IV
—Tenemos alojado en casa —explicó Rodríguez—. Nos lo enviaron ayer. Ha estado en Abisinia. He visto en su maleta una cimitarra.
—Los abisinios usan alfanje y no cimitarra —dijo Larrinaga—. Alfanje y jabalina, y llevan el escudo, que es de piel de león, con una cola suelta en el centro.
—Salgari —dijo Eguirazu.
—¿Por qué Salgari?
—Porque lo que tiene ese italiano es el cuchillo de los Saboya. ¿No les has oído decir Saboya y saludar con el cuchillo? —Tonterías —dijo Gamarra—. Bayonetas vulgares. —No son bayonetas.
—Sí, son bayonetas.
—No lo son. Son, en todo caso, cuchillos de combate. —¿Cuchillos de combate? No sabéis. Los que llevan en la cintura son de adorno, y los otros son bayonetas.
Estaban en un rincón del cobertizo. Llovía dulcemente. Hacía frío. Se apretaban unos con otros. Se acercó el prefecto. —Muévanse. No quiero ver a nadie parado. Gasten ahora energías, y no en la clase.
—Te hago una carrera hasta la tapia y volver —dijo Gamarra dirigiéndose a Rodríguez.
—Prohibido salir del cobertizo —ordenó el prefecto—. Jueguen, jueguen a la pelota.
—Es imposible, don Antonio —dijo Eguirazu.
El prefecto bebió los vientos.
—¿Quién ha fumado? —preguntó gravemente.
Se miraban asombrados, se encogían de hombros.
—No se hagan los tontos. Luego habrá registro. Ahora jueguen y saquen las manos de los bolsillos.
Les dio la espalda y se fue paseando hacia otros grupos menos díscolos.
—¿Has fumado tú? —preguntó Gamarra a Rodríguez. —Sí, en el retrete.
—Pues ya lo puedes ir diciendo.
—¿Por qué lo tengo que decir?
—Porque va a haber registro.
—Y a mí, ¿qué?
—Que si no lo dices, eres un mal compañero.
—Y si lo digo, ¿qué? El paquete para mí, ¿no?
—Déjale que haga lo que quiera —intervino Zubiaur—. Otras veces fumas tú y nos callamos.
La campana anunció los cinco postreros minutos del recreo. Corrieron hacia los urinarios.
—No dejar entrar a nadie. Defender la posición —gritó Gamarra. Gamarra y sus amigos tomaron las dos entradas y comenzaron a luchar con los compañeros.
—¡A mí, mis tigres! —clamó Gamarra subido en el medio mamparo del que iba a ser desmontado—. ¡Vengan mis valientes!
Uno de los muchachos resbaló y cayó de bruces. De las palmas de las manos, embarradas, le brotaba sangre.
—No deis cuartel —gritó Gamarra.
—¡Imbécil! —dijo el herido.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Gamarra.
—Por tu culpa.
—A la enfermería. Te salvas de latín, muchacho. ¡A mí, mis tigres!
El herido se abalanzó sobre Gamarra y lo hizo caer desde el mamparo. Lucharon en el suelo.
—¿Qué pasa aquí? ¿Quién ha comenzado? —preguntó el prefecto acercándose.
La respuesta fue unánime:
—Ellos.
—El próximo recreo se lo pasan traduciendo. A usted, Gamarra, le espera algo bueno. Voy a acabar con sus estupideces y faltas de disciplina en un santiamén.
Sonó la campana por segunda vez y los colegiales formaron en dos filas. Entraron en el pabellón. Zubiaur había sido lastimado en su pierna coja y caminaba dificultosamente.
—¿Te has hecho mucho daño? —preguntó bisbiseadamente Lauzurica.
—Un retortijón.
Gamarra empujaba a Ugalde.
—Isasmendi ha faltado ya dos días —dijo Ugalde—. ¿Estará enfermo?
—No. Dice mi padre que a su padre lo han trasladado de cárcel.
—¿Y eso es malo?
—Dice mi padre que sí.
—Silencio —ordenó el prefecto.
Las orlas de los bachilleres rebrillaban. Alguien hizo gemir el pasamanos del barandado apretando la húmeda palma contra él.
—Silencio —gritó el prefecto.
Los colegiales de segundo curso de Bachillerato marcaban el paso por las escaleras.