I
—Le jeu aux barres est plutat un jeu français. Nos écoliers y jouent rarement. Voici á quoi consiste ce jeu: les joueurs, divisés en deux camps qui comptent un nombre égal de combattants, se rangent en ligne aux deux extrémités de l'emplacement choisi. Ils s'élancent de chaque camp et ils courent á la rencontre l'un de l'autre. Le joueur qui est touché avant de rentrer dan s son camp est pris. Les prisonniers sont mis á part; on peut essayer de les délivrer. La partie prend fin par la défaite ou simplement l'infériorité reconnue de l'un des deux camps.
El tañido de la campana les hizo alzar las cabezas. Opaco, pausado, grávido, anunciaba el recreo.
—No ha terminado la clase —dijo el profesor a media voz—; traduzca.
Cesó la campana y hubo un vacío de despedida. Hasta entonces nadie había prestado atención a la lluvia, que golpeaba en las cristaleras arrítmicamente, flameando como una oscura bandera.
—No ha terminado la clase, Gamarra —la mirada del profesor emergió, burlona y lejana, de las acuarias ondas dióptricas—, y para alguno puede no comenzar el recreo.
La lluvia, desgarrada, trizada, en los ventanales, producía un cosquilleo y una atracción difícil de evitar. El profesor apagó la pequeña lámpara de su pupitre, cambió sus gafas y se ensimismó unos segundos contemplando el esmerilado de la lluvia de los cristales. Después se levantó.
—Al patio pequeño.
Los colegiales se pusieron en pie y cantaron mecánicamente el rezo: Ainsi soit il.
En los pasillos, mal alumbrados, el anochecer borroneaba las figuras. Los balcones de los pasillos daban a un breve parque, cuidado por el último de los alsacianos fundadores, y al huerto de los frailes, trabajado por los chicos del Tribunal de Menores. Los árboles del parque tenían musgo en la corteza. En el invernadero del huerto se decía que había una calavera. Hacia el invernadero nacarado convergían las miradas de los muchachos castigados en los huecos de los balcones, cuando desaparecían las filas de compañeros por la puerta grande del pabellón. Bajaron lentamente de la clase de francés mirando con aburrimiento las orlas de los bachilleres que colgaban de las paredes, mirando la tierra del parque prohibida a la aventura y aquella otra tierra de los golfos de cabezas rapadas y de la calavera, cuya sola contemplación desasosegaba y hacía pensar en una melodramática orfandad.
Alguno pisaba los talones del que le precedía; algunos hacían al pasar sordas escalas en los gajos de los radiadores. Arrastraban los pies cuando se sentían cobijados en las sombras, y ronroneaban marcando el paso como prisioneros, vagamente rebeldes, nebulosamente masoquistas.
—Silencio.
En el zaguán, el profesor se adelantó hasta la puerta y dio una ligera palmada, que fue coreada por un alarido unánime. Corrieron al cobertizo bajo la lluvia, preservándose las cabezas entocando las blusas; dos o tres quedaron retrasados, haciéndolas velear cara al viento y la lluvia.
Junto al cobertizo estaba el urinario, con celdillas de mármol y un medio mamparo de celosía que lo separaba del patio. Se agolparon para orinar. El sumidero estaba tupido por papeles y resto de meriendas, y los colegiales chapoteaban en los orines. Se empujaban; algunos se levantaban a pulso sobre los mármoles de las celdillas y uno cabalgaba el medio mamparo dando gritos.
En la fuente se ordenaron para beber, protestando de los que aplicaban los labios al grifo. Los desvencijados canalones del tejado del cobertizo vertían sus aguas sobre la fila de bebedores, haciendo nacer un juego en el que los más débiles llevaban la peor parte. Era el martirio de la gota.
Hubo un instante en que los colegiales, cubiertas sus necesidades, no supieron qué hacer. Uno de los muchachos corrió desde el tercio del cobertizo que les correspondía hacia las motos. El soldado se levantó. El soldado estaba en mangas de camisa y cruzó sus blancos brazos, casi fosfóricos en la media luz, rápida y repetidamente. Las negras botas de media caña le boqueaban al andar.
—¡Fuera, fuera, chico! —gritó, y lo oxeó hacia sus compañeros—. ¡Fuera, fuera...! Yo decir frailes, yo decir frailes...
Gamarra tenía el pelo rojo. Ugalde era moreno. Lauzurica e Isasmendi llevaban gafas. Zubiaur cojeaba. Rodríguez era francés. Vázquez había nacido en Andalucía. Eguirazu tenía un hermano jugador de fútbol. Larrea era hijo del dueño de un cine. Sánchez sabía grecorromana. Larrinaga robaba.
Gamarra estaba plantado delante del soldado con las manos en los bolsillos del pantalón.
—¿Por qué? —preguntó Gamarra—. Ayer estaban las motos fuera.
—Ayer, buen tiempo —respondió el soldado—. Hoy, muy mal tiempo. Verboten, prohibido pasar —con la palma de la mano el soldado trazó una línea imaginaria—. Yo decir frailes si pasáis.
—¿Por qué no llevan las motos al patio grande? —dijo Gamarra—. En el patio grande no podemos jugar. El soldado sonrió y encogió los hombros.
—El oficial...
Ugalde habló al oído a Gamarra. El soldado, cesurando las palabras españolas con el movimiento de su dedo índice extendido, explicaba docentemente a los demás:
—En Alemania, los chicos prohibido, prohibido. No prohibido, jugar. Prohibido, no se pasa. En Alemania, mucha disciplina los chicos.
—Esto no es Alemania —dijo Zubiaur.
—Ya, ya. No es Alemania...
El soldado sonreía infantilmente.
—Ya, ya. No es Alemania...
Larrea imitó al soldado hablando a golpes:
—Ya, ya. No es Alemania...
—Tú no reír —dijo el soldado—. Yo decir frailes.
Era un bonito juego imitar al alemán, y todos, excepto Gamarra, jugaron.
—Ya, ya. No es Alemania...
—Ya, ya. No es Alemania...
—Ya, ya. No es Alemania...
—Yo decir luego a frailes —dijo el soldado, furioso—. Y pegaré al que pase.
Gamarra estaba contemplando al soldado.
—¿Desde dónde no hay que pasar? —preguntó Gamarra.
—Aquí —contestó el soldado, volviendo a trazar la línea imaginaria con la palma de la mano—. Aquí, prohibido.
—Muy bien —dijo Gamarra, e hizo el mismo ademán que el soldado—. Desde aquí, prohibido para ti. Tú prohibir, nosotros prohibir, ¿entender?
—¿Entender? —dijeron todos, palmeándose el pecho y empleando únicamente infinitivos—. ¿Tú entender? Nosotros prohibir. Tú no pasar.
Larrinaga trazó con tiza una raya en el suelo que ocupaba toda la anchura del cobertizo.
—Prohibido pasar —dijo Gamarra—. Si no, nosotros pasaremos.
El soldado sonrió.
Sonó la campana, y los colegiales corrieron dando gritos hacia la puerta del pabellón. Gamarra volvió la cabeza.
—Tú no pasar, ¿eh?
Las luces de las clases anaranjaban las proximidades del pabellón. Llovía sin viento. En el zaguán sacudieron sus blusas y taconearon con ruido.
—Silencio —dijo el profesor.
Los veinticinco colegiales iban en fila de a dos por los pasillos. El parque era una espesa niebla. El huerto estaba del otro lado de la noche. Las orlas de los bachilleres se iban adensando de nombres y fotografías a medida que pasaban los años; 1905, ocho; 1906, once; 1907, trece...; 1936, veintidós. Las escalas en los radiadores eran más agudas.
El soldado alemán se paseaba a lo largo del cobertizo sin respetar la raya de tiza. Luego le relevaron. Gute Nacht.