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El trabajo de Xu Sanguan consistía en empujar una carretilla llena de capullos blancos hasta un cobertizo enorme. Todos los días bromeaba y reía con un grupo de chicas. El estruendo de las máquinas resonaba entre ellas y él. Las jóvenes solían darle al pasar una palmada en la cabeza o un empujón en el pecho. Si hubiera tenido que elegir una de ellas para que fuera su mujer, una con quien acurrucarse, abrazados con todas sus fuerzas y voluntad, bajo el edredón en una noche de nieve, le habría gustado que fuera Lin Fenfang, la chica de la trenza hasta la cintura, la de los dientes blancos y regulares cuando sonreía, que, además, tenía hoyuelos y unos ojos tan grandes que Xu Sanguan pensaba que se sentiría siempre bien si pudiera mirarlos toda la vida. También Lin Fenfang le daba alguna que otra palmadita en la cabeza, o algún empujón en el pecho. Una vez incluso le pellizcó el dorso de la mano a escondidas. Esa vez, Xu Sanguan le llevó los mejores capullos y, desde entonces, ya nunca más pudo llevarle capullos malos.

Había otra chica que también era guapa. Trabajaba en la freiduría de un pequeño restaurante de desayunos y tapas haciendo churros, y lanzaba exclamaciones constantemente. Ya fuera que el aceite hirviendo le salpicara la mano, o que descubriera una mancha en su ropa, o que resbalara por descuido en la calle, o que viera que se había puesto a llover, o que oyera tronar, siempre lanzaba sonoros «¡Ay, madre!».

Esa chica se llamaba Xu Yulan. Acababa de trabajar a media mañana y se pasaba el resto del día paseando por la calle. Solía ir comiendo pipas y detenerse a charlar a voces, riéndose a carcajadas, con algún conocido que pasara por el otro lado de la calle, siempre puntuándolo todo con sus «¡Ay, madre!». A veces se le quedaban cáscaras de pipas pegadas a los labios. En esos momentos, si uno tenía la suerte de pasar a su lado, podía aspirar la fragancia vegetal que exhalaba su boca abierta.

Una vez recorridas varias calles solía acabar delante de la puerta de su casa, y entraba. A los diez minutos volvía a salir, luciendo un modelito distinto, y reanudaba sus paseos. Se cambiaba de ropa tres veces al día. En realidad, sólo tenía tres conjuntos. También se cambiaba cuatro veces de zapatos, porque sólo tenía cuatro pares. Y cuando ya no podía cambiarse más, se anudaba un pañuelo de seda al cuello.

No es que tuviera más ropa que las demás, pero todo el mundo tenía la impresión de que era la chica con el armario mejor surtido de la ciudad. Sus paseos habían hecho su belleza tan conocida como el río que atravesaba la ciudad. La gente la llamaba «la Venus de la Freiduría»… «Mirad, por ahí viene la Venus de la Freiduría», decían; o «La Venus de la Freiduría va a la tienda de telas. Todos los días tiene que comprarse bonitas telas con estampados», o «Que no, que cuando la Venus de la Freiduría va a la tienda de telas sólo mira, no compra», o «¡Qué bien le huele la cara a la Venus de la Freiduría!», o «La Venus de la Freiduría tiene las manos feas, demasiado cortas y con los dedos demasiado gruesos», o «¿Es ésa la Venus de la Freiduría?»…

Una vez, la Venus de la Freiduría, o sea, Xu Yulan, recorrió un par de calles en compañía de un joven llamado He Xiaoyong, charlando y riendo, y luego estuvieron un buen rato en lo alto de un puente, desde el atardecer hasta la noche. En esa época, He Xiaoyong vestía camisa blanca limpia, arremangada por encima de las muñecas y, cuando hablaba con esa sonrisa suya, se sujetaba éstas con las manos. Ese gesto embelesaba a Xu Yulan, y cuando la bonita joven alzaba el rostro para mirarlo, los ojos le brillaban lanzando destellos.

En otra ocasión alguien vio a He Xiaoyong pasar delante de la casa de Xu Yulan, que justo en ese momento salía por la puerta. Al ver a He Xiaoyong, Xu Yulan exclamó radiante:

—¡Ay, madre! Anda, pasa un ratito.

Cuando He Xiaoyong entró en casa de Xu Yulan, el padre de ésta estaba sentado a la mesa tomando vino de arroz. Al ver a un joven desconocido entrar con su hija, levantó el culo de la silla a modo de saludo.

—¿Te tomarás un vasito? —lo invitó.

A partir de entonces, He Xiaoyong se convirtió en un visitante habitual. Se sentaba con el padre de Xu Yulan a tomar vino de arroz, y juntos charlaban, cuchicheando y, cuando reían, también lo hacían por lo bajo.

—¿De qué estáis hablando? —solía preguntar Xu Yulan cuando pasaba junto a ellos—. ¿De qué os reís?

Un buen día, Xu Sanguan regresaba del campo, ya de noche. En aquella época, todavía no había farolas en las calles de la ciudad, sólo algunas linternas colgadas de los aleros de los establecimientos iluminaban a tramos las calzadas de piedra. Iba Xu Sanguan hacia su casa, andando a ratos por la luz, a ratos por la oscuridad, cuando pasó delante del teatro y vio a Xu Yulan. La Venus de la Freiduría estaba apoyada en la entrada, comiendo pipas, entre dos linternas, con las mejillas completamente coloradas por la luz.

Xu Sanguan pasó de largo, pero volvió atrás y se quedó estudiando a Xu Yulan desde la acera de enfrente, risueño, observando cómo esa preciosidad iba escupiendo las cáscaras mientras torcía ligeramente los labios. Xu Yulan también había visto a Xu Sanguan. Primero le echó una mirada de soslayo, luego se fijó en otros dos chicos que pasaban por allí; después volvió a mirarlo de reojo, antes de volverse hacia el interior del teatro a contemplar a una pareja de cuentacuentos en plena actuación. Cuando giró de nuevo la cabeza, vio que Xu Sanguan seguía allí.

—¡Ay, madre! —acabó exclamando ella—. ¿Cómo puedes mirarme así, y encima riéndote? —dijo, señalándolo con el dedo.

Xu Sanguan cruzó la calle hasta donde estaba la chica bañada en luz roja por las linternas.

—Te invito a comer bollitos rellenos de carne al vapor —le dijo.

—No te conozco —dijo Xu Yulan.

—Soy Xu Sanguan, trabajo en la fábrica de seda.

—Pues no te conozco.

—Yo a ti sí —dijo Xu Sanguan, sonriendo—. Eres la Venus de la Freiduría.

Al oírlo, Xu Yulan se echó a reír con coquetería.

—O sea, ¿que sabes quién soy?

—Todo el mundo lo sabe… Vamos, te invito a comer bollitos rellenos.

—Ya he cenado, no tengo hambre —dijo Xu Yulan risueña—. Invítame mañana.

A la tarde siguiente, Xu Sanguan llevó a Xu Yulan al restaurante Victoria. Se sentaron a la mesa de la ventana, la misma donde había comido hígado salteado y bebido vino de arroz con A Fang y Genlong. Y, como ellos, se dirigió al camarero con un enérgico porrazo en la mesa.

—¡Una ración de bollitos rellenos al vapor!

Y ofreció la ración a Xu Yulan. Cuando la joven se los hubo comido todos, dijo que aún podría tomarse una sopa de raviolis.

—¡Una sopa de dim sum! —pidió Xu Sanguan con otro porrazo en la mesa.

Esa tarde, Xu Yulan, encantada, comió también ciruelas agridulces y, para quitarse el sabor salado que le dejaron, luego pidió caramelos, que le dieron sed, por lo que Xu Sanguan le compró media sandía. Fueron juntos hasta lo alto del puente de madera y allí, la joven, radiante, se comió la media sandía. Mientras a ella la sacudía el hipo, él fue contando con los dedos el dinero que llevaba gastado esa tarde.

—Los bollitos rellenos, veinticuatro céntimos; la sopa de dim sum, nueve céntimos; las ciruelas agridulces, diez céntimos; caramelos he comprado dos veces, que son en total veintitrés céntimos; la media sandía pesaba un kilo setecientos y me costó diecisiete céntimos. En total son ochenta y tres céntimos… ¿Cuándo te casas conmigo?

—¡Ay, madre! —exclamó Xu Yulan anonadada—. ¿Por qué iba yo a casarme contigo?

—Me has hecho gastar ochenta y tres céntimos —dijo Xu Sanguan.

—Pero si me invitaste tú —replicó Xu Yulan entre hipidos—. ¡Y yo que creía que iba a comer gratis! Además, no me dijiste que a cambio de comer a tu costa tendría que casarme contigo…

—¿Qué tiene de malo que te cases conmigo? —preguntó Xu Sanguan—. Si te casas conmigo, te querré y te cuidaré, y te dejaré gastar muchas veces ochenta y tres céntimos en una tarde comiendo cosas ricas.

—¡Ay, madre! —exclamó Xu Yulan—. Si me casara contigo, no comería así. Eso sería comer de mi dinero, no podría hacerlo… Si lo llego a saber antes, no habría comido nada.

—No tienes por qué lamentarlo —la consoló Xu Sanguan—. Cásate conmigo y listo.

—No puedo casarme contigo, tengo novio. Mi padre tampoco lo aceptaría. A mi padre le cae bien He Xiaoyong…

Así que, con una botella de vino de arroz y un cartón de cigarrillos Daqianmen, Xu Sanguan se presentó en casa de Xu Yulan. Se sentó frente al padre de la joven y empujó hacia él la botella y el tabaco.

—Usted sabe quién era mi padre, ¿verdad? Era el famoso carpintero Xu. Mientras vivió, trabajó para las mejores casas de la ciudad; nadie hacía mesas como las suyas. Cuando las tocaba uno parecían de seda de lo lisas que eran. Y sabrá quién es mi madre. Es Jin Hua, ¿sabe quién es Jin Hua? Era esa mujer tan guapa de la zona oeste de la ciudad, antes todo el mundo la llamaba «la Belleza del Oeste de la Ciudad». Al morir mi padre, se casó con un capitán del Guomindang. Luego, con la Liberación, salió con él del país. Yo era el hijo único de mi padre. No sé si mi madre habrá tenido más con ese capitán. Me llamo Xu Sanguan[1]. Mis dos primos varones son mayores que yo, con lo cual soy el tercer descendiente de los Xu, por eso me pusieron de nombre Sanguan. Trabajo en la fábrica de seda. Soy dos años mayor que He Xiaoyong y llevo tres años más que él trabajando, o sea, que seguro que tengo más dinero. Si quiere casarse con Xu Yulan, tendrá que ahorrar todavía unos años. En cambio, yo ya puedo casarme. Lo tengo todo preparado, sólo me falta lo principal —dijo de un tirón—. Usted sólo tiene a su hija, Xu Yulan —añadió—. Si ella se casara con He Xiaoyong, su linaje se acabaría. Los hijos que tuvieran, varones o hembras, todos se apellidarían He. Si se casara conmigo, como yo me apellido Xu, todos nuestros hijos, varones o hembras, se apellidarían Xu, o sea, que los Xu tendrían descendencia propia. En realidad, si tomara a Xu Yulan como esposa, sería como si me incorporara yo a su familia.

Al oír estas últimas palabras, el padre se echó a reír satisfecho.

—Esta botella de vino y estos cigarrillos los acepto —dijo mirando a Xu Sanguan mientras tamborileaba con los dedos en la mesa—. Tienes razón: si mi hija se casa con He Xiaoyong, la familia Xu se acaba. Si se casa contigo, se juntan dos linajes Xu.

Al enterarse de la decisión de su padre, Xu Yulan se echó a llorar sentada en la cama. Su padre y Xu Sanguan la miraban sollozar y enjugarse las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Lo ves? —dijo el padre—. Las mujeres son así: cuando están contentas no sonríen, se echan a llorar.

—Para mí que no está contenta —dijo Xu Sanguan.

Esta vez, Xu Yulan intervino.

—¿Cómo se lo voy a decir a He Xiaoyong?

—Tú ve y dile que te casas, que el novio se llama Xu Sanguan, que no se llama He Xiaoyong —dijo el padre.

—¿Cómo le voy a decir una cosa así? ¿Y si no se resigna? ¿Y si se da cabezazos en la pared?

—Si se mata a cabezazos —dijo el padre—, te ahorrarás explicaciones.

En su fuero interno, Xu Yulan no había renunciado al joven llamado Xiaoyong, que se sujetaba las muñecas al hablar, que se presentaba casi cada día en su casa con una sonrisa, y que cada pocos días llevaba una botella de vino de arroz ante su padre para beber, charlar y a veces reír. Dos veces el joven había aprovechado que el padre de ella había ido a los retretes públicos, situados en otra calle, para atraparla contra la puerta, aprisionando el cuerpo de la chica con el suyo, azorándola hasta el punto de que el corazón le palpitaba con fuerza. La primera vez no había sentido nada más que los latidos desaforados de su corazón en el pecho. La segunda vez, sintió la barba del joven frotándole toda la cara como un cepillo.

«¿Y la tercera vez?», se preguntaba Xu Yulan en plena noche, en la cama. Con el corazón palpitándole con fuerza, recordó que su padre se levantó de la mesa, salió en dirección a los retretes públicos de la otra calle, y que He Xiaoyong se puso en pie al instante, tirando con el impulso el taburete donde estaba sentado y, por tercera vez, la había acorralado contra la pared.

Xu Yulan dio cita a He Xiaoyong en el puente de madera, ya de noche. Nada más verlo, la joven se echó a llorar a lágrima viva y le contó que un chico llamado Xu Sanguan la había invitado a tomar bollitos rellenos, ciruelas agridulces, caramelos y media sandía, y que después de todo eso le había pedido que se casara con él.

—Venga, venga, no llores —dijo él al ver que venía gente—. ¿Qué van a pensar si nos ven?

—Si devuelves por mí los ochenta y tres céntimos a Xu Sanguan —dijo Xu Yulan—, ya no le deberé nada.

—Ni siquiera estamos casados ¿y ya me pides que salde tus deudas? —dijo él.

—He Xiaoyong —insistió ella—, o te casas conmigo como yerno perteneciente a mi familia, o mi padre me entrega a Xu Sanguan.

—¡No digas tonterías! —contestó él—. ¿Entrar yo, un He hecho y derecho, de yerno perteneciente a tu familia? ¿Y que nuestros hijos se apelliden Xu? ¡Ni hablar!

—Entonces no me queda más remedio que casarme con Xu Sanguan.

Y así fue al cabo de un mes. Xu Yulan quiso un vestido tradicional rojo. Poco antes de la ceremonia, Xu Sanguan se lo compró. Xu Yulan quiso dos chaquetas guateadas, una roja y otra verde, para el invierno. Xu Sanguan le compró sendas piezas de seda, una roja y otra verde, para que se hiciera las chaquetas en sus ratos libres. Xu Yulan dijo que en casa había que tener un reloj y un espejo, una cama, una mesa y taburetes, una palangana y un orinal… Xu Sanguan dijo que ya lo tenía todo.

Xu Yulan pensó que, en realidad, Xu Sanguan no tenía nada que envidiar a He Xiaoyong. Incluso era algo más apuesto que He Xiaoyong, y tenía más dinero. Y, aparentemente, era más fuerte. Así que, una vez que estaba mirando a Xu Sanguan, se puso a sonreírle.

—Ya verás, soy muy hacendosa —le dijo—. Sé coser y sé cocinar. Al casarte conmigo has tenido mucha suerte…

Sentado en el taburete, Xu Sanguan asentía sin parar, risueño.

—Soy guapa y hacendosa —prosiguió ella—. A partir de ahora, toda la ropa que lleves la habré hecho yo. El trabajo de casa será para mí; salvo lo más pesado, como comprar arroz, carbón y todo eso, que lo harás tú. El resto, ni te dejaré tocarlo. Te mimaré mucho. Tienes muchísima suerte, ¿verdad que sí? ¿Por qué no me dices que sí?

—He dicho que sí, no paro de decir que sí —dijo él.

—Ah, por cierto —dijo Xu Yulan, recordando algo de repente—. En mis días de fiesta, no haré nada. Ni siquiera aclarar el arroz o lavar la verdura. Son mis días de descanso. Esos días, tú te ocuparás de todo. ¿Lo has oído? ¿Por qué no dices que sí?

—¿Qué fiestas son ésas? —dijo Xu Sanguan, asintiendo—. ¿Cuánto duran?

—¡Ay, madre! —exclamó Xu Yulan—. ¿Ni siquiera sabes qué días de fiesta tengo?

—No —dijo Xu Sanguan, negando con la cabeza.

—Los de la regla.

—¿La regla?

—Tú sabes que las mujeres tenemos la regla, ¿no?

—He oído hablar de eso.

—Pues me refería a que, cuando me viene la regla, no puedo hacer nada, no debo cansarme, ni tocar agua fría, porque, si no, me dolerá la tripa y tendré fiebre…