7

El trabajo de repartidor de capullos en la fábrica de seda tenía una ventaja para Xu Sanguan, y era que cada mes le daban un par de guantes blancos de punto de algodón. Las chicas del taller se morían de envidia.

—Xu Sanguan, ¿cada cuántos años cambias de guantes? —le preguntaban.

Xu Sanguan alzaba las manos con sus guantes hechos trizas y las agitaba, haciendo girar los trozos rotos, apenas sujetos aún por un hilo, como si de sonajeros se tratara.

—Con éstos llevo tres años ya —dijo Xu Sanguan.

—Eso ya no son ni guantes —decían ellas—. Se te ven perfectamente los dedos desde lejos.

—Un año nuevos, dos años viejos y, remendándolos, pueden durar hasta tres más —explicaba Xu Sanguan—. O sea, que este par puedo llevarlo todavía tres años.

—Vamos a ver, si un par de guantes te dura seis años y la fábrica te da un par al mes, a los seis años tienes setenta y dos pares de guantes —calculaban ellas—. Pon que usas un par, aún te quedan setenta y uno. ¿Para qué quieres tantos guantes? Dánoslos a nosotras, que a nosotras sólo nos dan un par cada seis meses…

Xu Sanguan doblaba cuidadosamente los guantes que le suministraban y se los metía en el bolsillo, antes de volver a casa sonriendo de oreja a oreja. Una vez en casa, se los entregaba a Xu Yulan, y ésta, nada más recibirlos, salía al umbral y los levantaba estirando los brazos para examinarlos a la luz del día y ver si el tejido era basto o fino.

—¡Ay, madre! —exclamaba si era fino, lo cual solía dar un susto a Xu Sanguan, que creía que esos guantes estaban apolillados—. ¡Son finos!

Dos días al mes, Xu Yulan tendía la mano al ver llegar a Xu Sanguan de la fábrica.

—Trae —decía.

Un día era el del sueldo y el otro el de los guantes. Xu Yulan los guardaba en el fondo del baúl. Con cuatro pares podía hacer un jersey de algodón para Tercer Júbilo; con seis, para Segundo Júbilo; con ocho o nueve, Primer Júbilo también tenía jersey nuevo. Para Xu Sanguan, Xu Yulan no se ponía manos a la obra hasta tener más de veinte pares.

—Te estás poniendo cada vez más ancho y estás echando barriga —le había dicho ella un día—. Ya no bastan veinte pares…

—Entonces hazte uno para ti —le contestó él.

—De momento no.

Xu Yulan esperaba hasta tener diecisiete o dieciocho pares de guantes finos para hacerse el jersey. Pero Xu Sanguan sólo traía dos o tres pares de guantes finos al año. Con lo acumulado en los siete primeros años de matrimonio, de los nueve que llevaban casados, Xu Yulan se hizo un jersey de algodón fino.

Lo acabó precisamente con la llegada de la primavera. Ese día, Xu Yulan se lavó el pelo junto al pozo y fue a sentarse en el umbral de casa. Allí, Xu Sanguan cortó el pelo a su mujer mientras ésta supervisaba los cortes sujetando en alto el espejo, que a la sazón todavía no estaba roto. Luego Xu Yulan se quedó al sol para secarse el pelo y se aplicó una espesa capa de crema para el cutis. Toda perfumada, se puso el jersey que acababa de tejer y, sacando de lo más recóndito del baúl el pañuelo de seda que solía llevar antes de casarse, se lo anudó al cuello. Ya tenía un pie fuera cuando se volvió hacia Xu Sanguan.

—Hoy te encargas tú de enjuagar el arroz, lavar la verdura y hacer la comida —le anunció—. Hoy no pienso hacer nada. Me voy, salgo a dar una vuelta.

—Ya tuviste fiesta la semana pasada —replicó Xu Sanguan—. ¿Cómo es que vuelves a tener fiesta hoy?

—Esta vez no es la regla. ¿No ves que me he puesto el jersey nuevo?

Xu Yulan llevaba ya dos años con ese jersey de hilo fino. Lo había lavado cinco veces y lo había remendado una, para lo cual había tenido que deshacer un guante de hilo igual de fino. Anhelaba que Xu Sanguan trajera más a menudo de la fábrica guantes finos de algodón, así…

—Tendría un jersey nuevo —decía a Xu Sanguan.

Cuando Xu Yulan decidía deshacer guantes, la noche anterior siempre abría la ventana y se asomaba a ver si la noche era clara. Si veía que relucían la luna y las estrellas, dictaminaba que al día siguiente haría bueno y que, en vista de eso, desharía guantes.

Para hacerlo se necesitaban dos personas. Una vez que Xu Yulan había encontrado el cabo, tiraba del hilo sin parar, enroscándolo alrededor de un par de antebrazos estirados para tensarlo. Las madejas así formadas eran de hilo que discurría en zigzag y no servían para tejer un jersey, todavía había que ponerlas en remojo, dejarlas dos o tres horas y tenderlas en una caña para secarlas al sol, de modo que el peso del agua las estirara.

Un día que quería deshacer guantes y necesitaba un par de antebrazos disponibles, dijo en voz alta:

—Primer Júbilo… Primer Júbilo…

—¿Me llamas, mamá? —preguntó el niño, entrando en casa.

—Primer Júbilo, ayúdame a deshacer guantes —dijo Xu Yulan.

—No tengo ganas —dijo Primer Júbilo, negando con la cabeza.

—Segundo Júbilo… —llamó la madre después de que se fuera el mayor—. Segundo Júbilo…

El niño acudió corriendo y, al ver que se trataba de ayudar a deshacer guantes, se sentó muy contento en el taburete y ofreció sus antebrazos para que su madre enrollara el hilo que iba devanando. En ese momento llegó Tercer Júbilo y, de pie junto a su hermano, ofreció también sus antebrazos, empujando de paso a Segundo Júbilo para hacerle caer del taburete.

—Tercer Júbilo, tú vete —le dijo Xu Yulan al verlo con los brazos estirados—, que tienes las manos llenas de mocos.

Cuando Xu Yulan y Segundo Júbilo estaban allí juntos, charlaban sin parar. Y, cuando la mujer de treinta años y el niño de ocho se ponían a charlar, parecían dos mujeres de treinta años o dos chavales de ocho paseando por la calle después de cenar, antes de acostarse, en armonía creciente a medida que avanzaba la conversación.

—He visto a la hija de los Zhang, del sur de la ciudad —dijo Xu Yulan—. Está cada día más guapa.

—¿Dices la de la trenza que le llega hasta el culo? —preguntó Segundo Júbilo—. ¿Esa chica?

—Sí, ésa —dijo Xu Yulan—, la que una vez te dio un puñado de pipas de sandía. ¿A que está cada vez más guapa?

—He oído decir que la llaman Zhang la Tetuda —dijo Segundo Júbilo.

—He visto a Lin Fenfang, la de la fábrica de seda, con playeras blancas y calcetines rojos de nailon —comentó Xu Yulan—. Ya había visto antes calcetines rojos de nailon. Lin Pingping, la que vive casi enfrente de nosotros, llevaba unos hace poco; pero playeras de chica de color blanco, eso sí que no lo había visto nunca.

—Pues yo sí —dijo Segundo Júbilo—. Vi unas en el mostrador de los grandes almacenes.

—Playeras blancas de chico he visto muchas —insistió Xu Yulan—. El hermano de Lin Pingping tiene unas, y también Wang Defu, el de nuestra calle.

—Ese flacucho que va mucho a casa de Wang Defu también las lleva —observó Segundo Júbilo.

—Y patatín y patatán… —añadía Xu Yulan.

—Y esto y lo otro… —contestaba Segundo Júbilo.

Con Primer Júbilo, Xu Yulan no tenía tanta complicidad. El mayor nunca quería acompañar a su madre, nunca quería hacer nada con ella.

—Primer Júbilo —le decía ella cuando salía a comprar—, ¿me llevas la cesta?

—No tengo ganas —contestaba él.

—Primer Júbilo, ¿me enhebras la aguja? —le pedía ella.

—No tengo ganas.

—Primer Júbilo, recoge la ropa y dóblala.

—No tengo ganas.

—Primer Júbilo…

—No tengo ganas.

—¿Y de qué demonios tienes ganas? —le gritaba ella cuando se enfurecía.

Xu Sanguan recorría la habitación una y otra vez mirando al techo.

—Voy a subir al tejado a hacer unos arreglos —dijo al ver que se filtraban varios rayos de sol—. Si no, en cuanto lleguen las lluvias, fuera caerán aguaceros y dentro caerán lloviznas.

—Papá, voy a pedir que nos presten una escalera —dijo Primer Júbilo en cuanto lo oyó.

—Aún eres pequeño —le dijo Xu Sanguan—, no podrás con una escalera.

—Papá, entonces voy a pedirla prestada y luego vas tú a buscarla —propuso Primer Júbilo.

Cuando ya tuvieron la escalera, Xu Sanguan se dispuso a subir al tejado.

—Papá —dijo Primer Júbilo—, yo te sujeto la escalera.

Xu Sanguan subió y, mientras se desplazaba por el tejado haciéndolo crujir, Primer Júbilo también anduvo atareado: cogió la tetera de su padre y la dejó al pie de la escalera, luego sacó una palangana, la llenó de agua y metió en ella la toallita de Xu Sanguan.

—Papá —dijo, mirando hacia arriba y sosteniendo la tetera con ambas manos—, baja a descansar un rato y te tomas un té.

—Nada de té —dijo Xu Sanguan desde el tejado—, que acabo de subir.

Primer Júbilo escurrió la toallita de Xu Sanguan y la colocó en sus manos para ofrecérsela.

—¡Papá! —volvió a gritar al cabo de unos instantes—, baja a descansar un poco y te limpias el sudor.

—No estoy sudando —dijo Xu Sanguan desde el tejado.

En ese momento, apareció Tercer Júbilo bamboleándose.

—Lárgate, Tercer Júbilo —dijo el mayor al verlo, sacudiendo la mano—. Aquí no pintas nada.

Tercer Júbilo no quería irse. Fue a sujetar la escalera.

—Ahora no hace falta sujetar la escalera —dijo su hermano.

Tercer Júbilo se sentó en el último travesaño.

—Papá —se chivó Primer Júbilo impotente—, Tercer Júbilo no quiere irse.

—Tercer Júbilo —vociferó Xu Sanguan desde el tejado—, vete de aquí. Como te caiga encima una teja, te mata.

—Papá —solía decir Primer Júbilo a Xu Sanguan—, no me gusta estar con madre ni con mis hermanos; no paran de hablar de que si fulanita es guapa, de que si menganita viste bien. Me gusta estar con los hombres y me gusta escuchar todo lo que decís.

Xu Sanguan fue por agua al pozo, con un cubo de madera en la mano. La cuerda que iba atada al asa se había empapado cien veces y secado al sol otras tantas, de modo que esa vez, cuando quiso subir el cubo tras echarlo al agua, lo que subió fue un trozo de cuerda. El cubo se había quedado en el pozo, se lo había tragado el agua.

Xu Sanguan volvió a casa, cogió una caña de las de tender la ropa que había bajo el alero, se hizo con un taburete y fue a sentarse en la entrada. Con unos alicates, torció un alambre grueso hasta formar un gancho que sujetó con alambre fino al extremo de la caña. Primer Júbilo lo vio.

—Papá —preguntó, acercándose—, ¿ha vuelto a caer el cubo al pozo?

Xu Sanguan asintió.

—Ayúdame a sujetar la caña —le dijo.

Primer Júbilo se sentó en el suelo, apoyó la caña en el hombro y miró cómo Xu Sanguan aseguraba el gancho. Luego padre e hijo llevaron la caña hasta el pozo, el primero con la mano, el segundo sobre el hombro.

Normalmente, con una hora había de sobra. Xu Sanguan introducía la caña en el pozo, tanteaba entre media hora y una hora, y lograba enganchar el asa del cubo y sacarlo del pozo. Pero esa vez llevaba hora y media sondeando, sin conseguir nada.

—El asa no está ni arriba, ni a la izquierda, ni a la derecha —dijo, enjugándose el sudor con la mano—, no está por ninguna parte. Seguro que se ha quedado debajo del cubo. Esta vez sí que estamos buenos, nos ha fastidiado…

Xu Sanguan sacó la caña del pozo, la apoyó en el brocal y se frotó la cabeza con las manos, sin saber qué hacer. Primer Júbilo se subió al borde y se asomó al interior.

—Mira, papá —dijo al cabo de un rato—, estoy bañado en sudor del calor que tengo.

Xu Sanguan respondió con un «humm».

—Papá —prosiguió Primer Júbilo—, ¿te acuerdas de que una vez metí la cabeza en una palangana llena de agua y aguanté un minuto y veintitrés segundos sin respirar?

—El asa está debajo del cubo —dijo Xu Sanguan—, a ver qué coño hacemos ahora.

—Papá —dijo Primer Júbilo—, el pozo es muy profundo, no me atrevo a saltar dentro… Papá, el pozo es muy profundo. Si bajo, no podré volver a salir… Papá, busca una cuerda y átame por la cintura, así me bajas poquito a poco, y yo me sumerjo. Puedo aguantar un minuto y veintitrés segundos. Así cojo el asa, y tú luego me subes.

Al oírlo, Xu Sanguan pensó que no era mala idea la que había tenido el mocoso de Primer Júbilo, de modo que corrió a casa a buscar una cuerda nueva. No se atrevía a usar una vieja, por si el pozo se tragaba al niño como se había tragado el cubo, eso sí que sería un desastre.

Enrolló la cuerda alrededor de los muslos de Primer Júbilo, se la ató a la cintura y bajó a su hijo poco a poco… En ese momento, apareció de nuevo Tercer Júbilo todo ufano.

—Vete, Tercer Júbilo —dijo Xu Sanguan nada más verlo—. Podrías caer al pozo.

Xu Sanguan decía a menudo: «Vete, Tercer Júbilo…».

También Xu Yulan decía a menudo: «Vete, Tercer Júbilo…».

Incluso sus hermanos mayores le decían a veces: «Vete, Tercer Júbilo».

Así que no le quedaba más remedio que irse, de ahí que soliera deambular solo por la calle. Pasaba mucho tiempo salivando delante de la tienda de caramelos, o en cuclillas a la orilla del río mirando los pececillos y las quisquillas, o con el oído pegado a los postes de la luz escuchando los zumbidos de la corriente eléctrica, o dormido agarrándose las rodillas en la entrada de alguna casa… Con frecuencia se perdía de tanto andar y tenía que preguntar el camino para volver a su casa.

—Primer Júbilo se parece a mí —solía decir Xu Sanguan a su mujer—; Segundo Júbilo se parece a ti, pero ¿a quién se parecerá ese mocoso de Tercer Júbilo?

Lo que quería decir, en realidad, era que, de sus tres hijos, Primer Júbilo era su preferido. Y al final resultaba que Primer Júbilo, precisamente él, era hijo de otro. A veces, pensando en eso, tumbado en la cama de bejuco, sentía congoja y hasta se le saltaban las lágrimas.

Estaba Xu Sanguan en ese estado, cuando se acercó Tercer Júbilo y, viendo a su padre llorar, él también se puso a llorar a su lado. No sabía el porqué del llanto de su padre, ni el porqué del suyo, pero se veía contagiado por la congoja paterna, igual que se ponía a estornudar cuando alguien estornudaba.

En pleno llanto, Xu Sanguan se dio cuenta de que a su lado había alguien llorando con más pesadumbre aún que él, y se volvió.

—Vete, Tercer Júbilo —dijo, agitando la mano al ver que era el mocoso de su hijo el pequeño.

Tercer Júbilo no tuvo más remedio que irse. Para entonces ya tenía siete años y vagaba por ahí con un tirachinas en la mano y los bolsillos llenos de guijarros. En cuanto veía gorriones saltando por el alero o brincando por las ramas de los árboles, apuntaba con el tirachinas, disparaba una piedra y, si no daba a ningún gorrión, al menos los espantaba, y huían armando un gran revuelo.

—¡Volved! —gritaba indignado a los fugitivos—. ¡Volved aquí!

El tirachinas de Tercer Júbilo apuntaba a menudo a las farolas, a los gatos, a las gallinas, a los patos, a la ropa tendida, a los pescados que pendían de las ventanas secándose, o apuntaba a cualquier botella de vidrio, cesta u hoja de verdura que flotara en el río. Un día, lanzó una piedra a la cabeza de un niño.

El crío tenía la misma edad que él. Iba tan tranquilo por la calle cuando de repente recibió una pedrada en la cabeza que lo dejó tambaleándose. Se tocó el chichón y sólo entonces se echó a llorar desconsoladamente. Sin dejar de llorar, se volvió y, viendo a Tercer Júbilo muerto de risa con el tirachinas en la mano, fue hacia él y le soltó una bofetada, pero no le dio en la cara, sino en el cogote, a lo cual Tercer Júbilo respondió con otra bofetada, y así estuvieron ambos, toma y daca, arreándose unos guantazos bien sonoros, pero menos que sus llantos, pues Tercer Júbilo también lloraba a lágrima viva.

—¡Voy a llamar a mis hermanos mayores! —dijo el niño—. ¡Tengo dos, y te van a dar una paliza!

—¡Pues yo también tengo dos hermanos mayores! —contestó Tercer Júbilo—. ¡Y darán una paliza a los tuyos!

Entonces acordaron que, de momento, dejaban de darse bofetadas y cada uno volvía a su casa para traer a sus hermanos mayores. Se citaron una hora después en ese mismo lugar. Tercer Júbilo llegó a casa y vio que el mediano estaba en la habitación bostezando.

—Segundo Júbilo, me he peleado —le dijo—. Ven a ayudarme.

—¿Con quién te has peleado? —preguntó Segundo Júbilo.

—No sé cómo se llama —contestó el pequeño.

—¿Qué edad tiene?

—Como yo.

Al oírlo, Segundo Júbilo dio un golpe en la mesa.

—¡Me cago en su madre! —profirió—. ¿Cómo se atreve a meterse con mi hermano? ¡Voy a darle una lección!

Tercer Júbilo llevó a su hermano mediano a la calle de la cita. El otro niño también se había traído a su hermano, que sacaba una buena cabeza a Segundo Júbilo. Éste, al verlo, sintió que la sangre se le bajaba a los pies.

—Quédate detrás de mí —le dijo a su hermano— y no digas nada.

Al verlos venir, el hermano del otro niño los señaló con gesto displicente.

—¿Son ellos? —preguntó a su hermano pequeño sin dignarse a mirarlos, tras lo cual se dirigió hacia ellos agitando los brazos amenazadoramente y fulminándolos con la mirada.

—¿Quién se ha peleado con mi hermano?

—Yo no he sido —dijo Segundo Júbilo, abriendo las manos con una sonrisa.

—Entonces la paliza se la lleva tu hermano.

—Espera, hablemos —propuso Segundo Júbilo—. Si no llegamos a un acuerdo, das una paliza a mi hermano, yo no me meteré…

—¿Y qué si te metes? —dijo, propinándole un empujón que le hizo retroceder varios pasos—. Si yo lo que quiero es que te metas, y así daros una buena paliza a los dos.

—Yo no pienso meterme —dijo Segundo Júbilo, agitando las manos—, prefiero hablarlo…

—¡Hablarlo, y una mierda! —dijo, y le asestó un puñetazo—. Primero te dejo como nuevo y luego me ocupo de tu hermano.

Segundo Júbilo fue retrocediendo paso a paso.

—¿Y éste quién es? —preguntó al otro niño—. ¿Por qué no atiende a razones?

—Es mi hermano el mayor —dijo el otro niño muy orgulloso—. También tengo un hermano mediano.

—¡Quieto! —dijo Segundo Júbilo a su agresor—. No es justo —añadió, señalando a los dos niños—. Mi hermano me ha hecho venir a mí, que soy el mediano, y el tuyo te ha hecho venir a ti, que eres el mayor. No es justo. Si tienes agallas, deja que mi hermano vaya a buscar al mayor, a ver si te atreves entonces a vértelas con él.

—Yo me atrevo a cualquier cosa —dijo el otro, sacudiendo la mano, despectivo—. Id a llamar a vuestro hermano mayor, que os voy a dejar como nuevos a los tres.

Segundo Júbilo y Tercer Júbilo fueron a buscar a Primer Júbilo. Éste vio ya de lejos que el otro le sacaba media cabeza.

—Esperad, que voy a mear —dijo a sus hermanos.

Entonces se metió en un callejón y, cuando volvió a salir, iba con las manos en la espalda sujetando una piedra triangular. Se dirigió hacia su rival con la cabeza baja.

—¿Ése es vuestro hermano mayor? —le oyó decir—. ¡Si ni siquiera se atreve a levantar la cabeza!

Primer Júbilo alzó la mirada para comprobar dónde estaba la cabeza del otro y, con todas sus fuerzas, le asestó una pedrada. Cuando el otro gritó, Primer Júbilo le arreó tres golpes más en la cabeza hasta que lo vio tumbado en el suelo en medio de un charco de sangre. Tras comprobar que el otro ya no podía levantarse, tiró la piedra y se limpió el polvo de las manos con unas palmadas.

—Vámonos a casa —dijo, haciendo señas a sus hermanos, que se habían quedado anonadados del susto.