Capítulo 2
Península de artaki, marzo de 1304
SE suponía que fondear en Constantinopla sería un acto solemne: la flota catalana rodeada de muchos otros barcos que nos saludarían con respeto, admiración y agradecimiento anticipado por lo que pronto haríamos por ella y, en general, por el Imperio romano de Oriente, pero no hubo nada de todo eso. No me atrevo a decir que se nos recibiera con desdén, aunque tampoco que fuera un hecho inusitado, cuando menos para los habitantes de la ciudad. La clave, quizá, fuera ésa: Constantinopla era tan grande, y tan abrumador el paraje donde se asentaba, que nuestra flota, por mucho que me hubiera parecido imponente, tanto en Mesina como en Malvasía, tras adentrarnos en el Cuerno de Oro para ganar los pantalanes de atraque no pasaría de ser una de tantas.
Entre las naves fondeadas aquel día de finales de septiembre, tanto en el puerto mismo como ya dentro del Bosforo, perdí la cuenta de los mástiles al poco de intentar contarlos. Habría no menos de doscientos, si no el doble o incluso el triple. Constantinopla, y eso era lo que sucedía de verdad, no tenía nada que ver con la pueblerina Palermo, ni con la provinciana Barcelona. Muntaner me dijo, anticipándose a mi sorpresa, que nos hallaríamos frente a la capital de Oriente, la Roma del Este, aunque no la sucia, caótica y arruinada de nuestros días, sino la de los grandes momentos de la Historia. Constantinopla era desde hacía siglos la capital de un gran imperio, lo que se manifestaba en prácticamente todo. Claro que, me decía yo con desapasionamiento de payés, o de nieto de payeses, tan grande no podía ser si acababa recurriendo a una horda de facinerosos patibularios como al fin y al cabo éramos los almogávares. O los catalanes, y esto lo añadía por mi cuenta, intentando asentar en mi memoria lo que De Flor nos predicó poco antes de zarpar de Mesina, que a partir de aquel momento ya no éramos una penya de aventureros que se hacían a la mar para ver qué podrían saquear por esos mundos de Dios. A partir de aquel día éramos la Gran Companyia Catalana d'Orient, y como tal debíamos vernos a nosotros mismos, formando parte de algo grande, pero grande de verdad. Algo que, ni lo dudaba él ni quería que lo dudáramos nosotros, no tardaría en asombrar el mundo entero. Si algo estaba claro era que Roger de Flor sabía no sólo pensar a lo grande, sino galvanizar a la gente a sus órdenes, y esto era lo que había terminado por ocurrir sin habernos dado cuenta de que ocurría: por primera vez en nuestra historia larga ya de siglo y pico, los almogávares teníamos un jefe que nos aglutinaba. Un guía, un director o, como decía De Flor cuando le asaltaba uno de sus no infrecuentes ramalazos prusianos —se había vuelto tan catalán como nosotros, aunque no del todo—, un führer.
La fuerza total que desembarcó en Constantinopla durante aquel día y parte del siguiente la formaban mil quinientos caballeros y jinetes almogávares; unas dos mil bestias —muchos de los primeros poseían dos o más monturas; yo no, por supuesto, pues era un caballero muy pobre, pero Muntaner, sin ir más lejos, disponía de seis—; unos cuatro mil quinientos almogávares —se nos habían unido no pocos de los que años antes Galceran de Cartellá y Blasc dAlagó se trajeron de Valencia—; cerca de mil tripulantes de la flota —entre remeros y ballesteros; estos últimos, además, eran los encargados de trepar por los encordados y las jarcias para luego desplegar las velas; los galeotes, que si bien no los había en las galeras de combate sí eran numerosos en los leños y en las taridas,[5] se quedaban a bordo, debidamente vigilados por los encargados de hacerlo, cuya vida era tan poco envidiable como la de sus vigilados—; unas mil mujeres —en su mayoría esposas o asimiladas, más unas cuantas abuelas y tres docenas largas de las que se podrían definir como de libre disposición—, y multitud de niños y niñas que nadie se molestaba en contar, pero que no serían menos de dos por mujer. La flota en sí misma era heterogénea, tanto que costaba dar con dos naves gemelas. No quedaban muchas catalanas, por llamar así a las construidas en las atarazanas de Palma, Barcelona o Palamós. Muntaner aún conservaba la Balanguera, pues pese a lo venerable de su edad seguía siendo de las más sólidas y airosas; no en vano toda ella era del mejor roble del Cadí. Las que más abundaban eran las construidas en Palermo, en Catania o en Mesina, si bien no todas habían sido desde siempre propiedad de Frederic o de la Companyia, ya que antes navegaron bajo las banderas de Charles d'Anjou. Había también unas cuantas napolitanas y genovesas, y hasta un par de francesas, todas ellas capturadas en un momento u otro de sus vidas, aunque siempre de jóvenes. A nuestros marinos, en general, les pasaba con las galeras lo mismo que con las mujeres: a partir de una cierta edad ya no las apresaban.
Una de las galeras francesas, en particular, era la capitana de Ferran dAunés, que se había enamorado de su robustez, de su estructura trirreme y de sus tres palos. A eso se debía que nada más hacerse con ella frente al volcán Stromboli, un día en que se manifestaba éste un tanto irritado, le cambiara su elegante aunque inadecuado nombre —Le Triomphant— por el que solían lucir sus capitanas —la Estelada—, y en ésas seguía. Fue a su bordo donde nos reunimos en Malvasía con los enviados de Andrónic, a los que acompañaba el cónsul catalán en el puerto de Constantinopla. Los unos venían para pagar y en todo caso maravillarse por el buen aspecto de nuestra flota, y quizá espantarse del mal aspecto de nuestros patibularios almogávares, aunque salvo eso y trasladarnos las últimas instrucciones en cuanto a dónde nos alojaríamos, no traían nada más. El que sí traía era el cónsul, un oriundo de Mataré llamado Caries Gensana que parecía comprender muy bien la nada euclídea mentalidad de la familia real en general y del emperador Andrónic en particular. Según explicó, más de la mitad de la población de Constantinopla no era griega. Las barriadas procedentes de los innumerables países del Imperio suponían tres quintos del resto; lo demás eran colonias fundadas por las diversas culturas mediterráneas, y la de mayor tamaño, influencia y riqueza era la genovesa. Era tan grande que se había establecido en un barrio separado de la ciudad, al otro lado del gran estuario de un río ya desaparecido que llamaban Cuerno de Oro. Tan importante había llegado a ser que al aprensivo Andrónic no le molestaría demasiado que, si se registrara por accidente un enfrentamiento entre los jóvenes genoveses y los almogávares de sangre caliente, nuestros capitanes, adalides y almugadenes mirasen hacia otro lado durante la hora o poco más que los tales almogávares, si eran tan eficaces como decía su fama, necesitarían para reducir a una cifra razonable la cantidad de genoveses presentes en la ciudad. No parecía que hiciese falta decir más; si acaso, un guiñar el ojo al que De Flor respondió con una beatífica sonrisa; bien sabía que a los almogávares no hacía falta estimularles a la hora de masacrar y saquear.
El emperador Andrónic y su familia nos recibieron el mismo día de nuestra llegada, poco antes de la puesta de sol, y aquí debo decir, aunque no venga muy a cuento, que si alguna cosa hermosa de verdad han visto mis inocentes ojos es un atardecer desde las altas terrazas del palacio de Blanquerna. Mi presencia en el lugar no tenía que ver con mi rango de caballero reciente —los había mucho más antiguos, y mucho más ricos, que no formaban en el cortejo de Roger de Flor—, ni con mi calidad de aide-de-camp del que cada día era más la mente ambulante de nuestro führer, sino con mis lenguas, y era que a De Flor le preocupaba la imagen de tosquedad y zafiedad que pudiéramos ofrecer a la estirada y muy sofisticada corte de Andrónic. Yo pensaba, infeliz de mí, que no sería gran cosa lo que pudiese aportar, pues era claj*o que seguía siendo poco más que un niño, cuando menos al lado del megaduque, sus capitanes, el almirante y los adalides principales, aunque sólo hasta ver que un muro de impenetrabilidad se alzaba entre la familia imperial y la Companyia Catalana: el de que muy pocos, en ninguno de los dos bandos, estaban en condiciones de comunicarse con los contrarios. Los dueños de la casa, en verdad refinados, además de su griego natal dominaban el latín, el búlgaro, el albanés y no iban del todo mal en turco y en rumano, y algunos, los más cultos, hasta dialogaban en un excelente francés, un buen genovés y un aceptable veneciano, pero de catalán, una lengua tristemente minoritaria, no sabían una palabra. Por nuestra parte, y con las gloriosas excepciones de De Flor, Muntaner y yo mismo, sólo dAunés se atrevía con el genovés, y no demasiado, ya que su dominio de tal lengua era el apenas necesario para interrogar a los capitanes de las naves que capturaba, lo cual no se solía celebrar en el relajado ambiente y corteses ademanes de aquella recepción imperial. A eso se debió que hiciese yo de intérprete para los menos importantes, pues los más elevados en nuestro escalafón particular ya contaban con Muntaner o con el propio megaduque, a la sazón encantado consigo mismo, pues la recepción tenía por objeto la entrega de sus insignias, escudos y gallardetes, los cuales recibió del inquietante príncipe Miqueli, primogénito y heredero del emperador —bizqueaba lo indecible, a un punto tal que resultaba imposible saber adonde miraba—, y anunciar sus esponsales con la princesa María Asanina, hija del Zar de Bulgaria —una de las muchas coronas del Imperio— y de su hermana, la zarina Irene Palaiologina.
Yo compaginaba, como buenamente podía, mi natural curiosidad por la novia diminuta que le había correspondido al megaduque —nos asaltaba un cierto pitorreo por causa de su título imperial; debía de ser, creía yo, por la nula pomposidad de los catalanes en materia de tratamientos y dignidades, y más aún en el seno de una horda donde todos nos tratábamos de tú, empezando por el propio megaduque— con la fascinación que me inspiraba el ambiente general del gran salón, el lujo, la grandeza y la sofisticación que se apreciaba en todas partes y, sobre todo, por el extraordinario panorama de la ciudad inundada de luces, resplandeciente bajo la muy tenue de la luna y las estrellas, que me atraía de un modo que ni yo mismo conseguía comprender, quizá por ser la primera vez que divisaba una gran aglomeración urbana iluminada por miles de antorchas desde las alturas de un palacio real. Tanto me atraía, y tanto me hacía desviarme hacia los extremos de la inmensa balconada, que no me apercibí de la presencia de alguien que hablaba un buen francés hasta que la tuve casi encima.
—¿Le gusta el panorama?
La zarina Irene Palaiologina, en persona. Su hija me había parecido insignificante, dos ojos oscuros cabalgando una boca enorme bajo una densa mata de pelo negro, y poco más, pero la zarina era tan impresionante como imponente. Bastante más alta que su retoño, de cuerpo y formas testificantes de una madurez plena, la propia de una mujer completa, no aparentaba los años que debía de tener, los de una madre de siete hijos —alguien me había murmurado que tenía tantos como ésos, y que María Asanina era la pequeña—, cuando menos a la un punto fantasmagórica luz de las antorchas que iluminaban aquel extremo de la terraza.
—Muchísimo. Jamás habría imaginado que algún día vería una cosa tan divina como ésta. Ni soñado, tampoco.
—No me diga que los almogavres sueñan. Por cierto, ¡qué palabra! Me ha costado semanas aprender a pronunciarla.
Sonreía, y de un modo que me hizo pensar en una historia que de vez en cuanto explicaba Muntaner, indiferente al hecho de que se repetía, ya que, como buen diplomático a la par que guerrero, era hombre de repertorio. Con las gentes de alto rango supongo que pondría más cuidado, pero con el sufrido aide-de— camp no se molestaba en preguntarme si lo que fuera en cada caso me lo había contado antes. Lo cierto era que no me importaba que se repitiera; mejor, incluso. Así hacía yo más mía la historia, la memorizaba mejor, de modo que cuando algún día tuviera ocasión de relatarla en presencia de unos ojos embobados, preferiblemente de pubilla deseable bien forrada, me saliera tan bien como a él. La que me venía en ese momento a la memoria era la que más me fascinaba: la de Circe, la hechicera de Corfú, y el bienaventurado de Odiseo. Quizá fuera porque hasta entonces no había logrado poner un rostro convincente a la Circe de Muntaner, cosa que no sucedería nunca más, porque si alguna mujer merecía de verdad la cara de Circe sólo podía ser la zarina Irene Palaiologina.
—Pues no sé qué harán los demás, pero yo sí que sueño. Más de lo que debería, me temo.
—Nunca se sueña demasiado, Guillem. Porque te llamas Guillem, ¿verdad? Guillem de Tous, ¿no es así?
Sorpresa, y considerable. Jamás habría imaginado que a una zarina le podría importar mi persona tanto como para enterarse de mi nombre. Una zarina que además me tuteaba, y el tuteo, en francés, bien que me lo repetía mi madre, no es tan desenfadado como en aragonés o en catalán. En francés, nos explicaba, tutearse implica una relación más profunda y amistosa de lo meramente circunstancial. Un razonamiento que me impulsaba sin freno a una exhibición de inflamada oratoria, pero algo debió de salir mal, porque sólo me salió un tartajeante:
—Sí, eso mismo.
Algo trasluciría mi cara —yo no detectaba qué podría ser—, porque la sonrisa de la zarina se intensificó.
—¿Cuántos años tienes, Guillem? ¿Veintitrés, dices? No hay mejor edad para un hombre.
Estuve a punto de preguntarle la suya, pero frené al recordar una de las sabias advertencias de mi madre: si a una pregunta jamás una mujer me contestaría la verdad, dejando de lado que nunca más me dirigiría otra vez la palabra, era ésa.
—No sabría qué decirle. Además de guerrear, y entrenarme para guerrear, no me ha dado tiempo a saber nada más.
Se quedó reflexionando. No entendí por qué, aunque luego pensé que igual me supuso más sutil de lo que realmente soy.
—Aquí, en Constantinopla, podrías aprender mucho. Y en las Blanquernas, aún más. Por ejemplo, del arte de pintar. Los antiguos griegos lo hacían de maravilla, pero pocos lo saben. Es porque trabajaban sobre yeso y estuco, unas superficies que se deshacen con el paso del tiempo, sobre todo por culpa de la humedad, y además usaban pinturas mediocres que no resistían el sol. Algunos, sin embargo, se atrevían a pintar sobre tabla, pese a que a los dioses no les gustaba que lo hicieran y a sus sacerdotes aún menos. Ya ves, siempre que sucede algo nefasto hay un sacerdote pululando por los alrededores. Aun así, pese a todas esas desdichas, nos han llegado unos cuantos retratos de ilustres desconocidos, y es que de unos pocos, como Fidias, Eurípides o Praxíteles, todo el mundo se acuerda. También pintaban, y esto es aún más raro, pues era un pecado grandísimo que podría costar al artista ser arrojado por el Taigeto, escenas ambientadas en el templo de Diana, un lugar donde hacía tanto calor que las sacerdotisas, las llamadas vestales, iban desnudas, lo cual les venía la mar de bien para expresar los ardientes sentimientos que sentían las unas por las otras. Bien, pues varias de esas tablas las conservo a cubierto del sol, que es su peor enemigo, en mi galería privada. ¿Te gustaría verlas? Te vendría bien para iniciar tu aprendizaje sobre las maravillas que hacían los griegos de hace dos mil años.
Estaba empezando a llegarme un mensaje que prefería no valorar, porque de ningún modo me sentía cualificado para valorarlo. Ni siquiera para entenderlo.
—Para saber cosas nuevas estoy siempre dispuesto —fue lo menos estúpido que se me ocurrió.
—Celebro saberlo. Bien, pues ya tendrás noticias mías.
Volvió a sonreír, giró majestuosamente y arrumbó adonde su hija medía distancias con el que dentro de no mucho, había creído entender que una semana, la libraría de la siempre fastidiosa virginidad. No podría ser mucho más tarde, porque Muntaner ya tenía instrucciones, que al día siguiente yo debería empezar a consignar en mi códice de campaña, de disponer la intendencia de modo que a la mayor brevedad, no mucho después de haber consumado el führer sus obligaciones maritales con la princesa de Bulgaria, la flota de la Companyia Catalana, con sus efectivos al completo, aproase a un lugar llamado Artaki, al sur del mar de Mármara, para romper el hielo con los turcos invasores, los cuales, por lo visto, habían establecido allí una colonia sin pedir antes permiso.
Aun así, me costaba concentrar la imaginación en el problema de conducir una flota y una horda como eran las nuestras tan lejos como a treinta leguas francesas, que así formulaba De Flor las distancias marinas, para desembarcar, consolidarnos, masacrar una fuerza enemiga varias veces más numerosa, sellar el istmo y prepararnos para invernar en un lugar, la península de Artaki, que según alguien acababa de relatar a Muntaner padecía un clima ideal para encarar los inviernos, cálido y dulce, aunque a menudo estropeado por atroces terremotos. No sabía por qué, pero intuía que tras las últimas palabras de la zarina Circe se agazapaban experiencias tan prometedoras como interesantes. Dios lo quisiera, porque hacía más de seis meses, desde que dejamos Palermo, que no había tenido necesidad de aguantarme las ganas de orinar.
Quizá con la zarina, me decía un momento antes de ser abducido por dAlet, que necesitaba un intérprete con el príncipe
Miqueli, pudiera no tomar tan incómodas precauciones. Limpia, y sana, desde luego que lo parecía. Y cómo no, siendo toda una zarina, y además hermana del emperador.
Pese a todo, la dulce voz de Oleguer no dejaba de susurrar
en mi cabeza: «ni te imaginas la de disgustos que te ahorrarás…».
* * *
El desembarco terminó a primeras horas de la tarde siguiente. No se preveían incidentes, aunque siempre que se deja suelta una horda de seis mil individuos de acreditada ferocidad por las animadas callejuales de una gran ciudad hay riesgo de que salte una chispa, y más aún si la tal horda lleva cinco semanas embarcada sin un mal francés al que descalabrar. La chispa saltó entre un grupo de cuatro genoveses atildados que se cruzaron con un almogávar más astroso de lo usual y que se mostraba un punto despistado, ya que sin darse cuenta se había separado de su colla, distraído por algo que no recordaba, en el centro de una plazuela bastante concurrida, pero no tanto para impedir, por insuficiencia espacial, un intercambio de palabras al que siguió uno de insultos, después uno de golpes, que fue muy breve, y a éste uno de cuatro dagas contra un cortell, con desastrosos resultados para los dueños de las primeras, pues al clamor y al griterío de la preocupada multitud no tardaron en acudir más dagas y más cortells, con efectos extendidos al resto de la ciudad a la velocidad de una llama que correteara sobre un hilo de pólvora. Si llegué a conocer tan bien todos esos detalles fue por hacérmelos saber, con gesto de complicidad, el almogávar en cuestión, el cual no era otro que mi buen Oleguer.
Los genoveses vivían en un barrio llamado Pera.* No tardaron en llegar allí las noticias de que una gran escabechina se había llevado por delante las vidas de unas cuantas docenas de jóvenes compatriotas. Los autores parecían ser los perdularios catalanes desembarcados a lo largo de la mañana y acampados al otro lado del puerto, bien arriba del Cuerno de Oro y cerca del palacio de Blanquerna. Se sabía que no eran muchos, porque no podían serlo si habían venido en sólo treinta galeras, de modo que, sin pararse a meditar, una buena cantidad de mozos irritados, conducidos por un exaltado Rosso del Finar que sin duda ejercía un gran ascendiente sobre sus voluntades, echaron a caminar hacia la gran plaza de las Blanquernas, donde se les había dicho que se congregaban los catalanes. Una vez allí dejaron de andar para empezar a pelear con una masa menos numerosa, pues ellos no bajaban de cuatro mil mientras que los catalanes no pasaban de quinientos, aunque con resultados catastróficos, pues su ataque no dejaba de ser el de unos individuos duchos en comprar y vender, en importar y exportar, y en todo caso tripular naves pacíficas, pero no en combatir a muerte contra una fuerza organizada, exquisitamente profesional y no sólo ansiosa de matar, sino muy experta en el cuerpo a cuerpo contra individuos arrogantes y mucho mejor vestidos, los cuales, al cabo de media hora, estaban muy poco vestidos, así como desprovistos de todo lo que de valor hubiesen llevado encima, empezando por el citado Rosso del Finar, el cual apareció bastante separado de sus brazos, al mejor estilo de la Gran Companyia Catalana d'Orient, la cual, con aquello, sentaba las bases, de un modo inequívoco, de que con ella convenía gastar las menos bromas posibles.
Según d'Arenós, que un punto espantado acudió al lugar nada más llegarle las primeras noticias y al que costó lo suyo conseguir que la horda regresase a sus cuarteles, el número de cuerpos que contaron después los atónitos guardias de Andrónic se acercaba mucho a los tres mil, lo que siendo muy grave quedaba oscurecido por algo todavía peor: apenas había heridos. DArenós comentaba todo esto, preocupado, a De Flor, dAlet, dAunés y Muntaner, y yo lo escuchaba en mi calidad de aide-de-camp al que todos consideraban la extensión natural de Muntaner, tan natural que a menudo ni reparaban en mi presencia. Para su evidenciada sorpresa, ninguno de sus interlocutores compuso gestos de pesadumbre. Aquello, dejaba caer De Flor, no iba en contra nuestra, sino todo lo contrario, por así haber hecho saber que con los catalanes no se jugaba, y los genoveses, hasta la tarde anterior dueños virtuales de Constantinopla, menos que nadie. No tenía sentido, por otra parte, hacer saber al ingenuo dArenós que aquella masacre no fue un accidente, sino un favor entre socios deseosos de llevarse lo mejor posible. De todos modos, aceptaban, sería bueno que durante unos días la Companyia no se dejara ver más allá del barrio de Blanquernas. Luego, como siempre sucedía, las aguas se remansarían ellas solas y todo el mundo, salvo quizá los genoveses recalcitrantes, volverían a mostrarse felices y contentos, de modo que la población en pleno podría celebrar, y los catalanes con ella, las bodas del megaduque y la princesa, las cuales redundarían en la dicha general y en el olvido de la matanza, para lo cual bastaría con alguna medida de tipo amnistía por parte imperial y un cierto reparto de víveres en los barrios más desfavorecidos, así como un poquito de oro para los que poseían influencia sobre la ciudadanía. Con eso bastaría para comprar la paz durante lo poco que desde ahí faltaría para que la flota, y la Companyia con ella, zarpase rumbo a la península de Artaki. Más o menos, lo mismo que se hacía en todas partes para devolver a la normalidad una población espantada por una gran carnicería. Era, por así decirlo —al menos en esa forma lo expresaba el displicente führer—, el procedimiento habitual de amansamiento social en casi todas las tiranías.
* * *
Los preparativos de la boda llevaban un buen ritmo, dentro de que la familia imperial no parecía que anduviese preparando un acto excepcional. Considerando la situación con la objetividad que Muntaner reservaba para conversar consigo mismo, lo que a veces sucedía en voz alta y conmigo delante —mi papel, bien lo sabía yo, era de silencioso frontón de sus pensamientos, aunque alguna vez me permitía, sin que pareciera molestarle, alguna pregunta relacionada con algo que a mi entender no estaba claro, lo cual quizá le viniera bien, pues pensar en voz alta en mi presencia era, entre todo lo que pudiera ser, el ensayo de lo que más pronto que tarde diría delante de otros que le importaban bastante más, y cuantas menos inconsistencias se le deslizaran en el discurso, pues mucho mejor—, la Companyia Catalana era una peligrosa caterva de mercenarios a los que convenía tener contentos y tan sujetos del ronzal como fuera posible. Por otro lado, un título de megaduque no suponía gran cosa en un ente tan caótico y desorganizado como era el Imperio bizantino, para empezar porque no implicaba posición alguna en lo que llamaban gobierno del Imperio; la séptima hija de un zar y una zarina destronados a patadas veintitrés años antes por sus súbditos recalcitrantes —los mismos que llevaban exiliados en Constantinopla— quizá valiera menos que una potranca del montón en el mercado de yeguas de cría, y la paga que nos habían ofrecido, con ser considerable, no estaba del todo claro que llegáramos a percibirla, pues la reputación de Andrónic, similar a la de sus antecesores, era de ser no sólo un pésimo pagador, sino un déspota sin honor y con tantas palabras distintas como dioses tenía el Olimpo. La conclusión de Muntaner era que si Andrónic hacía todo aquello era con intención de controlar a la Companyia por medio de camelar a su gran capitán, para que cuando ya no fueran necesarios sus servicios poderla liquidar con los menos gastos posibles, y en ese planteamiento una séptima sobrina de nada interesantes quince años, casi dieciséis, debía de ser lo más próximo a una ganga.
—¿De veras le crees tan cínico? Al emperador, quiero decir.
—El cinismo es otra cosa, Guillem. Es un don que sólo poseen los bendecidos con una nobleza extrema, para empezar. Simplificando a la esencia, un cínico viene a ser un tipo tan desvergonzado que sólo dice la verdad, y por si eso fuera poco lo hace a las claras y con descaro, sin retorcer las palabras. Lo que hace Andrónic, en lenguaje directo y llano, es vendernos una burra por el precio de una yegua tras convencernos de que compramos una yegua. No es ni siquiera hipocresía, que también es una gran virtud, una de las más admirables con que se puede adornar el ser humano limpio de corazón y temeroso de Dios, y a la cual debemos el convivir civilizadamente sin buscarnos cada día las yugulares. —Me guiñaba un ojo y yo le correspondía con mi sonrisa más cómplice—. Lo que hacen estos sinvergüenzas es vendernos con engaños un mal producto, al estilo de los mercachifles genoveses. Por cierto, reflexiona sobre lo que les han hecho y cómo se lo han hecho. Como no andemos con cuidado, el día menos pensado nos harán lo mismo.
—¿De Flor no se da cuenta?
—Supongo que sí. Es demasiado inteligente para conceder valor a todo ese oropel con que le abruman, aunque nunca se acaba de conocer del todo a un hombre. Igual, por doloroso que pueda resultar aceptarlo, resulta que se lo han vendido.
—¿El qué? —no estaba muy seguro de seguir sin error las aguas de mi señor; ya he dicho que a la hora de razonar no tengo forma de seguirle.
—El ser megaduque, casarle con una princesa real hija de un zar y sobrina de un emperador, más toda la coba que le han dado y la que todavía le darán… No lo sé, Guillem. No lo sé, pero todo esto me suena fatal.
Nos quedamos mirando con bastante gravedad, aunque nos sacó de nuestra concentración uno de los pajes que nos habían adjudicado. Aquí debo explicar que De Flor, los capitanes, el almirante y los aides-de-camp de cada uno, quienes los tuvieran —no era una peculiaridad muy extendida—, nos alojábamos en una de las alas del tercer piso del palacio de Blanquerna, ciertamente cómodos y bien atendidos por un grupo de pajes muy dispuestos de los que Muntaner no se fiaba, si bien no les ponía mala cara.
—Xor Guillem, han venido a buscarle.
Era un paje griego que decía sólo hablar griego, aunque no nos lo creíamos —veíamos espías por todas partes—; en cuanto a 'xor', De Flor nos había explicado que más o menos era lo mismo que 'don' en trinacriense, y en catalán también.
—¿Y quién es el que viene?
Lo preguntaba Muntaner, que pese a su liberal sentido de la vida no había perdido del todo sus instintos posesivo-feudales.
—Una de las doncellas de la Zarina Irene Palaiologina.
Muntaner y yo nos miramos, sorprendidos.
—Que pase —de nuevo mi señor; parecía interesado en conocer el origen del misterio.
La doncella, lo pensé nada más verla, era una preciosidad. Con facciones de griega, cierto —un poquito grande de nariz—, pero aun así exquisita. Quizá un punto peluda de la parte de las cejas, aunque no pude profundizar en la evaluación, porque nada más detenerse ante nosotros soltó lo que traía en un griego que me sonó la mar de musical.
—Mi señora, la zarina Irene Palaiologina, desea contar con la presencia de xor Guillem de Tous.
Nos había hecho, al tiempo, una completa reverencia, gracias a lo cual yo concluí —quizá también xor Ramón— que bajo la tenue túnica de aparente seda verde no llevaba gran cosa; cuando menos, del ombligo hacia el norte.
Volvimos a mirarnos, sin cruzar palabra, pero sí un par de gestos. El mío era del tipo «¿y qué carajo hago?»; el de Muntaner lo interpreté por un «tú verás, pero luego me lo cuentas».
—Bien, pues… guíame.
Me sonrió, y no podría definir el gesto con una palabra mejor, ni más adecuada, que deslumbrante.
—Por aquí, mi señor xor Guillem.
* * *
El palacio de Blanquerna era todavía mayor de lo grandísimo que parecía por fuera, lo cual explicaba la considerable caminata que debimos dar hasta llegar a los aposentos de la zarina. No los compartía con su marido el Zar, el cual agonizaba desde hacía varios meses en los suyos propios, o algo así había oído Muntaner no me dijo dónde. Resultaba natural que al cabo de un rato de marchar junto a una chica bastante guapa y no a un paso desmesuradamente rápido se le preguntase cómo se llamaba, si no por otra cosa por romper el hielo.
—Yo soy Claudera, xor Guillem.
—Es un nombre muy bonito. ¿Es el de alguna diosa? Los griegos tenéis muchas, tengo entendido.
—Pues sí, es el de una diosa. La que se ocupa de la predictividad, y a ratos perdidos también de la perfidia. Hija de Eris, sobrina de Ares, nieta de Zeus y hermana de Algos, diosa del dolor; de Androctasia, patrona de las carnicerías y las masacres; de Anfilogia, de la ambigüedad y la doblez; de Ate, de la estupidez; de Disnomia, del desorden y el caos; de Fono, encargada de las matanzas de inocentes; de Hismainia, de los desafíos, las disputas y las trifulcas; de Horcos, de los juramentos y las blasfemias; de Lete, del olvido; de Limos, del hambre y la sed; de Maca, de las emboscadas, los disfraces y las trampas; de Neikea, del odio y del rencor; de Ponos, de la pena y el dolor, y, por fin, de Pseudóloga, de la mentira y el engaño. Todas diosas y todas inmortales. Ya ves, mi señor: si de verdad fuera Claudera tendría muchísimas hermanas.
—Me salen quince —me miró con algún asombro, aunque sin dejar de sonreír; si acaso, con un punto de admiración—. Si es así, la pobrecita Eris debió de pasarse la eternidad pariendo, ¿no? —ya no era una sonrisa; era una suave carcajada—. De todos modos, algo no me cuadra —volvió a mirarme, ahora un tanto seria, pero sin dejar de caminar por unos corredores muy oscuros iluminados de cuando en cuando por lámparas de aceite tirando a desfallecientes—: las especialidades de tus digamos hermanas son todas ellas una desgracia, pero la tuya no parece horrible. Cuando menos yo diría que la predictividad no tiene nada de malo, ¿no te parece?
—La buena, la de los adivinos, los profetas, los agoreros, los augures y las sibilas, no lo tiene, porque sus predicciones las inspiran los dioses, pero la mía es malísima, porque nace del razonamiento de los hombres, el cual, por definición, es siempre perverso.
Las palabras eran serias, pero no la mirada. Se notaba que Claudera no era particularmente devota; cuando menos, de los dioses olímpicos.
—¿Tú eres pagana?
—Ya no quedan paganos. En nombre del «amaos los unos a los otros» quemaron vivos a todos los que no quisieron bautizarse, hace ya tiempo. Ahora sólo hay cristianos ortodoxos. Bueno, así nos define nuestro Patriarca. Tenemos uno, ¿sabes? —compuse mi mejor expresión inexpresiva; sólo entonces caía en lo poquísimo que sabía de aquella esquina del cristianismo—. Desde el año 1054, cuando al Papa de Roma, León IX, si la memoria no me falla, le dio por excomulgar al arzobispo de aquí, el de Constantinopla, y éste, Miguel I Cerulario, se autodesignó Patriarca para un segundo después excomulgar al otro, y así seguimos, excomulgados mutuamente y sin que nos importe un comino, diría yo. Debimos de caer en el lado bueno de la fe, porque aquí no se quema gente por herejía y tonterías así. Todo el mundo, en realidad, hace lo que da la gana, con cuidado de salvar las formas, por supuesto, y es que la virtud capital de la ortodoxia es la hipocresía, ¿no lo sabías?
Confieso que tanta claridad de juicio, y tan completa brillantez expositiva, no me cuadraban mucho en una doncella.
—Pues no, ciertamente. Apenas sé nada de iglesias, fe o devociones. Lo mío, desde muy pequeñito, ha sido guerrear.
Una nueva mirada, un punto más larga, y más seria.
—Eso que has salido ganando. Bien, hemos llegado.
Los aposentos de la zarina no estaban mejor iluminados que los corredores, cosa que presentía, pues recordaba un lejano comentario de mi madre acerca de lo bien que sienta la poca luz cuando las arrugas se van haciendo con una. Mi madre no es vieja, o no del todo, que sólo tendrá treinta y nueve —hacía muchísimo que no la veía, caía en ese instante con un punto de dolor—, pero sin duda que habría estado a favor de la tenue luz de las estancias como ésa donde la zarina me recibía tan imponente como unas noches antes.
—Buenas tardes, Guillem.
—Buenas tardes, alteza.
—No me trates de alteza. No aquí, a solas —no me di cuenta de cuándo ni de cómo, pero Claudera ya no estaba tras de mí—. Aquí, Guillem e Irene. ¿De acuerdo? —asentí, no particularmente inquieto ni aprensivo; lo que tuviera que suceder, sucedería, me decía con el fatalismo natural de los payeses catalanes, aunque un punto incómodo al recordar que no había ingerido la contramedida de seguridad—. Éstos son algunos de mis cuadros. Obsérvalos y dime qué te parecen, y si te gustan o no.
El primero representaba una escena presumiblemente mitológica donde un pastor bastante apuesto se rascaba el occipucio ante tres beldades vestidas con una rama de olivo la que más, una de frente al pastor mostrando una boscosidad muy pronunciada, la otra en un perfil muy sugerente y la tercera en un escorzo que resaltaba un tafanario catedralicio. Sin embargo, lo peor, lo más pecaminoso de aquel cuadro de colores desvaídos pero definición muy nítida, no era la exhibición de carne proterva y apetitosa, sino las expresiones de sus dueñas, a las cuales se les presentía enteramente a favor de ponerse a pecar con entusiasmo.
—¿Quiénes son?
—El pastor es Paris, príncipe de Troya e hijo del rey Príamo y de la reina Hécuba. No era un pastor profesional, te lo aclaro. Salía con el ganado sólo de vez en cuando, por entretenerse o relajarse, ya que normalmente hacía otras cosas, las propias de los príncipes. En cuanto a ellas, son inmortales, y digo son porque jamás han dejado de serlo. La delgaducha es Atenea, diosa de la cultura y la sabiduría; divina, pero fría. Los antiguos sospechaban que igual era un poco frígida. La guapísima, la de veras perfecta, es Afrodita, la diosa del amor. La metida un poquito en carnes y algo mayor que las otras es Hera, diosa del matrimonio, de la fidelidad conyugal y de la maternidad. Por cierto, era también la patrona de
Bizancio cuando este horror —señalaba en derredor, indiscriminadamente— aún no se llamaba Constantinopla. ¿Cuál te gusta más?
No soy muy sutil, creo que ya lo he dicho, pero la ocasión no era de las que reclaman grandes y profundos intelectos. Vamos, que aquello no podía estar más claro.
—Hera.
Me sonrió, un punto burlona.
—¿Lo dices para no desilusionarme? Soy una zarina muy comprensiva, Guillem.
—No. Lo digo porque hasta hoy jamás había estado a solas con una diosa. Con una de carne y hueso.
De muchas carnes, me habría gustado precisar, pero no era el caso, porque la zarina Hera-Circe hacía por mí con patente resolución. Como afirmaba Oleguer de algunas de las mujeres sin compañero estable que hacían su vida con nosotros, y a las que nadie trataba con desprecio ni jamás se les dirigía una mala palabra, la zarina, esa tarde, no tenía el espíritu para ruidos.
* * *
La escena superaba lo que habría podido dar de sí mi muy justita, bastante raquítica imaginación. Para empezar, me hallaba semisumergido en algo de cuya existencia sabía por Muntaner pero que jamás había visto al natural. El nombre, según creía, era bañera pompeyana, pero aquella debía de ser la del tipo para elefantes, porque más parecía una piscina. El agua, muy caliente, se mantenía en esa temperatura gracias a los esfuerzos de un tipo de aspecto raro, no feminoide aunque tampoco de plena virilidad, que según Claudera era natural de Albania y además eunuco, a mayor precisión el favorito de la zarina. Se llamaba Jadup y yo seguía sin saber a qué le sonaría la voz, pues tenía entendido que la de los eunucos era como atiplada, más propia de los niños impúberes que de los machos de pelo en pecho. La zarina, tumbada de bruces en una especie de camastro situado a pocos pies de distancia, se dejaba meter mano por otro de sus eunucos, el cual estaba especializado, por lo visto, en devolver firmeza y buen tacto a unas formas que acusaban una dolorosa propensión a desplomarse, aunque todavía no insalvable. Claudera, por último, también ocupaba la bañera-piscina, si bien su función no tenía que ver con la relajación, sino con la limpieza. Esto último venía determinado porque a la conclusión del segundo encuentro —el primero no contaba; venía yo con los pañoles amorosos tan a reventar que fue visto y no visto—, la zarina se quejó con diplomática dulzura de que los caballeros catalanes no prestaban a la higiene las atenciones que deberían, lo cual pensaba ella remediar de un modo que no me disgustaría. No lo hacía, era verdad, pese a encontrar un punto indecoroso que Claudera me lavara tan a conciencia y sin olvidar ningún resquicio, lo cual hacía vestida con una especie de túnica, pero tan en la bañera como yo, de modo que su atavío ya era una segunda piel. Sumado eso a lo inusitado de la situación, la contemplación de su cuerpecito perfecto, su expresión de travesura contenida y lo a conciencia que se ocupaba de mis más oscuros rincones, había dado lugar a que resurgiera de mi explicable molicie y me hallara, como habría explicado Muntaner, en un pronunciado primer tiempo de saludo.
—Ya veo que has regresado —dijo la zarina desde su triclinio.
Yo no sentía ninguna incomodidad, pese a la merma de intimidad a manos de dos eunucos y una criatura que sin duda merecía su nombre de diosa perversa. Empezaba yo a preguntarme si en la tercera sesión nos dejarían solos, cuando vi desaparecer a los eunucos. A Claudera, no. Había dejado la bañera, escurriendo al tiempo su túnica empapada, pero debió de pensárselo mejor, pues tras volverse —Muntaner decía que cuando una mujer te da la espalda es porque así se convence a sí misma no ya de que no la miras, sino de que no estás ahí; hasta ese momento jamás lo había entendido—, soltó la hombrera que la mantenía en su sitio, para mostrarme una espalda, un trasero, unos muslos y unas pantorrillas tan perfectas que si algo me faltaba para llegar al punto que d'Aunés llamaba zafarrancho de combate —su catalán estaba penosamente contaminado de aragonés— lo adquirí allí mismo, de golpe y para satisfacción de la zarina, que sin hacer el menor ruido se había llegado junto a mí, para tras eso dejarse caer sobre sus rodillas y emprender algo que me dejó un tanto estupefacto, pues jamás se me habría ocurrido que las emperatrices, incluso las exiliadas, dominaran artes que, inocente de mí, suponía reservadas a las maliciosas hetairas de Palermo, Mesina, Catania y Siracusa.
A partir de ahí, según solía sucederme, dejé de razonar para empezar a multiplicar, aunque al poco descubrí, con alguna sorpresa, que aquello ya no iba de aritmética, sino de hacer vivir en mi memoria la imagen de Claudera desprendiéndose de su túnica empapada. Sólo así, con algún esfuerzo, logré no decepcionar a una zarina que ya no me recordaba tanto a Circe. Quizá, porque cuando las hechiceras misteriosas se transforman en matronas afanosas, el embrujo pierde mucho. Demasiado, diría yo, salvo si por fortuna no se anda mal del todo en el terreno de la imaginación, la de convencerte a ti mismo de que no es la semidiosa de Corfú quien te alberga y te cobija dándote la espalda y puesta de cuatro patas, sino la primorosa deidad de hacer saber qué pasará cuando
de nuevo te halles en las debidas condiciones de razonar.
* * *
Conforme pasaban los días encontraba más nervioso, y más impaciente, a Muntaner. Los preparativos de lo que tenía todo el aspecto de ser un tedioso programa de ceremonias pesadísimas, concebidas para establecer una distancia insondablemente amplia entre la población ignorante y la élite social que las disfrutaba, o las padecía, le hastiaban lo indecible. No ya por no verle sentido alguno, sino por ser evidente, al menos para él, que todo era filfa, que no había nada debajo y que Andrónic II sólo perseguía tener contento y satisfecho a De Flor dándole nada, porque aquello no valía nada. Yo no puedo decir que lo viera con su mismo pesimismo, aunque también estaba preocupado, e impaciente. Lo primero por si la zarina me llamaba para repetir, lo que de ningún modo me ilusionaba, y más tras haberme confesado con Muntaner, para el cual aquel divertido incidente sólo significaba que las Blanquernas escondían un prodigioso universo de vicio y depravación al que yo había respondido con prudencia y sensatez, y que si se daba el caso de tener una vez más que dejar en alto el pabellón de la Companyia Catalana, que aceptara mi destino y procediese como un buen caballero armado y ennoblecido por todo un rey de la casa de Aragón. No sería, en su opinión, un martirio que debiera soportar muchas más veces, porque dentro de poco dejaríamos, esperaba él que para mucho tiempo, aquella capital del vicio, la podredumbre y la corrupción. En cuanto a lo que más me inquietaba, que hubiera debido recurrir a la evocación de la picara doncella para culminar mi hazaña en gran estilo y no de un modo chapucero, para él era claro que la zarina debía de contar con ello, y que si se había servido de aquella especie de mamporrera de l'Orient debió de ser con los ojos bien abiertos y muy segura de necesitar sus servicios, con esa certidumbre que sólo da la experiencia. Todo eso me parecía tan certero como sensato, pero aun así no dejaba de sentir un punto de impaciencia, si no de otra cosa que no sabría calificar. El caso era que la imagen de Claudera despojándose de su túnica empapada no abandonaba mi memoria, ni me podía yo concentrar en otra cosa que revivirla una y otra vez, y no sólo con la mente, cosa que después me dejaba un poso de vergüenza que también era molesto, amén de pegajoso, y eso pese a que, según las enseñanzas de mi señor, lo que había dejado a la posteridad el beatífico padre Onán fue un regalo tan satisfactorio como práctico, y de ningún modo un pecado, entre otras cosas, sostenía con frialdad, porque tal cosa, el pecado, de ningún modo existía.
—El pecado, Guillem, es para los imbéciles. La gente sabia tiene claro que nada natural, o situado en la naturaleza, es pecado. ¿Que por qué, dices? Pues porque la esencia del pecado es la culpa, y tras ella el perdón, y la naturaleza ni te culpa ni te perdona, y menos aún por cascártela, y es que a la naturaleza, mi joven amigo, le traen sin cuidado todas esas tonterías.
Todo llega en este mundo; las bodas, también. La de Roger de Flor y María Asanina fue pesadísima, conforme a las más pesimistas predicciones de xor Ramón, aunque algo de bueno tuvo, cuando menos para mí, pues al permanecer la familia real todo el tiempo en una especie de altar, para ser adorada debidamente, la zarina no encontró ni tiempo ni oportunidad para reclamar mis servicios de semental resignado. Fue un alivio, no lo puedo consignar de otro modo, endulzado de vez en cuando por alguna mirada chispeante de la en general hierática Claudera, la cual, pese a jamás alejarse de su señora, no solía desaprovechar sus oportunidades de lanzar amplias miradas en derredor, siempre rápidas, aunque no tanto para dejar de regalarme un par de segundos cuando sus divinos ojos grises coincidían con los míos, lo cual no tenía nada de accidental, pues los tenía sólo para ella. Bien sé que por mi parte aquello era una grave indiscreción, pero el caso era, no me quedaba otra que aceptarlo, que me había enamorado como un maldito idiota, y encima me parecía que no del todo sin esperanza.
Durante las muchas horas que duró el martirio permanecí agazapado como un leopardo en una rama, implorando a los dioses del Olimpo —me había convertido en un completo pagano, cosa que, según Muntaner, es frecuente cuando se vagabundea un tiempo suficiente por el sensual Mediterráneo—, una oportunidad para cruzar unas palabras con la decimoquinta hija de la más interesante de las diosas. Mis oraciones fueron tan intensas, y los dioses tan amables, que sin saber muy bien cómo me vi frente a ella en una esquina del gran recinto donde Andrónic II Paleóleg glosaba en buen tono y mejor voz las glorias y los méritos del más reciente de sus sobrinos y de sus megaduques.
—Xor Guillem, deja de mirarme así. Me vas a poner en dificultades con la zarina, mi señora.
—¿Y a ella qué puede importarle que yo te mire? Ya cumplí con ella, ¿no? Y, además, fue gracias a ti.
Me pareció captar una leve sonrisa de picardía.
—Tú no lo entiendes bien, ni tampoco te lo puedo explicar. Confórmate con saber que para ti soy una vestal, cuando menos mientras mi señora no deje de considerarte como… un miembro más de su cortejo.
—Yo no soy miembro de ningún cortejo. Soy un guerrero catalán al que una diosa del Olimpo ha vuelto medio loco.
No debía esperar una toma de posición tan a las claras, ni tan descarada, porque tardó un poquito en responder.
—Eris no es una diosa olímpica, ni sus hijas tampoco.
Me quedé pensativo, aunque no mucho tiempo.
—Me importa un carajo la clase de diosa que seas, Claudera. Todo me importa una mierda, salvo tú.
—Sí que te has vuelto loco, xor Guillem.
—Del todo. Y hay más: me moriré si no me bañas otra vez.
Ahí no se pudo contener. Fue la sonrisa más hermosa que yo, pobre imbécil, había visto en mi maldita vida.
—¿Sólo bañarte, xor Guillem…?
—El programa completo, mejor.
Volvió a ponerse muy seria, pero intuí, no sé cómo, que sólo por protegerse, por si alguien nos miraba.
—Trataré de complacerte, pero no te hagas ilusiones, que las esclavas, por muy consideradas que nos tengan y muy de confianza que seamos, no dejamos de ser esclavas.
Ahí me sentí presa de un furor animal. ¿Cómo que Claudera era una esclava? ¿En nombre de qué dios asqueroso alguien que no fuera yo podía ser el dueño de aquella criatura maravillosa?
—¿A quién tengo que matar para que seas libre?
—¿Hablas en serio?
Le había salido un tono que yo no sabía calificar, si de incredulidad o admirativo, e incluso un punto esperanzado.
—Del todo. Y los almogávares, pregunta en Pera si lo dudas, de matar sabemos muchísimo.
Se lo quedó pensando, reflexiva.
—Tendrías que matar a demasiados. No podrías con todos, xor Guillem. ¿Es que no tenéis esclavas, vosotros?
—Sí, claro. Como todo el mundo, pero son moras, y al cabo de un tiempo dejan de serlo, porque se vuelven catalanas.
—¿Y cómo hacen para volverse catalanas?
—Porque algún almogávar elige a la que sea y desde ahí es suya. Es su compañera, la madre de sus hijos, la que le cuida y le cose cuando vuelve a la tienda con algún tajo, y en algunos casos la que se hace vieja con él, y se muere con él.
—Pues no deja de seguir siendo una esclava.
Compuse un gesto de duda, más que nada porque jamás me había planteado una disquisición filosófica como ésa.
—No sabría qué decirte. Sé que algunas se van, aunque sólo si les matan a su hombre, pero eso no tiene que ver contigo.
—Sí tiene que ver. Una esclava, en Bizancio, es una cosa. Un objeto que se compra y que se vende. Yo soy un objeto, Guillem, y lo peor es que nadie me puede comprar. No mientras sea joven o mi señora no se muera, y no es tan vieja como para eso, bien lo sabes tú. —El tono era de tristeza, de modo que me abstuve de componer una expresión distinta de la en verdad inexpresiva que Muntaner recomendaba para los casos en que no se sabe por dónde salir—. Ya ves, xor Guillem: harás mejor si me sigues considerando una diosa etérea y te olvidas de mí.
—No es algo a mi alcance. Te quedaste con mi alma y ahora yo quiero la tuya. Y me parece que tú me la quieres dar.
Para mi sopresa y alegría, no necesitó pensarse la respuesta.
—Pues claro que te la quiero dar, mi guapo niño Guillem —esa frase me costó un escalofrío—, pero es imposible…, aunque, quizá, igual te pueda bañar alguna otra vez. Ya se verá.
Sin más, desapareció. Era lo que culminaba su hechicera forma de ser: aparecía y desaparecía sin que yo supiera cómo lo hacía. Quizá por no caminar. En mi bien fundada opinión se deslizaba sobre las baldosas, sobrevolándolas con sus pies descalzos, a los que, cosa rara en una esclava —ni de lejos era la única de por allí—, no los adornaba ninguna campanilla de oro.
Habíamos aparejado del Cuerno de Oro sin dejar nada detrás, aunque no las treinta y seis naves, porque d'Aunés había despachado un par de galeras varios días antes. Su misión era doble: localizar un buen lugar para desembarcar sin ser detectados y localizar los campamentos del ejército turco al sur de la península de Artaki. La información que nos había pasado xor Miqueli, que parecía ser el encargado de los asuntos militares en aquella corte disparatada, les señalaban a una legua o poco más al sureste del istmo, en un gran campamento que habían establecido en las riberas de un riachuelo llamado Cizik. La distancia con respecto a una playa muy amplia que los griegos llamaban de Artáke, dentro de la península de Artaki, no superaría las tres leguas, lo que permitiría desembarcar un día y atacarles al siguiente. Muntaner había propuesto Artaki para pasar el invierno de 1303 a 1304, ya que una vez limpia de turcos sería fácil de defender, pues el istmo que la unía con Anatolia era tan estrecho como escarpado. También, porque se hallaba lo bastante poblada de campesinos griegos como para tener garantizado un suficiente suministro de víveres y unas facilidades de alojamiento válidas para los cerca de ocho mil que seríamos entre todos. Ahí no figuraban las tripulaciones, pues el plan de dAunés era esconder la flota en la isla de Xiu, tanto por ser un excelente atracadero natural como por hacerse con una buena reserva de almáciga, una planta que allí crecía por doquier y cuyos excelentes efectos contra las purgaciones, un mal endémico en la Companyia Catalana y en la flota que la transportaba, eran conocidos desde hacía siglos por todos los hombres de armas nacidos en las riberas del Mediterráneo.
Desembarcamos al amanecer de un brumoso día de finales de noviembre, no recuerdo cuál, y ya en orden de combate. Como primera medida Muntaner despachó varias parejas de almogávares a fin de localizar cuanto antes al ejército turco, del cual sabíamos que lo mandaba un tal Khaharasi, que por lo visto era emir o algo por el estilo, y cuyo tamaño estimado era no menos de diez mil de infantería y dos mil montados, más sus mujeres, sus hijos y sus esclavos, ya que, sin duda por pensar que nadie los amenazaba, los habían instalado junto a ellos. Regresaron al anochecer con las mejores noticias, las de no sólo haber localizado el campamento de los turcos, sino que además era pésimo, lo que a su vez confirmaba que de ningún modo esperaban ser atacados. Se repartían a lo largo de un meandro nada escarpado, ideal para vivir en paz y con bastante comodidad, y así debían hacerlo quienes ocupaban las ciento y pico grandes tiendas donde parecían residir los jefes y los oficiales, con sus familias. Eso, así como la distribución de las otras tiendas, las de la tropa y los suminisros, lo habían estudiado tres parejas de almogávares desde las diferentes alturas que rodeaban el campamento a no muy gran distancia, entre uno y dos tercios de legua. Unas alturas donde no se vieron obligados a degollar ningún centinela, porque la confianza de los turcos era tan extrema, tan absoluta, que no habían desplegado vigilancia.
—No habrían podido ponérnoslo mejor. De todos modos, es bueno contar con que tan inútiles no serán, por lo que si nos quedamos aquí para marchar mañana es probable que nos localicen antes de llegar. Así pues, saldremos esta noche, a la luz de la luna, que hoy no es mala del todo, para caer sobre sus tiendas cuando empiece a clarear.
Los capitanes asintieron, ceñudos. Yo no, pues andaba ocupado, tal y como me había ordenado Muntaner, en apuntar con el mayor cuidado lo que allí, un pequeño promontorio situado en el extremo norte de la gran playa donde habíamos desembarcado, se ordenase o se conviniese.
—Atacaremos con el primer rayo de sol. A muerte. Sin prisioneros. —Algunos capitanes y adalides, con dArenós a la cabeza, se quedaron mirando al megaduque, muy serios; en general, no dejar a nadie vivo les causaba malestar, y no sólo por caridad cristiana, que después de todo combatíamos bajo el signo de la cruz (no dejábamos de ser, según afirmaba mi señor con algún cinismo, unos cruzados a la catalana; mercenarios, pero cruzados), sino por no haber en Constantinopla demasiados esclavos disponibles, y de hacerse con unos pocos miles, en general jóvenes, los podrían vender a muy buen precio—. Sí, ya sé que con eso perderemos ingresos, pero se trata de hacer saber a los turcos qué pueden esperar de la Companyia Catalana cuando volvamos a vernos las caras. Todos sabemos que nada reduce más las ganas de pelear que la certidumbre de una muerte segura en caso de no vencer. Dejando claro ahora que no hacemos prisioneros, es probable que los muchos otros turcos con que nos encontraremos esta primavera se lo piensen dos veces antes de plantar cara, y que hasta deserten dejando plantados a sus jefes, como hacían los moros. —Muntaner asintió; De Flor no lo sabía por haberlo visto, sino por habérselo contado él—. De todos modos, y si lo consideráis importante —d'Arenós y d'Alet ponían cara de considerarlo importante—, podemos dejarlo en cargarnos a los hombres, preservando a los niños que no pasen de tres pies y a las mujeres que merezcan la pena. Por las otras, espero estéis de acuerdo, en Constantinopla nadie nos dará nada, de modo que lo más práctico será pasarlas a cuchillo y echarlas al río con los hombres, para que la corriente y la marea se lleve a las posiciones turcas en Pegae los que no se coman los peces. ¿De acuerdo?
Una larga mirada circular. Todo el mundo parecía estarlo, si bien me parecía que d'Arenós con algunas reservas. De todos los capitanes, según alguna vez murmuraba Muntaner, era era el más aquejado por el fastidioso vicio de la caridad.
—Pues hecho. Andando.
* * *
Caer por sorpresa sobre un gran campamento enemigo no era una suerte que domináramos, más que nada por lo poco que tenía de habitual, aunque tampoco parecía difícil. Sabíamos de los turcos que los griegos les temían, que a los mercenarios tracios y alanos a sueldo de Andrónic no les hacían ninguna gracia, y que un par de años antes habían batido allí cerca, en el istmo de Artaki, a una fuerza de diez mil peones y dos mil jinetes a las órdenes directas de xor Miqueli Paleóleg, de modo que cuantas menos facilidades les diéramos más sencillo sería todo, y la primera ventaja que les debíamos negar era la de ponerles sobre aviso. A eso se debió el caer sobre sus tiendas en tres direcciones, desde las alturas donde la tarde antes los exploradores las estudiaron a conciencia. No lo hicimos al galope y armando mucho ruido, pues eso era incompatible con pillar al enemigo con las calzas en los tobillos, sino avanzando en silencio a la tenue luz del alba y, cuando nos vimos a distancia de discutir con los centinelas, ganándoles las espaldas deslizándonos como escursons —en cierto modo, las echábamos de menos; las víboras de Artaki, que alguna llevábamos vista, por tamaño y aspecto parecían muchísimo peores— para degollarles en un absoluto silencio. A partir de aquel momento lo que procedía era cubrir las pocas docenas de pasos hasta las primeras tiendas, y ahí ya sí, ahí ya podíamos gritar «Despertó. Ferro!» tal salvajemente como quisiéramos, pues la sorpresa era total y serían muy pocos los turcos que llegaran a tenerse sobre sus pies con las armas en la mano.
Dado que aquello no sería precisamente una batalla, mi señor me había dejado en libertad para unirme a su pequeña horda personal, y eso hice, marchando junto al alegre Oleguer en lo que sería mi primera matanza en gran formato. Lo hacíamos en la columna que mandaba elführer en persona, cuyo escudero portaba la enseña de Andrónic II, si bien el de Muntaner, apenas un paso tras el otro, llevaba los colores de la casa de Aragón y la bandera de Frederic II de Trinacria, ya que de ningún modo los capitanes querían que se olvidara nuestra esencia de infantería catalana mercenaria pero siempre fiel a las coronas de la casa de Aragón. Elführer no se había manifestado en contra, si bien se notaba, o Muntaner lo notaba y después me lo explicaba, que Aragón, para él, era cosa del pasado. El presente se llamaba Bizancio, y a saber qué idea tendría él del futuro, aunque ni a mi señor ni a mí nos parecía que la casa de Aragón pintara mucho en tal idea. Fuera como fuese, la primera experiencia que tendría un ejército turco —bien equipado, por cierto; no tardamos en comprobar, con alegría, que lo estaba de verdad— de cómo luchaba la Compañía Catalana sería una pena que nadie la pudiera relatar, pues nada salvo los cadáveres mutilados que llegasen a las playas de Pegae daría pistas sobre nuestra manera de masacrar, y mucho menos sobre la de combatir.
Plantarse frente a un enemigo tan aterrado como sorprendido y que apenas se ha levantado de su estera, traspasarle con el chuzo y rajarle la tripa de lado a lado con el cortell, sin maravillarte demasiado de lo bien que brotan sus intestinos rebozados en sangre y mierda —era como si los impulsara un resorte; según el indiferente Oleguer, que conocía el fenómeno, era porque los pobres desgraciados no habían tenido tiempo de mear, y la presión de sus vejigas, tan hinchadas como suelen estar las del hombre al amanecer, era lo que hacía brotar sus inmundicias de aquel modo tan espectacular; era, en cierto modo, una forma como cualquier otra de la secular trempera matinera—, para después ir por el siguiente, y así uno, y otro, y otro más, termina por hacerse monótono, cansino y hasta un punto aburrido. No era cosa, desde luego, de abandonarse al desinterés, porque según progresábamos hacia el centro del campamento, donde se alzaban las tiendas de los jefes —y de algún harén que otro, comentaban mis ilusionados camaradas—, el número de soldados turcos que nos hacían frente se hacía mayor, aunque sin esperanza para ellos, pues los almogávares sedientos de sus tripas avanzábamos a la carrera como una marea incontenible, dejando a nuestro paso primero cientos y después miles de infelices que no tardaban en comprender, no estoy seguro de que con alegría, que sus atroces sufrimientos estaban a punto de concluir, pues tras la primera oleada de almogávares, los más fuertes, hábiles y veloces, venían los que por su edad o por sus heridas aún no bien curadas preferían dedicarse al también muy delicado arte de rematar a los heridos en vez de luchar en primera línea.
El sol apenas se alzaba sobre las colinas que cerraban el anfiteatro por el oeste, el norte y el este cuando ya ganábamos las tiendas principales, menos grandes que las anteriores, pues en ellas sólo dormían el oficial o el jefe, sus mujeres y sus hijos, los que padecieran alguno, mientras las de la tropa eran comunales. Ahí comprobé que nunca se deja de aprender, cuando estando a punto de traspasar la cortina que hacía de puerta en una de las mayores, Oleguer me contuvo de un manotazo.
—Ni se te ocurra entrar por las buenas. Igual dentro hay una loca empuñando un alfanje, y no dudes que los saben usar.
Me lo quedé mirando, preguntándome cómo habría que proceder, aunque sólo hasta ver a Oleguer arrojar contra la cortina una de sus azconas, con gran fuerza, y al tiempo dar un alarido ciertamente horrísono, al cual se contestó desde dentro con uno de horror, o de pavor, y era que yo aún no sabía captar debidamente los infinitos matices de los aullidos aterrados femeninos.
La segunda de las azconas fue contra la propia tienda, lo cual provocó muchos más gritos. Era evidente que dentro había unas cuantas mujeres; igual estábamos de suerte y aquélla era la tienda del harén, aunque al tiempo de pensarlo me dije que mejor sería no hacerme ilusiones. Oleguer, estimando que por su parte ya estaba roto el hielo, agarró con una mano la cortina y tiró con todas sus fuerzas, con lo cual la tal salió volando, dejando ver un interior donde lo primero en que reparé fue un conjunto de alfombras a cual más suntuosa. Me costó algo más fijar los ojos en una mujer de aspecto aterrado, y después en otra y en otra más, y tras ellas en unas cuantas niñas arrebujadas tras sus sayas, o como se llamara lo que vestían. Sus expresiones eran de pánico, lo cual era comprensible, y más a juzgar no sólo por la de Oleguer, sino porque mi amigo y maestro venía cubierto de sangre turca, y es que las tripas de los hombres, si abandonan con violencia su receptáculo natural, tienden a ponerlo todo perdido. El buen Oleguer las miraba con el gesto del que valora un excelente botín, y aquí debo explicar que los almogávares iban a ganancias comunes sólo en una fracción de lo saqueado. En alguna otra, como por ejemplo las mujeres, lo acostumbrado era elegir la que más te gustase, si alguna te gustaba, y quedártela en propiedad; las otras, a la caja común. Oleguer no dudó gran cosa, pues de aquellas experiencias ya llevaba unas cuantas. Separó a la más joven de las adultas con la tercera de sus azconas, con un gesto le ordenó que dejara caer lo que llevaba puesto —las turcas parecían no abrigarse demasiado por las noches—, y tras comprobar que no parecía preñada —las hembras grávidas le impacientaban, me comentaría después; quizá fuera por alguna suerte de temor inconsciente a que le mordiera el nasciturus cuando procediera con acuerdo a lo que la naturaleza recomendaba—, le señaló un rincón. Acto seguido me invitó a que hiciera lo propio, cosa que decliné, pues a esas horas no estaba debidamente inspirado, además de que las espantadas mujeres no eran precisamente beldades. A los turcos debían de gustarles tirando a gordas, me iba pareciendo. Justo en ese instante vi a Oleguer moverse bruscamente, alzar el cortell y decapitar de un tajo a un pobre diablo que permanecía escondido tras las dos más viejas, las cuales no se atrevieron ni a gritar, de tan espantadas como estaban, y es que, la verdad, Oleguer es un almogávar terrorífico. Se limitaron a dejar espacio, indicando que no tenían que ver con el desgraciado aquel, si bien una de ellas le señaló la entrepierna con una mano mientras con la otra componía el gesto universal de «ahí no lleva nada, el infeliz», con lo cual esperaba que Oleguer —le miraban a él y sólo a él; yo, por lo que fuera, les amedrentaba mucho menos— entiendera que sólo era un eunuco despreciable, no un soldado con sus atributos en su sitio, y que allí no había nadie que pudiera empuñar un arma. Oleguer asintió, muy cortés, y tras recoger sus azconas me indicó que le siguiese, porque aún quedaban muchos turcos que masacrar, aunque no sin trazar con el cortell una señal en la entrada de la tienda, la de hacer saber a los colegas que todo lo de ahí dentro ya tenía dueño: la horda de xor Ramón Muntaner.
La masacre propiamente dicha no duró mucho más, de modo que al despuntar el sol no quedaba sobre sus pies turco alguno que midiera más de una vara castellana, pero no por eso podría decirse que la función terminaba. Teníamos por delante varias horas de trabajo, y es que hacerse con las joyas que llevaran encima cerca de diez mil turcos es cosa que lleva tiempo, como también supone lo suyo echarlos al río para que la corriente los arrastrase hasta Pegae o hasta donde fuera, que a fin de cuentas nos daba igual. A eso se debió que nos especializáramos de un modo tan espontáneo como natural. La manipulación de los cadáveres era lo que nos consumía más recursos, aunque no eran pocos los necesarios para inspeccionar y saquear las tiendas —eran mejores que las nuestras, convinimos sobre la marcha, de modo que sería bajo sus entoldados donde pasaríamos el invierno—, apilar las armas que nos pudieran ser de utilidad —no sólo nos encantaban sus alfanjes, sino sus excelentes arcos y sus aún mejores flechas—, hacernos con los indiferentes caballos —un regalo de los dioses, porque los que poseíamos eran pocos y en general muy castigados— y, tras todo eso, establecer el reparto. Primero, como era natural, venía la parte del emperador, la cual ascendía, según lo pactado, a más o menos un tercio del total, tanto en oro —había bastante, sobre todo en la tienda del despedazado Kaharasi— como en caballos, armas, objetos valiosos —sabíamos que Andrónic adoraba las alfombras; los turcos, a lo que parecía, no podían vivir sin ellas—, niñas y mujeres. En lo último convenía ser cuidadosos, pues en la pervertida corte de Andrónic, el megaduque lo sabía por habérselo explicado el inagotable Gensana, se valoraba en gran medida no sólo la virginidad, sino la extrema juventud, de forma que todo lo que medía más de vara y media y aparentaba no pasar de veinte años quedó automáticamente reservado para el uso y disfrute de la corte imperial. Las que no superaran esos filtros irían al reparto común, que más o menos consistía en otro tercio para capitanes, caballeros, adalides, almugadenes, almirantes y cómitres, y el resto para los almogávares y los tripulantes. No me parecía un reparto equilibrado —una desagradabe consecuencia de saber dividir—, pero Muntaner me tranquilizó al decirme que los almogávares, siendo como eran el primer escalón recaudador, ya se habrían hecho con una buena parte del botín, y que a eso se debería, ya lo vería yo, que ninguno refunfuñase.
A la caída de la tarde, ya de regreso en la playa de Artáke, comenzamos a relajarnos, así como a valorar las ganancias del día. Yo me conformé con un alfanje muy bonito y un collar que según mi señor contaba con unos cuantos zafiros muy hermosos, y también un par de caballos. El segundo me lo entregó Jesús de Orús, un caballero aragonés con fama de insaciable, a cambio de una turca llorosa con casi todas las muelas en su sitio y apenas afeada por una tripa que durante un par de meses —no viviría mucho más— aún sería manejable. Sólo quedaba decidir el destino de las viejas y los niños, en lo que había posturas encontradas. De Flor, dAlet y dAunés eran partidarios de soltar lastre, pero no necesariamente de cargárselos. Bastaría con abandonarlos a su suerte; no sería un destino en exceso cruel, pues hasta Pagae no había más de quince leguas, además de que algún turco ya encontrarían por el camino, de forma que sostener esa postura no les parecía criticable. Otros, con dArenós a la cabeza, defendían el enviarlos a Constantinopla, pues si bien allí les esperaba la esclavitud al menos lo contarían, mientras que las leguas hasta Pagae se tragarían a buena parte, y eso si no daban con ellos los griegos expulsados de sus tierras y ansiosos, por tanto, de ajustar cuentas pendientes. Por último estaba la opción de los más expeditivos, los cuales sostenían que con un ratito de cortell y luego dejar trabajar al río bastaría, y aunque pueda parecer una barbaridad lo cierto era que los turcos, en la situación inversa, no habrían dudado en hacer lo propio.
El equilibrio lo alcanzó xor Ramón, como siempre. Se manifestó a favor de la primera solución, aunque añadiendo unas cuantas mantas, así como alimentos para resistir tres o cuatro días, los que necesitarían las ciento y pico viejas y preñadas, y los otros tantos niños de hasta unos diez años, me pareció estimar, para llegar a Pagae. Pues hecho, sentenció elführer, que no tenía ganas de seguir con aquello, y tras dar las órdenes necesarias se dedicó a revisar su propio botín, el cual era formidable, aunque no lo quería para engordar su riqueza personal. Era otra prueba de que apuntaba más lejos y más alto que los demás capitanes, pues instruyó a d'Aunés para que lo llevase a Constantinopla en una nave distinta de las que trasladarían la parte de Andrónic, para una vez en el puerto entregarlo al inefable Gensana. Su destino sería su esposa y su suegra, en la cual reconocía una gran capacidad de intrigar, aunque una cierta parte, donde incluía las dos vírgenes más primorosas, sería para expresar a su nuevo primo Miqueli lo mucho que le apreciaba y el gran deseo que sentía de ganar su amistad. Lo último, a juicio de mi señor, sería difícil, si no por otra cosa por las pesimistas profecías de Miqueli tras ser puesto al corriente del plan de operaciones de la Companyia para lo que restaba de 1303. Cuando supiera que con una fuerza cuyo número no igualaba la mitad de la que condujo él dos años antes se había llevado por delante a la guarnición entera de Artaki, le asaltarían unos invencibles deseos no ya de cortarse las venas, razonaba Muntaner con sombrío pesimismo, sino de abrir las del maldito Roger de Flor.
* * *
Habían pasado cuatro semanas desde la carnicería. Se acercaba la Navidad, de siempre muy festejada por los almogávares —a nuestro modo éramos elogiablemente piadosos—, la cual se celebraría como Dios mandaba en el campamento de la Companyia. Lo habíamos instalado cerca de donde desembarcamos, tras llevarnos allí las estupendas tiendas de los turcos. La distribución que les dimos no cambiaba demasiado con respecto a la configuración de sus anteriores propietarios, salvo en las medidas de seguridad, entre las que destacaban cinco torres de vigilancia y observación. De todos modos, los pendones de Bizancio, de Aragón y del megaduque Roger de Flor que gualdrapeaban en los mástiles centrales eran lo primero en hacer pensar que aquello, pese a la riqueza y buen estilo de las tiendas en general, no era un campamento turco. Unas cuantas de las aledañas a la del megaduque, además, se habían acondicionado de un modo especial, pues nuestro führer esperaba visitas. Así, se instalaron en ellas las mejores y más suntuosas alfombras de las no enviadas a Constantinopla, se repararon los tajos en las lonas que las recubrían y se limpiaron a conciencia los rastros de sangre que pudiese haber en sus interiores, ya que no tuvo nada de infrecuente que nos cargáramos bajo sus acogedores entoldados algún jefe turco escondido tras sus mujeres, o a los eunucos que las guardaban —una injusticia lamentable, pues eran más asimilables a las hembras que a los machos, aunque debe comprenderse que, a la hora de masacrar, los almogávares no podíamos detenernos a comprobar el estado de las más sagradas pertenencias personales de los que teníamos enfrente—, o incluso de algunas mujeronas bravias, que las hubo, capaces de plantar cara con gesto feroz cuando lo aconsejable para ellas habría sido mostrar no sólo unos ademanes más amables, sino algunas otras partes de sus a menudo agradables organismos. Seguramente las habríamos violado, como era nuestra obligación ancestral. Entre las enviadas a Constantinopla y las retenidas en el campamento, no quedaron demasiadas sin disfrutar esa particular cortesía de los guerreros victoriosos, y antes de criticar nuestras prácticas es bueno tener en cuenta que ninguno de nosotros, tras proceder con acuerdo a lo que recomendaba la naturaleza, degollábamos después a la que quizá ya llevaba en la panza un pequeño catalanet. A nuestra manera, y debo señalarlo, sentíamos una preocupación la mar de cristiana por el concebido y no nacido, ya que con el tiempo se podría convertir en un almogávar de pelo en pecho, como lo eran no pocos de los que aquel día repitieron, a modo de homenaje litúrgico, el rito que, años antes, dio lugar a sus respectivas existencias. Así pues, aquellas mujeres al menos lo podrían contar, cosa que a mi entender era preferible, aunque allá cada cual con sus creencias y con lo que opinase del honor, de la honra y de todas esas tonterías.
Tres días antes de la Navidad la Estelada fondeó en el pantalán que mi señor había hecho construir en el centro de la playa, frente a las tiendas del führer, de los capitanes y de las reservadas para visitantes. Venían en ella la megaduquesa María y la zarina Irene, y nada más abrazarse con su marido y yerno hicieron saber lo extremadamente satisfecho que había quedado su tío y hermano con la extraordinaria noticia de la gran victoria, y también con el espléndido botín que a él y a su familia, xor Miqueli el primero, habíamos hecho llegar desde Artaki. Todo eso a mí me parecía muy bien, pero el hecho era que me traía sin cuidado. Permanecía sólo pendiente del séquito de la zarina, donde no conseguía divisar a Claudera, con la que seguía soñando de un modo muy apasionado, aunque bajo ningún pretexto lo explicaría yo a nadie, pues si un signo de debilidad lamentable podía mostrar un almogávar como Dios mandaba era el haber perdido la cabeza por una esclava.
La vi, al fin. Ella me habría visto antes, pues cuando la divisé ya me miraba. Y me sonreía. El problema, constaté poco después, era que su señora también me veía, lo que no podía ser más natural. Allí, después de todo, yo sacaba la cabeza o poco menos a casi todos los que formábamos en el séquito del megaduque, salvo a este mismo, al que sólo excedería en dos o tres pulgadas castellanas. Una señora que también me sonreía; una sonrisa que, para mi desgracia, se me antojaba francamente repugnante.
El alegre megaduque —cuando menos en comparación al sombrío, destemplado y antipático que disfrutábamos desde hacía unos días; cualquiera lo hubiese achacado a la impaciencia por volver a tener entre sus brazos a su diminuta mujercita, pero
Muntaner sostenía que no, que si estaba fastidiado era por no tener noticias del emperador; para él era crucial constatar que marchaba por el buen camino, lo cual pasaba por conservar, y en su caso acrecentar, la benevolencia de Andrónic II Paleóleg— había preparado un animado programa de festejos. Antes que nada era necesario brindar descanso y relajación a las visitantes principales que, si bien no muy extenuadas por la travesía, parecían fatigadas por lo mucho que les había zarandeado la Estelada desde nada más aparejar del Cuerno de Oro —el mar de Mármara llevaba unos días bastante cabreado, explicaba el flamante almirante general del Imperio, xor Ferran dAunés—, de modo que las dos se guarecieron en la lujosa tienda reservada para la zarina Irene, donde contarían con todos los avances transportables que las comodidades de los tiempos exigían, empezando por la formidable bañera heredada del serrallo particular del difunto jefe del ejército masacrado. Tras aquello se disolvieron los cortejos, a la espera del momento en que se iniciarían los festejos, al atardecer. Comenzarían por una comilona donde daríamos cuenta de varias vacas que llevaban asándose a fuego lento desde nada más amanecer, cosa que se hacía bastante lejos de las tiendas principales, a fin de que los aromas de las reses abrasadas no disturbaran las delicadas narices de la zarina, la megaduquesa y sus vestales. Yo me quedé rondando en la proximidad de la tienda principal, en la insensata esperanza de cruzarme con Claudera y rogarle me concediera un anticipo sobre su alma prometida, pero no tuve suerte. Aún así, fueron horas agradables, como suelen ser las disfrutadas al amparo del calorcillo que te asalta cuando sabes que la diosa propietaria de tus sueños no anda lejos de tus pasos, ni tampoco de tus manos. En fin, una estupidez, lo reconocía un punto avergonzado, pero a fin de cuentas era mi estupidez y a nadie debía dar cuentas por ella.
El milagro, para mi gran alegría y secreta sorpresa, pues casi había perdido la esperanza por aquella tarde, sucedió con el sol aún bastante alto, cuando vi a Claudera dejar la tienda y poner proa sin disimulo alguno adonde yo permanecía más o menos plantado, lo cual me hizo sospechar que me habría ya visto, por alguna rejilla o ventanuco del inmenso tambucho.
—Me alegra verte, xor Guillem —no sonreía; su expresión era, por decirlo así, tirando a formal—. Antes de que digas nada, debes saber que mi señora te quiere ver. Esta noche, después de la fiesta. En su tienda. Yo iré a buscarte a la tuya.
Demasiada información y muy poco tiempo para procesarla. De ahí que mis ideas no brotaran en la secuencia más lógica, sino de un modo tirando a caótico.
—¿Y cómo sabrás cuál es mi tienda?
—Porque tú, ahora, me vas a llevar hasta ella.
Aquí ya me lo tuve que pensar un poquito más.
—¿Y qué pasará si no voy? Es que no tengo ganas de ir.
—Mi señora se lo tomaría como un desprecio. Nadie puede considerarse a salvo tras despreciar a la zarina, xor Guillem. Ni siquiera un joven caballero catalán.
—¿Qué me haría?
—Tu vida no valdría nada. No hagas locuras, por favor.
El tono me sonó a un tanto angustiado, aunque quizá sólo sucediera que yo deseaba me sonase así. En realidad, y considerando la situación con la debida frialdad, Claudera no parecía muy emocionada, o nada de nada, más bien.
—No sólo sucede que no tenga la menor gana. Ocurre también que no siento el debido estímulo, y pienso que tampoco lo sentiré cuando me vea frente a ella.
—La otra vez sí que lo sentiste.
—Los hombres, a mi edad, cambiamos con frecuencia de talante. La zarina, dado lo avanzado de la suya, debería saberlo.
—Claro que lo sabe. Por eso ha tomado precauciones —elevé las cejas, componiendo un gesto inquisitivo que a Muntaner le quedaba muy bien; no estoy seguro de que me pasara lo mismo, pero no se me ocurría una opción mejor—. Es muy lista, mucho más de lo que parece, y se da cuenta de todo. Por ejemplo, de cómo me mirabas cuando me solté la túnica, y de los… efectos inducidos inmediatos.
Ahora sí sonreía, con esa clase de picardía que puede arrastrar a la perdición a hombres mucho más sabios, y mucho más fuertes, que un humilde y juvenil guerrero almogávar.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque me lo mandó la zarina. En su cámara no se hace nada si ella no dice que se haga.
—Pues no me di cuenta de que lo hiciera.
—Es que no manda dando voces, ni con gestos. Le basta con mirar. Y ¡ay! de nosotras, sus esclavas, si no entendemos.
—¿Y por qué te lo mandó?
—Porque te notaba distraído. La firmeza de tus…, llamémosles convicciones, no era la que deseaba.
Más picardía, y además un tanto socarrona. Me irrita reconocerlo, pero empecé a reblandecerme.
—Esas precauciones, ¿tienen que ver contigo?
—Digamos que mi papel será encender la hoguera; cuando las llamas estén bien altas ya se ocupará ella, pero sin que yo me aleje demasiado, no sea que hagan falta más leños.
La imagen iba tomando forma en mi precaria imaginación, la cual, debo reiterarlo, no es lo mejor de mí mismo.
—Háblame de los leños. ¿En qué consistirán?
—Ya conoces el programa. La limpieza, lo primero.
—No estoy sucio.
—Para ti puede que no, aunque para ella no te quepa duda de que sí lo estás. Para mí también, por cierto. Hueles bastante a requesón, xor Guillem.
Me sonrojé violentamente. Supongo que como cualquier joven al que tachan de guarro en su cara y a las claras.
—¿Me lavarás tú?
—Y a conciencia, bien lo sabes.
Me quedé reflexionando, especulativo.
—La otra vez yo ya me había liberado de mis emociones perentorias. Dos veces, creo recordar. Si empezamos por ahí me temo que ni bajo amenaza de muerte valdré para nada una vez me dejes tan resplandeciente como sabes hacer.
Ahí ya se rió, y fue una risa de las que justifican afirmar que no merecería la pena vivir sin escucharla todos los días.
—Mi señora tiene muy presente que tu primera… ¿emoción? no valió para nada. Ésa me la regala —elevé mis cejas, esperanzado—, pero habrás de procurar no consumir todas tus reservas, porque no deberás quedar peor que la otra vez.
—Tres emociones son muchas emociones, sobre todo cuando no estás nada motivado…, aunque, si no he comprendido mal, ahí será cuando tú eches más leños al fuego.
—Lo has entendido perfectamente.
—¿Y cómo lo harás? Disculpa mi curiosidad, pero es que de ningún modo querría que fracasaras ante tu dueña y señora, y un mero soltarte la túnica podría no ser suficiente.
—Ah, ¿no? ¿Tanto has envejecido en un mes, xor Guillem?
—Aún tengo los mismos años, pero entonces yo llegaba tras varias semanas de travesía mediterránea. Digamos que mi estado emocional se podría comparar al de una vaca que llevara un mes sin ser ordeñada. Hoy la situación es distinta.
—¿De veras? ¿Y quién te ordeña, por aquí?
—Pues tú. Me basta con evocar el tacto de tus manos cuando me dejabas como nuevo, tan resplandeciente como jamás en mi vida. Lo malo es que cuando acabo de recordarte no sólo resplandezco mucho menos, sino que me quedo un tanto pringoso.
Un fenómeno inesperado: Claudera sabía sonrojarse.
—¿Y por qué lo haces?
—A falta de una diosa de verdad buenas son las oraciones.
—¿Y después de rezar te quedas bien?
—Aceptablemente.
Se lo quedó pensando, con expresión enigmática.
—El pecado de Onán es gravísimo, Guillem. Irás al infierno.
—Eso mismo predican los mosenes y se dicen los creyentes los unos a los otros, aunque no por eso dejan de rezar, al menos mientras no se ven frente a una diosa que se deje adorar en persona.
Volvió a quedarse pensativa. De paso, distraídamente, se mordisqueaba un padrastro en un dedo índice que una oscura parte de mi ser recordaba de un modo vivísimo.
—¿Vives solo, en tu tienda?
—No. Con dos caballeros catalanes, Ramón d'Alquer y Berenguer de Roudor. Son mis mejores amigos, aquí.
—¿Y podrás hacer que te dejen solo, alguna vez?
No soy muy rápido de pensamiento, creo haberlo dicho, pero aquella tarde mi mente se hallaba más lúcida de lo usual.
—Tantas como hagan falta y por tanto tiempo como se lo pida.
Hizo un gesto como de asentir, aunque aún seguía pensativa, muy concentrada en su padrastro.
—Deberás procurar, esta noche, no dejarte ir cuando te bañe. Deberás guardar todas tus… emociones, para la zarina.
De nuevo vi que no entendía nada.
—¿Y eso?
—Ella no se pasa la vida pensando en el pecado. Prefiere darse un atracón de vez en cuando. Así se queda tranquila y en paz una temporada, de modo que pueda dedicarse con la debida concentración a otras cosas que también le gustan mucho.
—¿Por ejemplo?
—Conspirar. Ninguno de sus siete hijos tiene un porvenir glorioso, aunque apostaría la libertad que no tengo a que sueña con hacer de María la próxima emperatriz de Bizancio, para ser ella no sólo la madre de la emperatriz de Bizancio, sino la que verdaderamente mande, a su hija y a todos los demás.
—Eso haría del megaduque un emperador.
—Sólo consorte, aunque a efectos prácticos sería como si lo fuese de pleno derecho. A las órdenes de su suegra, por supuesto, pero sería un acuerdo muy aceptable para él, o eso entienden mi señora y su niña del alma.
Una nueva ronda de pensamientos confusos. Gracias a los dioses, Claudera sabía ser una esclava muy paciente.
—A Miqueli no le gustaría la idea, si llegase a ocurrírsele.
—La zarina da por hecho que ya se le ha ocurrido. No creas que te cuento elocubraciones. Conmigo, con Jadup y con alguna otra esclava, ella suele comportarse como si fuéramos parte del mobiliario. Cuando habla con su hija, más aún.
—¿Y eso no le parece peligroso?
—¿A ella? Claro que no. ¿Adonde podría yo ir, fuera de su casa? Mi vida, xor Guillem, no vale ni la orden de colgarme como a un perro y luego echarme al Bosforo.
Lo decía de un modo sorprendentemente desapasionado.
—Siempre habría riesgo de que fueras con el cuento a Miqueli.
—Lo primero que haría Miqueli sería desaparecerme. Nadie quiere testigos en Bizancio, xor Guillem. De ahí que la fidelidad de los esclavos sea tan absoluta. No somos personas. Somos cosas. Ellos —señalaba la tienda de la zarina— son los dueños de nuestros cuerpos, y hasta lo serían de nuestras almas si tuviéramos alguna.
—Pues tú si tienes. Te recuerdo que me la querías dar.
Una nueva sonrisa, de las pocas que llevaba gastadas esa tarde. Para mí era como si viera salir el sol de por entre las nubes, lo que demuestra lo tremendamente bobo que soy.
—Contigo he llegado a pensar que tengo una, sí.
—¿Cuándo me la darás? ¿Cuándo tengo que pedir a mis amigos que se busquen otra tienda?
—No hará falta que les eches para siempre. Cuando la zarina esté otra vez tranquila será normal que alguna vez yo tenga una hora para mí, aunque no mucho más.
—Bueno. Ya me apañaré con eso.
—No te hagas ilusiones, que no podrás apañarte mucho.
—¿Recuerdas que te dije que soy una vestal?
—¿Eso es más o menos que una esclava?
—Eso es peor que ser una esclava, pues las esclavas pueden tener hijos de los amos o con otros esclavos, pero las vestales tenemos que ser vírgenes, o ya no somos vestales.
—¿Y qué sois cuando dejáis de ser vestales?
—Difuntas.
Volví a quedarme pensativo.
—¿Y quién verifica si lo eres o no lo eres? ¿La zarina?
—No, ella no. Las esclavas viejas, que tiene algunas, son las que nos pasan revista de vez en cuando.
—¿Y cómo lo hacen?
—Con un pañuelo, buena luz y poniendo cuidado, porque si nos desvirgan por accidente las degolladas serán ellas.
—Parece un trabajo de riesgo.
—Lo es para las dos, así que colaboramos cuanto podemos.
Volví a reflexionar. Aquello adquiría tintes sombríos.
—Pues ahora ya no entiendo nada.
—Tranquilo, xor Guillem —me sonreía, no sé si compadecida de mi confusión, aunque al menos con cariño—. ¿Recuerdas las cruzadas? —asentí, perplejo—. Por aquí pasaron unas cuantas, y los caballeros de vez en cuando contaban cosas. Una de ellas era que no se fiaban de sus mujeres, ni de sus hijas, de modo que antes de marchar a recuperar los Santos Lugares les hacían ponerse una especie de prenda íntima, de cuero bastante grueso cuando no de hierro, que llamaban cinturón de castidad.
Yo había oído hablar de eso; no conocía los detalles, aunque suponía que debía tratarse de algo sumamente incómodo.
—No me digas que la zarina te ha obligado a llevar uno.
—No, gracias a Dios; lo comento para que te hagas cargo de lo preocupados por la virginidad que suelen estar los malditos cristianos —ahí descubría, por fin, su esencia pagana—. Los dioses olímpicos sentían un supremo desdén por esa majadería, pero los hombres son iguales en todas partes, y los guerreros aqueos, mirmidones, tracios y espartanos, cuando salían a guerrear por ahí, explicaban a sus mujeres que si al regresar las encontraban preñadas, o con más hijos, no vivirían para explicarles la razón. Los más jóvenes, los que aún no se habían casado, informaban de lo mismo a sus prometidas, de modo que a efectos prácticos era como si les pusieran un cinturón virtual, no tan incómodo como el de los caballeros cristianos, pero a fin de cuentas igual de fastidioso.
Me quedé pensativo, asaz reflexivo. De inteligencia no ando muy bien, creo haberlo ya comentado, pero de memoria no me puedo quejar, y ahí me vino a la misma un antiguo comentario de Muntaner acerca de un tal Alejandro de Macedonia.
—A los griegos les pasaba eso por ser fundamentalmente conquistadores. Gente que atacaba y atacaba, sin más. Los almogávares tenemos ventaja sobre todo eso, ya que no sólo agredimos, sino que a menudo nos defendemos, y llegado el caso hasta cedemos terreno. Eso da lugar a que seamos extremadamente diestros en el difícil arte de la retirada.
Nos sonreímos los dos, el uno al otro y ambos a la vez. Nada me había parecido más hermoso en mi aún corta vida.
—En el cuerpo de la mujer algunas de las cavidades son de doble uso, xor Guillem. Una en particular, pensada para dejar salir, en ocasiones puede usarse para la función inversa. No estoy segura de que fuera una propiedad que se descubriera en la Grecia Clásica, pero sí de que fue ahí donde se perfeccionó.
Empecé a ver la luz. Mis compañeros de tienda, en alguna ocasión, comentaron algo sobre oscuras especialidades de los griegos y de las griegas, se creía que inspiradas en otras más antiguas, originarias de un ignoto lugar llamado Pentápolis, cuya capital era Sodoma. Por lo visto fueron las que desencadenaron hacía muchos años una especie de ira divina, o algo por el estilo, con el molesto resultado de una lluvia de fuego que dejó a los habitantes la mar de calcinados, o algo así entendí cuando me lo explicaron.
—Intuyo que hablas de algo sumamente complicado.
—De complicado no tiene nada.
—Pues de trabajoso.
—Eso sí, mira, e incluso de doloroso si alguna de las dos partes no tiene las ideas claras, pero si se tienen, se pone cuidado, se procede sin prisas y se añade un dedal de aceite de oliva, como a las buenas ensaladas, no suele haber el menor problema.
Volví a guardar silencio. No estaba seguro de vislumbrar todos los extremos —ni siquiera tenía la seguridad de haber comprendido—, pero intuía que podrían surgir dificultades.
—¿Seguro que sólo es eso, el cuidado y el aceite?
—No, claro. Antes suele ser aconsejable tomar determinadas precauciones, para no darse con obstáculos indeseables, pero no deberás preocuparte por eso, mi guapo niño Guillem —me acariciaba una mejilla y yo sentía una oleada de calor brotándome de los adentros más recónditos; era como si Loredana tomara la forma de Claudera y me viera de nuevo ante la emoción más intensa de mi vida—, que ya vendré yo… digamos desocupada —se volvió hacia el sol, me pareció que un punto inquieta—, pero dejemos eso, de momento. Ahora enséñame cuál es tu tienda, y por dónde se va.
Me había tomado de la mano y yo me sabía inerme por completo, aunque conservé un instante la lucidez necesaria para decirme cuán disparatados son los precios a pagar cuando deseamos a una mujer determinada más que nada en este mundo. Y lo peor
era que la cobradora sería la zarina.
* * *
Tres meses son una eternidad cuando los esperas y un suspiro cuando los dejas atrás. Aquél era el día en que comenzaba la primavera, un mes ya desde que la megaduquesa y la zarina, y con ellas la razón de mi existencia, regresaran a Bizancio. Las acompañó De Flor, todos juntos en la Estelada. Él fue no sólo por cortesía y deferencia para con la señora y la suegra, sino para compulsar por sí mismo el estado general de su prestigio; decía «del nuestro», pero ya le habíamos calado. Según contó a la vuelta, las cosas con Andrónic no podían estar mejor, pues dejando aparte sus quizá exageradas muestras de amor, admiración, respeto, cariño y devoción no puso un solo inconveniente al plan de operaciones de la Companyia para lo que restaba de 1304. Sólo manifestó un único deseo: que liberásemos cuanto antes a la sitiada Filadelfia, una ciudad griega, de notable historia, situada sesenta leguas al sur de Artaki, muy al interior de Anatolia. Por lo demás, que contáramos con sus bendiciones, las de su familia, su gobierno y las más altas dignidades administrativas y eclesiásticas. No fue la única buena noticia con la que regresó, pues allí, en Constantinopla-Bizancio, fue donde supo que a la vuelta de siete meses habría un nuevo Von Blume, prodigioso híbrido —podría ser híbrida, pese a que la idea no le gustaba mucho— de prusiano, pugliesa, griega y búlgaro mamando ansioso en la corte imperial de una teta mercenaria, ya que su madre de ningún modo aportaría las propias. Tampoco era despreciable que trajera la soldada de los siguientes cuatro meses, lo que provocó el alborozo de todo el mundo, ya que la fama de malos pagadores de los monarcas de Bizancio a menudo nos hacía preguntarnos si cobraríamos cuando tocara. Bien, pues al menos hasta finales de julio nuestras inquietudes quedaban aplazadas.
Aquel mes de marzo fue también el de poner en facha una Companyia Catalana que no recordaba un invierno tan plácido, amable y descansado. Así pasaba, que habíamos engordado, pero enseguida nos curaríamos, en cuanto volviese a ser rutinario caminar a buen paso primero tres, luego seis y al final nueve leguas diarias por los retorcidos vericuetos de la península de Artaki, con el chuzo, las azconas y el zurrón a las espaldas, y el cortell y la daga colgados de nuestros cinturones, ya que todos marchábamos a pie, caballeros incluidos.
El plan era iniciar operaciones el primer día de abril. Cruzaríamos el istmo sin oposición, ya que nuestros exploradores no divisaban fuerzas turcas en las proximidades, y marcharíamos hacia Filadelfia, nuestro primer objetivo, para extendernos después por el conjunto del Asia Menor. Las perspectivas de saqueo no podían ser más estimulantes, aunque también lo era un doble pronóstico sombrío: el de batallas y el de bajas. A eso se debía que durante la invernada mi señor y yo no hubiéramos permanecido tan ociosos como nos habría gustado, ya que nos tocó reclutar unos quinientos infantes griegos, hasta entonces desperdigados por las tambaleantes guarniciones de Andrónic en las riberas surorientales del mar de Mármara, y algo más de cuatro mil infantes y jinetes alanos, tan mercenarios como nosotros y tan al servicio como nosotros de Andrónic, el cual seguiría pagando sus facturas aun cuando a partir del mes de abril estarían a las órdenes directas de los dos senescales, dArenós y dAlet. Habríamos preferido reforzarnos con las hordas de Berenguer d'Entena y Bernat de Rocafort, pero las últimas noticias —cada mes zarpaba una galera rumbo a Palermo, al tiempo que otra regresaba, cruzándose con la primera; gracias a eso permanecíamos al corriente de lo que ocurría en la corte de Frederic— decían que no podríamos contar con el segundo antes del verano, y con el primero a saber cuándo, pues Frederic aún no estaba seguro de poder dejar de contar con él.
La perspectiva de hacer marchar juntos a los almogávares y a los alanos despertaba suspicacias, cuando no manifiestas reticencias. El único en apariencia convencido de que no habría problemas era el megaduque, pues cada día que pasaba padecía un mayor optimismo, aunque de un tipo no muy contagioso. Se mostraba convencido de que Dios, o la Divina Providencia, le habían elegido entre los demás mortales para llevar a cabo hazañas asombrosas, y que podía contar sin restricciones con su buena y decisiva voluntad para que los molestos riesgos, peligros y asechanzas que Muntaner y los demás capitanes insistían en presentarle se resolvieran solos, bien por sí mismos o bien a cambio del oro que pudiese hacer falta. En su concepción del universo no existía curalotodo más eficaz que las onzas de oro, y estaba seguro de contar con las suficientes para que ningún alano se desmandase y ningún almogávar le planteara insalvables problemas de convivencia.
Ni Muntaner ni dArenós lo veían igual de bien. Yo seguía sin tener criterio propio, pero cuando me daba por pensar solía concluir que la extraordinaria seguridad en sí mismo que mostraba nuestro führer no terminaba de convencerme, aunque también era verdad que casi veinticuatro años no es la mejor edad para el razonamiento profundo. Lo era para disfrutar de la vida tanto como fuera posible, y de momento no podía quejarme. Si acaso, de la firme voluntad de Claudera de seguir siendo una vestal técnicamente impecable, aunque podía vivir con eso; de momento, al menos. Otras cosas me preocupaban más, lo mismo que a mi señor. La principal era que durante febrero y los primeros días de marzo se habían producido serios incidentes entre la población civil griega, dispersa en aldeas y masías, y partidas de almogávares indisciplinados. Ninguno era de la horda de Eiximenis d'Arenós, que se preocupaba de mantener sujetos a los suyos, pero los quejosos lugareños no distinguían entre almogávares hirsutos. D'Arenós y De Flor sostenían puntos de vista diferentes en materia disciplinaria. El de dArenós estaba en favor de hacer cuanto fuera necesario para evitar que los griegos se volvieran contra nosotros. En el del megaduque primaba el mimo por su cada día más salvaje infantería, con un desdén casi absoluto por la población civil, a la cual solía referirse con un palabro germano que nunca nos tradujo y que sonaba como untermenschen o algo por el estilo, y que dado el desprecio con que lo despeñaba nos hacía pensar lo peor. La situación entre los dos llegó a ser de cuasi conflicto, de modo que, a título de mal menor, el megaduque aceptó, a regañadientes, que las seis galeras de dArenós y sus tres leños regresaran de Xiu para embarcar a su horda —los que quisieron marchar, pues un tercio prefirió pasarse a la de dAlet, estimulada por la gloriosa perspectiva de saqueo— y arrumbar al Ducado de Atenas, en manos de los caballeros franceses desde los tiempos de la cuarta cruzada y donde mandaba un pariente lejano suyo, Guy II de la Roche, que a la sazón tenía problemas para mantener su corona ducal. Para dArenós sería cambiar un déspota por otro, pero el francés parecía más pulido de carácter, al menos según decía. Debo confesar que los vi marchar con mucha pena y no poca preocupación, pues sin ser la horda más numerosa dentro de la Companyia sí era la más disciplinada y predecible, tanto a la hora de combatir como a todas las demás. Para Muntaner era un claro aviso de que con el megaduque no cabían medias tintas: el que no estuviera del todo con él, que se largara. Su objetivo, que no acababa de poner en claro, al menos con los capitanes —parecía que con su suegra sí—, requería la más incondicional de las adhesiones, incluso al precio de perder seiscientos valiosísimos infantes y más de cincuenta caballeros. Muy serio y muy grave debía de ser lo que albergaba en su cabeza para no pestañear ante su pérdida. Lo sería, se decía Muntaner para él mismo —yo era, y desde hacía mucho, una extensión de su mente, o no mucho más—, aunque no dejaba de preguntarse si debilitándonos de aquel modo no estaríamos cavando nuestra propia fosa.