CIERTAS REITERACIONES SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL

He aquí un sincero intento de enfatizar algunas verdades básicas y apremiantes sobre el atolladero económico actual, que no contribuirá sino muy poco al coro que ahora aturde los oídos de nuestro flamante gobierno. He de advertir que nada hay en estos párrafos que no haya sido sugerido varios centenares de veces, pero difícilmente podrá tomarse esta advertencia como una objeción propiamente dicha. En las crisis sociales y políticas ninguna idea o perspectiva alcanza una audiencia adecuada sino a través de ecos insistentes, y hoy día no pueden ser suficientes las voces que, en términos tan similares, describen la situación real de nuestra civilización, ni las demandas exigiendo, en términos tan similares, que se desechen los precedentes irrelevantes y las ideas preconcebidas a la hora de enfrentar la difícil situación.

Solo la reiteración ayudará. La realidad ha sido expuesta cruda y rigurosamente por individuos competentes una y otra vez, sin embargo, el pensamiento y la legislación oficiales siguen tercamente su rumbo perezoso e inercial, empujados por lemas y concepciones de épocas anteriores cuyas condiciones industriales y financieras básicas ya no existen. Durante varias generaciones, el efecto del desplazamiento del hombre por la máquina ha sido comprendido por unos pocos, pero la capacidad transitoria de las nuevas industrias para absorber la mano de obra desalojada bastó para cegar a casi todos respecto a las consecuencias del agotamiento de este proceso, claramente temporal. Incluso llegado el final, la mayoría miró para otro lado. Afortunadamente, las reiteraciones incluidas en los informes de la «tecnocracia» —un movimiento enormemente valioso a pesar de su escasa influencia y sus extravagantes conclusiones— le dieron al público general una visión muy vívida del conjunto de condiciones permanentemente alteradas que nos rodean.

De modo que es fácil comprender la necesidad de presentar repetidamente la sombría imagen completa, con todos sus contornos familiares e implicaciones. Su lobreguez —y los resultados seguramente nefastos de su negación o subestimación— debe incorporarse literalmente a la conciencia popular, hasta que el creciente clamor alcance el oído del legislador y lo obligue a enfrentar los hechos y tomar medidas drásticas al respecto. Es preciso hacer entender a nuestros gobernantes que ya pasó el tiempo de aferrarse a instituciones abstractas y escudarse en conceptos vacíos como «individualismo a ultranza», «propiedad privada no regulada», «libre iniciativa», «beneficios legítimos», «leyes económicas», «presupuestos equilibrados», etc. Tales instituciones y conceptos pueden estar relacionadas con los métodos, pero no con nuestra realidad actual…, y hoy es con esta con la que hemos de lidiar.

El quid es lograr ciertos fines sin reparar en los métodos empleados, como se hace en situaciones tales como la guerra y la colonización de nuevos territorios. Para preservar una cierta moral es preciso distribuir ciertos recursos donde sean más necesarios. Durante la última guerra no se perdía el tiempo con tecnicismos teóricos (o si se hizo se reprendió con toda justicia) cuando el objetivo estaba claramente definido. Si en un determinado frente de guerra se necesitaba cierta cantidad de víveres, ropa u otros suministros, esa cantidad se reunía de alguna manera —requisándola drásticamente si era preciso— y se entregaba sin demora. Remontándonos más atrás en la historia, la rígida distribución de recursos y mano de obra en la colonia de Plymouth —y en colonias americanas posteriores— demuestra una vez más que la acción drástica y concreta no es incompatible (a pesar de la vehemente retórica de ciertos distinguidos plutócratas y hombres de estado) con la genuina tradición estadounidense, solo con la tradición artificial de las finanzas y los negocios fabricada durante el miope siglo XIX.

Hoy la nación cuenta con suficientes bienes materiales y medios de producción para mantener a toda la población de forma digna, sin recurrir a la destructiva igualación que exigen los inflexibles comunistas. El problema es hacer llegar los recursos existentes a quienes los necesitan; y los obstáculos en el camino son las teorías que protegen la nobleza de métodos, instituciones e ideales abstractos.

Todos comprendemos que el equilibrio existente no debe verse alterado por una abolición violenta de todo derecho a la propiedad, cuando se trata de cantidades moderadas. Solo empeoraríamos la situación si a los que tienen pocos recursos se los despojase de los mismos arrojándolos a la indigencia. Pero asimismo comprendemos que una prodigiosa cantidad de males concretos puede corregirse mediante métodos artificiales de distribución, que no producen ningún sufrimiento físico o cultural a nadie; medidas que, realmente, son muy moderadas y conservadoras si se las juzga desde el punto de vista de las necesidades humanas y los estándares culturales y no del de la teoría abstracta.

Esto es lo que el clamor popular debe hacer ver a quienes rigen los destinos de la nación: que lo que se busca no es la preservación de un montón de métodos comerciales e ideales económicos, sino una distribución racional de los recursos y la continuidad de nuestra forma de vida hereditaria en lo que respecta al arte, la ética, la perspectiva intelectual y los refinamientos de la vida civilizada. Debemos dejar de pensar principalmente en términos de «dinero» y «negocios» —ambas, cosas artificiales— y empezar a hacerlo en términos de los recursos y productos reales en los que se basan el «dinero» y los «negocios». En términos, pues, de los recursos, de las personas entre quienes van a distribuirse, y de los valores humanos que hacen provechosos los reveses y perturbaciones de la vida y la conciencia nacional.

En parte, el objetivo de nuestras reiteraciones debe ser convencer a los detentadores del poder de algo que el filósofo clarividente comprendió hace tiempo; a saber, que el colapso actual no es una mera depresión transitoria de la que es posible recuperarse automáticamente. Este objetivo, así lo esperamos, puede lograrse gracias a los desinteresados esfuerzos de ese equipo de ingenieros de Columbia dirigido por el profesor Rautenstrauch, del que los «tecnócratas» más efectistas de Scott han sido excluidos. Hoy es claro para todos —salvo los capitalistas y políticos ofuscados— que la vieja relación entre el individuo y las necesidades sociales se ha venido abajo por el impacto de una maquinaria creada para la producción intensiva. Dicho llanamente: que en una nación altamente mecanizada ya no hay suficiente trabajo disponible, bajo cualquier circunstancia concebible, para repartir entre toda la población activa si cada individuo trabaja hasta su máxima (desde el punto de vista humano y racional) capacidad.

Esta es una verdad inconmovible ante la que no cabe razonamiento sofístico alguno. Ello significa que a partir de ahora a ninguna persona de capacidad media se le puede garantizar alimento, ropa y techo a cambio de su fuerza de trabajo. Bajo un sistema de laissez-faireno hay suficiente trabajo para todos; por lo tanto, siempre tendremos un contingente de personas expulsadas para siempre del mercado laboral, que aumentará al paso que avanza la industria mecánica.

Tenemos tres alternativas: alimentar a este contingente mediante la caridad, condenarlo al hambre y lanzarlo a una revuelta que ponga fin a la civilización, o restituirle la valía y dignidad perdidas a través de la distribución artificial del trabajo. De estas alternativas, la tercera es la opción obvia; pero, dado que implica una regulación o minimización del beneficio privado, solo puede adoptarse mirando cara a cara la realidad y dando la espalda a las teorías políticas y económicas hueras. Para hacer que el legislador comprenda esto, nuestras reiteraciones, además de insistentes, han de ser sobrias y estar bien informadas.

Asimismo, no debemos cansarnos de insistir en el peligro cierto de una revolución aniquiladora que, si el alivio se retrasa indefinidamente, no se hará esperar a pesar de la paciencia verdaderamente asombrosa que el pueblo ha demostrado hasta ahora. No puede pretenderse que un hambriento al que se zarandea constantemente permanezca siempre sumiso; cuando una persona no tiene nada que ganar con el orden social existente, se siente inclinado a actuar contra él. Si una minoría suficientemente grande se convence de que bajo el sistema actual ya no podrá ganarse la vida trabajando honradamente, que nadie espere que actúe de otro modo que buscando otro sistema. Incluso ahora, los actos de protesta ilegales de los granjeros de Iowa —movilizados para impedir las ejecuciones hipotecarias— son muy significativos.

Naturalmente, es incuestionable —a pesar de los aullidos bolcheviques en centros extranjeros como Nueva York— que lo que la abrumadora mayoría de estadounidenses descontentos buscaría en una revolución no sería el comunismo, sino un nuevo sistema de control estatal de la propiedad que garantizase una distribución de recursos decente dentro de la civilización existente. Sin embargo, nadie puede asegurar que fuera eso lo que obtendrían si realmente se animasen a emprender una acción decisiva.

Los americanos, ignorándolo casi todo de la técnica de la revuelta social, dejarían la dirección del movimiento en manos de extranjeros altamente experimentados en esas lides, que abrigan ideas totalmente diferentes respecto a los objetivos apropiados. Una vez iniciada la avalancha, a los inexpertos revolucionarios conservadores les resultaría difícil defender su programa de las astutas maquinaciones de los líderes alóctonos (con sus repulsivas ideas heredadas del pasado de esclavitud de los infrahumanos habitantes de la Europa continental).

Así como la revolución rusa de Kerensky, Kornilov y Miliukov devino en el trágico cataclismo de Lenin, Trotsky y Stalin, un bienintencionado levantamiento de granjeros y obreros fabriles en Estados Unidos se convertiría en una orgía de matanzas y destrucción cultural. A este respecto, no debe olvidarse que los líderes extranjeros de tal orgía contarían con un poderoso aliado en un elemento americano superficialmente impresionable y peligrosamente articulado que simpatiza con ellos; la neurótica intelligentsia que incluye a personas de logros sustanciales en campos distintos a la política: autores, críticos y científicos como Dreiser, Anderson, Edmund Wilson y V. F. Calverton. Claramente compensaría llegar tan lejos como fuera posible para evitar incluso el comienzo de cualquier tipo de revuelta, y nuestras reiteraciones no deben dejar de subrayarlo.

Tampoco debemos olvidarnos de repetir los detalles del oscuro panorama que nos presenta la época actual. Recurriendo a una estimación muy conservadora, en los Estados Unidos hay alrededor de doce millones de parados, mientras que un número mucho mayor de personas —tal vez la mitad de la población— sufre dificultades en mayor o menor grado como resultado de la reducción de ingresos, el empleo precario o la obligación de ayudar a familiares desempleados. La mayoría de la masa desempleada la forman, indudablemente, personas de gran experiencia y capacidad, preparadas para ofrecer a cambio de un salario digno servicios que hasta ahora han sido útiles y necesarios para la sociedad. No son menos capaces que los trabajadores que siguen empleados; son, simplemente, los descalificados en la despiadada competición por la insuficiente cantidad de empleos actualmente disponible. Un repunte natural de la economía devolvería a muchos sus antiguos empleos, pero no a la gran masa de parados. La eficiencia mecánica y comercial ha ido creando métodos —algunos surgidos en los albores de la depresión para aumentar el beneficio privado— capaces de satisfacer las necesidades de un público consumidor ilimitado mediante el concurso de un número cada vez menor de operarios. Estos desempleados son, en su mayoría, personas relativamente jóvenes y con una salud razonablemente buena. Han buscado diligentemente empleo no solo en sus respectivos ramos, también en aquellos en los que se ven con alguna posibilidad de rendir competentemente; y, en general, tienden a ser del tipo de personas sinceras, trabajadoras y perseverantes que solemos considerar como un activo para la nación y sus comunidades locales. Estando como están acostumbradas a verse como elementos fundamentales del sistema industrial, cuyo trabajo tiene un valor real y definido, han desarrollado un alto grado de autoestima; en tanto que la seguridad de unos ingresos modestos les ha proporcionado un nivel de vida confortable, y en muchos casos acomodado. Este nivel de vida está ahora tan profundamente arraigado en ellas que no pueden abandonarlo así como así; de hecho, sería una calamidad que lo hiciesen, siendo su efecto tan beneficioso para la salud de la civilización nacional.

Sus beneficiarios esperan ciertas recompensas normales de la vida, y a cambio, son firmes sostenedores del pacífico sistema de ley y orden que hasta hace poco ha hecho posibles tales recompensas. Sienten que su contribución a la sociedad debe garantizarles, a ellos y a las personas jóvenes, ancianas y débiles que de ellos dependen, una cierta seguridad material y dignidad espiritual. Cuando, sin que sea culpa de un bajo rendimiento deliberado por su parte, la garantía de esa seguridad y dignidad parece estar a punto de desaparecer, tienen derecho a exigir que se tomen medidas enérgicas para mantenerla. Creen que es un deber del gobierno tratar de asegurar —por los medios que sean— un grado de equilibrio que haga, una vez más, que la voluntad de servicio y las habilidades industriales sean justamente retribuidas.

El efecto psicológico de la catástrofe actual sobre estos desempleados sanos y competentes —para quienes la obtención de dinero se ha convertido de pronto en algo imposible— es desastroso y de muy largo alcance. Enfrentados en su mayor parte a penalidades desconocidas para ellos, y en cualquier caso a un desalentador temor respecto a su futuro, se ven condenados a una ociosidad estéril (pues solo las capas superiores están educadas para hacer un uso intelectual y estéticamente rentable del ocio) que añade un peso enorme a su creciente preocupación por la comida, la ropa, la vivienda y el mantenimiento de un nivel de vida decente.

Cuanto mayor es el nivel cultural de la víctima, tanto más lo oprime y desconcierta su nueva miseria; y muchas personas cultivadas y con un estilo de vida refinado han sido engullidas. La angustia que acompaña a la pérdida de los preciados hábitos y posesiones, que se han convertido en puntos de referencia dominantes de la existencia, es probablemente la más devastadora que cualquier ser humano puede sentir, y no es solo el poseedor de lujos quien padece en la presente debacle. Como se mencionó anteriormente, una gran mayoría de los desempleados posee hábitos profundamente arraigados que, aunque muy lejos del sibaritismo, indican sin embargo un alto nivel de amor propio y una notable experiencia social; hábitos que deben abandonarse casi por completo en medio del malestar y la zozobra universales del día. Muchas personas, acostumbradas a las comodidades sociales, tienen que vivir ahora en lugares increíblemente sórdidos y deprimentes, con un incierto suministro de alimentos y los inimaginables horrores del desahucio, la inanición y el frío mirándolas a los ojos. La desesperación y el deterioro moral son, en tales circunstancias, casi inevitables. Sin esperanza ni medios de disfrute, las víctimas se ven obligadas a elegir entre el suicidio y la mendicidad; las personas más orgullosas y potencialmente más valiosas suelen escoger la primera opción.

Que esta situación perjudica la tradición nacional tanto como a los individuos afectados es algo que difícilmente podría discutirse. La cultura predominantemente comercial de la época del auge económico fue en sí misma una influencia anticultural, y esta adición de un factor materialmente degradante contribuye enormemente al declive. Cuando las familias de gustos refinados ya no son capaces de mantener la forma de vida digna e independiente que hasta ahora las ha distinguido, y cuando incluso lo esencial para una apariencia personal decente es inalcanzable para las anteriormente pulcras multitudes, el nivel general está condenado a resentirse. Un nivel aceptable de vida es casi imposible en cualquier caso, y va desintegrándose de forma alarmante cuando la existencia se convierte en una lucha sórdida, sin rumbo y aparentemente sin esperanza. La ética perece junto a las buenas costumbres cuando las personas comienzan a sentir que ya no hay nada por lo que vivir o luchar.

Naturalmente, se han dado algunos pasos para aliviar las necesidades más acuciantes de la gente, pero su patética insuficiencia salta a la vista. En muchas ciudades el empleo artificial creado para los parados es totalmente inadecuado para la mayoría de ellos, y demasiado ocasional para darle a sus beneficiarios una forma de ganarse la vida. Usualmente, además, el proceso de solicitud de tales puestos resulta infinitamente doloroso y humillante por los numerosos requisitos exigidos, y por el sentimiento general de derrota e insignificancia que inspira esa burocracia áspera y destructora de la dignidad que la misma naturaleza de la medida exige. El carácter anormal y esencialmente caritativo del supuesto empleo —creado a troche y moche como excusa para repartir unas migajas dinerarias— casi siempre se traduce en el empleado en algo desmoralizador y degradante. Resulta tan evidente que se trata de un subsidio disfrazado que carece del estímulo genuino de ese trabajo que satisface las necesidades reales de la sociedad. Además, es por lo general tan ingrato y se adapta tan mal a las capacidades y experiencia de los subsidiados (cavado de zanjas y desbroce de terrenos para antiguos oficinistas, etc.) que con demasiada frecuencia se convierte en una pesadilla de embrutecimiento y malestar.

Las prácticas torticeras de los empleadores privados —a la pesca de peces en el río revuelto— son las que cabría esperarse. En la ciudad de Nueva York, muchas empresas comerciales e industriales han aprovechado el trágico excedente de mano de obra para deshacerse de empleados con sueldos normales y contratar parados con el mismo mísero salario —doce dólares semanales— que ofrece la oficina local de Trabajo de Emergencia para los Desocupados.

Uno de los resultados de tales paliativos y trapacerías es el de producir en la victima abofeteada un sentimiento desconcertante, y potencialmente peligroso, respecto a su precaria situación —diríase de un títere— y la inestabilidad constante bajo el sistema vigente. Otro resultado es el apartamiento parcial o total de los obreros especializados de sus labores habituales, que los convertirá en inaptos si alguna vez son llamados a retomar sus actividades. Por supuesto, es innecesario insistir en el problema obvio de los jóvenes, que ahora maduran sin posibilidad alguna de aprender y practicar un oficio.

Para el granjero del sur o del oeste la perspectiva es tan dramática como para el obrero fabril o el empleado urbano del este. Los productos agrícolas no producen casi beneficios, y la ejecución de hipotecas está transformando rápidamente a los orgullosos propietarios libres en arrendatarios no muy diferentes de los cada vez más pobres campesinos. Los granjeros del oeste, enérgicos y progresistas, no pueden mirar con ecuanimidad un sistema que amenaza con reducirlos al estado servil de los algodoneros blancos pobres del sur profundo.

Con grandes sectores de la población en este desesperante y lacerante estado de desposeimiento —yanquis y sureños, del este y del oeste, rústicos y urbanitas, republicanos y demócratas, patricios y plebeyos, mojados y secos[28], viejos americanos e inmigrantes asimilados, unidos por vez primera en una causa común— sería irresponsable minimizar el peligro de contagio del sentimiento revolucionario de la vieja clase «roja» de incompetentes crónicos, descontentos, fanáticos y extranjeros a los elementos responsables del pueblo que hasta ahora han sido los principales baluartes contra la explosión social. Naturalmente, no sería una revolución comunista lo que estos elementos desearían, pero como se ha señalado anteriormente, una revolución es mucho más fácil de iniciar que de controlar. No podemos condenar al hambre e incitar a la gente a una revuelta y, al mismo tiempo, esperar que se nos garantice la inmunidad contra esos extremismos a los que los levantamientos son fatalmente proclives. Si se produce una revuelta, es probable que al final signifique la implantación del bolchevismo; por lo tanto, nos corresponde mirar de cerca este artículo tal y como se practica hoy en Rusia y preguntarnos si no sería mejor hacer algo para evitarlo.

A la hora de considerar la realidad de la Rusia Soviética no es preciso recurrir a los informes de sus apasionados enemigos. Las pruebas más claras de lo inadecuado de sus métodos para las naciones de tradición y sangre europeo occidentales se hallan en las prédicas de sus propios líderes. Ciertamente, muchos puntos individuales de su programa —como la planificación industrial— son innegablemente ingeniosos y dignos de una posible adopción, debidamente modificados, por los países occidentales; pero un simple vistazo al tejido subyacente basta para demostrar la imposibilidad de su implantación completa.

Lo que los soviéticos han hecho es asegurar unas exiguas condiciones de vida a las clases populares, desmantelando las estructuras tradicionales que hacen la vida soportable a las personas con un mayor grado de imaginación y una educación más rica. De ahí su presunción al afirmar que no podrían haber garantizado la seguridad de los humildes sin esta aniquilación de ideas sancionadas por el tiempo; aunque se ve fácilmente que esto no es más que un velo para encubrir un fanatismo ideológico que posee todas las características de una pseudoreligión: un culto fetichista creado en torno a la pretensión del tipo infrahumano de subvertir los valores sociales del hombre, y a una aplicación y extensión fantásticamente literal de las teorías exploratorias y extravagancias idealistas del difunto Karl Marx.

Si bien la rezagada capacidad productiva rusa crea problemas que en Estados Unidos serían impensables, no deja de ser evidente ese celo cuasirreligioso por forjar un «nuevo orden» basado en valores artificiales —dimanado del odio de la nomenklatura al antiguo régimen— que subyace tras la destrucción gratuita de todos los refinamientos de la vida, preciados recuerdos, costumbres familiares, tradiciones artísticas y relaciones históricas que dieron al ruso civilizado sus principales razones para la existencia. Afirmar que un sistema de producción y distribución que involucrase a los más humildes no podría haberse implantado sin este vandalismo cultural es un disparate; disparate surgido de ese sofisma marxista que conecta inextricablemente las artes y la economía. Los verdaderos objetivos de los bolcheviques no son, principalmente, alimentar a los hambrientos y dar empleos decentes a aquellos dispuestos a trabajar, sino alterar todo el sistema de privilegios según una teoría de justicia abstracta que aborrece la excelencia. Entre esta aberración teórica y la preservación de una verdadera civilización armónicamente desarrollada eligieron lo primero. Han hecho posible que todos puedan vivir, pero han privado la vida de cuanto hace que valga la pena vivirla. Tal es el sistema que los comunistas desean implantar en los Estados Unidos.

Es innecesario insistir en la absoluta y degradante pérdida de la libertad individual resultante de la teoría comunista ortodoxa, que ve en la sociedad un organismo del que cada individuo es una insignificante célula. No es en los libelos antisoviéticos, sino en los orgullosos informes oficiales donde se habla del traslado forzoso de poblaciones enteras desde sus hogares ancestrales a nuevas ciudades en el Ártico, y del arbitrario destino de empleados moscovitas a granjas y bosques siberianas para desempeñar labores manuales. Un par de ejemplos de los horrores a los que nos enfrentaríamos si se instaurase aquí el comunismo, y que no son más que una consecuencia lógica de lo que los bolcheviques denominan su «ideología colectivista».

La sistemática e irreparable acción destructora en el plano puramente cultural es igualmente flagrante. La utilización de toda forma artística como propaganda política, y la virtual persecución del artista cuya obra es sincera y no militante son cosas demasiado conocidas para necesitar comentario aquí. Cuanto han producido es un vasto desierto de áridos e inmaduros tratados sociales, redimidos solo por unos pocos experimentos prometedores… y generalmente desechados. ¡Y esto en el país que nos dio a Turguénev, Dostoyevski y Chaikovski, y cuyas tradiciones prerrevolucionarias son aún una poderosa influencia en el mundo occidental! Del vandalismo arquitectónico de los soviéticos, que destruye la belleza a diestro y siniestro en aras de la «eficacia práctica» o el fanatismo antirreligioso, cuanto menos se diga mejor. Incluso la ciencia pura es menospreciada en favor de la tecnología aplicada y la pseudociencia que pueden presentarse como propaganda comunista.

Por más que la intromisión de los bolcheviques en los ámbitos personal y familiar sea exagerada por algunos, sigue siendo un hecho que las tradiciones hereditarias del honor y las relaciones humanas que tanto significan en la vida europea occidental estarían seriamente amenazadas allí donde el comunismo se asegurase un punto de apoyo. Preciados puntos de referencia y detalles cotidianos —pequeñas cosas que nos orientan respecto a nuestra ubicación, dirección y propósito en la vida— nos serían arrebatados por docenas. Nuestro calendario, por ejemplo, sería probablemente mutilado hasta quedar casi irreconocible, con números sustituyendo a los nombres de los meses y los días como era frecuente entre los cuáqueros de Nueva Inglaterra en el siglo XVII.

Sirvan la pobreza material y la falta de privacidad impuestas a la población rusa de botón de muestra de lo que nos esperaría en un régimen comunista. Por otro lado, es claro que ninguna nación con una población razonablemente homogénea tolerará semejante caos bajo ningún concepto: Rusia sucumbió solo después de que sus mejores elementos fueran asesinados o deportados. Que el asesinato o la deportación sería el destino de nuestros mejores ciudadanos en caso de una revuelta comunista es evidente por sí mismo; y podría agregarse que, probablemente, los emigrados tendrían muchas dificultades para hallar refugio en otro lugar, pues las naciones europeas y sus colonias están demasiado agobiadas con sus altas tasas de desempleo como para recibir a un gran número de migrantes, sin importar cuán alta calidad posean. Probablemente el Canadá —con un clima tan inadecuado para muchos de nosotros— constituiría el principal destino, a menos que zonas de los Estados Unidos (como el sur leal, conservador y mayoritariamente habitado por nativos americanos) permaneciesen libres del control bolchevique.

Si alguien piensa que la sola comprensión de estos peligros bastará para disuadir a los desesperados desempleados y desposeídos americanos de cualquier acción temeraria, que no olvide lo rápida e insoportablemente que aumenta su penuria. La situación empeora cada año, en tanto que las partidas económicas destinadas a aliviarla son cada vez más escasas. Cuando el dinero de la caridad y los subsidios deje de fluir y la hambruna llame a nuestra puerta, ¿qué probabilidades hay de que las víctimas apelen a los valores más sutiles de la razón? Es claro que ha de producirse un cambio; y el deseo sincero de todo buen ciudadano es que sea mediante la acción inteligente de legisladores debidamente elegidos y que nos traiga lo más parecido a una solución, y no el resultado de un caos general que con toda probabilidad significaría el fin de nuestra civilización. Los frutos culturales de mil quinientos años de ininterrumpida vida anglosajona, trescientos de ellos bajo la moldeadora influencia de este continente, son demasiado preciosos para arriesgarlos en la arena de la lucha salvaje.

¿Qué hacer, entonces? Ciertamente, nadie es tan ingenuo como para pensar que uno o dos edictos ocasionales del Congreso, incluso en la dirección adecuada, serán suficientes para construir una utopía de superabundancia de un día para otro. Por el momento, veo improbable que alguien se siente a esbozar la larga serie de medidas y experimentos legislativos precisas para que nuestras instituciones políticas, actuando en consonancia con la radicalmente transformada realidad actual, faciliten una distribución más amplia de los recursos y devuelvan al trabajador la certeza de mantener un buen nivel de vida a cambio de su trabajo. Cuanto podemos esperar al principio es que los legisladores empiecen —gracias al clamor popular y las reiteraciones de lo obvio— a despojarse lentamente de la insensata venda de indiferencia, efugio y autoengaño que las fuerzas combinadas de la inercia, la presión plutocrática y las doctrinas obsoletas han colocado sobre sus ojos y anudado con tanta fuerza. Una genuina disposición a abandonar la adoración de métodos, fórmulas y lemas abstractos, a pensar en términos de toda la población y no de los grandes intereses empresariales, y a enfrentar la realidad del presente desbarajuste con una voluntad abierta a recurrir a métodos heterodoxos para lograr fines específicos es cuanto se le puede pedir al gobierno en este momento…, salvo tal vez algunos paliativos inmediatos y temporales como la cancelación de la deuda de los hogares, y un aumento de las ayudas públicas costeado con un fuerte gravamen a las grandes rentas del capital privado.

Sería absurdo que un profano, ignorante de los complejos vínculos de causa y efecto existentes entre la regulación de la producción y la distribución y el reajuste de los recursos, hiciese algo más que suponer vagamente[29] alguno de los factores de una posible recuperación. Probablemente, una clara reivindicación del control gubernamental sobre las grandes acumulaciones de recursos —una posible limitación de la propiedad privada más allá de ciertos límites generosos— pueda ser uno de los rasgos distintivos. Esto implicaría una coordinación y dirección estatal de las industrias estratégicas que, al poner el servicio por encima de las ganancias, permitiría regular las condiciones laborales con vistas a distribuir el trabajo entre la población; sin importar lo poco que la maquinaria dejase para repartir, o el escaso beneficio que se obtuviese empleando a muchas personas con un salario digno a cambio de unas cuantas horas semanales.

Es probable que se considere conveniente garantizar un empleo digno y apropiado a cada ciudadano, con un buen seguro de desempleo que cubra las naturales imperfecciones de esta distribución universal del trabajo. Recíprocamente, sin embargo, es posible que el estado se reserve el derecho de hacer obligatorio el trabajo cuando las circunstancias lo exijan, aunque evitando el traslado forzoso de personas a industrias remotas o inapropiadas al estilo soviético. Pensiones de jubilación generosas, razonablemente anticipadas para ayudar a reducir el excedente de mano de obra permanente, resultarían prácticamente inevitables.

Si la agricultura podrá o no mantenerse sin intervención estatal, nadie puede predecirlo. Si esta y la comercialización independiente sobreviven, es probable que se precisen determinadas medidas complejas de fijación de precios y otras auxiliares. De lo contrario, es inevitable que aumente el número de granjas y cadenas de establecimientos de venta controladas por el gobierno, disfrutando sus operarios de las mismas garantías que todos los empleados por él. Nada parece imposibilitar este requisito universal de trabajar para el gobierno; ni semejante arreglo, en un país de recursos y producción ilimitados, requeriría ninguna de las restricciones individuales que los soviéticos imponen tan despiadadamente.

Los baremos salariales en cada rama de actividad se establecerían en función de la complejidad de la tarea desempeñada, de modo que los ejecutivos de alto nivel percibirían mucho más que los trabajadores manuales como se ha venido haciendo hasta ahora. La protección de la propiedad privada —dentro de límites razonables— permitiría a los profesionales de nivel ejecutivo conservar su actual tren de vida —salvo algunas extravagancias— y jubilarse con una pensión decente sin recurrir a los fondos de pensiones, salvo en caso de necesidad.

El control estatal de la industria, naturalmente, introduciría nuevos factores relacionados con el comercio exterior, y no puede predecirse el futuro de los aranceles y el libre comercio. Casi con toda seguridad se renunciaría a las grandes inversiones en países extranjeros y a la explotación masiva de naciones económicamente atrasadas, a fin de evitar cualquier motivo desencadenante de conflictos bélicos. Para fines estrictamente defensivos se mantendrían un ejército y una armada poderosos, tal vez introduciendo el servicio militar universal.

En el plano cultural, la tradición existente no debe ponerse en riesgo. La educación, sin embargo, habrá de extenderse por todas las capas de la sociedad para llenar la ingente cantidad de horas de ocio disponibles. Así, es probable que aumente considerablemente el número de personas en posesión de una sólida cultura general, lo que no puede por menos de beneficiar a la civilización. Por otro lado, sería absurdo suponer que los más perezosos intelectualmente fueran a perder por ello su presente inferioridad cultural. El plan de estudios habrá de diseñarse de modo que se adapte a las condiciones existentes; y en vista de la compleja naturaleza de la gobernanza y la industria actuales, la educación cívica y la económica deberían recibir una atención especial.

Si se intenta algo similar a la reconfiguración soviética de las concepciones populares, seguramente sea en la dirección de eliminar el viejo hábito de juzgar al individuo por su estatus económico; un paso necesario debido al aumento del tiempo de ocio, potencialmente cultivado, entre personas de ocupaciones diversas. Naturalmente este ocio, apoyado por la educación, atraerá a muchos trabajadores calificados a campos de actividad intelectual y estética, sustrayéndolos de la tradicional indigencia cultural del «obrero»; un esfuerzo que habrá de serles reconocido.

Donde el buen sentido tendrá que diferir ampliamente de los planes del socialismo utópico de antaño es en materia de organización política. Hoy comprendemos que ningún profano, sin importar su nivel de educación, está capacitado para emitir una opinión plausible sobre la política gubernamental. Los asuntos nacionales, en una época de mecanización intensiva y organización industrial generalizada, se han vuelto tan complejos y técnicos que solo un experto en economía y administración o un ingeniero capacitado pueden formarse una idea clara de cómo asegurar ciertos resultados deseables, o cuáles serán las consecuencias reales de cualquier medida propuesta. Los factores de causa y efecto en la gestión política y en los problemas de producción, distribución y sostenimiento nacional se han complicado hasta tal punto que el individuo común ya no puede esperar comprenderlos. Hoy día el «hombre de la calle» deposita su voto en aras de cosas de las que lo ignora todo, y nada más que el control subterráneo de los grandes intereses industriales (ahora una amenaza debido a nuestra economía en crisis) ha salvado la nación de la incompetencia general y el irresponsable caos de la acción gubernamental.

Obviamente, el gobierno por el pueblo es ahora una broma o una tragedia, aunque el gobierno para el pueblo sigue siendo el objetivo más lógico. Si bien maximizar la distribución de los recursos debe constituir el norte de la actual política, la minimización de las restricciones al poder será un corolario necesario. Ningún chapucero gobierno democrático podría aspirar a realizar los delicados ajustes que la realidad impone. Los profanos con una educación superficial y escasa inteligencia no son en modo alguno aptos para trazar el rumbo de la vida pública; e incluso los profanos de vasta educación y alta inteligencia no pueden hacer más que juzgar (y a menudo erróneamente) la valía ejecutiva general de ciertos administradores, viéndolos actuar en algún campo que les resulte más o menos familiar. Nadie sin un perfil técnico podría siquiera empezar a considerar los intrincados problemas de gestión que aguardan a los nuevos planificadores.

En consecuencia, es de esperar que cualquier gobierno adecuado sea del tipo comúnmente denominado «fascista»; formando, por así decirlo, una oligarquía de inteligencia y educación. Los cargos públicos deben reservarse a personas con alta capacitación técnica, y el derecho al voto que las elige otorgarse únicamente a quienes superen rigurosos exámenes (con un importante contenido cívico y económico) y pruebas de inteligencia. Los cargos electivos deberían ser muy pocos —quizá no más que un solo dictador— para garantizar la armonía y la agilidad en la ejecución de las medidas necesarias. Lo que haría de un sistema así algo perfectamente justo y representativo sería, por supuesto, el acceso universal a la educación para el derecho al sufragio; algo absolutamente factible en vista de la futura cantidad de tiempo libre. La corrupción, naturalmente, no podría erradicarse por completo; pero sin duda afectaría mucho menos a un gobierno culto e inteligente que a los caprichosos gobiernos actuales.

Las dificultades para lograr que se establezca un gobierno semejante, como aquellas para conseguir la promulgación de una medida útil, no deben subestimarse. Aquí reside la tenue incertidumbre de cualquier predicción. Sin embargo, cabe destacar que en tiempos de emergencia nacional, la mayoría del pueblo —manteniendo el equilibrio de fuerzas— está dispuesta a apoyar políticas que, aunque estén más allá de su comprensión y tiendan a restringir su poder, perciben como honestamente diseñadas para su beneficio. Así fue como, por la genuina voluntad del pueblo italiano, Mussolini asumió el poder a pesar de algunos irrelevantes gruñidos.

Tales son las conjeturas proféticas de un profano carente, como se acaba de señalar, de cualquier pretensión de autoridad. Ha de entenderse que la evolución futura de la situación está más allá de cualquier predicción, pues factores totalmente desconocidos o erróneamente evaluados pueden impulsarla en direcciones totalmente inesperadas. Incluso sin estos factores, existen muchos cursos alternativos concebibles, algunos no muy divergentes respecto al capitalismo ordinario; las conjeturas precedentes incluyen las desviaciones más extremas de las condiciones presentes que, razonablemente, cabría pronosticar siguiendo las ideas más autorizadas sobre las distintas posibilidades. Lo que resulta innegable es que el gobierno ha de enfrentarse rápida y científicamente al problema de fondo, ignorando cualquier ortodoxia política y económica, para conjurar el peligro de un insondable abismo revolucionario.

De ahí las presentes reiteraciones de lo que tantos han estado pensando, diciendo, escribiendo y publicando en los últimos años. Son cosas que deben repetirse más y más insistentemente —y ser publicitadas como lo fueron las conclusiones de la «tecnocracia»— si queremos impresionar a tiempo a los políticos lentos y miopes al timón de la nave, para que emprendan una acción conservativa y eviten el mal mayor. No hemos de tener miedo a parecer repetitivos.

He aquí los hechos:

Hay millones de personas desempleadas —probablemente de forma permanente— bajo el sistema actual, que sobreviven en medio de una creciente angustia y miseria.

La capacidad personal y la voluntad de trabajar ya no le garantizan a nadie una vida digna, y la convicción generalizada de que esto es así está minando la moral pública.

Habiendo abundancia de recursos en el país, estos se mantienen lejos de quienes los necesitan por métodos artificiales.

Hasta ahora, los intentos de aliviar la situación han sido irregulares, inadecuados, no científicos y dolorosos para los beneficiarios; alentando un peligroso estado de malestar popular.

Cuando la ciudadanía sienta que el sistema actual no tiene nada que ofrecerle, buscará otro. La inseguridad de la mitad de la nación significa el desastre para toda ella.

Si el pueblo hambriento es empujado a la revolución, es muy probable que veamos aquí los peores excesos del comunismo.

La historia nos demuestra que si hay voluntad, inteligencia, independencia y determinación por parte de hombres de valía intelectual, el poder ejecutivo puede llevar a cabo una redistribución de los recursos mediante medidas de emergencia que ignoren las ortodoxias de la política y la economía.

Es preciso restituirle al trabajo el poder de asegurarle a cada individuo la autoestima y una cuota decente de alimentos, ropa, techo, libertad y recreo; esto es, suficientes recompensas que hagan de la vida en la civilización existente algo que merezca la pena.

Estos problemas no pueden eludirse, y cada minuto que pasa sin que nos enfrentemos a ellos aumenta el peligro para la nación. Nos sobran los hombres reflexivos y liberales que no actúan o no pueden hacerlo, y los hombres de acción incapaces de pensar de forma visionaria o liberal. ¿Es que no hay nadie entre quienes ocupan las poltronas del poder con cabeza para pensar y fuerza y posibilidades para actuar?