Capítulo 6

Gallípoli, agosto de 1306

ERAN las primeras luces de un hermoso día de verano. Agosto, en Gallípoli, me recordaba mucho a Palamós. La misma temperatura suave, lejos de los agobios de la Llagostera y sobre todo de Tossa, en cuyo castillo había pasado un verano también delicioso aunque de muchísimo calor, el de mis catorce años. En el Hexamilia no podía decir que pasaba el de mis veinticinco, porque aún no hacía una semana que habíamos vuelto de Rodosto y en cosa de seis o siete días saldríamos para Stenia[12] donde los emisarios turcopóls parecían interesados en pasarse a nuestro bando, aunque no a ojos cerrados. En realidad, Muntaner no acababa de saber qué pesaba más en sus cavilaciones, si lo mal que históricamente les habían tratado los Paleóleg, el odio regular que sentían por los tracios, el desprecio singular que les inspiraban los macedonios, o el aroma de lo mucho que podrían saquear asociándose con unos catalanes a los que tampoco querían mucho, si bien sus sentimientos para con nosotros eran de semanas o de meses, y además presididos por la relativa nobleza de la lucha y la batalla, mientras que sus opiniones acerca de los griegos se remontaban a varios siglos antes. A eso se debía que nos hubieran enviado embajadores, a sondear los términos de un posible acuerdo; éstos, en manifestación de su buena voluntad, nos habían obsequiado con lo que más valoraba Muntaner: información. Decían que la Marina Imperial mantenía sus mejores atarazanas, y en cuya tortuosa y estrecha dársena sus esclavos armenios desincrustaban de moluscos las cuatro galeras que los genoveses habían birlado al ingenuo d'Entena. La idea de dar un golpe de mano tan cerca de Constantinopla, recuperar nuestras naves y arrasar las atarazanas, los diques y las gradas, así como las naves que pudiéramos encontrar allí fondeadas, les bailaba por los sesos tanto a Rocafort como a mi señor, y también a mí, porque la tarde antes los dos me adjudicaron la tarea de planificar la marcha —serían treinta leguas hasta las afueras de Constantinopla, y desde allí dos más, ya dentro del Bosforo, para llegar a Stenia—, el regreso y las medidas de intendencia en general.

Era temprano para ponerme a pensar en eso, reconocía para mí tumbado en un lecho bastante amplio. Ya podía serlo, pues allí dormíamos Llura, Claudera y yo. Muy cerca, bien al alcance de la mano de Llura, la cuna, también grande, donde hacían lo propio Eris y Meritxell. Respirábamos una gran paz y yo me sentía el rey del mundo, como no podía ser menos con una familia tan magnífica, y tan mía, pues aunque me avergonzaban un poquito mis pensamientos territoriales —Claudera los criticaba; el haber sido esclava todos los años de su vida, los cuales seguía yo sin saber cuántos eran, le hacía detestar cualquier forma de sometimiento, por amorosa que fuera—, no dejaba de ser un hombre de mi tiempo. Uno muy afortunado, me repetía sacudiéndome con cuidado el abrazo combinado de mis dos mujeres, primero el de Claudera, que se durmiera como se durmiera siempre despertaba con el hociquillo enterrado en mi peludo sobaco de babor —no podía ir más limpio, por cierto; no en general, pero sí desde que inauguramos la costumbre de bañarnos todos juntos—, y un brazo extendido sobre mi tripa igualmente frondosa —debo reconocer que según pasaban los años me iba pareciendo más y más a un oso del Cadí; un oso rubio, sí, pero un oso a fin de cuentas—, lo cual hacía que la maniobra de desamarrar y deslizarme hacia el fondo de la cama fuera delicada, ya que, además, debía deshacer otro abrazo similar. Éste era algo menos posesivo, ya que Llura repartía sus atenciones inconscientes —una madre, aunque quiera, ni dormida deja de serlo— entre su hombre y sus cachorras, a la sazón de casi cuatro meses y ocupadas por entero en lo propio de su edad: comer, beber, cagar, mear y dormir; ah, y llorar, si bien eso, gracias a Eris, a quien las dos seguían encomendadas del modo más devoto, sólo si querían teta. Éramos, en verdad, una familia repugnantemente dichosa.

Las miraba, en pie junto a la ventana-tronera por donde me alcanzaban los primeros rayos de un sol que ya calentaba, pese a estar aún muy bajo. La imagen era idílica, y me recreé posándola en mis ojos, y con mayor profundidad en mi memoria, para el día en que me hiciera falta recordar que una vez fui tan feliz como para entender que debía fijar el momento en mi alma, porque la dicha es, sólo puede ser, efímera. Tan efímera como la juventud o la salud, por pensar en algo que, se quiera o no, suele ser lo primero en abandonar a los humanos presuntuosos que se tienen por dioses, y en consecuencia por inmortales. La eternidad no tenía la menor intención de bendecirnos a ninguno de los cinco, pero la imagen de Llura y Claudera, desnudas y búscandose sobre la cama, creyendo sus almas dormidas que hacían por mí, me despertaba una extraña forma de melancolía, la de presentir que algún día perseguiría el fantasma de lo que contemplaba entonces, sin poderlo atrapar. Un pensamiento de tristeza, pero la naturaleza es sabia, y cuando aprecia que los nubarrones de la pena presentida oscurecen la cegadora luz del más profundo bienestar, te hacen saber que la ocasión no es para entristecerse, sino para mear, y es que hay cosas, me decía buscando el orinal que Claudera escondía tras la cortina que daba paso a la cocina —padecía el olfato de los perros; una maldición como cualquier otra—, que lo quieras o no te devuelven a la realidad inmediata, lo que rara vez no es desagradable, aunque aquella mañana, o eso esperaba, sería una excepción.

La excepción era que a lo largo del día llegaría uno al que habíamos echado de menos, Ferran Eiximenis d'Arenós. Lo sabíamos porque dos tardes antes vimos aparecer una falúa de reconocimiento, pues d'Arenós era tan cauteloso como Muntaner. Su misión era comprobar que aún ocupábamos las posiciones en la península de Gallípoli que los venecianos habían explicado a su señor, el duque de Atenas. Nos llevamos una gran alegría nada más reconocer a sus tripulantes, y una todavía mayor al saber que dArenós había concluido para bien su contrato con el francés Guy II de la Roche, y que tras saber de la muerte de Roger de Flor y de la tragedia que nos afligía decidió, contra lo que había pensado antes —regresar a Trinacria, y desde ahí a sus tierras de Aragón—, unirse a sus hermanos almogávares en lo que ciertos rumores transmitidos por mercaderes venecianos le habían dicho se llamaba Venjanza Catalana. De ahí venía nuestra impaciencia por verles, y también el gran banquete de bienvenida que Muntaner había organizado al pie del Hexamilia. Los de la falúa no sabían exactamente cuántos hombres vendrían con dArenós, pero sí que traía cuatro galeras, cuatro taridas adaptadas a las necesidades de la caballería y dos carracas venecianas, éstas para las familias y los bienes, no demasiados, que los celosos franceses les habían dejado saquear.

La flota de dArenós llegó al mediodía, tan solemne y majestuosa como sólo puede ser una línea de diez grandes naves flanqueadas por otras más pequeñas, tipo falúa trinacriense o atunera, según Muntaner imprescindibles para saltar entre islas en la peculiar campaña para la que contrataron a su buen amigo dArenós, la cual no pudo ser más diferente de las que nosotros llevábamos luchadas, la de Anatolia y la de Tracia. El Ducado de Atenas, por lo que nos contaron los exploradores, se repartía entre una porción territorial que hasta cierto punto no era mucho más que una gran península y un sinfín de islas, unas mayores que otras aunque todas pequeñas, que la horda de dArenós se había pasado un año entero limpiando de piratas, corsarios y filibusteros diversos. Fue un trabajo ejecutado a conciencia, tanta que, una vez liquidadas las amenazas, el satisfecho Guy de la Roche finiquitó con Arenos hasta la última onza de oro de las comprometidas, añadiendo unas cuantas más a título voluntario, en expresión de su agradecimiento por lo bien que los catalanes hicieron el trabajo, lo poco que habían saqueado y lo menos aún que abusaron de las tentadoras atenienses. Le habría gustado, añadía, extenderles el contrato un año más, pues presentía nubarrones, aunque a pesar de su juventud, veinticinco años nada más, no se veía con suficientes ánimos, ni mayores fuerzas, para imponer sus deseos a sus impacientes cortesanos. Impacientes por verle morir, ya que sus ocasionales vómitos de sangre cada día que pasaba eran un poquito menos episódicos, al punto que ya les veía, era inevitable, como una bandada de buitres encaramados en las ramas a la espera de que la cabra, o la vaca, o la oveja, se decidiese a estirar la pata de una maldita vez. D'Arenós le dejó con pena, bastante seguro de que aquella despedida era para siempre, pero no podía quedarse allí, en Atenas, sin una compensación económica. En otro caso sus hombres se sublevarían, pues no pertenecían al género caritativo. Llevaban un año saqueando muy poco y violando aún menos, haciéndose muy mala sangre con las noticias que traían los venecianos —ocupaban una isla muy grande fronteriza con el ducado, la de Negroponte, de modo que raro era el mes en que no les surtían de novedades— acerca del inmenso éxito con que sus camaradas catalanes y aragoneses arrasaban Anatolia, mataban millones de turcos, acumulaban montañas de oro y se hacían con miles de suculentas esclavas. De ahí la general alegría con que se tomaron el anuncio de que arrumbarían a Gallípoli, para volver a ser parte de la tristemente célebre —no para ellos— Gran Companyia Catalana d'Orient.

—Traigo conmigo cien caballeros con arreos y monturas, cuatrocientos almogávares y unas doscientas familias. No son todos los que vinieron hace ahora un par de años. De los que faltan algunos murieron, pero con la mayoría sólo sucede que prefirieron echar raíces allá —señalaba en dirección oeste, de un modo indiscriminado—, en el Ducado de Atenas o incluso más lejos, y es que allí hay cantidad de islas y sitio para muchísima gente, pues aún están medio desiertas. Unos cuantos, por último, que se habían unido a chicas trinacrienses, decidieron volver a Mesina, o a Palermo.

Con esas palabras comenzó el Consell deis Dotze, con d'Arenós y su senescal, Alfonso Pérez de Arbe —primo de Pedro Pérez de Arbe—, sumando hasta catorce. Se trataba de ir al asunto lo más pronto posible, pues los catalanes en general, y los mercenarios aún más, son dados a ir en corto y por derecho a prácticamente todo. Eso, murmuraba Muntaner, no siempre facilitaba los acuerdos, pues algunas almas sensibles, y él pensaba que dArenós padecía una, necesitaban que las cosas se les plantearan con suavidad diplomática, lo cual no era uno de los defectos más señalados de Rocafort, que siempre apostaba por dejar las cosas claras de inmediato, y en esa ocasión lo consiguió al minuto de habernos explicado dArenós con cuánta gente contaba.

—En el tiempo que De Flor estuvo al mando comprendimos lo ventajoso del mando unificado. En el año y medio largo que lo tuvo él fuimos de gloria en gloria y de conquista en conquista. Las ganancias fueron colosales. El coste, bajísimo. De no haberse dejado atrapar en Adrianópolis, a estas horas habríamos plantado en Magnèsia la bandera catalana y ya tendríamos nuestro propio estado, como él nos anunció y todos deseábamos. Ahora es difícil que podamos conseguirlo, cuando menos en Anatolia. Los turcos han reocupado todo lo que les arrebatamos, y si volviéramos por allí seguro que se defenderían mejor. No vemos, hoy por hoy, lugar alguno donde podamos izar bandera y echar raíces, aunque sí tenemos claro —señalaba en derredor, abarcando a sus once— que aquí, en Tracia, nos esperan enormes riquezas que Andrónic no será capaz de proteger. Somos autosuficientes, cubrimos sin problemas la totalidad del territorio, tenemos más que claro que aquí hay trabajo para cuando menos año y medio, y después Dios dirá. Éramos capaces de hacerlo antes de que llegaras, y lo seremos aún más si te nos unes, aunque será bueno tengas claro que la cuestión del mando único no pensamos volver a discutirla.

Por la cara que ponía, era evidente que d'Arenós no necesitaba preguntar quién sería el mando único una vez sumara sus efectivos a la Companyia Catalana d'Orient. Como mucho estaría libre la plaza de senescal de la infantería, y para eso él no había venido desde Atenas, tampoco hacía falta que lo dijera. Como de costumbre, Muntaner había dado en el clavo. Gran conocedor de los catalanes, y él era un ejemplo arquetípico de su peculiar filosofía, eran básicamente incapaces de aceptar un jefe único, una cabeza única o un mando único. Quizá supieran que la unión hacía la fuerza, pero eran muy pocos, en el caso de que hubiera uno solo, capaces de aceptar el ponerse a las órdenes de nadie sacrificando su orgullo en el altar del objetivo común. El inmediato de la Companyia era enriquecernos a fuerza de saquear, y el secundario encontrar un lugar donde sentar los reales, izar bandera y constituirnos en estado independiente, pero el precio a pagar, ponerse a las órdenes de Bernat de Rocafort, a todas luces era excesivo para un hombre tan poco sacrificado como era don Ferran Eiximenis d'Arenós.

—Pienso, Bernat, que no perderemos nada si nos mantenemos como hemos hecho siempre, desde los tiempos de Jaume I e incluso antes: operando cada uno por nuestra cuenta, juntándonos si alguno de nosotros se ve amenazado por una fuerza superior, aunque volviendo nada más acabar al estado en que más cómodos estamos todos, o eso creo yo: cada uno a su aire.

Los dos capos se miraban, en el caso de Rocafort con su inexpresividad natural y en el de d'Arenós, a fin de cuentas un noble de buenos apellidos aragoneses, camuflando lo mejor que podía el desprecio que le inspiraba el gañán patibulario que tenía enfrente. Muntaner, siempre atento a la posibilidad de que brotaran chispas irreconducibles, lanzó una cortina de humo, para que tras ella, si les parecía, pudieran esconderse los dos.

—¿Dónde piensas instalarte?

D'Arenós, agradecido, le sonrió antes de responder.

—Al dejar el Egeo hemos visto un castillo en un promontorio, con una especie de aldea rodeándolo. Me pareció que tenía pinta de abandonado, lo que no parece lógico, ya que se mire como se mire no puede ser un lugar mejor defendido. Desde ahí, además, se pueden mantener todas las opciones imaginables. Si no tenéis inconveniente, nos gustaría plantar ahí nuestra bandera.

—¿Y cuál es tu bandera?

Rocafort, recalcitrante, no parecía en favor de tenerle tan cerca, sólo a diez leguas de camino —si bien muy azaroso, casi todo el tiempo bordeando acantilados pavorosos— del Hexamilia.

—La de don Jaume II de Aragón. Bueno, y mi enseña personal.

No era para enfadarse. Nosotros, después de todo, la izábamos también. El que al tiempo hiciéramos lo mismo con la de Frederic II de Trinacria sólo era por la obsesiva búsqueda de redundancia de mi maestro Muntaner.

—El castillo ese, y el pueblo que lo rodea, se llama Mádytos. Mis últimas noticias dicen que abandonados del todo no están, pero la guarnición griega que los protegía, si aún sigue ahí, es muy débil. No tendrás problemas en echarlos a patadas.

DArenós sonrió a la ciudadosa información de Muntaner. Le hacía saber, con suavidad, que no esperase ayuda para tomarlo, aunque también que, al menos él, no pondría pegas a que izase ahí su bandera. Bien sabía dArenós que Muntaner, sin ser el que mandaba, era la fuente de donde manaban los pensamientos del que lo hacía. De ahí que le reconociera mucho más que una influencia significativa. Sin duda calculaba, o eso me decía yo con la incipiente perfidia que la vida con Claudera me desarrollaba de un modo paulatino, que si algún día Rocafort subía de malos modos al paraíso de los almogávares, lo que dijese Muntaner sería decisivo a la hora de señalar al que haría de Rocafort en lugar de Rocafort.

—Pues eso haremos, aunque antes nos gustaría —otro buen punto a su favor: a diferencia de lo que hacía Roger de Flor, dArenós, al igual que Muntaner, siempre hablaba en plural; Rocafort, por su parte, lo hacía según le daba, pues para él singular o plural eran meros recursos expresivos con los que afirmar su irreprimible voluntad de hacer, siempre, y se tratara de lo que se tratase, lo que le saliera de sus partes— tantear las defensas de Constantinopla. Los venecianos dicen que no tienen nada de inexpugnables, y que Pera, el barrio de los genoveses, sigue igual de mal defendido que cuando llegamos hace un par de años. Si atacamos allí al tiempo que vosotros lo hacéis en algún otro sitio, Andrónic quizá empiece a valorar la conveniencia de abrirse las venas, ¿no lo verías tú así?

Rocafort se lo quedó pensando, si bien yo intuía que no lo hacía, porque su cabeza, en realidad, estaba en blanco. Para pensar ya contaba con Muntaner.

Y también, siquiera un poquito, conmigo.

* * *

Una semana después, tras haber acordado dArenós con Muntaner —Rocafort no se quiso personar— que podrían dejar su valiosa flota junto a la que aún poseía la Companyia, y sus mujeres y sus críos hospedados en las casas libres de Gallípoli, las mismas que los almogávares de Rocafort vaciaron por las malas tras saber de lo sucedido en Adrianópolis, y tras haber pactado también con Muntaner un precio de amigos por seiscientos caballos —después de lo de Apros teníamos tres por almogávar; no pasaba nada por desprendernos de los peores—, la horda de dArenós rompió marcha en dirección a Constantinopla, si bien no por el camino más corto, el cual, hasta Rodosto, ya estaba convenientemente devastado por los hombres de Rocafort. El rodeo era de cierta consideración, aunque a cambio pillaron del todo desprevenidos a los aldeanos, los cuales sólo eran capaces de salir corriendo con lo poco que se podían llevar al oír el desagradable bramido de las cuernas y las trompas con que dArenós anunciaba su presencia. Él, de natural muy cristiano —al menos en comparación con Rocafort—, prefería degollar lo menos posible, sobre todo a las mujeres y a los niños, y no le gustaba nada que sus hombres violaran a las vírgenes —cuando se trataba de madres de familia bien acreditadas prefería mirar para otro lado; no les dolerá tanto, parecía pensar—, pese a lo cual seguía siendo un jefe popular, pues era justo, prefería ser veraz y se mostraba de un modo sistemático extremadamente conservador con las vidas de sus hombres, las cuales ahorraba y protegía mucho más de lo que acostumbraban Rocafort y los demás capitanes. Así llegaron al pie de las murallas de Constantinopla seis semanas después, remolcando un considerable convoy de ganado y un sinfín de carretas cargadas con los más inverosímiles artículos, aunque bien dispuestos a combatir. Habían saqueado bien, a fondo, aunque a diferencia de lo que acostumbraba Rocafort sin destruir o incendiar las casas. No era otra demostración de caridad cristiana, sino un calculado movimiento a favor de que, días o semanas después, la población regresara y volviese a trabajar, a fin de reponer los enseres perdidos a manos de los almogávares. Procediendo en esa forma, y a su debido tiempo, se les podría saquear otra vez, mientras que por donde pasaba Rocafort quizá volviese alguna vez a crecer la hierba, pero difícilmente los campesinos —los pocos que hubieran logrado escapar— querrían volver a establecerse allí.

DArenós era consciente de que las murallas de Constantinopla eran excesivamente sólidas para su exigua tropa, y más al no contar con equipo de asedio. Sólo pretendía, en realidad, dejar constancia de su presencia, en forma de apilar grandes cantidades de leña en las puertas de la ciudad y pegarles fuego. También, imposibilitar durante unos cuantos días la entrada de alimentos frescos, lo cual, suponía, causaría más que una leve incomodidad a los indígenas, toda vez que la población de la ciudad se había doblado con respecto a la de dos años antes, gracias a la considerable masa de fugitivos que llegaban no sólo de Tracia, sino también de Anatolia, en este caso empujados por unos turcos que a todas luces regresaban para quedarse y que de ningún modo pensaban coexistir con los griegos cristianos, lo que sí habían hecho hasta un año antes y que de nada les valió a efectos de que les apoyasen frente a los catalanes. La mayor parte de la península de Anatolia, de facto aunque no de iure, ya era turca del todo, y con nulas posibilidades, siquiera en el corto plazo, de que alguna vez dejara de serlo.

Lo que sí estaba bien al alcance de la horda de d'Arenós era el semiabandonado barrio de Pera. Sus ocupantes no sólo sabían del pésimo talante con que regresaban los catalanes, sino que habían encajado mal la jugarreta de don Eduard Doria, la que les arrebató las cuatro galeras que aún yacían arrumbadas en Stenia, y no especialmente por las tales, sino por haber entregado quinientos almogávares cargados de cadenas a unos griegos sedientos de venganza que no tardaron más de un par de días en descuartizarlos a todos. Sospechaban que aquellos otros catalanes, pues parecían distintos, pensaban devolverles las atenciones recibidas, de modo que se habían refugiado tras las murallas, aunque dada la premura de tiempo apenas pudieron llevarse más cosas que las joyas y el dinero en efectivo que hubiera en cada casa. Éstas las dejaron al cuidado de los sirvientes y esclavos no genoveses, en la poco de fiar esperanza de que los catalanes no tenían nada contra ellos, en lo cual se confundieron, porque los tales venían con ganas de degollar a mansalva, y de nada valió que su jefe les explicara que los desgraciados que aún seguían en Pera de ningún modo podían ser genoveses. Fue una operación de saqueo y degüello del todo inmisericorde, prolongada un par de días y, lo peor, ante la mirada preocupada pero inerte de los defensores de Constantinopla, los cuales sólo comenzaron a sospechar que no era una horda de las más numerosas cuando la vieron emprender el camino de Rodosto, esta vez bordeando la costa, por la ruta más corta.

Andrónic, cuando lo supo, mandó alistar una fuerza de dos mil hombres de a pie y quinientos de a caballo —la quinta parte de los que reservaba para defender Constantinopla— y la despachó con órdenes precisas de alcanzar a los catalanes, los cuales avanzaban a la muy escasa velocidad de sus bueyes y sus carretas, y no dejar uno vivo. Una vez más sucedió lo acostumbrado, que, lejos de atacar por sorpresa la retaguardia catalana, dArenós los vio llegar con tiempo suficiente para que su horda se reorganizase. Un par de horas después, y aún a la vista de las más altas cúpulas de la ciudad, mil y pico soldados bizantinos desnudos y descuartizados, abandonados al sol y a los buitres, daban fe de que la Companyia Catalana d'Orient seguía en la mejor de las formas.

* * *

Nosotros, la horda principal, dejamos Gallípoli dos semanas después que la de d'Arenós. Marchábamos al completo, cada hombre sobre su caballo, complementados por un buen número de tripulantes de galeras y por una larga comitiva de carretas portadoras de víveres, para nosotros, y de forraje para las bestias. El propósito era detenernos en Rodosto, que suponíamos seguiría siendo una ciudad tan destruida como abandonada, pero nos llevamos la sorpresa de que no, de que algunos habitantes habían regresado. Nuestra sed de sangre seguía sin extinguirse, aunque, realistas, entendíamos —Rocafort lo entendía, lo que no siempre se conseguía con facilidad— que la presencia cercana de una población de cierta cuantía y que trabajara para nosotros mejoraría nuestra eficacia, y sobre todo la prontitud con la que nuestras familias lograrían establecerse, si algún día decidiéramos que dejaran Gallípoli para unirse a nosotros en Rodosto. Muntaner lo consideraba desaconsejable, sobre todo porque aquella ciudad, pese a ser un lugar agradable para vivir —una vez se hubiera reconstruido—, tenía mala defensa.

El palacio imperial, donde Rocafort pretendía sentar sus reales, era eso, un palacio; de ningún modo era una fortaleza. El puerto, además de destrozado, no tenía nada que pudiera defenderlo de las naves genovesas o de las venecianas, o de las propias bizantinas si algún día sus almirantes recuperaban el valor y volvían a navegar, si no del propio mar de Mármara si le daba por enfadarse. Aunque por lo general era tranquilo, el ser interior le convertía en impredecible no sólo cuando llegaba un gran temporal, sino cuando algún terremoto sacudía su ribera meridional. Aún no habíamos padecido ninguno, pero los venecianos decían que cada tres o cuatro años la tierra temblaba más fuerte de lo usual, y si eso coincidía con la pleamar se formaba una sucesión de olas gigantes que arrasaban todo lo que no se hubiera resguardado tras alguna escollera natural suficientemente alta, y ése no era el caso de Rodosto. Muntaner sostenía, por todas esas razones y alguna otra más, que si bien establecer una base operacional en Rodosto podría ser buena cosa, cuando menos a efectos de no dejar una casa sin saquear en el conjunto de Tracia, de ningún modo debíamos mover nuestras familias de la bien defendida Gallípoli. Yo no me había formado un juicio preciso, pero mi tendencia natural era considerar a Muntaner como prudente y avisado, y a Rocafort como un demente a cuyas órdenes nos estábamos forrando, lo que desataba en mi cabeza no pequeños conflictos de intereses.

Permanecimos quince días en Rodosto, verificando con cuidado lo que sostenía Muntaner —se quedó en Hexamilia, con treinta de a caballo y doscientos de a pie, además de nuestras familias y las de d'Arenós— y contrastándolo con los deseos de Rocafort. Debo decir que cuando le presentamos nuestras conclusiones —Juan Pérez de Caldés, Ramón d'Alquer, Berenguer de Roudor, García de Vergua, Pere Roldán y yo mismo; fue una deliberación consensuada—, las aceptó sin discutir, por mucho que sus tripas se cabreasen. Lo cierto era que Rocafort, pese a lo bárbaro y dictatorial que acostumbraba ser —y cada día lo era un poco más—, rara vez despreciaba lo que se le presentaba sólidamente pensado y argumentado. Dicho de otra forma, ganar su respeto daba lugar a que fuera capaz de cambiar de opinión si te mantenías firme. Lo difícil era conseguir el tal respeto, y la experiencia demostraba que no bastaba con ser tan brutal o tan valiente como él a la hora de combatir. Hacía falta un intangible más, o unos cuantos, y el problema con él era que no había forma de saber cuáles eran, y ni siquiera si todos los días eran los mismos. Como casi todas las fuerzas de la naturaleza, Bernat de Rocafort era por completo impredecible.

Una vez nos pusimos en marcha elegimos un camino alejado de la costa para no cruzarnos con la fuerza de d'Arenós, no fuera que no nos identificáramos a tiempo, y de suceder por la noche, lo que no sería imposible, igual acabábamos atacando a nuestros hermanos almogávares. Pensábamos que ya estarían de regreso y por el camino más corto, el que bordeaba el mar, de modo que nos abrimos en un largo arco bien al norte de Constantinopla, dándole un buen resguardo para caer sobre la nada guarnecida Stenia, por donde nadie nos esperaría, bordeando la orilla del Bosforo desde su desembocadura en el mar Negro, ese mismo mar al que Muntaner no dejaba de llamar Ponto Euxino sin que dijera por qué.

La guarnición, como nos habían explicado los venecianos, era reducida. Tomados por sorpresa —les atacamos a la hora de las peores, cuando aún faltaba para que saliera el sol—, no fue que opusieran poca resistencia, fue que apenas se dieron cuenta de que la vida terminaba para ellos en ese preciso instante. Degollar gente dormida no es emocionante, aunque algo tiene de bueno: es mucho más seguro que a campo abierto y con el otro llevando sus armas en las manos. Debíamos poner cuidado, eso sí, pero sólo en no matar a los esclavos armenios, a los calafateadores, en su mayoría macedonios, y a los carpinterios y cordeleros, que casi todos eran tracios. Los necesitábamos para mantener nuestras naves. Hasta entonces lo hacíamos nosotros, aunque mal, porque no eran oficios que domináramos, y además a un coste desmedido, porque necesitábamos para combatir cada mano que pudiera empuñar una ballesta, un cortell o un chuzo. Con los esclavos armenios, cuya función principal era desincrustar de teredos y de clóchinas la obra viva de las naves, no tuvimos problemas. Nuestra mala fama no les había llegado, no al menos con excesivo lujo en el detalle, y la oferta de ser libres al cabo de un año, complementada con alguna onza de oro para que no volvieran a su tierra con las manos vacías, les pareció de lo más apetecible.

Los macedonios y los tracios eran otro asunto. Primero, porque bien claro teníamos que deberían venir por su propia decisión, ya que confiar en la competencia de un esclavo que te odia para que tu barco no se desencuaderne a poco que se le inflen las velas es una temeridad. De ahí que les ofreciéramos un contrato de hombres libres y aceptando que llevaran con ellos a sus familias. No terminaban de verlo claro, aunque se les disolvieron todas las dudas nada más explicarles —lo hice yo, que seguía siendo el que daba las malas noticias en griego— que la mejor de las alternativas sería degollarles a todos, mujeres e hijos incluidos, y que, por lo demás, carpinteros había muchos, así que no se preocuparan demasiado por lo que nos pudiese afectar el no poder contar con sus servicios. Tras oír aquello no dejó uno solo de apuntarse con singular entusiasmo. Al poco, acompañados por ellos, comenzamos a inspeccionar las atarazanas, los diques, los pantalanes y los muelles. Pronto encontramos nuestras cuatro galeras. Tres ya estaban desincrustadas; en la cuarta estaba casi todo por hacer, pero el trabajo se podría terminar en Gallípoli, ya que los armenios sabían desadrizar las naves lo bastante para limpiar a conciencia la mitad del pantoque y las amuras correspondientes, para después repetir la jugada escorándolas de la otra banda. Tras examinar la cuarta nos llevamos una sorpresa de lo más agradable, la de darnos, tras ella, con la Estelada, la nave insignia del llorado Ferran dAunés.

Estaba sucia, y polvorienta, y muy acribillada de moluscos, pero arreglar todo eso, lo decían los armenios, también lo podrían ellos resolver sin necesidad de dique seco. Por lo demás estaba intacta, lo que comprobamos al recorrerla, sin terminar de creernos que hubiera vuelto con nosotros. Nos apenó, y mucho, ver los grandes manchurrones de sangre negruzca sobre sus delicadas cubiertas de roble, pero aquello también tenía solución, o eso pensaban los carpinteros tracios, todavía un tanto temblorosos: unas cuantas horas de lija, otras tantas de barniz, y como nuevas. En cuanto a lo demás, jarcias, estachas y velamen, parecía en buenas condiciones, o no peores que cuando la vimos aparejar por última vez. Decidido, pues: regresaríamos a Gallípoli con cinco galeras en vez de con cuatro, y con dos carracas de propina, nuevecitas y recién abandonadas por sus aprensivos tripulantes, que habían huido a la carrera nada más advertir que la dársena y las atarazanas se llenaban de almogávares sedientos de sangre genovesa.

El problema era que habíamos traído tripulantes suficientes para equipar cuatro galeras birremes. La Estelada era trirreme y más grande que las otras. Fue un problema de intendencia redistribuir entre siete naves los recursos calculados para cuatro, cosa que se agravaba en el caso de las carracas, pues no eran remeras. Se impulsaban a vela, de modo que hacerlas maniobrar sería una cosa delicada. Costó un cierto esfuerzo de imaginación, pero a mediodía ya estaban adjudicadas las tripulaciones de las siete. Unos cuantos de los armenios y de los tracios se repartirían a los remos centrales de las galeras —los que requerían una menor habilidad—, y en cuanto a los servidores de las velas los improvisados capitanes afirmaban que ya se las compondrían, y que además no era cosa urgente, pues hasta vernos fuera del Bosforo, frente al Cuerno de Oro, navegaríamos a remo con las carracas remolcadas.

Sólo faltaba que los aún aprensivos tracios y macedonios recogieran a sus aterradas familias, les hicieran comprender que no marchaban al degüello sino a un nuevo empleo —con mejores oportunidades de cobrar, pues el Imperio ya les debía seis meses de paga, y eso sin contar que las últimas monedas acuñadas por Andrónic ni valían nada ni las quería nadie—, recogieran sus humildes pertenencias y acompañados de los armenios, que hacían lo mismo, comenzaran a subir a bordo de las naves. Mientras, los almogávares se dedicaban a saquear, con la eficiencia que sólo da la experiencia, lo poco que se podía recolectar en el paupérrimo poblachón —salvo las atarazanas allí no había nada de nada—, y tras eso a pegar el fuego más concienzudo imaginable al conjunto de las instalaciones, dejando para el final el destrozar a golpe de hacha los pantalanes desde donde aparejábamos. La ufana flota de la Companyia Catalana d'Orient ponía proa, por fin y con un cuarto de la horda sobre sus cubiertas o a los remos, al tramo meridional del Bosforo, para entrar en el mar de Mármara cuando aún quedaba hora y pico de luz. Rocafort me había puesto al mando, sin prestar atención a lo fácilmente que me mareaba. Lo hacía lo más dignamente que podía, pese a sentirme un punto inseguro con la Estelada bamboleándose bajo mis pies, y sin olvidar de mostrar por demás desafiante, bien a la vista, el pabellón de nuestro gran capitán.

Era una ocasión magnífica para desfilar al largo de Pera, del Cuerno de Oro y de las murallas de Constantinopla, en ese orden y haciendo sonar a plena potencia nuestras cuernas, nuestras trompas y un par de cornamusas que yo no sabía de dónde diablos habían salido. Al tiempo, y como era natural, los almogávares que no remaban prorrumpían en los más groseros insultos imaginables —era una pena que los bramaran en catalán; mucho me temo que los insultados ni siquiera llegaron a imaginar las atrocidades que se les gritaban—, al tiempo de componer los más obscenos y ofensivos gestos, dedicados todos ellos al emperador Andrónic y a su amantísima familia, los cuales, probablemente, se habrían llegado a los bastiones meridionales para vernos pasar, tan alegres y encantados de la vida como una flota de vikingos. Al tiempo, y coronando la escena, la humareda que se alzaba de las ruinas de Stenia configuraba un dramático plafond en el límite septentrional del escenario, augurando a los acongojados habitantes de Constantinopla el negro Götterdämmerung —otro de los palabros que a Roger de Flor no se le caían de la boca; una vez que Muntaner le preguntó qué diablos significaba le contestó «és quan

tot sen va al carall, pero a Preussen»— que les aguardaba.

* * *

Fondeamos en Gallípoli tres días después, tan contentos por regresar con nuestras familias como de haber culminado con felicidad una travesía que se preveía la mar de azarosa. En mi caso aún más, ya que la perspectiva de lo que restaba de 1305 no podía ser más tranquila. Rocafort no pensaba regresar hasta mediados de octubre, tras saquear a conciencia la costa tracia del mar Negro, comenzando por la entrada norte del Bosforo y concluyendo en Agathopolis, ya en Bulgaria, tras conceder una especial atención a Bizia, una ciudad que sabíamos próspera y que al estar alejada de Constantinopla, y aún más de Gallípoli, se sentía confortablemente a salvo de la Venjana Catalana. Según nos explicaron los venecianos, y en su día Gensana, buena parte de los abastecimientos que llegaban a la cada día más atestada Constantinopla procedían de Bizia y de su comarca. Convirtiéndola en cenizas, como al resto de la ribera del mar Negro, no sólo acabaríamos de arruinar al emperador, sino que llevaríamos a su capital tan cerca de la desesperación que sus hambrientos habitantes igual tomaban las Blanquernas y despedazaban a sus ocupantes, haciendo por nosotros un trabajo al que muy a nuestro pesar habíamos renunciado, tanto por carecer de suficientes medios de asedio como del número de hombres necesario. En definitiva, tomar, devastar y saquear una ciudad donde quizá viviese medio millón de masacrables, quedaba fuera del alcance de los cinco mil y pico que ya éramos. Para una carnicería tan colosal necesitaríamos no menos de cincuenta mil carniceros, una cifra en la que de ningún modo podíamos pensar. Mala suerte, porque Constantinopla se salvaría, pero si consiguiéramos que a sus ciudadanos se los llevaran primero el hambre y luego el cólera y la peste —dos bendiciones de Dios que rara vez tardaban en aparecer a poco que sólo se comiera de vez en cuando—, conseguiríamos lo mismo sin arriesgar una sola vida de las nuestras, las cuales, como era natural, eran las únicas que nos importaban.

Yo esperaba, ingenuo de mí, unos meses de vida plácida y hogareña, planificando en todo caso la campaña de primavera y con tiempo abundante para disfrutar de mis cuatro hembras. A los dos días se me vino todo abajo, al localizar los centinelas avanzados —Muntaner, cuyas cautelas desbordaban mi capacidad de pensar mal, mantenía una vigilancia continuada de media docena de almogávares, los cuales recorrían, sin pautas predecibles a fin de que no les pudieran emboscar, un perímetro semicircular con el centro en Hexamilia y de un radio que oscilaba entre media y una legua— la llegada de una fuerza imperial no muy grande, menos de doscientos caballeros les pareció estimar, pero con aire de aguerrida y bien equipada, con caballos más blindados de lo usual entre los bizantinos. Desembarcaban de seis taridas fondeadas en una playa muy amplia que se comunicaba con una laguna salada, formando una especie de albufera, en la costa noroccidental de la península de Gallípoli. Aún no habían roto marcha, pero cuando lo hicieran no tardarían más de dos horas en llegar al Hexamilia o a la recién fortificada Gallípoli, la ciudad. Muntaner movilizó en el acto los recursos disponibles, poniéndome al mando de su minúscula fuerza de caballería —treinta jinetes— y de cuarenta y ocho almogávares montados —combatían como infantes, aunque se desplazaban a caballo; era la suerte de andar bien de monturas—, para tras eso salir a la búsqueda del inoportuno enemigo, y aquí prefiero no explicar en qué andábamos Claudera, Llura y yo cuando el alarmado Muntaner me vino a buscar.

Divisamos a los invasores hora y poco después. Se habían detenido para dar de beber a sus bestias y de paso refrescarse un poquito —hacía un calor de agosto en Gallípoli— en una laguna que marcaba la mitad del camino. Estaban, pues, en una pésima situación táctica, consecuencia natural de no haber despachado exploradores, de modo que los pillamos, como quien dice, con las armaduras bajadas. Los alcanzamos al galope, incluso los almogávares, que no desmontaron hasta llegar a ellos, y si una docena o así lograron escapar fue porque dejaron atrás lanzas, yelmos, petos, corazas y espadas. A los pocos que pudieron rendirse, y como era lo mandado, les rebanamos el pescuezo, pese a la piedad cristiana que nos imploraban, aterrados. Al que parecía ser su jefe no le matamos; era mejor conducirle a la presencia de Muntaner, para que decidiera cómo le quería interrogar, si a las malas o sólo con hierros al rojo. Dijo llamarse Giorgios Cristopol y regresar a Constantinopla desde Salónica, donde llevaban año y pico guerreando; a veces nos preguntábamos cómo se las apañaría el pobre Andrónic para sostener tantas campañas a la vez. Los genoveses, cuyas galeras les daban escolta, le dijeron que la Companyia Catalana estaba de saqueo en la Tracia Oriental y que Gallípoli se había quedado desguarnecida. No pretendían mucho más que saquearnos un poquito, explicaba el pobre diablo a título de minimización exculpativa, por si colaba. Nos dio tantos detalles que al llegar a Muntaner no le quedaba nada que añadir. A éste le apenó tener que matarle, pero mientras se mantuviera la política de no hacer prisioneros bizantinos, de la que xor Miqueli era único responsable, tenía las manos atadas, de modo que se limitó a pedirme que sufriera lo menos posible, y así lo hicimos, o mejor lo hice, porque me desagradaba delegar en otros lo que bien podía yo hacer sin incomodar a nadie. Así, junto a los contrafuertes del Hexamilia, y cuando el bendito de Dios pensaba que le conducíamos a las mazmorras para después pedir rescate por su trémula persona, le decapité de un tajo de cortell, manchándome de sangre más de lo que habría deseado y arrojándole después, con ayuda de los almogávares que nos acompañaban, a las tranquilas aguas de la Bocca dAveo. Un caballero bizantino menos y de nuevo subiendo las escaleras de mis habitaciones, deseoso de retomar mi tarea —me costaba pensar en otra cosa— en el mismo punto donde unas horas antes Muntaner nos interrumpió de un modo sumamente intempestivo, aunque también muy admirado de lo que hacíamos.

En los días siguientes, y pese al mucho tiempo que me consumían mis obligaciones maritales —no sabría llamarlas de otro modo, pese a ser consciente de que yo no era, en absoluto, un marido convencional—, sostenía largas parrafadas con mi señor Muntaner. Eran conversaciones a nuestro estilo de toda la vida, el mismo de los diez años que permanecía en su sombra, él hablando más o menos sin parar y yo escuchando con atención, interés y respeto. Y devoción, también. Muntaner seguía siendo la fuente principal de mi sabiduría, el arcón de donde sacaba el material con el que construía mis aún toscos pensamientos, y en absoluto me avergonzaba que así fuera, ni tampoco me asaltaban tentaciones de buscar otro manantial de inspiración, por mucho que mi papel en el seno de la Companyia Catalana hubiera prosperado de un modo sustancial, y fuera notorio que Rocafort me otorgaba una consideración que con los demás solía escatimar hasta más allá de la tacañería.

—No hay gallinero donde dos gallos puedan convivir, Guillem. Mucho me temo que, si el sentido común no prevalece, dentro de poco volveremos a escindirnos, si no algo aún peor.

El comentario partía de un cálculo de fechas que habíamos hecho entre los dos. Nos salía que la horda pequeña, la de d'Arenós, estaría de regreso en una semana o incluso menos, mientras que la grande, la de Rocafort —seguía siendo la grande, pese a los que regresaron conmigo a bordo de las galeras y las carracas—, no la veríamos antes de un mes. La idea de d'Arenós, pensaba Muntaner, seguía siendo pasar el invierno en Mádytos. La de Rocafort no estaba clara, pues a pesar de preferir sentar sus reales en Rodosto, la prudencia, cuando menos la de Muntaner, recomendaba que se quedara en Gallípoli, más fácil de defender y más dentro del alcance de d'Arenós, por si fuera necesario pedirle ayuda.

Muntaner no consideraba probable que Andrónic o Miqueli pudieran movilizar un nuevo ejército, tanto por estar en la ruina y no tener con qué pagar a los mercenarios como por no disponer de mimbres propios en las posesiones imperiales de Salónica, Serbia, Macedonia y Tracia, y menos aún en las semidespobladas islas del Egeo. Las levas de los últimos años habían dejado todos esos territorios al límite de no quedar mano de obra suficiente para lo más básico, el cultivo de las tierras y la cría ganadera, con la inmediata consecuencia de que su Imperio, en mayor o menor grado pero de un modo evidente, se moría de hambre. Por la parte de Anatolia todavía era peor, porque los aún muchos griegos que vivían allí, del todo incapaces de oponerse a la marea turca que se abría paso desde las Portes de Ferro, encontraban que sus nuevos amos venían con un talante más razonable de lo que antes acostumbraban, al punto que no pocos los encontraban preferibles al impotente déspota de Constantinopla y a sus indeseables mercenarios catalanes, alanos y genoveses. La conclusión era que no había peligro, a partir de todas esas realidades, de que Andrónic alistase contra un Rodosto donde se desplegaran dos tercios de la Companyia Catalana un ejército capaz de atacar por sorpresa en pleno invierno. Sería la primera vez en la historia que un ejército bizantino emprendiera una campaña invernal, pero Muntaner tenía grabado a fuego el principio fundamental de la filosofía catalana, el «más vale un por si acaso» que un «quién lo iba a decir», de modo que seguía teniendo la intención de volcar su influencia, la poca que aún le quedaba, en un Rocafort cada día más crecido y más autosuficiente, para que abandonase la idea de mudarse a Rodosto y siguiera en Gallípoli.

—Si, pese a todo, no logro convencerle, te vas a ver en un dilema, Guillem. —Recuerdo haberme quedado mirándole con cara de no comprender, pese a que sí comprendía; mejor dicho, quien lo había comprendido, y mucho antes, era Claudera, que seguía pensando para mí, si no por mí, a plena dedicación; era, en mi opinión, tan buena esposa como Llura, quizá por lo bien que se habían repartido los papeles. Mientras ésta se ocupaba en exclusiva de la cosa doméstica o, dicho de otro modo, de las funciones más animales del conjunto familiar, Claudera vivía para el pensamiento, la información y, sobre todo, la predicción de los acontecimientos; en lo único que sus mutuas acciones se solapaban, y por fortuna sin que nada rechinara ni saltasen chispas de ningún tipo, era en su empeño, a menudo concertado hasta un punto en que virtualmente resultaba simultáneo, de que los Tous dejáramos de ser cinco, y cuanto antes—. Si termina por irse a Rodosto, y yo me quedo aquí, necesitará un intendente general, y está de todo punto claro no sólo que ya te ha identificado, sino que además te sabe competente y experimentado. Te lo propondrá, no te quepa duda, de modo que ve pensando qué te interesará más, si quedarte conmigo, en mi casa y con mi gente, o aceptar ser su número dos.

Me miraba con intensidad; yo componía mi mejor expresión de no tenerlo claro, consciente de que aún no era el momento de hacer ver —era una de las incomprensibles recomendaciones de mi Diosa de la Predictividad particular— que sí lo tenía claro.

—¿Y tú qué piensas hacer? También tendrás tus planes, ¿no?

Le veía sonreír; quizá de orgullo, por advertir que tras diez años de adiestrarme y aleccionarme había desarrollado la sensibilidad necesaria para darme cuenta de los asuntos sutiles, o quizá de tristeza, la de aceptar a su pesar que disponía de una consejera capaz de ver tan claro y tan lejos como él. De ser así, no pensaba yo que padeciera celos intelectuales o incluso paternales, ya que Claudera le caía extremadamente bien, como él a ella. De hecho, cuando alguna vez se sentaba en nuestra mesa, para compartir las exquisitas cenas que sabía preparar Llura, el que sentía un puntito de malestar al ver lo bien que sus mentes se sincronizaban era yo, del todo incapaz de seguir sus razonamientos y sus especulaciones.

—Tú ya sabes cuáles son: volver a Valencia, casarme con Valentona, tener unos cuantos hijos y ver pasar la vida desde la tranquilidad del trabajo bien hecho, y alguna vez acordarme de que tuve una juventud interesante. Una que se acabó aquí, en Gallípoli. Dentro de dos meses cumpliré cuarenta. No es una edad para soportar personalidades tan extremas como la de Rocafort. Es un gran condottiero, como dicen los calabreses. Con él la Companyia conseguirá grandes conquistas, y enormes riquezas, y será temida en todo el orbe, pero mucho me temo que no alcanzará el gran objetivo, el que nos dio a soñar De Flor: el de darse un estado propio.

—¿Piensas que d'Arenós sí lo conseguiría?

Denegó con la cabeza mientras componía un gesto de repugnancia intelectual, como de haber olisqueado una rata muerta.

—No sabe ver a lo lejos. Es noble, y valiente, y capaz de las mayores gestas, y su gente le quiere, pero en su cabeza no cabe un estado. El concepto de un estado, mejor dicho. Un estado es algo infinitamente más complejo que cualquier cosa que podamos imaginar desde aquí. Un estado, simplificando a la esencia, es un concepto donde la espada no representa más allá de un cuarto. Jamás pierdas eso de vista, Guillem. En realidad, y si lo piensas —yo no pensaba nada; el que lo hacía era él; aquel «si lo piensas» no era más que una de las muletillas que usaba Muntaner para mantener anclado el interés de su interlocutor, el que fuera en cada caso—, el concepto estado ni siquiera es una cosa clara, o en que mucha gente se haya puesto de acuerdo. Para Cicerón, que fue de los primeros en analizarlo desde un punto de vista estructural, el Estado no es mucho más que una comunidad de hombres ligados por el derecho, y también por la utilidad en el sentido más inmediato de la palabra, para darse un bienestar común basado en la justicia. Para san Agustín, que a pesar de ser un sacerdote de ningún modo era un ser tan obtuso como suelen ser los de su oficio, el Estado es una reunión de hombres razonables, enlazados los unos a los otros en virtud de una común participación en las cosas que aman. Una definición muy poética, ya lo ves, aunque se hace mucho más profunda si te detienes a reflexionar sobre su significado. En cualquier caso, y sea cual sea la definición de la que se parta, el Estado es un bien deseable para los conscientes de que vivir y prosperar en sociedad requiere unión, y la unión necesita reglas similares para todos, pues de no haberlas es cuestión de tiempo que todo salte por los aires. Puede parecer un concepto despreciable por su simpleza, por ser del tipo que cualquiera lo entiende, pero desdichadamente no es así, porque las reglas iguales para todos implican que los favorecidos con las mayores fuerzas, o las mayores riquezas, deben renunciar a emplearlas en su propio beneficio, cuando no compartirlas con los demás, y eso se da de lleno con la concepción feudal del poder, el cual, por definición, es lo más opuesto imaginable a un estado unificado en el que todos tengan cabida y todos puedan convivir. Nosotros no padecemos demasiados señores feudales. Si lo piensas, sólo son Rocafort, dArenós y hasta cierto punto yo mismo, pero estoy convencido de que sólo yo aceptaría sacrificar mis poderes exclusivos para ponerlos a la disposición del Estado. D'Arenós jamás dejará de ser un señor feudal, de los que reconocen a un monarca sobre sus cabezas sólo mientras ellos puedan hacer en sus feudos respectivos lo que les salga de sus pendones. En cuanto a Rocafort, lo suyo aún es peor, pues el Estado, en su concepción, es él mismo. Es un dictador, y si hasta hoy no ha dejado asomar el hocico a la bestia que lleva dentro es porque piensa que aún queda gente que se le puede oponer. Un día, y no tardará salvo si le matan antes, hará una carnicería con los que piense que no le van a ser fieles hasta la muerte; tras eso se coronará rey de los catalanes, o algo así. Está lo bastante loco, por fortuna, para no medir bien sus fuerzas, aunque no por eso dejará de ser peligroso permanecer en sus proximidades, de modo que procura ir siempre con el mayor cuidado, amigo mío. Sobre todo, según percibas que te sitúa más y más cerca de su persona.

Me había quedado reflexionando, a mi nada deslumbrante velocidad, cuando vi llegar a mis mujeres; las pequeñas en los brazos de las grandes, seguidas de una tercera, también madre y cuyo bebé, de semanas, se lo había llevado días antes la fiebre cuartana. Los pechos le habrían reventado de una leche que ya nadie le ordeñaba, pero Giovanna, que sabía de su desgracia, le puso al habla con Llura, cuyas mamelles, pese a su buen tamaño, ya no daban para que dejaran de llorar las que por momentos se la comían viva. De ahí que llegaran a un fácil acuerdo, y así fue como Eris se acostumbró al sabor de la teta mercenaria. La dieron a probar a las dos, pero Meritxell no se apañaba con unos pezones sonrosados y apreciable— mente más pequeños que los casi negros mugrons de la muy morena Llura. Eris parecía estar saliendo más a su madre alternativa que a la titular. Cuando menos, en saber adaptarse a todo.

—Es hora de cenar. ¿Nos acompañas, xor Ramón?

Muntaner aceptó, encantado. Yo no sabría decir, si alguien me lo preguntara, si lo hacía por el anticipado placer de saborear los estupendos guisos de la más alta, más llena, más joven y sexualmente no ya más atractiva, sino un gran pecado mortal que andaba, o por el aún mayor de la imaginación, la inteligencia y la sensibilidad de la hechicera que le llamaba xor Ramón —ninguna mujer de la Companyia Catalana osaría jamás hacerlo—, al tiempo de sonreírle como lo haría la mismísima Diosa de la Predictividad.

* * *

No siempre se cumplían las profecías de Muntaner. La de que Rocafort se iría con su gente a Rodosto, mujeres y niños incluidos, sí se cumplió, pero no la de que me tantearía para marchar con él, lo cual me dejó a la vez aliviado y fastidiado. Lo primero porque me permitiría pasar un invierno idílico, viendo con ternura cómo Claudera cogía peso según se le inflaba la barriga —con un punto de aprensión; ella sabía de preñeces casi todo lo que puede saber una mujer, salvo por estar preñada ella misma, de modo que asistía con un punto de sorpresa, si no estupor, a los cambios que registraba su organismo, y no sólo en la pérdida progresiva de la cintura o en las naúseas matinales, sino en lo protectora que se volvía, y con cierta impaciencia por mi parte yo era lo que más empeño ponía ella en proteger, como si odiase la idea de que tarde o temprano me pondría otra vez en situaciones de peligro; ya me salvó la vida una noche memorable, y ya iba yo viendo que le había cogido el gusto, a eso—, y aprendiendo de las dos que mientras una mujer cría sus cachorros no hay riesgo de que le vengan más, con la inmediata consecuencia de que la una se quedaba sin protestar —si no encantada de la vida, me parecía sospechar— con las raciones que la otra rechazaba, por no tener el cuerpo para nada. Lo segundo, porque ser el intendente de la horda mayor no me desagradaría en absoluto, y el que su jefe no me lo hubiera ofrecido me hacía sentir fatal. Quizá desconfiaba de mis diez años de asociación con Muntaner, o lo mismo pensaba que buscando dentro de los suyos, los que habían venido con él desde Morella, encontraría uno más a su gusto, del que se fiara más y fuera igual de capaz. Fuera por lo que fuese, aquello me incomodaba, y lo peor que por entonces tenía mi personalidad era que disimulaba rematadamente mal. Cuando menos, a los muy sabios ojos de Claudera.

—No le des importancia, que no la tiene. Sólo sucede que mientras inverna en Rodosto no necesita un intendente. Al no haberte dicho nada, siendo consciente, como sin duda lo era, de que tú esperabas que lo hiciese, te ablanda un poquito, de modo que cuando lo haga no dudes en aceptar ni le pidas cosas que no te quiera conceder. Su objetivo es que dejes a Muntaner y te pases a sus filas sólo porque sí, porque te salga de los adentros, y no porque haya tenido que seducirte. Así le será más fácil controlarte, y dominarte, y hacer que seas tan esclavo suyo como los infelices que le aguantan. Entiendo que Muntaner lleva camino de ser el pasado y él, Rocafort, es el futuro, si no ya el presente, pero no se lo pongas fácil o no serás un número dos con las atribuciones de un verdadero número dos. ¿Que qué ganarás tú siendo un auténtico número dos? Pues muy fácil, mi guapo niño Guillem: es cuestión de tiempo que los suyos se lo carguen. Es la suerte que los dioses reservan a los que se agrandan, los que se vuelven dictadores de los que antes eran sus amigos, y el día que suceda eso los que acaben con él, y tú no deberás estar con ellos, se volverán hacia ti en demanda de un jefe que les sepa conducir. Así le pasó a César, y a muchos otros antes y después. De ahí que tengas siempre algo muy claro, xor Guillem: jamás juegues a ser Bruto, y menos aún Casio. Ni Marco Antonio. Tu papel deberá ser el de Augusto, que no se te olvide.

Lo peor de aquella no sé si plática o predicción llegó al final, cuando le dije, con algún rubor, que no tenía la menor idea de quiénes fueron esos ilustres caballeros. Por fortuna no me reprochó ser un ignorante y un burro. Entendía que la historia de la vieja Roma preimperial no tenía por qué ser del dominio público, cuando menos en el seno de la inculta Companyia Catalana, de modo que, con calma, me la explicó. Era, en cierto modo, un excelente sustitutivo de un lecho donde, para según qué cosas, había dejado de acompañarnos. Lo curioso era lo mucho que aún disfrutaba de nuestros baños en común, así como de lo que a veces sucedía en la bañera entre Llura y yo, aunque sin ser ella inocente, y mucho menos irse. De algún modo, seguía siendo una maestra en alzar las llamas para que los incendios los disfrutaran otros. Si acaso, parecía conformarse con el rescoldo que después, todo corazón, le regalaba Llura mientras yo las dejaba para ir a preparar la siguiente campaña. La primera desde que d'Arenós cambió a Roger de Flor por Guy II de la Roche y a la Companyia Catalana por el Ducado de Atenas. Sería también la primera donde la totalidad de las hordas catalanas volverían a marchar como un solo hombre contra un enemigo común: los alanos que un desdichado 5 de abril se cargaron a nuestro führer y a mil y muchos camaradas más.

Hasta primeros de abril de aquel 1306 no habíamos hecho más que prepararnos para la campaña del verano, en buena parte por culpa de lo largo y de lo duro que resultó ser el difunto invierno, y también por lo muchísimo que llovía desde primeros de febrero. Nuestras improvisadas atarazanas, aun así, alistaban y reparaban las naves. Entre galeras, taridas, carracas, leños y bajeles no nos faltaban muchas unidades para llegar al centenar; entraba en lo posible que al Imperio no le quedaran tantas, cuando menos atracadas en los muelles de Constantinopla. Los heridos más averiados se recuperaban paulatinamente. La siguiente hornada de alevines de almogávar recibía su entrenamiento intensivo. Muntaner seguía negociando con los turcopóls y, para sorpresa general, había entreabierto una segunda vía de tanteo nada menos que con los turcos, la cual, si acababa bien, podría incrementar nuestras filas en otros tres mil hombres. Nuestras forjas producían más y más armamento, para nosotros y para los que se nos pudieran unir. Nuestros herreros y nuestros carpinteros, incluyendo a los civiles catalanes refugiados en Gallípoli, producían carros y más carros, así como piezas con las que reparar los barcos. Adiestrábamos un embrión de ingenieros capaces de operar con buena maña las catapultas que nos suministraron las amigables atarazanas de la cercana Imbros. Por último, Muntaner seguía recibiendo información acerca del estado general del Imperio, que si bien malherido y zarandeado era tan grande que, a poco se le dejara reposar, y nosotros no le clavábamos ningún relió desde octubre, renacía y se reforzaba de un modo que acababa por apesadumbrarnos, y no ya desmoralizarnos, porque si de algo se ocupaban Rocafort y d'Arenós era de mantener muy alta la moral. Yo era el responsable de proponer planes para la próxima campaña, con independencia de que d'Arenós también preparaba los suyos. Lo hacía pensando sólo en la horda de Rocafort, aunque alimentaba la esperanza de que d'Arenós terminase por aceptar que las dos partes saldrían ganado si, cuando menos, operasen de conserva, pero no pasaba de trazar grandes líneas, ya que Tracia no podía estar más esquilmada, y de lo que hubiese al norte y al noroeste poseía poca información.

En ese marasmo estaba, ya olvidadas las dulzuras de la pasada Saturnalia —me costaba llamar Navidad a lo que para Claudera, y para mí, no era más que la bendita saturnalia solsticial contaminada de indecente palabrería clerical, y aquí reconozco la gran verdad encerrada en algo que solía decir el jamás olvidado d'Aunés, que tira más pelo de parrús que maroma de galera—, cuando un convoy veneciano que navegaba rumbo a Kriti destacó una tarida repleta de caballos para detenerse un par de horas en el pantalán del Hexamilia, formalmente por hacer aguada mientras las demás naves la esperaban fondeadas a la gira, si bien su capitán, además de preocupación por lo mucho que bebían sus bestias, traía un mensaje para Muntaner. A eso se debió que, a la hora de reanudar su singladura, el Consell deis Dotze se reuniera de urgencia.

—Nuestros agentes venecianos acaban de comunicarme, a través del capitán de la tarida que hace un par de horas hizo aguada en nuestro pantalán, que Andrónic y Giorgos Girgón, el jefe de los alanos y que según creemos fue quien asesinó a Roger de Flor, se han tirado los trastos a la cabeza por líos económicos, y es que Andrónic no le paga, o no tiene con qué hacerlo. Dado que los alanos han rapiñado lo indecible, y desde que mataron a nuestros compañeros parece que aún más, han decidido volver a sus tierras pasando por

Bulgaria, salirse del negocio de la guerra mercenaria y dedicarse a vivir en paz, cultivando la tierra, criando ganado y las demás estupideces. Todavía no han dejado Constantinopla, porque tenían cantidad de partidas, no muy grandes, sueltas por Anatolia. Las mandaron llamar hace una semana para que se concentraran allí mismo, en Constantinopla. Se supone que más o menos en un mes saldrán de allí, en un convoy donde llevarán todo lo que tienen. Un convoy formado por cientos de carretas. En ellas viajarán sus mujeres, sus hijos y sus esclavas. Los venecianos evalúan a los capaces de combatir en no menos de ocho mil y no más de diez mil, de modo que será una fuerza de muchísima consideración. Por último, dentro de dos semanas zarpará de Constantinopla un segundo convoy veneciano. Al igual que hoy, otra nave se detendrá en nuestro pantalán con las últimas noticias. Seguramente, con la de que los alanos ya estarán a punto de salir hacia Bulgaria.

Tras eso y una larga mirada circular mi señor se sentó. Los demás, y a pesar de los murmullos, era obvio que se lo estaban pensando, aunque no hacía falta cavilar demasiado para determinar que si aquello era verdad —no sería la primera trampa que nos tendían; si un don poseían los bizantinos a una escala no ya envidiable, sino prodigiosa, era la perfidia—, el plan de operaciones para la primavera de aquel prometedor 1306 acababa de irse al carall.

—¿Alguna idea de qué camino seguirán?

El que preguntaba era Rocafort. Muntaner sabría responder, porque fue lo primero que nos preguntamos los dos tras escuchar al capitán veneciano. Sin embargo, buen amigo y mejor jefe, prefirió pasarme los trastos señalándome con el dedo. Así, un tanto inseguro, me levanté, abrí mi boca y empecé.

—Si, como nos han dicho, vuelven a su tierra, en el Cáucaso," deberán bordear el mar Negro. Hacerlo por el sur sería entrar en el terreno de los seleúcidas, lo que sería ilógico, porque son enemigos mortales. Si eligen el camino del norte se dirigirán a Bulgaria sin acercarse a la costa, porque son conscientes de que si algo abunda en el Ponto son los piratas y los corsarios, de modo que dar al mar un buen resguardo será una medida de prudencia obligada. Por nuestra parte, no deberíamos perseguirles en el interior de Bulgaria, porque sería complicar las cosas en exceso, además de alejarnos demasiado. Lo natural será que sigan hacia Bizia y ahí elijan entre unas cuantas posibles rutas, no muy alejadas las unas de las otras. Si para entonces hemos desplazado algunos hombres a los alrededores de Bizia, y desde ahí los siguen, al tiempo de mantenernos informados, por mucha prisa que se quieran dar no podrán impedir que les alcancemos antes de cruzar la frontera de Bulgaria.

—¿Por qué piensas que irán despacio?

Ésa me la sabía. Ojalá todas fueran igual de fáciles.

—Por los carros. Siendo tantos como dicen que serán, y yendo tan lejos como al Cáucaso, y si además llevan en ellos el saqueo de varios años, a la fuerza los remolcarán bueyes, que no sólo son menos delicados para la cosa de comer y de beber, sino más resistentes, y además les vendrán muy bien una vez lleguen a destino, mucho más que si fueran caballos. Ahora, con bueyes tirando de los carros no podrán avanzar a más de cinco leguas por jornada, so pena de reventarlos. Nosotros, marchando sólo a caballo, y en todo caso con unos cuantos carros ligeros, con forraje y víveres, podremos avanzar a razón de diez por día. De ahí mi seguridad en que los alcanzaremos a tiempo.

El que preguntó, un caballero muy antipático que se llamaba Bernat de Ventaiola y al que alguna vez había sorprendido una mirada de celos —era de los que vinieron de Morella con Rocafort—, no creo que con eso quedara satisfecho, pero cuando su jefe se levantó abriendo al tiempo su gran boca, se calló. Faltaría más.

—¿Qué garantías hay de que no sea una trampa?

Eso ya era terreno de Muntaner, de modo que también se levantó, al tiempo de yo sentarme. La pregunta era lógica, no el fruto de ningún deseo de hacer pequeño a nadie. Las implicaciones y las consecuencias de que mordiéramos un anzuelo tan tentador como traidor eran claras para todos —bastaba con pensar en una reunión similar de un año antes, cuando el Consejo intentaba disuadir al führer de aceptar la invitación que acabaría costándo— le la vida, y de paso la de mil doscientos y pico almogávares, y si no me costó la mía, y la de Ramón y la de Berenguer, fue porque mi diosa de la predictividad particular los tenía tan bien puestos como el mejor de todos nosotros—, de modo que si algún momento era bueno para poner en el conocimiento general todo lo que sabíamos, era ése.

—La fuente de la información está muy bien situada en la representación veneciana. Tiene acceso directo y frecuente al propio Andrónic, basada en un trato de muchos años. La conocí, a la tal fuente, y disculpad que no dé más detalles, al poco de llegar a Constantinopla, en 1303. Nos caímos bien, y pronto vimos que podría ir en el interés común compartir no sólo noticias, sino influencias. A esos exquisitos sentimientos les añadí, siempre que pude, una interesante cantidad de oro, porque bien sabido es que la generosidad y los buenos sentimientos funcionan aún mejor cuando están engrasados como Dios manda. —Unas cuantas sonrisas. El estilo de Muntaner quizá fuera demasiado sofisticado para esa colección de toscos catalanes y valencianos, pero sabían reconocer lo que a menudo se ocultaba tras sus palabras suavísimas—. Desde aquel momento rara vez ha fallado en transmitir información de interés. No creo que nos cuente todo lo que sabe, ni que sepa todo lo que pasa, pero cuando dice algo, al menos hasta hoy, suele ser verdad. No nos dijo nada, por ejemplo, de la encerrona de Adrianópolis, quizá porque Andrónic la mantuvo en un secreto absoluto, quizá porque fuera verdad lo que nos transmitió después, que nunca se supo en Constantinopla una palabra de aquello y que todo fue una maquinación de Miqueli. En cualquier caso, eso ahora no viene a cuento. Lo que viene a cuento es la oportunidad de saldar una cuenta de las importantes de verdad, y de paso hacernos con un botín colosal. De ningún modo digo que lo hagamos a ojos cerrados. Se trata de algo tan aparatoso, tan desmedidamente grande, que verificar si es verdad o no será sencillo. Bastará con enviar varios grupos de avanzada, que sepan ocultarse sin dejar de ver y de averiguar. El camino a Bizia desde Constantinopla está lleno de lugares donde se puede agazapar un grupo de seis hombres, permanecer atentos y, en su momento, el de ver aparecer el convoy, enviar tres mensajeros por tres caminos distintos. Si al cabo de un tiempo que hayamos establecido previamente, digamos seis semanas, ven que nada sucede, que regresen, porque o bien los alanos han ido por otro lugar o bien todo ha sido un engaño.

Una pausa, un punto teatral. Nadie dijo nada, ni aprecié gesto alguno. Era claro que Muntaner aún no había llegado al final.

—Hoy es 8 de abril. Si la información fuera correcta, los alanos dejarán Constantinopla entre el 1 y el 10 de mayo. De allí a Saranta Ekklisiés, la última de las ciudades de Tracia en el más oriental de los caminos a Bulgaria que rehúyen la costa, la distancia es cuarenta leguas. Deberán vadear al menos cuatro ríos de un cierto caudal, así como superar dos cadenas montañosas no muy escarpadas, pero sí lo suficiente para obligarles a bajar el ritmo. Deberán, es inevitable, detenerse de vez en cuando, para dar un descanso a las mujeres, a los críos y a las bestias. Sumándolo todo, sale que alcanzarán una cordillera que los búlgaros llaman Strandja en algún momento comprendido entre el 20 de mayo y el 10 de junio. Sólo hay, que yo haya podido saber, un paso practicable para un convoy con carros tan pesados como serán los que lleven ellos, uno que los bizantinos llaman del Mont Hemus, o algo por el estilo. Eso significa que, vayan por donde vayan, al final acabarán ahí, pues las dos alternativas, volver al borde del mar o rehuir la Strandja por el oeste, implicarán unos riesgos muy serios, la primera, o un rodeo de semanas, la segunda. Dando esto por bueno, y por supuesto verificando cada día por dónde avanzan, y a qué ritmo, los podríamos hasta esperar en ese paso, el del Mont Hemus, en las mejores posiciones para despedazarlos sin que se den cuenta de lo que pasa, o no antes, al menos, de que sea demasiado tarde para ellos. Si lo pensáis, será lo mismo que hicieron ellos a De Flor y a nuestros hermanos.

Un bramido de aprobación. Si lo hubiera dicho cualquier otro, como por ejemplo yo, nadie habría perdido el gesto escéptico, pero el prestigio de Ramón Muntaner en el seno de la Companyia Catalana d'Orient era tan total que si afirmara que la Tierra es redonda nadie osaría discutir tamaño disparate.

—¿Cuánto hay de aquí al Mont Hemus ese deis collons?

A eso respondí yo, aunque no de propia iniciativa, sino tras un gesto de Muntaner. De ningún modo me habría saltado yo a mi señor, y menos en público. Lo primero y necesario para conservar la confianza del que secretamente planeas sustituir, es que de ningún modo pueda pensar que le puenteas, y si algo hay que retener hasta el mismímo instante de arrearle la puñalada trapera fatal —en la espalda, por supuesto—, y si no, al menos, el de traicionarle sin piedad y dejarle a los pies de sus peores enemigos, es su plena confianza en tu fidelidad a toda prueba. Más o menos, lo que le sucedió a la zarina Irene con Claudera, como alguna vez me describía en las periódicas clases de perfidia, la segunda de sus especialidades celestiales, que de vez en cuando me regalaba.

—No menos de cuarenta ni más de cincuenta leguas. A una media de seis por jornada, pues hay ríos sin puentes y montañas de pasos complicados, ocho días.

Los principios aritméticos de Rocafort, del que mi señor sospechaba que no sabía sumar ni restar, y de multiplicar y dividir ya ni hablaba, eran por entero digitales. Dicho de otro modo, que si se quedara sin dedos ni hasta diez podría contar.

—Me sale que para estar allí el 15 de mayo deberíamos salir de aquí no después del día 5. ¿Es así? —Muntaner y yo asentimos—. Bien, pues eso ya lo tenemos claro. ¿Habéis pensado en quiénes formarán los grupos de avanzada?

A eso volví yo a contestar, aunque tras mirar a Muntaner y comprobar que asentía.

—Sí. Serán seis. Los mandarán almugadenes muy expertos, muy veteranos. Hemos pensado en…

La lista de los seis, leída en mi tablilla. Una de las mejores cosas que me había enseñado Muntaner era no confiar en mi memoria, pese a ser muy buena. El dato que se lee, decía, jamás te hace quedar mal, mientras que raro es el recordado, por mucho empeño que pongas, que no te pueda dejar con el culo al aire. Tras escucharla hubo un cierto debate acerca de la idoneidad de alguno, si bien lo que más controversias suscitó fue que dos de ellos eran hombres de Ferran Eiximenis d'Arenós.

—¿Tan seguro estás de que d'Arenós querrá unírsenos? ¿A mis órdenes?

Me lo había preguntado a mí, pero el que respondió fue Muntaner.

—No me cabe duda, Bernat. A él no le gustaba De Flor, pero los mil y pico que murieron con él, casi todos hombres de Corberan d'Alet, eran tan hermanos suyos como lo eran nuestros. Estoy convencido de que ante la oportunidad de poner las cosas en su sitio no dudará en sumarse.

Rocafort se lo pensó. No ponía cara de quedar muy convencido, pero no podía ser él quien dejase fuera del juego al otro, de modo que acabó por claudicar.

—¿Cuándo se lo dirás?

—Pensaba enviarle un propio nada más amanecer. Ahora ya es demasiado tarde para que llegue a Mádytos con luz.

—Bien. Invítale a venir y que se traiga todos los que quiera. Esto no será un asunto de hablar entre los tres, sino todos juntos —señalaba en derredor, de un modo entre distraído y desmayado—. ¿Cuándo empezarás a trabajar en la intendencia?

—Ya hemos empezado.

El tono de Muntaner era incontestable, de modo que nadie le contestó, pese a mentir como un bellaco. Desde luego que no habíamos hecho nada durante las dos horas transcurridas desde que terminamos de hablar con el capitán veneciano hasta que nos reunimos con los otros diez, los cuales, por cierto, ya eran trece, pero determinadas ocasiones no pueden terminar de cualquier manera. Un toque de solemnidad siempre viene bien, y aquél era, quizá, el mejor de los posibles.

—Bien. Haz tu magia y hazla como te dé la gana, pero el 1 de mayo quiero a todo el mundo sobre sus caballos. ¿Estamos?

—Estamos, xor Bernat.

Rocafort, como era de temer, se desorbitó de la mirada, pero en el acto se aflojó en una sonrisa. Después de todo, y a esas alturas, el único que osaba bromear con él, cuando menos en público, era Muntaner. Mejor que fuese así, debió de pensar justo antes de arrojarle una gruesa miga de pan con la que jugueteaba desde hacía un rato, para tras eso exhalar un festivo:

—Pero qué cabronazo eres, tú.

Estaba claro que se querían. O que los dos deseaban hacer pensar que se querían.

* * *

Llevábamos dos días detenidos en Malgara, un lugar situado a quince leguas de Gallípoli, de donde habíamos salido el 3 de mayo. Las razones del retraso, del que ni Muntaner ni yo éramos responsables, fueron dos: la primera que allí era donde los grupos más cercanos a Constantinopla deberían enviarnos un par de mensajeros con lo que supiera cada uno, de modo que llegaran allí, a Malgara, no después del 7 de mayo. Si las noticias eran positivas —que habían divisado al convoy alano—, los demás hombres deberían seguirlo a distancia, para enviarnos una segunda pareja de mensajeros a otro punto en el camino del Mont Hemus, Alpiya, de modo que llegaran no después del 15 de mayo, sino que aguardaran otros cinco días. Si no veían nada, que regresaran a Gallípoli; si, por el contrario, sólo sucedía que se había retrasado el tal convoy, pero que al fin lo divisaban, que nos buscaran entre Alpiya y Malgara.

La segunda, que la negociación con los turcopóls había fructificado. Muntaner y sus enviados acordaron que se nos unirían en Malgara el día 7 de mayo. Serían doscientos de a caballo y setecientos de a pie, de modo que nuestra fuerza total se incrementaría en novecientos hombres que, sin querernos demasiado, cuando menos odiaban a los griegos con toda su alma. Para empezar, porque les debían muchísimo dinero y era claro que no pensaban pagarles, y después por el gran desprecio con que siempre les habían tratado. Un desprecio que tenía mucho de racista —los bizantinos eran unos seres a los que adornaban casi todas las virtudes, era de reconocer—, ya que los turcopóls —o turcopoles, o turcoples, o cualquier cosa de las muchas que les llamaban; a nosotros, y nos parecía que a ellos también, les sonaba mejor su gentilicio en catalán— eran turcos perdidos, tan turcos como todos los demás turcos. Se diferenciaban de los otros turcos en haber sido bautizados, aunque, por lo demás, eran tan devotos como nosotros, que también lo fuimos al poco de nacer. Con ellos vendrían sus mujeres y sus hijos, aunque no para seguirnos ni para quedarse allí, en Malgara, sino para ser despachadas con una escolta de turcopóls y algunos almogávares hasta Gallípoli, donde Muntaner ya les había encontrado sitio, uno muy agradable junto a la Bocca d'Aveo, para que montaran su campamento.

 

Muntaner, a regañadientes, se quedó en el Hexamilia con una pequeña guarnición de almogávares y caballeros —no llegaban a doscientos, entre todos—, más los tripulantes de las naves, los herreros, los carpinteros y los civiles capaces de arrimar el hombro si llegase a ser necesario. En total serían quinientos hombres preparados para, en su momento, sostener un cortell o un chuzo. A ésos se les unirían, llegado el caso, más de mil mujeres capaces de disparar muchas, muchísimas flechas y, de convenir, clavarle un chuzo en los destos al primer bizantino que se les pusiese a mano. En general, opinábamos que sería una defensa suficiente para las mujeres y los niños de las tres hordas —la pequeña de Muntaner, la mediana de dArenós y la grande de Rocafort—, más las que aportasen los turcopóls, con las que no sería fácil entenderse porque ninguna se salía del turco, o eso creíamos. Por fortuna seguíamos contando con Calliope, además de con Naima, una jovencísima esclava turca que hablaba un poquito de griego, a la que capturamos en Kibistra y que se había prendado tan hasta los tuétanos del guapísimo caballero aragonés que se la quedó sin primero violarla, Juan Pérez de Caldés —ya lo hizo días después, aunque por las buenas—, que hoy éste hablaba un turco tan decente, o al menos tan comprensible, que Rocafort le había encomendado el mando de la horda de turcopóls, con lo cual se demostraba que hacerse con las mujeres del enemigo suele ser un buen negocio. Un negocio que no pensábamos explotar en el asunto que teníamos a la vuelta de unas semanas, pues la consigna, y me consta que ninguno de nosotros estaba en contra, era no dejar uno vivo: ni alano, ni alana, ni cachorro de ala— na. Los íbamos a borrar de la faz de la tierra, como señalaba Berenguer de Roudor, el más poético de los caballeros jóvenes y que aquellos días lucía un tanto preocupado, pues la bella Carlota le había puesto sitio y él, infeliz, acabó capitulando la noche antes de partir hacia ese proceloso Mont Hemus con el que casi todos soñábamos.

Casi al tiempo que los turcopóls, cuando ya empezábamos a ponernos nerviosos, divisamos a lo lejos un par de jinetes que llegaban del este y que hacían por nosotros. Aún tan lejos como a setenta y cinco estadales yo ya tenía claro quién era el de la izquierda, el mismo que hacía ondear el gallardete de Ramón Muntaner en la punta de su chuzo. Incluso a esa distancia su cara de caballo, sus melenas rizadas y su expresión de no desayunarse menos de un niño, hacían imposible confundir a un Oleguer al que yo quería como si fuera el hermano mayor que todos los que no tenemos uno desearíamos tener.

—Los vimos acampar en el lado norte de un lago largo y estrecho que hay a cinco leguas de Constantinopla, en el camino de Bizia. Nosotros estábamos escondidos entre los cañaverales de la orilla opuesta. Los hombres son de diez a doce mil. Un cuarto a caballo, los demás a pie. No menos de quinientos carros. La mayoría con tiros de dos bueyes, aunque algunos de cuatro. Eso fue anteayer.

Ni buenos días, añadió. Era Oleguer en estado puro. Nada más oírle nos abalanzamos sobre mis toscos mapas. Según aquello les faltaban algo menos de cuarenta leguas, o nueve días. Si paraban uno de cada dos, serían dos semanas justas, o catorce días a contar del 5. De ser así, estarían al pie del Mont Hemus el 19 de mayo. Nada que no pudiéramos alcanzar, aunque convendría moverse.

—A juzgar por lo que tardaron en montar el campamento, no creo que cuando se paren lo hagan para sólo un día. Más parece que lo hacen para dos, o para tres. Lo digo porque los hombres no ayudan. Sólo trabajan las mujeres. Así les pasó que llegaron a media tarde y no acabaron de instalarse hasta el mediodía siguiente. Para salir al otro deberían empezar a desmontar nada más acabar de montar, y eso no es para créerselo.

Tenía sentido, de modo que al momento rectifiqué los cálculos. Rocafort y los demás permanecían pendientes de mis palabras, como si yo fuera un tal Oráculo de Delphi, si no un trasunto de Claudera, la Diosa, equipado con algo que no suelen tener las diosas, salvo en todo caso una tal Hermaphrodita, o algo así, que nunca estaba yo muy seguro de quedarme con todas las cosas que me contaba mi Claudera, la de verdad.

—Si marchan dos jornadas y se detienen otras dos, son dieciocho días, lo que significa el 23. Si se detienen tres son cinco más, o sea el 28. Si sumamos retrasos por culpa de los ríos que han de vadear, lo mismo no llegan hasta el 1 o el 2 de junio.

Rocafort compuso un gesto de aquiescencia un tanto admirada. Le gustaba cómo funcionaba su intendencia general, o eso parecía. Era comprensible, después de todo. Para un tipo que contaba con los dedos, pese a lo bien que se le daba el xatranj, lo mío debía de parecerle magia negra.

—Pues visto. Cuando lleguen los turcopóls nos quedamos aquí un día, para conocernos, y al siguiente todo seguido al Mont Hemus de los demonios. ¿Preguntas?

Ninguna. Todos asentimos, sin más. La suerte de los alanos cada día que pasaba estaba un poquito más clara. O más negra. Según quién la mirase.

* * *

En Alpiya nos detuvimos para consolidar información y recapacitar a la vista de los últimos datos, además de para dar un descanso a las bestias, porque los calores del verano tracio se nos habían echado encima. La mayor parte de los mensajeros ya nos habían alcanzado, y sus informes eran consistentes los unos con los otros. Los alanos avanzaban muy despacio, de un modo incluso cansino, pero a nuestros observadores les parecía que no vagueaban. Sólo sucedía que acarreaban un número inusitadamente alto de mujeres y de hijos, y parecía que también de siervas. Era probable que su desierta tierra del Caucaso anduviera escasa en cuanto a hembras fértiles, de modo que los varios miles que llevaban con ellos —no era un cifra susurrada por los venecianos; era mera consecuencia de nuestras observaciones a distancia; en cuanto a la forma de diferenciar las esposas de las esclavas, era sencilla: las de negro, todas, eran esclavas, o eso, al menos, era lo que parecía desde cien estadales de distancia— les vendrían de maravilla para repoblar su estado, el que les aguardase allí o el que pensaran darse.

Nuestra gente, al principio, se acercaba más de lo prudente, aunque pronto aceptaron lo saludable de quedarse lejos, ya que Girgón, o quien fuera su intendente, no tenía un pelo de tonto: no sólo mandaba en avanzadilla varias docenas de jinetes para reconocer el camino del día, sino que cuidaba los flancos y la retaguardia de la misma forma, temeroso de que se les siguiera de lejos. Unas precauciones irreprochables, pero una vez dejaron atrás los humedales cercanos a Constantinopla el camino se les volvió uniformemente polvoriento, de modo que seguirles de lejos era sencillo: bastaba con no perder de vista el plafón grisáceo que flotaba sobre sus cabezas.

Tras una deliberación no muy larga —Rocafort no era hombre de pensadas desmesuradas; d'Arenós quizá fuera menos brillante, aunque tampoco era muy dado a la honda reflexión—, se decidieron varias cosas. Una, estudiar los alrededores del Mont Hemus, a la búsqueda de una superficie muy amplia, la que necesitarían ellos para instalar su campamento. Dos, ver si en las proximidades había una llanura de tamaño suficiente para ofrecer ahí la batalla, pues dábamos por seguro, a causa de las precauciones que tomaba Girgón, que nos divisarían con tiempo suficiente para organizarse; de no ser así, lo procedente sería cargar sin más contra su campamento, ya que al intentar defenderlo se colocarían en la mejor posición táctica imaginable para degollarlos a todos. Tres, mantener desde allí, Alpiya, un rumbo envolvente y suficientemente abierto, dando un amplio resguardo al Mont Hemus y de modo que no pudieran divisarnos de lejos. Cuatro, avanzar al paso tras envolver en tela los cascos de los caballos, de modo que levantaran la menor polvareda posible. Cinco, dejar clara la táctica que todos habríamos de seguir, la cual no podía ser más simple: de vérnoslas con ellos a campo abierto, entretener a su caballería con la nuestra y romper el centro de su infantería con el global concentrado de la nuestra. Si los pillábamos con los meados en el vientre —los dioses lo quisieran, o sant Jordi, o la Virgen; total, qué más nos daba quién diablos lo propiciara—, una parte de la caballería ligera contra los carros y las mujeres, para que sus infantes, horrorizados, rompieran la formación; en cuanto al resto, pues lo de siempre cuando pillábamos a un enemigo desordenado y desorganizado: paciencia y degollar.

No necesitábamos un grupo exploratorio numeroso, aunque sí que supiera leer un campo de batalla y que dominara el arte de la fuga, por si nos dábamos con alguna sorpresa. Se debió a eso que lo integráramos Ramón, Berenguer, Oleguer, tres almogávares de su confianza y aspecto espantoso, y yo mismo. Nos separamos de la formación al llegar a las orillas de un viejo conocido, el Agrianes. Desde ahí comenzamos a trotar a buen paso, sin preocuparnos del polvo porque de nuevo pisábamos terreno húmedo. Así, en media jornada llegamos al pie del Mont Hemus, o Haimos, como parecía ser su nombre para los que vivían allí, o eso nos dijeron unos pastores que cuidaban de unas cuantas cabras sin tener idea de lo que se les vendría encima como no se largaran de allí. Según nos dijeron, Hemus no era el nombre de un monte concreto, sino el de toda la cordillera, la que desde un poco más al este, casi en el mar Negro, se plantaba en el Egeo y de allí se perdía en el norte. Lo que nos importaba, no obstante, lo señalaron sin vacilar: un camino moderadamente tortuoso que se adentraba en las montañas, a su vez no demasiado altas, aunque sí escarpadas, y que al otro lado estaba Bulgaria. Parecía un lugar transitado, cosa lógica, pues era el sendero natural para entrar y salir del Imperio. Era raro, decían nuestros ingenuos pastorcillos —Oleguer ya recomendaba, en catalán, degollarlos a todos a fin de no dejar ni testigos ni chivatos, pero Ramón, con esfuerzo, le contenía—, que cada semana no lo atravesaran una o dos docenas de caravanas, sobre todo en verano, y si venían en grupos numerosos era porque había muchos bandoleros, así que, si pretendíamos cruzarlo en nuestro camino a Bulgaria —aconsejaban con candor—, mejor haríamos esperando a que pasara una en dirección norte, para sumarnos a ella. Tras oírles, y analizar sus en verdad amistosas sonrisas —eran tres, dos niños y una niña, el mayor de la edad de Llura—, me pregunté si por una vez no haría mejor saltándome los códigos almogávares, los que con fría determinación sostenía Oleguer, y me contesté que sí, que me los saltaba. No sólo eso: metí la mano en mi bolsa y saqué una onza de oro —bueno, del oro en que habíamos cobrado la última soldada de Andrónic; no valdría menos si estuviera hecho de madera, pero allí daba igual—, para tenderla indiscriminadamente al que antes la recogiera de mi mano. Sus expresiones eran de asombro, aunque aún se asombraron más cuando saqué una segunda moneda y les dije, con cara muy seria, que se llevaran su rebaño río abajo y no volvieran por allí en unos cuantos días. Ahí fue cuando la chica, que sin duda era la más lista —suele suceder a ciertas edades—, reparó en la felina expresión de Oleguer —no sé cómo son los tigres, aunque sospecho que si alguno viese a Oleguer se cagaría de miedo—, agarró a los otros dos y echó a caminar monte abajo, chistando a sus putas cabras y haciéndoles andar.

—Yo no te adiestré así, Guillem de Tous.

—Lo sé, Oleguer, pero no soy capaz de ser un cabrón en todo momento, a todas horas, todos los días. Estos niños no nos han hecho nada y no podrán hacernos nada, de modo que, por una vez, déjales vivir, ¿quieres?

Supongo que me salió un tono al que Oleguer no debía estar acostumbrado, aunque quizá fuera que había en él componentes de lo único que le superaba, y que jamás contradecía: el mando. Yo aún no lo sabía, pero el buen Oleguer era no ya un almogávar, sino un militar absolutamente disciplinado.

—Sea como quieras.

Con eso me bastaba, de modo que volvimos a montar y seguimos adelante, hasta un punto algo más elevado de lo normal. Desde allí se divisaba una llanura muy amplia, con espacio suficiente para montar un campamento como el de los alanos y sostener una batalla como la que no tardaríamos más de un día en celebrar. Una predicción en absoluto digna de Claudera la Diosa, porque a lo lejos, en el horizonte, se divisaba un plafón de polvo que Oleguer identificó al momento.

—Ahí están. Cosa de una legua. Esta noche dormirán aquí.

—Han ganado tiempo. No habrían debido llegar hasta pasado mañana.

—Es probable que nos hayan visto. No a nosotros, sino a los que les vigilan. Saben que una vez se hallen del otro lado, en Bulgaria, no nos atreveremos a seguirles.

Ramon tenía razón. Aquello lo complicaba todo, porque sin duda sabían que les rondábamos, de modo que nos podíamos despedir de la improbable sorpresa. Lo que mandaba, en ese momento, era volver con los nuestros por el camino más corto —no el que habíamos seguido bordeando el Agrianes—, dar la novedad y plantarnos en el otro extremo de la llanura con tiempo suficiente para caer sobre los alanos justo al amanecer. Nada, después de todo, que se hallara fuera del alcance de la Companyia Catalana d'Orient.

—Pues andando.

* * *

Nos esperaban, estaba claro. No sólo no montaron sus tiendas, lo que solían hacer nada más detenerse, sino que habían apilado las carretas en filas muy próximas las unas a las otras, para que no se pudiera cabalgar a su través. No costaba suponer que tras ellas, en los intersticios, las alanas, cuya fama de bravas era comparable a la de las catalanas, nos esparaban con lo que manejaran mejor. Por lo demás, se habían desplegado de un modo nada imaginativo: la caballería por su derecha y la infantería del otro lado. Según el aspecto que mostraban sus guiones, dentro de lo poco que dejaba ver la espectral luz del amanecer, la opinión general entre los que teníamos mejor vista era que Girgón se hallaba en el centro de su caballería, la cual estaba, si no había cambiado de costumbres, peor blindada que la nuestra. La diferencia principal era que nosotros cubríamos el culo de las bestias, mientras que ellos no. Estaban acostumbrados a una lucha más civilizada, infantes contra infantes y jinetes contra jinetes, y sin duda desconocían la última de nuestras tácticas, la desarrollada en Apros, donde deslizábamos infantes entre los caballeros para que destriparan a los caballos del enemigo donde más fácil fuese hacerlo, y si era en el culo —o en las pelotas; esto último, era de reconocer, a los caballos no les gustaba nada, pues al momento se encabritaban tirando a su jinete y con eso ya no había más que hablar—, pues daba lo mismo, por deshonroso que pareciese. La lucha caballeresca tenía muy poco que ver con los usos almogávares.

La caballería de los alanos, a la que conocíamos bien, pues hicimos juntos la campaña que culminó en Kibistra, sólo era marginalmente inferior a la nuestra, pero la infantería era mucho peor. Sus armas eran inadecuadas para oponerse a los almogávares, cosa que vimos en Artaki hacía ya un par de años. A eso se debía que no nos preocupara demasiado la diferencia numérica, la cual no pasaba de uno y medio a uno en jinetes, ni de tres a uno en infantes. Así, a medida que clareaba más allá de sus espaldas —otra vez con el sol en contra, maldecíamos unos cuantos—, nos íbamos sintiendo más y más optimistas, al punto que incluso alguien tan moderado en las vísperas de las batallas como era dArenós se permitió mascullar entre dientes, aunque sin gritar, en tono simplemente audible, un solemne «los vamos a inflar» que nos arrancó un mugido de asentimiento. Fue ahí cuando Bernat de Rocafort se aupó sobre sus estribos —con esfuerzo; el invierno le había sentado tan fatal que recordaba horrores a un oso con yelmo y armadura—, miró con detenimiento a babor y a estribor, y prorrumpió en los gritos que los más cercanos esperábamos desde hacía ya un rato:

—¡Izad bien altas las banderas negras!

Un rugido global, con blandir generalizado de manguales y espadones.

—Keine Gefangenenü!

Ahora ya rugían hasta los caballos. Muy emotivo, aunque al momento quedó descolorido con un nuevo coro de alaridos, el propio de los almogávares:

—Aragó! Aragól

Por nuestra bandera. Que todo el mundo tuviera claro de dónde veníamos.

—Sant Jordi! Santa María!

Me constaba que tanto el uno como la otra les traían a todos sin cuidado, pero el caso era que jamás los olvidaban.

—Desperta ferro! Aur, Aurü

Ahí las cuernas y las trompas comenzaron a bramar. El ruido era tan fuerte que no nos llegaba el que hicieran los alanos, y alguno emitían, porque se les veía blandir lanzas y espadones, pero el viento soplaba de nuestra espalda, de modo que además del suyo propio se tenían que tragar el nuestro. Debía de resultarles asaz desagradable, pero ya no faltaba nada. Sólo en cuanto Rocafort excretara el último de los suyos, al tiempo de blandir su espadón y señalar al enemigo:

—Endavant, catalansü!

* * *

Una buena prueba de que los alanos eran un enemigo formidable fue la duración de la batalla, pues comenzamos nada más salir el sol y el resultado fue indeciso toda la mañana, pero al llegar el mediodía Berenguer de Roudor destrozó el yelmo de Girgón con su cráneo dentro —fue uno de los más exquisitos golpes de mangual que nadie hubiera visto; de hecho y hasta entonces se consideraba que jamás debía usarse contra un caballero cubierto con un yelmo de Deutschritter, los de cacerola; curiosamente, fue un regalo de Roger de Flor, en aquellos olvidados tiempos en que parecían quererse mucho—, lo cual le hizo caer de su ya exhausto caballo, para que nada más tocar el suelo un alabardero de los que se trajo d'Entea le rebanara el muslo de babor de un gran tajo, y pudiera ser que también le rebanase algo más; alguna explicación tendría el colosal surtidor de sangre. Con eso, que tuvo numerosos testigos en ambos lados, a los alanos les bajó bastante la moral, y más si se consideraba que Girgón se batió bien, al punto que gracias a su destreza personal tres de nuestros mejores caballeros dormirían aquella noche a saber dónde, si con sant Jordi o Belcebú, pero desde luego no entre nosotros.

Desde ahí todo fue un empujar y empujar contra los carros. Vimos salir unos cuantos, tripulados por mujeres aterradas, pero no fueron lejos, ya que los jinetes turcopóls, que no se habían empleado tan a fondo como los nuestros —era disculpable; acababan de llegar y no comprendían las órdenes—, salieron disparados tras ellos, listos para comenzar a degollar mujeres y niños, cosa que no les daba el menor repelús. Algunos de los caballeros abandonaban su lugar en la desfalleciente formación, para buscar entre los carros a sus mujeres, hacerlas montar en algún caballo que tendrían en reserva y abrirse hacia el camino de Bulgaria, pero salvo uno ninguno fue muy lejos. A por ese uno, que a juzgar por el aspecto de sus ropas debía de ser un tipo importante, salieron tres de nuestros jinetes ligeros, Guillem de Bellver, Arnald Miró y Bernat de Ventaiola. Les costó llegar a él, porque las bestias alanas eran muy buenas, pero la mujer montaba fatal, a mujeriegas —parecía mentira en un pueblo de centauros—, de modo que a menos de doscientos estadales Bellver se puso a su altura. En ese momento el alano dio la vuelta, se lanzó sobre Bellver y le atravesó de lado a lado con su lanza, quizá por estar el pobre diablo distraído con la bella dama, pero ya llegaban los otros. El alano —daba cierta pena escuchar después el relato—, viendo todo perdido, primero miró a su espantada mujer, luego la decapitó de un tajo bien sacudido y tras eso se lanzó por Ventaiola, el cual le descalabró de un mangualazo. Al momento echaron pie a tierra y le remataron entre los dos, como a una gariba malherida. Estaban furiosos por la muerte de Bellver, su amigo de ya ni recordaban cuántas batallas, pero nada más podían hacer que atravesarlo sobre su caballo, desnudar al alano y a su señora con la maña y la experiencia de los buenos caballeros saqueadores, quedarse con lo que valiese algo, montar, volver grupas y regresar al campamento, el cual, por entonces, ya no era un campo de batalla. Se había convertido en otro tipo de campo, uno cuyo nombre teutón a menudo invocaba el führer a cuenta de sus experiencias en Tierra Santa, sobre todo si se pasaba un poquito con el vino: vernichtungslager, o campo de exterminio.

Era una verdadera merienda de locos, al punto que incluso a los estómagos curtidos, como era el mío, les costaba gran esfuerzo no desertar. Sin embargo seguíamos y seguíamos, de carro en carro y de familia en familia, con una brutalidad sólo comparable a nuestra indiferencia. Esa tarde ya no éramos humanos, y en alguna reprobable crisis de lucidez me preguntaba si algún día lo volveríamos a ser. Menos mal, le diría tiempo después a una inexpresiva Claudera, que Dios prefirió no aparecérsenos, porque le habríamos matado también.

A la noche, y no ya ebrios de sangre, sino mucho más allá, realizábamos un primer inventario: prisioneros, cero; prisioneras no vestidas de negro, cero; niños prisioneros, cero, aunque probablemente quedarían unos cuantos escondidos bajo mantas en los fondos de los carros, quizá en compañía de alguna mujer, ya que no los habíamos podido inspeccionar en profundidad; esclavas liberadas —vestidas de negro— había bastantes, aunque menos de cien. Oleguer lo explicaba con fría naturalidad: «En el interior de los carros todo estaba oscuro, Guillem; no había forma de saber cómo carall iban vestidas». En cuanto a bajas propias, los datos eran estremecedores: caballeros con armadura, doce muertos, tres más que no tardarían en estarlo, veintidós heridos de diversa consideración —volverían a Gallípoli a bordo de los carros—, y sesenta con algún tajo leve. Jinetes ligeros, sesenta y dos muertos, treinta y cuatro que deberían ser llevados en carro, y cuarenta con algún tajo. Yo era uno; salía de aquello con un proyecto de cicatriz en la sien derecha por demás elegante. Almogávares, doscientos quince muertos, unos cien que también regresarían en carro y más de trescientos necesitados de algún remiendo. En cuanto a las cifras de los turcopóls, sus jefes aún no decían nada, si bien Pérez de Caldés opinaba que no parecían disgustados. El botín, por su parte, se presentaba inconmensurable, si bien ahí dArenós, de un modo digno de aplauso —Rocafort no se atrevió a contradecirle— impuso su criterio: partes iguales para todos, incluyendo a los muertos con familia y a los turcopóls, más lo que correspondiese a los que, sin ganas, se habían quedado en Gallípoli cuidando de nuestras mujeres y nuestros críos. A la mañana siguiente, nada más despuntar el día, separaríamos los carros, despejaríamos unos cuantos y empezaríamos a trasladar el botín, echando mano de los que se quedaran vacíos a medida que progresáramos. Sin duda encontraríamos niños, niñas y alguna mujer. Bien, pues ya sabíamos —y sabríamos, cierto; que los dioses me amparasen y no tuviera que degollar a ninguna niña de la edad de las mías—; que la piedad no nos reblandeciese, añadía. Nos habíamos llegado allí no sólo para vengar a mil trescientos hermanos, sino para dejar claro al mundo entero lo que pasaba cuando a los catalanes se nos traicionaba. Extraer el botín y concentrarlo nos llevaría todo el día. No se trataba de separar ahí, al pie del Hemus, lo que fuese de valor; ya lo haríamos en Gallípoli. Se trataba de acabar pronto, porque a la caída de la tarde los aromas de los muertos, abandonados como estaban bajo un sol implacable, harían que allí no se pudiera seguir. Tras acabar desengancharíamos los carros sobrantes —después de subir a los heridos en los que fueran necesarios—, así como los bueyes más escuálidos, ataríamos a las traseras de los que nos fuéramos a llevar los caballos de los alanos —habíamos capturado más de quinientos—, y emprenderíamos la marcha. Nada más y a dormir todo el mundo, menos la guardia, que se había dispuesto una reforzada, no saliera reptando de los carros alguna mujer muy enfadada y se pusiese a degollar centinelas.

No nos costó hacerle caso. El que más y el que menos estaba exhausto, si no peor, de modo que a la media hora, más o menos, roncábamos como angelitos. Nos lo habíamos ganado.

* * *

A la noche siguiente casi habíamos terminado. Sólo nos quedaba terminar de segregar los bueyes peores —habíamos asado media docena; nos supieron a gloria, y es que masacrar siempre da un hambre tremenda—, subir a los carros a nuestros dolientes camaradas averiados y, lo que se preveía más dificultoso, decidir qué hacer con las llorosas esclavas de los alanos, las cuales no parecían felices de cambiar unos bárbaros terribles por otros bárbaros aún peores. Influía en su criterio el haber visto perecer a muchas colegas, bien por las prisas o bien por haberse ocultado en exceso, y además no veían con simpatía el que nos hubiéramos cargado a sus hijos, pues si bien ellas eran esclavas, los que habían parido eran alanos, o proyectos de alanos, y de ésos no pensábamos dejar ni uno. Pretendíamos extinguir para siempre a su infame raza maldita, y todo lo que afirmase nuestra determinación de hacer saber a la cristiandad, a la musulmanidad y a la paganidad que los catalanes nos tomábamos las venganzas con la mayor seriedad, estaba bien por definición, de modo que si les daba pánico venir con nosotros, pues que se quedaran allí, con los carros sobrantes, los bueyes peores, las tiendas más sucias y las montañas de ropa que no queríamos para nada. Quizá los búlgaros las recibieran bien, suponiendo que supieran tripular carros de bueyes, y si no que se suicidaran. A nosotros, resumiendo la filosofía comunal, esas putas esclavas nos importaban una mierda.

Habíamos desplazado nuestro campamento cien estadales contra el viento —seguía soplando del oeste—, a fin de atenuar el muy molesto aroma de quince mil y pico cadáveres desnudos descomponiéndose al sol, así como el escándalo que armaba el millón de buitres que se había llegado al hedor de la carroña. Hicimos lo mismo con los carros que pensábamos llevarnos. A las esclavas enlutadas las manteníamos lejos, tanto porque sus lloros de plañideras histéricas habían acabado por exasperarnos como porque no terminábamos de confiar en su actitud para con nosotros; y eso dejando aparte que, además de ser bastante feas, olían francamente mal, en parte gracias a una costumbre muy extendida entre las mujeres que sospechan van a ser violadas de un momento a otro, que otra cosa no es el cagarse por las patas abajo, aunque no de pánico, sino a efectos disuasorios, sabedoras de lo mucho que los machos lascivos nos enfriamos al percibir determinados perfumes y ciertas masas específicas. El ambiente, de todos modos, era de lo más festivo, de modo que hasta se cantaba y se bailaba, y ni el mismísimo Rocafort, siempre muy serio, se abstenía de unirse al jolgorio general. Viéndole así de positivo y optimista, y sabiéndole satisfecho con mis servicios, me le acerqué aprovechando que se había separado un poquito del grupo con ánimo de mear a favor del viento; es como debe hacerse, fue de las primeras cosas que aprendí del buen Oleguer. Por lo general, cuando pillas al jefe con las manos entretenidas en no ponerse perdido conviene ir derecho al asunto, y eso hice.

—Bernat, querría volver a Gallípoli. Con estos carros a cuestas tardaremos en llegar entre doce y catorce días. Si quiero estar allí más pronto es porque Claudera estaba cerca de salir de cuentas. Será su primer parto, y me preocupa. También me preocupa, no te lo voy a ocultar, que con Muntaner no se quedaron demasiados almogávares. Si alguien se hubiera enterado de que todos estamos aquí bien habría podido prepararnos una faena, y eso me quita el sueño.

Rocafort, muy serio, asentía y no sólo con la cabeza.

—A mí también me preocupa. Si los alanos sabían que vendríamos, otros lo sabrían también. Sal en cuanto amanezca y llévate cincuenta hombres, los que tú elijas.

Tras eso me dio una palmada en la mejilla, diría yo que afectuosa. Era un detalle de cariño muy raro en él, tanto que no me importó el sentir su mano un tanto humedecida.

 

* * *

Eran cuarenta y tres leguas, sobre poco más o menos. A un ritmo elevado aunque no enloquecido las habríamos recorrido en seis días. Si lo hicimos en tres, a razón de quince por jornada, fue porque a unos menos y a otros más nos acuciaban los deseos de comprobar que no pasaba nada y de abrazar a los nuestros; bueno, yo sólo tenía nuestras, aunque para el caso era lo mismo. Cuando dejamos atrás los despojos del Brachilaium —de tiendas y de hombres; buitres, en cambio, ni uno: estarían, todos, en el Mont Hemus—, dejamos de preocuparnos por conservar las derrengadas monturas, de modo que la última legua la recorrimos a revienta-caballos. El último cuarto, además, no por instinto, sino por haber divisado desde una loma, la que daba paso a Gallípoli y al Hexamilia, cantidad de galeras y taridas fondeadas en la Bocca dAveo.

Ni yo mismo tenía una vista capaz de distinguir los gallardetes, pero la forma de las popas era inconfundible: sólo podían ser genovesas.

Ya llegábamos a Gallípoli, seriamente preocupados, cuando nos salió al paso un grupo de mujeres, con algún almogávar entre ellas. Fue un recibimiento apoteósico aunque breve, y además enfriado al constatar que sólo éramos cincuenta. De un modo entrecortado nos pusieron al día: semana y algo después de nosotros marchar se presentó frente al Hexamilia una galera genovesa. Muntaner bajó al pantalán, adonde ya se abarloaba un bote con un emisario. Hablaron largo rato, después el otro volvió a la galera, pasó una hora, volvieron a poner en el agua el mismo bote, Muntaner salió de nuevo y otra vez volvieron a parlamentar, ahí mismo, en el pantalán. Tras eso ya no hubo más; el bote volvió a la galera, lo izaron, dieron media vuelta sirviéndose de los remos y se volvieron hacia Constantinopla. Poco después Muntaner se reunió con los adalides y con los capitanes de nuestras galeras, muy procupado. Explicó que la visita, en absoluto amistosa, fue de un almirante genovés del que había oído hablar, un tal Antonio di Spínola. Traía la pretensión de que nos rindiéramos, entregáramos a la República de Génova nuestras naves, Gallípoli, Mádytos y el Hexamilia, hiciéramos lo mismo con las riquezas acumuladas, seleccionáramos cien de nuestras mujeres, entre ellas y muy en especial una esclava de la zarina Irene que le había robado, se las entregáramos en calidad de rehenes y que después nos largáramos con viento fresco, se suponía que muy contentos porque así salvaríamos nuestras vidas. Estaba el tal Spínola bien al corriente de que apenas quedaban hombres en Gallípoli, tanto que daba por seguro que de ningún modo podríamos recibir ayuda, pues en lo que tardáramos en enviar un mensajero y que regresara una fuerza capaz de hacerles frente, ya sólo quedarían en Gallípoli cadáveres de catalanes. Y de catalanas.

Según le oía me iba subiendo de los adentros una ira francamente salvaje, para terminar palideciendo al llegar a lo que me tocaba de lleno, del modo más personal. Así pasaba, que una vocecita no identificada ya cantaba en mi cabeza el más salvaje de mis «desperta, ferro

—Muntaner mandó activar el plan de defensa que habíamos comenzado a ensayar nada más iros vosotros —nos señalaba con el dedo—, así como armar a las mujeres que aún no tuvieran en sus tiendas o en sus casas un chuzo, un cortell, un arco y muchas flechas. Él calculaba que antes de una semana tendríamos al Spínola de vuelta y muy acompañado, de modo que convenía darse prisa. Pensó en haceros llegar un mensajero, pero no podía permitirse perder un par de hombres que le harían mucha falta, ni quedarse sin caballos, pues os llevasteis casi todos. Estaba claro, además, que por muy bien que se diera todo eso antes de diez días no podríais estar aquí, de modo que al final escogió un par de civiles catalanes, un sastre y un panadero que no sabían ni por dónde se coge un chuzo, les dio un par de caballos, les señaló el camino que pensabais seguir y tras eso se santiguó, pues no podía estar más claro que, salvo milagros, de lo que se nos venía encima nadie nos podría librar. Por cierto, vosotros ¿os disteis con los mensajeros? Porque si fue así habríais debido ser más.

—No nos encontraron. Ha sido un presentimiento. Sigue.

El que hablaba, un almugaden de la horda de Eiximenis dArenós, compuso un gesto de «qué cosas» y retomó el hilo.

—Volvieron a los cinco días. Veinticinco galeras y seis taridas de las que transportan caballos y caballeros. Muntaner, que tiene buena vista, identificó en dieciocho de las primeras el gallardete del tal Spínola. En las otras, y en las taridas, lo que divisó fue la bandera de un tal Andrea Morosco. También era genovés, nos explicó, si bien el primero cobraba de la república por ser un almirante regular, mientras el otro es un corsario que lleva muchos años en la nómina de Andrónic. El, Muntaner, creía recordar que siempre había operado en el mar Negro, puteando a los seleúcidas y a los de Trebisonda, de modo que si Andrónic lo movía del Negro al Mármara sería por considerar de primera prioridad el arrearnos un estacazo. La presencia de las taridas significaba, o eso creía, que nos las veríamos con una fuerza de ciento cincuenta caballeros, el máximo que pueden transportar seis de tipo genovés. Calculando, para terminar, un media de cincuenta infantes por galera, la fuerza total no bajaría de mil doscientos peones de infantería. Por nuestra parte, les podríamos oponer quinientos hombres de a pie, sumando almogávares a tripulantes, herreros, carpinteros y civiles, más treinta de a caballo y dos mil mujeres. Una mala proporción si debiéramos resistir pie a tierra un asalto frontal, de modo que mejor nos iría si consiguiéramos no dejarles desembarcar, y en eso, seguía explicando, los que tenían la llave de conseguirlo eran los ciento y pico ballesteros de las naves y, sobre todo, las dos mil mujeres. Mejor dicho, las mil que son buenas con el arco y las flechas. Según maniobraban las galeras y las taridas, él deducía que buscaban presentar las popas en la playa de Gallípoli, apartándose del Hexamilia para que los caballos y los hombres no se mojaran mucho de la parte de los pies. Bien, pues ahí estaba nuestra mejor oportunidad: nada más abatieran los portones de popa, empezar y no cesar de disparar saetas y saetas, flechas y flechas, contra peones, caballos y caballeros. A los que consiguieran llegar a tierra les saltarían al pescuezo nuestros ciento y pico almogávares. Con eso, quizá, bastaría para repeler el ataque y hacerles la suficiente cantidad de muertos como para que se lo pensaran mejor. Los genoveses, añadía Muntaner, no eran como los bizantinos; ellos no desperdiciaban hombres porque sí. Son tan tacaños con sus vidas como nosotros con las nuestras, y si Spínola y Morosco llegaban a entender que tomar Gallípoli les costaría mil muertos, lo mismo se volvían por donde habían venido.

El buen almugaden —un moro converso y cuarentón de la baronía de Montornés, también llamada Benicássim; era evidente que se tenía por elocuente, como casi todos los de por allí, un lugar donde dArenós raro era el año en que no reclutaba dos docenas de tipos tirando a parlanchines— se detuvo, quizá nervioso por nuestro aspecto impaciente, pero lo que decía era crucial para entender lo que pasaba y lo que aún podría pasar, y como no podía quedarle mucho que contar acallé a los míos con las manos y le impelí a seguir.

—Muntaner lo dedujo bien, pero el hecho fue que, sin duda por sentirse muy seguros de sí mismos, no atacaron con todo lo que tenían. Sólo nos apoparon diez galeras y una tarida, de modo que tendríamos enfrente, todo lo más, veinticinco caballeros y quinientos peones, si sus números, los de Muntaner, fueran correctos, claro está. Nos apostamos todos nosotros y todas nosotras —me arrancó una sonrisa involuntaria oírle decir «nosotras»; lo último que se podría decir del buen hombre, más feo que Picio, era que alguien le pudiera tomar por una hembra—, de modo que nada más abatir los portalones empezamos a freírles a saetazos. Los peones comenzaron a pensárselo, pero los caballeros no, porque se sentían a salvo en sus corazas, tanto ellos como sus caballos, pero ahí les alcanzaron los primeros almogávares, chuzo en ristre, para desfondarles las bestias, con tan buena fortuna que cuatro se vencieron y dieron con los caballeros en el agua. No hubo que rematarles, ya que se ahogaron ellos solos, sin ayuda. Los que venían detrás, al ver lo que pasaba, intentaron recular atrepellándose los unos a los otros, pero al tiempo los almogávares no dejaban de pinchar y destripar. Así hasta trece, porque los demás consiguieron volver al interior e izar el portalón, dando avante al momento.

—Acaba, venga. ¿Qué pasó después?

—Que cuando los peones, empujados por sus jefes, dejaron de pisar plancha para empezar a sentir el agua en las pantorrillas, se vieron cosidos a flechazos. Las primeras filas cayeron como moscas, pues no hay quien corra con el agua tan arriba, de modo que antes de pisar en seco ya les habíamos puesto seis docenas fuera de combate. Les dejamos avanzar a través de la playa, por supuesto que sin dejar de disparar flechas y más flechas, dardos y más dardos, hasta que llegaron adonde hay más piedra que arena. En ese momento los otros almogávares, los que no habíamos hecho por los caballos y los caballeros, nos lanzamos contra ellos, y bien sabe Dios que hicimos una carnicería. Estaban muy desconcertados, si no aterrados, quizá porque jamás se las habían visto con gente que luchara como lo hacíamos nosotros, lanzándoles azconas, atravesándolos con los chuzos y cortándoles brazos y piernas con un solo golpe. A los diez minutos corrían hacia sus barcos, espantados. No les perseguimos, porque ya lo hacían las mujeres. Unas, con los arcos y las flechas. Otras, que habían salido tras nosotros, rematando a los caídos, y no te harías idea, Guillem de Tous, de lo bien que lo hacen.

Ahí reparé, cómo no, en los gestos satisfechos de nuestras bravas catalanas. De verdad que no hay mejor carnicera que una hembra de almogávar.

—¿Y eso cuándo fue?

—Ayer, al mediodía. Hoy no han hecho nada; se lo deben estar pensando. Muntaner piensa que cuando menos lo intentarán una vez más, y cuando lo hagan será con todo. Si lo dejaran ahora sería no ya un ridículo, sino un oprobio, y Spínola no puede volver así a Constantinopla.

—¿Y eso por qué lo sabes?

—Porque cogimos un prisionero que decía ser oficial. No nos lo cargamos porque Muntaner así lo mandó, para interrogarlo. Después, por la noche, nos contó que Spínola tenía graves razones para intentar echarnos de aquí, aunque no dio más detalles. Hoy les hemos esperado todo el día, ya te lo he dicho, aunque con el sol ya cayendo no parece que lo vayan a intentar. Será mañana, de modo que no podéis haceros idea de lo a tiempo que llegáis. Aunque sólo seáis cincuenta.

* * *

Al llegar al Hexamilia no había decidido a quién vería primero, si a las mías o a Muntaner. Acabé inclinándome por el deber. Después de todo, esperaba, mi señor sabría ser comprensivo y soltarme pronto, mientras que una vez llegase a nuestras habitaciones sería impensable que me dejaran salir en un buen rato. Di con él en su cuarto, asomado a la balconada desde donde se divisaba la gran flota genovesa, en apariencia inerte. Fue verme y perder por un momento su compostura y su flema, la de ver caer a su alrededor flechas y lanzas sin siquiera parpadear. Como al momento explicó, él resistía bien las desgracias, pero no estaba muy acostumbrado a los milagros.

—¿Cuántos has traído? ¿Sólo? —se lo pensó, un momento—. Bueno, mejor que nada sí es. ¿Te han contado lo que pasa?

Le resumí, en muchas menos palabras, lo que nos dijo el verborrágico almugaden converso.

—El prisionero es un chico de gran familia, sobrino del dux Opizzino di Spínola, que a su vez es el hermano mayor del que manda esa mierda —señalaba la flota enemiga, más con desdén que con asco—. Antes de comenzar a preguntar le advertí que yo no le haría ningún daño, pero si no me decía la verdad haría que le custodiaran las mujeres, y como había visto lo que hacían con sus cortells a los soldados genoveses heridos, empezando por cortarles los huevos y metérselos en la boca, no dudó en explicarme hasta de qué color llevaba los intimissimi el cabrón de su tío. Según me dijo, el dux Opizzino tiene una hija, de nombre Argentina, y tras un largo tira y afloja él y nuestro amigo Andrónic decidieron que se casara con el hijo mayor de los que tuvo éste con su segunda esposa, un tal Teodor que, por razones que no vienen al caso, es el heredero del marquesado de Montferrato, una enorme propiedad que no está lejos de Génova. El trato es bueno para las dos partes, pues Génova se asegura el marquesado y Andrónic se garantiza el seguir contando con los genoveses, cosa excelente para él si consideras lo arruinado que se ha quedado, en buena parte gracias a nosotros. El maldito/í// de puta necesita como el respirar el oro y las naves de los genoveses, y a eso se debe que los tengamos ahí enfrente. Los esponsales se celebraron hace tres semanas en Constantinopla, sin la novia, que sigue allá —señalaba en la dirección del Egeo—, en Génova. La representó su tío y hermano del dux, el almirante Antonio di Spínola, que si los dioses así lo quieren no saldrá vivo de aquí, al menos si mañana desembarca otra vez y osa ponerse al frente. Fue a Constantinopla por todo lo alto, como el número dos de la república de Génova, lo que al fin y al cabo es; de ahí las dieciocho galeras. Lo que no trajo en tan gran número fue la peonada, pero eso te lo cuento luego. Estando en plenos esponsales, Andrónic recibió la noticia de que algunos almogávares seguían de cerca los pasos de Girgón en su regreso a su condenada tierra. Ya ves, no nos descubrieron los que más temíamos, sino los que apenas considerábamos. Ahí vio, Andrónic, que aquello era doblemente bueno para él, ya que si acabábamos despedazándonos contra los alanos, que habían dejado de trabajar para él y por tanto le importaban un pimiento, nos debilitaríamos apreciablemente, cosa buena en sí misma, y además, al haber salido en tromba tras los alanos, esto se habría quedado —señalaba en derredor, indiscriminadamente— de lo más desguarnecido. No creo que tardara un minuto en pensárselo, pues ésta es la clase de jugada que más le gusta, de modo que se lo planteó al tal Spínola, más o menos en estos términos: tú tomas Gallípoli con tus naves y con las de Andrea Morosco, al que pongo ahora mismo a tus órdenes. Las taridas, ciento cincuenta caballeros y trescientos infantes genoveses, los pondrá él. Tú has traído trescientos de a pie, dices. Bien, pues yo pongo seiscientos más de mi guardia personal, que son lo mejor que me queda. Con los pocos que tendrás enfrente, cosa que sé de buena tinta porque tengo unos cuantos infiltrados en Gallípoli, no te costará nada tomar la ciudad. A los defensores, te los cargas. A las mujeres, te quedas con las que te gusten; las otras, las degüellas. Bueno, salvo una esclava de mi hermana que desertó hace meses; ésa se la confías a un hombre de Morosco que tiene mi plena confianza, uno que atiende por Antonio Bocanegra y que ya le dirá mi hermana qué hacer con ella —de nuevo sentí un escalofrío—. En cuanto a lo que guardan allí, el producto de tres años de saqueo, pues dos tercios para ti; el otro, para mí. Cuando acabes vuelves, desembarcas mi gente, repartimos el botín y te vuelves a Génova, con Teodor, y si él quiere te lo llevas también al asalto de

Gallípoli, para que aprenda cómo se hacen estas cosas, que aunque ya tiene treinta y seis añazos aún no sabe cómo se coge una espada. Palabra por palabra, todo eso fue lo que Di Spínola contó después a su sobrino, mi prisionero; estaba encantado de la vida cuando lo hizo, según explica el anormal. Tras eso pensaron que, para no tener futuros problemas ni con Frederic de Trinacria ni con Jaume de Aragón, lo protocolario sería comunicarme que sólo querían recuperar la plaza para el emperador Andrónic, y que la desalojáramos por las buenas, dándome su palabra de que haciendo así las cosas no nos pasaría nada. Luego, la segunda vez que bajó a verme, añadió que, además, me daba una galera donde podría embarcar mi fortuna personal, mi gente y mis cosas, y que a su bordo podría marchar adonde me diera la gana, Trinacria, Mallorca o Catalunya; lo que más me gustase. Cuando a eso le dije que se fuese a la mierda se lo tomó muy a mal, volvió por sus galeras y por las otras, que andaban entretenidas en embarcar a la gente, y hasta hoy. Ya lo sabes todo, Guillem. Te buscaste una mujer muy codiciada, es de reconocer.

Lo decía con una sonrisa de simpatía. Se la devolví.

—¿Qué planes tienes?

—Pues los mismos que hasta saber de vuestra llegada, pero con cincuenta hombres más. Cincuenta de los buenos, gracias a Dios. Cuento contigo para mandar la caballería. ¿Te trajiste a Oleguer? —asentí—. Pues contigo y con él ya sois setenta.

Nos sonreímos una vez más.

—Me gustaría ir con mis mujeres, Ramón.

—Pues marcha, y suerte, que Claudera está de parto. También para eso has llegado a tiempo.

* * *

Cuando llegué a mis habitaciones las rodillas me temblaban, más por la ira de saber que la zarina no se olvidaba de Claudera que por preguntarme qué tal a ésta le iría en el asunto de parir. Aunque yo no era muy aficionado a indagar en las cosas de las mujeres, como dar a luz, de mamar y todo eso —confieso que me daba una cierta dentera—, sabía que un primer parto es más peligroso que un segundo, porque aún está todo por darse de sí. También sabía que a más ancha de caderas es una mujer —Llura las tenía de concurso, y aún más tras alumbrar a unas gemelas que se habían convertido en mellizas—, más sencillo será para el cachorro asomar la cabezota, y en eso Claudera, pobrecita mía, en absoluto destacaba. Tenía un cuerpo muy bonito, al menos a mi juicio —mucho me temo que mi opinión no coincidía con los gustos generales; en la hermandad almogávar solía preferirse la cantidad a la calidad—, pero si resultó tan convincente vestida de jovencísimo jinete macedonio fue porque sumando lo muy estilizado de su cuerpo a lo poco nutritivo de su perfil y a lo corto que llevaba el pelo, el ser barbilampiño no despertaba sospechas. Si para eso tener las caderas de una sílfide —no tenía la menor idea de qué carall serían las sílfides, aunque intuía que muy culonas no podrían ser— era una ventaja, para dejar salir una criatura sería lo contrario, y más si como sus hermanastras salía, en cuanto a peso y envergadura, clavadita del todo a su papá.

Empecé a tranquilizarme al ver que Claudera no sólo presentaba un aspecto razonablemente bueno. Llevaba seis horas pariendo, un castigo todavía no excesivo y que según Llura, que con ayuda de su madre Giovanna y de su hermana Carlota sería su partera, ya no se prolongaría demasiado. Llevaban la cuenta de las contracciones con un novísimo reloj de arena bizantino que había yo incautado en a saber cuál saqueo. Aún no había llegado, explicaba la inminente madre con menos dulzura que serenidad, a esa fase del parto donde las protagonistas anuncian con regular solemnidad que jamás volverán a yacer con hombre alguno —es donde los dolores arrecian de verdad—, y menos con los suyos propios, a los cuales desean todos los males que la naturaleza les pueda conceder, empezando por que se les caiga el pito a pedazos.

Me habría gustado quedarme junto a ella, pese a ser consciente no ya de no aportar nada, sino de no valer para nada, pero al ver a Llura levantar la sábana y meter el dedo por donde más de una vez le había visto hacer lo mismo aunque con otras intenciones, y ver que lo recuperaba un tanto ensangrentado, yo, que bien podría llevar a mis espaldas doscientos o trescientos enemigos decapitados, empecé a sentir un punto de mareo. Se me debió de notar, tanto que Giovanna me indicó, de un modo muy firme, la conveniencia de salir de allí. Aquello, añadía, era cosa de mujeres, y los hombres no hacíamos más que fastidiar y estorbar. Obedecí, secretamente aliviado, para dejarme caer en un sitial de cuero bastante incómodo un par de cuartos más allá, donde acompañado de Berenguer de Roudor —acepté, sin creérmelo, que había venido a compartir mi ansiedad, pues bien claro estaba que sólo quería ver a una Carlota que cada día estaba más apetitosa—, no tardé mucho en empezar a oír primero gritos y después alaridos, aunque no tardaron en cesar, para ser sustituidos por algo que recordaba inquietantemente al maullido de un gato. Al poco, Carlota entraba por la puerta con una cosa relativamente grande bien sujeta entre sus brazos.

—Aquí está tu hija, Guillem de Tous. Una verdadera bestia. La pobre Claudera se ha quedado despanzurrada.

—¿Está bien?

—Oh, seguro que sí. En cuanto Llura la peine y la lave un poquito, podrás pasar a verla.

Permanecíamos en pie, sonriéndonos el uno a la otra y en compañía de un Roudor que hacía lo mismo, pues se nos había unido en la contemplación del angelito, aunque no sin que yo me apercibiese de que con su mano más artera tanteaba con escaso disimulo la parte de Carlota que usaba ésta para sentarse, sin que su dueña modificara en absoluto su expresión, como si no se diera cuenta. Era muy bonito, me dije súbitamente inspirado, que a pesar de que la muerte cercaba el Hexamilia desde todos los ángulos imaginables, siguiese habiendo en el sombrío caserón un resquicio para la vida y para el amor.

* * *

—¿Qué te parece?

Había pasado una hora, o algo más. Sólo estábamos los tres: Claudera, la niña y yo. Las parteras, prudentes, se habían deslizado del cuarto, sin ruido. No tenía la menor idea de qué hora sería; sólo que parecía faltar bastante para que clarease.

—Es una preciosidad. ¿Cómo la quieres llamar?

—¿Me dejas eso a mí?

—Me reservo mis derechos para cuando alumbres un crío.

Me sonrió, y una vez más pensé, como la primera vez, que aquella sonrisa justificaba matar a todo el mundo por ella. Empezando por los genoveses.

—Me gustaría llamarla Stanislava.

—Conyl

—No digas disparates, que se asusta. Es como se llamaba mi madre, pero no te preocupes, que así sólo será en el bautizo. Es que las Stanislavas, en realidad, desde ahí se quedan en Stanas. Es un nombre serbio, muy antiguo y muy común, y acepto que no muy bonito, pero se le debo. Así no habrá pasado por la vida tan oscuramente como lo hizo —me quedé pensando, aunque no porque dudara; era porque, como casi todo lo que decía mi mujer, aquello me parecía tan poético que no lo acababa de comprender—, ¿De acuerdo, pues?

—De acuerdo. Stana de Tous. Suena bien. Si mañana por la noche no estoy muerto iré por el mosén.

Vi caer un velo de inquietud sobre la cara de Claudera. Pensé que, a causa del parto, no podía estar al corriente de los últimos acontecimientos, así que, muy en síntesis, le relaté los dos más importantes: el del Mont Hemus y el de Gallípoli.

—¿Los matasteis a todos?

—Sin dejar uno.

—¿A los niños también?

—Yo en persona, no, pero tampoco quedó uno vivo.

—¿Ni siquiera los recién nacidos, como Stana?

No me parecía que hablara o me mirase con una dureza especial. Claudera bien sabía para qué vivíamos y cómo éramos los almogávares, al punto de haberse vuelto tan almogávar y tan capaz de degollar centinelas distraídos y campesinos rijosos con la misma frialdad que cualquiera de nosotros. Probablemente, me decía, sólo quería situarse. Y situarme.

—Ni siquiera.

—¿Y a ti eso te pareció bien?

—No. No con los niños, pese a saber que, si los dejábamos vivir, crecerían con un odio en las tripas tan profundo que algún día, cuando fueran grandes, nos pasarían la factura, y no a nosotros, sino a nuestros hijos. Es lo que dicen Rocafort, d'Arenós, Muntaner y los demás, y a mi entender están cargados de razón, pero aun así no sería capaz de reventarle los sesos a una criatura como ésta —por Stana, que ya buscaba los calostros de su madre—. Por eso nadie dijo nada cuando a la hora de acabar con las mujeres y sus hijos tiré de tablilla para empezar a contar muertos. Los privilegios de los intendentes permiten camuflarse tras los números, creo que una vez te lo expliqué.

Asintió, porque lo recordaba. De todos modos, su interés principal no estaba en el primer acontecimiento.

—¿Qué pasará mañana?

—Que desembarcarán, habrá una dura lucha y no dejaremos uno con vida, o no quedaremos ninguno para contarlo. A la vista de los fríos números, y de la fría experiencia, lo primero es más probable, pero aun así es posible que no me veas a la hora de cenar. Ni mañana ni nunca más.

Se me quedó mirando, sin preguntar nada. No hacía falta. Por los ojos le asomaba toda la sabiduría del mundo. Para empezar, la de que no hacía falta decir más.

—Intenta dormir algo, que tienes una cara espantosa. De no estar así de agotado, y no tener a la vista lo que mañana tienes a la vista, te diría que Llura necesita de tus bajos con total desesperación, pero ya se los darás mañana por la noche. Si lo dejas para entonces habrá más, para ella y para mí, pero ni ella ni yo querríamos que si lo hicieras ahora fuera la última vez que lo haces en tu vida. Vete a dormir, xor Guillem.

Al salir vi a Llura, esperando para sustituirme junto a la cama de Claudera. También era mi mujer, y le di el abrazo y el beso que un hombre debe dar a su mujer la víspera de la batalla. Tras eso me hice un ovillo, en un rincón, y ni siquiera me di cuenta de que ni Carlota ni Berenguer andaban por allí. Sin duda que también tenían sus urgencias.

* * *

Di Spínola se lo tomaba con calma, murmuraba Muntaner desde su puesto de mando en el Hexamilia, pues el sol ya estaba más que alto cuando sus naves apenas empezaban a moverse. Yo estaba junto a mi señor desde hacía pocos minutos, pues Llura, juiciosamente, no me quiso despertar mientras no se apreciara movimiento en la flota enemiga, la cual se divisaba en toda su inquietante amplitud desde la ventana-tronera del cuarto donde la última de nuestras madres y la primera de sus hijas dormían igual de apaciblemente. Sólo me desperté al escuchar unos suaves quejidos, los de una Claudera que veía las estrellas acuclillada en su orinal, y ahí recordé lo que alguna vez me había explicado Llura, que si algo es horrible; penoso de verdad, es el primer pipí después de haber parido.

—Se separan. Esta vez vienen con todo.

Asentí, pues no podía ser más obvio que así era. Las taridas, más las siete galeras de Morosco, ganaban muy despacio, la popa por delante, la playa de más al este de Gallípoli, la cual era más plana que las otras y permitiría que las naves se posaran en la orilla, con el evidente propósito de que no se ahogaran más caballeros acorazados. Lo hacían de un modo intercalado, una galera, una tarida, y así hasta terminar en la séptima galera. Estaba claro que me tocaría enfrentarme a sólo genoveses, lo que instintivamente prefería, pues sus hábitos conservadores —en el sentido de conservar sus propios pellejos— quizá les llevaran a reembarcar a poco que vieran complicada la situación. A fin de ayudarles en esa decisión les habíamos preparado una sorpresa, gracias, en buena parte, a ser cincuenta más que dos días antes y poder prescindir, por tanto, de nuestros carpinteros y alevines de ingenieros.

Las otras galeras, las de Di Spínola, presentaban sus popas ya desde quinientos estadales antes de llegar al punto que habían elegido para desembarcar, el cual, salvo cambios de rumbo a última hora, era la playa de cascajo que comenzaba en el pantalán y acababa en los contrafuertes del Hexamilia. Considerando las bajas que les habíamos hecho dos días antes no era probable que de las dieciocho descendieran más de setecientos hombres, una cifra moderadamente a nuestro alcance.

Nada más observar el rumbo de aproximación que parecían seguir las naves genovesas, Muntaner ordenó desplegar los dos grupos con que haríamos frente a lo que vomitaran sus popas: cincuenta caballeros a mis órdenes, más diez almogávares duchos en avanzar entre caballos, respaldados por cuatrocientas arqueras, así como por la sorpresa, que si bien no se movía tan deprisa como desearíamos tampoco tardaría demasiado en ocupar su posición. El otro grupo, que mandaría el propio Muntaner, lo integraban los ciento treinta y tantos almogávares que no habían marchado al Mont Hemus, unos ciento cincuenta remeros —incluidos galeotes de la escuadra de dArenós que una vez acabara la batalla serían libres—, otros tantos ballesteros que cuando se llegase al cuerpo a cuerpo dejarían sus ballestas para empuñar chuzos y cortells, seiscientas arqueras que permanecían ocultas tras las almenas de la terraza más baja, y más allá de lds ballesteros, esperando a pie firme, cerca de mil mujeres en ropas de almogávar —gonella, cervellera y almófar—, también armadas de chuzo y cortell, ya que las azconas no eran lo suyo; para lanzarlas de un modo eficaz hacían falta brazos más musculosos. Era un orden de combate que nos inspiraba una razonable confianza, la cual pensábamos se vería correspondida con una comprensible inquietud en el lado invasor. Para mejor provocarla Muntañer se sirvió de una brillante idea: buscar las cabezas de diez caballeros muertos en el ataque anterior, clavarlas en otras tantas picas y montar éstas bien a la vista, repartidas a lo largo del pantalán, para redondearlas con la del infortunado sobrino del dux, el cual protestó bastante, además de sollozar lo suyo, cuando vio llegar al almogávar encargado de hacerle saber que sus días en el valle de lágrimas habían concluido y que se aprestase a gozar de la vida eterna en el paraíso de los hijos de las putas genovesas.

No había más de cinco minutos a buen tranco del Hexamilia a la playa que taridas y galeras ya estaban cerca de ganar, de modo que llegué a tiempo de, imitando con descaro a Rocafort, alzarme sobre los estribos y gritar lo que gritó él en el Hemus. La reacción fue similar, dejando aparte que no éramos casi seis mil, sino apenas cincuenta y siete, y obviando que la terrorífica enseña negra no era una bandera de verdad, sino una de las inmensas bragonas de mi Llura requisada para la ocasión, pero el conjunto, aun así, nos satisfacía.

Las taridas y las galeras embarrancaban según lo previsto aunque no todas al mismo tiempo, de modo que, con buen sentido, Morosco no daba la orden de abrir puertas. No lo hizo hasta que todas le transmitieron la señal de haber varado. En ese momento, y más o menos al unísono, las trece naves abatieron los portalones, para que salieran aullando como animales tanto caballeros como infantes. Al momento comenzaron a lloverles flechas y más flechas, lo que no les sorprendió, aunque sí lo hizo la sorpresa preparada con nocturnidad y alevosía: las seis catapultas fabricadas en las atarazanas de Imbros les lanzaron otras tantas bolas de paja prensada impregnadas de alquitrán, aceite y alcohol, a las que se había pegado fuego ya sobre las cazoletas y con las cuerdas tensadas. El que sólo dos hicieran blanco, una en una galera y otra en una tarida, era más de lo que nos atrevíamos a soñar, y menos aún que la segunda causara un efecto tan sensacional, pues cayó justo al paso de los caballeros. Sus monturas se volvieron locas, haciendo que quienes les seguían se atrepellaran los unos a los otros, generando una confusión ingestionable a la que se sumaban, incontenibles, unas llamas altísimas, pues la madera en que se construyen las popas de las taridas genovesas es distinta de la que se usa en los cascos, más flexible y ligera pero más combustible, y como además había grasa por doquier, la necesaria para desplazar los portalones con la debida suavidad, la bola incendiaria no tardó un momentum en contagiar la popa entera. El capitán, horrorizado, dio la peor de las órdenes que podía dar, bogar hacia delante a ritmo de abordaje, con lo cual, y gracias también a que la nave pesaba un poco menos, por los cuatro caballeros que habían desembarcado antes de recibir el proyectil, en menos de un minuto se había separado de la orilla siete u ocho estadales, aunque algunos caballeros, cegados por el humo y tan aterrados como sus bestias, trataban a su vez de ganar tierra, con el resultado de hacerlo donde ya cubría, de modo que de aquella tarida y de lo que llevaba dentro ya no tuvimos que preocuparnos. En cuanto a la galera, la bola cayó en el centro de la cubierta, con efectos igualmente desastrosos. El que se declarase fuego a bordo no era una catástrofe desusada en las galeras genovesas —ni en las demás—, y las tripulaciones sabían achicarlos, pero la bola inflamada requeriría muchos más cubos y baldes de los que aquellos renuentes galeotes se veían capaces de movilizar —no eran remeros libres, como los nuestros, cuando menos los de las galeras—, de modo que unos cuantos, los que no encadenados a los bancos, se lanzaron al agua por una de las bandas mientras que los de la otra, desconcertados, no dejaban de remar. Al poco, la tal galera ya cortaba el paso de dos de sus hermanas, lo que a su vez despertó el nerviosismo, si no la histeria, de los otros capitanes, de modo que todos ellos ordenaron cerrar los portalones y dar avante, con pésimos efectos en la fuerza ya desembarcada. Primero por no ser ni la mitad de los que habrían debido ser y, segundo, por ver que se quedarían sin vía de huida si las cosas llegaran a ponerse verdaderamente mal, y así era como se les iban a poner, debieron de pensar al vernos cargar. Cierto que al hacerlo cesaba la lluvia de flechas —nada inofensivas, como atestiguaba una indeterminada cantidad de cuerpos despatarrados en la playa—, pero también lo era que tras nosotros corrían unas arqueras que ya no eran arqueras. Ahora eran furias armadas de chuzo y cortell, por las trazas deseosas de hacerse con las virilidades de los espantados genoveses para en su momento echarlas al puchero.

Fue un combate más breve de los que habríamos esperado. El desconcierto de los caballeros enemigos, que además de alcanzar un total no superior a setenta u ochenta en absoluto estaban acostumbrados a las rastreras tácticas de nuestros eficaces almogávares destripadores de monturas, más la buena maña de nuestros jinetes en el manejo de los espadones cortadores de brazos y de muslos, sumado todo ello a la ira homicida de unas mujeres que compensaban su menor fuerza física con la superiorioridad de su número y su arte a la hora de cercenar cualquier miembro cercenable, fuera del tipo que fuese, deparó que a la media hora de lucha no cabalgasen por allí más caballos que los nuestros. Así pues, envainamos las espadas, empuñamos los manguales y nos pusimos con gran entusiasmo a descalabrar las por momentos menos abundantes cabezas genovesas, hasta que llegó un momento en que unos treinta, los últimos en pie, se arracimaron entre sí ofreciendo rendición, aunque para su desgracia el Keine Gefangenen seguía en vigor. Dos docenas de arqueras, que habían regresado por su equipo principal, se les acercaron a distancia de trayectoria rasa, y en cuestión de minutos los convirtieron en acericos genoveses. Después sólo fue cuestión de ir uno a uno, rematando y decapitando, aunque de aquello se ocuparon nuestras feroces muxeras y los servidores de las catapultas, pues los caballeros, con los almogávares a nuestra grupa —no sufrimos bajas, al menos nosotros; mujeres vi caer unas cuantas, aunque no sabía si para siempre o con posible reparación—, ya galopábamos hacia el Hexamilia, donde la situación no nos era favorable. Allí no teníamos catapultas, de modo que la fuerza de invasión desembarcó en su totalidad. Si bien el esfuerzo combinado de ballesteros y arqueras pronto la dejó reducida en un cuarto, seguían siendo más de seiscientos los que ganaban las barbacanas del castillo, para encontrarse ahí con unos cuatrocientos guerreros de los que sólo un tercio lo eran de verdad. El resultado, de momento, distaba de ser equilibrado, pues era evidente que nos empujaban hacia la plaza de armas, y eso a pesar de que ya se habían sumado unas doscientas mujeres, pero la diferencia entre soldados fuertes y veteranos, muy estimulados al ver que tres de cada cinco enemigos eran mujeres o aficionados nada duchos en el manejo de las armas propias de la infantería, desequilibraba el combate de un modo progresivo. La situación tenía mal aspecto, me dijo después Muntaner que pensaba en ese momento, cuando los unos y los otros vieron llegar cincuenta caballeros al galope, aullando como locos. La irrupción inesperada e intempestiva de una fuerza desequilibrante, si además es en un flanco de la línea de batalla, con frecuencia conduce a un derrumbamiento progresivo de la tal línea, similar al de las fichas del último grito de los juegos de sociedad venecianos, el llamado pupai, cuando se colocan una detrás de otra para terminar empujando a la primera y hacer que caiga sobre la segunda, ésta tire a la tercera y así hasta que todas aparezcan derrumbadas sobre la mesa. No es que sucediese así exactamente, aunque al cabo de un tiempo que yo no era capaz de precisar —Muntaner, sí; él jamás perdía su noción, de modo que no dudó en decirme que no pasó de una hora— nos veíamos los caballeros catalanes persiguiendo a mangualazos a los infantes y peones genoveses y bizantinos. Los habíamos acorralado en los alrededores del pantalán, desde donde parecían observarlos las once cabezas clavadas en las once picas, la del sobrino del almirante Di Spínola en primer plano, lo cual debía de ser un muy mal augurio para una fuerza que se debilitaba por momentos. De hecho, ni siquiera era una fuerza, pues se había escindido en dos. Una, más numerosa, trataba de ganar el pantalán, al que se acercaba la galera insignia con el portalón abierto, con ánimo de que sus ballesteros dieran redoso al almirante mientras le ofrecían una vía de huida. La otra, no más de dos docenas de peones, seguían a otro tipo con aspecto de importante hacia un extremo de la playa de cascajo, donde también se acercaba una galera con sus ballesteros disparando a muy buen ritmo. A la primera la perseguía yo, y como en alguna otra ocasión con los más elementales sentidos de prudencia penosamente desinstalados. Se trataba de matar, seguir matando y volver a matar, en lo que no sólo me afanaba yo, sino las cuatro docenas de almogávares que me seguían. Mi objetivo era el almirante, aquel figlio de la grandissima puttana que había osado pedir a Muntaner le hiciera entrega de mi mujer en nombre de una zarina que haría bien rezando todo lo que supiera si algún día se ponía en el alcance de mis azconas. El almirante Di Spínola, de aspecto muy noble aunque bastante desencajado, había ya entrado en ese alcance. No necesité pensar qué hacer a continuación, pues iba en modo automático: le lancé la última de mis azconas, con suficiente fuerza para perforarle la coraza —ligera y muy bonita, pero no pasaba de ser un adorno— y hacerle caer de culo. Tras eso siguió un breve diálogo, cabeza contra cabeza, en tosco trinacriense de mi lado y cultivadísimo genovés en el suyo:

—¿Eres Spínola?

—Sí. Valgo un gran rescate. Muntaner te lo habrá dicho. Habla con él antes de matarme.

No lo dijo en un tono muy sereno, lo cual era disculpable, pero con eso bastaba. Nunca me ha preocupado saber a quién mato, pero cuando asesino sí quiero saber de quién se trata.

—¿Te acuerdas de Claudera, la esclava de la zarina Irene?

No dijo nada, pero se desorbitó de la mirada lo bastante para estar seguro de que se le habían hechos claras un par de cosas: que sí la recordaba y que le restaban segundos para encomendarse al hermético dios de los cristianos.

—Es mi mujer y esto va de su parte, cabrón.

Y, con la destreza del que ha hecho eso mismo cientos, si no miles de veces, le hundí mi espadón en el ojo izquierdo, del que al momento brotó un interesante canalillo más blancuzco que rojizo. Tras eso no hubo más, salvo un par de saetas que me pasaron silbando. Los ballesteros de la galera capitana no se habían perdido la escena, y era de suponer que un ignoto príncipe Teodor tampoco, aunque su capitán, siendo evidente de que si subiese alguien a bordo serían aquellos desarrapados matarifes —nosaltres, els catalans—, mandó dar avante a plena boga de abordaje, para salir de ahí cuanto antes. No les presté atención, pues andaba entretenido en decapitar al derrotado almirante, para después tender el noble cabezón al almogávar que me pillaba más a mano.

—Busca una pica, le clavas esto y la pones con las demás.

Al tiempo señalaba las otras once, indiscriminadamente.

—Bien por ti, Guillem de Tous.

Ahí me di cuenta de que no era otro que Oleguer. Siempre,

siempre, cubriéndome las espaldas.

* * *

Al poco nos encontrábamos tres grupos sobre una playa donde muchos de los cascajos habían perdido su natural gris oscuro para teñirse de un granate pringoso. Uno venía del castillo, lo conducía Muntaner y era numeroso, ya que le seguían cientos de mujeres, muchas de ellas tirando a emburruñadas, aunque de sangre que no era suya. Unas cuantas llevaban cogidas de los pelos las cabezas de los que se habían dado el gustazo, ellas mismas, de arrebatar a unos cuerpos que aún se movían. En cuanto a lo que pensaran hacer con ellas, prefería no preguntármelo. Igual aquella noche la sopa general, pues en la dieta de los almogávares siempre había sopa, el sabor era distinto y los tropezones diferentes, lo que de ningún modo me habría importunado. Por mi parte, no sería la primera vez que le pegaba un buen bocado al hígado de algún enemigo. Después de todo, y como bien sabíamos todos nosotros, el de adversario no sabía muy diferente al de cordero.

El segundo grupo, de unos veinte almogávares, seguía los pasos de Berenguer de Roudor, el cual llevaba su espada en una mano y un raro colgajón en la otra.

—Los huevos y el cipote del Antonio Bocanegra. Te los traigo por si te quieres hacer un colgajón con ellos.

Le miré, agradecido, y nos sonreímos. Aquel glorioso momento no era el de preguntarnos si no seríamos un hatajo de bestias, tan salvajes, si no más, que los mil y pico cadáveres que se podían contar entre aquel pedregal y las arenas de la otra playa. Lo que contaba era el haber vencido, una vez más, a una fuerza netamente superior. El resto era ruido.

En la Bocca dAveo, mientras tanto, la flota genovesa se partía en dos. Dieciocho de las galeras, la capitana con el torrotito del almirante debidamente abatido, enfilaba el Egeo. La otra, siete galeras —una de ellas, la última, desarbolada y humeante—, y cinco taridas, tomaba el rumbo contrario, el de Constantinopla. En cuanto a la tarida que antes hacía seis, ya sólo era un pontón en llamas que flotaba sin gobierno.

—La primera nave que hundimos desde tierra con una catapulta —comentaba Muntaner en tono distendido y amigable—. Igual hemos inventado algo nuevo, hijos míos.

Nos mirábamos los unos a los otros, sonrientes y satisfechos, para responder como locos al grito de Ramón dAlquer:

—Visca Aragóü!

 

Christoupolis

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Potidea, (Nea Poteidaia)