Capítulo 7
Cassandria, marzo de 1308
VEINTE días después el Consell deis Dotze, más Muntaner, Rocafort y d'Arenós —yo ya era de los doce, aunque sin por ello dejar de ser el aide-de-camp del intendente general—, estudiaba las propuestas operacionales para lo que restaba de verano y las primeras semanas del otoño. Había unanimidad general en que la jugada ideada por Andrónic y Di Spínola no debía quedar impune, pese a lo mal que les había salido —sobre todo al almirante, cuya cabeza, o lo que los buitres y las gaviotas habían dejado de ella, seguía explicando a los ocupantes de las naves que pasaban frente al Hexamilia lo peligroso de pararse ahí si no era para comerciar—, y no sólo por hacer saber que nos lo habíamos tomado a mal —el asunto con Girgón y los alanos, después de todo, no tenía que ver con el Imperio—, sino porque buena parte de las poblaciones de Tracia parecían haberse recuperado de nuestras atenciones del año anterior, el triste 1305, de modo que parecían pedir a gritos una visita en gran estilo de la Companyia Catalana d'Orient. Sólo había unanimidad en que Muntaner se debía quedar en Gallípoli al cuidado de los tesoros y de las familias, incluyendo a los de d'Arenós, al cual se recomendaba no reocupar Mádytos hasta el otoño, y que debíamos dejar a sus órdenes, las de Muntaner, una escolta de mayor empaque, pues lo sucedido tres semanas antes podría repetirse, y nunca más deberíamos arriesgarnos a que los bizantinos o los genoveses volvieran a pillarnos con los meados en el vientre. Hasta ese punto había unanimidad. En los siguientes, no tanta.
El primero era decidir si la fuerza que dejaría Gallípoli a la semana siguiente sería la Companyia Catalana o dos Companyies Catalanes. La razón era la de siempre: de ninguna manera Ferran Eiximenis d'Arenós aceptaba ponerse a las órdenes de Bernat de Rocafort, a lo que se sumaba el que a éste tampoco le agradaba el tener bajo su teórico mando a un indeseable de familia tan noble que se permitía mirarle por encima del hombro. Ambos, por si fuera poco, aplicaban a la defensa de sus respectivas posiciones la misma indecencia expositiva: las explicaciones que daban de su voluntad de ir cada uno por su lado eran por demás elaboradas, ya que pretendían dejar patente una generosidad, un desprendimiento y una sinceridad que de ningún modo padecían. Sus razonamientos, aun así, coincidían en varios puntos. Uno era que Andrónic seguía en la más completa ruina. Los signos de recuperación de los que hablaban los viajeros venecianos eran muy débiles, pues si bien Tracia parecía repoblarse, aún faltaba mucho para que pudiera enviar a Constantinopla otra cosa que alimentos. El Asia Menor, a su vez, había sido reinvadida por los turcos; sólo resistían unas cuantas ciudades de la costa occidental y sospechábamos que sin mucho empeño, ya que la nueva política invasora les garantizaba la preservación de sus costumbres, de su religión, de sus creencias y de su patrimonio. Los turcos sólo pedían que los impuestos que antes pagaban a los funcionarios de Andrónic los abonaran a los suyos, y que izaran su bandera en vez de la imperial. Dado que parecían conformarse con eso, era natural que no plantaran cara, y Andrónic, en consecuencia, se quedaba por momentos sin imperio, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad y región a región.
Estábamos al corriente de todo eso porque siempre que pasaba un convoy frente al Hexamilia, en cualquiera de las dos direcciones, una de sus naves encontraba un pretexto para detenerse un par de horas en el pantalán, no sólo para traficar en mercancías, sino para vender información. Así supimos, por ejemplo, que apenas dos años antes el papa Clemente V, a propuesta de Philippe IV le Bel, había excomulgado a la Orden del Temple, acusando a sus miembros de sodomía, herejía y paganismo, y ordenando a la Santa Inquisición que les diera su merecido. Fue una pena que tardara tanto en hacerlo, comentó Muntaner con ironía, ya que, de haberlo hecho antes, nuestro führer no habría tenido que camuflar su nombre, dejando aparte que sus pecados, en comparación con aquellos tan espantosos, no eran gran cosa. Según explicaron los venecianos, se limitó a no ser, en Acre, tan caritativo como nos había contado, ya que a su Halcón sólo dejaba subir a los que pagaban su pasaje con besants de los acuñados allí mismo, contantes y sonantes. A eso se debió el fortunón que un año después le permitiría no sólo hacerse con la Oliveta, sino pagar a su gente mientras su recién iniciada carrera de corsario no empezase a dar beneficios. En resumiendas, acabó por sentenciar el pragmático Muntaner, que descansaran todos ellos en paz, el Papa, los Templarios y nuestro no excesivamente llorado Roger de Flor.
El equilibrio entre Rocafort y dArenós lo propició Muntaner, el cual ya era para todos, incluyendo a los dos, el ancla de moderación que nos mantenía, si no unidos, al menos no muy alejados los unos de los otros. Opinaba que, al ser los de dArenós apreciablemente menos que los de Rocafort, harían mejor dedicando sus esfuerzos a las regiones menos defendidas, como eran las situadas en un radio de diez leguas a contar desde la de nuevo próspera Bizia, cuando menos según decían los venecianos. Eso dejaba entre las garras de Rocafort el resto de Tracia, Constantinopla incluida, un lugar que tenía muchas ganas de volver a visitar. No se hacía ilusiones con respecto a tomarla, sueño que sabía imposible por culpa del triple y excelente anillo amurallado que construyera siglos antes un tal Prokopios Anthemios, de oficio emperador —solamente los venecianos de la cuarta cruzada, con fuerte apoyo de los aún desconocidos Caballeros Teutónicos, y siendo entre todos más de veinte mil, lograron penetrarlo por el lado de las Blanquernas, tomar la ciudad y saquearla tan a conciencia como les ordenaba el caritativo Jesucristo de «amaos los unos a los otros», pero de aquello, julio de 1203, ya pasaba siglo y pico, y como era natural todos los ladrillos habían sido convenientemente reparados—, aunque siempre cabía la posibilidad de pillarles distraídos. En ese caso, si él lograse hacerse con una de las puertas que franqueaban la muralla, no habría campanas suficientes en Constantinopla para tocar a muerto por todos los que dejarían a su paso. En cualquier caso, y aceptando que tomarla sería difícil, tenía pensado dar un buen repaso a las ciudades situadas en el camino, empezando por la recién repoblada Rodosto, aunque con especial dedicación a la indefensa Pera, con la que soñaba desde nada más tener noticia de que los genoveses habían intentado hacerse con Gallípoli gracias a estar él exterminando alanos a cincuenta leguas de allí.
Ni Rocafort ni d'Arenós consideraban prudente que sus hordas coincidieran a campo abierto, por si saltase alguna chispa y la tal acabara llevándose por delante unos cuantos cientos de almogávares. Era una preocupación que apenaba mucho a Muntaner, pero el hecho era que, de un modo general, los que habían elegido ponerse a las órdenes de d'Arenós eran casi todos aragoneses, navarros y castellanos, mientras que los fieles a Rocafort eran catalanes, mallorquines, trinacrienses y calabreses, con mínimas excepciones. Incluso en los hablares se diferenciaban cada día un poquito más, pues si bien los segundos no se salían del catalán, los primeros se comunicaban en una rara mezcla de aragonés y castellano que a ellos mismos les costaba comprender. A eso se debió el decidir que la horda de d'Arenós saliera dos días antes que la otra para separarse de la costa nada más rebasar Brachilaium.
El segundo de los puntos en que hasta entonces no se había logrado acuerdo alguno era el de aceptar aliados turcos. Sucedía, según habíamos deducido a partir de muy variadas fuentes de información, así como de nuestra experiencia en el trato directo con los turcos durante 1304, que nosotros no éramos únicos en eso de ir cada uno a nuestro aire. Había en el seno de la hermandad turca diversas facciones, caudillos y hasta interpretaciones de sus textos sagrados —«pues como nos ocurre a los cristianos; no tendría sentido que fueran distintos», comentaba el escéptico Rocafort—, y no siempre conseguían superar sus diferencias y hacer frente común a sus diversos enemigos, entre los cuales nosotros, los catalanes, ni de lejos éramos los que más les preocupaban. Los mongoles por el este, los eslavos y los tártaros por el norte y el noreste, los sultanes egipcios por el sur y las diferentes comunidades cristianas por el oeste les inquietaban mucho más, y la razón era obvia: el número. Nosotros, pese a respetarnos como guerreros, éramos unos pobres de Dios puestos al lado de los millones que sumaban sus enemigos si se colocaban uno junto al otro, gracias a lo cual, y sin que nos miraran con simpatía, nos consideraban no ya una simple amenaza menor, sino una gente con la que, llegado el caso y pese a ser infieles, podrían ponerse de acuerdo.
El que más había profundizado en esa posibilidad era un tal Ximelic que, a su vez, se llevaba fatal con sus iguales musulmanes. Su horda, pues tenía una, era significativamente más pequeña que casi todas las de su credo, si bien pasaba por profesional, valerosa y aguerrida. No tenía claro su futuro de seguir en Anatolia, cada día más ocupada por el grueso de los turcos, de modo que un buen día se planteó por qué no llegar a un acuerdo con los vecinos catalanes de la otra orilla de la Bocca dAveo. A ese fin envió a Hexamilia un emisario que hablaba un griego decente y que al momento fue recibido por el rey de los pragmáticos, Ramón Muntaner. Nos explicó —yo estaba con mi señor— que, de aceptarse sus condiciones, Ximelic aportaría ochocientos hombres de a caballo muy bien equipados, excelentes con la lanza y con la cimitarra, y también dos mil de a pie, todos veteranos, grandes andarines y con muchos pescuezos rebanados en su haber: de persas, mongoles, tártaros, bizantinos y algún veneciano que otro; de catalanes aún eran vírgenes, y les gustaría seguirlo siendo. En cuanto a condiciones, tanto Muntaner como yo las encontramos razonables: la parte del botín que correspondiese a su número —al empezar cada campaña; dicho de otro modo, sus muertos también cobrarían—, traer a sus familias, conservar sin que nadie les importunase sus creencias, su religión y sus costumbres, empezando por su sacrosanto derecho a tener tantas mujeres como les diera la gana, lo cual sabían intragable para los cristianos infieles, pero de ahí no pensaban moverse —tanto Muntaner como yo nos sonreímos; aquella buena gente se sorprendería cuando supiera que tanto la poligamia como la poliandria eran actitudes ante la vida perfectamente compatibles con la desenfadada y liberal filosofía catalana—, y que no tolerarían ningún intento de proselitismo, y mucho menos evangelización, por supuesto que aceptando lo recíproco.
Muntaner, para nuestra sorpresa, no encontró la unanimidad de aceptación que deseaba. Ésa era la razón de que llevase a discusión ante los Dotze la posibilidad de formalizar el tal acuerdo, para darse al momento con el incondicional soporte de Rocafort, que necesitaba cuantos más hombres mejor y cuya filosofía en asuntos de moral se basaba en el principio capital de que la bragueta es asunto de cada cual, y que la Companyia no tenía ni razón ni derecho a meter las narices en con quiénes o con cuántas se acostaban los hombres a sus órdenes. Era un punto de vista muy alejado del un tanto irritante de d'Arenós, cuyo ferviente catolicismo —al decir de Muntaner era más castellano que aragonés, si bien Aragón tampoco era un modelo de liberalidad— le hacía mirar con desagrado a las familias inusuales, como por ejemplo era la mía —las había peores; después de todo Llura y Claudera estaban bautizadas y además eran mujeres, pero en el seno de la hermandad las asociaciones personales comprendían todos los tipos, creencias, géneros y número de participantes, y lo curioso era que todas nos parecían aceptables si a la hora de lo importante, combatir, se daba la talla como había que darla—, si bien era consciente de no contar con suficientes apoyos en el Consell deis Dotze, y era que, de un modo tan sutil como eficaz, el que mejor lo mangoneaba, y no sólo en asuntos de intendencia o estrategia, era Muntaner. Así terminó resolviéndose que se aceptaba la oferta de Ximelic, cuyo emisario seguía esperando cómodamente alojado en el Hexamilia, si bien se incorporaría no al conjunto de la Companyia Catalana, sino a la horda de Rocafort, el cual se limitó a encogerse de hombros. Con aquel acuerdo dispondría de casi siete mil hombres, mientras que los de d'Arenós no llegaban a dos mil, y de ellos la mitad eran turcopóls, los cuales, para las cosas de la moral y la religiosidad, eran como todos los conversos, mucho más extremos que los creyentes de cuna. En general, se sentían más a gusto a las órdenes del pío d'Arenós, pese a que con él se saqueaba mucho menos, de modo que así se alcanzó el acuerdo que, durante un tiempo, regularía el equilibrio de recursos en la Gran Companyia Catalana d'Orient.
El tercer y último punto en el que no había consenso tenía que ver con Berenguer d'Entena, del cual sabíamos, gracias a los amables venecianos que de vez en cuando nos traían noticias de Aragón y de Trinacria, y a los que a menudo encomendamos misivas a los mismos lugares, que a finales del mes de enero de aquel año 1306 los genoveses le habían liberado. No porque le hubieran tomado cariño, sino por fuertes e inamistosas presiones de don Jaume II de Aragón, el cual había llegado a decir que, o liberaban a su hombre, o cerraría los puertos de la corona de Aragón a las naves genovesas. La liberación no implicaba que le devolvieran lo que le habían quitado, aunque al menos no se marchó de Génova con una mano delante y otra detrás, sino con los fondos suficientes para embarcar en una nave aragonesa que le dejaría en Barcelona, de donde marchó a Zaragoza para mostrar al rey su profundo agradecimiento. Hasta ese punto era donde llegaban nuestras noticias, si bien por otros cauces habíamos sabido que d'Entena, muy enojado con los genoveses, tenía pensado reclutar una fuerza de almogávares aragoneses y valencianos —no creíamos que aún quedaran catalanes disponibles— y regresar con nosotros, a ocupar el puesto que le correspondía y para el que fue designado en su día por nuestro fundador, el inolvidable Roger de Flor.
El punto que se debatía era si enviar o no a Barcelona, vía Trinacria y Kriti —en naves venecianas, al menos hasta Palermo—, a un par de caballeros para que se vieran con d'Entena y así conocer sus intenciones. Era lo que proponían quienes le añoraban, con d'Arenós a la cabeza, pero a Rocafort no le costó gran esfuerzo demostrar que, ya estando mediando el verano, para cuando llegaran a Barcelona el otro se habría marchado, de modo que sería no sólo un viaje inútil, sino perder un par de hombres valiosos de cara a las dos campañas que se avecinaban, la suya y la de d'Arenós. Aun así, éste siguió insistiendo, para sólo claudicar ante un seco:
—Pues muy bien: enviémosles, pero que sean de los tuyos; yo no pienso sacrificar ninguno de los míos en ese sinsentido.
Ahí concluyó la primera parte del debate; no podía ser de otro modo, me susurraba en un oído el escéptico Muntaner, pues lo que sostenía Rocafort era incontestable. La segunda era peor, ya que se trataba de profundizar en qué se haría si, como parecía probable, d'Entena regresaba con refuerzos. ¿Volveríamos a tener un capitán único, al igual que sucedió en tiempos de nuestro bienamado führer'? Los dos, o los tres capitanes, ¿seguirían operando cada uno por su cuenta? ¿Volveríamos a ser un gran ente respetado, temido y admirado por todo el mundo al este de la isla de Cythera, la Gran Companyia Catalana d'Orient, o pasaríamos a ser no mucho más que tres simples partidas de bandoleros sin Dios, incapaces de ponernos de acuerdo los unos con los otros y siempre a punto de liarnos a espadazos entre nosotros mismos?
Yo sabía que la idea de designar a d'Entena capitán general de la Companyia, restableciendo la posición que desde la fundación hasta su muerte tuvo Roger de Flor, no era impopular en buena parte de los Dotze, y no sólo entre los aragoneses, ya que no pocos de los catalanes iban viendo que Rocafort, por republicano que se mostrase, llevaba dentro un dictador que por momentos amenazaba con asomar su inquietante cabeza. Influía, también, que si bien se opinaba que d'Entena no era un jefe del que nos pudiéramos fiar —bastaba con recordar la forma tan estúpida en que se dejó capturar, la cual supuso la muerte de casi ochocientos de los nuestros—, estaba mejor dotado que Rocafort, y quizá que de ninguno de nosotros, para conseguir la protección de algún monarca de la casa de Aragón, primer y necesario paso para darnos un estado si lográramos encontrar un lugar para establecernos, y desde ahí vivir en paz, seguridad y prosperidad. En realidad los necesitábamos a los dos, al uno para conquistar el tal estado y al otro para consolidarlo y hacer que fuera reconocido, aunque si fuera necesario elegir, nos decíamos Muntaner y yo, por el momento era preferible Rocafort, pues con el otro lo más probable sería que cualquier día nos masacrasen, aunque con las bendiciones de la casa de Aragón, eso sí. A eso se debió que fuera un debate difuso, ambiguo, donde nadie dejó asomar sus verdaderas motivaciones, incluso dArenós, del todo a favor del todavía etéreo d'Entena pero consciente de que aún no era momento de postularle tan encendidamente como le gustaría. No mientras los cinco mil y pico de Rocafort —sin turcos— pudieran lanzarse sobre sus escasos ochocientos —sin turcopóls— con sólo un chascar los dedos por parte de su jefe. Mejor sería, se debió decir, esperar y ver.
* * *
La horda de dArenós había salido en dirección a Bizia, donde pensaba llegar a mediados de septiembre tras pasar por Malgara, Cháriopolis y Aracadiópolis, las cuales pensaba saquear, aunque de un modo civilizado, masacrando lo justo, violando lo menos posible y sin devastar demasiado, a fin de regresar el verano siquiente y que los supervivientes merecieran para entonces que se les volviese a visitar. La política de tierra quemada que practicaba Rocafort era, en su opinión, muy desaconsejable, pues al año resultaría imposible volver a cosechar, por no dejar atrás a nadie que cultivara, sembrara y recolectase. A todo el mundo se le debe dejar respirar, pues en otro caso ya no rinde más. Era la diferencia capital entre Rocafort y él, que mientras el otro asfixiaba de un modo irreversible, a dArenós le bastaba con estrangular un poquito.
Eran unas reflexiones que a la sazón explicaba, muy bajito, a una Claudera refugiada en mi costado de babor y con Stana dormitando tan feliz entre los dos, evidentemente satisfecha tras haber echado un gran trago de una madre que, todo el mundo lo decía, desde que parió se había vuelto asombrosamente nutritiva. Si no me salía del susurro era porque al otro lado yacía, de bruces, una Llura igualmente satisfecha, si bien por otras causas. Yo sabía, pese a todo, de lo inquieto de su sueño cuando éste no era nocturno, y aquél sólo era el fruto de una siesta moderadamente apasionada. Sabía que cualquier cosa la despertaba, y no quería que así fuese, porque las niñas llevaban un tiempo muy nerviosas, quizá por intuir que la figura paterna desaparecería tres o cuatro meses a la vuelta de dos días, y aunque yo ignoraba la razón el caso era que me habían cogido el cariño suficiente para echarme de menos cuando dejaban de verme. Si mantenía la mano derecha bien plantada en el marmóreo trasero de su madre —seguía siendo de piedra legítima, lo que me hacía sentir un orgullo de propietario por demás estúpido—, era por saber que aquello le transmitía un sentimiento de seguridad excelente para dormir a pierna suelta incluso a la hora de la siesta, y también que bastaba con que la retirase para que al minuto despertara. Mi deseo no era ése, de modo que mientras con la mano de más a estribor transmitía paz a mi mujer, con la de babor comprobaba que mi otra mujer seguía pendiente de mis palabras; si no tanto, que al menos no se quedaba frita.
Más allá de Llura estaba la gran cuna donde mis preciosas cachorras, definitivamente mellizas —Meritxell era rubia de ojos azules; Eris, morena de ojos verdes—, dormían como cestos, de modo que los seis humanos presentes en el cuarto presentábamos una imagen de lo más idílica, desnudos sobre las sábanas —ninguna de mis mujeres simpatizaba con los camisones de dormir; en cuanto a mí, aceptaba lo placentero de hacerlo como vine al mundo, toda vez que sólo faltaban dos días para volver a las viejas costumbres, las de dejarme caer sobre alguna estera tiñosa con gonella y polainas, y con el cinturón, las abarcas, el cortell, las azconas, el chuzo, la cervellera y el almófar bien a mano, por si en menos de un minuto era preciso pasar del estado de soñar al estado de matar—, disfrutando una temperatura de dioses y con los sentidos bien ahitos, cuando menos para dos o tres horas más, cuando llegara el momento del baño familiar, ése que los seis compartíamos entre risas y en el que raro era el no acabar intentando convertir el seis en siete, o en más. Éramos, me constaba y estaba encantado de que así fuera, una familia felizmente animal. Cuando menos, disfrutábamos como fierecillas inocentes, del todo inconscientes de la existencia del pecado, quizá porque, según decía Muntaner, el tal no existía, y si los dioses, maravillosos, nos habían regalado el mundo y la naturaleza, era para que los disfrutáramos sin ninguna restricción. Eso no le hacía muy popular entre los mosenes, ni a los ojos de los chupacirios como d'Arenós, aunque a mí me tenía sin cuidado. Para mí, como para Oleguer, con razón o sin ella, Muntaner.
—¿Te ha designado su intendente general de un modo público?
—No. Me ha dado todo lo que se le suele dar a uno que ocupa el puesto, empezando por la responsabilidad, pero no el título. Ni el mando. Todo ha de pasar por él. Jamás ha dispuesto nada contra lo que yo haya recomendado, pero el hecho es que prefiere que los suyos, sus hombres de confianza, me sigan viendo como el chico de Muntaner destinado en su horda, sin mayores implicaciones.
—¿Y eso te disgusta?
Me quedé pensativo. La incisividad de Claudera, en alguna ocasión que otra, me incomodaba un poquito. Sobre todo porque ponía de manifiesto que me seguía leyendo el pensamiento.
—Pues mira, sí. Más de lo que sería capaz de admitir.
—Pues no debería. Es mucho mejor para ti.
No era la primera vez que dejaba caer algo así, pero en todas esas ocasiones quizá no estuviera yo tan receptivo, ni tan relajado, como en esa en que tan cerca estaba de sentirme un dios.
—Me lo expliques.
No necesitó pensárselo, pero eso no significaba que lo tuviera elaborado. Simplemente, la velocidad de razonamiento de Claudera era más elevada de lo que yo jamás había observado en ningún hombre, y de las mujeres ya ni hablaba; era superior, incluso, a la del mismísimo Muntaner. Donde más de manifiesto se ponía, y además con carácter objetivo, en absoluto influido por la devoción que yo pudiera sentir, era jugando al xatranj. Ella desconocía el juego, y sólo sintió curiosidad cuando le dije que allí, en Gallípoli, salvo con Muntaner y alguna vez con Rocafort, no podía jugar con nadie más. Necesitó diez o doce partidas para desarrollar su propia estructura intelectual, o lo que fuese, pero el hecho era que desde aquel momento ya no le pude volver a ganar. Y lo que más me asombraba —y me irritaba, si bien lo disimulaba— era que por cada movimiento de los míos, o por el tiempo que yo necesitaba para realizar uno solo cuando la partida ya estaba mediada, ella efectuaba seis o siete, y al tiempo, además, de jugar con Meritxell, que por razones del todo incomprensibles era su favorita, y ella la suya, tanto que, si bien yo era papá para las dos bestezuelas, Llura sólo era mamá para Eris. Menos mal que Llura no se mosqueaba, ni se irritaba. Nuestro triángulo de tres bases no podía estar más equilibrado ni mejor engrasado. Incluso en eso.
—Rocafort se ve a sí mismo como un republicano. Desprecia las coronas porque le asquean los reyes, de los que dice que casi todos son idiotas, y además niega que provengan de una designación divina, sea de los dioses o sea de un dios único y verdadero, uno cualquiera de los muchísimos que hay. Su gente le venera más por su destreza militar que por sus criterios políticos y sociales, pues en el fondo no los entienden, pero sus segundos, sus hombres de confianza, sí que los valoran, pues les hace pensar que son hombres libres y dueños de sus vidas, y que si son tan capaces de ir tras él adonde sea es por considerarle un tipo justo y honesto que jamás abusará de su confianza. Los que, como Muntaner, le miran con criterio, con la suficiente sensibilidad para saber detectar las aristas y las durezas de su carácter, intuyen que tarde o tempreno evolucionará, y que cuando se sienta fuerte de verdad se transformará en un completo dictador. Más o menos, y salvando las distancias, como le ocurrió a César en la Roma preimperial. Si lo analizas a grandes rasgos verás que lo suyo es parecido: un gran general que alcanza victorias fantásticas, un buen día declara que se quiere alzar sobre los que hasta entonces eran sus compañeros, si no sus iguales, anulando los principios de la república y constituyéndose a sí mismo en dictador. De ahí viene mi predicción de que le pasará lo mismo: los suyos se lo cargarán, y además lo harán cuando menos lo prevea, menos lo espere, más tranquilo y a salvo se sienta. Por eso, mi guapo niño Guillem, para ti será bueno, cuando suceda, no ser de los suyos, los hombres de su confianza, ya que serán incapaces de darse a sí mismos un jefe que deba salir de sus propias filas. Para evitar un baño de sangre, una guerra civil en la que acaben matándose los unos a los otros, aceptarán el mal menor de buscar uno conocido, de acreditada competencia militar, de la plena confianza profesional del jefe asesinado, pero que no haya sido uno de los conspiradores. Cuando den con él lo elegirán, y si aciertan se darán uno que sea capaz, a su vez, de conquistar y consolidar el estado idílico en que casi todos sueñan, entre otras cosas porque si no soñaran con eso ya se habrían vuelto a Trinacria, o a Catalunya. El día que ocurra, y mejor si todavía tarda un poquito, tendrás más oportunidades que nadie de ser el elegido, aunque sólo si consigues mantenerte al margen, sin dejarte arrastrar por los que hoy parecen fieles hasta la muerte de Rocafort, pero que cualquier día se lo cargarán a sangre fría.
Me lo quedé pensando, con mi penosa lentitud. Las ideas de Claudera, sobre todo cuando eran tan cínicas como aquélla, cuando demostraba que de la Claudera divina tenía no sólo el nombre, siempre me resultaban difíciles de procesar, si no deglutir.
—¿Por qué será mejor si todo eso tarda un poquito?
—Porque los que un día u otro deberán elegirte aún se acuerdan de cuando te conocieron en Trinacria con dieciocho años mal cumplidos. Para ellos aún eres el niño, el protegido de Muntaner. Hoy quizá ya te vean como el chico de Muntaner que ha salido listo, pero sin que dejes a sus ojos de ser un niño, y es normal, porque acabas de cumplir veintiséis, mientras que los más significados de los caballeros y de los adalides de Rocafort ya están más cerca de los cuarenta que de los treinta y cinco.
Ahí me pregunté, como alguna otra vez, cómo Claudera podía ser tan ducha en esos asuntos. A fin de cuentas, y por mucho que la quisiera, el hecho era que las esclavas no podían saber de todas esas cosas, fundamentalmente porque nadie se las explicaba.
—¿Cómo puedes predecir eso? ¿Lo has aprendido en los libros?
—En parte, sí. La historia, si te asomas a ella con ideas claras, sin prejuicios, y pones cuidado en llamar a las cosas por su nombre, sin dejarte despistar por quienes la explican pretendiendo esconder las miserias humanas de forma que sólo resplandezcan las virtudes, a menudo te cuenta no ya lo que sucedió, sino lo que dentro de no mucho acabará por suceder, aunque no es la única fuente de la que mana lo que sé. La corte de Andrónic, y la familia Paleóleg en general, más sus nobles, sus cortesanos, sus generales, sus almirantes y sus hombres de confianza, son el mejor taller imaginable para estudiar la perfidia, la corrupción, la manipulación y, sobre todo, la más fascinante de todas las ciencias: la que se ocupa de la conspiración. He visto y oído a la zarina y a los suyos conspirar contra todo y contra todos, unas veces con unos y otras veces con otros. Una esclava inexpresiva e impasible que apenas se distingue de los muebles, si mantiene los ojos bien abiertos y las orejas debidamente despejadas, puede aprender, en las habitaciones de la zarina, lo que no está escrito de la maldad de los hombres y de la perfidia de las mujeres, xor Guillem. A eso se debe que vea tan claro lo que acabará por ocurrir, y es que no será la primera vez que me asome a un asunto así de sórdido. La diferencia, de haber alguna, será que los bizantinos tienden a ser suaves y delicados, mientras que vosotros, los almogávares, sois un hatajo de burros. Por eso estoy convencida de que, cuando suceda, será enteramente a lo bestia. Ojala sea un día en que tú no estés por ahí cerca.
Me llegó un leve gañido de muy a estribor. Meritxell despertaba de su siesta, y por el tono me pareció que más con ganas de jugar que con hambre. A Llura también se lo debió de parecer, ya que se liberó de la mano que la retenía para levantarse y hacer por las dos, y era que también la otra estaba de ojos abiertos. Tras eso y unos cuantos mohines cariñosos me puso en la tripa la encantada niña de mis ojos, mientras ella dejaba que la otra le gatease por los pechos, quizá recordando los sabrosos días en que de ahí manaba no sólo leche. También brotaba gloria bendita.
Claudera nos miraba, sonriente. Definitivamente, hacíamos un triángulo feliz.
* * *
Un mes después teníamos a la vista las murallas de Constantinopla. No las mirábamos todos; sólo la vanguardia. El resto de la hueste, la de casi siete mil hombres que marchaba tras la bandera de Rocafort, seguía nuestra estela un cuarto de jornada después. Rocafort sólo me confiaba su bandera cuando tocaba combatir, y en lo que llevábamos de periplo eso aún no había ocurrido. Aun así solía mantenerme a su lado, pues era frecuente que quisiera consultar detalles con su intendente, pese a que, siquiera desde un punto de vista formal, esa campaña la luchábamos sin intendente. Habíamos recorrido cincuenta leguas desde Gallípoli, bastante más despacio de lo que acostumbrábamos, lo que daba lugar a que los campesinos y los habitantes de las ciudades, así como los escarmentados guerreros bizantinos, huyeran a nuestro paso en una de dos direcciones, hacia el este o hacia el noreste. Así habíamos dejado atrás Hora, Rodosto, Heraclea y Selimbria, sin devastar demasiado. La razón formal era una respetuosa petición de las recién nombradas autoridades religiosas de Rodosto, las cuales aducían que la población era nueva y nada tenía que ver con la que año y pico antes despedazó a veintisiete indefensos catalanes. Rocafort lo dio por bueno a cambio de un gran tributo, aunque a mi entender pesaban más en su consideración los criterios de d'Arenós y Muntaner que su habitual deseo de no dejar a nadie vivo. Fuera como fuese avanzábamos con determinación, aunque de un modo cansino, a una velocidad que nada tenía que ver con la usual en las hordas de Rocafort. Las razones eran diversas, aunque las principales, a mi entender, eran que nos seguía un convoy bastante numeroso de carros remolcados por caballos, donde transportábamos no sólo víveres y el botín que íbamos acumulando, sino las catapultas desmontadas y su munición correspondiente, con las que pretendíamos dejar en Constantinopla un certificado de haberla visitado, uno que sus habitantes tardaran lustros en olvidar. También sucedía que nuestros más recientes aliados, los turcos de Ximelic, no quisieron aceptar la en verdad amable invitación que les hizo Muntaner para que dejaran en Gallípoli a sus familias, como hicieron las hordas de d'Arenós y Muntaner con las suyas. Eran de un natural asombrosamente celoso y desconfiado, tanto que sin duda sospechaban que, de hacerlo, antes de que llegaran ellos a Rodosto los quinientos hombres dejados en retén a las órdenes de Muntaner caerían sobre sus muxeras con un insano deseo de producir más catalanes. A eso se debió que Muntaner no insistiera, ni que Rocafort protestase, toda vez que la lenta marcha que imprimían las casi mil sumisas y abnegadas hembras —llevaban a sus hijos pequeños en carretas de las que tiraban ellas mismas; estaban muy bien domesticadas, aceptaban los admirados almogávares— no era mucho peor que las de los carros que transportaban las pesadas catapultas.
La vanguardia, que realmente actuaba como un grupo de exploración, la formaban tres docenas de jinetes ligeros al mando de Ramón d'Alquer. El objeto de que yo les acompañara era determinar el mejor lugar para instalar las catapultas, lo cual era complicado, ya que se pretendía causar unos incendios lo bastante pavorosos como para que se abriese alguna de las puertas de las murallas, lo que hacía necesario colocarlas cerca de las tales puertas, y eso las situaba dentro del alcance de un buen tiro de ballesta. Eran unos artefactos que, aunque móviles, no podían recorrer grandes distancias una vez montados, de modo que no habría más remedio que componerlas bien a la vista de los ballesteros enemigos, los cuales no serían tan idiotas como para salir a intentar destruirlas, aunque con seguridad las transformarían en acericos bizantinos, a fuerza de saetas. Esos razonamientos nos habían llevado a decidir el acercarlas a Constantinopla sólo hasta un punto en que, con luz de día, siguieran siendo invisibles, para desplazarlas a su emplazamiento eficaz ya de noche, y entonces reconstruirlas a la pálida luz de la luna y en todo caso de unas pocas antorchas, en ningún caso demasiadas, para evitar que los bizantinos se alarmaran en exceso. Así, cuando llegara el alba ya estarían listas para tirar. Sería el momento, y no antes, de comenzar a lanzar bombas y bombas de materia incendiaria, implorando de los dioses que tuviéramos buena fortuna y al cabo de un rato nos maravillásemos al contemplar el gran palacio de Blanquerna llameando en pompa. No tenía yo muchas esperanzas de que así fuese, ya que a los arquitectos del Imperio no les gustaba construir los edificios importantes en otra cosa que buena piedra y mejor ladrillo; la madera, por lo visto, la detestaban. Dedicaríamos un día, con leves correcciones de deriva y alcance, a la punta norte del triángulo que formaba Constantinopla, y los siguientes a descender hacia el Mármara siguiendo la muralla por su fachada oeste hasta que liquidáramos la munición. Ésta la traíamos a bordo de una docena larga de carros, los cuales rebosaban; serían los mismos que a la vuelta transportarían lo que buenamente saqueáramos con el socorro de los dioses. No me fue difícil determinar el punto adecuado para situar las catapultas una vez las hubiéramos montado, incluso a pesar de que no se nos perdía de vista desde lo alto de las almenas y las terrazas de las Blanquernas. Estábamos demasiado lejos para sus ballesteros, si
bien, y pese a eso, yo no me confiaba; tanto, que había pedido a Ramón que avanzáramos a pie, buscando el cobijo de los arbustos.
—Mi amigo tenía razón al protestar, ya que yo sin duda exageraba, pero a esas alturas de mi vida ya era un convencido del «por si acaso» y del «quién lo iba a decir». De ningún modo quería poner en peligro que llegase a ser muy larga, pero larga de verdad.
Por la noche se nos juntó la Gran Companyia Catalana, facción Rocafort, al completo. Los carpinteros comenzaron a montar las tremendas catapultas —nos habían dicho quienes las construyeron, en Imbros, que jamás las habían hecho tan grandes, ni de tan largo alcance—, para terminar a medianoche. Quedaba el tiempo justo para deplazarlas a las zonas de lanzamiento —las habíamos abierto a razón de veinticinco estadales entre cada una—, junto a las municiones que Rocafort había decidido adjudicar a las Blanquernas y a su barrio anejo; debo decir que no a mi propuesta. Me alegraba pensar que rara vez dejaba de consultarme las medidas importantes, aunque para mi oculta desazón no siempre me hacía caso; estaba claro para mí, para él y para todos los demás, que yo no era Muntaner. Así llegó la salida del sol, y así empezamos nosotros un día que suponíamos se tardaría mucho en olvidar allá, en Constantinopla.
Las primeras salvas fueron de pedruscos, no muy grandes. Se trataba de verificar el alcance y la deriva, lo que no era deducible de inmediato, pues el suelo en que se asentaban las catapultas distaba mucho de ser plano. Si empezamos lanzando pedruscos fue por haberlos elegido de un peso parecido al de la munición verdadera, de material mucho más ligero, si bien, por su tamaño, alcanzaba el mismo de las piedras, o sobre poco más o menos. El procedimiento era tedioso, pues había que ir una por una y no empezar con la siguiente hasta dejar cuadrada la precedente, aunque mucho antes de que Su Majestad el Sol cubriera la mitad de la distancia que le separaba de su cénit, las seis catapultas ya lanzaban sus proyectiles bastante más allá de las murallas, muy por encima de sus almenas. Llegaba el momento de pasar a mayores,
lo que Rocafort ordenó al momento y con gran impaciencia. Él no estuvo presente cuando hicimos lo mismo con las galeras genovesas, y de ahí su morboso interés: quería ver por sí mismo si aquel invento del diablo podría llegar a incendiar barrios enteros de Constantinopla. De ser así, le parecería una medida razonable por parte de Andrónic hacer salir a sus fuerzas para destrozarlas, momento en el cual nosotros intentaríamos lo propio aunque al revés. Lo que sucediera desde ahí bien podría ser la mayor carnicería que recordaran los tiempos, y a Rocafort se le veía ilusionado como un niño la víspera de la llegada de los Reyes Magos con la idea de ser recordado, en los siglos Venideros, como el mayor asesino de la historia.
El sol había dejado atrás el cénit cuando nos detuvimos a recapitular. Habíamos consumido un tercio de la munición, con resultados decepcionantes. Muy pocas de las bolas inflamadas habían dejado de caer más allá de las murallas, pero salvo unos pocos incendios que los sitiados sofocaron en cosa de minutos, los efectos no justificaban el trabajo y las molestias de haber remolcado todo eso desde Gallípolí. A Rocafort se le veía no ya decepcionado, sino irritado, y lo malo de su personalidad cuando se irritaba era que lo pagaba con el que tenía más a mano, y aquella tarde, para mi desgracia, era yo. Al cabo de un rato de soportar vituperios bastante amargos, no tuve más remedio que hacer lo que por lo general no era recomendable hacer: plantarle cara. Si los incendios eran pocos, por no decir nulos, era por su empeño en atacar un barrio moderno repleto de construcciones en piedra muy sólida, donde las posibilidades de crear un buen fuego eran las mismas de que alguna bola se colase por una ventana, lo que de ningún modo había sucedido. Desde la primera vez que hablamos de usar las catapultas contra Constantinopla le dejé claro que aquella arma se había pensado contra construcciones inflamables, como las casas de madera o las naves abarloadas las unas de las otras, no contra palacios imperiales edificados a base de buen mármol macedonio y sólido granito de Tracia. No quise añadir que si tenía ganas de chillar que se buscase otro más sumiso, aunque a punto estuve, y si no lo hice fue porque, como Muntaner había comentado alguna vez, Rocafort solía respetar a los que defendían sus posiciones con firmeza y con valor, el de hacer frente a un energúmeno que más de una vez había decapitado por su propia mano a un adalid por haber pensado por su cuenta, cuando sólo tenía que obedecer órdenes.
—¿Tan seguro estás de lo que dices?
Asentí, con un tono y un empaque muy bien simulado, pues las rodillas me temblaban. Un poquito.
—Muy bien. Elige tú los objetivos y pon donde tú quieras la puta mierda esa, pero mañana quiero ver ardiendo Constantinopla.
No añadió los planes que tenía para mi cabeza si tal cosa no sucedía, pero sus ojillos, reducidos a dos líneas, lo explicaban del modo más expresivo. Preocupado, busqué mi caballo, convoqué a los ingenieros y a los carpinteros, y les expliqué la razón del cambio de coordenadas, de modo que mientras yo buscaba la nueva plataforma de lanzamiento ellos se pusieran a trabajar. El resto de la tarde y la noche al completo fue de actividad tirando a frenética, si no un punto desesperada, pero el hecho fue que a la salida del sol la batería de catapultas, al completo, estaba lista para tirar. Hicimos lo mismo que la mañana precedente, lanzar andanadas y andanadas de pedruscos hasta fijar los blancos de un modo más ajustado que la otra vez. Ayudaba en eso una iglesuca cercana, desde cuyo campanario se divisaban bastante bien las calles y las plazas donde se suponía caerían nuestros artefactos incendiarios —así los llamaba Muntaner, de siempre un tanto pomposo— y donde invité a subir a Rocafort, para que presenciara el espectáculo en localidad preferente, lo que aceptó encantado. Aquello, lo admitía, ofrecía un aspecto muy prometedor.
El inolvidable führer nos había dicho alguna vez que cuando las catapultas de los teutónicos quedaban centradas, calzadas y listas para disparar, el jefe de los artilleros prorrumpía en un grito muy espectacular, uno que sonaba tal que así:
—Klar zum feuer eröffnen!!!
Lo que yo no recordaba en ese momento era qué carall contestaba el que mandaba, lo que tampoco me importaba mucho, pues el ingeniero responsable de iniciar el concierto de catapulta se había limitado a preguntar, en muy buen tono: «¿Empezamos ya de una puta vez, tú?», lo que demostraba que la solemnidad operativa no era el peor de los vicios de la Gran Companyia Catalana.
Una hora después, y tras haber consumido el segundo tercio de munición, a Rocafort se le veía tan encantado que, de haber sido por él, habríamos arrojado también el último tercio. El barrio entero al que habíamos dirigido el fuego se mostraba enloquecido, con incendios incontrolables por doquier, la gente —vecinos y soldados, hombres y mujeres, viejos y niños— huyendo en todas direcciones, aunque sin saber adonde ir, moviéndose como las hormigas cuando arrojas brasas sobre los hormigueros y sin que dejaran de caer sobre sus cabezas, con monótona regularidad, bolas y bolas a las que arrimábamos candela medio minuto antes de hacerlas volar. El espectáculo era no sólo fascinante, sino hipnótico. Rocafort, al menos, se maravillaba, no había mejor palabra, de lo que representaría para nosotros ese prodigioso, divino poder de proyectar la muerte a distancia, en el caso de que fuéramos capaces de aligerar las catapultas a un punto tal que llevarlas de un lado para otro no fuera tan gravoso, de que la munición pudiéramos prepararla en el terreno y, sobre todo, de que pasáramos de contar con seis unidades a no menos de cien, o de doscientas.
—¿Imaginas lo que podríamos hacer con docenas de baterías que disparasen a la vez contra esta mierda de ciudad? Haríamos los muertos por docenas de miles sin necesidad de arriesgar una sola vida de las nuestras. Las ciudades se nos rendirían nada más vernos y sin atreverse a luchar, en cuanto se corrieran las voces de lo que somos capaces de hacer. Un mundo nuevo de conquista, Guillem. Un mundo, enterito, para nosotros.
No le quise decir que, de tirar por ahí, los otros, más ricos y mejor organizados que nosotros, donde pudiéramos alinear cien catapultas no tardarían en oponer mil, sin que pudiéramos ni siquiera soñar en igualarles. Mejor sería, me dije con fatalismo un punto sombrío, que aquella definición que se le acababa de ocurrir, la del bombardeo estratégico, se le olvidase por sí misma. Era, por lo general, lo que sucedía cuando se dejaba caer en su piltra con dos grandes frascas de vino estibadas a su estilo, con muy poquitos aunque muy largos tragos. El estilo, en cierto modo, de la Companyia Catalana. No era el mío, por cierto. Tampoco el de Muntaner.
* * *
Habíamos reservado el último tercio para el ángulo suroeste de la muralla, y ahí conseguimos los mismos resultados que alcanzamos en el segundo. Era para estar satisfechos, aunque hubo algo en lo que fracasamos: pese a los incendios pavorosos en ningún momento los sitiados quisieron salir. Sabían desde dónde disparábamos, y cualquier guerrero valeroso habría determinado que bastaría con matar al perro para que cesara la rabia, pero la experiencia demostraba que la valentía y la temeridad no eran los peores defectos de los generales bizantinos, y si ellos no los padecían no podía esperarse que los sufrieran sus desgraciados soldaditos, que a fin de cuentas eran eso nada más, unos pobres diablos miserables cuyas vidas no valían para sus jefes ni los céntimos que costaban sus ataúdes, las pocas veces que se molestaban en darles tierra.
Cuando al día siguiente comprobamos que pese a nuestros ímprobos esfuerzos la vida seguía en Constantinopla, di la orden, previamente autorizada por Rocafort, de desmontar las catapultas, subirlas a los carros y alejarlos un cuarto de legua en dirección oeste, con una cierta escolta; ya los recogeríamos cuando regresáramos de Pera. El objetivo final de aquella expedición que ya íbamos viendo sería de puro y simple castigo, ya que saquear, lo que se dice saquear, habíamos saqueado bien poquito, lo cual me preocupaba, porque no veía muy alegres a nuestros más recientes camaradas, unos turcos que con los ojos parececían decirnos «mucho incendio y mucho fuego, sí, pero ¿dónde carall está el oro?»
Pera, según calculábamos, había sido evacuada, igual que los cientos de naves que usualmente fondeaban en el Cuerno de Oro. Cuando llegamos a su vista, medio día después, ni se veía un bajel en el estuario ni un alma por las desiertas calles de una colonia genovesa que, de hecho, era en superficie y en población un quinto de Constantinopla. Comenzamos a investigar, con gran cautela por el evidente riesgo de que los griegos y los genoveses nos hubieran preparado una emboscada, pero a las pocas horas vimos que no, que a eso tampoco se atrevieron. Se habían limitado a dejar sus casas y sus comercios, llevándose lo que más fácilmente se podía transportar, empezando por el dinero y las joyas, siguiendo por la ropa y acabando en los animales mejores, aunque no debieron de tener tiempo para más, o no contaban con un lugar dentro de Constantinopla donde lo pudieran depositar sin riesgo de ser también allí saqueados, o si lo habían embarcado se habrían dado con los inevitables límites de las embarcaciones. El caso era que, aun habiendo desaparecido lo más goloso y apetitoso, teníamos por delante un excelente botín en forma de mobiliario, enseres, alfombras —eran, éstas, lo que más despertaba la codicia de los turcos—, vajillas, cortinas y herramientas, a lo que pronto se sumó la evidencia de que no pocas casas contaban con escondrijos secretos, muy bien camuflados aunque no tanto como para que nuestros sagaces almogávares no los descubrieran en pocos minutos, donde habían dejado escondidas cantidad de piezas valiosas, pero de un tamaño tal que no se las pudieron llevar con ellos.
Saquear a conciencia la fantasmal Pera nos supuso un par de días de trabajo ímprobo. Sólo entonces, cuando ya estuvimos seguros de haber hecho aflorar un botín razonablemente satisfactorio, sobre todo para nuestros de momento poco exigentes aliados, Rocafort dio la orden de pegar fuego a todo. Se trataba de que no quedara piedra sobre piedra, de que los genoveses, cuando regresaran, se preguntasen si no sería más práctico empezar de nuevo en otro sitio, por ser imposible recuperar otra cosa que los cimientos. A mi entender no fue una buena medida empezar por los templos, que no eran pocos. Dado que los genoveses mantenían su adscripción a la Iglesia de Roma, el emperador, con buen criterio, les permitía no depender de su excomulgado patriarca y conservar, dentro de los límites de Pera, los ritos, las liturgias y las costumbres que se habían traído de la lejana Génova. Quemando Pera les causábamos un enorme daño, si bien previamente habíamos desnudado los templos de todo lo que pudiera tener algún valor. En realidad, lo único que ardería sería el mobiliario, los artesonados, los púlpitos y las puertas, así como la estructura de los techos. Esto era lo que más nos gustaba, ver cómo se hundían al cabo de no muchos minutos de llamaradas altísimas, lo que alguna vez, incluso, daba lugar a que se derrumbara el propio templo, lo que solíamos saludar con vítores y aplausos. No pensábamos que con aquellas muestras de alegría ofendíamos a Cristo, a la Virgen o a los Santos; sólo pensábamos en los genoveses, como era natural.
A mí me preocupaba lo mismo que a Muntaner, que aquello era especialmente bueno para incrementar el odio que los papas y la Curia sentían por la Companyia Catalana, un odio que se remontaba tan lejos como a los tiempos en que privamos a Charles dAnjou de sus esperanzas de recuperar Trinacria, lo que a su vez nos costó la segunda o la tercera de nuestras excomuniones. Rocafort había perdido la cuenta de las que llevábamos, de modo que una más o una menos en nada empeoraría nuestras perspectivas de una vida eterna debidamente caldeada, comentaba con sorna de fallero cada vez que alguien dejaba caer que incendiando Pera nos granjeábamos unos odios innecesarios, o que, al menos, de nada práctico nos valdrían. Para Rocafort sólo había una cuestión: dejar tan patente como fuera posible que con los catalanes no se jugaba, y que si la República de Génova y el Imperio bizantino querían prosperar juntos y en paz, antes que nada, que ninguna otra cosa, deberían entenderse con nosotros, para lo cual no sólo ya podían empezar a preparar todo el oro que tuvieran, sino disponer un territorio donde pudiéramos fundar nuestra idílica República Catalana. Si bien Rocafort no tenía una idea definida de cómo debería ser nuestro estado, ése que nos prometió Roger de Flor y que algún día fundaríamos en a saber qué Tierra Prometida, sí que tenía clara una cosa: de testas coronadas impuestas por la gracia divina, ni una; de sometimiento, incluso lejano, a una tercera corona, y por muy catalana que pudiera ser, lo mismo. Para Rocafort, la independencia total y absoluta de la República Catalana, cuando naciera, era una cuestión que ni se discutía ni se discutiría. Tardaríamos más o tardaríamos menos, pero cuando alcanzáramos la soñada independencia sería total y absoluta. Faltaría más.
Yo le oía sin mover un músculo cuando le daba por lanzar esas soflamas, lo que solía ser tras haber cenado muy bien y haber bebido aún mejor, y sin duda muy animado por las expresiones babeantes de sus jesuseros más adictos, pero no dejaba de preguntarme cuántos deberíamos ser los catalanes para que tal República fuera viable. Descontando turcos y turcopóls no llegábamos a cinco mil, siete mil y pico si considerábamos a las catalanas —o asimiladas—, y con eso, mucho me lo temía, sólo habría para poblar una isla del Egeo, y no de las más grandes. Me preocupaba lo que aquello tenía de sueño megalómano e irreal, aunque también era verdad que aquello no cristalizaría el día siguiente, ni el mes siguiente, ni el año siguiente ni el lustro siguiente. Tiempo
habría, pues, para poderlo reconducir. Con o sin Rocafort.
* * *
Volvimos a Gallípoli a primeros de noviembre de aquel fructífero 1306, siguiendo una ruta varias leguas más septentrional que a la ida, y no porque nos preocupara un ataque genovés llegado del mar, sino porque no tendría sentido saquear lo que habíamos ya saqueado un par de meses antes. El hecho de que regresáramos satisfechos, con los carros rebosantes, no significaba que renunciáramos de antemano a cualquier botín de interés que pudiéramos rapiñar por el camino, sobre todo si tenía forma de ganado y en especial ovino, pues a nuestros turcos las vacas no les gustaban mucho y los cerdos aún menos, pero les encantaban los corderos, y si tenerlos contentos costaba ese mínimo rodeo, pues no pasaba nada por complacerles. Cualquier cosa era buena si con ella nos asegurábamos su bienestar, y con eso su fidelidad.
Sabíamos que d'Arenós había regresado a mediados de octubre, sin bajas y con un gran botín —era frecuente que Muntaner y yo nos cruzáramos mensajeros, para mantenernos al corriente—, aunque no que allí, en Gallípoli, nos aguardaba una sorpresa, ya que se produjo apenas tres días antes y Muntaner pensó que no merecía la pena reflejarla en un papel para enviárnoslo estando ya tan cerca como estábamos. La sorpresa era el regreso de Berenguer d'Entena, con cuatro galeras un tanto descangalladas —compradas en el Grao de Valencia, de tercera o cuarta mano— y quinientos almogávares, en dos tercios aragoneses —de Teruel, casi todos— y en el otro valencianos —de Utiel y de Requena, en su mayoría—, más cincuenta caballeros navarros y aragoneses, todos ellos sin montura pero con arreos y armadura. Catalanes, ni uno, lo que confirmaba mis sospechas: ya no había disponibles.
El ambiente con que nos dimos al llegar era de fiesta y alegría general. Se juntaba nuestro regreso bien cargados de riquezas con la vuelta de d'Entena, con la que d'Arenós parecía encantado, y era que al ser los dos de muy noble condición estaban muy felices el uno con el otro. Muntaner, por su parte, se mostraba bien con todos, explotando ese raro don que poseía de hacer pensar a todo el mundo que no podía estar más contento de verle. Yo sabía que no, que calibraba con agudísima percepción lo que podían dar de sí todos los que le rodeaban, una de cuyas primeras consecuencias era que no se fiaba de ninguno. De mí pudiera ser que sí, pero era más por llevar once años entre sus sayas y verme como a un hijo que por ninguna otra razón.
El refuerzo que traía d'Entena nos venía bien, pues pasar con holgura de diez mil hombres era bueno en sí mismo, si bien aún era mejor que los almogávares subieran a seis y medio de cada diez hombres de a pie, ya que no hacía falta ser un mago de las cuentas para comprender que si algún día esa proporción descendía de cinco sería inevitable que se fuese todo al diablo, por la imposibilidad de mantener una fuerza homogénea y cohesionada, para lo cual era necesario, ante todo, que fuera esencialmente catalana. Lo que no se veía con nitidez era qué clase de organización nos íbamos a dar a partir de aquel momento. Si algo se nos había hecho patente, incluso a d'Entena pese a no poder juzgar por sí mismo, era que no quedaba en Tracia gran cosa que se pudiera saquear. Muntaner había pensado en dos posibles objetivos para la primavera y el verano del año siguiente, 1307, razonablemente alejados el uno del otro, pero eso sería todo lo que podríamos obtener de un país, Tracia, que, nos gustase o no, habíamos devuelto a los tiempos del diluvio. Esos objetivos eran Nova, una ciudad amurallada un tanto lejana —veinte leguas desde Gallípoli—, y Megareix, una fortaleza situada en la orilla norte del golfo de Saros, a la mitad del camino de Nova. La idea de Muntaner, y que una vez discutida con d'Entena, d'Arenós y Rocafort a nadie disgustó, era que desde allí se podrían lanzar operaciones hacia el norte, invadiendo Macedonia y pudiendo llegar incluso a Tesalia, pero siempre conservando como cuarteles invernales y bases de operaciones Nova —Rocafort—, Megareix —d'Entea—, Mádytos —d'Arenós— y Gallípoli —Muntaner—, o al menos mientras no diéramos con una tierra lo bastante amplia donde cupiéramos todos en paz y armonía, y nos pudiéramos establecer de un modo definitivo.
Muntaner también nos explicó que con sus livianas fuerzas se las había compuesto para tomar una ciudad en la costa oeste de Anatolia, Phokaia —los catalanes la llamábamos Focea—, en realidad una fortaleza bien amurallada que unos años antes el emperador Andrónic había cedido en calidad de feudo autónomo al que por entonces era su amigo y embajador de Génova en Constantinopla, un tipo llamado Ticinio Zaccaria que Muntaner recordaba de pasadas charlas con Roger de Flor, ya que había mantenido con él, en tiempos pretéritos, una buena relación. El tal Zaccaria tenía un lógico interés en recuperar Phokaia de los indeseables bizantinos anatolios que se habían quedado con ella, pero no podía recurrir en demanda de socorro a los genoveses de Pera, pues éstos sospechaban que la supuesta indisciplina de quienes le habían desplazado estaba en realidad amparada por Andrónic, cuya mejor especialidad era decir a cada uno la verdad que prefería escuchar y con el que de ningún modo deseaban incomodarse, y eso dejando aparte los tragos tan amargos que los malditos catalanes llevaban un tiempo haciéndoles tragar, gracias a lo cual andaban fatal de recursos humanos. A eso se debió que Zaccaria, que sabía de Muntaner y de su fama de hombre con el que resultaba imposible no entenderse, atracara frente al Hexamilia poco después de que las hordas de dArenós y Rocafort arrumbaran al este, para iniciar su saqueo de verano. Muntaner, tras oír al genovés, resolvió que aquello quedaba dentro de sus posibilidades, tanto porque no harían falta más de cincuenta infantes almogávares —tenía unos cuantos más—, de media docena de bajeles —mucho más económicos de tripular que las galeras— y, tirando por alto, de diez días de operaciones, incluyendo una travesía de ida y vuelta donde sólo haría falta pasar dos noches en el mar. Convino también con el nada virginal Zaccaria —no esperaba que Muntaner le hiciera un regalo— el botín con que sus hombres podrían quedarse, así como a quiénes deberían confiar la ciudadela una vez se marcharan, y tras eso apenas necesitó una mañana para organizar la fuerza naval, la tropa de asalto y poner al mando a su primo Joan, que ya tenía una buena experiencia en asaltar, degollar y saquear. La misión salió de maravilla, pues Joan y sus hombres escalaron las murallas desde los acantilados, el lugar menos vigilado, y además lo hicieron nada más clarear, la hora en que llegan casi todos los disgustos. Tomaron la ciudad a un coste nulo —unos pocos arañazos— y la entregaron a sus legítimos propietarios tras asegurarles que quienes se la sustrajeron no lo volverían a intentar —a los que no habían matado al asaltarla los degollaron en su espantada presencia—, para después tomar posesión de los bienes comprometidos por Zacearía —traían un inventario firmado y sellado—, así como una propina para Muntaner que a éste le maravilló cuando la tuvo entre sus manos: un trozo de la Vera Cruz, a mayor precisión el que Cristo había elegido para reclinar su cabeza mientras expiraba. Era, por lo visto, la reliquia favorita de san Juan Evangelista, el cual jamás se la sacaba del pescuezo, donde la llevaba colgada de una cadena de oro macizo, el mismo material en que la tal reliquia, ejemplo de modestia, estaba engarzada en compañía de una buena colección de rubíes, zafiros, esmeraldas y algún diamante que otro. A mi señor don Ramón, en realidad, la reliquia en sí misma le daba igual —se había vuelto tan pagano como yo, me parecía—, pero bien sabía él que alcanzaría un inconmensurable valor en el mercado castellano de reliquias milagrosas; el catalán estaba poco desarrollado, quizá porque la gente de Barcelona era menos pía. Se quedó tan encantado con el presente que ni siquiera pestañeó al saber que su primo estuvo cerca de arrojar por el acantilado al cura insensato que tan vehemente se obstinaba en no entregársela, pese a lo bien claro que lo había especificado Zaccaria en su inventario. Un cura tan ingenuo que todavía no sabía que ante la espada desenvainada no hay Cristo que valga ni pecado mortal que cuente.
A la semana y poco de llegar nosotros se celebró una discreta reunión de capitanes: Muntaner, Rocafort, dArenós y d'Entena, ellos solos y sin testigos. Sé de ella lo que Muntaner me contaría días después, sin darme detalles e intuyo que guardándose varias cosas, aunque no creo que por discreción o temor de que lo tratado llegase a ser público —se habían juramentado en que así no fuera—, sino porque andaba por demás atosigado de trabajo, quejas, complicaciones, disputas y puñeterías diversas. Todo el mundo, si no era capaz de alcanzar un acuerdo con quien fuera y se tratara de lo que se tratase, inexorablemente acababa recurriendo a él, de modo que además de ser el intendente general no le quedaba otra que ser, también, el justicia de la Companyia Catalana d'Orient. Según me contó, primero escucharon a d'Entena. El relato de sus desdichas daba para un cantar de gesta, si bien de los aburridos. Muy simplificado, los genoveses rehusaron entregarle a los bizantinos para no buscarse problemas en el otro lado del Mediterráneo, le trataron bien tanto en sus galeras como una vez en Génova, informaron de que le tenían tanto a Frederic de Trinacria como a Jaume de Aragón, según creía él no tanto por esperar un rescate como por verificar que su suerte a los dos les traía sin cuidado, y en ese caso él sería el primero en no dar un maravedí por su vida. Don Jaume se arrancó —él lo verificó después— con una protesta muy encendida, reclamando su inmediata liberación y haciendo saber que, si en el plazo de treinta días d'Enteriza no estaba en Barcelona, cerraría sus puertos a las naves genovesas, cosa ésta la peor con que se puede amenazar a un dux genovés, pues sabido es que sólo viven del comercio y para comerciar. A eso se debió que dos semanas después se viera en los pantalanes de Barcelona con algo más que lo puesto, pues el dux ordenó se le devolviese una parte de lo que le habían confiscado, más que nada para que no tuviera que ponerse a mendigar según desembarcaba. Tras eso marchó a Zaragoza, para dar las gracias a don Jaume II e invitarle, de paso, a tomar bajo su protección a la Companyia Catalana, ya que con su solo nombre bastaría para que tanto genoveses como venecianos se apartaran de su camino. Tras eso, a él le constaba, sería cuestión de poco tiempo que la Companyia, bajo su mando y en nombre de la corona de Aragón, se apoderara del Imperio bizantino, si no al completo sí de Tracia y Macedonia, lo que significaba un tercio de las costas del Egeo, las que limitaban, al oeste, con Tesalia, el Ducado de Atenas y la colonia veneciana de la isla de Negroponte, al sur con el Imperio turco, que si no de derecho ya era de hecho el dueño de Anatolia, y al norte con una sucesión de territorios tan inexplorados como salvajes, en los cuales hasta podría pensarse si en un futuro a don Jaume, o a los herederos de don Jaume, les diera por expandir el Imperio aragonés del Mediterráneo. A don Jaume todo aquello le sonó muy bien, afirmaba d'Entena, pero ya tenía suficientes problemas con Castilla por el oeste y con Francia por el norte para buscarse otro más, así que declinó la invitación muy amablemente y le sugirió que la trasladase a su hermano Frederic II de Trinacria, por si le pudiera interesar. Por lo demás, no le ponía pegas en su propósito de armar una nueva flota y reclutar un millar de hombres, los mismos que los genoveses le habían arrebatado, siempre y cuando los buscara en Valencia, pues en sus fronteras con Castilla no podía prescindir de uno solo de los pocos que le quedaban. Tampoco logró sacarle una miserable onza de oro; simpatía por su causa, toda, pero dinero en metálico, ni un ochavo, lo que por otra parte comprendía, pues el buen don Jaume, al que algunos de sus jesuseros apodaban El Justo, estaba casi tan en la ruina como él. No le quedó más remedio que vender algunas propiedades e hipotecar las restantes, además de recurrir a los peligrosos banqueros de Barcelona. Con lo que sacó pudo adquirir las cochambrosas galeras que le habían traído —era el primero en reconocer que daba grima verlas— y contratar a los hombres que le acompañaban, los cuales, también lo reconocía, pese a llamarse almogávares no daban la misma talla de los ciertamente magníficos que lo mataron entre genoveses y bizantinos. Aunque con las ayudas de Dios y de sant Jordi —seguía siendo un chupacirios de primera categoría, mascullaba Muntaner según me lo explicaba—, no dudaba que al cabo de unos meses podrían compararse a los de su buen amigo dArenós. De los de Rocafort no dijo nada, pensaba Muntaner que a fin de no dar al otro pretexto alguno para poner en marcha su lengua venenosísima.
En ese momento, y sin dejar a nadie tomar aliento, planteó el asunto de la jefatura. Según él, nunca nos fue mejor que cuando teníamos un jefe único, el llorado Roger de Flor. Cualquiera de los presentes, lo aceptaba, reunía méritos sobrados para ser designado capitán de la Companyia en su globalidad, si bien él entendía que no sólo De Flor le había designado sucesor al hacer que Andrónic le nombrara Megaduque cuando él ascendió a César, sino que la nobleza de su cuna y los contactos de su casa serían un intangible de gran utilidad para la Companyia, pues él se trataba de tú a tú, lo cual acababa de demostrar, lo mismo con un rey de Aragón que con otro de Trinacria, y con un dux de Génova que con otro de Venecia —también le conocía, explicaba—, y hasta con el Papa —le bastarían minutos, aseguraba, para que les levantara la excomunión—, o con el rey Philippe IV de Francia, y por si algún día se vieran en situación de hablarse otra vez con Andrónic él aún seguía siendo su megaduque y, por tanto, uno de los doce hombres del Imperio que no estaban obligados a clavar su rodilla en tierra si se veían frente a él. Todo eso lo despeñó en buen tono y muy seguro de contar con el respaldo de Eiximenis dArenós, que asentía y asentía, y no sólo por compartir devociones y piedades, sino por la natural hermandad de casta, ya que también venía de una gran familia, de apellidos y títulos tan antiguos como intachables. Teniendo en cuenta la usual neutralidad de Muntaner, no debía contar con que Rocafort se pondría tan borde como se puso, dejando caer con un nada sutil desprecio que también él era capaz de hablar con todos esos caballeros, sobre todo porque nadie rehúsa conversar con uno que tiene tras él diez mil espadas de primera calidad. Por lo demás, de ningún modo quería entrar en competiciones de «yo soy más noble que tú», ni tampoco de que «mi tatarabuelo destripaba más terrones que los vuestros» —había pasado a disparar contra los dos, dArenós y d'Entena; lo que contaba era que los estatutos jamás escritos de los almogávares, que no ya de la Companyia Catalana, decían que cada capitán mandaba su propia horda, que aliarse o no aliarse dependía de la voluntad y de la conveniencia de los que quisieran hacerlo, que no había guerras santas ni preceptos divinos que obligasen a reconocer a un capitán de capitanes que mandara sobre todos los capitanes, y que, para concluir, a él le parecía mejor que se mantuvieran las cosas como estaban, cada una de las hordas operando por su cuenta en territorios asignados, y que si en algún momento determinado, ante una gran amenaza común, les interesase unirse, pues ya se unirían, pero como se había hecho siempre hasta que llegó el prusiano ese que se dejó matar de aquella forma tan estúpida, y con él a mil trescientos de los mejores aragoneses de la Companyia Catalana d'Orient —recalcó lo de aragoneses; pretendía sugerir que de haber sido catalanes otro gallo habría cantado—, siendo cada capitán responsable de los suyos y haciendo frente al enemigo de común acuerdo y sin que nadie se arrogase autoridad sobre nadie. Ahora —remataba—, entendía que d'Entena y dArenós quisieran darse un sustituto, de modo que si elegían uno para ellos dos, pues enhorabuena y la mejor de las suertes, pero en Gallípoli el que mandaba era él. De ningún modo pensaba consentir que nadie usurpara su posición, así que si algún otro también quería mandar que lo hiciera en Mádytos, o en el coño de su puta madre, que a él le daba igual dónde fuera con tal que no le buscasen problemas tan innecesarios como gratuitos.
Tras eso, como era fácilmente comprensible, no hubo más reunión. DArenós explicó que d'Entea le había dicho preferir sus instalaciones de Mádytos para pasar el invierno, y que ahí sería bienvenido, a lo que añadió el otro que su gente abordaría sus cuatro galeras al día siguiente, y que ya se verían, en todo caso, a la vuelta de la Navidad, para determinar los territorios donde a partir de la primavera operarían las dos compañías, la resultante de sumar a la de dArenós la suya propia, que defacto, aunque no porque así se hubiera diseñado, sería la de los aragoneses, valencianos y navarros, y la de Rocafort, que por la misma regla de tres era la de los catalanes. En cuanto a los turcos y a los turcopóls no hubo nada que discutir, pues la posición de Rocafort, muy seguro de sí mismo, era categórica: «Preguntadles con quién desean estar y a quién quieren seguir; si os dicen que a vosotros, vuestros son». Estaba claro, y de aquello no cabía duda de cuál era la razón, que las perspectivas de saqueo con el despiadado Rocafort eran muy superiores a las que ofrecía el remilgado y muy piadoso d'Arenós, y tanto a turcos como a turcopóls, que sin duda ya se habían intercambiado pareceres, opiniones y experiencias de los dos últimos meses, les parecía obvio que sus oportunidades de hacerse con una gran fortuna pasaban de un modo irremediable por
seguir saqueando bajo la salvaje bandera de Bernat de Rocafort.
* * *
La marcha de las hordas de dArenós y d'Entenza tuvo lugar con tiempo suficiente para que sus devotos capitanes pudieran organizar la ortodoxa conmemoración del nacimiento de Nuestro Señor correspondiente al agonizante 1306. En Mádytos, junto al castillo donde residían ambos capitanes más sus hombres de confianza, se levantaba una iglesia llamativamente grande, de modo que los guerreros aragoneses y valencianos pudieron allí emocionarse a placer en compañía de sus familias —quienes padecieran alguna— con las emotivas prédicas de los tres mosenes, los cuales encontraban que aquellas gentes que para nada se servían del idioma catalán eran preferibles a las descreídas, si no descaradamente paganas, que permanecían en Gallípoli, unas en cuyo seno resultaba difícil escuchar una sola palabra en castellano, un dialecto del aragonés —así lo veían ellos— que inexplicablemente preferían para entenderse los últimos llegados de Valencia, unos con otros y todos entre sí. Según comentaba el perplejo d’Entena, la influencia del vecino reino de Castilla, quizá por ser el mejor y mayor mercado de los situados más a mano, llevaba un tiempo contaminando los hablares de la gente, sobre todo la que por razón de su oficio se veía en la necesidad de tratar a menudo con los inflexibles castellanos, incapaces todos ellos de hablar la lengua de sus proveedores.
Si bien a Muntaner y a mí casi no nos apenó la marcha de los colegas aragoneses y valencianos —estaba empezando a levantarse, opinaba mi señor, un muro cultural entre Mádytos y Gallípoli que d'Arenós y d'Entenza no sólo alentaban, sino que lo usaban contra
Rocafort de un modo asaz descarado—, por ser evidente que así disminuiría el riesgo de trifulcas, grescas y peleas, las cuales solían concluir con unos cuantos almogávares descalabrados, la simultánea de los cerriles mosenes la celebramos con alegría. Si al llegar a Constantinopla tres años antes ya los encontrábamos irritantes por no decir cargantes, con el tiempo habían desarrollado un fervor de intolerancia clerical que ya resultaba peor que molesto. Les disgustaba, era evidente, nuestro paganismo costumbrista, pues aun estando excomulgados no dejábamos de ser cristianos y por tanto de seguir sujetos a la disciplina de la palabra divina, pero el hecho era que casi todos los que podían comparar encontraban preferibles las relajadas costumbres de los almogávares catalanes a las más ortodoxas de los camaradas aragoneses.
La primera y principal era la naturalidad con que la poligamia —no la llamábamos así, aunque para el caso era lo mismo— se había integrado en nuestra vida cotidiana, tanto que poseer un par de mujeres que se llevaran bien ya no era excepcional o anecdótico, sino una tendencia con vocación mayoritaria, como a su vez lo era que las mismas mujeres, cuando los hombres marchaban meses y meses a saquear por ahí, organizaran su convivencia y sus tareas de un modo que tenía poco de piadoso. Si además se añadía que llevarse bien era un concepto que saltaba con singular facilidad de las ruecas, los telares y los manteles a las sábanas, que no se consideraba vergonzoso, criticable o constitutivo de pecado, y que por tanto no hacía necesario confesarse —dejando aparte que la excomunión las liberaba de tan molesta obligación, ya de antes quedaban pocas en el seno de la horda catalana que confesaran y comulgaran; siendo como eran mujeres prácticas, liberadas y muy dadas a pensar por su cuenta, cada día que pasaba encontraban menos sentido, y menos utilidad, a todas esas tonterías—, era comprensible que los mosenes desertaran de nuestra desprejuiciada Gomorra particular. Una Gomorra donde a la Navidad, aun así, se la seguía llamando Navidad, si bien los más leídos, y yo era de los que destacaban en ese menester, aunque sólo a través de las historias que me contaban Muntañer y Claudera, cada uno por su lado si bien alguna vez al mismo tiempo, habíamos comenzado a llamar Saturnalia. Mejor dicho, queríamos devolverle su nombre original, el que había tenido desde la batalla del lago Trasimeno, una que tuvo lugar en a saber cuál de las guerras púnicas, ésas tan aleccionadoras de una Roma posesiva contra una provincia llamada Cartago que pretendía independizarse primero por las buenas aunque luego por las malas, hasta el aciago día en que los obispos del siglo IV decidieron apropiársela, para desgracia de la humanidad.
Nuestra Saturnalia-Navidad, la del Hexamilia, no tenía nada que fuera extraordinario. Nos conmovía un poquito, eso sí, lo que contaba una Claudera que de nuevo lucía una estupenda silueta —la consecuencia de amamantar a Stana fue que ya jamás podría pasar por un efebo, lo que yo no lamentaba—, que además de ser en Constantinopla y en el conjunto del Imperio la Navidad ortodoxa era también la Fiesta de los Esclavos. A los hijos de Cristo, no explicaba ella por qué, les gustaba mucho tener esclavos, incluso más que a los romanos, cosa que ya sabíamos, aunque no que les dieran una fiesta coincidiendo con la Navidad, la cual solían emplear en buscarse unas parejas con las cuales endulzar su penosa y lamentable vida, lo que a su vez ocasionaba que a su debido tiempo hubiera más esclavos, pero salvo eso que nos decía Claudera, nada entre los sentados a la mesa expresaba tristeza, pesadumbre o temor por el futuro. Nuestra fiesta familiar no podía ser más feliz.
Nos habíamos reunido en la estancia principal del Hexamilia, calentada y en parte iluminada por el fuego que crepitaba en una enorme chimenea, Claudera con Stana en brazos; Llura —preñada de seis meses y luciendo un aspecto fantástico; a sus dieciocho años era una mujer completa, sólida, firme, resuelta, segura de sí misma, de sus deseos y de sus apetitos, y además dotada de una voluntad tan obstinada como para ser ya capaz de leer y escribir, gracias a una esforzada y muy paciente compañera de triángulo a la que cada día estaba más unida, lo cual no sólo no me hacía sentir celos, sino que me provocaba una ternura tan deliciosa que a la fuerza debía de ser pecaminosa— con Eris y Meritxell a su lado; Giovanna con Carlota y sus otros tres hijos; Berenguer de Roudor —ya no le avergonzaba tener un proyecto de compañera que inevitablemente me hacía evocar la figura de su hermana el día en que coincidimos en la orilla del Bey§ehir; a sus ya cumplidos quince pasaría por ser la doncella más hermosa de la hermandad de no ser que de ningún modo era ya doncella—; Muntaner con Calliope; su primo San: con Llum —su esposa legal ya desde antes de reunirse con nosotros en Trinacria; era la única de las mujeres fértiles allí presentes con alguna posibilidad de subir al cielo si en ese instante cayera un rayo en el Hexamilia y nos desintegrase—; su otro primo Joan; Ramón d'Alquer y dos guapas jovencitas de la edad de Llura —de las que con ella se habían juramentado tener sus hijos y criarlos en modo sindicado, sin necesidad de aguantar a macho cavernario alguno; las dos tuvieron éxito, aunque aquella noche habían colocado las criaturas a sus respectivas abuelas, sospechaba yo que por si sonaba la flauta y los apuestos Ramón d'Alquer y Joan Muntaner pudieran estar interesados en verificar lo agradable de contar con una mujer que les calentara sus gélidas sábanas navideñas—, que se llamaban Alicia y Dolors.
Una buena cena —dos corderos bien asados—, un muy buen vino que Muntaner no decía de dónde lo había sacado, un excelente ambiente de alegría y esperanza, unas conversaciones ni superficiales ni profundas, aunque solían volver, quizá no del todo involuntariamente, al recuerdo de la tierra de donde habíamos salido la mayoría de nosotros —de los hombres; de las mujeres, sólo Llum y Alicia—, seguida de unos postres a la medida de unos seres muy golosos en los que se notaba la exquisita mano de una Llura que también sabía seducir a través del paladar. Tras eso, unas voces de mujer que cantaban muy bien —o el vino así me lo hacía certificar—, aunque al precio de hacer caer un velo de nostalgia, tras el que, por otra parte, nos sentíamos la mar de bien, incluso cuando era Claudera la que desgranaba unas notas melancólicas en una lengua serbia que de ningún modo entendíamos, por mucho que nos emocionara. El conjunto de todo eso, me decía, si no era la felicidad se le parecía mucho. De ahí el violento rechazo que me inspiraba todo aquel que se creyera facultado para decir que vivíamos en pecado y que nos esperaba el fuego eterno por no seguir los mandamientos de Jesucristo Nuestro Señor y de su esposa la Santa Madre Iglesia, cualquiera de las diversas que había; quizá Cristo, a fin de cuentas, también era polígamo. Si hubiera un Dios tan misericordioso como lo definían los mosenes, a la fuerza sería un Dios que sabría valorar la dulzura de corazón y el amor que nos teníamos los unos a los otros. Un Dios al que, si le diera por aparecérsenos ahí en medio, seguro que no vacilaría en sentarse junto a Llura y Claudera, para oírles cantar a dúo una dulcísima canción de cuna catalana y terminar dejando caer una lágrima de felicidad, como las que a duras penas lograba yo disimular. De ningún modo podría ser ese dios vengativo, ruin, antipático y rencoroso del que hablaban los mosenes. Un dios, ése del fuego eterno, que de ningún modo tenía derecho a existir.
Ni nosotros obligación de padecerlo.
* * *
El equinoccio de primavera del no muy promisorio 1307 quedaba justo atrás cuando la horda de Rocafort, turcos y turcopóls incluidos, inició el camino de Nova. Estaba cerca de la desembocadura del Hebrus, junto a una especie de albufera donde anidaban infinidad de aves en sus rutas hacia el sur y hacia el norte. Una misión de reconocimiento enviada semanas atrás explicó que poseía unas fuertes murallas, no recientes, y que tenía pinta de ser una plaza disputada, si bien sólo era posible llegarse a ella por el este y por el sur, pues el norte lo cerraba el Hebrus, que allí, tan cerca de la desembocadura, era invadeable, y por el oeste un desembarco sería inviable, pues para salvar la laguna sería preciso dar un amplio rodeo por el sur. A eso se debía, concluían los exploradores, que tomarla sería bastante complicado. Para Rocafort, sin embargo, ésas no eran malas noticias. Con su horda completa sumaba más de ocho mil hombres, y por largo que acabara siendo el asedio esperaba que para los calores del verano habría concluido. A Nova no se la podría rendir por sed, eso estaba claro, aunque sí por hambre, y por si eso no bastaba pensaba llevarse las catapultas. No tendría inconveniente alguno en arrasar la ciudad si con eso consiguiese hacerla suya, pues tenía ya decidido establecer ahí su base de operaciones para la campaña de saqueo veraniego, y si fuera el caso hasta invernar allí, ya que desde Nova sería más sencillo invadir Macedonia, por mucho que debiera dar un largo rodeo hacia el norte hasta dar con algún puente que cruzara el Hebrus.
Que al año siguiente sería preciso buscar nuevos caladeros de saqueo era de las pocas cosas en que los cuatro capitanes coincidían. Tracia estaba tan esquilmada que ni dejándola recuperarse un par de años bastaría para colmar las necesidades de la Companyia Catalana y de la Compañía Aragonesa; iba siendo inevitable que las llamáramos así, cosa muy de lamentar, pero que no parecía tener solución. Era una verdad tan evidente para d'Entena y dArenos que una semana después dejaron Mádytos para seguir las huellas de Rocafort, aunque sólo en veinte de las treinta leguas que debía éste caminar —aunque seguíamos teniendo muchos caballos, a tantos como nueve mil no se llegaba; eran los que harían falta para trasladar a los ocho mil hombres más las cerca de dos mil turcas, y era que sus dueños de ningún modo querían dejarlas en Gallípoli—, pues a esa distancia se alzaba la fortaleza de Megareix, a la cual rodeaba un poblado lo bastante amplio para servir a la Compañía Aragonesa tan bien o mejor que Nova lo haría con la Catalana.
Rocafort me había ofrecido ser su intendente tras constatar que Muntaner prefería seguir en el Hexamilia, entenderse allí con los informadores, atender a los embajadores —de vez en cuando nos llegaba uno— y cuidar de nuestros bienes y nuestras familias, y eso sin entrar a considerar que de ningún modo quería verse a las órdenes de Rocafort —no se lo había dicho a la cara, ni hacía falta, pues el otro sería lo que fuese, pero imbécil de ninguna de las maneras—, aunque dos días antes del equinoccio me asaltó un fuerte mal de la garganta y de los pulmones, acompañado de una fiebre que me tuvo tres o cuatro días delirando. Cuando al fin me recuperé fue para saber que mis mujeres habían temido por mi vida —lo único que les alegró fue comprobar que, delirando al punto de hacer pensar que de aquélla no salía, seguía nombrándolas a las dos—, y también Muntaner, y hasta el mismísimo Rocafort, que vino a verme decía que preocupado por mi salud, aunque Claudera sospechaba que sólo quería verificar de propia vista y mejor mano que aquello no era un cuento para evitar ponerme a sus órdenes. Quedó contento, pues desde luego que yo ardía, de modo que se resignó a pedir a Ramón d'Alquer se hiciera cargo de mis funciones, catapultas incluidas, ya pedir a Muntaner que me despachase a su lado una vez volviese a ser capaz de subirme a un caballo. A eso se debió, y pienso que a fin de cuentas fue toda una suerte, que me hallara junto a Muntaner, aún muy débil pero ya sin fiebre, cuando vimos llegar cuatro galeras procedentes del Egeo, enarbolando todas ellas el inconfundible pabellón de la casa de Aragón.
Ya en el pantalán, y a respetuosa distancia de mi señor don Ramón, vi que aquella flota la mandaba el infante Ferran, tercer hijo de Jaume II de Mallorca y sobrino del también rey Frederic II de Trinacria. Yo sabía de aquel infante, sólo dos años mayor que yo, gracias a los cotilleos dinásticos que de vez en cuando me contaba Muntaner. Lo que recordaba del tal era que padecía una vocación por demás aventurera, que no tenía nada de cobarde, que las mujeres le gustaban mucho y que a su vez gustaba mucho a las mujeres. A su aún juvenil edad le había dado tiempo a tener media docena de bastardos, cada uno engendrado con una dama diferente. La lista sería considerablemente mayor, afirmaba mi admirado señor, si se incluyeran los que no llevaban su apellido, por ser fruto de aventuras de una noche con a saber qué maritornes, posaderas o simples fregonas, y era que a don Ferran, cuando se le alegraban las pajarillas, no padecía de manías con la prosapia de las que se fornicaba, o se lo fornicaban. Su audacia superaba en mucho a su prudencia y, a juicio de Muntaner, de talento y buen sentido no iba tan bien servido como su padre y su tío. Era un tipo muy guapo, no había duda en eso, me decía viéndole descender de su galera, y de porte asaz mayestático. Alto —bastante más que su tío—, elegante y de aire distinguido, no parecía un hijo y sobrino de rey particularmente adusto, como suele suceder a los que sufren demasiadas coronas en sus árboles familiares. Cuando menos, sonreía con naturalidad instantes antes de abrazarse con mi señor don Ramón, el cual, a su vez, hacía lo propio.
El infante don Ferran, cuya llegada no era una total sorpresa para Muntaner —algún avance le había llegado a través de sus habituales informadores venecianos; el último de los mismos, lo recordaba yo entonces, no hacía ni un mes que se había detenido frente al Hexamilia en su camino a Constantinopla—, traía una carta del rey Frederic en la que nos hacía saber que, atendiendo a las peticiones que llevábamos tiempo formulando —supuse que hablaba de d'Entena y de dArenós, pues Muntaner jamás habría osado formular nada sin un refrendo previo y Rocafort no estaba interesado en sostener excesivos tratos con la casa de Aragón, quizá por soñar desde hacía también un tiempo con la casa de Rocafort—, ponía bajo su protección a la Companyia Catalana d'Orient, tomando como súbditos a sus integrantes —no decía nada de las integrantas, lo cual me inquietaba—, y que nos enviaba como vicario y representante suyo a su muy querido sobrino don Ferran, infante de Aragón, al cual deberíamos prestar la debida obediencia. Por lo demás, lo firmaba, lo fechaba y lo sellaba del modo más formal imaginable, así que aquello ya estaba claro: en lo sucesivo seríamos trinacrienses, y nuestros objetivos y políticas socioguerreras pasarían a ser las que Frederic nos despeñase desde Palermo a través de don Ferran.
La tal carta llegué a sabérmela de memoria, pues mi señor me ordenó escribir tres copias, una para cada capitán. Una vez don Ferran las compulsó —así fue como empecé a tener un cierto trato con él, y bastante bienaventurado, ya que nos caímos muy bien; sería consecuencia, supongo, de tener yo una caligrafía estupenda, la de mi madre doña Meritxell—, y a sugerencia de Muntaner, me cayó el encargo de llevar cada ejemplar a sus destinatarios. De acuerdo con ellos dos lo haría por bajel, para tardar menos, ya que sólo había un día de navegación al Megareix, y desde allí apenas unas horas a Nova. Debería darles a leer la carta, si bien sospechaba que a d'Entena se la tendría que leer yo, y no porque no supiese hacerlo, sino porque la vista, por culpa de su cautiverio genovés, se le había cansado tanto que ya ni estirando su brazo al límite conseguía entender nada. No era el único que sufría tal desgracia, pues a Muntaner le ocurría lo mismo, y quizá por eso estaba tan contento desde la última visita veneciana, ya que además de cotilleos y murmuraciones el capitán de la galera le trajo un instrumento milagroso, el último fruto del insuperable ingenio veneciano, uno que se llamaba ulleres —los venecianos decían occhiali; los aragoneses, o eso creo, lo llaman gafas—, y con el que de nuevo disfrutaba el más exquisito de los goces —o de los pecados— que los dioses conceden a los hombres cultivados: el de leer. En cualquier caso y la leyeran como la leyeran, debería transmitirles la invitación de don Ferran a reunirse con él en el Hexamilia, sin que por ello abandonasen las empresas en que anduvieran atareados. Les bastaría con subirse a sus galeras, que a buen seguro alguna se habrían llevado, y tras una placentera jornada marinera se verían las caras todos juntos en Gallípoli: don Ferran, Muntaner, d'Entena, d'Arenós y Rocafort, para tras eso, era de suponer, izar nuestro nuevo pabellón, el de don Frederic II d'Aragó, rey de Trinacria.
Cuatro días después entregaba sus cartas a d'Entena y d'Arenós, los cuales no podían mostrarse más satisfechos. No hacía falta que me dijeran que volver a tener un jefe único que además actuaría en nombre de su tío el rey, y siendo ambos de muy noble cuna y bien conocidos en las cortes de Aragón —las tres— y de Castilla, y d'Entena incluso del Papa, les haría ocupar una posición de influencia decisiva que de la mejor buena fe sostenían que les correspondía; por eliminación, y sin decirlo así, era claro que consideraban a Rocafort un vulgar patán, ineducado y patibulario. No dudaron en aceptar la invitación, y dado que yo aún debía seguir viaje a Nova nos despedimos en la convicción de que cuando nos volviésemos a ver ya sería en el Hexamilia.
Rocafort, un día después, se tomó la invitación del modo más inexpresivo. Como solía suceder con él, no era que aquello le disgustara; simplemente, tenía que pensarlo. A la mañana siguiente me buscó para desayunar, y según lo hacíamos me hizo saber lo que debería transmitir en su nombre a don Ferran: que andaba casi a punto de liquidar la resistencia de Nova, que de ningún modo podía irse de allí en el momento en que su presencia era más necesaria, sobre todo por ser muy claro que tanto los turcos como los turcopóls sólo echaban el resto cuando le tenían a la vista, pero que su campamento reunía todas las comodidades imaginables — era verdad; las tiendas capturadas en Kibistra seguían sirviéndole a las mil maravillas—, de modo que la reunión de los tres capitanes, el intendente y don Ferran bien podría celebrarse ahí, con lo cual y de haber suerte hasta podrían rejocigarse con él por la captura de Nova. No hice ningún comentario, como era natural, aunque me dije para mí que no veía yo muy claro que d'Entena y dArenós aceptaran. El clima de mutua desconfianza entre Rocafort y aquellos dos no sólo era todavía más grave que al poco de llegar d'Entena, sino que había trascendido a los adalides, de ahí a los almugadenes y tras eso a los almogávares, con el efecto que quizá esperase Rocafort —no me consta; lo sospecho, nada más—, que la desconfianza de los educados capitanes se había convertido en una indisimulable hostilidad entre los almogávares aragoneses y valencianos, de una parte, y los catalanes de la otra. Tendría que ocurrir algún milagro para que volviesen todos ellos a ser hermanos de sangre, de los que confían a ciegas los unos en los otros, y con lo excomulgados que seguíamos no era probable que sufriéramos ninguno. Los milagros son para los creyentes devotísimos, y los almogávares catalanes, cuando menos, ya sólo creíamos en nuestros chuzos, nuestras azconas y nuestros cortells. A sant Jordi, a la Mare de Deu y al resto del santoral, los habíamos desinstalado, tanto de nuestras mentes como, lo peor de todo, de nuestros corazones.
* * *
Diez días después comprobaba con sorpresa lo lejos que aún andaba yo de predecir el futuro con la debida precisión. Era porque de la galera capitana de don Ferran descendían, en un improvisado pantalán tendido en la estrecha playa que cerraba la laguna por el oeste, su propietario, dArenós y d'Entena. Yo les aguardaba, tras Rocafort. Había llegado allí tres días antes, para informar de la inminente llegada de los otros capitanes y del que todavía no era el vicario del rey Frederic, pues para eso sería preciso que previamente lo aceptara Rocafort, lo que Muntaner no veía claro. A eso se debía que no quisiera venir. El pretexto era sencillo, que alguien con suficiente autoridad debía quedar al mando en Gallípoli, aunque la verdad sólo podía ser que no deseaba verse complicado en el lío que se avecinaba. Él, Muntaner, estaba convencido de que Rocafort no tragaría, y sería por las mismas razones que provocaban el entusiasmo de los otros dos. Simplemente, a éstos les apetecía ser trinacrienses sometidos a la feudal autoridad de un rey lejano ejercida por un vicario socialmente compatible y tan próximo como manejable, mientras que Rocafort estaba resuelto a seguir siendo un catalán libre, sometido a nada y a las órdenes de nadie. Partiendo de ahí cualquier cosa era posible, de modo que con mi mejor disimulo, para que no se notara el interés que todo aquello me despertaba, tenía decidido no perderme ni una.
Debo reconocer que Rocafort recibió al infante y a los otros capitanes no peor que a unos reyes, que la cena fue magnífica —buena parte de las muy sabrosas aves que regresaban del sur camino del norte no llegarían al norte; se habían transformado en parte significativa de la dieta de la Companyia Catalana—, que la sobremesa resultó tan agradable como amena —ellos cuatro más unos cuantos caballeros especialmente seleccionados por Rocafort; me agradó ser no ya el primero al que requirió, sino que me pidiera nombres de caballeros jóvenes de nuestra edad, la de don Ferran y la mía, para completar la escena; de ahí que también estuvieran Ramón y Berenguer—, y que, por fin, todo el mundo se fue a su tienda en aparencia encantado de la vida. Sin embargo, algo en la muy cortés actitud del anfitrión, haciendo hablar a todo el mundo con preferencia por don Ferran y los otros capitanes, sin jamás interrumpirles, me mosqueaba, pues bien sabía que Rocafort no tenía nada de palaciego. Esos usos no eran suyos, sino aprendidos de terceros —en buena medida, de Muntaner—, y si se manifestaba tan encantador era porque algo se traía entre manos.
Al día siguiente se reunieron los cuatro, y las caras que mostraban al terminar indicaban que los besos y los abrazos se habían consumido, todos, la noche antes. Pensé que difícilmente sabría qué pasaba, pero me confundí, pues a la reunión de la tarde Rocafort me invitó a estar presente. No a participar; sólo a tomar nota de los acuerdos que se alcanzasen, para después redactar un acta y hacer tres copias; mi original sería la de Rocafort. Así supe que d'Entena y dArenós aceptaban sin reservas la protección de Frederic de Trinacria y el vicariato de su sobrino, de un modo definitivo y sin necesidad de consultar a sus hombres, pues estaban convencidos de contar con su apoyo, pero ése no era el caso de Rocafort. Según explicó, aceptar lo que proponía el rey de Trinacria, en los términos exactos en que lo hacía, sería trascendente para el futuro de sus hombres y de sus familias, de modo que, tras honda reflexión, había decidido consultarles. No de golpe y a todos a la vez, porque no hay forma de hablar a casi cinco mil hombres y conseguir que te oigan todos, pero sí a través del sistema usual cuando tocaba tomar grandes decisiones —yo no recordaba una sola ocasión, pero me lo callé—: hacer que la horda designara cincuenta representantes, que cada uno de ellos parlamentase con cien hombres de a pie o de a caballo, y lo que después propusieran éstos a los cincuenta, y a su través a Rocafort, sería lo que comprometería él en el nombre de todos. A don Ferran, que ya dije parecía de naturaleza ingenua, no le pareció mal. A los otros no les gustó nada, pero se lo callaron, pues la postura de Rocafort, las cosas como son, no podía ceñirse más a los usos y costumbres naturales de los almogávares, que no exactamente de la Companyia Catalana. Ir contra lo que decía Rocafort, y a la que lo supieran sus propias hordas, les pondría en dificultades, de modo que se limitaron a murmurar que, por ellos, de acuerdo, y de ahí se pasó al plan de operaciones para ese año 1307; un plan que no podría retrasarse mucho tiempo, ya que Nova estaba muy cerca de caer, Megareix había caído ya y el grueso de las Companyies-Compañías estaba desplegado allí, sobre los dos terrenos. Rocafort sostenía, y como tenía razón apenas se lo discutieron, que con Tracia tan agostada como estaba lo que procedía era invadir Macedonia, traspasarla bordeando la costa saqueando cuanto fuera menester y no detenerse hasta Christoupolis, la cual, y según sus noticias, no estaba bien defendida ni tampoco bien amurallada, pese a ser lo bastante grande para ofrecer sobradas facilidades de alojamiento a los once mil hombres, tres mil mujeres y mil y pico críos que sumábamos entre aragoneses, valencianos, catalanes, turcos y turcopóls. Desde allí, suponiendo que las dos huestes llegaran a primeros de verano, podrían emprender una excelente campaña de saqueo a lo largo y a lo ancho de la intacta Macedonia, para después invernar con aceptable comodidad en la intacta Christoupolis, pues ya procuraría él se la conquistara con las debidas precauciones, siendo la primera devastarla lo menos posible. La ruta no era muy larga, poco más de cincuenta leguas, y salvo la necesidad de cruzar un par de ríos, el Hebrus y el Nestos, él no preveía nada que impidiera realizar el trayecto en veinticinco jornadas; un ritmo lentísimo para los usos almogávares, pero inevitable por culpa de las mil esposas e infinitos críos que viajaban con los turcos. En cuanto a las familias propias, a la sazón acampadas en Gallípoli a la espera de novedades, su recomendación era enviar instrucciones a Muntaner para que las embarcara, junto con las riquezas acumuladas desde la gloria de Kibistra, y se dirigiese a la isla de Thassos, a poco más de un tiro de ballesta de Christoupolis, y que allí acampara mientras la fuerza de a pie no terminase de limpiar la ciudad.
El plan era tan irreprochable que nadie dijo nada, salvo don Ferran, el cual dejó caer, con gran suavidad, que de momento le parecía bien, aunque a expensas de lo que decidiera Rocafort una vez escuchara lo que sus hombres tuvieran que decir.
Que Rocafort en absoluto deseaba el acuerdo con Frederic era claro hasta para mí, pese a no poder preguntar su opinión a Muntaner. De ahí que no me costase largas horas de reflexión entender para qué organizaba esa extraña consulta ciudadana. De hecho, cuando me llamó una hora después para escribir la lista de los cincuenta designados —yo jamás había visto a Rocafort coger una pluma, un tintero y un papel; leer sí que leía, lo había visto, pero quizá escribir no fuera de sus mejores habilidades—, no me llevé una sorpresa: todos eran no ya fieles, sino fanáticos de su persona. Llevaban años combatiendo con él, degollando con él y saqueando con él. Eran, cosa por demás natural, bravos entre los más bravos, y la primera consecuencia de todo eso era un lógico ascendiente sobre la tropa, cuya valentía yo jamás pondría en duda, pero no haría lo mismo con sus entendederas. A esos cincuenta, en síntesis, Rocafort no pensaba encomendarles averiguar qué pensaban los almogávares; su función, en realidad, sería la inversa: manipularlos.
Dos días después, los cuales transcurrieron para don Ferran, Rocafort, dArenós y d'Entena en un irreprochable ambiente de cortesía y caballerosidad, complementada con la observación directa del asedio de Nova, la cual de veras parecía muy cerca de capitular, los cincuenta se plantaron ante Rocafort y sus tres invitados, para explicar sus conclusiones, las cuales eran breves, precisas y en absoluto ambiguas: los almogávares aceptaban encantados a don Ferran d'Aragó como jefe supremo de la Companyia Catalana d'Orient, aunque a título personal, no como vicario del rey Frederic II de Trinacria, que a pesar del respeto y del afecto que le guardaban estaba demasiado lejos para ser alguien a quien tuviera sentido rendir cuentas. Eso era todo y así lo precisaron los tres que hablaban en nombre de los cincuenta, tras lo cual se largaron, mientras don Ferran y los tres capitanes se metían en la tienda del primero, el cual no tenía cara de satisfacción, precisamente. Como yo no soy muy rápido pensé que no lo entendía, pues haber sido aceptado por una horda tan peligrosa como la catalana era para estar muy orgulloso, pero tras darle unas cuantas vueltas comprendí lo que pasaba: según la carta del rey Frederic, él se haría cargo de la Companyia como valido suyo, en nombre suyo. Hacerlo a título personal sería traicionar las ideas y las órdenes del rey Frederic, al que debía sumisión, de modo que con aquella decisión, evidentemente inspirada por Rocafort, los almogávares acababan de pegarle, a él, una patada en el culo del rey Frederic.
No tuve ocasión de hablar mucho más con Rocafort, aunque tampoco hacía falta; bastaba con ver las caras de d'Arenós y d'Entena. Sólo me dirigió la palabra un día después, para encargarme que a la mañana siguiente zarpara en un bajel rumbo al Hexamilia, para instruir a Muntaner en el traslado de la flota, el mujerío y el tesoro a la isla de Thassos. Sólo al final añadió que las cosas en la Companyia seguían como antes de la visita del infante, y tras pensárselo un último instante añadió que don Ferran había rechazado el ofrecimiento de los almogávares, explicando que su valía personal no era lo que contaba, sino la del rey Frederic expresada en todo caso a su través, aunque aun así no regresaba de inmediato a Trinacria, ya que d'Arenós y d'Enten<pa le habían pedido que sumara sus galeras al traslado de sus familias desde Gallípoli a Thassos, y al tiempo le invitaban a recorrer con ellos y sus huestes las sesenta leguas que mediaban entre Megareix y Christoupolis. Sólo al llegar allí regresaría con los suyos a Trinacria, tras recoger a unos cuantos de sus hombres que había dejado al norte de la isla de Negroponte, según decía para comprar víveres. Sólo ahí me di cuenta de que don Ferran había venido en cuatro galeras, sí, pero bastante vacías. A bordo y además de ballesteros y remeros no llevaba más de ciento cincuenta hombres, que además no eran almogávares, sino mercenarios calabreses. A saber con cuántos habría dejado Palermo, aunque me asaltaba la sospecha de que al marchar a Gallípoli tenía en su cabeza dos objetivos, y no uno solo como nos había hecho pensar. Por lo demás, Rocafort me pidió una última cosa —no me lo mandó; él tenía presente que yo era un hombre de Muntaner y que no podía considerarme formalmente a sus órdenes—: que tras instruir a mi señor regresase allí, a Nova, pues para las cincuenta leguas que tenía por delante, vadear dos grandes ríos y tomar cuando menos una ciudad tan importante como Christoupolis, necesitaba un intendente, a poder ser tan bueno, y si no casi tan bueno, como Muntaner. A su modo,
cuando Rocafort quería dar coba sabía cómo hacerlo.
* * *
Había pasado un mes. La Companyia Catalana se aprestaba para vadear el río Nestos, que al final resultó ser menos caudaloso de lo que temíamos, seguramente a causa del estiaje, pues aunque aún faltaba para el solsticio de verano llevábamos dos semanas de calor no ya intenso, sino agobiante. La Compañía Aragonesa nos seguía dos jornadas detrás, y no porque así se hubiese convenido, sino porque además de haber dejado Megareix más pronto de lo que se pensaba, marchaban sin mujeres y con una impedimenta reducida, mientras que nosotros debíamos acompasar el paso al de las turcas. Manteníamos con don Ferran, d'Entena y dArenós un contacto regular, ya que nos enviábamos mensajeros a razón de dos por semana. Yo les decía, fundamentalmente, dónde habíamos encontrado agua —el camino hasta el río Nestos era penosamente árido— y en qué punto de la ruta nos hallábamos. Ellos se limitaban a darnos las gracias —y además de palabra; yo me molestaba en escribir la información, pero d'Arenós, el que contestaba, era demasiado vago, si no clasistamente descortés, para escribir a un hombre de Rocafort, o de Muntaner—, aunque gracias a estos mensajeros yo conseguía determinar lo que de verdad me interesaba: dónde les habían dejado y a cuántas jornadas tras nosotros marchaban. Si eso me preocupaba no era por cuestiones de intendencia, sino porque Rocafort lo quería saber, aunque se habría dejado cortar un brazo antes de preguntar. Era de reconocer que, salvo Muntaner, todos los que tenían posición de mando en la Companyia-Compañía eran muy suyos. Así, al llegar a la orilla izquierda del Nestos yo estaba moderadamente tranquilo, pues los otros aún marchaban a dos jornadas de distancia. Salvo a Ramón y a Berenguer no comentaba con nadie mi honda inquietud, la cual no tenía que ver con posibles animadversiones entre catalanes por un lado y aragoneses-valencianos por el otro, sino porque nuestra retaguardia la formaban los turcos y sus familias, y ésos no veían de lejos lo suficientemente bien como para distinguir a los amigos de los enemigos. Para ellos, en realidad, todos eran enemigos; a veces me preguntaba si nosotros no se lo pareceríamos también.
El punto que habíamos elegido para vadear el Nestos coincidía con un gran ensachamiento del propio río y del valle que lo encuadraba —gracias a eso descendía tanto su profundidad—, aunque para llegar a él, o al pedregal de aluvión que atravesaba formando meandros nada regulares, había que surgir de un breve desfiladero, que si bien era poco tortuoso no permitía ver el río hasta que casi salías al valle, tras dejar atrás una revuelta muy cerrada y encajonada entre taludes. Eso fue lo que sucedió con la vanguardia de la Compañía Aragonesa, que a la sazón no la conducía ninguno de sus capitanes. El más próximo a la cabeza era d'Entena, si bien con doscientos infantes precediéndole. D'Arenós y don Ferran marchaban todavía más atrás, casi a retaguardia. Ese par de cientos fue quien primero divisó, a la distancia de un tiro de honda, un conjunto de carros y carretas bien cargados de turcas y de hijos de turcas que aguardaban turno para moverse hacia la zona de vadeo. Los flanqueaban varias docenas de jinetes turcos, los cuales, nada más ver a la inesperada horda peluda que se acercaba con a saber qué aviesas intenciones, no se detuvieron a pensar que quizá fueran almogávares, ya que nunca los habían visto y por tanto no reconocían sus banderas: la de Ferran d'Aragó y la de Berenguer d'Entena. Se limitaron a decirse con los ojos, cosa muy razonable, que aquellos tipos de tan pésimas pintas aproaban hacia sus mujeres, y eso es lo peor que se pueden decir los turcos a ellos mismos, de modo que sin mediar palabra empuñaron sus alfanjes y cargaron contra los desprevenidos infantes aragoneses, los cuales, por su parte, de ningún modo esperaban un recibimiento tan hostil como ése. Pensaban, de buena fe, que a la salida del desfiladero sólo encontrarían un buen camino para vadear el inquietante río Nestos, el mismo del que yo había dado cuenta dos días antes a sus capitanes, y además por escrito.
De haber marchado ellos a su paso acostumbrado, habrían llegado un día después, pero estaban sin agua y aceleraban para llegar pronto adonde hubiera. Ésa fue una de las causas del desastre. La otra fue que dar con el punto de vadeo nos llevó más tiempo del previsto, y también que antes de comenzar a cruzar debimos asegurar los vericuetos, pues el piso bajo el agua no era firme, sino arenoso y muy disgregado. Nada que unos guerreros tan expertos en vadear cualquier curso de agua no fueran capaces de resolver en unas pocas horas de trabajo, pero esas pocas horas, sumadas al relajamiento general motivado por la vista de las espléndidas llanuras cultivadas que divisábamos al otro lado del Nestos, las de una esplendorosa Macedonia virgen de almogávares, nos habían hecho perder toda una jornada. Sumado eso a la que habían ganado aragoneses y valencianos en su andar sediento, y añadiendo que los primeros que se vieron entre sí fueron seres desconfiados y mutuamente hostiles que jamás se habían visto antes, se organizó en breves instantes lo que de ningún modo habría debido tener lugar, una escabechina entre turcos y catalanes de una parte, formados en línea, contra unos aragoneses y valencianos que surgían en columna de un desfiladero, sin tiempo ni ocasión de poderse desplegar en orden de combate.
Los primeros doscientos aragoneses y valencianos yacían en diferentes condiciones de mutilación y descalabramiento cuando un horrorizado Berenguer d'Entena, que marchaba sobre su caballo, surgió del desfiladero, para detenerse ante la carnicería —no habría dado más de cincuenta pasos—, santiguarse y exclamar a grandes voces algo así como: «¿pero qué carajo estáis haciendo, amigos?» Del otro lado nadie respondió con palabras —además de que los turcos no le comprendían ni d'Entena tenía una gran voz, ni reinaba, como era lógico, un silencio suficiente—, aunque Gisbert de Rocafort, que mandaba la retaguardia y se había llegado a la línea de batalla, vio que la ocasión la pintaban calva. Estaba en pie, a no más de cuatro estadales del que había reconocido a ciencia cierta, y sin pensárselo dos veces le lanzó un par de azconas en rápida sucesión; era un maestro en ese noble arte, tanto que hasta Oleguer lo reconocía. Las dos hicieron blanco en el desdichado d'Entena, la segunda en el corazón —no llevaba puesta su armadura, como también era natural—, de modo que antes de llegar al suelo su alma ya sentaba plaza en el paraíso de los caudillos incompetentes y desafortunados. Tras eso se recrudeció la locura, y más tras hacerse claro que quien se había cargado a d'Entena, que por su parte aunque sin merecerlo era muy querido por sus hombres, era un almogávar catalán —menos mal que no reconocieron en él al pequeño de los Rocafort—, para sólo restablecerse la calma, que no la paz, una vez se retiraron los turcos —lo hicieron nada más comprender que aquello no iba con ellos; era un estricto asunto fraternal, de unos hermanos catalanes contra otros hermanos aragoneses y valencianos, de modo que, lo aceptaban, ellos allí no pintaban nada— y los muy profesionales almogávares catalanes terminaron de masacrar a los inexpertos destripaterrones valencianos que d'Entena se trajo meses antes en sus galeras herrumbrosas. Los aragoneses, tan cautos como sabios, se habían apartado del combate a la espera de su capitán, el cual tardó un poquito en llegar. Eiximenis d'Arenós sí poseía una gran voz, de modo que con cierto esfuerzo logró hacerse oír, y si no calmar a los catalanes sedientos de sangre —llevaban demasiados días sin matar a nadie, y eso siempre acaba por crear ansiedad; más o menos lo mismo que cuando no se fornica lo bastante—, sí, al menos, conseguir que dejaran de asesinar valencianos, como mínimo mientras no apareciera Rocafort —en cuya estela cabalgaba yo— y acabara de imponer el orden.
Al poco, Ferran Eiximenis d'Arenós y Bernat de Rocafort se miraban a lomos de sus respectivos caballos, respaldados por sus incondicionales y rodeados de unos quinientos cadáveres, estimaba yo más a ojo de buen intendente que de otra cosa. D'Arenós no hablaba, ni gesticulaba; sólo miraba con lo que me parecía una infinita desolación. Rocafort, por su parte, devolvía la mirada con su expresión acostumbrada. Si algo resultaba odioso y a la vez descriptivo de su peculiar personalidad era que, al igual que los osos del Pirineo, siempre ponía para todo el mismo gesto displicente.
—¿Por qué has permitido que ocurra esto?
El duelo de «a ver quién dice antes la primera tontería» lo ganaba Rocafort, el cual antes de contestar se encogió de hombros.
—Estaba en el otro lado del río. Cuando me dijeron que viniera ya estabas tú aquí. De haberlo podido impedir alguien, habrías sido tú.
No se dijeron más cosas porque a la improvisada reunión ecuestre se sumaba el también consternado Ferran d'Aragó. Mientras, y entendiendo que ya no habría más diversión por ese día, los virtualmente intactos almogávares catalanes enfundaban sus cortells. Los que no estaban cerca se ocupaban también de recuperar las azconas; eran armas valiosas a las que costaba equilibrar —si no lo estaban perdían mucha eficacia—, y de ahí su empeño en no dejarlas en unos pechos valencianos donde, total, ya no hacían nada.
—Ferran y Bernat, deberíamos hablar. Esto ha sido muy grave.
Lo dijo el que ya estaba convencido de que jamás sería capaz de mandar sobre aquella gente; cuando menos, la que formaba más cerca del río.
—Mi tienda está sin desmontar. Marchemos allí, aunque te ruego, d'Arenós, que antes digas a los tuyos que se alejen un poquito, no sea que cuando volvamos haya muchos más muertos.
—Te aseguro, Rocafort, que de ser el caso no todos serán míos.
Tono fiero. A d'Arenós se le daban bien los tonos fieros. Rocafort no era igual de bueno en ese arte peculiar. Sí lo era, en cambio, en ser una verdadera fiera.
—Eso es igual, ahora. Tanto si fueran tuyos como si fueran míos. Lo que importa es que hoy ya no haya más, ¿no te parece?
D'Arenós era igualmente bueno en callarse. Sobre todo, porque don Ferran d'Aragó le miraba fijamente y él era un hombre muy disciplinado. Rocafort, en cambio, sería incapaz de inclinarse ni ante Dios si se le apareciese. De lo que sí sería capaz, sospechábamos unos cuantos, era de matarle, a él también.
* * *
Thassos me pareció una isla paradisíaca, quizá por ganarla un atardecer, con el sol poniente iluminando su bonito y pacífico puerto, donde a la sazón permanecía fondeada la flota de la Companyia Catalana d'Orient, aunque más probablemente fue por haberme liberado del tenso ambiente de la Companyia, en aquellos momentos embarrancada en las proximidades de unos montes no muy altos, aunque bastante infranqueables, llamados de Ródope, los cuales formaban una especie de media luna en cuyo centro estaba Christoupolis. La guarnición bizantina, que desde nada más vadear nosotros el Nestos estaba bien al tanto de nuestra llegada, no se había inclinado por huir sin luchar, según acostumbraban las guarniciones bizantinas, sino servirse de lo accidentado del terreno para preservar la ciudad, sus familias y sus riquezas. Don
Ferran y yo dejamos a Rocafort dudando entre seguir adelante o renunciar a la ciudad, dar un largo rodeo por el norte y enfilar otra plaza de la que también teníamos buenas referencias, una tal Cassandria o algo así. La razón de don Ferran para irse de la Companyia no podía estar más clara: sus posibilidades de que Rocafort aceptase allí lo que había rechazado en Nova eran nulas, las que tenía de que le degollara si osara insistir eran elevadas, sus galeras ya debían estar en Thassos —a ellas y al resto de la flota las habíamos visto pasar rumbo a Limeñas, el puerto y ciudad principal de la isla— y cada día que pasaba viéndose forzado a contemplar la hosca y fea faz de Rocafort se le hacía insoportable, de modo que, con las bendiciones de su anfitrión —complementadas con un mascullado entre dientes «bon vent per cul, cabrá»—, nos subimos en mi bajel, que nos seguía de playa en playa, y al cabo de dos horas nos abarloábamos a la Estelada —apenas había dos leguas entre Christoupolis y Limeñas—, que había vuelto a ser la nave capitana de la flota catalana. En ella nos esperaba Muntaner, ansioso de ser puesto al día —no sabía nada de la Companyia desde que nos despedimos en el Hexamilia cuatro semanas antes— y sin haber mandado desembarcar, según recomendaba la prudencia más elemental, aunque tras haber estudiado la posibilidad de quedarse allí un tiempo si, por lo que fuese, la Companyia no conseguía tomar la ciudad, o no lo hacía lo bastante pronto. Le ayudaba en eso su amigo Ticinio Zaccaria, el mismo para el que había recuperado la plaza de Phoakia, que tenía en Limeñas unas cuantas propiedades y se manejaba divinamente con el batlle, o como llamaran los griegos a sus malditos alcaldes.
Sentados en la cámara del almirante, don Ferran y Muntaner escuchaban mi relato de lo sucedido en aquel mes tan intenso. Don Ferran lo había vivido y supongo que lo recordaba bien, pero su buen sentido, que lo tenía, le aconsejaba dejarme hablar, pues al fin y al cabo yo era un hombre de Muntaner —así me había conocido— y suponía, con razón, que además de comprenderme con más facilidad, por servirnos de los mismos códigos y bienenten— didos, acabaríamos antes y podría entonces dedicarse a lo suyo con el otro, mientras yo marcharía en dirección del castillo de proa, que allí me aguardaban mis ilusionadas mujeres e hijas, muy alegres desde que me divisaron ganando la capitana.
—D'Arenós se volvió a Megareix, con sus hombres y con los que sobrevivieron de los que se trajo d'Entena de Valencia. Me dijo no saber qué haría en adelante; lo que no haría sí que me lo dijo: jamás aceptaría las órdenes de un malnacido como Rocafort. Antes de marchar nos acompañó a una iglesuca de allí cerca llamada de Sant Nicolau, o algo así —señalaba yo a don Ferran, que asentía—, donde dejamos enterrado al buen don Berenguer —el infante de Aragón se santiguaba, respetuoso; yo también, pues hacerlo no costaba nada y servía para quedar como un buen cristiano, lo que nunca es malo ante un miembro de la casa de Aragón—. Tras eso, y una vez comprobamos que Rocafort al menos tuvo la decencia de mandar se sepultase a los seiscientos y pico muertos, y no dejarlos a los buitres como habría preferido, nos despedimos, aunque antes me pidió te transmitiera un último deseo: separar de la flota sus naves y las de d'Entena, embarcar en ellas a su gente y a la poca que se había traído el otro de Valencia y despacharlas a Megareix.
—Lo haré mañana mismo. Sigue.
—No hay mucho más. En todo caso, que tomar Christoupolis será más difícil, y mucho más costoso, de lo que Rocafort había estimado. No contaba con las montañas. Está pensando si seguir o no adelante con el viejo plan, o pasar de largo y seguir hacia Cassandria, la península de más al oeste de las tres de la Calcídica. Conoce nuestra opinión, la de sus adalides, la de sus caballeros de confianza y la mía propia, pero sigue indeciso. La razón principal es que no sabe si Cassandria será o no más fácil de tomar, pero si se olvida de Christoupolis a la vuelta de diez días no podrá impedir que la guarnición asalte Thassos, de modo que no tendrá más remedio que hacer desembarcar el tesoro y a las familias, y ponerlas a marchar en caravana tras la fuerza. No hay caballos para todos, ni carros, de modo que sería una marcha muy lenta. Lo ideal sería dejar todo aquí hasta que tomemos Cassandria, pero salvo si deja una guarnición muy fuerte no podrá impedir que vengan los bizantinos y nos den el disgusto de nuestra vida. Y ni aun así, que ninguno sabemos con cuánta gente cuentan hoy en Christoupolis, y mucho menos cuántos más podrían traer a la que nos alejemos un poquito. Es un buen dilema, ya lo veis.
—¿Y tú qué le has recomendado? Algo le habrás dicho, que por algo eres el intendente.
Lo preguntaba don Ferran, parecía que intrigado. Muntaner no necesitaba inquirirlo. Bien sabía cómo pensaba yo, pues por algo me había convertido en una prolongación de su pensamiento.
—Que nos mantenga todos juntos, que la flota nos siga pero en vacío, sin mujeres, sin niños y sin tesoro, y que no perdamos más tiempo, que los inviernos aquí son duros y de ningún modo podemos arriesgarnos a pasar el próximo al fresco. Macedonia no es Artaki, ni de lejos. Si tuviéramos que pasarlo en tiendas, tendríamos más muertos, por el frío, de los que podríamos contar.
Muntaner asintió con alguna solemnidad. Su expresión era la de haber oído lo mismo que habría dicho él. En cuanto al infante, ni dijo nada ni compuso ningún gesto. Aquello, a mi entender, le rebasaba. Pensar a largo plazo no debía de ser lo suyo.
—¿Te ha dado tiempo a ver a los tuyos, Guillem?
En el código particular de Muntaner, aquello significaba que deseaba quedarse a solas con don Ferran. No era una cosa que hubiese yo aprendido con el tiempo, a base de observarle. Simplemente, me lo había explicado alguna vez: cómo decir a su gente «marchaos de aquí» sin que nadie se molestara.
—Pensaba ir ahora, si ya no me necesitas.
—Los vi antes en el castillo de proa, pero se alojan en la segunda cubierta, debajo de aquí —señalaba el piso de la cámara—. Espero que no estén demasiado incómodos; cuando menos, nunca se me han quejado. Pásate luego por aquí, antes de irte a dormir.
Eso significaba intercambio de información, planes y confidencias. Sería una velada nocturna, de las que se prolongaban más allá de la medianoche. Las que más me gustaban.
* * *
Mis mujeres me habían visto llegar con don Ferran y trepar por la escala. Ni Llura ni Claudera se impacientaban por la espera, pues bien sabían que primero venía la obligación y después la devoción, pero ni Eris ni Meritxell eran igual de pacientes. En cuanto a Stana y la casi recién nacida Giulietta —Berenguer y Ramón se pitorreaban de mi desdicha: sólo sabía engendrar hembras—, lo mejor que podía decir era que aún no habían aprendido a echarme de menos.
—¿Desembarcaremos aquí, en Thassos?
Habíamos ya consumido los besos, los abrazos y las efusiones de amor para con las mujeres y las crías. Aquella noche ya no habría más, pese a lo mucho que mi cuerpo las deseaba, pero en la segunda cubierta de la Estelada lo único que no se podía encontrar era intimidad; no, cuando menos, para yacer con dos mujeres a la vez. Por turnos podría ser que sí, pero salvo un acuerdo previo por su parte yo no me atrevería —no era tan valiente, ni tan imprudente— a señalar por cuál de las dos comenzar.
—No está decidido, pero no lo creo. Christoupolis es muy difícil de tomar. Costaría mucho tiempo y muchos hombres. Lo natural será que sigamos hasta Cassandria, que según dicen se parece a Gallípoli. El problema, para las familias, será no poder desembarcar en ningún lugar cercano, para esperar ahí a que hayamos tomado Cassandria, porque no tenemos la menor idea de qué vamos a encontrar allí. Thassos será muy vulnerable una vez sigamos la marcha; no podremos dejaros aquí. No está decidido, lo repito, pero será inevitable que desembarquéis allí —señalaba muy al este de Christoupolis, justo al otro lado de los Ródope—, para después marchar tras nosotros al mismo estilo que cuando cruzamos Anatolia, formando una caravana. No hay carros ni caballos suficientes para todos, de modo que será, también, como en Anatolia. Los enfermos, los heridos, las mujeres preñadas y los niños que no lleguen a cinco pies viajarán en los carros; los que pasen de ahí, más las mujeres en general, caminarán a su lado. Acamparemos cada noche, sin lujos; apenas cubrirnos de la lluvia y del rocío. El objetivo será llegar a Cassandria cuanto antes, y mucho me temo que no será un simple paseo, porque atravesaremos territorios muy hostiles, poblados por gentes obstinadas, muy dispuestas a defender sus casas, sus bienes y a ellas mismas. Son cuarenta leguas, nada más, pero con varios ríos por en medio. Con buena suerte, quince jornadas. Con mala, el doble. Aun así todavía será verano cuando lleguemos. No pasaremos frío, al menos.
Llura no conservaba un mal recuerdo de aquella larguísima travesía de la primavera, el verano y parte del otoño de apenas tres años antes, por mucho que a todos nos parecieran una eternidad. Con cuatro niños pequeños de los que ocuparse, y ella dando el pecho a la pequeña, sería más complicado, pero entre las dos bien podrían apañarse para que fuera llevadero. Claudera, por su parte, no decía nada. Parecía más preocupada de lo que yo había supuesto, aunque no daba explicaciones. Menos mal que al fin se lo sacamos, entra Llura y yo, para quedarnos un poquito más tranquilos: su cuerpo, que seguía presentando un aspecto envidiable, ni de lejos era perfecto, cuando menos a efectos de un viaje como el que había yo descrito, y era porque desde pequeña le martirizaban los juanetes. A caballo, lo que se le pidiera, pero andar era otra cosa.
—Nos turnaremos en el carro, boba. Cuando me toque dar el pecho, tú andas. Cuando acabe, ando yo y tú te ocupas de las niñas. Verás como así todo es más fácil.
Claudera se lo quedó pensando, nada convencida. Sólo un tiempo después supe que aquella expresión sombría no tenía que ver con sus juanetes. Era que se había puesto a predecir, y lo que le salía no le gustaba. No quería compartirlo con Llura, pues bien sabía que no siempre comprendía, y que cuando no lo hacía se asustaba, y la quería demasiado para permitir que sintiera miedo. No era un asunto del que yo estuviera seguro, aunque sospechaba que, cuando yo no estaba, era Claudera la que hacía de hombre. Cuando menos, a efectos de pensar. Y decidir.
* * *
—Me voy, Guillem. Aprovecho que Ferran vuelve a Trinacria y me ofrece no ya sitio, sino su segunda galera, la Hispanyola —la Balanguera se había perdido tiempo atrás, devorada por los años, los teredos y las clóchinas—. Él se quedará en Trinacria, pero yo aún no estoy seguro de adonde quiero ir, si a Xirivella o a Mallorca, con don Jaume. El cuerpo me pide lo primero, pero Valentona todavía guarda luto por su padre. No podremos casarnos antes de año y medio, y mientras no sea para vivir juntos me apetece más estar en otra parte. Aún no sé qué haré, te lo repito, pero de ningún modo quiero seguir aquí, a las órdenes de Rocafort. Es un suicida y tarde o temprano acabará por conduciros a todos al desastre, salvo si antes se lo cargan sus adalides. De eso es de lo que te quiero hablar, Guillem: tras haberse cargado a d'Entena y desembarazado de dArenós, y marcharme yo, no queda nadie que le haga sombra. No tardará en mostrarse tal cual es, en dejar salir la bestia que lleva dentro. Se volverá un dictador, pero los catalanes no son buenos para que se les mande así. Poco a poco, sin que se dé cuenta, la tierra se abrirá bajo sus pies. Lo que te quiero advertir es que de ningún modo debes estar entre los que se lo carguen. Por el contrario, deberás mantenerte al margen. Muy al margen. Así, cuando a quienes acaben con él les llegue su momento, y no tardará, pues bastará un solo fracaso para que los demás se les vengan encima, estarás en mejores condiciones que nadie para conducir tú a la Companyia Catalana, y cuando te lo propongan deberás aceptar. Será un camino largo, azaroso y peligroso, pero si no te matan antes sólo podrán elegirte a ti. Lo digo sin apasionamiento, que me conoces bien y sabes que lo mío no es la inspiración divina. No sólo dominas como ninguno el arte de la intendencia, sino que has aprendido lo suficiente de táctica y estrategia para mandar cualquier ejército, cuando menos si no es mucho más grande que la Companyia Catalana. Sabes leer y escribir, además de que hablas los idiomas que más pesan en el Mediterráneo, de modo que te puedes entender con cualquiera, monarca o vicario, embajador o enviado. Eres joven, estás sano, sabes pelear y has demostrado infinidad de veces valor y habilidad suficientes en la batalla. Sabes conservar la cabeza fría, la vanidad no se te ha subido a la cabeza, no sufres mesianismos y hasta eres capaz de padecer un par de mujeres, lo cual demuestra que de valor vas más que sobrado —nos sonreímos, divertidos—. Sólo con eso será claro para los que terminarán por aclamarte que no ya serás su mejor opción, sino la única.
—La única, ¿para qué?
—Para conseguirles un lugar bajo el sol. Un país, un estado que sea vuestro, donde cada uno tenga su casa y donde vuestras vidas no sean un eterno vagar en búsqueda de saqueo, y también de una flecha, una lanza o una espada que os mande al infierno. De los adalides y caballeros que han preferido a Rocafort antes que a don Ferran ninguno se te puede comparar, y créeme, que los conozco a todos y sé muy bien con qué pie rompe marcha cada uno.
Todo aquello, como era natural, me parecía música celestial, pero aún sufría la tristeza en que me habían dejado sumido mis mujeres y mis hijas. La de no estar dándoles la vida que merecían.
—Me gusta que me digas eso, pero no sé si es la vida que me gustaría vivir. Para ser sincero, Ramón, lo que más me apetecería es volver contigo; a Xirivella, o a Mallorca, o adonde sea.
Se me quedó mirando, sonriente y un punto paternal.
—Suponía que dirías eso mismo. Es lo normal después de haber visto a tus mujeres y a tus hijas amontonadas aquí abajo. Lo natural, tras eso, es quedarse de lo más desconsolado, pero tú no te puedes permitir el dejar de mantener la cabeza fría. Dime, si no: ¿has pensado cómo sería vivir en lugares tan cristianos y devotos como los reinos de Mallorca, de Aragón o de Trinacria, con dos mujeres, y una de las dos, por si fuera poco, de religión ortodoxa? Por no decir pagana, que tú y yo bien sabemos que lo es.
Confieso que me pilló desprevenido. Hasta entonces no se me había ocurrido que nuestro natural modo de vida fuera incompatible con las diversas culturas catalanas. O quizá sólo fuera que nunca lo había querido pensar.
—Déjame que siga pensando por ti. La primera salida que se te ocurrirá será decir que Claudera no es tu esposa, sino tu esclava. En Mallorca no tanto, pero en Aragón y en Trinacria tener esclavas no está muy mal visto, de modo que la historia podría colar, aunque ahí llegaría tu primer gran problema: ¿crees que Claudera se resignaría, otra vez, a ser esclava? No pienses, te lo advierto antes de que te pongas a cavilar, que sólo sería una excusa frente a los demás y que vosotros bien sabríais cuál es la verdad. Ser tu esclava, o mejor vuestra esclava, tuya y de Llura, tendría efectos a terceros, pues no podría tener relación de igualdad con nadie, salvo con otros esclavos como ella. Su relación con Llura, que es la bienaventurada y prodigiosa de dos mujeres que se quieren mucho, además de todo lo que puedan querer a su hombre, a su macho, se deterioraría en dos días, en cuanto viera que no puede pasear con ella, ir a la iglesia con ella, ir al mercado con ella, ni hacer nada de nada con ella, pues por algo sólo es su puta esclava. Para volver conmigo deberías plantearte, antes, acabar con una de las dos, y no creo que tal cosa te apetezca mucho, Guillem, y eso dejando aparte que te costaría quedarte sin una de tus hijas. O sin tres de ellas.
Lo último fue innecesario; había sentido el vacío de asomarme a un abismo, el de quedarme sin la mitad de mi vida, y de ningún modo deseaba volver a ensoñar ese horror. Esa pesadilla.
No necesité decir nada. Muntaner sabía leer en mis pensamientos casi tan bien como Claudera. Para según qué asuntos, quizá incluso mejor.
* * *
Cinco días después habían ocurrido unas cuantas cosas. Una, que las galeras desastrosas que una vez trajera Berenguer d'Entena ya navegaban hacia Megareix, acompañadas de las de Ferran Eiximenis d'Arenós. Entre todas transportaban las mujeres y los hijos de la extinta Compañía Aragonesa, más su tesoro —nunca se mezcló con el de la Companyia Catalana— y los pocos caballos de d'Entena que no se había llevado d'Arenós. En esto último Muntaner puso un especial cuidado, y era que hasta el mismísimo final seguía desempeñando, con los mayores rigor y minuciosidad imaginables, el papel de intendente general.
La segunda, que los carpinteros se habían dado prisa en construir dos pantalanes de fortuna, por donde ya desembarcaban las familias, el tesoro y la impedimenta general de la Gran Companyia Catalana d'Orient, todo lo cual, a partir de aquel momento, seguiría la estela de la fuerza, con una escolta razonable y a sólo una jornada de marcha tras ella. La razón era que Rocafort, a regañadientes, había terminado por hacer suyo el juicio de sus adalides y de su intendente provisional: Christoupolis era imposible de tomar a un precio inferior a mil vidas, lo cual era inasumible. Lo que procedía era enfilar el camino de Cassandria y no darle más vueltas, que los fríos pronto se vendrían encima de la Companyia.
La tercera, que don Ferran d'Aragó, tras despedirse de Rocafort, del Consell deis Dotze y de Los Cincuenta —con evidente frialdad, o eso me pareció—, había regresado a Thassos para pasar unos días en la compañía de su amigo Tizinio Zaccaria. Se llevó con él su flota de cuatro galeras, con la cual pensaba regresar a Trinacria, si bien tras girar una visita, deseaba él que de las amistosas, a la colonia veneciana de la isla de Negroponte.
La cuarta, que Muntaner había hecho público —primero a Rocafort, en la intimidad de los dos solos— que obedecía la orden de su señor don Frederic II de Trinacria de regresar a su lado, para ser su gobernador y vicario general en la isla de Djerba. Los años que había pasado con la Companyia, declaró, fueron los más emocionantes y plenos de los cuarenta y dos que ya tenía, pero él no era tanto un hombre de armas como un funcionario de la casa de Aragón, y como tal estaba sujeto a sus diversos reyes por un juramento de fidelidad que no podía quebrantar. Fue, a mi juicio, una elegantísima y muy emotiva forma de decirnos «ahí os quedáis», pues bien sabía yo que su lealtad a la casa de Aragón era tan elástica como le convenía en cada momento. En aquel de mediados de verano de 1307 lo que pretendía era no seguir a las órdenes de un Bernat de Rocafort que acabaría por llevarnos al desastre, darse una vida tan en paz y alegría como se pudiera fabricar un soldado de fortuna que regresaba de una guerra con el riñon más que bien cubierto y, en todo caso, dedicarse a lo que yo y unos pocos más sabíamos era su vocación secreta: escribir. Por dónde comenzaría, lo ignoraba, pero de ningún modo me asombraría que fuera por la historia de los últimos nueve años, desde que dejamos Sóller hasta el momento de partir, a bordo de la Hispanyola, él, su primo San«; y los demás de los suyos, entre los que figuraba su más que fiel Oleguer, para seguir hasta Trinacria las aguas de don Ferran, infante de Aragón.
Además de despedirse Muntaner hizo públicas las detalladísimas cuentas de la Companyia, en las que había registrado hasta la última onza de oro ingresada en el tesoro común, así como las particulares, una por una, de los miles de almogávares —o sus viudas, o sus hijos—, en su mayor parte analfabetos, que se las habían confiado. Las dejaba en las manos del gran capitán de la Companyia, Bernat de Rocafort, el cual ya sabría después a quién confiaba la tarea de mantener aquellas cuentas tan al día, tan claras y tan fidedignas como las entregaba él a la Companyia.
Lo que más me conmovió de aquella despedida —confieso que a mis veintisiete años estoy ya un tanto endurecido, y más aún a la hora de asistir a ceremonias tan emotivas como innecesarias; Muntaner, para mí, no se quería largar dando un portazo, por si algún día le convenía regresar; era lamentable, lo aceptaba muy a mi pesar, haberme vuelto tan escéptico, pero eso no significaba que mi afecto, admiración y respeto por el que siempre sería mi señor y mi maestro hubieran disminuido; le quería, como le querría el resto de mis días, aunque con los ojos tan bien abiertos como los suyos— fue que los implacables, duros e insensibles mercenarios turcos le manifestaran en alta voz, para que los cristianos les oyéramos, que si algo lamentaban era quedarse sin el ata; no muchos sabíamos que ata, en turco, equivale a pare en catalán. Habían tenido muchos señores y sin duda tendrían muchos más, pero como él, tan honrado, ninguno. Ignoro si aquel mensaje tenía una segunda lectura, una dedicada en especial a un Rocafort del que se murmuraba ponía el ojo en los bienes y los ahorros de sus hombres muertos, e incluso en sus mujeres. Para mí sólo eran habladurías, pero ya se sabe lo que se dice de los ríos y del agua. En cualquier caso, y ya era mérito, Muntaner se iba de la Companyia con dos casas a las cuales poder volver: la de Cristo y la de Mahoma.
Poco después, cuando la gran asamblea de almogávares se había disuelto y el bajel en que marchaba Muntaner ya sólo era una vela minúscula camino de Thassos, Rocafort se me acercó. Fue directo al asunto, su estilo natural: me quería de intendente general, con el mismo grado de senescal que tenía Muntaner. Sólo tendría un igual, el senescal de la infantería —su hermano Gisbert—, y a nadie por encima salvo él, Bernat de Rocafort. Añadió que si bien ya contaba conmigo desde mucho antes, lo último que le dijo Muntaner, antes de marchar, era que sería un completo idiota si le daba el cargo a otro, de modo que contaba con que sería, para él, tan buen intendente, y tan buen administrador, como lo fue Ramón Muntaner. Le dije que sí, claro está, pero debo añadir que no con gran placer. Tener de superior inmediato a Rocafort, bien lo sabía, de ningún modo era la cosa más gratificante del mundo.
Al menos, eso sí, nadie protestaría porque la tienda de la familia Tous fuera, tras la del propio Rocafort, la mejor de las que capturamos en Kibistra —Muntaner me la dejó en herencia, pero no a mí, sino al intendente, quienquiera que fuese—. Cuando menos, en algo saldrían ganando los míos. Bueno, las mías.
* * *
Llegamos a Cassandria ya dentro del mes de octubre, muy mojados y bastante ateridos, pues el otoño en el lado norte del Egeo es particularmente desagradable. Los adultos no lo soportábamos mal del todo, ni tampoco los turcos, muy acostumbrados al invierno de Anatolia, pero los niños eran otra cosa. No puedo decir que cayeran como si fueran chinches o moscas, pero sí que perdimos unos cuantos. Unas cuantas docenas, mejor. La propia Giulietta nos hizo pasar unos días de muy grave preocupación, porque ardía y lloraba sin cesar, pero es evidente que tener dos madres en lugar de una sola plantea infinidad de ventajas, y una era que nunca le faltó el calor del cuerpo de una bien asido al suyo, sin que las otras tres hijas de la familia tuvieran derecho a protestar o a sentirse dejadas de lado, pues para eso, repito, tenían dos madres. Si ya por entonces no tenía ninguna duda sobre las infinitas ventajas de tener dos mujeres —tres o más quizá ya fuera excesivo—, desde ahí fui el patriarca más convencido cuando menos del Egeo. A eso se debía que no dejara de animar hacia lo mismo a Ramón y a Berenguer, aunque sin suerte, al uno porque seguía sin dar con una que le alegrase las pajarillas para más de un noche, y al otro porque parecía conformarse con los dones de Carlota, la cual, a la sazón, ya dormía con él y se ocupaba de su tienda, no ya con la mayor naturalidad, sino sin importarle compartirla con un Ramón que a menudo tenía problemas para mirar hacia otro lado.
Solíamos cenar todos juntos, Claudera, Llura, Carlota, Berenguer, Ramón y yo, más las niñas. Formábamos una especie de comuna desestructurada y sin reglas donde ninguno se cortaba en manifestar el afecto que sentía por los demás, sin que tal cosa diese lugar a que a la hora de la verdadera intimidad alguna, o alguno, se confundiera. Para mí, en particular, era un gran descanso, pues me permitía relajarme, lo cual me hacía mucha falta, pues además de la dureza de mi trabajo, y de que desplazar doce mil adultos e infinidad de niños a lo largo de un país desconocido, Macedonia, podía llegar a ser enloquecedor, el contacto directo con un tipo tan esencialmente desagradable como Rocafort podía desesperar a cualquiera, incluso si fuese más viejo, y más fuerte, que yo.
Era frecuente que habláramos del futuro, de la clase de vida que nos gustaría vivir cuando al fin tuviéramos una que no fuera un continuo desplazarse, pelear, matar y saquear. Cuando la conversación tiraba por ahí solía suceder que Llura, y sobre todo Carlota —no sólo era excesivamente joven, sino que no acababa de aceptar la necesidad de saber leer y escribir; para ella, siquiera de momento, era un reto excesivo—, permanecieran en silencio, pendientes de lo que decíamos los demás, sentados a la turca sobre nuestras excelentes alfombras, heredadas del intendente precedente, mientras dábamos cuenta de una cena que gracias a Llura rara vez no era estupenda. El tema dominante solía ser el porvenir y lo que nos brindaría, y en esas largas no sé si disquisiciones, especulaciones o simples masturbaciones, a menudo era Claudera quien llevaba la voz cantante, sin que ni Ramón ni Berenguer, a los que aún les costaba deshacerse de la postura oficial de los mosenes, la que sostenía que las mujeres no estaba del todo claro que poseyeran un alma, se mosquearan o se impacientasen. Los dos habían terminado por aceptar que Claudera —y qué remedio les quedaba, me decía yo, si los tres le debíamos la vida— poseía un cerebro en absoluto inferior a los suyos, y para según qué cosas mucho más desarrollado que los nuestros. Sobre todo, para predecir el futuro.
—Si queréis que vuestro idílico estado catalán independiente sea viable, necesitaréis conquistarlo de otro modo, no como lo hacéis siempre. Para empezar, sin cargaros a todo el mundo. Los que tengáis que matar para conquistarlo, hacedlo lejos de donde plantéis la bandera. No sólo para que los supervivientes os odien algo menos, sino porque los necesitaréis. Durante mucho tiempo deberéis defender vuestra existencia, la del estado, con las armas en la mano. Mientras estéis atados a eso no podréis hacer nada que valga la pena, como cultivar la tierra, cosechar, apacentar, educar, edificar, comerciar… y, sobre todo, pensar. Sólo podréis guerrear, y así un día os daréis cuenta de que sois viejos, y será porque os habrán aplastado. Necesitaréis que los conquistados trabajen con vosotros y se unan a vosotros en un objetivo común, y para eso les tendréis que brindar algo que mejore lo que tengan, o lo que hayan tenido. Que lo mejore, sobre todo, en términos de libertad. Todos los sistemas sociales y políticos, cuando menos en la cuenca del Egeo, son tiránicos. Si el vuestro, el que os deis, no lo es, tarde o temprano los conquistados verán que les ofrecéis ventajas, y la de ser libres, o algo más libres, suele ser la que más se agradece. Deberéis daros leyes igualitarias, leyes que no entrañen para vosotros la ventaja de los conquistadores sobre los conquistados, sino que os den los mismos derechos que a los conquistados, y a ellos que los conquistadores. Deberéis daros jueces capaces de sentenciar contra vosotros cuando no tengáis razón, y bien sé que si algo es duro para el conquistador es eso, pero ahí deberéis ser extremadamente serios, porque donde no hay justicia no hay futuro. Si algo explica la facilidad con la que siempre habéis derrotado a los bizantinos, cuando son un imperio con cientos de miles de soldados y vosotros sois los poquitos que sois, es porque su sistema está podrido. La corrupción es tan colosal que la justicia no existe, ha muerto, y sin justicia no hay moral, y sin moral nadie acepta jugarse la vida por un país, o por un estado, que le desprecia tan profundamente que permite a los corruptos hacer lo que les dé la gana con total impunidad. Tened esto siempre bien presente, porque vosotros seréis los que izaréis la bandera. La de vuestro estado catalán.
Ahí, lo confieso, a los tres, Berenguer, Ramón y yo, nos dio un escalofrío. El de preguntarnos si quien así nos hablaba era Claudera, mi mujer, o Claudera, hija de Eris y diosa de la predictividad.
* * *
Tomar Cassandria no nos fue difícil. Los griegos, porque allí todos eran griegos, se retiraron, casi todos por mar, al ver que poníamos rumbo al pezón de más al oeste de los tres que brotaban de la inmensa ubre que la península Calcídica simulaba ser en el último de los mapas que Muntaner compró a los venecianos, unos consumados artistas en una rara ciencia que llamaban cartografía. Razonables, desaparecieron tras estimar nuestra fuerza y concluir que de ningún modo querían darse una suerte como la de Massada o la de Numancia, pero sin destrozar ellos mismos su ciudad. Debieron de pensar que si nos entregaban sus casas en vez de acabar con ellas, cuando nos fuéramos las dejaríamos como las encontrábamos, y si por mí fuera desde luego que así sería, ya que destruir por destruir no nos servía de nada práctico, ni para nada útil.
Rocafort, sin embargo, tenía otras ideas. Aunque no hablábamos gran cosa del futuro —con el presente ya teníamos bastante—, alguna vez dejaba caer sus opiniones, y me parecía que las mismas no iban más allá de perpetuarnos como una fuerza mercenaria y saqueadora, sin más propósito que algún día encontrar por ahí una bella dama con la que pudiera él matrimoniar, aportando como dote su indiscutible capacidad de hacerse respetar. Así, algún día seríamos la hueste del duque tal o el príncipe cual, el brazo armado de su voluntad dictatorial que haría sentir su peso en un país aterrorizado por su señor, y poco más. Un destino, ése, que no me gustaba nada. Francamente, nada. Ni que decir tiene que los viejos ideales de la Companyia Catalana, democracia expresada de un modo asambleario, elección de nuestros jefes a mano alzada, selección comunal de los objetivos, así como el resto de las buenas intenciones, le traían completamente sin cuidado. Tal y como profetizó Muntaner, poco a poco se quitaba la careta y dejaba salir la bestia furibunda que portava dins. Lo peor de todo era que la mente designada para transformar sus delirios en realidades operativas era la mía, y cada día sentía una repugnancia mayor por hacerlo.
Sin embargo, algo de bueno tenían las fechas: el invierno se acercaba, la ciudad se nos había entregado intacta y estábamos mejor que bien de víveres y de leña —en algo se tenía que notar el tener un intendente obsesionado por los detalles—, de modo que no nos aguardaba un invierno de hambre, ni de frío. El porvenir bajo Rocafort sería espantoso, sí, pero no llegaría mañana. Cuando menos, hasta que florecieran los almendros, allá por marzo, viviríamos tranquilos. No era la mejor de las esperanzas, aunque de momento, siquiera durante los siguientes cinco meses, nos valdría.