IV
La había llevado a cenar a Las Tinajas y durante el camino el horror a las luces de los faros y a las sombras circulantes le hicieron agazaparse y darse protección en el asiento del coche. No conduciría jamás o por lo menos no lo haría de noche, porque era como una embriaguez y un enfurecimiento. Ricardo llevaba el automóvil demasiado de prisa y cantó canciones de soldados a partir de Campamento, tarareando lo que podía ser molesto o soez. Su tarareo crecía a lo estentóreo de vez en cuando y entonces ella se sentía absolutamente avergonzada y en peligro.
Eran los últimos días del mes de julio y el calor había aplastado, al atardecer, una tormenta sobre la ciudad. Llovió mucho y muy fuerte, y la noche tenía sus estrellas muy bajas, aunque por el talón de la sierra, donde se agolpaban todavía las nubes de tronada, estaba oscurecida y densa. Probablemente llovía en El Escorial y más al Oeste, pero no se veían relámpagos y la atmósfera estaba clarificada, excepto en aquellos últimos posos de la lejanía.
Ricardo había llegado a la cita un poco bebido. Ella no quería que la fuera a buscar a su casa. La casa y sus derredores debían ser como un jardín apacible, por donde pasearse distraídamente en el más grato de los silencios. Ricardo había insistido y ella encontró la brusquedad suficiente en las palabras para no herirlo y rechazarlo. Luego se retrasó y Ricardo también lo hizo por no sabía qué amigos antiguos encontrados casualmente, y ahora, después del pequeño viaje, estaban los dos contemplando las estrellas en la colina de Las Tinajas, tomando unos aperitivos antes de cenar.
—¿Las pequeñas también tienen nombre? —preguntó Ricardo y señaló a una no alcanzada por la mirada de sus ojos algo miopes—. ¿Esa también?
—Todas.
—¿Y por qué?
—¡Qué pregunta! Porque sí, como las plantas o los animales. ¡Qué sé yo!
—Las debieran numerar, que es más científico, y no ponerles nombres absurdos. ¿Tú crees que la Osa Mayor parece una osa de verdad? ¿A qué no? Le llaman la Osa Mayor como le podían llamar la Bicicleta Mayor o la Máquina de Escribir Mayor. Esto es como el asunto de los Reyes Magos...
—¿Qué tiene que ver ese asunto con la Osa Mayor?
—Naturalmente que tiene que ver —dijo pesadamente Ricardo—. ¿Los Reyes vieron una estrella o no la vieron? Si la vieron...
—¿Por qué no dejamos este galimatías, Ricardo?
—Para mí no es un galimatías. Es sencillamente absurdo, y si por mí fuera borraría de los planisferios toda esa literatura. Un uno para la primera, por ejemplo la del Norte, y todo correlativo hasta el final si se llegaba...
Elisa se imaginó el planisferio como algunos entretenimientos de las revistas para niños: estrellas numeradas que unidas correlativamente por una línea hacían aparecer una figura. ¿Cuál sería la figura del cielo?
La cena estaba lista y cenaron abundantemente. Bebieron un vino fresco y seco, que dejaba en la boca sabor a madera levemente aromática, y luego esperando el café fumaron cigarrillos. Durante la cena apenas habían hablado y Ricardo no hizo otra cosa que mirarla. A veces sus miradas se encontraban y ella la hurtaba hacia un lado u otro en la ligera contemplación de un farol o de una pareja cercana o de las idas y venidas de los camareros.
—Bueno, Elisa —dijo Ricardo—, debo estar muy animado para decírtelo. Se conoce que este vino ha hecho su efecto y me ha dado valor. Estoy seguro que el vino da valor sobre todo a los que no somos —jugó con la pulsera de su muñeca—, a los que no somos... ¿Tú me entiendes?
—No —respondió Elisa—, no te entiendo.
—Tienes algo de bruja y de hada. Medio bruja, medio hada, medio no sé. Sí, algo de bruja y de hada. Medio bruja, medio hada —repitió—. Me tienes que perdonar que te llame bruja —dijo riéndose forzadamente.
—Ya sé en qué sentido lo dices o lo quieres decir.
—Me entiendes, ¿verdad? Mucho mejor. Medio bruja, medio hada...
—Bueno, deja ya eso y dime lo que me quieres decir. Hasta ahora sé solamente que el vino te ha dado valor y que soy medio bruja, medio hada, medio no sé. De todas maneras es una definición.
Ricardo apuró un resto de vino que le quedaba en su copa y perdió valor. Encendió un cigarrillo torpemente y contempló con mirada fingida y perdida las profundidades del campo nocturno.
—Cuando uno vive —dijo lentamente—, cuando uno vive con un ser al que se quiere pero que le es extraño...
—¿Quién vive con un ser querido y extraño? —preguntó Elisa.
—... no es feliz —continuó Ricardo—. Durante muchos años se vive —dijo lacrimosamente— dependiendo de él. Luego uno se da cuenta y ya no quiere a ese ser y cree que quiere a otro. Es decir, quiere a otro y este otro puede que no se dé cuenta y puede que se dé y abuse de eso, pero uno está muy desvalido...
—¿Tú estás desvalido? —dijo Elisa.
El hombre compuso la figura y dijo las palabras trucadas y muertas:
—Sí, Elisa, yo...
Elisa guardó silencio durante unos instantes ante la expectación de Ricardo, que jugueteaba con su pulsera.
—Bien, Ricardo, ha sido una buena cena y te doy las gracias por ello. Ahora llévame a Madrid.