Capítulo 3
LA CASA ASHCROFT
El amigo de Sherlock Holmes era un chico enjuto, de complexión fuerte, ojos oscuros y pelo negro, como él. Estaba limpiando el fondo de una barca de remos amarrada en el extremo del muelle.
Hacía un sol abrasador, las gaviotas se posaban en la arboladura de las embarcaciones y algunos pescadores remendaban las redes puestas a secar.
La voz del señor Nelson se había perdido en el azul del cielo y yo sólo tenía ojos para los barcos que se mecían despacio sobre el agua.
—Según parece, tenemos una emergencia, Lupin —dijo Sherlock cuando llegamos a la barca, sin perder tiempo en saludos.
—¿Qué clase de emer...? —El chico dejó de hablar en el momento mismo en que sus ojos se posaron en mí. Todavía hoy no sé si lo hizo simplemente porque me vio o bien porque me vio con Sherlock. En todo caso, dejó de hablar y se quedó tan quieto como una estatua de sal.
—Ella es Irene —me presentó Sherlock.
—Hola —dije yo.
—Hola —dijo él.
—Y él es Lupin —concluyó Sherlock.
—¿Lupin? —repetí, perpleja.
—Mi amigo no es tan tolerante con su nombre como yo —explicó Sherlock sonriendo.
—Cómo voy a serlo, ¡me pusieron de nombre Arsène! ¡Vaya nombre, propio de viejo mentecato! Mucho mejor Lupin.
—¿Eres francés? —le pregunté.
Era un apellido francés.
—Ajá —asintió él—. ¿Y tú?
—Se ha escapado de casa —se entrometió Sherlock doblando las rodillas para agacharse. Tenía las piernas delgadas, puntiagudas—. No es nada serio —añadió—. Pero ya sabes cómo son estas cosas...
—Prefiere mantenerse un rato a distancia —adivinó Lupin.
—Eso es.
—Veamos, ¿has discutido con tu hermana?
Negué con la cabeza.
—¿Con tu madre?
—Se trata del señor Nelson —contesté—. Pero no he discutido. Simplemente no quiero volver a casa en seguida.
—Irene está de veraneo —explicó Sherlock—. Y le he dicho que tenía un amigo que hace pocas preguntas.
Los dos chicos cruzaron una mirada, la clase de mirada que significa: después hablamos tú y yo.
Sherlock se encogió de hombros y Lupin dejó el cubo y me señaló la maroma con la que había amarrado el barco.
—Trato hecho —dijo—, desátala y subid a bordo. Vamos a dar una vuelta. ¿Tienes traje de baño?
—No —contesté.
—¡Entonces mira bien dónde pones los pies!
La barca se balanceaba y era realmente pequeña, sólo tenía dos asientos, uno junto a los remos y otro poco más allá, a proa. A popa estaban amontonados, al tuntún, maromas, trozos de red y cachivaches con incrustaciones que Lupin había sacado del mar en sus inmersiones.
Los dos chicos me acomodaron a mí en la proa y ellos se pusieron a los remos. Cogieron uno cada uno, Sherlock el de la derecha y Lupin el de la izquierda. Hicieron que la barca se deslizara hasta afuera del puerto con pocas maniobras, remando perfectamente acompasados, como dos viejos lobos de mar.
—¿Se puede saber quién es el señor Nelson? —me preguntó Lupin en determinado momento—. ¿Y por qué se llama como el almirante inglés?
No lo sabía con exactitud y, en ese momento, no le contesté. El señor Nelson siempre se había llamado señor Nelson y jamás me había preguntado por qué. Siempre había estado al servicio de la familia de mi madre, incluso después de la Guerra de Secesión, o así lo creía yo.
Miré el puerto, que se iba alejando a espaldas de los dos remeros. La proa se levantaba a cada boga y luego batía contra el agua. A nuestro alrededor había otras embarcaciones, mucho mayores e imponentes que la nuestra.
Era como navegar en una pulga de mar.
Estábamos costeando el promontorio cuando oí un grito que venía de la orilla y vi gaviotas echando a volar. Sonreí.
—Tal vez debiéramos preguntárselo a él directamente.
Acababa de reconocer al señor Nelson, que braceaba y me llamaba desde la calle tratando de llamar mi atención.
—¡Señorita Adler! ¡Señorita Adler! ¿Adónde va?
Mi dos nuevos amigos dejaron de remar al instante, como asustados por el gigantesco sirviente negro de mi madre. Pero les hice un gesto para que siguieran.
—No, no, por favor. No tenéis nada que temer, ¡no nos hará nada!
Levanté la mano y saludé al señor Nelson, intentando hacerle comprender que estaba bien y que no debía preocuparse.
—¡Volveré pronto! —le grité ondeando un pañuelo blanco—. ¡No pasa nada!
—Eso espero —comentó Lupin en voz baja después de echar un segundo vistazo de inquietud a mi mayordomo—, porque me parece realmente corpulento y bastante enfadado.
—Aunque lo estuviera... —dije riéndome y sin dejar de saludar al señor Nelson, que ahora corría por la playa siguiendo la trayectoria de nuestra barca—. ¡No creo que sepa nadar!
—¿Y si te equivocas? —me preguntaron mis nuevos amigos mientras hundían los remos en las olas tranquilas del Atlántico.
Pasado el cabo, el señor Nelson se rindió. Se quedó un momento inmóvil como una estatua, con una pierna levantada apoyada en las rocas y el sol reverberando en su cráneo negro. Luego regresó a casa para informar a mi madre.
Nos metimos en la lengua de mar entre las dos islas separadas del promontorio donde se alzaba ciudad. Durante la marea baja, me explicaron, era posible llegar a ambas a pie gracias a una pasarela de piedra que ahora quedaba apenas cubierta por la superficie del mar.
—Que quede claro que no te hemos raptado —recalcó varias veces Lupin, quien, de los dos, me parecía el más diligente y el más preocupado al mismo tiempo—, sino que has sido tú la que querías escapar...
Hice un gesto de indiferencia.
—Exacto. Pero estad tranquilos, luego volveré a casa para recibir la habitual regañina.
—¿Habitual? —repitió Sherlock con curiosidad.
—Sí. No es la primera vez que... ¡me tomo un poco de libertad! —reconocí echándome a reír—. Pero ¿qué hay de raro en ello?
—Bueno, no es precisamente normal.
—Mi madre... siempre me ha regañado —respondí sintiendo en el pecho algo que lo oprimía de improviso—. Estoy acostumbrada a los rapapolvos... —concluí mirando alrededor.
Casi habíamos superado la primera isla, en la cual se erigía una gran cruz, y estábamos doblando la segunda, que albergaba, casi escondida entre los arbustos, una construcción baja y sólida.
Se la señalé a mis amigos.
—¿Qué es?
—Un fortín —me respondió Lupin—. No suele haber nadie, sólo la bandera francesa ondeando al viento.
Proseguimos. El sol quemaba ahora y yo tenía una mano metida en el agua que discurría junto al casco para disfrutar de su frescura. Miraba las pocas casas entre la vegetación y las rocas, y las aún más escasas personas en la playa. Aquéllos eran años en que no estaba de moda ir al mar y tomar el sol, y los hombres preferían a las mujeres de piel blanca y pálida a las bronceadas.
Escruté la línea accidentada de la costa y pregunté:
—¿Adónde vamos?
—A casa de los Ashcroft —respondió Lupin.
—¿Son amigos vuestros? —pregunté.
Él negó con la cabeza y, con la barbilla, me señaló algo.
—Es una vieja mansión abandonada, justo al final de la playa. El camino que llega hasta ella está invadido por las zarzas y no suele ir nadie. Dicen que sólo está habitada por el espectro inquieto del viejo Ashcroft...
—Lo cual, a todas luces, es una bobada —lo interrumpió Sherlock con sequedad.
Sonreí.
Las palabras de Lupin parecían querer crear un halo de misterio alrededor de la casa Ashcroft. Halo que Sherlock, en cambio, había querido borrar con su comentario tajante.
—Una vieja mansión deshabitada —dije yo—. Parece interesante.
—No lo es. Habitaciones vacías. Mucho polvo. Nada que ver —insistió Sherlock lacónicamente.
Lupin le propinó un codazo y me dio a entender que no pensaba del mismo modo.
—No le hagas caso. Es un sitio realmente especial. Además, ahora se ha convertido en nuestro refugio.
—¿Vuestro refugio?
—Cuando queremos alejarnos de los problemas, vamos allí.
—¿Y cuáles son los problemas de los que queréis alejaros? —pregunté con gran curiosidad.
No me contestaron en seguida. Y, en el tiempo que transcurrió, pensé que parecían hermanos, pero no lo eran.
Cruzaban sin querer continuas miradas, como para decidir qué secretos compartir y cuáles no. Y había algo terriblemente fascinante en lo que parecían esconder que me empujaba a querer oír lo que no decían y a querer descubrir los motivos que, al menos en mi cabeza, tenían para no contármelo.
Me sentía como un ladrón que tuviera que vérselas con una cerradura de caja fuerte especialmente complicada.
—En fin, problemas... —farfulló Lupin—, no es que tengamos verdaderos problemas.
—Las cosas normales —dijo Sherlock.
—¿Como cuáles?
—Sus hermanos, por ejemplo —reveló Lupin.
—¿Tienes hermanos? —le pregunté a Sherlock.
Él asintió con una sonrisa sesgada.
—Uno mayor que yo y una hermana menor. Y los dos son un suplicio.
—¿Y tú? —le pregunté a Arsène.
—Soy hijo único, pero... —movió las manos en el aire, soltando y recuperando luego el remo con la velocidad de un prestidigitador— tengo una familia muy turbulenta a la espalda.
—Puedes decirlo bien alto —se rió Sherlock.
—Por eso, cuando no podéis más, cogéis la barca y venís aquí.
—Exacto —confirmó Lupin.
La idea del extraño refugio de aquellos dos me hizo reír.
—Y cuando estáis aquí, ¿qué hacéis?
—Bueno, para empezar, hay muchas habitaciones que explorar —dijo Lupin—. El viejo estudio de Ashcroft, los sótanos, el desván...
—Sí, muchas habitaciones, ¡y todas vacías! —puntualizó burlonamente Sherlock, lo que le valió otro codazo.
—Y entonces ¿qué encuentras tú tan interesante?
—Puedo leer en paz —contestó él.
Miré sus brazos largos y secos que remaban y los comparé con los músculos bruñidos de Lupin. Era realmente difícil imaginarse dos chicos más distintos: la piel de Sherlock era blanca como la leche, mientras que Lupin lucía un moreno propio de un pescador; Sherlock se movía de manera rígida, como si tuviera los huesos de pedernal, y Lupin, por el contrario, parecía uno de esos ágiles felinos del África negra que aparecen dibujados en los libros de viajes de los exploradores.
La playa describió una larga curva y después pareció empequeñecerse, tragada por la vegetación. Precisamente al fondo de la última lengua de tierra vi asomar entre los árboles bajos y los peñascos de los escollos el tejado de una vieja casa.
—La casa Ashcroft... —murmuró Sherlock Holmes levantando el remo.