Capítulo 15
UN MENSAJE
Oía sonar las campanas. Un tañido, un segundo tañido, un tercero. Era como si llevaran repicando todo el tiempo. Di vueltas entre las sábanas mientras los oídos me devolvían el latido sordo del corazón.
Conté diez tañidos bajos y dos más agudos: las diez y media de la mañana.
Era domingo.
—Lupin —pensé en voz alta. Y luego—: Sherlock.
Me deslicé fuera de la cama y miré por la ventana. El cielo se había nublado; unas nubes grises, lentas y compactas ocultaban el sol. Podía oír a mis padres charlando relajadamente en el piso de abajo.
Mi madre rió y aquello me tranquilizó; confié en que el señor Nelson no le hubiese contado nada de lo ocurrido el día anterior en la ciudad. Me aseé a toda velocidad, saqué un vestido ligero del armario y bajé a desayunar de puntillas.
—Qué aroma... —dije sonriendo—. Ya no aguantaba más.
—¡Irene! —me saludó mi madre—. ¿Qué te pasa en la cabeza?
¿Qué me ocurría? Me pasé una mano por el cabello y me di cuenta de que no me había peinado. Debía de tener una melena salvaje.
Mi padre me despeinó todavía más riéndose a carcajadas.
—Tu madre y yo no sabíamos si ir a despertarte o no.
Mordí un panecillo aún caliente y el estómago se me abrió de repente. Una hambre nerviosa fruto de una larga noche de tensión.
—Apuesto a que mamá ha votado que sí.
—No es de buena educación que una señorita de tu edad pase tanto tiempo en la cama —dijo mi madre, que, como siempre, estaba impecable.
¡Si hubiera sabido lo que hacía esa señorita el día anterior y de qué modo había salido ilesa!
La entrada del señor Nelson me permitió cambiar de conversación. El gigantesco mayordomo evitó cuidadosamente que nuestras miradas se encontraran ni una sola vez. Me sirvió un té con leche e intercambió una rápida broma con mi padre.
—Hoy no le aconsejo salir al mar, señor. El cielo está oscuro y las gaviotas vuelan bajo.
Mi padre suspiró. El mal tiempo había hecho aparición con precisión diabólica, lo que volvía cada vez más probable el té de la tarde en algún salón de la ciudad que mi madre considerase «adecuado para nuestra familia».
—¿Es necesario que vaya yo también? —preguntó, y por el tono comprendí que mi madre y él habían abordado ya la cuestión.
Di un largo sorbo de té y me deleité con su calor y con el matiz dulce de la leche.
—¿Estará también la señora Martigny? —pregunté.
—¿Disculpa? —dijo mi madre.
—En el té de hoy —expliqué dando un segundo sorbo rápido.
—La señora que ha sido víctima de ese robo —recordó mi padre.
—Sé quién es la señora Martigny —respondió ella—. Pero no soy yo la que ha elegido los invitados para el té de esta tarde.
—Qué lastima —me dijo mi padre, recalcando aquellas palabras con una mueca cómica que casi me hace escupir el té.
—¡Irene! —saltó mi madre.
—¡Perdona! ¡Perdonad! ¡Nos vemos luego! —me apresuré a decir cuando tragué el último sorbo de té, me levanté y salí corriendo del salón.
Llegué a oír la voz de mi madre, que decía:
—¿Ves, Leopold? Creo que ahora deberíamos...
Seguí corriendo. Comprendí que mi padre la había hecho callar con un gesto y yo oí pronunciar estas palabras:
—Te equivocas. No deberíamos hacer absolutamente nada.
Y pensé que era afortunada por tener un padre como él.
—Señorita Irene... —me llamó el señor Nelson desde la puerta del jardín. Me detuve un momento antes de abrir la verja y salir a la calle. La gran mole del señor Nelson, con su elegante vestimenta de trabajo de puños almidonados, ocupaba la entrada de la casa. Me parecía imposible que fuese la misma persona que el día anterior me había salvado de los gamberros.
—¿Qué ocurre, Horace?
Lo vi dudar. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre y no «señor Nelson». Ni siquiera yo me había dado cuenta. Me había salido con naturalidad; consideré si disculparme o quedarme callada y, finalmente, decidí volver sobre mis pasos y me acerqué a él.
Le hablé antes de que fuera él quien lo hiciera:
—Quería darle las gracias por lo de ayer.
—Oh —dijo él—, no tiene por qué, señorita Irene.
Las campanas empezaron a dar las once y el señor Nelson y yo esperamos pacientemente a que terminaran, como si aquellos tañidos pudieran hacer trizas nuestras palabras.
—Quería decirle, señorita Irene —empezó a decir—, que si hoy tiene intención de ir a buscar a sus amigos...
Yo asentí, precisamente iba a buscarlos.
—Creo que los encontrará nada más salir de la ciudad, donde está la vieja casa de los soldados.
La noticia me sorprendió. Sabía que era allí donde vivían Lupin y su padre, pero hasta entonces nunca había estado en ella. Igual que Sherlock, Lupin procuraba estar el mayor tiempo posible fuera de casa.
—Gracias, Horace —le dije—. Pero ¿usted cómo lo sabe?
—Esta mañana, cuando he ido a hacer la compra, me he encontrado con el señorito Lupin en la panadería, señorita.
—¿Y cómo estaba?
—Diría que muy bien. Me ha pedido que le dijera que hoy estarán allí los dos.
—¿De verdad le ha dicho eso?
—Sí, señorita Irene. Ésas han sido sus palabras, y ha añadido: «Entrenándonos».
—¿Entrenándose? ¿Para qué?
—Eso no me lo ha dicho, señorita Irene.
Empecé a asentir, pensativa.
—Gracias, señor Nelson.
—¿Horace? —dijo él con una sonrisa apenas perceptible.
Lo miré embelesada.
—No tengo nada en contra de que me llame Horace si le complace.
Yo también sonreí.
—Entonces nos tutearemos...
En ese momento, él levantó las manos y las movió enérgicamente.
—No, señorita Irene. No hace falta exagerar.
Nuestras sonrisas casi se volvieron risas.
Volví a la verja. Estaba abriendo ya la cancela para irme cuando me volví una última vez para hacerle otra pregunta. Quería saber qué había hecho para poder intervenir el día anterior en aquel callejón, cómo había podido aparecer en el momento oportuno. Quería preguntarle si había sido por casualidad o no.
Pero, cuando miré de nuevo a la casa, el señor Nelson ya había entrado.