I

Era la hora del ocaso y estaba sentada en la terraza de aquel bar del paseo de Rosales como si estuviera en un mirador que al mismo tiempo fuese un muelle. De vez en cuando contemplaba la estrecha caleta del vallecito, a su izquierda, perdiéndose en colores, calígine y humos hasta hacerse alta mar dorada en las brumosas montañas de la sierra. Luego todo se tornaba rojo, como el vinoso Mediterráneo de los crepúsculos, y emergían amenazantes escolleras oscuras del Parque del Oeste, de los Viveros de la Villa y del apretado bosque de la Casa de Campo. Se oían pitidos de locomotoras portuarias y un rumor metálico de peces asaltados por peces mayores, que transforman sus ordenados y precisos desfiles en vorágine caótica y hacen sonar la hora encamada de la matanza, y crujía suavemente, caricioso al oído, el apresto de las despedidas más largas. El Manzanares, paralizado y submarino, asomaba el lomo plateado.

Hacía un rato que había dejado sus cuadernos abandonados sobre el mármol del velador y miraba al mar resultante de muchos mares de verano; un mar compuesto de las sensaciones tenidas desde la infancia, acrecido y sensibilizado ahora, y que se le hacía melancólicamente real en el atardecer madrileño. Las aguas de entonces batían sus sentidos y había en ella éxtasis y anegación.

Ya era noche marítima, con luces bordeando la caleta y titiladoras poblaciones lejanas, cuando quiso volver a sus quehaceres. Tomó un sorbo de cerveza desagradablemente tibia y con el bolígrafo dibujó una delicada línea ondulada, a la que sumó otra y otra, ensimismándose. Así fue sorprendida.

—Elisa, muchacha —la voz del hombre era alegre y familiar—, pero ¿qué haces tan sola? Pero ¿qué haces aquí? Esto se avisa, traidora. Si no llego a pasar por casualidad ni siquiera me entero de que estás en Madrid.

La mujer cerró sus cuadernos rápida e infantilmente y los apiló a su izquierda, justo donde el velador hacía frontera con el seto. Extendió la mano al hombre.

—Yo también creía que estabais fuera de Madrid...

—¿Y cómo te encuentras? —dijo el hombre interrumpiéndola—. Fuera de guapísima, como siempre, claro.

—Muy bien. ¿Y Maritina y los niños?

—Pasándolo bomba por esas playas. Pero ¿qué haces tú en Madrid? ¿Cómo no te has ido? La última vez que te vimos nos hablaste, ¿te acuerdas o no te acuerdas? —dijo sonriente y como ejerciendo una cierta tutela—, que te ibas a Tossa, porque el perdís ese que te gusta... Bueno, ¿me puedo sentar? ¿Puedo invitarte a una cerveza? Igual nos toman por novios —rió—. Estaría bueno, sería estupendo. Yen serio: ¿Has reñido con él? ¿No te gusta ya?

El hombre que se acababa de sentar llamó al camarero volviendo la cabeza. Elisa contempló un instante el cuello musculoso y moreno de su acompañante y bajó la mirada cuando el hombre regresó a festejarla.

—¿Cerveza, cangrejos u otra cosa? Estás guapísima. Ya te lo he dicho. ¿No tomas el sol? ¿No vas a la piscina?

Llegó el camarero y estiró su rostro, atento a la confidencia, al secreto sumarial y a la importante demanda.

—Cangrejos y cerveza muy fría.

El camarero asintió con un aristocrático movimiento de cabeza.

—Muy bien, Elisa, ¿tienes la familia en Madrid?

—Se han ido todos. Es que estoy escribiendo y necesito...

—¿Una novela?

—No, no —respondió riéndose la mujer—. ¡Qué barbaridad! Estoy escribiendo un texto que necesita consultas y eso... Algo bastante pesado.

—¡Ah! —dijo el hombre desinteresándose—. Pero algún tiempo te quedará para divertirte; no te vas a pasar el día dale que dale... Tendrás un rato libre. El verano está hecho para descansar. Si no descansas en el verano... ¿Vienes todos los días aquí?

—No, hoy he venido por casualidad.

—Como yo. Qué casualidades tan extrañas —dijo con fingido gesto meditativo—. Pues ya ves —añadió pretendiendo un dejo de desolación y tristeza—, yo de Rodríguez, como un perro sin amo. Por la mañana, el Ministerio. Como en cualquier parte. Luego la siesta y a aburrirme. Un plan para morirse, y que luego digan... A propósito, me han contado unos cuantos chistes de Rodríguez bastante buenos, pero no te los cuento; ya sé que no te gustan los chistes. Además son subidillos de color y no está bien.

—Como tú quieras, Ricardo —dijo la mujer—. Ya tiene una años para no asustarse de nada.

—Tú años, pero si eres una chiquilla; pero si estás hecha una cría...

—Los mismos que tu mujer —dijo Elisa sonriendo apagadamente—. Entramos juntas en la Facultad, terminamos juntas. Lo hemos hecho todo juntas excepto casarnos.

—Así te conservas mejor. Fíjate en Maritina. Los hijos... Casi podría parecer tu madre o tu hermana mayor —se corrigió—. Yo siempre digo...

—No seas bobo, hombre. Maritina está estupenda, y además una mujer si tiene que estropearse por algo es por los hijos y por su marido y no por el aburrimiento.

—Pero tú no te aburres. Cómo te vas a aburrir; será porque tú quieres. No me vas a decir que te encuentras muy sola y toda la ganga. No, no; estoy seguro de que no.

—Pues sí me aburro. Aunque no sé si los dos empleamos la palabra en el mismo sentido...

—Claro que sí. Olvida lo de los sentidos de las palabras. Aburrirse es aburrirse y se acabó. Y tú no te puedes aburrir...

El camarero colocó el plato de cangrejos y las cervezas sobre el velador y luego una escudilla con agua y unas rajas de limón. Ricardo animó con un ademán a Elisa.

—Tienen un aspecto estupendo —dijo—. A mí es lo que más me gusta en el mundo. Del río, el cangrejo, y del mar, la langosta. La carne ni la pruebo, porque engorda mucho. Además no me gusta. Vamos, Elisa, comencemos.

—Es que no me gustan los cangrejos.

—Que no te gustan, pero mujer... Es la primera vez que lo oigo —dijo defraudado—. ¿Qué quieres entonces?

—Nada, no tengo apetito.

—Bueno, como tú quieras... La única cosa mala que tiene esto de los cangrejos es que te pones las manos... La cabeza es lo más sabroso y lo más difícil de comer. Hay que hacer así y así —operó hábilmente en la cabeza de uno— para que no te salte la salsa.

Elisa contemplaba a su acompañante con curiosidad.

—Te das muy buena maña —dijo.

Ricardo sonrió halagado. Luego preguntó:

—Entonces el novio o el seminovio... ¿No seré indiscreto? Entonces ya no. ¿Habéis reñido?

—Todo terminado —respondió Elisa con fatigada palabra—. No soy capaz de retener nada.

—No querrás. Estoy seguro de que es porque no quieres. Tienes todo y eres encantadora. Probablemente no te lo propones. Te lo digo como hombre y creo que tengo razón. Tú puedes hacer de un hombre lo que quieras, si es que quieres, naturalmente. Si es que quieres —repitió—, porque aparte de guapa y de la figura que tienes y de tu estilo... Tú tienes un estilo, ¿cómo diría yo? Un estilo como de película. Algo así. Tú me entiendes. Yo muchas veces le he dicho a Maritina hablando de ti que tenías un pedazo de personalidad. Eso es: personalidad.

—Muchas gracias, Ricardo —dijo Elisa.

Había terminado los cangrejos y se estaba enjuagando las manos en la escudilla.

—Tengo ahí el coche, Elisa. Son ya las diez. ¿Quieres que re lleve a algún lado? Suelo dejar el coche para darme un paseo; conviene estirar las piernas de cuando en cuando.

—¿En plan de Rodríguez? —preguntó Elisa.

—No, no, Quita allá. Ni pensarlo. No..., pasear por pasear... ¿Quieres que te lleve?

—No, Ricardo, muchas gracias.

—Te llevo a tu casa, ¿sí? ¿O cenas en algún restaurante? —No, ceno en casa; pero no quiero que me lleves. Quiero quedarme todavía un rato.

Ricardo llamó al camarero y pagó la cuenta.

—También lo que haya tomado anteriormente la señorita.

Estaba de pie. Era alto y fuerte. La camisa de sport se le ajustaba sobre los músculos del torso, y en la muñeca derecha llevaba una pulsera de plata.

—No quiero ser pesado, pero si quieres te llevo a tu casa o te acerco.

—No, muchas gracias.

—¿Puedo telefonearte un día? Podemos ir a la piscina o a cenar, si te parece. Así nos hacemos compañía —dijo sonriendo—. ¿Te parece, Elisa?

—Muy bien —dijo Elisa—. Si tú quieres...

—¿Qué día te viene mejor?

—Un sábado es mejor para mí, pero puede que ése no sea un día a propósito para ti.

—El próximo sábado te llamo. Mañana voy a escribir a Maritina y le diré que te he encontrado. Hasta pronto, Elisa —dijo tendiéndole la mano—; que no trabajes mucho...

Le vio alejarse. Caminaba por el paseo erguido, seguro el paso. Pensó que era atractivo. Nada más que atractivo. Al llegar a la altura de su coche él le hizo un último saludo con la mano. Luego se fue.

Elisa encendió un cigarrillo y miró hacia el mar, pero el mar no estaba allí. Las luces del parque recortaban los árboles, iluminaban los senderos. Los Viveros de la Villa eran tiniebla cerrada, y el bosque de la Casa de Campo era solamente una masa negra, lejana. Entonces volvió la cabeza.