XII. A la superficie

Trevize volvió la cabeza al punto para mirar a Bliss. Su semblante permanecía inexpresivo pero tenso, y miraba a Bander con tal intensidad que hacía que pareciese estar ajena a todo lo demás.

Pelorat tenía los ojos muy abiertos, con expresión de incredulidad. Trevize, no sabiendo lo que Bliss querría (o podría) hacer, se esforzó en dominar su abrumadora impresión de fracaso (no tanto por la idea de la muerte, como por la de morir sin saber dónde estaba la Tierra, sin saber por qué había elegido Gaia como futuro de la Humanidad). Tenía que ganar tiempo.

Esforzándose en conservar firme la voz y pronunciar las palabras con claridad, dijo:

—Has demostrado ser un solariano amable y cortés, Bander, sin enojarte por nuestra intrusión en vuestro mundo. Has tenido la amabilidad de mostrarnos tu finca y tu mansión mientras contestabas nuestras preguntas. Sería más propio de tu carácter que ahora nos dejases marchar. Nadie sabría que hemos estado en este planeta y nosotros no tendríamos motivos para volver. Llegamos con las mejores intenciones, buscando información solamente.

—Lo creo —repuso Bander—, y hasta ahora he respetado vuestras vidas, que estuvieron condenadas desde el instante mismo en que entrasteis en nuestra atmósfera. Lo que yo podía y debía hacer, al establecer contacto con vosotros, era mataros en el acto. Entonces, habría ordenado al robot adecuado que disecase vuestros cuerpos en busca de la información que pudieran darme los forasteros.

»No lo hice. Satisfice mi curiosidad y cedí a mi propio carácter tolerante, pero eso se acabó. No puedo continuar haciéndolo. En realidad, ya he comprometido la seguridad de Solaria, pues si, por debilidad, me dejase convencer y permitiese que abandonaseis este planeta, otros de vuestra clase vendrían más adelante, aunque me prometieseis que no sería así.

»Sin embargo, puedo aseguraros una cosa al menos: vuestra muerte será indolora. Sólo calentaré vuestros cerebros suavemente y los desactivaré. No experimentaréis dolor. Sencillamente, dejaréis de vivir. Por último, terminados la disección y el estudio, os convertiré en cenizas con un fuerte chorro de calor y todo habrá acabado.

—Si debemos morir así —dijo Trevize—, nada puedo oponer a una muerte rápida e indolora; pero ¿por qué tenemos que morir, si no hemos cometido ningún delito?

—Vuestra llegada lo fue.

—No lógicamente, puesto que no podíamos saber que nuestra acción era delictiva.

—La sociedad define lo que constituye delito. Para vosotros, esto puede parecer irracional y arbitrario, pero no lo es para nosotros, y este es nuestro mundo, en el que tenemos pleno derecho a decir que lo que habéis hecho está mal y merece la muerte.

Bander sonrió, como si aquello fuese una agradable conversación, y prosiguió:

—Y vosotros no tenéis derecho a quejaros, en nombre de vuestra superior virtud. Tú mismo llevas un blaster que emplea un rayo de microondas para producir un intenso calor letal. Hace lo mismo que yo pretendo hacer, pero estoy seguro que de un modo mucho más brutal y doloroso. Tú no vacilarías en emplearlo contra mí en este instante si yo no hubiese descargado su energía y si fuese lo bastante estúpido para permitirte libertad de movimientos, serías capaz de sacar el arma de su funda.

Trevize dijo desesperadamente, temeroso de mirar de nuevo a Bliss y de que la atención de Bander se volviese a ella:

—Te pido, como un acto de misericordia, que no hagas esto.

—Ante todo —dijo Bander, súbitamente hosco—, debo ser misericordioso conmigo y con mi mundo, y, por consiguiente, tenéis que morir.

Levantó la mano y la oscuridad descendió al instante sobre Trevize.

Por un momento, Trevize sintió que la oscuridad le ahogaba, y pensó furiosamente: ¿Es esto la muerte?

Y como si sus pensamientos hubiesen provocado un eco, oyó un murmullo que decía:

—¿Es esto la muerte?

Era la voz de Pelorat. Trevize trató de murmurar y vio que podía hacerlo.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo, sintiendo un enorme alivio—. El mero hecho de que puedas hacerlo demuestra que no estás muerto.

—Hay antiguas leyendas según las cuales hay vida después de la muerte.

—Tonterías —murmuró Trevize—. ¿Bliss? ¿Estás aquí, Bliss?

No hubo respuesta.

—Bliss. Bliss —repitió de nuevo Pelorat—. ¿Qué ha sucedido, Golan?

—Bander debe de estar muerto —dijo Trevize—. Por eso no ha podido seguir suministrando energía y las luces se han apagado.

—Pero ¿cómo…? ¿Quieres decir que lo ha hecho Bliss?

—Supongo que sí, Espero que no le haya ocurrido nada malo durante su acción.

Se arrastró a gatas en la oscuridad total del subterráneo, a excepción del destello ocasional y casi invisible de un átomo radiactivo desintegrándose al chocar contra la pared.

Entonces, su mano tocó algo cálido y suave. Siguió palpando y, al reconocer una pierna, la agarró. Desde luego, era demasiado pequeña para pertenecer a Bander.

—¿Bliss?

La pierna dio una sacudida, obligando a Trevize a soltarla.

—¿Bliss? ¡Di algo!

—Estoy viva —repuso la voz de Bliss, curiosamente alterada.

—Pero ¿estás bien? —dijo Trevize.

—No.

Y entonces volvió a hacerse la luz, aunque muy tenue. Las paredes brillaron débilmente, aumentando y disminuyendo, a desordenados intervalos, la intensidad de la luz.

Bander yacía acurrucado en un bulto oscuro. Bliss estaba a su lado, sosteniéndole la cabeza.

La joven miró a Trevize y a Pelorat.

—El solariano ha muerto —dijo, y la débil luz permitió ver un brillo de lágrimas en sus mejillas.

Trevize se quedó estupefacto.

—¿Por qué estás llorando?

—¿Cómo no voy a hacerlo después de haber matado a un ser vivo e inteligente? Esa no era mi intención.

Trevize se inclinó para ayudarla a ponerse en pie, pero ella lo apartó de un empellón.

Pelorat se arrodilló a su vez.

—Por favor, Bliss —dijo con suavidad—, ni siquiera tú puedes devolverle la vida. Dinos lo que ha ocurrido.

Ella dejó que Pelorat la pusiese en pie, y dijo lentamente:

—Gaia puede hacer lo que Bander podía hacer. Gaia puede utilizar la energía desigualmente distribuida del universo y transferirla a una acción determinada sólo por la fuerza mental…

—Eso ya lo sabia —la interrumpió Trevize, pretendiendo mostrarse apaciguador pero sin saber muy bien cómo hacerlo—. Recuerdo muy bien nuestro encuentro en él espacio, cuando tú, o mejor dicho, Gaia, retuvo cautiva nuestra nave espacial. Pensé en ello mientras Bander me mantenía sujeto después de apoderarse de mis armas. También te sujetó a ti, pero yo confiaba en que podías liberarte si querías.

—No. Si lo hubiese intentado, habría fracasado. Cuando tu nave fue apresada por «mí-nosotros-Gaia» —dijo con tristeza—, Gaia y yo éramos realmente una. Ahora hay una separación hiperespacial que limita «mi-nuestra-de Gaia» eficacia. Además, lo que Gaia hace es por el mero poder de la masa de cerebros. Pero, aun así, todos aquellos cerebros juntos carecen de los lóbulos transductores que poseía este solariano individual. Nosotros no podemos emplear la energía tan delicada, eficiente e incansablemente como él hacía. Como puedes ver, me resulta imposible hacer que esas luces brillen más, y no sé cuánto tiempo podré conseguir que sigan brillando antes de cansarme. Él era capaz de suministrar energía a toda su vasta finca, incluso cuando estaba durmiendo.

—Pero tú la interrumpiste —dijo Trevize.

—Porque él no sospechaba mis poderes —dijo Bliss— y porque no hice nada que pudiese revelárselos. Por consiguiente, no sospechó de mí y no me prestó atención. La centró enteramente en ti, Trevize, tú eras quien tenía las armas (también hiciste bien esta vez en ir armado), y yo tenía que esperar la ocasión de frenar a Bander con un rápido e inesperado golpe. Cuando Bander estaba a punto de matarnos, cuando toda su mente la tenía concentrada en su propósito y en ti, pude descargar mi golpe.

—Y con magníficos resultados.

—¿Cómo puedes decir una cosa tan cruel, Trevize? Yo sólo tenía la intención de frenarlo. Deseaba impedir que usase su transductor. En un momento de sorpresa, cuando tratase de fulminarnos y viese que no podía hacerlo, sino que la iluminación menguaba hasta convertirse en oscuridad total, yo apretaría mi presa y lo sumiría en un sueño normal y soltaría el transductor. Entonces, la energía permanecería, podríamos salir de esta mansión, ir a nuestra nave y abandonar el planeta. También esperaba arreglar las cosas de manera que, cuando Bander despertase al fin, hubiese olvidado todo lo ocurrido desde el instante en que nos había visto. Gaia no quiere matar para realizar lo que pudiera hacerse sin causar la muerte a nadie.

—¿Qué fue lo que falló, Bliss? —preguntó Pelorat con cariño.

—Nunca me había encontrado con algo parecido a esos lóbulos transductores y no tenía tiempo le estudiarlo. Me limité a realizar la maniobra de bloqueo, y por lo visto la cosa no funcionó como debía. No bloquee la entrada de energía en sus lóbulos, sino la salida. La energía pasa siempre a raudales en sus lóbulos, pero, por lo general, el cerebro se protege expulsando esa energía con la misma rapidez. En cambio, cuando yo hube bloqueado la salida, la energía se acumuló enseguida dentro de los lóbulos y, en una pequeña fracción de segundo, la temperatura se elevo hasta el punto en que las proteínas del cerebro se desactivaron fatalmente y murió. Las luces se apagaron y yo anule mi bloqueo inmediatamente, pero, desde luego, ya era demasiado tarde.

—No veo que hubieses podido hacer nada diferente de lo que hiciste, querida —dijo Pelorat.

—Eso no me sirve de consuelo, considerando que he matado.

—Bander estaba a punto de matarnos a nosotros —dijo Trevize.

—Ese era un motivo para impedírselo, no para matarlo.

Trevize vacilo. No quería mostrar la impaciencia que sentía, pues, no deseaba ofender ni trastornar mas a Bliss, la cual, a final de cuentas, era la única defensa de que disponía contra un mundo terriblemente hostil.

—Bliss —dijo— es hora de que pensemos en cosas distintas de la Bander, como ha muerto, toda la energía de la finca se habrá extinguido. Esto será advertido, más pronto o más tarde, probablemente pronto por otros solarianos, los cuales se verán obligados a investigar. No creo que tu fueses capaz de rechazar el ataque combinado de varios de ellos. Y, como tu misma has confesado, no podrías emplear la limitada energía de que dispones ahora por mucho tiempo. Por consiguiente, es necesario que volvamos a la superficie, y a nuestra nave lo antes posible.

—Pero Golan —dijo Pelorat—, ¿cómo lo haremos? Hemos recorrido muchos kilómetros por un camino ondulado. Me imagino que debe ser un laberinto, y, por lo que a mi atañe, no tengo la menor idea de por donde debemos ir para alcanzar la superficie. Mi sentido de la orientación ha sido malo siempre.

Trevize miró a su alrededor y, vio que Pelorat tenía razón.

—Supongo —dijo— que hay muchas salidas a la superficie y no hace falta que encontremos la misma por la que entramos.

—Pero no sabemos dónde se encuentra ninguna de ellas. ¿Cómo vamos a encontrarlas?

Trevize se volvió hacia Bliss de nuevo.

—¿Puedes detectar mentalmente algo que nos ayude a salir?

—Todos los robots de esta finca están inactivos —dijo Bliss—. Detecto un débil murmullo de vida subinteligente por encima de nosotros, pero lo único que esto me dice es que la superficie se encuentra allá arriba, algo que ya sabemos.

—Entonces —dijo Trevize—, sólo nos queda buscar alguna abertura.

—¡Un juego del escondite! —exclamó, horrorizado, Pelorat—. Jamás lo conseguiremos.

—Tal vez sí, Janov —le tranquilizó Trevize—. Si buscamos, tendremos una posibilidad, por pequeña que sea. La única alternativa que nos queda es permanecer aquí, y si lo hacemos, nunca lograremos nuestro objetivo. Vamos, una mínima posibilidad es mejor que ninguna.

—Esperad —dijo Bliss—. Percibo algo.

—¿Qué? —dijo Trevize.

—Una mente.

—¿Una inteligencia?

—Sí, pero limitada, según creo. Sin embargo, lo que percibo con más claridad es otra cosa.

—¿Qué? —preguntó Trevize, luchando con su impaciencia una vez más.

—¡Miedo! ¡Un miedo terrible! —dijo Bliss, en voz baja.

Trevize miró a su alrededor con tristeza. Sabía por dónde habían entrado, pero no se hacía ilusiones sobre su capacidad de regresar por el mismo camino. A fin de cuentas, había prestado poca atención a sus vueltas y revueltas. ¿Quién hubiese pensado que se verían obligados a volver solos, sin ninguna ayuda, y con sólo una débil y vacilante luz para guiarles?

—¿Podrás activar el vehículo, Bliss? —preguntó.

—Estoy segura de que sí, Trevize —respondió Bliss—, lo cual no significa que sepa conducirlo.

—Creo que Bander lo hacía mentalmente —dijo Pelorat—. No vi que tocase nada cuando estaba en marcha.

—Así era, Pel —asintió Bliss—, pero ¿cómo? Podrías decir que lo hizo usando los controles. Cierto, pero, si yo no conozco los detalles del manejo de los controles, eso no nos sirve de gran cosa, ¿verdad?

—Podrías intentarlo —dijo Trevize.

—Lo haré. Tendré que concentrar toda mi mente en ello aunque, si lo hago, dudo de que pueda mantener las luces encendidas. El vehículo nos servirá de poco en la oscuridad, a pesar de que consiga conducirlo.

—Entonces, supongo que tendremos que ir a pie.

—Temo que sí.

Trevize atisbó la espesa y amenazadora oscuridad que se extendía más allá del lugar débilmente iluminado en que se hallaban.

—Bliss, ¿sientes todavía esa mente asustada? —preguntó.

—Sí.

—¿Sabes dónde se halla? ¿Puedes guiarnos hasta ella?

—El sentido mental forma una línea recta. No es refractado por la materia ordinaria; por consiguiente, puedo decir que viene de aquella dirección —dijo, señalando un punto en la pared oscura—. Pero no podemos atravesar la pared para llegar hasta ella. Lo que haremos será seguir los pasillos y tratar de orientamos en la dirección en que la sensación se haga más fuerte. En una palabra, tendremos que jugar a frío y caliente.

—Entonces, empecemos enseguida.

Pelorat se echó atrás.

—Espera, Golan. ¿Seguro que deseamos encontrar esa cosa, sea lo que fuere? Si está asustada, puede que nosotros tengamos motivos para asustarnos también.

Trevize sacudió la cabeza con impaciencia.

—No hay otra alternativa, Janov. Es una mente, asustada o no, y puede que esté dispuesta, o que la obliguemos a estarlo, a guiarnos a la superficie.

—¿Y dejaremos a Bander tirado aquí? —preguntó Pelorat, con inquietud.

Trevize le agarró de un codo.

—Vamos, Janov. Tampoco en esto podemos elegir. Seguro que algún solariano reactivará el lugar y que un robot encontrará a Bander. Espero que eso no ocurra antes de que estemos a salvo lejos de aquí.

Dejó que Bliss marchase en cabeza. La luz era siempre más fuerte cerca de ella, y Bliss se detenía ante cada puerta y en cada encrucijada, tratando de captar la dirección de la que procedía aquel miedo. A veces, cruzaba una puerta o doblaba un recodo, y volvía atrás para seguir otro pasillo, mientras Trevize la observaba desesperadamente.

Cada vez que Bliss tomaba una decisión y avanzaba con resolución en una dirección determinada, se encendía la luz delante de ella. Trevize advirtió que esta era un poco más brillante ahora, fuese porque sus ojos se iban adaptando a la oscuridad o porque Bliss aprendía a manejar la transducción con más eficacia. En una ocasión, al pasar cerca de una de las varas metálicas insertas en el suelo, Bliss apoyó una mano en ella y la luz aumentó de forma considerable, y ella asintió con la cabeza, como satisfecha de sí misma.

Nada les resultaba conocido; parecía seguro que andaban por lugares de la mansión subterránea por los que no habían pasado al entrar.

Trevize observaba sin descanso los pasillos que ascendían bruscamente y estudiaba los techos por si, en ellos, había señal de alguna trampilla. Pero no encontraba nada de eso, y aquella mente asustada seguía siendo su única oportunidad de salir de aquel lugar.

Siguieron avanzando en silencio, turbado, únicamente, por sus propios pasos; en medio de una oscuridad que sólo interrumpía aquella luz débil a su alrededor; a través de un mundo muerto, salvo por sus propias vidas. De vez en cuando, distinguían el bulto oscuro de un robot, sentado o de pie, en la penumbra, inmóvil por completo. En una ocasión, vieron a uno de ellos tumbado de costado, con las piernas y los brazos en extraña posición, como petrificado. Trevize pensó que la interrupción de la energía le habría pillado desequilibrado, y se había caído. Bander, vivo o muerto, no podía contrarrestar la fuerza de la gravedad.

Tal vez en toda su vasta hacienda, había robots en pie o yaciendo inactivos, y esa situación sería advertida rápidamente en los linderos.

O tal vez no, pensó de pronto. Los solarianos debían saber cuándo uno de ellos se estaba muriendo de viejo o de decadencia física. Y todo el mundo estaría alerta para cuando el óbito se produjese. Pero Bander había muerto de repente, en la flor de su existencia, sin que nadie hubiese podido preverlo. ¿Quién iba a saberlo? ¿Quién esperaría algo así? ¿Quién estaría observando, por si la desactivación se producía?

Pero no (y Trevize rechazó su optimismo como un señuelo peligroso que podía conducirles a un exceso de confianza), los solarianos observarían el cese de toda actividad en la finca de Bander y actuarían de inmediato. Todos tenían demasiado interés en las herencias para olvidarse de la muerte.

—La ventilación ha dejado de funcionar —murmuró Pelorat desalentado—. Un lugar como este, bajo tierra, tiene que estar ventilado, y Bander suministraba la energía. Ahora no hay ventilación.

—No importa, Janov —dijo Trevize—. Tenemos suficiente aire en este lugar subterráneo vacío para que podamos respirar durante años.

—Es igual. Su efecto psicológico es muy malo.

—Por favor, Janov, domina tu claustrofobia. ¿Nos hemos acercado, Bliss?

—Mucho, Trevize —respondió ella—. La sensación ha aumentado y ahora percibo su dirección con más claridad.

Andaba segura, vacilando menos cuando tenía que elegir un camino.

—¡Allí! ¡Allí! —exclamó—. Puedo percibirlo intensamente.

—Ahora, incluso yo puedo oírlo —dijo Trevize secamente.

Los tres se pararon y contuvieron el aliento. Percibieron un débil gimoteo, entrecortado de sollozos.

Entraron en una amplia habitación y, al encenderse las luces, vieron que, a diferencia de las que había visto hasta entonces, estaba rica y alegremente amueblada.

En el centro de la estancia se hallaba un robot, algo inclinado, con los brazos extendidos en una actitud casi afectuosa, y desde luego, completamente inmóvil.

Unas ropas se agitaron detrás del robot. Un ojo redondo y asustado asomó junto a un lado de aquel, y siguieron oyéndose aquellos sollozos de desconsuelo.

Trevize pasó al lado del robot y, entonces, una pequeña criatura salió corriendo y chillando. Tropezó, cayó al suelo y se quedó tumbada allí, tapándose los ojos, pataleando en todas direcciones, como defendiéndose sin saber de dónde vendría la amenaza, y chillando sin parar…

—¡Es un niño! —exclamó Bliss innecesariamente.

Trevize dio un paso atrás, asombrado. ¿Qué hacia un niño allí? Bander se había jactado de su absoluta soledad, insistiendo en ello incluso.

Pelorat, menos apto para seguir un razonamiento sólido ante un suceso oscuro, encontró al punto la solución.

—Supongo que estamos ante el sucesor —dijo.

—El retoño de Bander —convino Bliss—, pero creo que es demasiado pequeño para sucederlo. Los solarianos tendrán que buscarlo en otra parte.

Estaba contemplando al niño, no con la mirada fija, sino de una manera suave e hipnotizadora, y, poco a poco, el ruido que aquel estaba haciendo menguó. Después, el pequeño abrió los ojos y miró a Bliss a su vez. El llanto se redujo a algún gemido ocasional.

También Bliss emitió algunos sonidos, apaciguadores, palabras inconexas que no significaban gran cosa, pero que tenían por objeto aumentar el efecto calmante de sus pensamientos. Era como si tratase de escudriñar la mente desconocida del niño y de tranquilizar sus excitadas emociones.

Muy despacio, sin apartar nunca la mirada de Bliss, el chiquillo se puso en pie, se tambaleó un momento y corrió hacia el silencioso e inmóvil robot, abrazándose a la gruesa pierna robótica, como buscando ávidamente la seguridad de su contacto.

—Supongo —dijo Trevize— que este robot es su ama…, o su niñera. Creo que un solariano no puede cuidar de otro solariano, ni tratándose de padre e hijo.

—Y yo supongo que el niño es hermafrodita —dijo Pelorat.

—Tendría que serlo —convino Trevize.

Bliss, todavía preocupada por aquella criatura, se acercó a ella lentamente, levantando un poco las manos pero con las palmas vueltas hacia dentro, como para demostrarle que no tenía intención de sujetarle. Ahora, el chiquillo se había callado, viéndole acercarse y agarrándose al robot con más fuerza.

—Aquí, pequeño… —dijo Bliss—, calor, pequeño…, blando, caliente, cómodo, seguro, pequeño…, seguro, seguro. —Se interrumpió y, sin volver la cabeza, dijo en voz baja—: Háblale en su lenguaje, Pel. Dile que somos robots que hemos venido para cuidar de él, ya que ha fallado la energía.

—¡Robots! —exclamó, escandalizado, Pelorat.

—Debemos presentarnos a él como robots. No les tiene miedo. Y nunca ha visto un ser humano; tal vez no puede siquiera imaginárselos.

—No sé si podré dar con la expresión adecuada —dijo Pelorat—. No conozco ninguna palabra arcaica que designe un robot.

—Di «robot», Pel. Si no lo entiende, di «cosa de hierro». Di lo que te parezca mejor.

Poco a poco, deletreando las palabras, Pelorat habló en lengua arcaica. El chiquillo le miró, frunciendo intensamente el ceño, como tratando de comprender.

—Sería mejor que le preguntases cómo salir de aquí, ya que estás en ello —le aconsejó Trevize.

—No —dijo Bliss—. Todavía no. Primero, la confianza. Después, la información.

La criatura, mirando ahora a Pelorat, soltó despacio al robot y habló, con voz aguda y musical.

—Habla demasiado aprisa para mí —dijo ansiosamente Pelorat.

—Pídele que lo repita más despacio. Yo hago todo lo posible por calmarlo y quitarle el miedo.

Pelorat escuchó al niño de nuevo.

—Creo que pregunta por qué se ha parado Jemby. Jemby debe de ser el robot.

—Asegúrate de ello, Pel.

Pelorat habló, escuchó y dijo:

—Sí, Jemby es el robot. El niño se llama Fallom.

—¡Bravo! —exclamó Bliss. Después, miró al pequeño y, con una sonrisa feliz y luminosa, lo señaló con un dedo—. Fallom. Fallom bueno.

Fallom valiente. —Luego se puso una mano sobre el pecho y añadió—: Bliss.

El chiquillo sonrió. Parecía muy atractivo al sonreír.

—Bliss —murmuró, pronunciando mal la «ese».

—Bliss —dijo Trevize—, si puedes activar el robot Jemby, quizás este nos indicase lo que queremos saber. Pelorat podría hablarle tan fácilmente como al niño.

—No —replicó Bliss—. Eso constituiría un error. El primer deber del robot es proteger al niño. Si lo activamos, y se da cuenta de nuestra presencia, de la presencia de seres humanos extraños, puede atacarnos al instante. Si entonces me veo obligada a desactivarlo, no podrá darnos información, y el chiquillo, al hallarse con una segunda desactivación del único padre que conoce… Bueno, no quiero hacerlo.

—Pero nos dijeron que los robots no pueden dañar a los seres humanos —intervino Pelorat con voz suave.

—Es verdad —admitió Bliss—, pero no nos dijeron qué clase de robots han inventado los solarianos. Y aunque este hubiese sido instruido para no hacer daño, tendría que elegir entre el pequeño, que es casi como un hijo para él, y tres intrusos a los que tal vez no reconocería siquiera como seres humanos. Como es natural, elegiría al niño y nos atacaría. —Se volvió de nuevo al chiquillo—. Fallom —dijo Bliss, señalando luego a los otros—. Pel, Trev.

—Pel. Trev —dijo, obediente, el niño.

Ella se le acercó más y alargó despacio las manos. Él la observó y dio un paso atrás.

—Calma, Fallom —susurró Bliss—. Fallom bueno. Toca, Fallom. Sé bueno, Fallom.

Este dio un paso en su dirección y Bliss suspiró.

—Fallom bueno…

Tocó el brazo desnudo de Fallom, que, lo mismo que su padre, sólo llevaba una bata larga, abierta por delante y con un taparrabo debajo.

El contacto fue muy suave. Después, ella retiró el brazo, esperó e hizo un nuevo contacto, acariciando suavemente al pequeño.

Él entornó los párpados bajo el fuerte efecto calmante de la mente de Bliss.

Esta movió las manos hacia arriba muy despacio, con suavidad, sin tocar apenas los hombros, el cuello y las orejas del niño, y después las deslizó debajo de los cabellos castaños hasta un punto situado exactamente encima y detrás de las orejas.

Por fin las apartó y dijo:

—Los lóbulos transductores son pequeños todavía. El hueso craneano no se ha desarrollado aún. Allí no hay más que una gruesa capa de piel, que con el tiempo crecerá hacia fuera y será cercada con hueso cuando los lóbulos se hayan desarrollado. Esto quiere decir que, de momento, no puede controlar la finca, ni siquiera activar su propio robot personal.

Pregúntale cuántos años tiene, Pel.

—Tiene catorce años, si no he entendido mal —dijo Pelorat después de una breve conversación.

—Más bien parece que tenga once —opinó Trevize.

—La duración de los años en este mundo puede no corresponder exactamente a la de los años galácticos —les recordó Bliss—. Además, se supone que los Espaciales tienen la vida muy larga y, si los solarianos se parecen a los otros Espaciales en esto, pueden tener también períodos de desarrollo más dilatados. No debemos guiarnos por los años.

Trevize chascó la lengua con impaciencia.

—Basta de antropología —dijo—. Tenemos que salir a la superficie y, como estamos tratando con un niño, es posible que perdamos el tiempo inútilmente. Tal vez no sepa el camino. Quizá no ha estado nunca arriba.

—¡Pel! —dijo Bliss.

Pelorat comprendió lo que ella le pedía y entabló ahora una larga conversación con Fallom.

—El niño sabe lo que es el sol —explicó después—. Dice que lo ha visto. Yo creo que ha visto árboles. He fingido no estar seguro de lo que aquel nombre quería decir, o al menos de lo que la palabra que empleé significaba.

—Sí, Janov —le interrumpió Trevize—, pero vayamos al grano.

—He dicho a Fallom que, si podía llevarnos a la superficie, nosotros quizás activásemos su robot. En realidad, le he prometido que lo activaríamos. ¿Creéis que podríamos hacerlo?

—Más tarde nos ocuparemos de ello —dijo Trevize—. ¿Ha dicho que nos guiaría?

—Sí. Pensé que lo haría de más buena gana si yo le prometía eso.

Aunque supongo que corremos el riesgo de defraudarle…

—Vamos —ordenó Trevize—, pongámonos en marcha. Todo esto será una discusión académica si nos pillan bajo tierra.

Pelorat dijo algo al niño, el cual echó a andar, se detuvo y se volvió a mirar a Bliss.

Esta alargó un brazo, y los dos caminaron asidos de la mano.

—Soy el nuevo robot —dijo ella, sonriendo ligeramente.

—Y parece que le gustas —repuso Trevize.

Fallom siguió andando y Trevize se preguntó si estaría contento solamente porque Bliss había conseguido causarle esa impresión, o si, además, se debía a la excitación de visitar la superficie, tener tres nuevos robots y la idea de que recuperaría a Jemby, su padre adoptivo. Aunque aquello importaba poco, con tal de que el niño les guiase.

Este parecía avanzar sin la menor vacilación. Ni siquiera se detenía cuando tenía que elegir entre dos caminos. ¿Sabía realmente adónde iba o sólo era cuestión de indiferencia infantil? ¿Jugaba simplemente a un juego, sin saber el resultado con claridad?

Pero Trevize se daba cuenta, por la ligera dificultad de su marcha, de que estaban caminando cuesta arriba, y el niño, que seguía avanzando con aires de importancia, señalaba hacia delante y no paraba de charlar.

Trevize miró a Pelorat, el cual carraspeó y tradujo.

—Creo que está hablando de una «puerta».

—Ojalá sea verdad —dijo Trevize.

El niño se desprendió de Bliss y corrió. Señaló una parte del suelo que parecía más oscura que lo que la rodeaba. El pequeño se puso sobre ella, saltó varias veces y, después, se volvió con clara expresión de desaliento y habló con estridente locuacidad.

—Tendré que suministrar la energía —dijo Bliss, con una mueca—. Esto me está agotando.

Su cara enrojeció un poco y las luces palidecieron, pero se abrió una puerta exactamente delante de Fallom, el cual se echó a reír, regocijado.

El niño salió corriendo por el hueco y los dos hombres le siguieron.

Bliss fue la última en hacerlo y miró atrás al apagarse las luces del interior y cerrarse la puerta. Entonces, se detuvo para recobrar aliento, pareciendo bastante fatigada.

—Bueno —dijo Pelorat—, ya hemos salido. ¿Dónde está la nave?

Se detuvieron todos bajo la luz del crepúsculo.

—Me parece que debe encontrarse en aquella dirección —murmuró Trevize.

—También a mí me da esa sensación —dijo Bliss—. Vayamos allá.

—Y tendió la mano a Fallom.

No se oía ningún ruido, salvo el producido por el viento y por los movimientos y llamadas de algunos animales. Pasaron por delante de un robot que permanecía inmóvil, en pie, cerca del tronco de un árbol, sosteniendo algún objeto de uso incierto.

Pelorat dio un paso en su dirección, llevado por su curiosidad, pero Trevize lo atajó.

—Eso no nos importa, Janov. Sigue andando.

Después, vieron otro robot que había caído al suelo.

—Supongo que esto está lleno de robots en muchos kilómetros a la redonda —dijo Trevize. Y después, con voz triunfal—: ¡Allí está la nave!

Aceleraron el paso, pero se detuvieron de pronto. Fallom alzó la voz y chilló muy excitado.

En el suelo, cerca de la nave, estaba lo que parecía ser un buque aéreo de modelo primitivo, con un rotor que parecía requerir mucha energía y ser frágil además. Cerca del mismo, y entre el grupito de forasteros y su nave hallábanse plantadas cuatro figuras humanas.

—Demasiado tarde —dijo Trevize—. Hemos perdido mucho tiempo. ¿Qué hacemos ahora?

—¿Cuatro solarianos? —preguntó Pelorat con incertidumbre—. No puede ser. No pueden haberse puesto en contacto físico de esta manera. ¿Pensáis que son holoimágenes?

—Son materiales —dijo Bliss—. Estoy segura de ello. Tampoco son solarianos. Las mentes de estos resultan inconfundibles. Son robots.

—Bueno —dijo Trevize con aire de cansancio—, ¡adelante!

Reanudó su marcha hacia la nave con paso tranquilo, y los otros le siguieron.

—¿Qué pretendes saber? —preguntó Pelorat, jadeando un poco.

—Si son robots, tienen que obedecer las órdenes.

Los robots les estaban esperando, y Trevize los observó fijamente al acercarse a ellos.

Sí, tenían que ser robots. Sus caras, que parecían hechas de piel sobre carne, no reflejaban expresión alguna, y, además, llevaban unos uniformes que no dejaban al descubierto ni un centímetro cuadrado de piel, aparte de la de la cara. Incluso las manos iban cubiertas con finos guantes opacos.

Trevize hizo un ademán que equivalía inconfundiblemente a una severa orden de que se apartasen a un lado.

Los robots no se movieron.

Trevize dijo en voz baja a Pelorat:

—Díselo con palabras, Janov. Muéstrate enérgico.

Pelorat carraspeó y, adoptando un desacostumbrado tono de barítono, habló lentamente y reprodujo el ademán de Trevize. Entonces, uno de los robots, que tal vez era un poco más alto que los demás, dijo algo con voz fría y cortante.

Pelorat se volvió a Trevize.

—Creo que ha dicho que somos forasteros.

—Comunícale que somos seres humanos y que deben obedecernos.

Entonces, el robot habló en un galáctico peculiar, pero comprensible.

—Te he entendido, forastero. Yo hablo galáctico. Nosotros somos robots guardianes.

—Entonces, sabes que he dicho que somos seres humanos y que tenéis que obedecernos.

—Nosotros estamos programados para obedecer únicamente a los gobernantes, forasteros. Vosotros no sois gobernantes ni solarianos. El jefe Bander no ha respondido en el momento del contacto normal y por eso hemos venido a investigar. Es nuestro deber hacerlo. Y nos encontramos aquí con una nave espacial no fabricada en Solaria, varios forasteros presentes y todos los robots desactivados. ¿Dónde está el jefe Bander?

Trevize sacudió la cabeza y dijo, pausada y claramente:

—No sabemos de qué estás hablando. El ordenador de nuestra nave no funciona bien. Nos encontrábamos cerca de este planeta extraño contra nuestra voluntad. Aterrizamos para averiguar nuestra situación.

Vimos que todos los robots estaban desactivados. Ni sabemos qué puede haber pasado.

—Tu relato es inverosímil. Si todos los robots de la finca están desactivados y toda la energía se ha cortado, el jefe Bander tiene que estar muerto. No es lógico suponer que muriese por pura coincidencia, en el momento de aterrizar vosotros. Tiene que haber alguna relación causal.

Entonces, Trevize habló, sin más objetivo que el de embrollar el problema aún más e indicar su ignorancia de extranjero, y, por tanto su inocencia.

—Pero la energía no ha sido cortada. Tú y lo otros permanecéis activos.

—Somos robots guardianes —repitió el robot—. No dependemos de ningún gobernante. Pertenecemos a todo el planeta. No somos controlados por ningún gobernante, sino que nuestra energía es nuclear. Pregunto de nuevo: ¿Dónde está el jefe Bander?

Trevize miró a su alrededor. Pelorat parecía ansioso, Bliss callaba, pero permanecía tranquila. Fallom temblaba, mas a mano de, Bliss, le tocó el hombro y el niño se irguió un poco y perdió su expresión facial. (¿Lo estaba calmando Bliss?).

—Repito, por última vez: ¿Dónde está el jefe Bander? —dijo el robot.

—No lo sé —respondió Trevize con acritud.

El robot movió la cabeza y dos de sus compañeros se alejaron rápidamente.

—Mis compañeros guardianes registrarán la mansión. Mientras tanto, quedaréis detenidos para ser interrogados. Dame esos objetos que llevas en tu costado.

Trevize dio un paso atrás.

—Son inofensivos.

—No vuelvas a moverte. Yo no pregunto su naturaleza, si son peligrosos o inofensivos. Digo que me los entregues.

—No.

El robot dio un rápido paso al frente y su brazo se alargó con demasiada rapidez para que Trevize se diese cuenta de lo que sucedía. Sintió la mano del robot sobre su hombro y como apretaba fuerte y hacia abajo. Trevize cayó de rodillas.

—Esos objetos —ordenó el robot, y alargó la otra mano.

—No —jadeó Trevize.

Bliss se acercó de un salto, sacó el blaster de su funda antes de que Trevize, sujeto por el robot, pudiese impedírselo, y la tendió al robot.

—Toma guardián —dijo—, y si me das un poco de tiempo, …aquí esta la otra. Ahora, suelta a mi compañero.

El robot, sosteniendo las dos armas, retrocedió, y Trevize se levantó lentamente, frotándose el hombro izquierdo con fuerza y haciendo muecas de dolor.

Fallom lloriqueó en voz baja y Pelorat lo levantó para distraerle y le sostuvo contra él.

—¿Por qué quieres luchar contra él? —dijo Bliss a Trevize, murmurando furiosa—. Podría matarte con dos dedos.

—¿Por qué no lo controlas tú? —preguntó Trevize entre dientes.

—Estoy tratando de hacerlo, pero necesito tiempo. Su mente está cerrada, intensamente programada, y no hay por donde entrar. Tengo que estudiarle. Procura ganar tiempo.

—No estudies su mente. Destrúyela —gruñó Trevize, con voz casi inaudible.

Bliss miró hacia el robot rápidamente. Estaba estudiando las armas, mientras los otros dos vigilaban a los forasteros. Ninguno de ellos parecía interesado en la conversación en voz baja entre Trevize y Bliss.

—No. Nada de destrucción —dijo ella—. Matamos un perro e hicimos daño a otro en el primer mundo. Sabes lo que ha ocurrido en este.

—Otra rápida mirada a los robots guardianes. —Gaia no quita la vida o la inteligencia de forma innecesaria. Necesito tiempo para resolver el problema de un modo pacifico.

Se echó atrás y miró fijamente al robot.

—Esto son armas —dijo el androide.

—No —negó Trevize.

—Sí —dijo Bliss—, pero no sirven. Están descargadas de energía.

—¿De veras? ¿Por qué llevaríais armas descargadas? Tal vez no lo están. —El robot empuñó una de las armas y apoyó el dedo pulgar en el lugar preciso—. ¿Es así como se activa?

—Sí —respondió Bliss—; si haces presión, se activa, siempre que contenga energía. Pero esa no la contiene.

—¿Seguro? —dijo el robot apuntando a Trevize con el arma—. ¿Sigues diciendo que, si la activase ahora, no funcionaria?

—No funcionaría —aseguró Bliss.

Trevize estaba como petrificado e incapaz de articular una palabra.

Había probado el blaster después de descargarlo Bander y era totalmente inoperante; pero el robot empuñaba el látigo neurónico, y Trevize no lo había comprobado.

Si el látigo contenía un pequeño residuo de energía, sería suficiente para la estimulación de los nervios, y lo que Trevize sentiría haría que la presa de la mano del robot pareciese una caricia.

Cuando estuvo en la Academia Naval, había tenido que recibir, como todos los cadetes, un ligero latigazo neurónico, para conocer sus efectos.

Ahora, pensaba que no necesitaba perfeccionar su conocimiento.

El robot activó el arma y, por un instante, Trevize se puso dolorosamente rígido; después, se relajó poco a poco. También el látigo estaba descargado.

El robot miró a Trevize fijamente y, después, arrojó ambas armas a un lado.

—¿Cómo han sido descargadas de energía? —preguntó—. Si son inútiles, ¿por qué las llevan?

—Estoy acostumbrado a su peso y nunca me las quito aunque estén descargadas —explicó Trevize.

—Eso es absurdo —dijo el robot—. Todos estáis bajo custodia. Seguiréis detenidos para un interrogatorio ulterior y, si los gobernantes lo deciden, os desactivaremos. ¿Cómo se abre esta nave? Tenemos que registrarla.

—No os serviría de nada —dijo Trevize—. No la comprenderíais.

—Si no nosotros, los gobernantes la comprenderán.

—Tampoco ellos.

—Entonces, tú se lo explicarás para que lo entiendan.

—No lo haré.

—Serás desactivado.

—Mi desactivación no os dará ninguna explicación, y creo que seré desactivado aunque me explique.

—Continúa —murmuró Bliss—. Estoy empezando a descubrir el funcionamiento de su cerebro.

El robot hacía caso omiso de Bliss. ¿Sería obra de ella?, Pensó Trevize y esperó furiosamente que fuese así.

Fijando siempre su atención en Trevize, el robot continuó:

—Si creas dificultades, te desactivaremos en parte. Te haremos daño y, entonces, nos dirás lo que deseemos saber.

—¡Espera, no puedes hacer eso! —gritó Pelorat de pronto con voz entrecortada—. ¡No puedes hacer eso, guardián!

—Sigo instrucciones detalladas —replicó pausadamente el robot—. Puedo hacerlo. Desde luego, procuraré dañaros lo menos posible para obtener la información.

—Pero no puedes. En absoluto. Yo soy un forastero, y también lo son mis dos compañeros. Pero este niño —y Pelorat miró a Fallom, al cual todavía tenía en brazos— es un solariano. Él os dirá lo que tenéis que hacer, y debéis obedecerle.

Fallom miró a Pelorat con unos ojos que estaban abiertos pero parecían vacíos.

Bliss sacudió vivamente la cabeza, pero Pelorat la miró sin dar señales de comprenderla.

El robot miró a Fallom unos instantes.

—El niño no tiene importancia. No posee lóbulos transductores.

—Todavía no los ha desarrollado del todo —dijo Pelorat jadeando— pero los tendrá con el tiempo. Es un solariano.

—Un niño, pero si no tiene desarrollados los lóbulos transductores del todo, no es solariano. No estoy obligado a cumplir sus ordenes, ni a librarle de todo mal.

—Pero se trata del hijo del jefe Bander.

—¿Cómo lo sabes?

Pelorat tartamudeó, como hacía a veces cuando estaba sobrexcitado:

—¿Qué… qué otra cosa po… podría ser en esta propiedad?

—¿Cómo sabes que no hay una docena?

—¿Has visto tú otros?

—Yo hago las preguntas.

En aquel momento, el robot desvió su atención al tocarle el brazo uno de sus acompañantes. Los dos que había enviado a la mansión regresaban corriendo, pero con zancadas un poco irregulares.

Hubo un silencio hasta que ambos llegaron y uno de ellos habló en lengua solariana. Los otros cuatro parecieron perder su elasticidad y, por un momento, dio la impresión de que se debilitaban, casi como si se estuviesen deshinchando.

—Han encontrado a Bander —dijo Pelorat antes de que Trevize pudiese imponerles silencio.

El robot se volvió lentamente.

—El jefe Bander ha muerto. —La voz del robot sonó estropajosa—. Por la observación que acabáis de hacer, habéis demostrado que conocíais el suceso. ¿Cómo lo supisteis?

—¿Cómo podíamos saberlo? —pregunto Trevize, desafiante.

—Sabíais que estaba muerto. Sabíais que lo encontraríamos. ¿Cómo ibais a saberlo, a menos que hubieseis estado allí; a menos que fueseis vosotros los que pusisteis fin a su vida?

La pronunciación del robot estaba mejorando. Había soportado y estaba dominando la impresión.

Entonces dijo Trevize:

—¿Cómo hubiésemos podido matar a Bander? Con sus lóbulos transductores podría habernos destruido en un instante.

—¿Cómo es posible que sepáis lo que pueden o no pueden hacer los lóbulos transductores?

—Tú los has mencionado hace un momento.

—Sólo los mencioné; no describí sus propiedades ni sus poderes.

—Tuvimos ese conocimiento en sueños.

—No es una respuesta plausible.

—Tampoco lo es el que nosotros causásemos la muerte de Bander.

—Y en todo caso —añadió Pelorat—, si el jefe Bander ha muerto, el jefe Fallom gobierna en su finca ahora. Este es el jefe, y tenéis que obedecerle.

—Ya he dicho que un niño con los lóbulos transductores subdesarrollados no es un solariano —replicó el robot—. Por consiguiente, no puede ser sucesor. Otro sucesor, de la edad adecuada, será enviado tan pronto como informemos de la triste noticia.

—¿Qué será del jefe Fallom?

—No hay ningún jefe Fallom. Este no es más que un niño, y tenemos exceso de niños. Será destruido.

—¡No os atreveréis! —dijo Bliss enérgicamente—. ¡Es un niño!

—No soy yo —repuso el robot— quien lo hará necesariamente, y tampoco tomaré esa decisión. Esto corresponde al consenso de los gobernantes. Sin embargo, como la época tiene exceso de niños, sé muy bien qué decisión tomarán.

—No. No puede ser.

—La muerte será indolora. Pero otra nave está llegando. Es importante que entremos en la que fue mansión de Bander y montemos un consejo holovisado que designará un sucesor y decidirá lo que hay que hacer con vosotros. Dadme el niño.

Bliss arrancó el semicomatoso cuerpo de Fallom de los brazos de Pelorat. Sujetándolo con fuerza y tratando de equilibrar su peso sobre el hombro, dijo:

—No toquéis a este niño.

Una vez más, el robot extendió rápidamente un brazo y avanzó para agarrar a Fallom. Bliss se apartó a un lado, iniciando su movimiento mucho antes de que el robot empezase el suyo. Sin embargo, el robot continuó andando, como si Bliss estuviese todavía delante de él. Después, doblándose con rigidez hacia delante sobre las puntas de los pies, cayó de bruces. Los otros tres permanecieron inmóviles, con la mirada desenfocada.

Bliss estaba sollozando, en parte de rabia.

—Casi había alcanzado el método adecuado de control, pero él no me dio tiempo. No tuve más remedio que atacar, y ahora los cuatro están desactivados. Subamos a la nave antes de que la otra aterrice. Me encuentro demasiado débil para enfrentarme a otros robots en estos momentos.