VII. Salida de Comporellon

El almuerzo consistió en un montón de bolas blandas, crujientes por fuera, de colores diferentes y rellenos variados.

Deniador tomó un pequeño objeto que se desplegó en un par de finos y transparentes guantes, y se los puso. Sus invitados lo imitaron.

—¿Qué hay dentro de esas cosas? —preguntó Bliss.

—Las de color de rosa —dijo Deniador— están rellenas de pescado picado y con especias, y son un plato comporelliano muy delicado. Las amarillas contienen un queso muy suave. Las verdes, una mezcla de verduras. Cómanlas mientras están calientes. Después tendremos pastel de almendras caliente, acompañado de las bebidas acostumbradas. Les recomiendo la sidra muy caliente. Como el clima es frío, solemos calentar nuestra comida, incluido el postre.

—Se cuida usted bien —dijo Pelorat.

—No tanto —repuso Deniador—. Trato de ser un buen anfitrión para mis invitados. En cuanto a mí, como muy poco. No tengo que alimentar un cuerpo voluminoso, algo que, sin duda, ustedes han advertido.

Trevize mordió una de las bolas de color de rosa y descubrió que tenia una capa de especias que la hacía muy agradable al paladar además de un fuerte sabor a pescado; pero pensó que ambos sabores permanecerían en su boca durante el resto del día, y tal vez parte de la noche.

Cuando apartó aquella bola de su boca después de morderla, vio que la corteza se había cerrado de nuevo sobre el contenido. No apareció grieta alguna en ella, ni la menor filtración, por lo que se preguntó, de momento, para que servirían los guantes. Daba la sensación de que, decidió que sería por una cuestión de higiene. Los guantes sustituían al lavado de manos si esto resultaba incomodo, y probablemente la costumbre habría hecho que se utilizasen aunque aquellas se hubiesen lavado. (Lizador no había utilizado guantes cuando Trevize había comido con ella el día anterior. Tal vez era debido a que provenía de las montañas).

—¿Sería impertinente hablar de negocios mientras almorzamos? —pregunto.

—Según las normas de Comporellon, sí, consejero, pero ustedes son mis invitados y nos regiremos por las suyas. Si desean hablar de cosas serias y no creen, o no les importa que ese detalle pueda hacer que disfruten menos de la comida, háganlo que yo los imitare.

—Gracias —dijo Trevize—. La ministra Lizalor dio a entender…, no, en realidad lo dijo con toda claridad, que los escépticos eran impopulares en este planeta. ¿Eso se ajusta a la verdad?

El buen humor de Deniador pareció ir en aumento.

—Por supuesto que sí. Y nos sabría muy mal que fuese de otra forma. Miren ustedes, Comporellon es un mundo frustrado, sin el menor conocimiento de los detalles, existe la creencia mítica general de que hubo un tiempo, muchos milenios atrás, cuando la galaxia habitada no se había extendido, en que Comporellon era un mundo dominante. Nunca olvidamos esto, y el hecho de que no hallamos mantenido el liderazgo en la historia conocida nos fastidia, nos produce, a la población en general, quiero decir, un sentimiento de injusticia.

Sin embargo, ¿qué podemos hacer? Antaño el gobierno se vio obligado a rendir fiel vasallaje al emperador y ahora es leal asociado de la fundación. Y cuanto mas vemos nuestra posición subordinada, mas fuerte es la creencia en lo grandes y misteriosos días del pasado.

Entonces, ¿qué postura adopta Comporellon? No pudo desafiar al imperio en los viejos tiempos y no puede desafiar abiertamente a la fundación ahora. Por consiguiente, la gente se desahoga atacándonos y odiándonos, porque no creemos en las leyendas y nos reímos de las supersticiones.

Sin embargo, estamos a salvo de los peores efectos de la persecución. Controlamos la tecnología y ocupamos las cátedras en las Universidades. Algunos de nosotros, particularmente descarados, tenemos dificultades para dar nuestras clases con libertad. Yo, por ejemplo, tropiezo con ese problema, aunque tengo mi grupo de alumnos, con los que celebro discretas reuniones fuera del campus. Pero si fuésemos realmente expulsados de la vida pública, la tecnología fracasaría y las Universidades perderían su prestigio dentro de la galaxia. Cabe presumir, dada la estupidez de los seres humanos, que la perspectiva de un suicidio intelectual no les privaría de manifestar su odio, pero la Fundación nos apoya. Por consiguiente, constantemente somos objeto de censuras, mofa y denuncias…, pero nunca nos tocan.

—¿Es la oposición popular la que le impide decirnos dónde está la Tierra? —preguntó Trevize—. ¿Teme que, a pesar de todo, el sentimiento antiescéptico pueda volverse peligroso si va usted demasiado lejos?

Deniador sacudió la cabeza.

—No. La situación de la Tierra es desconocida. No les oculto nada por miedo, ni por ninguna otra razón.

—Pero —dijo Trevize en tono apremiante—, en este sector de la galaxia, hay un número limitado de planetas que poseen las características físicas necesarias para la habitabilidad; aunque la mayor parte son inhabitables y están deshabitados, y, sin embargo, ustedes los conocen. ¿Resultaría tan difícil explorar el sector en busca de un planeta que sería habitable si no fuese radiactivo? Además, dicho planeta se hallaría circundado por un gran satélite. Con su radiactividad y un gran satélite, la Tierra sería inconfundible y no podría pasar inadvertida a quien la buscase. La cosa podría requerir algún tiempo, pero esto representaría la única dificultad.

—La opinión de los Escépticos es —dijo Deniador—, naturalmente, que la radiactividad de la Tierra y su gran satélite no constituyen más que dos simples leyendas. Creemos que buscar la Tierra es pedir peras al olmo.

—Tal vez, pero eso no debería impedir a Comporellon intentar la búsqueda, al menos. Si encontrasen un mundo radiactivo del tamaño adecuado para la habitabilidad, y con un gran satélite, esto prestarla una enorme credibilidad a las leyendas comporellianas en general.

Deniador se echó a reír.

—Es posible que Comporellon no lo busque por esa misma razón. Si fracasase, encontrándose una Tierra visiblemente distinta de la que la leyenda cuenta, ocurriría todo lo contrario: las leyendas comporellianas, en general, quedarían desacreditadas y serían objeto de las burlas de todos. Comporellon no puede arriesgarse a esto.

Trevize no respondió enseguida, pero después insistió.

—Además, aunque prescindamos de estas dos peculiaridades, si, es que existe esta palabra en galáctico, la radiactividad y un gran Satélite, hay una tercera que debe existir, con independencia de las leyendas. En la Tierra tiene que haber una vida floreciente de diversidad increíble, o los restos de esta, o, al menos, testimonios fósiles de que alguna ha existido allí.

—Consejero —dijo Deniador—, aunque Comporellon no haya realizado ninguna expedición organizada en busca de la Tierra, no tenemos ocasión de viajar por el espacio y, ocasionalmente, recibimos noticias de naves que, por alguna razón, se han desviado de la ruta prevista. Como ustedes sabrán, los Saltos no siempre son perfectos. Sin embargo, nunca se nos ha informado de la existencia de algún planeta de propiedades parecidas a las de la legendaria Tierra, o que esté rebosante de vida. Tampoco es probable que alguna nave aterrice en lo que parece un planeta deshabitado, para que su tripulación pueda ir en busca de fósiles. Por consiguiente, si en miles de años no se ha recibido información de nada parecido, debo entender que la localización de la Tierra es imposible, ya que no existe tal Tierra a localizar.

—Pero la Tierra tiene que estar en alguna parte —repuso Trevize contrariado—. En algún lugar debe haber un planeta en el que la humanidad y todas las formas conocidas de vida asociadas a ella evolucionaron. Si la Tierra no se encuentra en este sector de la galaxia, tiene que estar en otro lugar.

—Tal vez sí —dijo Deniador fríamente—, pero, en todo ese tiempo no ha aparecido en parte alguna.

—En realidad, nadie la ha buscado.

—Bueno, ustedes lo están haciendo, por lo visto. Les deseo suerte, pero no apostaría por su éxito.

—¿Se ha realizado algún intento de determinar la posible posición de la Tierra por medios indirectos, por algún otro que no fuese el de la búsqueda directa?

—Sí —respondieron dos voces al mismo tiempo.

Deniador, que era uno de los que había contestado, preguntó a Pelorat:

—¿Está usted pensando en el proyecto de Yariff?

—En efecto —dijo Pelorat.

—Entonces, ¿quiere explicárselo al consejero? Creo que estará mas predispuesto a creerle a usted que a mí.

—Mira, Golan —comenzó Pelorat—, en los últimos días del Imperio hubo un tiempo en que la «Busca de los Orígenes», como lo llamaban entonces, era un pasatiempo popular, tal vez para eludir las calamidades de la realidad del momento. Como sabes, el Imperio estaba en vías de desintegración.

»Un historiador de Livia —continuó Pelorat—, Humbal Yariff, pensó que cualquiera que sea el planeta de origen, los mundos mas cercanos habrían sido colonizados antes que los planetas mas lejanos. En general, cuanto mas alejado se encontrase un mundo del punto de origen, mas tarde habría sido colonizado.

Supongamos, pues, que se registrase la fecha de colonización de cada uno de los planetas habitables de la galaxia, y se uniesen con líneas todos aquellos que tuviesen, aproximadamente, los mismos milenios de antigüedad. Entonces, se tendría una red que enlazaría todos los planetas de diez milenios de antigüedad; otra para los de doce mil años, y otra para los de quince mil. En teoría, cada red sería más o menos esférica, y todas ellas más o menos concéntricas. Las redes más antiguas formarían esferas de un radio menor que el de las más jóvenes, y si se determinaban todos los centros, estos quedarían dentro de un volumen de espacio relativamente pequeño en el que se hallaría el planeta de origen: la Tierra.

Pelorat dijo esto con gran seriedad, mientras trazaba superficies esféricas con las manos dobladas.

—¿Entiendes lo que quiero decir, Golan?

Trevize asintió con la cabeza.

—Sí. Pero entiendo que no dio resultado.

—Teóricamente, hubiese debido darlo, viejo amigo. Lo malo fue que los tiempos de origen eran totalmente inexactos. Cada mundo exageró su propia antigüedad, y no resultó fácil determinarlo con independencia de la leyenda.

—Se pudo emplear el carbono 14 en la madera antigua —indicó Bliss.

—Cierto, querida —dijo Pelorat—, pero se habría necesitado la cooperación de todos los mundos en cuestión, y estos jamás la prestaron. Ningún mundo quería ver desmentida su exagerada antigüedad, y el Imperio no estaba entonces en condiciones de rechazar las objeciones locales en un asunto de tan poca importancia. Tenía otras cosas en las que pensar.

»Lo único que Yariff podía hacer era basarse en mundos que sólo tenían dos mil años de antigüedad como máximo y cuya Fundación había sido meticulosamente registrada en circunstancias dignas de confianza. Estos eran pocos, y aunque se encontraban distribuidos en una simetría casi esférica, el centro estaba relativamente cerca de Trantor, la capital imperial, porque de allí habían partido las expediciones colonizadoras de aquellos pocos mundos.

»Naturalmente, eso constituía otro problema. La Tierra no era el único punto de origen de la colonización de otros mundos. Con el paso del tiempo, los planetas más viejos enviaron sus propias expediciones colonizadoras, y en la época de auge del Imperio, Trantor se convirtió en una fuente bastante copiosa de las mismas. De manera injusta, Yariff fue escarnecido y ridiculizado, y su reputación profesional quedó destruida.

—Comprendo, Janov —dijo Trevize—. Entonces, doctor Deniador, ¿no puede usted decirme algo que represente la posibilidad de una débil esperanza? ¿No hay algún otro mundo donde sea concebible que puedan tener alguna información concerniente a la Tierra?

Deniador, con expresión de duda, pensó durante un rato.

—Bue-e-eno —dijo al fin, arrastrando vacilante la palabra—, como Escéptico que soy, debo decirle que no estoy seguro de que la Tierra exista o haya existido jamás. Sin embargo… —guardó silencio de nuevo.

—Creo que ha pensado usted en algo que podría ser importante, doctor —intervino Bliss.

—¿Importante? Lo dudo —dijo Deniador con acento poco seguro—. ¿Divertido? La Tierra no es el único planeta cuya situación resulte un misterio. Están los mundos del primer grupo de colonizadores, los Espaciales, como se les llama en nuestras leyendas. Algunos hablan de «Mundos Espaciales» cuando se refieren a los planetas que aquellos habitaron; otros les llaman «Mundos Prohibidos». Este último nombre es el que suele usarse ahora.

»Según la leyenda, los Espaciales tenían una longevidad que, alcanzaba varios siglos y, llevados de su soberbia, negaron el derecho a aterrizar en sus mundos a nuestros antepasados de vida efímera. Cuando nosotros les derrotamos, la situación se invirtió. Nos negamos a tener tratos con ellos y dejamos que se apañasen solos, prohibiendo a nuestras naves y a nuestros comerciantes sostener con ellos el menor contacto. De ahí que aquellos planetas se convirtiesen en los Mundos Prohibidos. Estábamos convencidos, siempre según la leyenda, de que “El Que castiga” los destruiría sin nuestra intervención, y parece ser que Él lo hizo así. Al menos que nosotros sepamos, ningún Espacial ha aparecido en la Galaxia en muchos milenios.

—¿Cree usted que los Espaciales sabrían algo acerca de la Tierra? —dijo Trevize.

—Puede ser; al fin y al cabo, sus mundos tenían muchos más años que cualquiera de los nuestros. Es decir, si existen Espaciales, algo improbable en extremo.

—Aun en el caso de que ya no existan, sus mundos sí, y pueden contener datos:

—Si puede usted encontrar los mundos.

Trevize pareció desesperado.

—¿Quiere usted decir que la clave de la Tierra, cuya situación es desconocida, puede ser encontrada en mundos Espaciales, el emplazamiento de los cuales es desconocido también?

—No hemos tenido tratos con ellos en veinte mil años —dijo Deniador encogiéndose de hombros, ni siquiera hemos pensado en ello. También los Espaciales, como la Tierra, se han desvanecido entre la niebla.

—¿En cuántos mundos vivieron los Espaciales?

—Las leyendas hablan de cincuenta, un número sospechosamente redondo. Quizá fueron menos.

—¿Y no sabe usted la situación de uno solo de ellos?

—Bueno, me pregunto…

—¿Qué se pregunta?

—Como la Historia primitiva es mi especialidad, al igual que la del doctor Pelorat —dijo Deniador—, he estudiado ocasionalmente antiguos documentos en busca de algo que pudiera referirse a los primeros tiempos, algún dato que fuese más que leyenda. El año pasado, en documentos casi indescifrables, encontré referencias a una antigua nave.

Se remontaban a los viejos tiempos en que nuestro mundo no era conocido como Comporellon todavía. Se le daba el nombre de «Baleyworld», que, según parece, puede ser una forma todavía más primitiva del «Mundo de Benbally» de nuestras leyendas.

—¿Lo ha publicado usted? —preguntó Pelorat, muy excitado.

—No —respondió Deniador—. No quiero lanzarme a la piscina hasta que esté seguro de que hay agua en ella, según dice un viejo adagio. Allí se cuenta que el capitán de la nave había visitado un mundo Espacial y se había llevado una mujer de él.

—Pero usted acaba de decimos que los Espaciales no permitían que aterrizasen visitantes.

—Exacto, y esta es la razón de que no me decidiese a publicar el material. Parece increíble. Hay vagos relatos que se podría pensar se refieren a los Espaciales y a su conflicto con los Colonizadores, nuestros antepasados. Tales historias se cuentan no sólo en Comporellon, sino también en muchos mundos y con diversas variaciones, pero todas están absolutamente de acuerdo en una cosa: los dos grupos, Espaciales y Colonizadores, no se mezclaron. No hubo contacto social, por lo que menos debió haberlo sexual; sin embargo, un capitán colonizador y una mujer espacial estuvieron unidos por lazos amorosos. Esto resulta tan increíble que no veo la menor posibilidad de que el relato sea aceptado, salvo, en el mejor de los casos, como una narración romántica de ficción histórica.

—¿Es eso todo? —preguntó Trevize, que pareció desilusionado.

—No, consejero, hay otra cuestión. Encontré unas cifras en lo que quedaba del diario de vuelo de la nave que podían, o no podían, representar coordenadas espaciales. Si lo fuesen (y repito, pues mi honor de escéptico me obliga a ello, que pueden no serlo), entonces, los indicios me llevarían a la conclusión de que eran las coordenadas espaciales de tres de los mundos Espaciales. Uno de ellos pudo ser aquel en que aterrizó el capitán y del que se llevó a su amada.

—¿No podría ocurrir que, aun siendo ficticio el relato, las coordenadas fuesen reales?

—¿Por qué no? —dijo Deniador—. Le daré los números, y puede usted utilizarlos, pero es posible que no le lleven a ninguna parte. Sin embargo, tengo una idea curiosa —añadió, y de nuevo apareció aquella fugaz sonrisa en su rostro.

—¿Cuál es? —preguntó Trevize.

—¿Y si una de aquellas series de coordenadas representase la Tierra?

El sol de Comporellon, de color fuertemente anaranjado, era aparentemente mayor que el de Términus, pero se hallaba bajo en el cielo y daba poco calor. El viento, afortunadamente flojo, tocó la mejilla de Trevize con dedos helados.

Él se estremeció dentro del abrigo electrificado que Mitza Lizalor le había dado. Ella estaba de pie, a su lado.

—Tiene que calentar alguna vez, Mitza —dijo él.

Ella miró el sol unos instantes y permaneció plantada en el puerto espacial vacío, sin dar muestras de incomodidad: alta, robusta, envuelta en un abrigo más ligero que el que Trevize llevaba y, si no insensible al frío, desdeñándolo al menos.

—Tenemos un verano magnífico —dijo—. No dura mucho, pero nuestras cosechas están adaptadas a él. Las especies son elegidas con gran cuidado, de manera que crecen rápidamente bajo el sol y no se hielan con facilidad. Nuestros animales domésticos tienen mucho pelo y la lana de Comporellon es la mejor de la Galaxia, según la opinión general. Además, hay explotaciones agrícolas nuestras en órbita que cultivan frutas tropicales. En realidad, exportamos piña en conserva de la mejor calidad. Muchos de los que nos consideran como un mundo frío ignoran esta circunstancia.

—Te doy las gracias por venir a despedirnos, Mitza —dijo Trevize— y por estar dispuesta a colaborar con nosotros en nuestra misión. Sin embargo, para mi tranquilidad, quiero preguntarte si no te verás en serias dificultades a causa de esto.

—¡No! —Sacudió orgullosamente la cabeza—. Ninguna dificultad. En primer lugar, nadie me interrogará. Yo controlo los transportes, lo cual significa que dicto las normas por las que deben regirse todos los puertos espaciales, las estaciones de entrada y las naves que llegan y se van.

El propio Primer Ministro depende de mí en estas cuestiones y está encantado de no tener que preocuparse él de los detalles. E incluso en el caso de que me preguntasen, sólo tendría que decir la verdad. El Gobierno me aplaudiría por no haber entregado la nave a la Fundación. Y lo propio haría el pueblo si se enterase. En cuanto a la Fundación, no sabrá nada de esto.

—Es posible que el Gobierno se alegre de que no entregues la nave a la Fundación —dijo Trevize—, pero ¿aprobará que permitas que nos la llevemos nosotros?

Lizalor sonrió.

—Eres un ser humano muy honrado, Trevize. Has luchado tenazmente por conservar tu nave y, ahora que la tienes, te preocupas de mi seguridad.

Alargó una mano como para hacerle una caricia de afecto y, entonces, recuperándose con un visible esfuerzo, dominó su impulso.

—Incluso si discutiesen mi decisión —prosiguió, con renovada brusquedad—, sólo tendría que contarles que has estado, y todavía estás, buscando el Más Viejo, y dirían que hice bien en librarme de ti, de la nave y de todo los demás, lo antes posible. Y celebrarían ritos de expiación por haberte dejado aterrizar aquí, aunque nadie podía adivinar lo que estabas haciendo.

—¿Temes realmente que mi presencia puede traeros mala suerte, a ti y a tu mundo?

—Sí —respondió Lizalor con dureza. Y después, con más suavidad—: A mí me la ha traído ya, porque ahora que te he conocido, los hombres de Comporellon me parecerán más insulsos todavía. Me quedaré con mi afán insaciable. «El Que Castiga» me ha infligido ya mi penitencia.

Trevize vaciló y después dijo:

—No quiero hacerte cambiar de opinión sobre esta cuestión, pero tampoco me agrada que sufras aprensiones innecesarias. Debes saber que esta idea que yo te traigo mala suerte no es más que una superstición.

—Supongo que eso te lo diría el Escéptico.

—Lo sé sin necesidad de que él me lo diga.

Lizalor se enjugó la cara, pues una fina escarcha empezaba a cuajarse sobre sus salientes cejas.

—Sé que algunos creen que es superstición —dijo—. Sin embargo, el Más Viejo trae mala suerte. Se ha demostrado en muchas ocasiones y todos los ingeniosos argumentos de los Escépticos nada pueden contra la verdad.

Súbitamente, tendió una mano.

—Adiós, Golan. Sube a la nave y reúnete con tus compañeros antes de que nuestro frío pero amable viento congele tu blando cuerpo terminiano.

—Adiós, Mitza, y espero verte a mi regreso.

—Sí, me has prometido que volverás y he tratado de convencerme que lo harás. Incluso me he dicho que saldría a recibirte en el espacio, para que el maleficio caiga sólo sobre mí y no sobre mi mundo. Pero no volverás.

—¡Sí! ¡Volveré! Después de haber gozado tanto contigo, no renuncio a ti con tanta facilidad.

Y en aquel momento, Trevize estaba firmemente convencido de que era sincero.

—No pongo en duda tus románticos impulsos, mi dulce Fundador, pero los que se aventuren en el espacio en busca del Más Viejo jamás volverán… Me lo dice el corazón.

Trevize se esforzó en reprimir el castañeteo de sus dientes. Lo causaba el frío, pero no quería que ella pensase que era el miedo.

—También esto forma parte de la superstición —dijo.

—Sin embargo, también es verdad —repuso ella.

Resultaba estupendo hallarse de nuevo en la cabina-piloto de la Far Star. Podía ser angosta, casi como una burbuja hermética en medio del espacio infinito. Pero era familiar, amistosa, y estaba caliente en ella.

—Me alegro de que por fin hayas subido a bordo —dijo Bliss—. Me preguntaba cuánto tiempo permanecerías ahí fuera con la ministra.

—Ha sido poco —repuso Trevize—. Hacia frío.

—Me pareció —dijo Bliss— que estabas considerando la posibilidad de quedarte con ella y demorar tu búsqueda de la Tierra. No me gusta sondear tu menté, ni siquiera por encima, pero me sentía preocupada por ti y por tu lucha contra la tentación.

—Tienes razón —admitió Trevize—. Al menos momentáneamente, me sentí tentado. La ministra es una mujer extraordinaria y nunca había conocido a nadie así. ¿Fortaleciste tú mi resistencia, Bliss?

—Ya te he dicho muchas veces que no forzaré tu mente en modo alguno, Trevize —repuso ella—. Supongo que venciste la tentación gracias a tu firme sentido del deber.

—No, creo que no —dijo él con una irónica sonrisa—. No ocurrió nada tan dramático y tan noble. Mi resistencia fue fortalecida, en primer lugar, por el hecho de que hacía frio, y además, por la espantosa idea de que unas pocas sesiones con ella bastarían para matarme. No hubiese podido aguantar su ritmo.

—Bueno —dijo Pelorat—, lo importante es que estás a salvo a bordo. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—En un futuro inmediato, viajaremos rápidamente a través del sistema planetario hacia el exterior, hasta que estemos lo bastante lejos del sol de Comporellon para dar el salto.

—¿Crees que nos detendrán o nos seguirán?

—No; con sinceridad, pienso que la ministra está ansiosa de que nos alejemos lo más rápidamente posible y no volvamos, a fin de que la venganza de «El Que Castiga» no la reciba su planeta. En realidad…

—¿Qué?

—Ella cree que la venganza caerá sobre nosotros. Está firmemente convencida de que nunca volveremos. Esto, me apresuro a añadir, no responde a un cálculo suyo de mi probable grado de infidelidad. Ella quiso significar que la Tierra es una portadora de desdichas tan terrible que cualquiera que la busque tiene que morir en la empresa.

—¿Cuántos salieron de Comporellon en busca de la Tierra, para que pueda hacer esa afirmación? —preguntó Bliss.

—Dudo de que algún comporelliano haya intentado jamás esta búsqueda. Yo le dije que sus temores eran pura superstición.

—¿Seguro que tu lo crees? ¿No te has dejado sugestionar por ella?

—Sé que sus temores son mera superstición, en la forma como ella los expresa; pero, por otra parte, pueden tener un cierto fundamento.

—¿Quieres decir que la radiactividad nos matará, si tratamos de aterrizar en la Tierra?

—No creo que el planeta sea radiactivo. Más bien imagino que se protege. Recordad que toda referencia a ella fue eliminada de la Biblioteca de Trantor; y que la maravillosa memoria de Gaia, en la que participa todo el planeta, incluidos los estratos rocosos de la superficie y el núcleo de metal fundido, no ha podido remontarse lo bastante en el pasado para decimos algo con referencia a la Tierra.

»Está claro que, si es lo bastante poderosa para hacer todo esto, también puede ser capaz de influir en las mentes para que creamos en su radiactividad, evitando de este modo que la busquemos. Y tal vez porque Comporellon se encuentra tan cerca que representa un peligro particular para la Tierra, se ha intensificado en él la forzada ignorancia. Deniador, que es un escéptico y un científico, está completamente convencido de que es inútil buscar la Tierra. Dice que no puede ser encontrarla. Y es en este sentido que puede estar bien fundada la superstición de la ministra. Si la Tierra está tan resuelta a ocultarse, ¿no podría matarnos o desviarnos, antes que permitirnos encontrarla?

Bliss frunció el entrecejo y dijo:

—Gaia.

—No digas que Gaia nos protegerá —la interrumpió Trevize—. Si la Tierra fue capaz de conseguir borrar los antiguos recuerdos de Gaia, está claro que también conseguiría vencer en un conflicto entre ambas.

—¿Cómo sabes que los recuerdos fueron borrados? —preguntó Bliss fríamente—. Es posible que Gaia necesitase tiempo para desarrollar una memoria planetaria y que ahora sólo pueda recordar hasta la época en que aquel desarrollo terminó. Y si el recuerdo fue borrado, ¿cómo puedes estar seguro de que lo hiciese la propia Tierra?

—No lo sé —dijo Trevize—. Sólo expongo mis especulaciones.

Pelorat terció, con cierta timidez:

—Si la Tierra es tan poderosa y está tan resuelta a preservar, por decirlo así, su intimidad, ¿de qué servirá nuestra búsqueda? Pareces pensar que la Tierra no permitirá que triunfemos y nos matará, si es necesario, para impedir nuestro triunfo. En este caso, ¿no sería mejor que abandonásemos la empresa?

—Confieso que puede parecer así, pero tengo la firme convicción de que la Tierra existe y quiero y debo encontrarla. Además, Gaia me dice que cuando tengo convicciones firmes, como esta nunca me equivoco.

—Bien, ¿cómo podremos sobrevivir al descubrimiento, viejo?

—Es posible —dijo Trevize esforzándose por dar un tono ligero a sus palabras— que la Tierra también reconozca mi extraordinario acierto y me deje campar por mis respectos. Pero, y a esto es a lo que yo iba, no puedo estar seguro de que ustedes dos sobreviváis, y me preocupa mucho. Siempre ha sido así, pero ahora mas que nunca, y me parece que debería llevarlos a los dos de vuelta a Gaia y continuar después yo solo. Fue de mi, no de vosotros de quien partió la idea de buscar la Tierra. Soy yo, no vosotros, quien ve valor en ello, soy yo, no vosotros quien esta empeñado en esto, por consiguiente, dejad que sea yo, y no vosotros quien corra el riesgo. Dejadme que vaya solo ¿Janov?

La cara larga de Pelorat pareció alargarse mas al apoyar la barbilla en el pecho.

—No te negare que me siento nervioso Golan, pero me avergonzar a si te abandonase, renegaría de mi mismo si lo hiciese.

—¿Bliss?

—Gaia no te abandonara, Trevize hagas lo que hagas, si la Tierra resulta peligrosa Gaia te protegerá en la medida de sus fuerzas. Y en todo caso en mi papel de Bliss, no abandonare a Pel, y si él se aferra a ti, yo me aferrare a él.

—Esta bien —dijo Trevize gravemente—, os he dado una oportunidad, seguiremos juntos.

—Juntos —dijo Bliss.

Pelorat sonrió levemente y apoyo una mano en el hombro de Trevize.

—Juntos siempre.

—Mira aquello —dijo Bliss.

Había estado usando el telescopio de la nave, casi como distracción, para cambiar de ocupación, después de haber estar enfrascada en los libros de Pelorat sobre las leyendas de la Tierra.

Pelorat se acercó, le rodeo los hombros con un brazo y miro la pantalla. Veíase en ella uno de los gigantes gaseosos del sistema planetario comporelliano, ampliado hasta dar una impresión real de su tamaño.

Era de color anaranjado claro, con franjas mas pálidas todavía. Visto desde el plano planetario, y hallándose mas alejado del sol que la propia nave, aparecía como un círculo de luz casi perfecto.

—Hermoso —dijo Pelorat.

—La franja central se extiende más allá del planeta, Pel.

—Creo que tienes razón, Bliss —dijo Pelorat, frunciendo el ceño.

—¿Piensas que puede ser una ilusión óptica? —preguntó ella.

—No estoy seguro, Bliss. Soy tan novato como tú en esto del espacio. ¡Golan!

Trevize respondió a la llamada con un «¿Qué?» bastante débil y entró en la cabina-piloto. Llevaba el traje muy arrugado, como si hubiese estado dormitando vestido sobre la cama, que era exactamente lo que había hecho.

—¡Por favor! —pidió en tono malhumorado—. No toquéis los instrumentos.

—Sólo es el telescopio —dijo Pelorat—. Mira eso.

Trevize miró.

—Es un gigante gaseoso, al que llaman Gallia, según las informaciones que me dieron.

—¿Cómo puedes saber que es este, con sólo mirarlo?

—En primer lugar —respondió Trevize—, porque a la distancia que nos hallamos del sol, y debido a las dimensiones planetarias y a las posiciones orbitales que estuve estudiando al fijar nuestra ruta, es el único que podremos ampliar hasta tal punto en este momento. En segundo lugar, ahí está el anillo.

—¿El anillo? —dijo Bliss, sin comprender.

—Lo único que podéis ver es una fina línea pálida, porque lo observamos casi desde un plano horizontal. Podemos elevarnos y lo veréis mejor. ¿Os gustaría?

—No quiero que tengas que volver a calcular las posiciones y la ruta —dijo Pelorat.

—Bueno, el ordenador se encargará de eso con poco trabajo por mi parte.

Se sentó ante el ordenador mientras hablaba y colocó las manos sobre las marcas del tablero. El ordenador, perfectamente adaptado a su mente, hizo lo demás.

La Far Star, libre de problemas de carburante y de los efectos de la inercia, aceleró rápidamente, y, una vez más, Trevize sintió amor por el ordenador y la nave que respondían de tal manera a sus mandatos. Era como si su pensamiento les diese fuerza y los dirigiese, como si ambos fuesen una poderosa y obediente prolongación de su voluntad.

No resultaba extraño que la Fundación quisiera recuperar aquella nave; ni que Comporellon hubiese intentado adueñarse de ella. Lo único sorprendente era que la fuerza de la superstición fuese tan grande como para obligar a Comporellon a renunciar a ella.

Debidamente armada, podría dejar atrás o fuera de combate a cualquier nave o flota de la Galaxia, con tal de que no tropezase con otra de iguales características que ella.

Desde luego, no iba debidamente armada. La alcaldesa Branno, al confiarle la nave, había tenido la precaución de entregársela desarmada.

Pelorat y Bliss observaron con atención cómo el planeta Gallia se acercaba lentamente, muy lentamente, a ellos. El polo superior (fuese cual fuere) se hizo visible con una turbulencia en una gran región circular a su alrededor, mientras que el polo inferior quedó oculto tras el bulto de la esfera.

En la Parte de arriba, el lado oscuro del planeta invadió la esfera de luz anaranjada› Y el bello círculo apareció cada vez más inclinado. Lo más interesante fue que la pálida franja central ya no se veía Recta, sino curva, lo mismo que las otras franjas al Norte y al Sur, pero de un modo más visible.

Ahora, la franja central se iba extendiendo claramente más allá de los bordes del Planeta. Y lo hacía describiendo una estrecha curva a cada lado. Ya no podía hablarse de ilusión; su naturaleza resultaba evidente. Era un anillo de materia que circundaba el planeta y estaba oculto en el otro lado.

—Creo que esto es bastante para daros una idea —dijo Trevize—. Si pasásemos por encima del planeta, veríais el anillo en su forma circular, rodeando el planeta y sin tocarlo en parte alguna. Probablemente observaríais que no se trata de un anillo, sino de varios anillos concéntricos.

—Nunca lo hubiese creído posible —dijo Pelorat asombrado—. ¿Qué lo mantiene en el espacio?

—Lo mismo que sostiene a un satélite —respondió Trevize—. Los anillos se componen de pequeñas partículas, cada una de las cuales gira en órbita alrededor del planeta. Los anillos están tan cerca del planeta que el influjo de este evita que se fundan en un solo cuerpo.

—Me espanto cuando pienso en esto, viejo —dijo Pelorat moviendo la cabeza—. ¿Cómo es posible que me haya pasado la vida estudiando y desconozca casi todo lo referente a la astronomía?

—Y yo no sé nada sobre los mitos de la Humanidad. Nadie puede abarcar todos los conocimientos. Lo cierto es que esos anillos planetarios no son raros. Casi todos los gigantes gaseosos los poseen, aunque, a veces, no son más que una fina circunferencia de polvo. Pero el sol de Términus no tiene ningún verdadero gigante gaseoso en su familia planetaria, y así no resulta extraño que un terminiano no sepa nada de los anillos planetarios, a menos que haya viajado por el espacio o seguido cursos universitarios de Astronomía. Lo raro es que un anillo tenga la suficiente anchura para brillar y ser visible con facilidad, como ese. Es muy hermoso. Debe tener doscientos kilómetros de anchura por lo menos.

En ese momento, Pelorat chascó los dedos.

—Esto es lo que queda decir.

—¿A qué te refieres, Pel? —preguntó Bliss intrigada.

—Una vez —dijo Pelorat—, leí unos versos muy antiguos, en una versión de galáctico arcaica difícil de descifrar pero que demostraba su enorme antigüedad. Aunque yo no debería quejarme de ello. Mi trabajo ha hecho que sea experto en diversas formas de galáctico antiguo, lo cual resulta muy satisfactorio en lo personal aunque me sirva de poco fuera de mi especialidad. Pero… ¿de qué estaba hablando?

—De unos viejos versos, querido Pel —dijo Bliss.

—Gracias, Bliss. —Y dirigiéndose a Trevize—: Ella sigue siempre lo que digo para encarrilarme de nuevo cuando pierdo el hilo del discurso, que es lo que me ocurre casi siempre.

—Eso forma parte de tu encanto, Pel —dijo Bliss sonriendo.

—Bueno, aquel trozo de poema pretendía describir el sistema planetario del que la Tierra formaba parte. No sé por qué fue hecho, pues no se conservó en su totalidad; al menos, yo fui incapaz de encontrarlo. Sólo sobrevivió aquel fragmento, tal vez debido a su contenido astronómico. En todo caso, hablaba del triple anillo brillante del sexto planeta, tan amplio y grande que el mundo parecía pequeño en comparación con él. Como veis, aún lo recuerdo. Entonces, no comprendí lo que podía ser el anillo de un planeta. Recuerdo que pensé en tres círculos en hilera a uno de los lados del planeta. Me pareció tan absurdo que no quise incluirlo en mi biblioteca. Ahora, lamento no haberme informado mejor. —Sacudió la cabeza—. La mitología en la Galaxia de hoy en día es una labor tan exclusiva que uno se olvida de preguntar.

—Probablemente hiciste bien en no preocuparte por ello, Janov —dijo Trevize, para consolarle—. Es un error tomar el lenguaje poético al pie de la letra.

—Pero esto es lo que significaba —exclamó Pelorat, señalando la pantalla—. El poema hablaba de esto. Tres anillos anchos y concéntricos, más anchos que el propio planeta.

—Nunca había oído hablar de una cosa así —dijo Trevize—. No creo que los anillos puedan ser tan anchos. Comparados con el planeta que circundan, son muy estrechos.

—Tampoco habíamos oído hablar de un planeta habitable con un satélite gigante. O de uno que tuviese la corteza radiactiva. Esta es la singularidad número tres. Si encontramos un planeta radiactivo que de no ocurrirle eso seria habitable, que además tenga un satélite gigante, y en cuyo sistema hay otro planeta con un gran anillo, podremos estar seguros de que hemos encontrado la Tierra.

Trevize sonrió.

—Estoy de acuerdo contigo, Janov. Si encontramos las tres cosas juntas, tendremos, sin duda, la Tierra delante.

—¡Sí…! —dijo Bliss, lanzando un suspiro.

Se encontraban más allá de los mundos principales del sistema planetario, dirigiéndose hacia fuera, entre las posiciones de los dos planetas exteriores, de manera que no había ninguna masa significativa a menos de mil quinientos millones de kilómetros. Adelante de ellos, sólo estaba la vasta nube de cometas que, desde el punto de vista de la gravedad, era insignificante.

La Far Star había acelerado hasta una velocidad de 0,1 c, un décimo de la velocidad de la luz. Trevize sabía muy bien que, en teoría, la nave podía acelerar hasta casi la velocidad de la luz, pero que, en la práctica, 0,1 c era el limite razonable.

A esa velocidad, podía evitarse cualquier objeto de masa apreciable, pero no había manera de esquivar las innumerables partículas de polvo del espacio y, en cantidad todavía mayor, los átomos y moléculas individuales. A grandes velocidades, incluso unos objetos tan pequeños podían causar daños, frotando y arañando el casco de la nave. A una velocidad próxima a la de la luz, cada átomo que chocase contra el casco tendría las propiedades de una partícula de rayo cósmico. Y bajo esa radiación cósmica penetrante, nadie que viajase a bordo de la nave sobreviviría mucho tiempo.

Las estrellas lejanas no mostraban movimiento perceptible en la pantalla, y aunque la nave se movía a treinta mil kilómetros por segundo, daba la impresión de que permanecía inmóvil.

El ordenador registraba el espacio alcanzando grandes distancias, por si algún objeto de pequeño pero significativo tamaño se acercaba, y la nave se desviaba ligeramente para evitar la colisión, en el caso improbable de que esta se pudiese producir. Dados el pequeño tamaño del posible objeto que se acercaba, la velocidad a la que la nave se cruzaba con él y la ausencia de efectos de inercia como resultado del cambio de rumbo, no había manera de saber si se producía algo que pudiese llamarse una «aproximación».

Por consiguiente, Trevize no se preocupaba por esas cosas, y ni siquiera pensaba en ellas. Toda su atención permanecía alerta a las tres series de coordenadas que Deniador le había dado y, en particular, a la que indicaba el objeto más cercano a ellos.

—¿Hay algún error en las cifras? —preguntó, ansioso, Pelorat.

—Todavía no lo sé —respondió Trevize—. Las coordenadas no son útiles por sí solas, a menos que conozcas el punto cero y las convenciones empleadas para establecerlas como, por ejemplo, la dirección en que hay que marcar la distancia, por decirlo así; cuál es el equivalente de un primer meridiano, y otros datos por el estilo.

—¿Cómo averiguarás todo esto? —preguntó Pelorat palideciendo.

—En relación con Comporellon, he obtenido las coordenadas de Términus y otros puntos conocidos. Si las pongo en el ordenador, este calculará cuáles deben ser las convenciones para tales coordenadas si Términus y los otros puntos tienen que estar situados correctamente.

Sólo estoy tratando de organizar las cosas en mi mente para poder programar debidamente el ordenador a ese respecto, En cuanto hayamos terminado las convenciones, las cifras de que disponemos para los Mundos Prohibidos adquirirán, posiblemente, un significado.

—¿Sólo posiblemente? —preguntó Bliss.

—Temo que sí —dijo Trevize—. A fin de cuentas, esas cifras son viejas…, opino que comporellianas, pero no estoy muy seguro. ¿Y si se basasen en otras convenciones?

—¿Qué pasaría?

—Que sólo tendríamos unas cifras sin significado alguno. Pero…, eso es lo que debemos descubrir.

Sus dedos danzaron sobre las teclas suavemente iluminadas del ordenador para darle la información necesaria. Después, colocó las manos sobre las huellas del tablero. Esperó mientras el ordenador trabajaba según las convenciones de las coordenadas conocidas, se detenía un momento y después interpretaba las coordenadas del Mundo Prohibido más próximo según las mismas convenciones, y, por último, localizaba esas coordenadas en el mapa galáctico que tenía grabado en su memoria.

Un campo de estrellas apareció en la pantalla y se movió rápidamente mientras se ajustaba. Cuando la imagen quedó congelada, se expandió y empezaron a desprenderse estrellas de los bordes en todas direcciones, hasta que hubieron desaparecido casi todas. Los ojos no podían seguir aquel rápido cambio; todo era como una mancha moteada. Hasta que, al fin, quedó un espacio de un décimo de pársec en cada lado (según las cifras indicadoras al pie de la pantalla). No hubo más cambios y sólo media docena de puntos débilmente brillantes salpicaron la negra pantalla.

—¿Cuál es el Mundo Prohibido? —preguntó Pelorat a media voz.

—Ninguna de ellas —dijo Trevize—. Cuatro son enanas rojas; una, enana casi roja; la última, una enana blanca. Ninguna de ellas puede tener un mundo habitable en órbita a su alrededor.

—¿Cómo sabes que son enanas rojas con sólo mirarlas?

—No estamos viendo estrellas reales, sino un sector del mapa galáctico almacenado en la memoria del ordenador. Cada una de ellas está rotulada. Vosotros no podéis verlo y a mí me ocurriría igual de ordinario; pero mientras mis manos mantengan contacto con el ordenador, como ahora, percibiré una considerable cantidad de datos de cualquier estrella en la que concentre la mirada.

—Entonces, las coordenadas son inútiles —dijo Pelorat, en tono de desconsuelo.

Trevize le miró.

—No Janov, no he terminado. Está la cuestión del tiempo. Las coordenadas del Mundo Prohibido son las de hace veinte mil años. Por aquel entonces, tanto él como Comporellon giraban alrededor del Centro Galáctico. Y es posible que ahora se trasladen a velocidades diferentes y en órbitas de distintas inclinaciones y excentricidades. Con el paso del tiempo los mundos pueden acercarse o separarse, y, en veinte mil años, el Mundo Prohibido puede haberse apartado de medio a cinco pársec de la posición marcada aquí. En tal caso, no estaría incluido en este cuadrado de una décima de pársec.

—Entonces, ¿qué haremos?

—Bueno…, pues que el ordenador haga retroceder veinte mil años la Galaxia en tiempo relativo a Comporellon.

—¿Puede conseguir eso? —preguntó Bliss, bastante pasmada.

—Bien…, no puede hacer retroceder la Galaxia en el tiempo pero sí el mapa en su banco de memoria.

—¿Veremos algo? —dijo Bliss.

—Observad.

Muy lentamente, las seis estrellas se movieron en la pantalla. Y una nueva estrella, ausente hasta entonces, entró en aquella desde el borde izquierdo. Y Pelorat la señaló, excitado.

—¡Allí! ¡Allí!

—Lo siento —dilo Trevize—. Es otra enana roja. Son muy comunes.

Al menos tres cuartas partes de todas las estrellas de la Galaxia son de esa clase.

La imagen se inmovilizó en la pantalla.

—¿Y bien? —Preguntó Bliss.

—Ya está —dijo Trevize—. Es la representación de aquella parte de la Galaxia tal como debió de ser hace veinte mil años. El Mundo Prohibido tendría que hallarse en el centro de la pantalla si se hubiese movido a la velocidad normal.

—Tendría que estar, pero no es así —dijo Bliss vivamente.

—Es cierto —convino Trevize, con bastante indiferencia.

Pelorat suspiró profundamente.

—Es una mala cosa, Golan.

—No te desesperes —dijo Trevize—. Yo no esperaba ver ahí la estrella.

—¿No lo esperabas? —preguntó, asombrado, Pelorat.

—No. Ya os dije que esto no es la Galaxia, Sino el mapa que el ordenador tiene de ella. Si una estrella real no ha sido incluida en el mapa, no la veremos. Y si el planeta lleva el nombre de «Prohibido» y ha sido llamado así durante veinte mil años lo más probable es que no lo incluyesen. Y no lo hicieron para que no lo viésemos.

—Quizá no podamos verlo porque no existe —dijo Bíiss—. Las leyendas de Comporellon pueden ser falsas, o tal vez las coordenadas estén equivocadas.

—Eso es verdad. Pero el ordenador puede hacer un cálculo de cuáles serían las coordenadas en aquella época, ahora que ha situado el lugar donde el planeta debía estar hace veinte mil años. Empleando las coordenadas corregidas por el tiempo, corrección que yo sólo podía hacer empleando el mapa estelar, podemos pasar al campo estelar real de la propia Galaxia.

—Pero tú has atribuido una velocidad normal al Mundo Prohibido —dijo Bliss—. ¿Y si su velocidad no hubiese sido la normal? Ahora no tendrías las coordenadas válidas.

—Cierto, pero una corrección a base de la velocidad normal es casi seguro que nos acercará más a la posición real que si no hubiésemos hecho corrección alguna.

—¡Lo esperas! —exclamó Bliss, poco convencida.

—Eso es exactamente lo que hago —dijo Trevize—. Espero. Y ahora, veamos la Galaxia real.

Los dos mirones observaron atentamente, mientras Trevize (tal vez para mitigar su propia tensión y retrasar el momento cero) hablaba pausadamente, como si estuviese dando una conferencia.

—Observar la galaxia real resulta más difícil —dijo—. El mapa del ordenador es una construcción artificial, con irrelevancias susceptibles de ser eliminadas. Si una nebulosa oscurece la visión, puede borrarla. Si el ángulo visual es inadecuado para lo que pretendo, me permite cambiarlo y cosas como estas. En cambio, debo aceptar la galaxia real tal como la encuentro, y si quiero un cambio, tengo que moverme físicamente a través del espacio, para lo cual necesitada mucho más tiempo que para ajustar un mapa.

Y mientras Trevize hablaba, la pantalla mostró una nube de astros tan rica en estrellas individuales que parecía una ráfaga de polvo irregular.

—Esa —dijo Trevize— es una vista de una parte de la Vía Láctea tomada desde un ángulo muy amplio y, naturalmente, yo quiero un primer plano. Si amplío el primer plano, el fondo tenderá a desvanecerse en comparación con aquel. El lugar coordenado está lo bastante cerca de Comporellon como para que yo pueda ampliarlo aproximadamente a la situación que tenía en la vista del mapa. Daré las instrucciones necesarias, si es que no me vuelvo loco antes. Ahora.

El campo de estrellas se amplió a tal velocidad que miles de ellas avanzaron desde todos los lados, dando a quienes las observaban la impresión de que se movían hacia la pantalla, de modo que los tres se echaron hacia atrás automáticamente, como respondiendo a un alud.

Y volvió la antigua imagen, no tan oscura como había estado en el mapa, pero con las seis estrellas en la misma posición que en la vista original. Y allí, cerca del centro, vieron otra estrella, que brillaba más que las otras.

—Ahí está —indicó Pelorat, en un murmullo de asombro.

—Es posible. Haré que el ordenador tome su espectro y lo analice.

—Hubo una pausa moderadamente larga, y Trevize añadió: —Clase espectral, G-4, lo cual hace que sea un poco más opaca y más pequeña que el sol de Términus, pero bastante más brillante que el de Comporellon. Y ninguna estrella de la clase G hubiese debido omitirse en el mapa galáctico del ordenador. Como esta sí lo fue, tenemos un sólido indicio de que puede tratarse del sol alrededor del cual gira el Mundo Prohibido.

—¿Hay alguna posibilidad de que exista un mundo habitable girando alrededor de esa estrella? —preguntó Bliss.

—Espero que sí. Y en ese caso, trataremos de encontrar los otros dos Mundos Prohibidos.

—¿Y si los otros dos fuesen falsas alarmas? —insistió Bliss.

—Entonces, probaríamos en otra dirección.

—¿Cuál?

—¡Ojalá lo supiese! —exclamó Trevize, frunciendo el ceño.