Epílogo

EL CONSELL deis Dotze no necesitó muchos días para ofrecer a Boniface de Vérone el mando diplomático y administrativo de la República Militar Catalana, pero sin éxito, pues el buen noble veneciano, que no debía de verse muy capacitado para representar a los bárbaros responsables de la tremenda carnicería del río Képhissos, prefirió explicarles que desde sus posesiones en la isla de Negroponte —más de la mitad era suya— les sería de más utilidad que sentado en Tebas. Primero por garantizarles un acceso seguro a sus propios puertos y segundo porque trataría de conseguirles, si no la simpatía, sí al menos la neutralidad de la República de Venecia. Debió de planteárselo con gran habilidad, pues no le degollaron, y así, quizá sin créerselo del todo, pudo regresar a su isla. Es probable que cumpliera su palabra, si no de buena gana, sí al menos aconsejado por las circunstancias, pues los textos históricos no registran incidentes de consideración entre sus dominios y los del Ducado de Atenas, cuando menos hasta el año 1317, en el que falleció.

Tras el rechazo de Boniface de Vérone la oferta pasó al caballero Roger Deslaur. Éste, a diferencia del otro, no era hombre de fortuna, cosa que debió de influir en su valoración de la propuesta, ya que la tal incluía el Condado de Salona, cuya propiedad había pertenecido al difunto Tomás III de Stromoncourt. También incluía la hermosa viuda del mismo, la cual, pese a no haber disfrutado de un trato especialmente favorable tras el desenlace de la batalla, estaba en bastante buen estado, cuando menos suficiente para el realista y pragmático caballero. En general, el destino de la mayoría de las distinguidas viudas de los nobles fallecidos en Képhissos fue quedar repartidas entre los más acreditados oficiales de la recién nacida República Militar Catalana, sin que los textos históricos hayan recogido protestas desmesuradas ni rechazos numantinos. Quizá para ellas el seguir en este mundo, no del todo intactas pero aún sobre sus pies, fuera razón suficiente para no quejarse demasiado. Deslaur sólo se mantuvo un año en el cargo, aunque supo aprovechar el tiempo, ya que aseguró dos importantes logros. Uno, conseguir una paz inestable, aunque paz, con los irritados vecinos del que dentro de no mucho se llamaría de nuevo Ducado de Atenas. Otro, que Frederic II de Trinacria decidiese aceptar, tras pensárselo varios meses —era un regalo con dientes—, incorporar el tal ducado a su corona. Su aceptación incluía designar un titular ducal, el cual sería su hijo, el infante don Manfredo, pero como éste sólo tenía cinco años —la precocidad extrema no era inusual en aquellos tiempos, aunque quizá en ese caso resultara excesiva—, encargó a un segundo caballero catalán con experiencia demostrada en administración y buen gobierno, Berenguer Estanyol, que se hiciera cargo del vicariato de don Manfredo, en su nombre y representación.

Estanyol tomó posesión de su cargo, en Tebas, a finales de 1312, para encontrarse con un Estado que aún era, en lo administrativo, el que dejó en herencia Gautier de Brienne, así como un conjunto de vecinos —Tesalia, el Epiro, Valacchia o Tesalia del Norte, y los diferentes ducados y condados de la península de Morea, el antiguo Peloponeso—, tan recalcitrantes como belicosos, a los cuales apoyaban y estimulaban con mayor o menor descaro la República de Venecia y el Imperio bizantino, así como la infatigable Santa Sede, cuyo titular del momento, el papa Clemente V, notoriamente influido por la perseverante Jeanne de Chátillon, llegó a convocar una cruzada para expulsar a los catalanes de su aún tambaleante Ducado de Atenas —tras excomulgarlos una vez más, quizá por no recordar que ya lo estaban. El monarca francés, por fortuna para los catalanes, prefirió no darse por enterado, pese a la profunda irritación de Su Santidad, el cual estuvo cerca de hacer lo mismo con él, por desobedecer su llamada a esa especie de Guerra Santa contra el Anticristo, que otra cosa, para él, no eran los catalanes, sin distinguir demasiado entre los de Barcelona, los de Mallorca, los de Palermo y los de Atenas.

Estanyol pronto comprendió que los puntos de vista de los militares catalanes —el restablecimiento del Ducado de Atenas como sujeto jurídico y político soberano los había convertido en el ejército regular de su recién independizado país; ya no eran, pues, una horda de almogávares mercenarios, sino unas fuerzas armadas nacionales tan respetables como cualesquiera otras— eran muy acertados. Consistían en que al no contar con recursos suficientes para guerrear con sus numerosos vecinos en forma simultánea, lo más práctico y efectivo sería firmar paces con todos ellos al precio que fuese, menos con uno diferente cada vez, para tras eso aplastarlo. Después, al cabo de unos meses y con cualquier pretexto, volverían a empezar con otro cualquiera, ya que unos con otros no bajaban de diez, y así hasta que acabaran con todos o al menos neutralizasen a todos. Así se llegó al año 1317, cuando dos acontecimientos inesperados alteraron el ya consolidado sistema político del Ducado de Atenas. El primero fue la muerte del buen Berenguer Estanyol, que pese a no contar con mucho tiempo para realizar todo lo que Frederic II le había pedido dejó una huella de honestidad y eficacia que ninguno de los catalanes a sus órdenes dejó de reconocer. A éste le siguió una segunda muerte, la en verdad prematura del infante don Manfredo, que se cayó de un caballo a su tiernos diez añitos. El apenado rey Frederic cedió el Ducado de Atenas al siguiente de los hijos que tuvo con Elionor dAnjou —ocupaba el cuarto lugar entre los hombres; por delante había dos hembras, pero en aquellos espirituales tiempos las infantas valían para trapichear tratados y para que parieran más infantes, y poco más—; se llamaba Guillem dAragó y era difícil saber si sería o no un buen Duque de Atenas, pues había nacido en 1312, un año después que su ducado. Su padre, prudente, decidió que durante un tiempo necesitaría su propio vicario, y a falta de un caballero tan acreditado como fue Berenguer Estanyol, echó mano del más prometedor de su reserva de bastardos —era de muy buen tamaño, pues el previsor rey Frederic había empezado a edificarla nada más disponer del equipamiento necesario, en lo cual jamás dejó de afanarse—, Alfons-Frederic dAragó, el cual se había criado en la corte de su tío Jaume II, andaba por los veintisiete, seguía soltero y daba ya bastantes pruebas, si no de ser una lumbrera, sí de no ser un insensato. Nada más llegar a Tebas, los taimados catalanes a sus órdenes le casaron con la primogénita de Boniface de Vérone, una joven no excesivamente bella que se llamaba Mamila. Tenía por dote la rica isla de Egina y el excelente puerto de Caristo, la llave del tráfico marítimo de las posesiones venecianas en la isla de Negroponte. Con aquella boda, y más defacto que de iure, pero con efectos prácticos inmediatos, el Ducado de Atenas engordó de un modo en verdad considerable.

Un año antes, los militares catalanes, al ver llegar la muerte de un Berenguer Estanyol por el que habían llegado a sentir una gran estima —dejó tras él una legislación abundante, clara y eficaz, toda ella redactada en catalán y que todavía se conserva—, vieron inevitable que pronto les caería un nuevo vicario, ya que su aún soberano, el infante don Manfredo, seguía siendo deplorablemente joven. Con el propósito principal —rara vez los catalanes de aquel tiempo tenían uno solo en aquello que iniciaban, proponían o emprendían— de que quien viniera tras Estanyol no les cortase las alas, decidieron elegir un capitán general, el primero que se daban desde la desaparición de Bernat de Rocafort. Su función sería ocupar la jefatura militar, sólo subordinado al hipotético vicario de don Manfredo, no fuera que a éste se lo ocurriese imponerles en el mismo cargo algún indeseable del tipo Thibaud de Cepoy. A la primera votación salió elegido el caballero Guillem de Tous, uno de los tres supervivientes de la encerrona de Adrianópolis y el mismo que llevara la ensenya de Bernat de Rocafort en Apros y en Gallípoli. Ésa fue la última vez que su nombre se cita en los textos históricos —algunos, de origen británico, le llaman William of Thomas, y otros, escritos o traducidos por autores castellanos, le citan como Ramón en vez de como Guillermo/Guillem, pero, al menos en opinión del autor, siempre se trata del mismo individuo—, donde no sólo no aparece nunca más, sino que tampoco lo hace ninguno de los sucesores que sin duda tuvo, ya que si fuera cierto que nació el año 1280, el día de su exaltación a la jefatura del ejército del Ducado de Atenas ya tendría treinta y seis, una edad no ya considerable, sino bastante longeva para un soldado de la Baja Edad Media. Es lógico suponer que don Guillem de Tous y don Alfons-Frederic dAragó se llevaron estupendamente desde nada más conocerse, ya que a las pocas semanas de la bienaventurada boda del segundo su suegro falleció, lo que dio lugar a un efecto inmediato: la ocupación militar por parte del vicario trinacriense de las tierras y posesiones de las que su esposa se adueñaba en razón de su herencia, para no ya preocupación, sino gran consternación de la República de Venecia. La ocupación se llevó a cabo de la noche a la mañana, con gran disciplina y perfecto sentido del orden y de los objetivos, lo cual avala el criterio de que dentro del Ducado de Atenas el Poder Político y el Militar convivían a las mil maravillas y en la más total armonía.

Tras la fulminante ocupación, y aprovechando una nueva e igualmente inesperada muerte, la del sebastocrátor de Tesalia Jean II Doukas, la que una vez se llamara Companyia Catalana d'Orient se volvió hacia el oeste para emprender la última de las fulminantes campañas de agresión que se apuntaría en su breve, aunque de veras espectacular, paso por la historia. En contadas semanas se hizo con la totalidad de los puntos fuertes de Tesalia, para culminar las acciones con la toma de su capital, Neopátria." Tras eso, y sin preocuparse por las consecuencias diplomáticas —se tenían por más fuertes de lo que habían sido nunca, quizá por contar en sus filas con una buena cantidad de griegos nativos que a su vez se veían bajo los catalanes más cómodos que bajo los franceses, y quizá también porque poco a poco llegaban al ducado más y más familias catalanas que tampoco estaban a su gusto en el principado, en el Rosselló, en las liles Balears o en Trinacria—, decretaron que Tesalia cambiaba de identidad. En lo sucesivo se llamaría Ducado de Neopátria, su soberano sería el infante Guillem d'Aragó y, mientras no se hiciera mayor, su vicario sería el mismo que ya virreinaba en Tebas, Alfons-Frederic d'Aragó.

El primero en manifestar abiertamente su hostilidad a los tremebundos catalanes fue Juan XXII, el Papa elegido el día 5 de septiembre de 1316 en un cónclave celebrado en Lyon y tutelado, si no presidido, por el rey de Francia, Philippe V, el cual era tan francés como el nuevo Papa, nacido Jacques Duéze en la también francesa Cahors. En una encíclica que redactó al poco de tener conocimiento de lo sucedido en Tesalia y en Negroponte —la dictó en Avignon, donde residía como el buen francés que nunca dejó de ser—, abogó por la recurrente necesidad de organizar de una vez por todas una cruzada multinacional contra los Hijos de la Iniquidad —iniquitatis filii— que para él eran esos indeseables aventureros catalanes, a la que añadió semanas después una nueva bula de excomunión —los tales catalanes habían debido perder la cuenta de las muchas que apenaban sus atribuladas conciencias— contra los que a su entender eran scimati perditionis filii et iniquitatis alumni. Al irritado Papa francés, conmovido por la triste suerte de Gautier de Brienne, de Jeanne de Chátillon y de sus errantes hijos, pronto se unió el dux de Venecia, Giovanni Soranzo, francamente indignado por la forma tan vil en que los catalanes se habían quedado con la isla de Negroponte. No lo hizo quejándose ante Alfons-Frederic, sino ante Frederic II, dándole así a entender que si a consecuencia de los últimos acontecimientos se organizaba una guerra en el Mediterráneo, no sería entre Venecia y sus aliados de una parte y los fantasmales ducados de Atenas y Neopátria por la otra, sino entre los primeros y el reino de Trinacria. El prudente Frederic, que no quería complicarse más la vida —tenía demasiados frentes abiertos—, aceptó abrir negociaciones, las cuales no fueron ni rápidas ni fáciles, aunque culminaron en un tratado de paz moderadamente satisfactorio para todos que se firmó en Venecia el 9 de junio de 1319.

A partir de tal tratado la vida de los ducados gemelos evolucionó con rapidez a pacífica y conservadora, lo último en sentido literal, ya que, si bien durante los años en que aún existirían como tales ducados sometidos a una muy remota disciplina —en la práctica eran del todo independientes— tuvieron que pelear y no poco, ya fue siempre a la defensiva. Los primitivos almogávares de la Companyia Catalana, los que se hicieron de un modo inverosímil con Atenas y Neopátria, ya se habían desvanecido en la neblina de la Historia. Sus sucesores tenían menos hambre, vivían significativamente mejor y de ningún modo se veían con fuerzas, o con ganas, para oponerse a ejércitos más fuertes y numerosos, como los que poco a poco se les iban viniendo encima. Lo inevitable acabó por suceder el año 1379, cuando una fuerza mercenaria ibérico-francesa que se había quedado sin enemigos, la Compañía Navarra —mandada por el hospitalario Gautier de la Bastide y los navarros luán de Urtubia y Pedro de San Superan— los echó de Neopátria, de Tebas y de la mayor parte de sus territorios, salvo de Atenas, donde se refugiaron para resistir con escasas esperanzas hasta el día 2 de mayo de 1388, cuando el último de sus capitanes, Pere de Pau, arriaría del Partenón la bandera de las nueve barras, cinco amarillas y cuatro rojas, rindiendo así los restos del Ducado de Atenas a otra fuerza de mercenarios, esta vez a sueldo de un magnate florentino, Niero Acciajuoli. Ahí concluyó la extraordinaria, por asombrosa e inverosímil, aventura militar de los catalanes en el este del Mediterráneo.

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Es un hecho establecido que la Edad Media concluyó el 24 de mayo de 1453, el día en que Constantinopla cayó en manos del Imperio otomano. Hay algunos historiadores, de orientación menos sociológica y más militar, que sostienen un parecer alternativo, el de que la Edad Media, cuando menos a efectos de los conflictos armados, concluyó cuando lo hizo el estilo de hacer la guerra propio del Medievo, el que tenía como arma principal a la caballería pesada, fuertemente blindada y cuyo ejemplo más arquetípico fue, durante siglos, la muy aristocrática, si no deslumbrante, caballería francesa. Era una fuerza integrada exclusivamente por caballeros de sangre, origen y estirpe comprobados; personas, en general, de gran fortuna, con medios suficientes no sólo para sostener ellos mismos una campaña de cierta duración, sino de hacerse acompañar, a sus expensas, por un considerable número de peones, soldados y escuderos. Un arma que pereció casi al completo en la batalla de Agincourt, el 25 de octubre de 1415. Ese día, una fuerza inglesa inferior a diez mil hombres acabó con una francesa que superaba de mucho los veinte mil, en la que alrededor de seis mil combatían sobre monturas, de los cuales mil doscientos eran caballeros acorazados. Estos últimos fueron masacrados por los infantes ingleses, los cuales, tras hacerles caer de sus caballos, les abrían las viseras de los yelmos para liquidarlos con sus misericordias: largos puñales de punta muy aguda, funcionalmente similares a las moharras catalanas; su función no era cortar, sino clavarse tan hasta la empuñadura como fuera menester. Tras Agincourt, que si bien decidió la Guerra de los Cien Años no la liquidó, la caballería pesada, el arma suprema medieval por excelencia, el súmmun de la dignidad, la valentía, la distinción y la elegancia de su tiempo, perdió para siempre su valor. A eso se debe que algunos historiadores militares consideren que Agincourt marca el verdadero fin de la Edad Media, o al menos el fin de las batallas al estilo medieval.

Si Agincourt es un hito histórico de primera categoría, entre otras cosas por constituir el innegable punto de inflexión de la Guerra de los Cien Años, el enfrentamiento de la Companyia Catalana d'Orient contra el Ducado de Atenas no pasa para buena parte de los historiadores, sobre todo si no están muy comprometidos con lo militar, de ser un episodio menor entre dos ejércitos de tercera fila, si no de baja estofa. Sin embargo, para no pocos de los que se han dedicado a estudiarla, merece a todas luces el honor y el reconocimiento de haber puesto fin a la Edad Media Militar. Cuando menos, en el espectral Imperio latino de Constantinopla, el que fundaron los cruzados franceses en el Mediterráneo Oriental allá por el año 1204, tras la matanza de Képhissos no volvieron a verse caballeros acorazados elegantísimos que cargaran contra la infantería enemiga, lanza muy larga en ristre y a lomos de gigantescos caballos de batalla. Es probable, también, que los estudiosos y consejeros militares franceses del siglo XIV desdeñaran las experiencias y las evidencias registradas en la ribera del Képhissos al amanecer del 13 de marzo de 1311, ciento cuatro años antes de Agincourt. Por el contrario, sus equivalentes ingleses, la historia lo demuestra, de ningún modo las despreciaron. A eso se debe, quizá, el llamativo parecido de las dos batallas, la de Képhissos (1311) y la de Agincourt (1415). Pese al siglo que hay entre las dos, cuesta no aceptar que la primera es un claro antecedente de la segunda (mismo tamaño, misma correlación de fuerzas, mismo exterminio de la caballería pesada francesa).

En general, las batallas más famosas y mejor documentadas de la Baja Edad Media, tanto por su dimensión como por sus efectos (Crécy, agosto de 1346; Poitiers, septiembre de 1356; Agincourt, octubre de 1415), fueron relativamente modestas en cuanto a número de participantes, al menos si se comparan con las grandes batallas continentales de los siglos siguientes. En ningún caso se enfrentaron más de quince mil hombres, en el bando menor, contra no menos de veinticinco mil en el contrario, siendo por demás interesante que, al menos en esas tres (Crécy, Poitiers y Agincourt), el que se alzó con la victoria fue el primero, pese a contar con muchos menos efectivos. A no pocos historiadores les llama la atención que los cuatro combates más decisivos de la Gran Companyia Catalana d'Orient (Kibistra, agosto de 1304, contra los turcos;

Apros, junio de 1305, contra los bizantinos; Mont Hemus, junio de 1306, contra los alanos; Képhissos, marzo de 1311, contra franceses, venecianos y griegos), fueran de similares dimensiones, si no incluso mayores en el lado de los ejércitos que resultaron derrotados. El que esas cuatro grandes batallas no sean acontecimientos afamados en la historia de los conflictos armados europeos quizá se debe a que los mercenarios catalanoaragoneses no constituían una fuerza de naturaleza elegante, ni la mandaba un rey o un príncipe de sangre real, ni sentía respeto alguno por las tradiciones que regulaban los combates entre caballeros, además de que, al terminar, su interés se concentraba en saquear al enemigo derrotado (en no hacer prisioneros, sin embargo, no se diferenciaba de sus iguales, empezando por Crécy, donde los caballeros ingleses no se cortaron lo más mínimo en degollar a sus equivalentes franceses una vez rendidos y desarmados). De no ser por eso no se explica que las batallas de la Companyia Catalana hayan pasado tan desapercibidas, casi al punto de ser unas olvidadas de la historia. Esto es tanto más de sorprender, si no de lamentar, por cuanto la táctica instintiva de la infantería catalana para compensar su inferioridad numérica, concentrar su potencial en un punto determinado de la línea enemiga para provocar que se hundiera, fue la misma que cinco siglos después aplicaría Napoleón Bonaparte para derrotar a ejércitos hasta dos veces superiores en número a los suyos. El menosprecio que buena parte de los historiadores militares demuestran por las detestables tácticas de la Companyia Catalana probablemente se debe a lo astroso e indisciplinado de su aspecto, a lo rústico de su organización y a que no la mandaban personajes destacados o elegidos por Dios, sino por las propias tropas reunidas en asamblea y a partir de lo que más puede irritar a la autoridad constituida: el derecho a decidir, mediante votación, quién ha de mandarle a uno en el campo de batalla. También, a su esencia mercenaria y, en fin, a que fúera no ya universalmente detestada, sino usurpadora de una monarquía feudal nacida de las gloriosas cruzadas. Lo peor de todo, sin embargo, quizá fue que la

Companyia Catalana era una fuerza excomulgada sobre la que caía la peor de las maldiciones: la pontificia. Tras considerar todo esto no queda otra que admitir lo desastroso de su marketing histórico-militar. Si algo jamás supo hacer bien la Companyia Catalana fue promocionarse.

Pese a todo eso, Napoleón Bonaparte admiró muy profundamente a la Gran Companyia Catalana d'Orient, como lo hicieron y lo hacen todos los conscientes de lo muy difícil que resulta salir siempre victoriosos contra fuerzas enemigas muy superiores en número. Si por algo la infantería catalana merece un lugar destacado en la historia militar es, al menos, por esto.

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Los mercenarios turcos y turcopóls que se añadieron a la Companyia Catalana cuando consideraron que Képhissos ya era una victoria segura, dejaron el Ducado de Atenas en buenos términos una vez estuvo claro que la vida de saqueadores errantes había concluido para sus socios catalanes. Los turcopóls deseaban seguir en el negocio de la guerra mercenaria, para lo cual se dirigieron al norte, con ánimo de luchar en Serbia en favor o en contra del soberano constituido, según quién pagase más. Los turcos, en cambio, deseaban regresar al Asia Menor, para volver junto a los suyos llevando un zurrón de veras rebosante. Para cruzar la Bocca dAveo, sin embargo, necesitaban dar con alguien que les transportase. Ahí cometieron el error de confiar en la palabra de Andrónic II. Una vez en alta mar, y despojados de sus armas —incomprensiblemente, se habían dejado desarmar—, fueron masacrados sin piedad, hombres, mujeres y niños, por unos soldados bizantinos que, contra gente que no se pudiera defender, encontraban sin problemas

el valor que siempre les faltó contra los almogávares.

Ferran Eiximenis d'Arenós, el único de los cuatro capitanes principales de la Companyia Catalana d'Orient que una vez estuvieran a las órdenes de Roger de Flor y que vivió para ver nacer el cuarto estado catalán del Mediterráneo, hizo una excelente carrera en el ejército bizantino. Tras dejar la Companyia después de la muerte —o el asesinato— de Berenguer d'Entença I de Monteada, entró al servicio del emperador Andrónic II Paleóleg, el cual le recibió encantado, le distinguió con el rango de Megaduque y le dio por esposa a la princesa Teodora. No era hija suya, pero dentro de lo que cabía tampoco fue una mala boda para el más amigo de ir por libre de los capitanes que un buen día emprendieron lo que con el paso de los años sería la gran aventura de los catalanes en el Mediterráneo.

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Ramón Muntaner permaneció en su cargo de gobernador de la isla de Djerba hasta 1315. En el entretanto (1311) se casó en Valencia con su prometida de toda la vida, Valentona Castell, con la que tendría tres hijos, Martí, Macari y Caterina. El año 1315 el rey Jaume II de Mallorca le encomendó una misión en verdad especial y que demostraba una gran confianza en su persona, la de traer a su corte desde Trinacria un recién nacido que con el tiempo sería Jaume III de Mallorca, el hijo del infante Ferran d'Aragó —que moriría un año después— y de su esposa Isabel de Sabran, la cual falleció al dar a luz; la pobrecilla sólo tenía quince años. Desde Mallorca se trasladó a Valencia, donde trabajaría como procurador y administrador general de un valenciano muy acaudalado, Bernat de Sarriá. Allí en Valencia, establecido en su alquería de Xirivella, escribió entre 1325 y 1328 la que con el tiempo sería una de las obras históricas principales de la Baja Edad Media, la Crónica. En ella relataba, en 298 capítulos, una buena parte de la historia catalana y aragonesa, desde la concepción de Jaume I el Conqueridor (1207) hasta la coronación de Alfons IV d'Aragó (1328). En 1329 se trasladó a las Baleares, donde ocuparía diversos cargos de importancia en la corte del rey Jaume III. Falleció el año 1336, a los setenta y un años, siendo alcalde de Eivissa; fue enterrado allí mismo, en la iglesia del Convent deis Dominics.

La Crónica de Muntaner es una obra más que notable, tanto en lo literario como en lo histórico. Escrita en primera persona, no siempre describe asuntos en los que participara el autor —de hecho, son una minoría—, si bien aquellos en los que tomó parte activa revelan una singular devoción por los acontecimientos. El estilo es plano y directo, el de alguien que pretende contar una historia interesante, sin deslumhrar al lector con su habilidad lingüística y sin engrandecerse a sí mismo explicando aventuras disparatadas donde toda la gloria sea para él. Es el estilo de un hombre muy práctico y muy honesto, uno que fue capaz de ser un gran soldado, un excepcional intendente, un eficaz administrador y un competente servidor público; también, y sobre todo, un magnífico relator.

Muntaner escribió la Crónica no para ser publicada —en sus tiempos era muy escasa la obra extensa de la que se hacían copias, fundamentalmente por la inexistencia de un mercado, ya que sólo unos pocos privilegiados sabían leer—, ni para ser declamada —la compuso en prosa llana, simple y eficaz—, sino para ser leída en público, en principio por él mismo, aunque con el tiempo serían muchos otros quienes la leyeran ante audiencias diversas. A eso se deben multitud de giros y expresiones que podrían sorprender en un texto destinado a ser leído, no escuchado, ya que hacen pensar que el autor se dirige al lector en forma coloquial, cercana y directa. Esto era lo que sucedía en realidad, ya que Muntaner así era como leía su Crónica en la corte de Mallorca, lo que daba lugar a una fuerte interacción con sus oyentes —cuesta imaginar que guardaran silencio todo el tiempo, sobre todo siendo reyes e infantes—, sin la cual se hace difícil comprender la estructura de la obra. En cualquier caso, y pese a los cerca de siete siglos transcurridos, sigue siendo el primero de la lista de los textos recomendables a cualquiera que desee conocer la extraordinaria epopeya catalana en Anatolia, Tracia, Macedonia, Magnesia, Tesalia y el Àtica.

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El Ducado de Atenas refundado por la Companyia Catalana, que nunca fue reconocido como tal por las potencias europeas, desapareció el año 1388. Sin embargo, el título de Duque de Atenas, el cual pasó de Gautier de Brienne a su hijo mayor, nunca se extinguió; en vez de eso fue pasando de unas generaciones a otras y de unas casas reales a otras, hasta llegar a su actual poseedor, el rey Felipe VI de España.

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El Partenón sobrevivió sin excesivos daños a las diferentes banderas que ondearon en sus fachadas, así como en una torre adyacente construida junto a su lateral sudoccidental que hizo las veces de campanario, cosa necesaria para que pudiera ser convertido de iglesia bizantina en basílica prerrenacentista. Sobrevivió también sin daños a su conversión en mezquita musulmana, lo cual tuvo lugar a partir del año 1456, cuando, tras ser inspeccionado por el sultán de la casa Osmán Mehmed II Fatih —el Conquistador; un tipo mucho más culto y refinado de lo que algunos historiadores muy cristianos han intentado hacer pensar a lo largo de no pocos siglos—, se decidió que tuviera un nuevo destino piadoso, lo cual dio lugar a que se transformara el campanario en minarete y el propio Partenón en mezquita. No fue una conversión catastrófica o desdichada —como, en sentido contrario, fue la de la mezquita de Córdoba en catedral cristiana—, pues el templo de la gran diosa olímpica se conservó más o menos como estaba, pero el 26 de septiembre de 1687 la suerte, o pudiera ser que Atenea, le abandonó. Sucedió que Venecia y el Imperio otomano estaban en guerra, que los venecianos asediaban Atenas, que la guarnición turca, pensando que sus enemigos no se atreverían a poner en peligro una joya histórica tan preciada como era el Partenón y que por tanto se abstendrían de bombardearlo, instalaron en su interior un gran polvorín, el cual fue alcanzado por una granada de mortero ese infausto día, pues para desgracia de la humanidad el comandante de las fuerzas venecianas, un mercenario sueco de nombre Otto— Wilhelm Kónigsmarck y rango de generalfeldmarschall, no era precisamente un devoto del arte clásico. La consecuencia primera fue que las pólvoras y las municiones reventaron, y con ellas el Partenón, lo que causó el efecto colateral de varios cientos de muertos, entre hombres, mujeres y niños. La segunda, que la guarnición turca de Atenas capituló poco menos que al momento. La tercera, que del infortunado Partenón sólo sobrevivieron, y en pésimas condiciones, las fachadas oriental y occidental, las de ocho columnas; el resto, empezando por el techo, quedó reducido a escombros.

A principios del siglo XIX, un avispado Sir Thomas Bruce, Lord Elgin, embajador británico en la corte del sultán otomano, consiguió permiso del tal para llevarse a Londres unos cuantos pedruscos inservibles que a la sazón yacían esparcidos en los alrededores de lo que una vez fuera Partenón, más o menos a como habían caído tras el acontecimento de 1687. Los tales pedruscos carentes de valor acabaron siendo la colección Elgin Marbles, la hoy en día exhibida en una sala especial del British Museum. Consta de unos 75 metros del friso del Partenón; de 15 esculturas, se cree que de Fidias —o al menos de su taller—, y de 17 metopas de las 92 con que contaba el gran templo de Atenea cuando fue construido en el siglo V antes de Cristo. En cuanto al edificio en sí, las autoridades griegas iniciaron su restauración en la tercera década del siglo XX, levantando un buen número de columnas a base de aprovechar piezas y más piezas de las previamente destruidas, ya que no quedaba ni una sola entera. Del friso que recorría los cuatro lados del templo, en color azul, no parece que haya quedado nada; de haber algo estará en el British Museum. Es difícil hacerse una idea, pero con imaginación, concentración y cierto esfuerzo

de voluntad aún es posible ver, siquiera en sueños, una gran bandera de combate catalana gualdrapeando con alegría en su fachada oriental, según se despierta el sol. El sol de los dioses.

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De la epopeya de los catalanes en Oriente apenas queda rastro. La ocupación otomana se llevó por delante casi todo lo que la Gran Companyia Catalana d'Orient y sus descendientes dejaron tras ellos. Hoy en día, y salvo para unos cuantos catalanes y no catalanes aficionados a la historia, no es mucho más que una gran aventura brillantísima pero desoladoramente breve, olvidada por casi todo el mundo y a la que rara vez se refiere nadie fuera de los países de habla catalana. Sin embargo, un cierto rastro sí que ha quedado: todavía hoy en Turquía, Grecia, Bulgaria y Albania, cuando una madre preocupada por lo mal que le come su hijo pequeño ve que no hay forma de que se acabe su cena, compone un gesto muy serio, se le acerca poco menos que a la distancia de nariz contra nariz, levanta un dedo del modo más amenazador, y le advierte: —O te lo comes todo sin dejar nada, o por la noche vendrán los catalanes y se te llevarán.

Según parece, aún funciona.

Ildefonso Arenas Maj adahonda, julio de 2014