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Xu Sanguan era repartidor de capullos de gusano de seda en una fábrica de seda de la ciudad. Ese día había vuelto al pueblo para ver a su abuelo. Con la edad, el hombre tenía la vista cansada y no distinguió el rostro de Xu Sanguan cuando éste llegó a la puerta, de modo que le pidió que se aproximara.

—¿Dónde está tu cara, hijo? —preguntó tras examinarlo.

—Abuelo, que no soy tu hijo —contestó Xu Sanguan—, que soy tu nieto, y mi cara está aquí…

Le cogió la mano y se la llevó al rostro para que lo palpara, pero la soltó enseguida: el abuelo tenía la palma de la mano como el papel de lija de la fábrica.

—¿Por qué no viene tu padre a verme? —preguntó el abuelo.

—Mi padre murió hace tiempo.

El abuelo asintió. Le colgaba un hilillo de baba por la comisura de la boca, y torció el labio para aspirarla en un par de sorbos.

—¿Estás fuerte, hijo? —preguntó el abuelo.

—Sí —dijo Xu Sanguan—. Abuelo, no soy tu hijo…

—Entonces irás a menudo a vender sangre, ¿verdad, hijo? —prosiguió el abuelo.

—No, no he ido nunca —respondió Xu Sanguan, negando con la cabeza.

—Hijo, ¿cómo puedes decir que estás fuerte si nunca has vendido sangre? Me estás engañando, hijo.

—Abuelo, pero ¿qué dices? No entiendo. ¿No estarás chocheando un poco?

El anciano negó con la cabeza.

—Abuelo —insistió Xu Sanguan—, no soy tu hijo, soy tu nieto.

—Hijo… —repitió el abuelo—. Tu padre no me hizo caso, se encaprichó con esa no sé qué Hua de la ciudad…

—Jin Hua, es mi madre.

—Tu padre vino a decirme que ya tenía edad de asentarse, que pensaba ir a la ciudad a casarse con esa no sé qué Hua. Yo le dije que sus dos hermanos mayores aún andaban solteros, y eso de que el pequeño tomara esposa antes que los mayores era algo que aquí, en nuestro pueblo, no se hacía…

Sentado en el tejado de la casa de su tío, Xu Sanguan levantó la mirada para contemplar el panorama: el cielo ascendía desde algún lugar muy lejano de la tierra, alzando su color carmesí, reflejándolo en los campos, convirtiendo los cultivos en una extensión roja como un tomate. También el río que pasaba por allí y el camino que serpenteaba, los árboles, las chozas y las albercas, las volutas de humo que se elevaban de los tejados, todo había enrojecido.

El tío de Xu Sanguan estaba allá abajo, abonando el melonar. En ese momento pasaron dos mujeres, una mayor y otra joven.

—Guihua se parece cada vez más a su madre —comentó el tío.

La joven sonrió.

—Hay alguien en tu tejado, ¿quién es? —preguntó la mayor al ver a Xu Sanguan allá arriba.

—Es el hijo de mi hermano el tercero —respondió el tío.

Los tres levantaron los ojos para mirar a Xu Sanguan. El chico sonrió bobalicón y miró tanto a la joven llamada Guihua que ésta bajó la cabeza.

—Es igualito que su padre —dijo la mujer mayor.

—Guihua se casa el mes que viene, ¿no? —comentó el tío.

—Guihua ya no se casa el mes que viene —contestó la mujer, negando con la cabeza—. Hemos anulado el compromiso.

—¿Anulado? —preguntó el tío, soltando el cacillo del abono.

—El chico tiene la salud hecha polvo —explicó la mujer mayor, bajando la voz—. Sólo se come un bol así de arroz…, hasta nuestra Guihua se come dos.

—¿Y cómo habrá acabado así ese chico? —preguntó el tío también en voz baja.

—Ni idea… —dijo la mujer mayor—. Primero oí rumores, decían que llevaba un año sin ir al hospital a vender sangre. Y tuve un pálpito. Me pregunté si no sería porque andaba mal de salud. Mandé decirle que se viniera a casa a comer, para ver cuánto comía. Si se comía dos boles llenos, me quedaría más tranquila; si se comía tres, Guihua sería suya… Cuando se comió el primer bol, fui a servirle otro, y me dijo que ya estaba lleno, que ya no podía más… Un mozo robusto y fuerte que no come bien es que tiene la salud hecha polvo, seguro…

El tío de Xu Sanguan asintió.

—Como madre, estás en todo —dijo a la mujer mayor.

—Para eso estamos las madres —contestó ella.

Las dos mujeres alzaron la vista hacia el tejado para ver a Xu Sanguan, que seguía mirando con la misma sonrisa bobalicona a la joven.

—Igualito que su padre… —añadió la mujer mayor.

Luego se fueron ambas, una delante, la otra detrás. Tenían el culo muy grande. Desde el punto de vista de Xu Sanguan, las nalgas se les confundían con los muslos. Cuando se alejaron, Xu Sanguan miró a su tío, que seguía abonando el melonar. Para entonces había empezado a oscurecer, y la silueta de su tío comenzaba a desdibujarse.

—¿Cuánto tiempo más vas a trabajar? —preguntó.

—Ya estoy acabando —contestó el hombre.

—Tío, hay una cosa que no entiendo y que quiero preguntarte.

—Dime.

—¿La gente que nunca ha vendido sangre tiene mala salud?

—Sí —contestó el tío—. ¿No has oído lo que ha dicho la madre de Guihua? Aquí, el hombre que no haya vendido sangre alguna vez no encuentra mujer que quiera casarse con él.

—¿Qué regla es ésa?

—No sé qué regla será, pero todos los que están fuertes venden sangre. Con cada venta puedes ganar treinta y cinco yuanes, lo mismo que con seis meses de trabajo en el campo. La sangre del cuerpo es como el agua del pozo: no va a tener más agua porque tú no lo uses. Y tendrá siempre la misma aunque saques todos los días…

—Entonces, tío, por lo que dices, la sangre del cuerpo es como la gallina de los huevos de oro, ¿no?

—Eso depende de si estás fuerte o no. Si no lo estás, vendiendo sangre lo que vendes es la vida. Cuando vas a vender sangre, en el hospital te hacen primero un análisis, te sacan un tubo para ver cómo andas de salud. Sólo si estás bien te dejan venderla.

—Tío, ¿con este cuerpo puedo vender sangre?

El hombre levantó los ojos hacia su sobrino. El hijo de su hermano el tercero seguía sentado en el tejado, risueño, con el torso desnudo. Xu Sanguan parecía bastante musculoso.

—Con ese cuerpo, puedes.

Xu Sanguan se echó a reír. De repente, se le ocurrió algo.

—Tío —dijo, asomando la cabeza—, tengo otra cosa que preguntarte.

—¿Qué es?

—Has dicho que en el hospital te sacan primero un tubo de sangre para hacerte un análisis.

—Sí.

—¿Te lo pagan?

—No —contestó el tío—. Ese tubo de sangre lo das gratis al hospital.

Iban tres andando en fila por el camino; el mayor tenía unos treinta y pico, el más joven apenas diecinueve, Xu Sanguan estaba entre los dos, en edad y en el camino.

—Vais cargando sandías y lleváis un bol en el bolsillo… —dijo a sus compañeros—. ¿Vais a vender sandías en la calle después de vender sangre? Una, dos, tres, cuatro… Sólo lleváis seis sandías cada uno en estas cestas que transportáis al hombro, ¿por qué no cargáis cien o doscientas libras? ¿Y para qué queréis el bol? ¿Para que los compradores os echen el dinero? ¿Por qué no lleváis comida? ¿Qué comeréis a mediodía?

—Nunca llevamos cuando vamos a vender sangre —dijo Genlong, el que tenía diecinueve años—. Luego nos vamos a un restaurante y nos tomamos un buen plato de hígado de cerdo salteado y un vaso de vino de arroz.

—El hígado de cerdo tonifica la sangre —explicó el de treinta y pico, que se llamaba A Fang—. Y el vino activa la circulación.

—Decís que uno puede vender cuatrocientos mililitros de una vez —dijo Xu Sanguan—. ¿Cuánto viene a ser eso?

—¿Ves esto? —dijo A Fang, sacándose el bol del bolsillo.

—Sí.

—Puedes vender dos de éstos de una vez.

—¿Dos boles? —preguntó Xu Sanguan boquiabierto—. Pero si dicen que si te comes un bol de arroz apenas produces unas gotas de sangre, ¿cuántos te tienes que comer para dar dos boles de sangre?

A Fang y Genlong se rieron.

—No basta con comer arroz —dijo A Fang—, hay que comer hígado de cerdo y beber un poco de vino de arroz.

—Xu Sanguan —dijo entonces Genlong—, decías hace un momento que llevábamos pocas sandías, ¿no? Déjame que te lo explique: éstas no son para vender, son para regalar…

—Para regalar al jefe de sangre Li —prosiguió A Fang.

—¿Quién es ese jefe de sangre Li? —preguntó Xu Sanguan.

Llegaron a un puente de madera. Debajo corría un río que seguía su curso, tan pronto ancho como estrecho. Del agua brotaban hierbas que se extendían por los ribazos hasta sumergirse de nuevo en los arrozales. A Fang se detuvo.

—Genlong, ahora toca beber —dijo.

Genlong dejó el cargamento de sandías.

—¡A beber! —exclamó.

Se sacaron sendos boles del bolsillo y bajaron hasta la orilla. Xu Sanguan fue hasta el puente y estuvo mirando desde el pretil cómo metían el bol en el agua, agitando la superficie para apartar las hierbas y demás impurezas que flotaban, antes de beberse a grandes tragos cuatro o cinco boles cada uno.

—¿Habéis desayunado mucha verdura en salmuera o qué? —preguntó desde arriba.

—No hemos desayunado nada —contestó A Fang desde abajo—, sólo unos cuantos boles de agua. Ahora bebemos más y luego, cuando lleguemos a la ciudad, más todavía. Tenemos que beber hasta que la barriga se nos hinche y nos duela, hasta que nos entre dentera… Cuanto más beba uno, más sangre tiene, porque el agua va a parar a la sangre…

—Pero entonces, ¿la sangre no se queda aguada?

—Sí, se queda aguada, pero así tienes más.

—Pues ya sé por qué lleváis un bol en el bolsillo —dijo Xu Sanguan mientras bajaba por el ribazo—. Dejadme uno, que yo también voy a beber.

—Toma el mío —dijo Genlong, tendiéndole el bol.

Xu Sanguan lo cogió y fue a agacharse a la orilla.

—El agua de arriba está sucia y la del fondo también —dijo A Fang al verlo—. Bebe de la de en medio.

Cuando hubieron acabado, reanudaron el camino. Esta vez A Fang y Genlong iban juntos, cargando con sus sandías, y Xu Sanguan aparte, oyendo los chirridos de las varas.

—Lleváis mucho rato cargando con las sandías —dijo Xu Sanguan sin dejar de andar—. Dejad que os ayude.

—Lleva las de A Fang —dijo Genlong.

—Son pocas, no pesan —dijo A Fang—. Cuando voy a la ciudad a vender sandías, llevo unas doscientas libras.

—Antes hablabais del jefe de sangre Li. ¿Quién es?

—Es el calvo que dirige la venta de sangre en el hospital —explicó Genlong—. Lo verás dentro de un rato.

—Es como el alcalde del pueblo. El alcalde es el que nos administra a las personas, ¿no? Pues el jefe de sangre Li es el alcalde que administra nuestra sangre. Él y sólo él es el que decide quién puede venderla y quién no.

—Por eso lo llamáis «jefe» —dijo Xu Sanguan.

—A veces en el hospital hay más gente que quiere vender sangre que pacientes que la necesitan —dijo A Fang—. Entonces todo depende de quién tenga más amistad con el jefe de sangre Li. El que tiene amistad con él consigue vender sangre… ¿Qué se entiende por «amistad»? —prosiguió A Fang—. Como dice el propio jefe de sangre Li: «No se trata de acordarse de mí sólo cuando se quiera vender sangre. Hay que acordarse de mí siempre». ¿Y qué se entiende por acordarse de él siempre? Esto —dijo A Fang, señalando las sandías que llevaba.

—También hay otro «acordarse de él siempre» —intervino Genlong—. Esa no sé qué Ying también se acuerda de él siempre.

Los dos se echaron a reír.

—La amistad que tiene esa mujer con el jefe de sangre Li es de cama adentro —dijo A Fang a Xu Sanguan—. Si va ella a vender sangre, todos los demás, a esperar. Y ¡ay de quien se meta con ella!, que, aunque tuviera sangre divina, el jefe de sangre Li no se la compraría.

Hablando, hablando, llegaron a la ciudad. Una vez allí, Xu Sanguan se puso en cabeza: él era de la ciudad y conocía bien sus calles, así que los iba guiando. Los otros dos dijeron que había que beber más agua.

—No bebáis agua del río aquí, en la ciudad —dijo Xu Sanguan—, que viene muy sucia. Yo os llevo a un pozo.

Los dos siguieron a Xu Sanguan, que los condujo por el laberinto de callejuelas.

—Estoy que no me aguanto —les dijo sin dejar de andar—, ¿por qué no vamos primero a echar una meada?

—Nada de mear —dijo Genlong—. Si meas, habrás bebido toda esa agua para nada y tendrás menos sangre en el cuerpo.

—Nosotros hemos bebido mucho más que tú y nos aguantamos —añadió A Fang—. Tiene la bolsa de la orina pequeña —agregó, dirigiéndose a Genlong.

Xu Sanguan iba cada vez más despacio, frunciendo el ceño de dolor por la hinchazón del vientre.

—¿Esto no lo matará a uno?

—¿A quién va a matar?

—¡A mí! —dijo Xu Sanguan—. ¿No me reventará la tripa?

—¿Tienes dentera? —preguntó A Fang.

—¿Dentera? Espera que mire… —dijo, pasándose la lengua por las encías—. No, no tengo.

—Entonces no pasa nada —dijo A Fang—. Si no tienes dentera, la bolsa de la orina no te reventará.

Xu Sanguan los llevó hasta un pozo cercano al hospital. Estaba bajo un gran árbol y rodeado de musgo. Junto a él había un cubo de madera y una cuerda bien enrollada al lado, con un extremo atado al asa y el otro dentro del pozo. Echaron al agua el cubo, que cayó con un ¡plaf! como de bofetón en la cara. Sacaron un cubo de agua. A Fang y Genlong bebieron dos boles cada uno y se los pasaron a Xu Sanguan. Éste cogió el de A Fang y bebió un solo bol. Ante la insistencia de los otros dos, volvió a llenarlo pero, al cabo de un par de sorbos, echó el cubo al agua.

—Tengo la bolsa de la orina pequeña. No puedo beber más.

Los tres llegaron a la sala de extracciones del hospital, con la cara toda colorada del esfuerzo de aguantarse, avanzando a pasitos cautelosos, como de embarazada a punto de dar a luz. A Fang y Genlong, al ir cargados, andaban aún más despacio, agarrando con fuerza las cuerdas delantera y trasera de las varas para evitar que las canastas llenas de sandías se balancearan. Pero los pasillos del hospital eran estrechos, y a veces venía alguien de frente que, al pasar, rozaba las canastas, haciendo que se agitaran, y entonces se agitaba también el agua en los vientres de A Fang y Genlong, chapoteando y produciéndoles tal dolor que se detenían torciendo el gesto, sin atreverse a avanzar, y esperaban hasta que las canastas dejaran de bambolearse antes de reanudar la marcha.

El jefe de sangre del hospital estaba sentado tras su mesa, en la sala de extracciones, con los pies apoyados en un cajón abierto y la bragueta, en la que no quedaban botones, bostezando. Aparentemente, debajo llevaba un calzoncillo de colorines. El hombre estaba solo en la sala cuando entraron Xu Sanguan y sus amigos. Al verlo, Xu Sanguan pensó: «¿Éste es el jefe de sangre Li? ¿No es ése Li el Calvo, el que va cada dos por tres a la fábrica a comprar crisálidas para comer?».

Al ver que A Fang y Genlong le traían sandías, puso los pies en el suelo.

—¡Sois vosotros! —dijo con jovialidad—. ¡Qué sorpresa!

Luego vio a Xu Sanguan.

—A éste creo que lo tengo visto —añadió, señalándolo.

—Es de aquí, de la ciudad —dijo A Fang.

—Ah, por eso —dijo el jefe de sangre Li.

—Usted suele ir a la fábrica de seda a comprar crisálidas —dijo Xu Sanguan.

—¿Trabajas allí? —preguntó Li.

—Sí.

—¡Coño! —exclamó Li—. ¡Ya decía yo que te tenía visto! ¿También vienes a vender sangre?

—Le hemos traído unas sandías —dijo A Fang—. Las hemos recogido esta misma mañana.

El jefe de sangre Li levantó el culo de la silla y echó una ojeada a las sandías.

—¡Qué grandes son todas! —dijo jovial—. Ponedlas ahí en el rincón.

A Fang y Genlong fueron a agacharse para sacar las sandías de las canastas y colocarlas donde les había dicho el jefe de sangre Li, pero, por mucho que lo intentaban, colorados y sin resuello, no lograban agacharse del todo. El jefe de sangre Li se echó a reír al verlos.

—¿Cuánta agua habéis bebido? —les preguntó.

—Sólo tres boles —dijo A Fang.

—Él ha bebido tres, yo he bebido cuatro —añadió Genlong.

—Chorradas —dijo Li, mirándolos fijamente—. A ver si os creéis que no sé cómo tenéis la vejiga. Joder, si la tenéis más dilatada que el útero de una embarazada. Habréis bebido por lo menos diez boles.

A Fang y Genlong rieron incómodos. Al verlos reír, el jefe de sangre Li sacudió ambas manos.

—Vamos a dejarlo —dijo—. Al menos vosotros tenéis buena fe y siempre os acordáis de mí. Por esta vez, podéis vender sangre, pero que no se repita. Tú, ven aquí —dijo mirando a Xu Sanguan.

Éste obedeció.

—Agacha un poco la cabeza.

Xu Sanguan bajó la cabeza, y el jefe de sangre Li le abrió los párpados.

—Deja que te vea los ojos, no sea que tengas ictericia o hepatitis… Nada. Saca la lengua, que vea cómo andas de la tripa… Bien también. ¡Hala!, ya puedes vender sangre… Oye, según el reglamento, debería sacarte un tubo de sangre para hacerte un análisis y comprobar que no estás enfermo. Pero hoy, por consideración hacia A Fang y Genlong, no te lo saco… Además, puede decirse que es nuestro primer encuentro, así que tómalo como un regalo de bienvenida.

Después de vender sangre, los tres se dirigieron a trancas y barrancas, torciendo el gesto, a los retretes del hospital. Xu Sanguan iba detrás. Ninguno se atrevía a hablar. Iban los tres cabizbajos, mirando el suelo, como si el menor esfuerzo en ese instante hubiera podido reventarles la tripa.

En los retretes, los tres se colocaron en hilera frente a los urinarios. Al orinar les entró tanta sensibilidad en los dientes que éstos les castañeteaban con un ruido similar al que producían los chorros al restallar contra el fondo de los urinarios.

Luego fueron a un restaurante llamado Victoria, que se encontraba junto a un puente de piedra. Tenía el tejado más bajo que el puente, y las hierbas silvestres sobresalían de los aleros como cejas en un rostro. A primera vista, el restaurante no tenía puerta, debido a que puerta y ventana formaban un mismo vano, tan sólo estaban separadas por un par de postes de madera. Xu Sanguan y sus amigos entraron y se sentaron junto a la ventana que daba al riachuelo que cruzaba la ciudad, en cuya superficie flotaban unas cuantas hojas de col.

—¡Una de hígado salteado y un vaso de vino de arroz! —gritó A Fang al camarero—. ¡Y el vino de arroz lo quiero caliente!

—¡Una de hígado salteado y un vaso de vino de arroz! —gritó a su vez Genlong—. ¡Y el vino también caliente para mí!

Xu Sanguan, que los observaba, encontraba que su modo de golpear la mesa al pedir las cosas a voces les daba prestancia, y los imitó.

—¡Una de hígado salteado y un vaso de vino de arroz! —gritó, dando un porrazo en la mesa—. ¡Y el vino… caliente!

Poco después les sirvieron los tres platos de hígado de cerdo salteado y los correspondientes vasos de vino de arroz. Xu Sanguan se disponía a coger un trozo de hígado con los palillos cuando vio que A Fang y Genlong alzaban el vaso y tomaban un sorbo de vino con los ojos entornados. Luego aspiraron silbando por las comisuras, y los músculos de sus rostros se desarrugaron como si se hubieran desperezado.

—Esto está mejor —suspiró A Fang aliviado.

Xu Sanguan dejó los palillos y, como ellos, tomó primero un sorbo de vino, que se adentró por su garganta y se deslizó cálido y agradable por el esófago. No pudo evitar aspirar él también por las comisuras mientras veía a A Fang y Genlong echarse a reír.

—¿No estabas mareado después de vender sangre? —preguntó A Fang.

—Mareado, no —contestó Xu Sanguan—. Pero me sentía sin fuerza, con los brazos y las piernas flojos, y como flotando al andar…

—Eso es porque has vendido tu fuerza —dijo A Fang—, por eso te parece que ya no tienes. Lo que hemos vendido es nuestra fuerza, ¿sabes? Los de la ciudad lo llamáis «sangre», pero en el pueblo lo llamamos «fuerza». Hay dos tipos de fuerza: una es la que viene de la sangre, la otra es la que viene de los músculos. La que viene de la sangre es mucho más valiosa que la que viene de los músculos.

—¿Cuál es la fuerza de la sangre y cuál la de los músculos? —preguntó Xu Sanguan.

—Meterte en la cama, sostener un bol de arroz al comer, o ir de mi casa a la de A Fang, que está muy cerca, no te exige esfuerzo —explicó A Fang—, ahí usas la fuerza de los músculos. Trabajar en el campo, o ir a la ciudad cargando unas cien libras con la vara, eso sí que exige esfuerzo. Ahí, en cambio, estás usando la fuerza de la sangre.

—Sí, ya entiendo —dijo entonces Xu Sanguan, asintiendo—. Esa fuerza es como el dinero que llevas en el bolsillo, que primero lo gastas y luego vuelves a ganarlo.

—Esta gente de la ciudad sí que es lista —aprobó A Fang.

—Vosotros trabajáis a lo bestia todos los días en el campo, y aún os sobra fuerza que vender al hospital —dijo Xu Sanguan—. Tenéis más que yo.

—No se puede decir que tengamos más fuerza que tú —intervino Genlong—, lo que pasa es que a nosotros nos cuesta menos usarla que a vosotros, los de la ciudad. Para casarnos, para construirnos una casa, dependemos del dinero que ganamos vendiendo sangre. El que ganamos trabajando en el campo apenas nos da para no morir de hambre.

—Genlong tiene razón —dijo A Fang—. Yo ahora estoy vendiendo sangre para construirme una casa. Con dos veces más ya tendré dinero suficiente. Genlong la vende porque se ha encaprichado con Guihua, la de nuestro pueblo. Ella iba a casarse con otro, pero resulta que ha anulado el compromiso, así que Genlong se ha fijado en ella.

—Conozco a esa Guihua —dijo Xu Sanguan—. Tiene el culo muy grande. ¿Te gustan las culonas, Genlong?

Genlong se rió.

—Las culonas son más estables —explicó A Fang—. En la cama son seguras como un barco.

Xu Sanguan también se echó a reír.

—Oye —dijo A Fang—, ¿has pensado ya cómo te vas a gastar el dinero?

—Todavía no —contestó Xu Sanguan—. Digamos que acabo de aprender lo que es el dinero ganado con la sangre y el dinero ganado con el sudor. En la fábrica gano dinero con mi sudor; hoy he ganado dinero con mi sangre. Este dinero no lo puedo gastar de cualquier manera, lo tengo que invertir en algo importante.

—¿Habéis visto que el jefe de sangre Li llevaba la bragueta abierta y un calzoncillo de colorines debajo? —preguntó Genlong.

A Fang soltó una risa burlona.

—A ver si van a ser las bragas de esa tal Ying —aventuró Genlong.

—¡Toma, pues claro! —dijo A Fang—. Se habrán confundido al despertarse después de haberse acostado juntos.

—Me encantaría ver —dijo Genlong con guasa— si lleva ella el calzoncillo del jefe de sangre Li.