Capítulo 9

LOS SECRETOS DE UN FORASTERO

Nos encontramos en el sitio de costumbre, delante de la estatua del pirata, en el ángulo saliente de la muralla que daba directamente al mar.

Sherlock y Lupin estaban sentados en el parapeto, con los pies balanceándose en el vacío, como les gusta hacer a los chicos.

Yo, más prudente, me tumbé boca abajo y apoyé el mentón en el dorso de las manos. Sentía las piedras irregulares de la fortificación clavárseme en la piel bajo el vestido.

—Entonces, según vosotros, ¿debemos tener miedo? —pregunté. Porque yo empezaba a tenerlo y me preguntaba por qué ni Lupin ni Sherlock parecían asustados en lo más mínimo.

—¿Miedo de qué? —quiso saber Lupin.

No hizo ninguna mención al suceso de la culebra y yo no aludí tampoco a su intrusión por la ventana.

—Hemos encontrado un cadáver en la playa... —dije—. ¿Eso significa que hay también un asesino?

—No obligatoriamente —intervino por fin Sherlock—. Pueden ser más de uno, o bien ninguno.

—¿Ninguno, Sherlock? —le preguntó su amigo—. Dado el estado en que lo encontramos, ¿cómo pudo morir solo?

—La muerte es, tal vez, el acontecimiento más natural de la vida.

—¿Y la nota que tenía en el bolsillo...?

—La nota habla de culpas que el mar borrará. ¿Una especie de siniestra condena, quizá? Puede ser, o tal vez sea el mensaje desesperado de un suicida. Y en los bolsillos de su traje había piedras. ¿Para qué se mete uno piedras en los bolsillos si no es porque quiere ahogarse?

No estaba segura de que tuviese razón. Él prosiguió:

—No sabemos quién era ese hombre, no sabemos cómo murió y tampoco si tenía motivos para quitarse la vida, así que... —Sherlock alzó sus delgadas y despellejadas piernas y las cruzó delante del pecho— no tenemos pruebas suficientes para concluir que lo hayan matado. ¡La hipótesis de un suicidio muy teatral es igual de válida!

—Olvidas al hombre encapuchado —objetó Lupin.

—Cierto, el hombre de la capa azul que Irene dice que vio detrás de nosotros.

—¡Lo vi de verdad! —protesté.

—Estoy seguro de que estás segura de haberlo visto —me corrigió Sherlock—, pero nosotros no podemos estarlo tanto. No podemos estar seguros.

—Te agradezco la confianza, Sherlock.

—No es cuestión de confianza. Diría lo mismo si lo hubiese visto yo.

—Al que vi podría ser el asesino —insistí.

—Perdona, Irene, pero en esto yo también tengo mis dudas —intervino Lupin.

—¡Oh! ¿Y puedo saber por qué?

—Porque un asesino se habría ocultado, habría procurado que no lo vieran... Aunque se tratara de tres chicos como nosotros.

—Bien pensado —concedí.

—No obstante, me gustaría mucho tener clara toda esta historia.

—Faltan cosas por descubrir, desde luego. ¿Quién es el muerto? ¿Lo mataron? Si así fue, ¿el asesino es el encapuchado de la playa? —hice la lista.

Lupin pensó un poco y luego contestó:

—La nota habla de culpas. Y las culpas de un hombre siempre dejan huella en la vida de los demás. Además, la nota la tenemos nosotros. Tenemos una pista que no tiene nadie, ¡ni siquiera la policía! Yo propongo que indaguemos por nuestra cuenta.

—¿Estás realmente seguro? —le pregunté cuando me di cuenta de que hablaba en serio—. Esa nota... Según tú, deberíamos...

Sherlock negó con la cabeza.

—Quizá debiéramos entregársela a la policía y ya está.

—¡Ah, por supuesto! —soltó Lupin sarcásticamente—. Seamos niños buenos, demos nuestra pista a los policías y volvamos a nuestros juguetes favoritos... ¿Es que no os han entrado ganas de descubrir lo que ha pasado? —preguntó finalmente abriendo los brazos.

Sherlock nos miró, primero a mí y luego a Lupin.

Y se echó a reír.

—¿Qué es tan divertido? —le preguntó su amigo.

—Me río porque, francamente, me parece una empresa imposible. Peligrosa e imposible.

—¿Quieres echarte atrás? ¿Incluso antes de empezar?

—No he dicho eso. Pero pensadlo: incluso con esa nota en nuestras manos, será muy difícil descubrir quién era ese hombre, dónde vivía y qué hacía aquí. Sin contar los peligros que nos arriesgamos a correr.

—¿Tienes miedo?

Sherlock soltó otra carcajada.

—En realidad, no podría pedir más.

Lupin se relajó.

—¡Ahora te reconozco! ¿Y tú qué opinas, Irene?

—Pienso que es una locura. En la ciudad no se habla de otra cosa. Hasta he visto a un periodista en la oficina de correos, sin contar a la policía...

—¡Puaj! —profirió Lupin—. ¡El inspector jefe Flebourg! Mi padre opina que es un completo estúpido. Se pasa la mitad del día comiendo y la otra mitad durmiendo. Podemos hacer como si no existiera.

—Sí, pero... ¿y los demás? Todo el mundo habla del hombre de la playa.

—Irene tiene razón —dijo Sherlock—. Cuantas más personas metan la nariz en este asunto, mayor es el peligro de que embrollen las pistas.

Lupin se dio una palmada en las rodillas y exclamó:

—Pues si es así, ¡yo digo que tenemos que movernos ya!

—Estoy de acuerdo —dije—. Pero ¿adónde vamos?

Sherlock nos miró. Nuestra determinación parecía divertirlo.

—Allí donde empiezan y acaban muchas de las historias en esta ciudad —contestó él poniéndose en pie de un salto—: ¡el puerto!

—Ejem... —carraspeó Lupin para llamar nuestra atención.

Sherlock y yo nos detuvimos. Casi habíamos llegado a la calleja que, desde los baluartes, bajaba serpenteando por el barrio viejo de la ciudad.

—¿Eh, qué haces? —pregunté—. ¿Nos convences y luego te quedas ahí parado como un animal disecado?

Lupin no se movió de donde estaba y nos miró con una sonrisita enigmática. Parecía divertirse haciéndose el misterioso. No cabía duda de que podía volverse tremendamente irritante.

—¿Se puede saber qué tienes en mente? —lo apremié volviendo sobre mis pasos.

—¿Cómo reaccionaríais si dijera que hay alguien que sabe quién era el náufrago? —nos preguntó por fin Lupin acabando con la incertidumbre.

—Es sencillo, te preguntaría si conoces a ese alguien —contesté.

—Puede —repuso él, evasivo.

Y balanceándose como un ridículo bailarín, se puso a caminar por delante de nosotros.

—Ayer por la noche me hice un sencillo razonamiento... —nos explicó—. ¿Quién era ese hombre? No dejaba de preguntármelo, no conseguía dormirme. Por sus ropas, sabemos que era un hombre de cierta elegancia: la chaqueta, los gemelos... Una persona así no pasa desapercibida, me dije; sin embargo, esta mañana, cuando empezó a correr el rumor del hallazgo, todo el mundo concordaba en un solo detalle...

—Que no era de aquí —proseguí por él, dado que había escuchado los mismos comentarios.

—Exactamente —dijo Lupin rozándome la punta de la nariz con un dedo—. Y si no era alguien de aquí, sólo había dos alternativas. O estaba de vacaciones como tú, Irene, o bien era un forastero de paso. Esta mañana temprano me he dado una vuelta rápida por los mejores hoteles de la ciudad. —Lupin lució su acostumbrada sonrisa—. En el Maritime no me han sabido decir nada, pero en...

Sherlock pareció a punto de decir algo, pero se calló y dejó continuar a su amigo.

—... el Hôtel de la Paix el misterio de nuestro hombre estaba más que resuelto ya.

—Ah —comentó finalmente Sherlock.

—En la conciergerie trabaja un amigo de mi padre... —contó Lupin—. Le he hecho un par de preguntas y he descubierto que el náufrago se alojaba allí. Y por lo que parece, iba y venía continuamente. Por negocios, me ha dicho.

—¿Y el amigo de tu padre te ha dicho también cómo se llamaba? —pregunté, demasiado curiosa para esperar el resto del relato.

Mais oui! —asintió Lupin en tono triunfante—. ¡El nombre del misterioso náufrago era François Poussin!

Me emocioné tanto por lo que Lupin había descubierto, y por la ingeniosa manera en que había llegado a su descubrimiento, que creo que lo abracé impulsivamente, felicitándolo por su intuición. Y me quedé igual de asombrada al darme cuenta de que Sherlock, en cambio, no se había movido ni un paso y no había dicho ni palabra, como si algo lo trastornara.

Me entró la duda incluso de que Sherlock pudiera estar... celoso de Lupin. Como si entre ellos hubiera una especie de reto a ver quién me impresionaba más.

Incluso hoy, ese recuerdo aún me hace sonreír. ¡Evidentemente, todavía no conocía lo bastante bien a Sherlock Holmes! Tuve que corregir mi impresión en cuanto mi amigo inglés se decidió por fin a hablar.

—Verdaderamente notable, Lupin —dijo.

—¡Tonterías! —eludió el cumplido Lupin, que mientras tanto se había librado de mi abrazo.

—Notable e increíblemente insólito, diría —prosiguió Sherlock, cada vez más absorto.

—¿Insólito? ¿Qué hay de insólito en tener una habitación en el Hôtel de la Paix?

—Oh, nada, nada... —se apresuró a añadir Sherlock—. No hay absolutamente nada insólito en tener una habitación en el Hôtel de la Paix, sobre todo siendo forastero, pero el hecho es que... —Sus labios se tensaron y le dibujaron en el rostro una expresión dubitativa—. Por una afortunada coincidencia, esta mañana he hecho una indagación similar a la tuya. Paralela, me atrevería a decir. Yo también había pensado que nuestro hombre de la playa podía ser un forastero, de cierta elegancia y, en suma, todas las cosas que acabas de decir tú. —Sherlock hizo otra de sus largas pausas de gran efecto—. Lo gracioso es que, bueno, ¡yo también lo he encontrado! —reveló mirándonos a Lupin y a mí con ojos ardientes—. Sólo que mi hombre se llamaba Jacques Lambert y tenía una habitación en el Hôtel des Artistes.