II
Acababa de hablar por teléfono y podía reproducir, palabra por palabra, la larga conversación con sus encrucijadas de silencios ambiguos y sus reticencias delirantes, a las que había que estar atenta como los exploradores de los, en otro tiempo, amados libros de aventuras lo estaban a los tembladeros y a las arenas movedizas. Se sentía inquieta y un poco fastidiada y otro poco gozosa. Era inútil, de momento, intentar concentrarse en el trabajo y su mirada fue por la habitación como un pez en su acuario recinto. Entraba filtrada por la persiana y los visillos del balcón la forunculosa luz de la tarde de julio, y los cristales de los grabados espejeaban golpeados y refulgía el barniz de los muebles tiroleses con algo de secreta iglesia. La librería quedaba en la penumbra mate de la rinconada y los lomos de los libros eran colores de rescoldo.
Tenía calor y aunque otras habitaciones de la casa se le ofrecían menos sofocantes prefirió quedarse en su cuarto, allí donde comenzaban su independencia, su libertad y su tristeza. A pesar de la temperatura se abrigó en la bata, que cubría su casi total desnudez, porque tuvo miedo de su cuerpo; miedo de contemplar la carne floja en los muslos y en el vientre, con los trazos, apenas visibles todavía, de lo que en el futuro sería vencimiento. Había tenido alegría, orgullo y un inconcreto sentido de poder y ahora la abrazaba el temor nacido de la vergüenza de la edad: de sus treinta y cuatro años y su soltería.
Se activó en ocupaciones fútiles, arreglando y desarreglando, colocando, moviendo, soplando polvillo del descuidado faenar de vacaciones, alfabetizando libros en su pequeña biblioteca, hasta el hastío del orden, y se dejó caer, como quien va a nadar de espaldas, en el sofá convertible, rendida de aburrimiento y de verano.
Cerró los ojos; entre el sopor y la vigilia más vivaz pensó su estrategia y decidió su táctica. Agrupó las noticias que su instintiva cautela de mujer, como un servicio secreto, consideraba fundamentales en el juego. En primer lugar el número, la insistencia y el temario de las llamadas telefónicas, que eran su vinculación más estrecha. El curso con las raras visitas de compromiso y algunas cenas de sábado, fatigosas y levemente protocolarias, quedaba atrás, ni siquiera como un recuerdo, sino tan sólo como asuntos de trámite en «casa de Marcela». «Casa de Marcela» sabía a latín y en latín podría resultar algo parecido al nombre científico de un animal, de una animácula, de un insecto. Exactamente de un insecto con el que se cumple matándolo y que nunca se recuerda. Pero la casa del verano no era la casa de Marcela, sino la casa de él, su cubil, su ogrera, la trampa y todo lo que supone un desafío de abatimiento y de valor.
En primer lugar las llamadas telefónicas. Siempre a las misma horas. Cuando él aún no había comenzado la consulta en la soledad de su despacho, lejana la puntual enfermera autosuficiente —tantas veces recordada con horror— de piernas zambas y sólidas como una osa, y sonrisilla irritadora, que contemplaba el mundo desde las miserias del fichero y parecía preguntar confesiva a todos: ¿Qué nueva desgracia debida a un nuevo exceso le ha ocurrido? ¿Qué tontería acaso irremediable ha cometido? ¿Con qué triquiñuela barata viene esta vez si sabe que es inútil? Siguió decorando el presunto sermón: ... si sabe que se han de enterar sus padres, su marido, su novio, todos sus parientes, todos sus amigos, Europa, el mundo universo, porque las medicinas y los enfermos están llenos de cornetas, de inmensas bandas de música que tocan constantemente llamando al espectáculo...; si sabe que las procesiones, los desfiles, el tráfico de las grandes horas viven en su cara: en esos labios exangües, en los nichos de sus ojos, en el afilamiento y en la transparencia de sus orejas de murciélago gigante disecado, lleno de polvo en la vitrina, con las alas abiertas y ensambladas como las velas de los juncos chinos...; si sabe que está en una ficha eterna, como una obra de un genio de la Literatura con su orina, su sangre, su saliva, sus dolores, su angustia, y no lo olvide usted, no lo olvide usted, no lo debe olvidar: váyase para su muerte con dignidad, que ya está registrada...; si sabe... Olvidó a la enfermera y volvió a su otro juego para jugarlo minuciosa y delicadamente.
No era sucio, estaba segura de que no era sucio, porque no se trataba más que de salir, mejor dicho encontrarse por el azar que guía a los solos con él, un hombre lejos de la familia, deseando no hablar a alguien de medicina y queriendo un poco de tiempo para decirle a una amiga cosas que se las hubiera dicho, tal vez o acaso no, a su mujer. De todas formas convenía engañarse y el azar que guía a los solos era una buena fórmula para engañarse, aunque la pretensión de engañarse era tan absolutamente necia que más valía olvidarla. Y ya estaba hecho. No era sucio y era suficiente. En el distante septiembre entrevisto en la calígine podía decírselo a Marcela.
«Un día salí con tu marido. Estábamos los dos muy solos. Madrid se queda sin gente y salimos para hacernos compañía. Hablamos de ti...»
Y a Marcela le parecería perfectamente bien, porque eran amigas desde niñas y sabía que ella era incapaz... Pero una mujer nunca es incapaz y Marcela sabía tan bien como ella, mejor que ella muy probablemente dado el sentido de la propiedad que toda mujer casada suele tener, que nada es inocente desde que nace. La salida, por tanto, no sería sucia, pero tampoco inocente. Debería ser únicamente un juego conocido, pero del que no se saliera dañado. Le aterrorizaba el daño por lo que tiene de acorralador y elemental, por las glaciaciones de desvalimiento que deja en las personas, como una enfermedad grave o cosa semejante. Y le gustaba la frase: «Amortajada en su soliloquio.» Ya que la pena es un soliloquio infinitamente sin sentido y duramente intransitivo.
Bien, ¿de qué hablaría?, ¿cómo se manifestaría? Y, sobre todo, ¿cuáles eran las claves? ¿Y por qué había decidido acudir ella a la cita después de haberse resistido desde el comienzo del verano?
Hablaría de cualquier cosa, meditada y feamente, tropezando las sílabas y alargando los períodos hasta aletargarse en ellos. De cualquier cosa, pero con la temida corriente interior modulando todas sus frases, cargándolas de intención. Toda su apariencia de hombre reflexivo encubriendo el acecho de la caza huyente; para nada la tensión de la espera, sino una —¿cómo decirlo?— sólida, sí, tal vez sólida autonomía que le permitía ir de acá para allá sin alborotarla, dejándola quieta y como en estado de hipnosis. Así fueron muchas de sus conversaciones. Así había sido la conversación telefónica. Y de pronto un silencio. En los silencios se debilitaba él porque esperaba el efecto y su juego debería ser la acción continuada, sin reposo. Ella volvía en sí y se aprestaba otra vez a la huida sonámbula.
¿Cuáles serían sus claves? Tenía que pensar el lugar donde se desarrollaría la entrevista. No comprendía muy bien por qué, pero en el lugar estaba la explicación de las claves. Era evidente que lo mismo daba un parador de la carretera que la terraza de un restaurante o de un café, mas parador o terraza podían y de hecho tenían distinto significado. No la culpa burguesa y esperada del parador, ni la cándida situación de la terraza, sino otra cosa diferente. Por eso era evidente que lo mismo daba un parador que una terraza, porque él encubriría su táctica en tal manera que el juego debería hacerse complicado. Esencialmente él era un hombre complicado —Marcela jamás lo había entendido— y usaría el parador o la terraza de una forma absolutamente inesperada, contra las que podía no tener defensa. De todas formas le estaba dando demasiadas vueltas a la cabeza y si acudía a la cita era principalmente por la morbosa vanidad de saber sobreponerse. O no. Si acudía a la cita era por medirse con un hombre que siempre la había deslumbrado intelectualmente y no desde su profesión de médico —ésta ya era por sí misma deslumbradora y además ella había estado enferma y fue tratada por él—, sino desde un aura especial que hacía que hasta retazos, pruebas de incultura —era un hombre demasiado ocupado para ser totalmente culto—, resultasen significativamente muestras de clarísima inteligencia. Probablemente no eran más que trucos dialécticos, pero trucos de gran circo, de monumental circo dentro de un cráneo.
A las siete de la tarde tomó una ligera ducha y procedió a vestirse, distrayéndose al compás en pequeños arreglos de las ropas y objetos de su armario. A las siete y media sonó el teléfono. La conversación fue breve, únicamente para señalar el lugar y la hora exacta de la entrevista.
Cuando Elisa salió a la calle caía el sol tras de las altas casas del otro lado de la avenida. Contempló un momento el resplandor tras de los bloques y el rocío de luz sobre las acacias de las aceras. Los bloques se extendían rígidos, esbeltos y uniformes, como los santos de los atrios de las catedrales, y en todos había diversa expresión paralizada y el halo de cada uno era extrañamente distinto. Casi no había tráfico y los pocos coches que pasaban lo hacían lentamente. Era la hora perezosa y misteriosa en que los juegos de los niños pasan a ser mágicos, en que los dibujos en el polvo se transforman en criptogramas cabalísticos y en el que las conversaciones se adormilan en susurros plenos de complicidad. Un instante casi suspirado, que Elisa unía mentalmente al polvillo de las alas de las mariposas, considerándolo como materia de crepúsculo o considerado como materia de crepúsculo en su niñez más fugaz y perdida, recobrada alguna vez en el sueño y que poco tenía que ver con su otra infancia disciplinada, colegial.
Tomó un taxi y dio la dirección. El paseo de la Castellana fosforescía y el verdor de los árboles aumentaba, haciéndose denso como una gran pasta de menta. Los monumentos de la calzada eran hermosas sombras y al llegar a la plaza de Colón reconoció en ésta algo como un cirio en su trípode de oro y negro funeral.
La terraza estaba rumorosa y pobladísima y anduvo derivando al encuentro hasta que una voz la llamó. Allí estaba. El hombre se levantó de su asiento y fue hacia ella. Se saludaron.
—Ven a sentarte —dijo el hombre—, antes de que nos quedemos de a pie.
Obedeció. Sentía el brazo izquierdo momentáneamente paralizado por la presión de la mano de él.
—¿Qué vas a tomar? Te recomiendo una copa de helado. Acabo de tomar uno y está muy bueno.
—Bien, una copa de helado.
—Camarero, una copa de helado para la señorita, por favor —dijo él.
Mantuvo un silencio que inquietó a Elisa.
—Bueno —dijo al fin—, después de tantas llamadas, después de tantos días, logro verte. Supongo..., creo que has pensado lo peor de mí y que vienes a hablar como a un sacrificio, ¿verdad? Vienes resignada a soportarme, lo sé, y yo no lo quiero. Me gustaría que nuestra entrevista fuese alegre, por lo menos alegre. ¿Estás conforme? —Desde luego, Pedro —dijo Elisa.
—Así es mejor —dijo el hombre descansando.