NIETZSCHEÍSMO Y REALISMO
Respecto a la capacidad de mando y al aplomo en situaciones críticas, me inclino a creer que dependen más de factores hereditarios que ambientales. Su posesión no está al alcance de la cultura del individuo, sin embargo, la cultura sistemática de una clase superior durante muchas generaciones tiende, indudablemente, a estimular en su seno este nervio hasta el punto de llevarla a producir, proporcionalmente, una mayor cantidad de individuos dominantes que una clase inculta más numerosa.
Dudo que sea posible crear una clase lo suficientemente fuerte para influir permanentemente sobre una vasta masa de inferiores, de ahí mi convicción de la impracticabilidad del nietzscheísmo y la esencial inestabilidad aun de los gobiernos más sólidos. No existe ni existirá tal cosa como un gobierno bueno y permanente entre esas alimañas rastreras y miserables llamadas seres humanos. La aristocracia y la monarquía son las formas de gobierno que más eficazmente impulsan el desarrollo de las mejores cualidades humanas, plasmadas en los logros de la sensibilidad y el intelecto, pero ambas conducen a una arrogancia ilimitada y esta, a su vez, conduce inevitablemente a su decadencia y derrocamiento. Por su parte, tanto la democracia como la oclocracia[15] llevan fatalmente al colapso y al caos debido a su falta de estímulos para los logros individuales; tal vez sean más duraderas, pero eso es debido a su cercanía a un estado de salvajismo ya superado —siquiera parcialmente— por el hombre civilizado.
El comunismo es una característica de muchas tribus que aún permanecen en un estadio primitivo; mientras que la anarquía absoluta es la norma entre la mayoría de los animales salvajes.
El cerebro del animal humano se ha desarrollado hasta tal punto que la aburrida igualdad de los animales inferiores le resulta dolorosa e insoportable; esto lo empuja a luchar por unas condiciones y sensaciones complejas que solo unos pocos, y a expensas de la mayoría, pueden lograr. Tal demanda existirá siempre, y nunca se verá satisfecha porque divide a la humanidad en grupos hostiles que, en su lucha por la supremacía, ganan y pierden en un ciclo inacabable.
Allí donde hay una autocracia, podemos asegurar que las masas la derrocarán algún día; y allí donde hay una democracia u oclocracia, podemos asegurar que algún grupo de individuos mental y físicamente superiores la derrocarán y establecerán un régimen más o menos duradero (aunque en modo alguno permanente), ya sea valiéndose de su habilidad enfrentando a unos partidos contra otros, o mediante la paciencia y la astucia para acaparar el poder aprovechando la indolencia del rebaño. En definitiva, la organización social de la humanidad se halla en un estado de equilibrio perpetua e irremediablemente inestable. Nociones tales como perfección, justicia y progreso no son más que ilusiones basadas en esperanzas vanas y analogías artificiales.
Debe tenerse en cuenta que no hay razones objetivas para esperar nada en particular de la humanidad; el bien y el mal no son más que conveniencias locales —o la ausencia de las mismas— y en modo alguno verdades o leyes cósmicas. Decimos que una cosa es «buena» porque impulsa el desarrollo de ciertas condiciones humanas insignificantes que convenimos en disfrutar y desear; en tanto que sería igual de sensato suponer que la humanidad toda es una plaga nociva, diríase de ratas o mosquitos, que debe ser erradicada por el bien del planeta o el universo. No existen valores absolutos en toda esa ciega tragedia que es la naturaleza mecanicista; nada es bueno o malo, salvo que se juzgue desde un punto de vista absurdamente limitado.
La única realidad cósmica es el inmutable e irreflexivo fatum: automático, amoral e ineluctable más allá de todo cálculo.
La escala de valores más sensata para la especie humana sería una basada en la reducción de la agonía de la existencia. Este plan sería tanto más digno de alabanza, cuanto más hábilmente fomentase la creación de los objetos y condiciones más convenientes para paliar el dolor que la vida causa a aquellos más sensibles a sus efectos.
Confiar en un ajuste perfecto y esperar la felicidad es absurdamente anticientífico y antifilosófico. Solo cabe buscar una mitigación más o menos trivial del sufrimiento.
Creo en la superioridad de la forma aristocrática de gobierno, pues considero que es la única capaz de asegurar la creación de esos refinamientos de la vida que la hacen soportable para el altamente organizado animal humano.
Siendo el ansia de supremacía la única motivación humana, nada puede esperarse en el camino del esfuerzo a menos que este sea recompensado con la supremacía.
No cabe esperar justicia —la justicia es un fantasma burlón—, y no ignoramos que la aristocracia posee no pocas características indeseables. Pero también sabemos que, lamentablemente, nunca podremos abolir los males que aquejan al hombre civilizado sin abolir cuanto posee valor para él.
En un estado aristocrático, algunas personas tienen mucho por lo que vivir. En uno democrático, la mayoría de las personas tiene muy poco por lo que vivir. En una oclocracia nadie tiene nada por lo que vivir.
Solo la aristocracia es capaz de crear pensamientos y objetos de valor. Imagino que nadie dejará de admitir que tal forma de gobierno debe preceder a la democracia o la oclocracia a fin de construir la cultura original. Muchos menos estarán dispuestos a admitir el hecho de que las democracias y oclocracias subsisten únicamente parasitando a las aristocracias a las que derrocan, consumiendo gradualmente unos recursos intelectuales y estéticos legados por la autocracia, que en modo alguno podrían haber creado por sí mismas. La velocidad a la que se dilapidan dichos recursos depende del grado de divergencia respecto a la tradición aristocrática. Allí donde el viejo espíritu se resiste a desaparecer, el proceso de deterioro puede ralentizarse, pues ciertas adiciones tardías compensan el declive. Pero allí donde la plebe obtiene un dominio pleno, el gusto desaparece irremediablemente y la insustancialidad reina oscura y triunfante sobre las ruinas de la cultura.
La riqueza y el lujo son igualmente esenciales para la creación y la plena apreciación de la belleza y la verdad. De hecho, la existencia de la riqueza y el lujo, y de los modelos que establecen, es la responsable de gran parte del placer que experimentan quienes no son ricos ni disfrutan de lujos. Las masas acabarían robándose a sí mismas si se agotase la auténtica fuente de ese leve disfrute que, por un fenómeno de reflexión, la riqueza y el lujo les proporcionan.
Sin embargo, cuando alabo la autocracia, de ninguna manera me refiero a monarquías absolutas tales como la Rusia zarista o la Alemania kaiserista. La moderación es esencial en cualquier orden de la vida humana, y la autocracia política llevada al extremo produce una infinidad de estúpidas restricciones en los campos del arte y el pensamiento. Una razonable cantidad de libertad política es absolutamente esencial para el libre desenvolvimiento de la mente; de modo que al hablar de las virtudes de un sistema aristocrático, el filósofo pone la vista menos en un despotismo gubernamental que en una estructura de clases sociales tradicionales bien definidas y organizadas, como en Inglaterra y Francia.
El estado aristocrático no precisa ir más allá de salvaguardar a la aristocracia en su opulencia y dignidad, asegurándole suficiente libertad para crear los ornamentos de la vida y alimentar la ambición de quienes intentan elevarse a su nivel.
La aristocracia más saludable es la más elástica: la que está dispuesta a invitar y admitir a personas de cualquier ascendencia que demuestren estar estética e intelectualmente capacitadas para ello. Miembros así, poseedores de esa nobleza natural que se contenta con el reconocimiento de su propio valor, demostrando su superioridad con obras y comportamientos superiores y no con discursos arrogantes y poses de lechuguino, solo pueden enriquecerla.
El verdadero aristócrata es siempre razonable, atento y amable con las masas; es el hombre nuevo, no adulterado aún, haciendo ostentación de su poder y su posición. Sin embargo, es inútil juzgar cualquier tipo de orden social pues, en último análisis, todos son el resultado de un ciego e incognoscible destino, que no está en la mano de ningún estadista o reformador alterar o enmendar.
Toda vida humana es tediosa, incompleta, insatisfactoria y —¡burla sangrienta!— carente de todo propósito. Siempre ha sido así y siempre lo será; de modo que el buscador de paraísos no es más que una víctima de mitos establecidos o de su propia imaginación.
La voluntad y las emociones humanas anhelan condiciones que no existen ni existirán jamás, de modo que el hombre sabio es aquel que domeña su voluntad y sus emociones hasta el punto de poder despreciar la vida y burlarse de sus pueriles ilusiones e insustanciales objetivos. El hombre sabio es un cínico risueño; no se toma nada en serio, ridiculiza la gravedad y el fervor, y no desea nada porque sabe que el cosmos no tiene nada que valga la pena. Y sin embargo, tan sabio como es, su felicidad no llega ni a la décima parte de la del perro o el campesino, que no conocen otra vida o aspiraciones que las propias del plano animal.
Es bueno ser un cínico —no tanto como ser un gato satisfecho—, y aún más lo sería no existir en absoluto.
La idea del suicidio universal es la más lógica del mundo; la rechazamos solo por nuestra primitiva cobardía y temor infantil a la oscuridad. Si fuéramos sensatos buscaríamos la muerte; el mismo plácido vacío del que disfrutábamos antes de existir.
Lo que le suceda a nuestra especie carece de importancia; en el plano cósmico, la existencia o inexistencia o la Tierra y sus insignificantes criaturas son cuestiones absolutamente irrelevantes. Aunque nuestro sistema solar desapareciese, Arturo seguiría brillando alegremente.
Los inconvenientes de cualquier sistema de gobierno no atemperado con la cualidad de la bondad saltan a la vista; pues la «bondad» es un complejo conjunto de diversos impulsos, reacciones y percepciones altamente necesarias para guiar sabiamente a esas criaturas torpes y anormales que constituyen la mayoría del género humano. La bondad es, básicamente, una debilidad —o, en algunos casos, una ostentación de genuina superioridad—, pero su efecto neto es deseable; por lo tanto es, en general, digna de alabanza.
Puesto que en el fondo toda motivación humana es egoísta e innoble, debemos juzgar actos y cualidades solo por sus efectos.
El pesimismo es fuente de bondad. El filósofo desilusionado es aún más tolerante que el mojigato idealista burgués, con todas sus nociones sentimentales y extravagantes sobre la dignidad y el destino humanos.
«La convicción de que más habría valido que el mundo —y por ende el hombre— nunca hubiese existido», dice Schopenhauer, «es tal que nos llena de indulgencia hacia los demás, recordándonos lo más preciado en la vida: la tolerancia, la paciencia, la consideración y el amor al prójimo, cosas de las que todos estamos necesitados y que, por lo tanto, cada hombre le debe a su semejante».[16]