Capítulo 22
RUE DES MÉZIÈRES NÚMERO 6
El lunes por la mañana no podía saber todavía si Lupin había hablado o no con su padre sobre los policías corruptos, y tampoco si Théophraste había pasado la información al inspector Flebourg. Aunque, aparentemente, el asunto del náufrago y el del robo del collar estaban resueltos, mis pensamientos seguían volviendo a los acontecimientos de los últimos cuatro días.
Mi padre se disponía a regresar a la ciudad, para lo que dio orden de que le preparasen un carruaje. Se marcharía justo después de la comida para poder llegar a París esa misma noche.
Los dos días de vacaciones que había pasado en el mar parecían haberle repuesto y también el humor de mi madre, normalmente áspero y huraño, parecía haberse endulzado.
Acompañé al señor Nelson a la oficina de correos por dos motivos.
El primero era que quería caminar a la luz del sol por las callejuelas de la ciudad, para tratar de reconstruir cuáles habían sido mis recorridos nocturnos. Y el segundo, aunque nunca lo habría confesado delante de Sherlock y Lupin, era que me daba demasiado miedo andar por ahí sola.
—¿Va todo bien, señorita Irene? —me preguntó Horace a medio camino—. Todavía no ha abierto la boca.
Y aquel silencio, en efecto, no era propio de mí. Estaba increíblemente atenta a cada detalle, a cada persona con la que nos cruzábamos, para ver si alguien me miraba de una manera distinta a la habitual o si, en cambio, como era más probable, la idea de haber sido descubierta era sólo una fijación mía.
—Es sólo que he dormido mal, Horace —le contesté.
Él miró por un instante las escasas nubes del cielo.
—¿Mal o simplemente... poco?
Lo miré tratando de comprender si se había dado cuenta de mi escapada por la ventana y quisiera darme a entender que lo sabía. Pero la máscara oscura de su rostro estaba totalmente impasible. Recorrimos en silencio, pues, la calle que llevaba a la oficina postal.
Cuando entramos había ya una considerable cantidad de gente y nos pusimos a esperar pacientemente en la cola. Ya no había rastro de los animados murmullos y las charlas del pasado viernes, sino saludos mucho más normales y conversaciones sobre el tiempo incierto de aquel extraño verano. Las nubes del día anterior parecían anunciar tormenta y, en cambio, la tormenta parecía haberse esfumado.
Nadie podía imaginar que, en realidad, sólo iba a retrasarse unos días.
—¡Señorita! —me llamó en un momento determinado una voz que me pareció vagamente familiar.
Reconocí, a la puerta de un despacho próximo, un rostro pacífico que me saludaba desde debajo de una gorra con el monograma imperial, símbolo del servicio de correos francés. Era el director con el que habíamos hablado el sábado por la tarde en el vestíbulo del Hôtel des Artistes.
Le devolví el saludo y él me hizo seña de que me acercara. Le dije al señor Nelson que me perdonara un momento y fui hacia el director.
—¿Cómo está? —me preguntó mientras le estrechaba la mano—. ¿Tiene correo que despachar?
Le expliqué que era el señor Nelson quien se ocupaba de la correspondencia de mis padres, pero en seguida tuve claro que no me había llamado para hablar de aquello.
—¡Precisamente, la correspondencia!
El hombre se dirigió a su caótico escritorio y se puso a buscar algo. Mientras, me explicó:
—El otro día despertó mi curiosidad respecto a la correspondencia del misterioso huésped de la habitación 31...
Tardé unos segundos en recordar que Jacques Lambert se alojaba en aquella habitación del Hôtel des Artistes.
—Así que he hecho unas comprobaciones. Bueno, por lo que parece, sus suposiciones no eran acertadas. No aparece ninguna correspondencia enviada a la redacción de un periódico de El Havre o Brest.
—Así que no era periodista.
—Es lo que he pensado yo también.
Le di las gracias por habérmelo dicho y le prometí que informaría a mis amigos.
—No se pondrán muy contentos, pero al menos es algo que podemos excluir.
—¡Pero lo que acabo de decirle no significa que no haya nada interesante en la correspondencia del señor Lambert! —añadió entonces el director de la oficina postal con aire complacido.
—¿Ah, no?
—¡Le confesaré que ha sido emocionante investigarle! Primero descubrí que Lambert expedía prácticamente toda su correspondencia a una única dirección de París. Y luego descubrí... ¡esto! —dijo enseñándome un pequeño sobre.
—Oh. Y dígame, ¿qué es?
—Un sobre anónimo que, de todos modos, está remitido a la misma dirección parisina.
—¿A la que Lambert enviaba siempre sus cartas?
—¡Así es! ¿Ve? No figura remite, pero el destinatario es el mismo. Me he dado cuenta confrontando los registros, gracias a su indicación. El sobre estaba ya en la diligencia del sábado por la tarde hacia París... Pero lo recuperé y me lo traje aquí, querida señorita.
Era un sobre pequeño, demasiado delgado para contener joyas y, mientras el director le daba vueltas entre los dedos, vi que iba dirigido al número 6 de la rue de Mézières.
—Así que he procedido a avisar al inspector Flebourg, que pasará esta mañana a requisarlo. Quién sabe, podría ser útil para la investigación...
Asentí, pensativa.
Pero no dejaba de repetirme «Rue de Mézières 6, rue de Mézières 6» para grabármelo en la memoria.
—Su hallazgo podría ser decisivo, señor... —lo felicité.
—Yo también lo he pensado —dijo él sonriendo—. Y deseaba decírselo, puesto que también es mérito suyo y de sus amigos.
Volví a darle las gracias y me despedí de él, pero, cuando ya estaba casi fuera de la oficina, me vino una pregunta a la cabeza:
—Disculpe, señor director —le dije volviéndome de nuevo hacia él—. Una pequeña curiosidad: si el sábado esa carta estaba aún entre el correo de salida, ¿cuándo la depositaron?
—También lo he comprobado —me respondió el director—, pero no sé darle una respuesta. Debió de llegar la semana pasada y luego, por error, permaneció aquí más tiempo de lo normal.
De todos modos, no era importante, lo importante era que tenía unas señas.