo es en lo que respecta a mí. No le gusto.

—Eso no es cierto —dijo Pelorat ansioso—. Le he hablado sobre ello. No, no me frunzas el ceño. Mostré un tacto extraordinario, niña querida. Y él me aseguró que no le disgustas. Recela de Gaia, y lamenta el hecho de tener que hacerlo por el futuro de la Humanidad. En eso no podemos hacer concesiones. Pero lo superará poco a poco cuando vaya comprendiendo las ventajas de Gaia.

—Espero que sea así, pero no sólo se trata de Gaia. A pesar de cuanto él te diga, Pel, y recuerda que te quiere mucho y no desea herir tus sentimientos, mi persona le disgusta.

—No, Bliss. Él no es así.

—No todo el mundo está obligado a quererme porque tú me ames, Pel. Deja que me explique. Trev…, está bien, Trevize…, piensa que soy un robot.

Una expresión de estupefacción se pintó en el semblante ordinariamente impávido de Pelorat.

—Es imposible —dijo—. Él no puede pensar que eres un ser humano artificial.

—¿Por qué te resulta tan sorprendente? Gaia fue colonizada con la ayuda de robots. Es un hecho sabido.

—Los robots pueden ayudar, como las máquinas pueden hacerlo, pero fueron personas quienes colonizaron Gaia, personas de la Tierra.

Esto es lo que Trevize piensa. Sé que lo piensa.

—No hay nada acerca de la Tierra en la memoria de Gaia, como os dije a Trevize y a ti. En cambio, en nuestras más viejas memorias, incluso después de tres mil años, permanecen algunos robots dedicados a terminar la tarea de convenir a Gaia en un mundo habitable. En aquella época, también estábamos formando a Gaia como una conciencia planetaria; eso costó mucho tiempo, mi querido Pel, y esta es otra de las razones de que nuestros más antiguos recuerdos aparezcan confusos, y quizá no fueron borrados por causa de la Tierra, como Trevize piensa…

—Sí, Bliss —dijo ansiosamente Pelorat—, pero ¿qué me dices de los robots?

—Bueno, cuando Gaia fue formada, los robots se marcharon. No queríamos una Gaia en la que hubiese robots, porque estábamos, y estamos, convencidos de que un componente robótico resulta, a la larga, perjudicial para una sociedad humana, tanto si esta es de naturaleza aislada como si es planetaria. No sé cómo llegamos a una conclusión así, pero puede que estuviese basada en sucesos que se remontan a una época particularmente primitiva de la Historia de la Galaxia, de modo que la memoria de Gaia no puede recordarlos.

—Si los robots se marcharon…

—Sí, pero ¿y si quedó alguno? ¿Y si yo fuese uno de ellos, tal vez de quince mil años de edad? Trevize sospecha esto.

Pelorat sacudió la cabeza lentamente.

—Pero no lo eres —dijo.

—¿Estás seguro de ello?

—Por supuesto que sí. Tú no eres un robot.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, Bliss. No existe nada artificial en ti. Lo sé mejor de lo que nadie puede saberlo.

—¿No es posible que sea tan perfectamente artificial, en todos los aspectos, que nada pueda distinguirme de un ser natural? Si fuese así, ¿cómo podrías saber lo que me diferencia de un ser humano verdadero?

—No creo posible que sea tan perfectamente artificial —dijo Pelorat.

—¿Y si fuese posible, a pesar de lo que piensas?

—Sencillamente, no lo creo.

—Entonces, considerémoslo como un caso hipotético. Si yo fuese un robot indistinguible, ¿qué impresión te produciría?

—Bueno, yo… yo…

—Concretemos. ¿Qué sentirías al hacer el amor a un robot?

Pelorat chascó de pronto los dedos medio y pulgar de la mano derecha.

—Mira, hay leyendas de mujeres que se enamoraron de hombres artificiales, y viceversa. Siempre pensé que había una significación alegórica en ello y nunca me imaginé que los cuentos pudiesen representar la verdad. Desde luego, Golan y yo nunca habíamos oído la palabra «robot» hasta que aterrizamos en Sayshell, pero, ahora que pienso en ello, aquellos hombres y mujeres artificiales tuvieron que ser robots. Por lo visto, tales robots existieron en los primitivos tiempos históricos. Y eso significa que las leyendas deberían ser reconsideradas.

Se sumió en un silencio reflexivo. Bliss, después de esperar un momento, dio unas súbitas y fuertes palmadas. Pelorat se sobresaltó.

—Querido Pel —dijo Bliss—, te estás valiendo de la mitografía para soslayar el tema. La cuestión es: ¿Qué sentirías al hacer el amor a un robot?

Él la miró, inquieto.

—¿Un robot realmente indistinguible? ¿Un robot que no se pudiese diferenciar de un ser humano?

—Sí.

—Me parece que un robot, indistinguible de un ser humano, es un ser humano. Si tú fueses un robot de esa clase, sólo serías un ser humano para mí.

—Es lo que deseaba oírte decir, Pel.

Pelorat esperó y después dijo:

—Entonces, ya que lo he dicho, querida, ¿no vas tú a decirme que eres un ser humano natural y que no necesito considerar situaciones hipotéticas?

—No haré tal cosa. Tú has definido el ser humano como un objeto que tiene todas las propiedades de un ser humano. Si estás convencido de que yo tengo todas esas propiedades, entonces, la discusión acabó. Tenemos la definición operacional y huelga todo lo demás. A fin de cuentas, ¿cómo puedo yo saber que tú no eres más que un robot indistinguible de un ser humano?

—Porque yo te digo que no lo soy.

—¡Ah! Pero si fueses un robot indistinguible de un ser humano, podrías haber sido diseñado para decirme que eres un ser humano, o incluso haber sido programado para que tú mismo lo creyeses. La definición operacional es lo único que tenemos, y todo lo que podemos tener.

Rodeó el cuello de Pelorat con los brazos y lo besó. La caricia se hizo más apasionada y se prolongó hasta que Pelorat consiguió decir, con voz un poco ahogada:

—Le prometimos a Trevize que no íbamos a molestarle convirtiendo esta nave en refugio para nuestra luna de miel.

—Dejémonos llevar y no perdamos el tiempo pensando en promesas —repuso Bliss, zalamera.

—Pero yo no puedo hacer esto, querida —dijo Pelorat, bastante confuso—. Sé que te molestará, Bliss, pero, por naturaleza, soy contrario a dejarme llevar por la emoción. Es un hábito de toda la vida, quizá muy fastidioso para los demás. Nunca viví con una mujer que no lo desaprobase, más pronto o más tarde. Mi primera esposa… Pero supongo que sería inadecuado comentar estas cosas…

—Bastante inadecuado, sí, pero no fatalmente inapropiado. Tú tampoco eres mi primer amante.

—¡Oh! —dijo Pelorat, un poco desconcertado; pero al ver la sonrisa de Bliss, prosiguió—: Quiero significar que es natural. Yo no puedo decir que haya sido… Bueno, el caso es que a mi mujer no le gustaba eso.

—Pues a mí sí. Encuentro que tu reflexión constante resulta muy atractiva.

—No puedo creer eso, pero ahora pienso otra cosa. Robot o ser humano, importa poco. Hemos convenido en ello. Sin embargo, yo soy un Aislado, y tú lo sabes. No formo parte de Gaia y, cuando intimamos, tú estás compartiendo emociones fuera de Gaia, incluso cuando me dejas participar en Gaia por un breve período, y, entonces, la emoción no puede ser tan intensa como la que experimentarías si fuese Gaia amando a Gaia.

—Amarte, Pel —dijo Bliss—, tiene su propio encanto. No aspiro a nada más.

—Pero no sólo se trata de que tú me ames. Tú no eres únicamente tú. ¿Y si Gaia lo considera una perversión?

—Si lo considerase así, yo lo sabría, pues yo soy Gaia. Y cuando gozo contigo, Gaia también. Al hacer el amor, toda Gaia comparte la sensación en diferentes grados. Si digo que te amo, significa que Gaia te ama, aunque sólo la parte que yo soy representa el papel inmediato. Pareces confuso.

—Como soy un Aislado, Bliss, no acabo de captar esto.

—Siempre se puede formar una analogía con el cuerpo de un Aislado. Cuando tú silbas una tonada, todo tu cuerpo, el organismo que eres tú, desea silbarla, pero la inmediata tarea de hacerlo está encomendada a tus labios, a tu lengua y a tus pulmones. El dedo gordo de tu pie derecho no hace nada.

—Puede marcar el compás.

—Pero es un acto innecesario al silbar. Golpear el suelo con el dedo gordo del pie no es la acción en sí, sino una respuesta a tal acción, y, sin duda, todas las partes de Gaia responderán a mi emoción, de alguna manera, tal y como yo respondo a las suyas.

—Supongo que no debo sentirme aturrullado por esto —dijo Pelorat.

—En absoluto.

—Pero me da una extraña sensación de responsabilidad. Cuando trato de hacerte feliz, resulta que estoy tratando de hacer feliz hasta el último organismo de Gaia.

—Hasta el último átomo; pero lo haces. Añades algo al sentimiento de gozo comunal que yo te dejo compartir brevemente. Supongo que tu contribución es demasiado pequeña para que pueda ser medida con facilidad, mas está allí, y el hecho de saberlo debería aumentar tu alegría.

—Ojalá pudiese estar seguro —dijo Pelorat— de que Golan se encuentra lo bastante atareado con sus maniobras a través del hiperespacio para permanecer en la cabina-piloto durante un buen rato.

—Deseas una luna de miel, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces, coge una hoja de papel, escribe «Refugio de Luna de Miel», fíjalo en la parte exterior de la puerta y si él desea entrar, el problema será suyo.

Pelorat hizo lo que ella le decía, y fue en el transcurso de las agradables operaciones que siguieron cuando la Far Star dio el Salto. Ni Pelorat ni Bliss detectaron la acción. No la habrían notado aunque hubiesen prestado atención.

Sólo habían pasado unos pocos meses desde que Pelorat había conocido a Trevize y salido de Términus por primera vez. Hasta entonces, durante el más de medio siglo de su vida (en términos galácticos), había permanecido completamente atado al planeta.

Pero en aquellos meses se había convertido, según él creía, en un viejo lobo del espacio. Había visto tres planetas: el propio Términus, Sayshell y Gaia. Y en la pantalla tenía el cuarto, aunque a través de un aparato telescópico controlado por el ordenador, Comporellon.

Y una vez más, la cuarta, se sintió vagamente desilusionado. De alguna manera, seguía teniendo la impresión de que, al mirar un mundo habitable desde el espacio, tendría que ver el perfil de sus continentes dentro del mar circundante; o, si era un mundo seco, el perfil de sus lagos dentro de la circundante masa de tierra.

Nunca ocurría así.

Si un mundo era habitable, tenía una atmósfera además de una hidrosfera. Y si había aire y agua, también nubes; y con estas, la vista quedaba oscurecida. Una vez más, se encontró mirando unos torbellinos blancos, con ocasionales atisbos de un azul pálido o de un pardo herrumbroso.

Se preguntó con tristeza si alguien sería capaz de identificar un mundo a partir de la imagen proyectada sobre una pantalla, desde una distancia de trescientos mil kilómetros. ¿Cómo distinguir un remolino de nubes de otro?

Bliss miró a Pelorat con cierta preocupación.

—¿Qué te pasa, Pel? Pareces triste.

—Encuentro que todos los planetas parecen iguales vistos desde el espacio.

—¿Y qué, Janov? —dijo Trevize—. También lo parecen todas las costas de Términus, cuando están en el horizonte, a menos que —sepas lo que estás buscando: un picacho en particular, o un islote con una forma característica…

—Supongo que sí —admitió Pelorat, visiblemente contrariado—; pero ¿qué se puede buscar en una masa móvil de nubes? Y aunque lo intentase, quizá pasara al lado oscuro antes de que pudiera decidirlo.

—Observa con un poco más de atención, Janov. Si te fijas en la forma de las nubes, verás que tienden a seguir un rumbo que circunda el planeta y que giran alrededor de un centro. Ese centro se halla, más o menos, en uno de los polos.

—¿Cuál? —preguntó Bliss interesada.

—Ya que, en relación con nosotros, el planeta está girando en la dirección de las agujas del reloj, nos encontramos mirando, por definición, hacia el polo sur. Y como el centro parece estar a unos quince grados del terminador, la línea de sombra del planeta, y el eje planetario se halla inclinado veintiún grados en relación a la perpendicular de su plano de rotación, estamos a mediados de la primavera o a mediados del verano, dependiendo de que el polo se aleje o se acerque al terminador. El ordenador puede calcular su órbita y comunicármela a no tardar si se lo pregunto. La capital se halla en el lado norte del ecuador, por lo que allí deben estar a mediados de otoño o a mediados de invierno.

Pelorat frunció el ceño.

—¿Puedes saber todo esto? —Miró la capa de nubes, como si esta pudiese y debiese hablarle; pero, por supuesto, no lo hizo.

—No sólo esto —respondió Trevize—. Si miras hacia las regiones polares, no observarás desgarrones en la capa de nubes como puedes verlos en las zonas apartadas de los polos. En realidad, sí que los hay, pero ves hielo a través de ellos, de modo que todo aparece blanco.

—Ya —dijo Pelorat—. Supongo que esto es normal en los polos.

—En los de los planetas habitables, sí. Los planetas sin vida pueden carecer de aire o de agua, o pueden tener ciertas señales demostrativas de que las nubes no son de agua o que el hielo no es de agua. Como este planeta carece de tales señales, podemos saber que nos encontramos ante nubes de agua y hielo de agua.

»Lo siguiente que advertimos es el tamaño de la zona blanca compacta del lado iluminado del terminador, y el ojo experimentado observa en seguida que resulta más grande de lo normal. Además, se puede detectar cierto resplandor anaranjado, aunque muy débil, en la luz reflejada, y eso significa que el sol de Comporellon es bastante más frío que el de Términus. Aunque Comporellon se halla más próximo de su sol que Términus del suyo, no lo está lo bastante cerca para compensar la baja temperatura del planeta. Por consiguiente, Comporellon es un mundo frío en relación con los otros mundos habitables.

—Lo lees como en un libro abierto, viejo —exclamó Pelorat con admiración.

—No te impresiones demasiado —dijo Trevize, sonriendo afectuosamente—. El ordenador me ha dado las estadísticas útiles del planeta, incluida su temperatura, ligeramente inferior a la normal. Resulta fácil deducir de ello algo que ya sabemos. En realidad, Comporellon se encuentra casi entrando en una edad del hielo, y ya estaría en ella si la configuración de sus continentes fuese más adecuada para tal condición.

Bliss se mordió el labio inferior.

—No me gusta un mundo frío.

—Tenemos ropas de abrigo —dijo Trevize.

—Da lo mismo. Los seres humanos no estamos adaptados al tiempo frío. No tenemos espesas capas de pelos o de plumas, ni una gruesa capa subcutánea de grasa. El hecho de que un mundo tenga el clima frío parece indicar cierta indiferencia por el bienestar de sus componentes.

—¿Es Gaia un mundo uniformemente templado? —preguntó Trevize.

—En su mayor parte, sí. Hay algunas zonas frías para plantas y animales adaptados a ese medio, y algunas zonas cálidas para las plantas y los animales adaptados al calor, pero casi todas sus partes son siempre templadas, nunca demasiado calientes o frías para los seres intermedios, entre los que, naturalmente, se encuentran los humanos.

—Los seres humanos, desde luego. Todas las partes de Gaia viven y son iguales a este respecto, pero algunos, como los seres humanos, son, eso resulta evidente, más iguales que otros.

—No seas tan fatuamente sarcástico —dijo Bliss, con una pizca de irritación—. El nivel y la intensidad de la conciencia son importantes. El ser humano es una porción de Gaia más útil que una roca del mismo peso, y las propiedades y funciones de Gaia, como conjunto, tienden, necesariamente, a favorecer al ser humano, aunque no tanto como en vuestros mundos aislados. Más aún, hay veces en que favorece a otros sectores, cuando resulta necesario para Gaia en su totalidad. Incluso puede, a largos intervalos, favorecer al interior rocoso. También esto requiere atención, para que todas las partes de Gaia no sufran. No deseamos erupciones volcánicas innecesarias, ¿verdad?

—No —dijo Trevize—. No, si son innecesarias.

—No te sientes impresionado, ¿verdad?

—Mira —dijo Trevize—. Nosotros tenemos mundos que son más fríos de lo normal y otros más cálidos: mundos que son bosques tropicales en gran parte, y mundos cubiertos por vastas sabanas. No hay dos mundos iguales, y cada uno de ellos es bueno para los que están habituados a él. Yo estoy acostumbrado a la relativa suavidad del clima de Términus el cual hemos moderado hasta hacerlo parecido al de Gaia, pero me siento contento de poder salir de allí, al menos de forma temporal, para ver algo diferente. Tenemos algo que Gaia no tiene, y es la variedad. Si Gaia se expande por la Galaxia, ¿supondrá eso que todos los mundos que la configuran tendrán que convertirse en templados? La igualdad resultará insoportable.

—Si es así —dijo Bliss—, y si la variedad parece deseable, esta será mantenida.

—Digamos como una merced del comité central, ¿no? —preguntó Trevize con sequedad—. Y sólo en la medida en que este pueda soportarlo. Yo preferiría dejárselo a la Naturaleza.

—Pero vosotros no lo habéis dejado a la Naturaleza. Todos los mundos habitables de la galaxia han sido modificados. Cada uno de ellos fue considerado incómodo para la Humanidad en su estado natural, y fue modificado hasta que su clima se suavizó todo lo posible. Si ese mundo al que nos dirigimos es frío, estoy seguro de que ello se debe a que sus moradores no han podido calentarlo más sin incurrir en inaceptables dispendios. Y aun así, los lugares que habitan actualmente podemos estar seguros de que son calentados de manera artificial. Por consiguiente, no te jactes tanto de dejarlo todo en manos de la Naturaleza.

—Supongo que lo dices por Gaia —dijo Trevize.

—Yo hablo siempre por Gaia. Yo soy Gaia.

—Entonces, si Gaia está tan segura de su propia superioridad, ¿qué falta os hacía contar con mi decisión? ¿Por qué no habéis seguido adelante sin mi?

Bliss guardó silencio, como para ordenar sus pensamientos.

—Porque no es prudente confiar demasiado en uno mismo —dijo después—. Como es lógico, vemos nuestras virtudes con más claridad que nuestros defectos. Estamos ansiosos por hacer lo que es bueno; no necesariamente lo que nos lo parece, sino lo que objetivamente lo es, si es que la bondad objetiva existe. Tú pareces estar más cerca de ella que nosotros, y por eso nos dejamos guiar por ti.

—Tan objetiva es —replicó Trevize con tristeza— que ni siquiera soy capaz de comprender mi propia decisión y tengo que buscar su justificación.

—La encontrarás —dijo Bliss.

—Así lo espero.

—En realidad, viejo amigo —intervino Pelorat—, me parece que Bliss ha triunfado con bastante facilidad en esta discusión. ¿Por qué no reconoces el hecho de que sus argumentos justifican tu decisión de que Gaia es la ola del futuro para la Humanidad?

—Porque yo desconocía estos argumentos cuando tomé mi decisión —respondió Trevize—. Ignoraba todos esos detalles acerca de Gaia. Además, otra cosa influyó en mi, al menos de forma inconsciente; algo que no depende de los detalles de Gaia, sino que tiene que ser más fundamental. Es lo que debo descubrir.

Pelorat levantó una mano apaciguadora.

—No te enfades, Golan.

—No me enfado. Sólo me encuentro bajo una tensión bastante insoportable. No quiero ser el foco de la galaxia.

—No te censuro por ello, Trevize —dijo Bliss—, y lamento de veras que tu propio carácter te haya obligado a esto en cierto modo. ¿Cuándo aterrizaremos en Comporellon?

—Dentro de tres días —respondió Trevize— y sólo después de detenernos en una de las estaciones de entrada situadas en órbita a su alrededor.

—No debería haber ningún problema ahí, ¿verdad? —dijo Pelorat.

Trevize se encogió de hombros.

—Esto dependerá de la cantidad de naves que se acerquen al planeta, del número de estaciones de entrada que existan y, sobre todo, de las normas particulares que permitan o rechacen la admisión. Estas normas cambian de vez en cuando.

—¿Qué significa eso de rechazar la admisión? —preguntó Pelorat indignado—. ¿Cómo pueden negarse a recibir a unos ciudadanos de la Fundación? ¿No forma parte Comporellon de los dominios de la Fundación?

—Pues sí…, y no. Existe una delicada cuestión legal a ese respecto, y no estoy seguro de cómo la interpreta Comporellon. Supongo que existe la posibilidad de que nos nieguen la entrada, pero creo que esta posibilidad es bastante remota.

—¿Qué haremos si nos rechazan?

—No lo sé —dijo Trevize—. Esperemos a ver lo que ocurre antes de hacer planes para tal contingencia.

Ya se encontraban lo bastante cerca de Comporellon para que este apareciese ante ellos como un globo de gran tamaño sin necesidad de ampliación telescópica. Cuando la ampliación fue hecha, pudieron ver las estaciones de entrada. Estaban mucho más lejos del planeta que la mayoría de las otras estructuras que había en órbita a su alrededor, y se hallaban bien iluminadas.

Como la Far Star llegaba de la dirección del polo sur del planeta, la mitad de la esfera de este aparecía constantemente iluminada por el sol. Las estaciones de entrada en la mitad donde era de noche se veían con más claridad, como chispas de luz. Aparecían espaciadas con regularidad formando un arco alrededor del planeta. Seis de ellas eran visibles (debía haber otras seis en el lado iluminado) y todas giraban alrededor del planeta a idéntica velocidad regular.

—Hay otras luces más cercanas al planeta. ¿Qué son? —dijo Pelorat, un poco asombrado ante aquella visión.

—No lo conozco con detalle —respondió Trevize— y por eso no puedo aclarártelo. Podrían ser fábricas o laboratorios u observatorios puestos en órbita, o incluso ciudades-naves pobladas. En algunos planetas, prefieren mantener oscurecidos todos los objetos en órbita, a excepción de las estaciones de entrada. Tal es el caso, por ejemplo, de Términus. Por lo visto, Comporellon se rige por un principio más liberal.

—¿A qué estación de entrada nos dirigiremos, Golan?

—Eso dependerá de ellos. Yo he enviado la solicitud de aterrizaje en Comporellon, y tienen que contestarnos diciéndonos a qué estación de entrada debemos ir, y cuándo. Supongo que estará en función de la cantidad de naves que estén tratando de entrar en este momento. Si hay una docena de ellas haciendo cola en cada estación, no tendremos más remedio que armarnos de paciencia.

—Sólo he estado dos veces a distancias hiperespaciales de Gaia antes de ahora, y ambas fueron cuando me encontraba en Sayshell, o cerca de allí. Nunca había estado a esta distancia —dijo Bliss.

Trevize la miró vivamente.

—¿Qué importa eso? Sigues siendo Gaia, ¿no?

Ella pareció irritarse durante un momento, pero su enojo se disolvió en una risita casi avergonzada.

—Debo confesar que esta vez me has pillado, Trevize. La palabra «Gaia» tiene un doble significado. Puede emplearse para designar el planeta físico como un sólido objeto esférico en el espacio. Y también para designar el objeto vivo que incluye aquella esfera. Si tuviésemos que hablar con propiedad, tendríamos que emplear dos palabras diferentes para ambos conceptos desiguales, pero los gaianos sabemos siempre por el contexto el significado que hay que darle. Reconozco que un Aislado puede ser inducido a veces a error.

—Entonces —dijo Trevize—, sabiendo que estás a muchos miles de pársecs de Gaia como globo, ¿todavía eres parte de Gaia como organismo?

—En lo que respecta al organismo, lo sigo siendo.

—¿Sin atenuación?

—No en esencia. Creo que ya te he dicho que es un poco más complejo continuar siendo Gaia a través del hiperespacio, pero lo soy.

—¿Se te ha ocurrido pensar —dijo Trevize— que Gaia puede ser considerada como un kraken (Fabuloso monstruo marino escandinavo. [N. del T.]) galáctico, el monstruo de las leyendas cuyos tentáculos llegan a todas partes? Sólo tenéis que poner unos pocos gaianos en cada uno de los mundos habitados y tendréis virtualmente la Galaxia allí. En realidad, es quizá lo que habéis hecho exactamente. ¿Dónde están localizados vuestros gaianos? Supongo que uno o más estarán en Términus y otros tantos en Trantor. ¿Hasta dónde se extiende esto?

Bliss pareció claramente incómoda.

—Dije que no te mentiría, Trevize, pero eso no significa que me crea obligada a contarte toda la verdad. Hay algunas cosas que no necesitas conocer, y la situación y la identidad de fragmentos individuales de Gaia son algunas de ellas.

—¿Y no puedo saber la razón de la existencia de estos tentáculos, Bliss, aunque no sepa dónde están?

—En opinión de Gaia, no.

—Pero supongo que puedo tratar de adivinarlo. Os creéis los guardianes de la galaxia.

—Deseamos tener una galaxia estable y segura; que sea pacifica y próspera. El «Plan Seldon», al menos tal como fue concebido por Hari Seldon en principio, está encaminado a desarrollar un Segundo Imperio galáctico que sea más estable y más viable que el Primero. El «Plan», que ha sido continuamente modificado y mejorado por la Segunda Fundación, ha funcionado bien hasta ahora.

—Pero Gaia no quiere un Segundo Imperio galáctico en el sentido clásico, ¿verdad? Queréis Galaxia, una Galaxia viva.

—Ya que tú lo permites, esperamos, con el tiempo, tener Galaxia.

Si no lo hubieses permitido, habríamos trabajado para el Segundo Imperio de Seldon, haciéndolo lo más seguro posible.

—Pero ¿qué hay de malo en…? Su oído captó la suave y zumbadora señal. —El ordenador me llama. Supongo que está recibiendo instrucciones concernientes a la estación de entrada. Volveré enseguida.

Pasó a la cabina-piloto y colocó las manos sobre las marcadas en el tablero, y supo que había instrucciones sobre la estación de entrada específica a la que debía dirigirse: sus coordenadas con referencia a la línea desde el centro de Comporellon hasta su polo norte; también le daban la ruta que la nave tendría que seguir para acercarse a ella.

Trevize hizo constar su aceptación y se retrepó un momento en su silla.

¡El «Plan Seldon»! Hacia mucho tiempo que no pensaba en él. El Primer Imperio Galáctico se había derrumbado y, durante quinientos años, la Fundación había crecido, primero en competencia con ese Imperio, y después sobre sus ruinas…, todo ello de acuerdo con el «Plan». Había habido la interrupción del Mulo, que durante un tiempo estuvo amenazando con destrozar el «Plan», pero la Fundación había seguido adelante, quizá con la ayuda de la siempre oculta Segunda Fundación y posiblemente con la de la todavía más oculta Gaia.

Ahora el «Plan» estaba amenazado por algo más grave que el Mulo. Iba a ser desviado de una renovación del Imperio hacia algo completamente distinto de todo lo registrado en la Historia: Galaxia. Y él había convenido en esto.

Pero ¿por qué? ¿Tenía el «Plan» algún defecto? ¿Un defecto básico?

Por un fugaz instante, Trevize tuvo la impresión de que tal defecto existía en realidad y de que él sabia de qué se trataba, lo había sabido cuando tomó su decisión; pero el conocimiento…, si es que era tal…, se desvaneció tan rápido como había llegado, y le dejó sin nada.

Tal vez se tratase de una ilusión, tanto cuando había tomado su decisión, como ahora. A fin de cuentas, nada sabía acerca del «Plan», más allá de las presunciones básicas justificadas por la psicohistoria.

Aparte de eso, no conocía ningún detalle, ni, ciertamente, nada de sus matemáticas.

Cerró los ojos y pensó…

No había nada.

Tal vez el poder añadido que le dona el ordenador… Colocó las manos sobre el tablero y sintió el calor de las del ordenador en las suyas. Cerró los ojos de nuevo y pensó una vez más…

Todavía no había nada.

El comporelliano que abordó la nave llevaba una tarjeta hológrafa de identidad. Esta reproducía su mofletuda y ligeramente barbuda cara con notable fidelidad, y al pie figuraba su nombre: A. Kendray.

Era bastante bajo y tenía el cuerpo casi tan redondo como la cara. De aspecto y modales campechanos, contempló la nave con visible asombro.

—¿Cómo han podido bajar tan deprisa? —preguntó—. No les esperábamos hasta dentro de dos horas.

—Es un nuevo modelo de nave —dijo Trevize, con reservada cortesía.

Pero Kendray no era el joven ignorante que parecía. Entró en la cabina-piloto y dijo inmediatamente:

—¿Gravítica?

—Sí —repuso Trevize, que no vio ninguna razón para negar algo tan evidente.

—Muy interesante. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. ¿Lleva los motores en el casco?

—Así es.

Kendray miró el ordenador.

—¿Tiene también circuitos de ordenador?

—Sí. Al menos, así me lo dijeron. Nunca lo he comprobado.

—Está bien. Lo único que necesito es la documentación de la nave: número de motor, lugar de fabricación, clave de identificación, etcétera. Estoy seguro de que el ordenador tiene toda la información y que podrá decirme lo que necesito en medio segundo.

Tardó muy poco más. Kendray volvió a mirar a su alrededor.

—¿Sólo van tres a bordo?

—Sí —dijo Trevize.

—¿Algún animal vivo? ¿Plantas? ¿Estado de salud?

—No, No, y la salud es buena —repuso Trevize con sequedad.

—¡Hum! —dijo Kendray, tomando notas—. ¿Quiere usted meter la mano aquí? Simple rutina. La mano derecha, por favor.

Trevize miró el aparato sin ningún entusiasmo. Su uso era más común cada día, y el aparato se hacia cada vez más complicado. Casi se podía juzgar lo atrasado de un mundo por la antigüedad de su microdetector. Existían pocos mundos, por muy atrasados que estuviesen, que careciesen de él. Su invención había acompañado al definitivo desmembramiento del Imperio, cuando cada fragmento del total sintió crecer su afán de protegerse de las enfermedades y de los microrganismos de todos los demás.

—¿Qué es eso? —preguntó Bliss, en voz baja e interesada, estirando el cuello para mirarlo primero por un lado y después por el otro.

—Creo que lo llaman microdetector —dijo Pelorat.

—No es nada misterioso —añadió Trevize—. Se trata de un aparato que comprueba, de forma automática, una parte de tu cuerpo, por dentro y por fuera, por si hubiese algún microrganismo capaz de transmitir una enfermedad.

—También identificaría los microrganismos —explicó Kendray, con marcado orgullo—. Ha sido fabricado aquí, en Comporellon. Y si no le importa, señor, debo insistir en que introduzca su mano derecha en él.

Trevize lo hizo así y esperó, mientras una serie de pequeñas señales rojas bailaban a lo largo de unas líneas horizontales. Kendray pulsó un botón e inmediatamente apareció una copia en color.

—¿Quiere usted firmar aquí, señor? —dijo.

Trevize obedeció.

—¿Cómo estoy? —preguntó—. No corro ningún peligro grave, ¿verdad?

—Yo no soy médico —repuso Kendray—; por consiguiente, no puedo darle detalles, pero aquí no aparece ninguna de las señales que nos obligaría a impedirle la entrada o a ponerle en cuarentena. Esto es lo único que me interesa.

—Una suerte para mí —dijo secamente Trevize, sacudiendo la mano para librarse del ligero cosquilleo que sentía.

—Ahora usted, señor —indicó Kendray.

Pelorat introdujo la mano con cierta vacilación y, después, tiró la copia.

—¿Y usted, señora?

Unos momentos más tarde, Kendray miró fijamente el resultado.

—Nunca había visto algo parecido —dijo observando a Bliss, con expresión de asombro—. Es usted negativa. Por completo.

—Estupendo —repuso ella sonriendo con simpatía.

—Sí, señora. La envidio. —Volvió a mirar la primera copia—. Su identificación, Mr. Trevize.

Trevize la exhibió. Kendray la miró y de nuevo levantó la cabeza sorprendido.

—¿Consejero de la Legislatura de Términus?

—Así es.

—¿Alto funcionario de la Fundación?

—Exacto —dijo fríamente Trevize—. Por consiguiente, podemos abreviar los trámites, ¿no?

—¿Es usted capitán de la nave?

—Si, lo soy.

—¿Objeto de su visita?

—Seguridad de la Fundación, y esto es todo cuanto voy a darle como respuesta. ¿Lo comprende?

—Sí, señor. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer aquí?

—No lo sé. Una semana tal vez.

—Muy bien, señor. ¿Y este otro caballero?

—Es el doctor Janov Pelorat —dijo Trevize—. Tiene usted su firma y yo respondo de él. Es profesor de Términus y ayudante mío para el objeto de mi visita.

—Lo comprendo, señor, pero debo ver su documento de identidad. Ordenes son órdenes. Estoy desolado. Espero que usted lo comprenda, señor.

Pelorat mostró sus papeles.

Kendray asintió con la cabeza.

—¿Y usted, señorita?

—No hace falta que moleste a la dama —dijo pausadamente Trevize—. También respondo de ella.

—Si, señor. Pero necesito su identificación.

—Lo siento, pero no tengo mis documentos aquí, señor.

—¿Cómo dice? —preguntó Kendray, frunciendo el entrecejo.

—La joven no trae ningún documento. Un olvido. Pero eso no importa. Yo asumo toda la responsabilidad.

—Ojalá pudiese aceptarlo, señor —dijo Kendray—, pero es imposible. El responsable soy yo. Dadas las circunstancias, la cosa no es importante. No será difícil conseguir duplicados. Supongo que la joven es de Términus.

—No.

—Entonces, de algún otro lugar del territorio de la Fundación.

—En realidad, no lo es.

Kendray miró fijamente a Bliss y, después, a Trevize.

—Esto complica el asunto, consejero. Obtener un duplicado de los documentos de una persona extraña a la Fundación requerirá más tiempo. Como usted no es ciudadana de la Fundación, Miss Bliss, debe darme los nombres de sus mundos de nacimiento y de residencia. Y deberá esperar a que los duplicados lleguen.

—Mire usted, Mr. Kendray —dijo Trevize—, no hay ningún motivo para que tengamos que perder el tiempo. Yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y estoy aquí para una misión de gran importancia. No puedo entretenerme por una cuestión de simple papeleo.

—Yo no puedo decidir, señor consejero. Si dependiese de mi, ahora mismo les dejaba bajar a Comporellon, pero hay unas órdenes estrictas a las que debo someter todas mis acciones. Tengo que atenerme al reglamento o cargar con las consecuencias. Desde luego, supongo que habrá algún personaje del Gobierno comporelliano que le esté esperando a usted. Si me dice de quién se trata, me pondré en contacto con él y, si me ordena que les deje pasar, todo estará solucionado.

Trevize vaciló un momento.

—Esto no sería prudente, Mr. Kendray. ¿Podría yo hablar con su superior inmediato?

—Claro que sí, pero no puede verle de improviso.

—Estoy seguro de que vendrá, enseguida, en cuanto sepa que está hablando con un alto funcionario de la Fundación.

—La verdad es —dijo Kendray— que esto empeoraría las cosas, dicho sea entre nosotros. Ya sabe usted que no formamos parte del territorio metropolitano de la Fundación. Tenemos la condición de Potencia Asociada, y nos lo tomamos muy en serio. El pueblo no quiere aparecer como marionetas de la Fundación, por emplear la expresión popular, compréndalo, y aprovecha cualquier oportunidad para demostrar su independencia. Mi superior esperaría conseguir unos puntos extra por resistirse a hacer un favor especial a un funcionario de la Fundación.

La expresión de Trevize se volvió más hosca.

—¿También usted?

Kendray sacudió la cabeza.

—Yo me encuentro por debajo de la política, señor. Nadie me recompensará por lo que haga. Me considero afortunado si me pagan mi salario. Y aunque no pueda esperar recompensas, sí que estoy expuesto a ser degradado, y con mucha facilidad. Ojalá no ocurriese así.

—Considerando mi posición, yo cuidaría de usted, ¿no?

—No, señor. Lamento que esto le parezca una impertinencia, pero no creo que pudiese hacerlo. Y por favor, señor, no lo tome como una ofensa, le ruego que no me haga ningún ofrecimiento valioso. Castigan a los funcionarios que los aceptan, y hoy en día les resulta muy fácil averiguarlo.

—No pretendía sobornarle. Sólo pensaba en lo que el alcalde de Términus puede hacerle si usted entorpece mi misión.

—Nada me ocurrirá, consejero, mientras pueda ampararme en el Reglamento. Si los miembros del Presidium comporelliano reciben alguna clase de sanción por parte de la Fundación, eso será problema de ellos, no mío. Aunque, si le interesa, señor, puedo autorizar que usted y el doctor Pelorat pasen con su nave, y dejen a Miss Bliss en la estación de entrada. A ella la retendremos durante un cierto tiempo y la enviaremos a la superficie en cuanto nos envíen los duplicados de sus documentos. Y si estos no llegan, por la razón que sea, la embarcaremos con destino a su mundo de origen en una nave comercial. Aunque me temo que, en ese caso, alguien tendrá que pagar su pasaje.

—Kendray —dijo Trevize al captar la expresión de Pelorat—, ¿podría hablar con usted en privado, en la cabina-piloto?

—Está bien, pero me es imposible permanecer mucho más tiempo a bordo, o me interrogarían al respecto.

—Seremos breves.

En la cabina-piloto, Trevize cerró la puerta herméticamente.

—He estado en muchos lugares, Mr. Kendray —explicó en voz baja—, pero en ninguno de ellos he visto que las normas de inmigración fuesen aplicadas con tanto rigor, en particular tratándose de personas y de funcionarios de la Fundación.

—Pero la joven no es de la Fundación.

—Aun así.

—Estas situaciones se presentan a veces. Hemos tenido algunos escándalos y ahora, precisamente, somos mucho más rigurosos. Si hubiesen venido ustedes el año próximo, no habrían tenido ninguna dificultad para entrar; sin embargo, en este momento, nada puedo hacer.

—Escuche, Mr. Kendray —dijo Trevize, suavizando el tono de su voz—. Voy a ponerme en sus manos y a serle franco, hablándole de hombre a hombre. Pelorat y yo estamos juntos en esta misión desde hace tiempo. Él y yo. Sólo él y yo. Somos muy buenos amigos, pero nos sentimos solos, usted ya me entiende. Hace poco tiempo, Pelorat conoció a esa damita. No tengo que decirle lo que ocurrió, pero decidimos traerla con nosotros. Hacer uso de ella de vez en cuando es bueno para nuestra salud.

»Pero el caso es que Pelorat está comprometido en Términus. Yo no tengo problemas, compréndalo, pero él es un hombre mayor y ha llegado a esa edad en que… uno empieza a desesperarse. Necesita recobrar la juventud…, o algo que se le parezca. Se siente incapaz de abandonar a esa joven. Pero si esto llegase a saberse de manera oficial, el viejo Pelorat se vería en un mar de tribulaciones cuando volviese a Términus.

»No hay nada malo en esto, compréndalo. Miss Bliss, como se hace llamar (y es un buen nombre habida cuenta de su profesión) (Bliss = deleite, felicidad. [N, del T.]), no goza de gran inteligencia, esa es la verdad, y nosotros no la queremos para eso precisamente. ¿Por qué hay que mencionarla? ¿No puede usted consignar mi nombre y el de Pelorat como únicos viajeros en la nave? Cuando salimos de Términus, sólo figuramos los dos en la lista. No hace falta que aparezca oficialmente el de la mujer. A fin de cuentas, está muy sana. Usted mismo acaba de comprobarlo.

Kendray hizo una mueca.

—De verdad que quisiera complacerle, señor. Me hago cargo de su situación y simpatizo con ustedes. Escuche, si se imagina que hacer un turno de varios meses seguidos en esta estación es divertido, desengáñese. Ni siquiera resulta instructivo; no en Comporellon. —Sacudió la cabeza—. También yo tengo una esposa, y por eso comprendo su caso. Pero, mire usted, aunque yo les dejase pasar, en cuanto se descubriese que la…, esa señora no tiene documentación, la encerrarían en la cárcel usted y Mr. Pelorat se verían comprometidos en un escándalo que acabaría sabiéndose en Términus, y yo perdería mi empleo, con toda seguridad.

—Mr. Kendray —dijo Trevize—, puede confiar en mi. En cuanto esté en Comporellon, me hallaré completamente a salvo. Hablaré de mi misión a las personas adecuadas y los problemas se habrán acabado. Asumiré toda la responsabilidad de lo sucedido aquí, si es que llega a saberse…, lo cual me parece muy improbable. Más aún, le recomendaré a usted para un ascenso, y lo obtendrá, porque yo cuidaré de que Términus influya sobre aquellos que vacilen. Y podremos dar una oportunidad a Pelorat.

—Está bien —repuso Kendray tras algo de vacilación—. Les dejaré pasar, pero le advierto una cosa. Desde este momento buscaré la manera de salvarme de la quema si el asunto es descubierto. No haré nada para salvarles a ustedes. Yo sé cómo funciona todo en Comporellon, y ustedes lo desconocen, y Comporellon no es un mundo fácil para aquellos que se pasan de la raya.

—Gracias, Mr. Kendray —dijo Trevize—. No habrá ningún contratiempo. Se lo aseguro.