Capítulo 7
UN ARMARIO PARLANTE
El día siguiente era viernes.
Lo recuerdo perfectamente, como también recuerdo perfectamente el momento en que me levanté de la cama y me miré la cara en el espejo del baño. Creí ver a un fantasma. No había pegado ojo, me había pasado toda la noche dando vueltas entre las sábanas.
—Señorita Irene —llamó educadamente el señor Nelson, que me traía una toalla y una palangana con agua caliente para el aseo de la mañana—. Su madre la espera para desayunar.
—Iré ahora mismo —le mentí bajando los ojos para que mi servicial mayordomo no se percatara de las ojeras que los enmarcaban.
Él dejó la palangana sobre el mármol de la consola y se quedó mirándome con más insistencia de la que estaba dispuesta a soportar.
—¿Se siente bien, señorita Irene? —me preguntó.
—¡Estoy de maravilla! —corté en seco, y lo invité a dejarme sola.
Me arrepentí en el acto de haberlo tratado tan bruscamente. Había algunos pétalos de rosa flotando en el agua, un detalle verdaderamente delicado.
Me lavé de manera sucinta y me froté enérgicamente todo el cuerpo con la toalla para reactivar la circulación. Froté y froté, como si quisiera sacudirme algo de encima, hasta que la piel se me puso roja.
Me puse un vestido ligero y largo que me tapara todo lo posible y me dirigí a la mesa del desayuno.
—Irene —me saludó mi madre levantando la mirada del librito encuadernado en piel verde que la veía leer desde hacía meses—. Tienes un aspecto de veras horrible.
—Gracias, mamá —le respondí—. Creo que es el aire del mar.
Ella cerró el librito, irritada, como solía estar a causa de mis modales expeditivos. Noté que, pese a los meses transcurridos, el marcapáginas siempre estaba más o menos en el mismo sitio.
El señor Nelson, muy oportuno, tuvo la amabilidad de interrumpir nuestro airado silencio trayendo una bandeja de plata con la tetera, de la que salían espiras de vapor con aroma a jazmín, y unos panecillos calientes en los que untar mantequilla y mermelada.
Nos sirvió con su habitual gentileza, como si fuese un día totalmente normal.
—¿Qué día nos espera hoy, Horace? —le preguntó mi madre.
Él se apoyó la bandeja contra el pecho, como haría con un escudo, y respondió:
—Hoy hay mucho bullicio en el pueblo.
Me puse rígida.
—¿Bullicio? ¿Y por qué motivo? —preguntó mi madre.
—A consecuencia de una serie de deplorables acontecimientos, me temo —contestó el señor Nelson.
La risa de mi madre, cristalina, resonó en la estancia.
—¡Prosiga, Horace, no nos tenga en ascuas! ¿De qué se trata?
—Nada de lo que no se pueda hablar una vez terminen su petit déjeuner, señora —replicó Horace Nelson con una pequeña inclinación.
La cautela mostrada por el señor Nelson al no hablar en mi presencia me confirmó mis sospechas, es decir, que el bullicio y la agitación a los que había aludido estaban ligados al descubrimiento del hombre en la playa.
Mi madre, no obstante, no podía saber los motivos de aquel titubeo y, simplemente, se lo tomó a mal.
—Dígamelo de todos modos, Horace, ¿qué está pasando?
—Ha sido en la costa nororiental del promontorio... —dijo el mayordomo con un suspiro—. Han encontrado un náufrago, señora. Un forastero, dicen.
Yo respiré profundamente, agradeciendo al señor Nelson en mi fuero interno su manera genérica de informarnos.
—¿Y cómo es que un simple náufrago ha excitado así los ánimos? —preguntó mi madre.
—Verá, es que está muerto, señora —fue la seca contestación de Horace Nelson antes de abandonar la estancia.
Un forastero encontrado muerto en la playa le pareció a mi madre una excusa más que plausible para enviar a mi padre un telegrama de alarma.
—¿Puedo ir con usted, señor Nelson? —le pregunté poco más tarde, cuando lo vi ponerse el bombín para ir a la única oficina postal del pueblo.
—Por supuesto, señorita Irene.
Le di las gracias.
—Ya sabe, con esta historia del muerto... —dije mientras recorríamos el camino—. Me siento más tranquila si no estoy sola. Y también mi madre.
—¿De veras? —dijo el señor Nelson alzando una ceja.
No. Estaba mintiendo. No sentía ninguna necesidad de que el señor Nelson me vigilara continuamente y estaba segura también de que mi madre no se sentía realmente en peligro a causa de aquella noticia. Sí, había dictado un mensaje para telegrafiárselo urgentemente a mi padre, a París, en el cual le rogaba que se reuniera con nosotras lo antes posible, pero lo cierto era que mi madre exigía una continua atención, y el ser olvidada mucho tiempo en una ciudad perdida de la costa atlántica de Francia era lo único que le daba miedo realmente. Para mí, en cambio, el misterioso hombre encontrado en la playa, a los pocos días de nuestra llegada, era casi una diversión placentera.
Asentí distraídamente, esperando el momento idóneo para hacerle un par de preguntas a Nelson.
—¿Qué es lo que ha oído hoy en la ciudad?
—No son cosas adecuadas para los oídos de una señorita respetable —me respondió él con sequedad.
—Ah, ¿y por qué no? ¿Acaso piensa que las señoritas respetables son unas tontainas que no merecen saber lo que ocurre a su alrededor?
—En absoluto —repuso él.
—Entonces ¿por qué no me lo quiere decir? —le pregunté—. ¿Porque soy una chica? ¿Porque soy demasiado joven?
—Por lo uno y por lo otro.
—¡Pero, veamos, señor Nelson! ¿Qué se cree? No tardaré mucho en descubrir toda la historia por mi cuenta. Mire a su alrededor, en la ciudad parece que no se habla de otra cosa.
Y en efecto, en las calles de Saint-Malo se veían corrillos de personas que hablaban animadamente, gesticulaban y alargaban el brazo para señalar varios puntos de la costa.
—Siempre puede preguntárselo a sus nuevos amigos, señorita Irene... —dejó caer el señor Nelson unos pasos más adelante.
Aquella alusión a Lupin y a Sherlock no tuvo sobre mí el efecto buscado. Pero era la primera vez que me encontraba mezclada en una historia así y no estaba preparada para captar los mínimos matices de las frases, las expresiones de la cara, los tonos de voz, como muchos años más tarde me enseñaría a hacer Sherlock Holmes. Los casos se resuelven gracias a los detalles. Y los detalles, después de todo, a menudo son simples. Pequeños frutos de la casualidad.
En la oficina postal había una treintena de personas que, repartidas en varios corrillos, hablaban del hallazgo en la playa. No vi a ningún amenazador hombre de negro, sino sólo a un señor achaparrado que pasaba de un grupo a otro, hacía preguntas y anotaba en un cuaderno las partes más interesantes de sus respuestas, seguramente para redactar un artículo que se publicaría en la edición vespertina del periódico.
—Disculpen... Disculpen... —El señor Horace Nelson se abrió paso hasta la ventanilla de los telegramas, donde se puso pacientemente a la cola.
Yo aproveché para escuchar cuantos comentarios pude, pero lo que logré reconstruir fue sólo un gran embrollo.
—¿Ya está satisfecha, señorita Adler? —me preguntó el señor Nelson cuando terminó de dictar el telegrama. El hecho de que me hubiera llamado por mi apellido me hizo comprender lo enfadado que estaba por todo lo que sucedía.
Lo miré.
—Se ha cometido un delito. Pero cada boca que lo cuenta hace que parezca un delito distinto... —dije bastante turbada.
—Precisamente, señorita Adler, precisamente. Todos hablan y todos tienen su propia versión. Y cuando hay demasiadas versiones de los hechos, ninguna es la buena.
Regresé a casa con el señor Nelson.
Me sentía extrañamente vacía y todavía turbada por lo que había oído en la oficina de correos. Mi corazón se había sobresaltado a cada frase temiendo que alguien empezara a hablar de tres chicos. Vistos en la playa, rebuscando en el cadáver. Pero nadie lo había hecho, afortunadamente.
—¿He de avisarla para la comida? —me preguntó el señor Nelson mientras yo subía a mi habitación. No recuerdo lo que le contesté. Estaba completamente sumida en mis pensamientos, no del todo segura de que el no ser mencionados en los comentarios que corrían por el pueblo fuese algo positivo.
Imaginad mi sorpresa, pues, cuando me tumbé en la cama y oí una voz salir del armario de la habitación.