Capítulo cuarto

Rainer Hartmann parpadeaba, pues, aunque estaban corridas las cortinas, la tenue luz vespertina que penetraba a través de ellas le hería en los ojos. Estaba tendido con la ropa puesta en la cama de una habitación en la pensión Phoenix. No sabía si llevaba minutos u horas durmiendo. Le pareció que algo quería cogerlo, oprimirlo y envolverlo, algo que no era capaz de distinguir. Dificultosamente, dio de lado al sueño y se incorporó vacilando.

Ante él estaba monsieur Prévert, un hombre como un arbusto sin contornos definidos.

—¡Usted! —exclamó Hartmann, atribulado.

Prévert arrimó una silla a la cama y se sentó en ella:

—No diga ahora que mi presencia le sorprende, querido Hartmann.

El visitado se puso de pie, acción que pareció como si le apartarse del visitante. Repuso:

—Sospechaba que en todo lo que me ha sucedido en el último día estaba metida la mano de alguien. Pero no quería suponer que usted fuese capaz de semejantes manipulaciones.

—Es propio de mi profesión —explicó Prévert—. Pues ¿cómo podría combatir a los desaprensivos si fuese aprensivo yo?

—¿Qué pretende de mí?

—¿Por qué formula tal pregunta cuando usted conoce la respuesta, aunque sólo sea en el subconsciente? En concreto: ¡ha llegado el momento!

—Me niego a preguntarle lo que usted sin duda espera con impaciencia que le pregunte. No quiero preguntarle qué momento ha llegado. No me interesa saberlo. Sin embargo, no me es indiferente el que usted no haya vacilado en abusar de ciertas personas allegadas a mí, como mi madre, nuestro común amigo en Antibes y Ulrica, para sus intrigantes propósitos.

Prévert se recostó en el duro asiento de la silla como si lo hiciese en una butaca inglesa:

—Querido Hartmann, los amigos son para servir a la amistad. Además, quiero darle un buen consejo: nunca dude de los buenos e inapreciables sentimientos de una madre. Y en lo que se refiere a Ulrica, no puedo menos de darle la enhorabuena. Esa joven posee una valentía que muchos hombres desearían tener.

—¿Quiere decir con eso que Ulrica está en el secreto? ¿Qué le hace el juego a usted? ¿Que no ha vacilado en prestarle a algo que desconoce?

—Estimado joven amigo —contestó Prévert, paciente—, esa notable joven ha comprendido en seguida lo que yo he tardado semanas, y usted años en comprender, es decir, ¡el pasado no debe ser olvidado, sino superado! Y eso sólo se consigue con la ayuda de alguien; por lo tanto, puede contar con Ulrica para ello, y también conmigo.

Hartmann se subió los calcetines, se arregló los pantalones y se abotonó la camisa, y lo hizo de un modo automático para ganar tiempo.

—Puede seguir viviendo tranquilamente como lo ha venido haciendo hasta ahora, si lo desea —continuó Prévert; hablaba en el mismo tono que un taquillera cuando da razón de algo—. Dentro de una hora, sale el avión de la línea Berlín-Munich-Génova-Niza; tiene tiempo de cogerlo; mi coche espera abajo. Basta una sola palabra para que usted no nos vea nunca más: ni a Berlín, ni a mí, ni posiblemente tampoco a Ulrica.

—Ni tampoco al general Tanz, ¿no es así?

Prévert se sonrió feliz:

—Ya lo tengo en la jaula; sólo hace falta cerrarla, lo cual no me es posible sin su ayuda, Hartmann.

—¿Y qué me puede suceder en eso?

—Muchas cosas —contestó Prévert—: hay pistolas cargadas y se descargan disparando; hay máquinas de escribir que están disponibles para realizar un trabajo destructivo. En todas partes donde existe el Poder, hay verdugos. Y no hay nada tan inseguro como el hombre. No obstante, también existen amigos.

—¿Y usted es amigo mío, monsieur Prévert?

—En lo que respecta a mi amistad, sólo puedo aconsejarle: póngala a prueba.

—¡Conforme! —convino Rainer Hartmann, decidido— quizás ya no tenga nada que perder. Si no es así, entonces sabré de una vez lo rico que soy.

—¡Cómo le envidio y cómo le comprendo! —exclamó Prévert, en voz baja—. Usted quiere creer firmemente en lo bueno aunque el destino le haya sido adverso. De hecho, usted ha perdido todo lo que a los demás hombres les hace soportable la existencia. Con todo y con eso, ¿qué sucede? Yo digo ser amigo suyo, y usted no vacila en mostrarse como tal. ¡Ay, querido Hartmann, por qué me habré merecido esta carga moral! Para remate, yo mismo llego a creer en lo bueno que aún existe en este mundo. ¿Puede usted responder a eso?

Guillermina von Seylitz-Gabler estaba ocupada en los preparativos para la recepción en honor del general Tanz. En ello Wyzolla mostró ser una excelente ayuda. Tanz lo había cedido para que ayudase en tal cometido, y Wyzolla cumplía con prontitud todo lo que, de un modo u otro, sonase a orden. La señora Von Seylitz-Gabler lo contemplaba no sin emoción grávida de recuerdos: los buenos, viejos e inolvidables tiempos recobraban vida.

—Usted es un hombre muy apto —le dijo la señora Von Seylitz-Gabler, reconocida—. Debe seguir conservando esta prenda.

—Sí, señora —respondió Wyzolla, con escueto aplomo—. La conservaré.

La dirección del hotel había cedido para aquella recepción el salón verde, o sala de Montería, como asimismo se la llamaba. La señora comprobó la lista de los invitados, luego telefoneó a Kahlenberge, quien pareció encantado con la invitación y prometió asistir.

—Quisiera acudir con un francés amigo mío.

—¿Tiene ese señor alguna influencia?

—¡Ya lo creo! —afirmó Kahlenberge, jocoso—. Mi amigo Prévert es de los que tienen la sartén por el mango, por decirlo así. Puede facilitar carreras y también destruirlas. Puede influir hasta en un presidente de república.

—Entonces será bien recibido —respondió la señora Von Seylitz-Gabler, desprevenida.

La siguiente víctima fue un ministro que se encontraba de paso en Berlín, y que asistía a todas las reuniones si se le invitaba a ellas; también aceptó aquélla. Luego se procuró invitar a un diplomático de los países del Benelux, de quien se sabía que era miembro del Consejo europeo; se pensó en él como figura decorativa en aquella reunión.

El siguiente en la lista era el director general de una importante empresa de accesorios de electricidad de Berlín. Al principio, pareció resistirse a la invitación; pero accedió al oír el nombre del director general Kahlenberge. La producción y el transporte eran como hermanos, pues la fabricación de turbinas o de cables submarinos necesitaban vehículos especiales, que la fábrica de Kahlenberge producía.

Luego se intentó atraer a un senador berlinés, muy conocido como persona influyente. No carecía de buen humor, lo cual manifestó diciendo:

—Será para mí un placer si puedo asistir con mi actual esposa.

Esta última observación le hizo pensar a la señora Von Seylitz-Gabler en un segundo problema, sin duda interesante: ¡el ambiente femenino, muy necesario en tales reuniones! No podía confiar en Ulrica. Por otro lado, la «actual esposa» del senador era una magnitud desconocida; era necesario invitar a dos o tres mujeres lo más atractivas posible.

En este sentido, sólo podían ofrecerlas el cine, la televisión y la producción de discos. El surtido era extenso; la elección, facilísima. A los pocos minutos, se recibía la siguiente oferta: una desconocida artista de pantalla, de origen nórdico; una extraordinariamente atractiva intérprete de la canción moderna y una locutora de la televisión.

Mientras, Wyzolla limpiaba copas y vasos con la misma intensidad que si estuviese limpiando cartuchos de fusil. Era un hombre al cual no le sorprendía nada. Ese criterio correspondía exactamente al principio de Tanz: no existe nada que pueda sorprender a un soldado. Por esa razón, permaneció impasible cuando apareció un botones en el salón verde, y, acercándosele con sospechosa discreción, le dijo:

—Abajo, en el vestíbulo, hay dos señores.

—¿Y qué? —respondió Wyzolla, sin dejar de manipular con la cristalería—. Por mí, puede haber tres y aun cuatro.

—Dichos señores quieren hablar con usted —le comunicó el botones, con voz baja y significativa a un tiempo.

—Es posible —dijo Wyzolla—. Pero yo no quiero hablar con ellos. Estoy muy ocupado. ¿O es que no se da cuenta?

El botones dejó de insistir y abandonó el salón. Entretanto, la señora Von Seylitz-Gabler borraba apuntes de su lista y anotaba otros debajo de los borrados. A poco, se presentó de nuevo el botones:

—Los dos señores continúan esperando en el vestíbulo y dicen que se trata de un asunto muy importante.

—Para mí no —respondió Wyzolla, lacónico.

—Dichos señores sólo quieren pedirle que les dé una pequeña información.

—No daré ninguna información —objetó Wyzolla—. No estoy autorizado para hacerlo. Ruego que no se me moleste. ¡Estoy ocupado!

En un café de la calle de Nürnberger, estaban sentados Prévert, Hartmann y Ulrica.

—Estoy convencida de que debemos confiar en monsieur Prévert —dijo Ulrica—. En todo caso, el general Tanz ya se encuentra en el hotel, y ha venido, como de costumbre, con acompañamiento.

—¿Con acompañamiento? —preguntó Prévert, sin demostrar interés.

—Me parece que se trata de algo así como de un guardaespaldas; es un joven fuerte y callado; le pude ver cuando visité a mi madre. Ella hacía los preparativos para la recepción y dicho joven la ayudaba. Tanz ha puesto al joven Wyzolla a disposición de mi madre.

—¿Cómo ha dicho que se llama ese hombre?

—Wyzolla —contestó Ulrica.

Prévert se recostó satisfecho en su asiento y, escuetamente, dijo:

—Estupendo. Continúe.

Ulrica informó sobre la lista de los invitados, la cual había visto en manos de su madre, y concluyó diciendo:

—Al lado del nombre de Kahlenberge hay escrito: «Viene acompañado por un invitado francés». ¿No será usted, monsieur Prévert?

—Soy el invitado que irá acompañando a otro invitado. Y creo que esa gentileza de Kahlenberge no debe extrañarle a usted, Ulrica.

—Entonces, quiere decir que mi invitado se llama Rainer Hartmann.

—Es usted una joven inteligente; precisamente lo que deseaba.

—No puedo atribuirle esa idea a Ulrica —dijo Hartmann.

—Querido amigo —repuso Prévert—, ¿qué significa atribución en este engranaje? Esta noche va a formarse la de Dios es Cristo. Y se romperá tanta porcelana, que una recua de elefantes no sería suficiente para transportar los añicos.

—Hay otra cosa más que me ha llamado la atención —contó Ulrica—: mientras yo estaba allí, mi madre ha enviado a Wyzolla con un recado fingido y, cuando éste se había ausentado, habló por teléfono con el encargado de recepción del hotel, pidiéndole que le informase acerca de los hombres que se habían presentado para hablar con Wyzolla.

—¿Y le han dado la información que pedía?

—Al parecer no, pues se quedó muy desorientada tras haber colgado el teléfono; mi madre no suele desorientarse así como así.

Prévert pareció acometido de pronto por una gran prisa. Se levantó de donde estaba sentado, dio algunas instrucciones y se despidió de los dos jóvenes amigos:

—Os dejo solos, lo cual podéis considerar una delicadeza mía, aun cuando no sea verdad.

—Es la pura necesidad la que me obliga a molestarle —dijo Prévert, al entrar en la habitación de Kahlenberge—. Por lo que veo, está de nuevo ocupado en los preparativos de su conferencia; es una actividad que será interrumpida más de una vez.

—Me esmero cuanto puedo —respondió Kahlenberge, indicando su manuscrito—; pero no lo tendré dispuesto a su debido tiempo.

—Esa intuición le honra a usted —dijo Prévert, de buen humor.

Kahlenberge recogió el manuscrito de la conferencia que tenía proyectado dar y dijo:

—No recuerdo una sola vez haberme encontrado con usted sin que usted tuviese algo que desear. Por eso le pregunto ahora qué desea de mí.

Prévert se sentó en el sofá no sin antes haberse hecho con un par de cojines:

—Naturalmente que deseo algo de usted. En primer lugar, he venido, si es que acepta conversar, para interesarlo en mis planes inmediatos. Luego, necesito tener un par de conversaciones telefónicas, a cargo de usted y con su ayuda.

Primero se puso Prévert en comunicación con el senador encargado del orden público en el Berlín occidental.

—Dígale sólo mi nombre —le dijo Prévert al empleado, que se había puesto al teléfono.

Poco después el senador se ponía al aparato. Y Kahlenberge escuchó la conversación. El senador se mostró contento de volver a oír la voz de monsieur Prévert. Como los dos interlocutores eran prácticos en batallas telefónicas, y no les atraía la selva de las competencias, se pusieron rápidamente de acuerdo. Prévert expresó el deseo de trabajar conjuntamente con un experimentado criminalista berlinés, y así, el senador le contestó:

—¡De acuerdo!

Al rato, llamaba por teléfono el criminalista Müller-Meidrich, discípulo del otrora destacado comisario de la brigada criminal berlinesa, Tantau. Müller-Meidrich recibió la siguiente advertencia: sobre las 15 horas, se personaron dos individuos en la conserjería del hotel situado en Kurfürsten, preguntaron por un tal Wyzolla, para hablar con él. Pregunta: ¿quiénes eran aquellos dos sujetos y qué buscaban allí?

—En seguida lo sabremos —contestó Müller-Meidrich—. Esperen, por favor, mi llamada.

Tras aquello, Kahlenberge preguntó:

—¿Quién es ese Wyzolla?

—Un joven que hace unos días estaba sentado al volante de un coche aparcado en una bocacalle próxima a la Sterngasse de Dresde.

Kahlenberge movió mohíno la cabeza, pelona como la de un tártaro:

—¿Y qué tiene que ver eso?

—En un inmueble de la susodicha calle se cometió un crimen. De paso, quisiera decir que aquel acto se puede calificar de monstruosidad.

Kahlenberge alzó las manos como si quisiera protestar, pero volvió a bajarlas desvalidamente. Con voz pesarosa, dijo:

—Siempre me he figurado que usted siente verdadera satisfacción por las rarezas y los misterios y la diablura de lo absurdo; que los sangrientos y grotescos relatos de Hartmann lo han contagiado hasta acabar en este sombrío desatino. Y, ahora, empiezo a distinguir. ¡Usted lo cree seriamente!

—Nunca he considerado la muerte violenta de una persona como una diabólica broma.

Kahlenberge se levantó bruscamente, con lo que derribó el manuscrito de la conferencia que tenía en la mesa; cayó al suelo, se esparcieron las hojas, y quedó cual un montón de papeles inservibles. Ninguno de los dos prestó atención al incidente.

—Si eso que usted sospecha es verdad, si resulta un hecho inconcuso —dijo Kahlenberge, sofocado— ¿qué consecuencias sacar?

—Puede usted llamar tranquilamente al general, general, y al delincuente, delincuente.

Sonó el teléfono, y Prévert se puso al aparato: era el criminalista Müller-Meidrich, puesto a disposición de Prévert por el senador.

—Le agradezco mucho la advertencia que nos ha hecho, monsieur Prévert —dijo Müller-Meidrich—. Me he puesto rápidamente en contacto con el encargado de recepción del hotel, y me ha dicho que los dos tipos en cuestión, o eran funcionarios de la policía, agentes, o algo por el estilo. Al momento, he preguntado a las distintas dependencias de nuestro departamento, y no han realizado ninguna gestión en este sentido.

—Esa acción puede haber sido realizada por elementos que no pertenezcan a la brigada criminal berlinesa —dijo Prévert—. En Berlín hay organizaciones norteamericanas, inglesas y francesas, y otras por el estilo.

—Sin duda —respondió Müller-Meidrich—. El surtido es considerable. Pero también puede equivocarse el encargado de recepción del hotel, lo cual parece así en este caso. Ha requerido la presencia de un empleado de la oficina para echar a los dos sujetos del vestíbulo del establecimiento. Y ha visto cómo los dos subían a un automóvil que estaba aparcado cerca de la Gedachtniskirche. El vehículo pertenecía a la zona oriental.

—Eso no concreta nada.

—Desde luego —convino Müller-Meidrich, cortés—. Berlín es la ciudad donde todo lo imaginable es posible. Por esa razón no es sorprendente que esos dos individuos hayan vuelto a aparecer al cuarto de hora. Los hemos detenido; de momento, guardan silencio; si mi instinto no me engaña, esos dos sujetos son de la zona oriental. ¿Qué hacer?

—Por el momento, no interroguen a esos dos principiantes —aconsejó Prévert—. Ya les haremos hablar en el momento preciso.

—¿Y hasta entonces…?

—¡Déjenlos tranquilos! Por lo demás, sería aconsejable que usted, respetable señor Müller-Meidrich, telefonease al hotel situado en Kurfürstendamm y le preguntase cortésmente a un huésped apellidado Tanz si necesita protección, con el pretexto de que dos individuos, al parecer procedentes de la zona oriental, han intentado acercarse a él.

—¿Nada más, monsieur Prévert?

—Con eso es suficiente.

La recepción dada por la señora Von Seylitz-Gabler en el salón verde del hotel de Kurfürstendamm prometía tener éxito. Los martinis americanos y la buena ginebra servidos, y la presencia de uno de los estrategas de la gran guerra, producía una estremecedora sensación de grandeza a los invitados, pues tanto un general como el otro tenían una historia tras sí.

Tanz parecía algo extraño. Su actitud de tumba prehistórica alemana atraía la admiración de los presentes. Su constante mutismo era considerado como una profunda meditación.

—Parece una águila volando sobre la llanura —chirrió la locutora de televisión, entusiasmada.

Y la sensacional intérprete de la canción moderna suspiró melodiosamente:

—Te hace el mismo efecto que una botella de champaña. —Y el pecho se le ahuecó como la mar tempestuosa.

La esposa o amiga de un alto funcionario de Comunicaciones del Gobierno federal preguntó, dándole un impaciente escalofrío, a la señora Von Seylitz-Gabler.

—¿Es cierto lo que se habla de él? Dicen que mandaba hacer parapetos con los cadáveres de los soldados congelados en el frente ruso.

—No estoy enterada —respondió la señora Von Seylitz-Gabler con frialdad.

El alto funcionario apartó levemente a su esposa o amiga a un lado; había advertido que se estaba vulnerando algún tabú. Pues desde muy antiguo existía el principio: «¡Hablar del horror de la guerra significaba menoscabar el espíritu defensivo!». En voz alta, para producir un efecto convincente, dijo:

—Siempre he sido del parecer de que los mejores están a nuestro lado; por más esfuerzo que hagamos en encomiarlo, será poco.

La señora Von Seylitz-Gabler le ofreció una afectuosa sonrisa, y su esposa o amiga le miró de soslayo; pero él alzó la copa en dirección al muy ocupado anfitrión.

En efecto, Von Seylitz-Gabler actuaba de pitonisa del oráculo Tanz; no había pregunta a la que no respondiese, y sus frases parecían impresas. Decía que su editor se sonreía porque «el general vendía muy caro». Y mientras lo relataba, le parecía tener delante al editor con un ejemplar y con el título sobre la cubierta dibujada, y la liquidación de los honorarios.

—También usted tendría que escribir sus memorias —le dijo a Tanz, en tono sublime.

—A unos les ha sido dado escribir y a otros actuar —respondió Tanz, comedidamente—. Yo pertenezco a los segundos.

—Ya que se habla de actuar —dijo el director general de la empresa constructora de aparatos y accesorios eléctricos—, ¿se sentiría usted inclinado a incorporarse a nuestra empresa?

—Lo siento, pero no soy especialista en cuestiones de electricidad —contestó Tanz, soberano.

El director general, especialista en aparatos automáticos de comunicaciones, se sonrió comprensivamente; conocía la eficiente modestia del alto militar, y así dijo:

—Hay diversas maneras de servir a la nación.

—¡Exacto! ¡Lo importante es servirla! —intervino Von Seylitz-Gabler, que no dejaba escapar oportunidad para soltar máximas que él creía suyas.

Y dirigiéndose a Tanz:

—¿Cómo se siente usted?

—Excelentemente —contestó Tanz, con un tono que parecía el de un autómata. Le relucía la tensa piel del rostro.

—Tenemos unos invitados selectos, ¿no le parece? —le dijo Von Seylitz-Gabler.

—Muy selectos —respondió Tanz.

La cantante de música moderna prorrumpió en berridos; resultaba que alguien había vertido su copa de champaña en el escote de ella; éste le presentó sus excusas; mas ella aullaba de suerte que parecía una sirena, y se daba palmadas en sus mojados y desnudos senos. La señora Von Seylitz-Gabler fue volando como un cuervo hacia aquel grupo.

—También es bueno que no falte alguna que otra escena —dijo Von Seylitz-Gabler con jovialidad.

Tanz se puso pálido como la cera; apretó los puños, se le pusieron tensos los músculos de la cara, apretó los dientes como si superase un fuerte dolor, y, en voz casi imperceptible, dijo:

—Es odioso.

No obstante, logró dominarse y pareció esbozar una sonrisa porque tenía sentado enfrente a Kahlenberge, quien, indicando a su acompañante, le dijo:

—¿Me permite que le presente al señor Prévert?

En una angosta estancia, frente al salón verde, despatarrado, Wyzolla estaba sentado en una silla y esperaba. ¿Qué esperaba? No lo sabía. Cumplía una orden de su general. Ejercía la función de guardaespaldas.

En el mismo aposento, inmóvil, Hartmann también esperaba. Al principio, permaneció apoyado contra la pared y contemplaba con curiosidad a Wyzolla. Prévert le había advertido que observase detenidamente a aquel joven, y le había hecho unas indicaciones. Cuanto más miraba a Wyzolla mayor era la importuna y curiosa sensación que sentía de verse a sí mismo doce años atrás.

—¿Continúa exigiendo que se le limpien los zapatos y las botas de montar con tres cepillos y dos gamuzas? —preguntó Hartmann.

—¿Quién? —inquirió Wyzolla, alzando la mirada.

—¿Se ha acostumbrado ya a los ceniceros de vidrio, o sigue usándolos de cerámica?

—¿Le va a usted algo en ello? —preguntó Wyzolla, receloso.

—En mis tiempos, él solía usar camisas de dormir blancas, sólo blancas. Antes de preparársela, había que planchar cualquier arruga por insignificante que fuese. En el bolsillo superior de la chaqueta había que tenerle siempre puesto un pañuelo limpio, también de lienzo blanco y con muchos dobleces.

—¡Hombre! —exclamó Wyzolla, con asombro—. ¿Cómo sabe usted eso?

—Antaño ocupé el puesto que ahora usted ocupa —contestó Hartmann—. Y me parece que fue ayer.

Wyzolla quiso saber detalles, y Hartmann convenció al celoso sargento con pródigas explicaciones. Wyzolla empezó a entrar en el terreno de la confianza, tras lo cual se entabló una viva e interesante conversación.

—En dos horas se bebía una botella de coñac en el asiento posterior del coche —informó Hartmann—. Pero no se le notaba nada; tras de bebérsela, su porte era más envarado y su discurso más claro. Bebía más que una cuba sin fondo.

—Eso todavía lo hace —dijo Wyzolla, no sin cierta entonación—. Sólo que casi no prueba el coñac; toma vodka. Como sabes, el coñac escasea en la otra zona; pero el vodka abunda. Por eso el general lo tiene a cajas en su despensa.

Wyzolla empezó a tutear a Hartmann; éste lo aceptó porque, entre otras cosas, Prévert le había dicho: «Procure crear un ambiente de camaradería, lo cual puede sernos favorable».

—Tú estás bien —le dijo a Wyzolla—. Vuestros coches parecen deslucidos cajones de hojalata, y no se pueden pulimentar hasta sacarles brillo. En cambio, cuando estaba yo en París, conducía un Bentley en cuya superficie era visible cualquier mota de polvo; en el portamaletas, llevaba toda una colección de utensilios de limpieza: trapos de hilo, de lana, gamuzas, escobillas, cepillos y esponjas.

—¡También yo los llevo! —dijo Wyzolla, para no dejar en duda su honor en cuanto a la limpieza—. En el coche llevo tres juegos de enseres de limpieza: dos de reserva y uno en uso.

—¿Y cómo anda con el asunto mujeres? —inquirió Hartmann.

—¿Mujeres? —exclamó Wyzolla, e hizo un gesto reprobatorio—. ¡Para el general es como si no existiesen!

—Eso mismo creí —dijo Hartmann, en tono confidencial—. Parecía no interesarse por ellas, aun cuando había ejemplares de marca en París.

—También los hay en Dresde —respondió Wyzolla.

—Pero una de las veces, en París, se fue con una.

—¿Y qué? Al fin y al cabo, es hombre como los demás; un hombre muy particular. Llevo dos años con él, y, que yo sepa, sólo una vez lo he visto con una mujer.

—¿Cuándo? —quiso saber Hartmann.

—¡Hará cosa de unos días! Lo llevé a un local, donde encontró una y luego los llevé a los dos a casa de la hembra.

—Y tú esperaste sentado al volante, ¿no?

—Naturalmente; pero no mucho rato. A la media hora volvió, se dejó caer en el asiento posterior y su voz sonaba más suave que de costumbre. Después de aquello, dejó de fumar y de beber.

Hartmann movió la cabeza en un meditabundo ademán de asentimiento. Wyzolla se sintió satisfecho por parecer confirmadas sus palabras. Mas no pudieron continuar aquella conversación edificante porque se abrió la puerta del salón verde, en cuyo umbral apareció Ulrica, y dijo:

—Es el momento. Prévert ha hecho la seña.

—Hasta ahora no nos habíamos encontrado personalmente —le dijo Prévert a Tanz—. Sin embargo, usted no me es desconocido.

—Tampoco usted a mí —respondió Tanz, procurando imprimirles un tono de comedida respetuosidad a sus palabras—, pues me parece haber oído su nombre; pero no me acuerdo cuándo y dónde.

—Trabajaba en París —dijo Prévert—, en la Sureté.

—Sólo conozco París de cuando la guerra —explicó Tanz—. Estuve allí en 1944.

—Por esa fecha estaba yo de enlace entre las autoridades francesas y alemanas, con objeto de evitar fricciones y malas interpretaciones.

—Sería una misión muy interesante —dijo Tanz, con el mismo tono de respetuosidad.

Von Seylitz-Gabler intentó cortar aquella conversación, pues su instinto percibía la premeditación contenida en ella. Pero Kahlenberge, eficazmente, hizo que desistiera de su intento: le habló de cierta importante consulta que le era preciso hacer, relativa a su industria, por lo que necesitaba un experto; de que dicha consulta sería bien retribuida, y de que para ello había pensado en el valioso consejo que él pudiese darle. Sintiéndose distinguido por aquella demostración de confianza, Von Seylitz-Gabler se dejó llevar por Kahlenberge a un ángulo del salón.

Prévert y Tanz se contemplaban y se esforzaban en ofrecerse mutuamente una sonrisa, intento que ninguno de los dos lograba. Tanz veía una cara llena de arrugas con ojos de rana y boca de pez. Prévert veía el modelo de un escultor que hubiese querido expresar un inmutable y férreo heroísmo. En Tanz todo parecía grande y enfático, y denotaba la llamada belleza clásica; pero en su rostro aparecían, aunque pocas, profundas arrugas, como si hubieran sido grabadas por la reja de un arado.

—En aquella ocasión —continuó Prévert, cauteloso—, trabajé juntamente con un teniente coronel apellidado Grau. ¿Conoce ese apellido?

—Lo conozco —contestó Tanz, y echó levemente atrás el cuerpo, como si quisiese contemplar de una manera mejor a Prévert.

—Fue un hombre notable —dijo Prévert, y avanzó un poco su cuerpo como si tuviese suma importancia mantener la distancia debida con Tanz—. Grau tenía un alto y recto sentido de la verdadera justicia. Tanto sus razonamientos como sus esfuerzos fueron extraordinarios.

—No puedo compartir su opinión —respondió Tanz; sus ojos miraron fríos, como si fuesen trozos de hielo; alzó su mano derecha, pero la bajó al momento, para no delatar que le temblaba como una hoja en medio de una tormenta otoñal—. Le ruego que me disculpe.

—¡Espere un momento, por favor! Quizá le parezca más interesante esta conversación si le digo que, en julio de 1944, se cometió un asesinato en la calle de Londres.

Tanz se quedó inmóvil; sus ojos parecían cerrados como las ventanas de una casa abandonada. Luego respondió:

—Todo eso no me interesa en absoluto.

—¿Ni si le digo que del crimen cometido en la calle de Londres existen tres ejemplares?

—¡Es un desvarío! —repuso Tanz.

—No le digo que no lo sea —aseguró Prévert.

—¿Qué quiere usted de mí? —exclamó Tanz, con apenas contenida violencia—. ¡Me está molestando, y no se lo tolero!

—Varsovia, 1942; París, 1944; Dresde, 1956. ¿Tiene suficiente?

Pareció como si Tanz lo negase; su hasta entonces envarado cuerpo perdió firmeza; se bamboleó hacia atrás, pero lo sostuvo la pared, contra la cual Tanz se inclinó cual una columna derrumbada. No obstante, avanzó su esquinosa barbilla de modo amenazador, aspiró energía por su abierta boca, y su voz sonó como el cristal, cuando dijo:

—Guárdese sus teorías, que usted no puede demostrar. Todo ello no es más que mera verborrea.

Prévert dirigió la vista a Ulrica y alzó la mano; la joven asintió con un ademán. Aquella seña era la indicación para que Hartmann se personase en la sala. Prévert consideró que la situación estaba madura. Y volviéndose a Tanz, dijo:

—Usted ha pasado los doce últimos años en la zona oriental. Mas ahora quiere trasladarse a la occidental. Mucha gente considera eso como una respetable decisión de conciencia, y hasta la celebra.

—Y eso no le gusta a usted, ¿no es así?

—¡Me disgusta mucho, señor Tanz! Pues no es posible aceptar como casualidad el hecho de que el crimen cometido hace unos días en Dresde no se diferencie un pelo del caso de Varsovia y del de París.

—¡Eso son especulaciones! —repuso Tanz.

—No exactamente —respondió Prévert con irritante indiferencia—. Hay algunos hechos que son más que casualidades. Por ejemplo: esta tarde, dos agentes de la zona oriental han intentado hablar con Wyzolla; pero han sido detenidos por la policía del Berlín occidental, que automáticamente se ha interesado por usted, si bien todo eso no es impresionante; pero quizá pierda usted su seguridad si le cuento lo siguiente: hoy, al mediodía, se ha celebrado una reunión entre Liesowski, comisario de la brigada criminal de Varsovia, Liebig, comisario de la brigada criminal de Dresde, y yo. Los tres estamos de acuerdo respecto a este punto.

—Las suposiciones no son demostraciones —repuso Tanz con voz ronca, como si hablase a través del parche de un tambor.

—Estoy de acuerdo con usted —respondió Prévert, imperturbable—. Nada de lo dicho parece ser demostrable con precisión: el caso de Varsovia simplemente fue descubierto; el de Dresde queda sin esclarecer, el de París carece de testigos decisivos.

—¡Precisamente! —dijo Tanz.

—Ahí está su error; pues, en este momento, estamos hablando de un tal Hartmann, que es realmente el único testigo de los crímenes cometidos por usted.

—¿Quién es ese Hartmann? —inquirió Tanz, mientras sus ojos adquirían la brillantez de un palúdico—. O mejor dicho: ¿dónde está Hartmann?

—Aquí —contestó Prévert, indicando a la puerta de la sala, donde se encontraba Rainer Hartmann.

Tanz se puso lentamente en movimiento. Sus miembros parecían estar rígidos y se movían mecánicamente como los de un títere pendiente de los hilos que lo mueven. Sus coyunturas accionaban como charnelas.

Prévert siguió a Tanz quien, esforzándose por demostrar una digna serenidad, se movía con paso comedido como si estuviese pasando revista a una formación, por lo que Prévert pudo sin esfuerzo adelantársele como si intentase allanarle el camino.

Prévert dio breves indicaciones: «Cuídese de Ulrica, Hartmann». «Su esposo necesitará ineludiblemente del apoyo de usted, señora Von Seylitz-Gabler». «Kahlenberge, acompáñeme».

Y abrió con gesto invitador la puerta que daba a la antesala; Tanz cruzó el umbral, seguido de Kahlenberge. Wyzolla se levantó de la silla y se puso en posición de firme. Tanz se detuvo y permaneció unos segundos firme como un árbol del bosque, aunque ya resonaban los hachazos contra su tronco. Luego pareció vacilar, si bien no fue más que un instante; avanzó unos milímetros hacia Wyzolla y le dijo:

—Deme su pistola.

Wyzolla recibió aquella orden del mismo modo que si le hubiesen dicho que mostrase su pañuelo. De uno de los bolsillos de sus pantalones sacó una pistola tipo 80 milímetros, se la tendió a Tanz y dijo:

—Está cargada y con el seguro puesto, mi general.

—Gracias —respondió Tanz, y cogió el arma.

Wyzolla se retiró un paso con la misma precisión que lo había avanzado, pues donde se encontraba su general significaba para él un campo de instrucción militar. Kahlenberge contempló como fascinado la pistola en la mano de Tanz, tras lo cual apartó la mirada de aquella mano y la detuvo en Prévert, quien hizo un leve gesto.

Tanz dejó suspensa el arma con el cañón dirigido al suelo, y se puso de nuevo en movimiento. Wyzolla quiso seguirlo. Mas Prévert le dijo:

—¡Quédese aquí!

Aquellas palabras eran una orden, y, al haber sido pronunciadas en presencia de su general, las consideró como tal y permaneció en su sitio.

Mientras, Tanz continuó andando por el pasillo hasta la puerta de su aposento, donde se detuvo. Prévert y Kahlenberge advirtieron cómo se atiesaba, cómo echaba atrás la cabeza y cómo la volvía hacia ellos; con voz entrecortada, les dijo:

—No tengo ninguna explicación que dar.

—¿Para qué? —respondió Prévert, con una frialdad no conocida en él hasta entonces—. ¡Nada queda por aclarar, Tanz!

Al oír la última frase, Tanz se encogió de hombros como si lo hubiesen atravesado con un instrumento cortante. El menosprecio con que había sido pronunciado su apellido, sólo su apellido, sin título y sin respeto, sólo aquel «Tanz» escueto, pareció herirlo más que todo lo que Prévert había osado decir contra su persona. El párpado derecho empezó a movérsele convulsivamente. Se volvió, abrió la puerta de la habitación y la cerró tras sí.

—Creo que no hubiera escapado de eso —dijo Prévert con voz opaca—. ¿Tiene un cigarrillo, Kahlenberge?

Con mano inquieta, Kahlenberge sacó un paquete de cigarrillos. Prévert cogió uno y encendió una cerilla. Fumaban dando ruidosas chupadas y mantenían fija la mirada en la puerta tras la cual estaba Tanz.

Esperaban sin prestar atención a todo lo demás. Sus pitillos ardieron hasta el emboquillado; dejaron caer la punta en la alfombra persa que cubría el suelo, y encendieron otro cigarrillo.

—¿Cree usted que realizará lo que en nuestros círculos se llama la última consecuencia? —preguntó Kahlenberge, sin poder apenas contener su inquietud.

—Puede usted considerarlo la última consecuencia según su círculo; sólo sé que existen otros círculos, en los que son habituales actos así.

—Muchas veces me pregunto a qué círculo pertenezco.

—Al pequeño club de los intransigentes reformadores del mundo. Pero acaso usted no sepa que es miembro de él.

Continuaron esperando. Se contemplaban los pies y seguían con la vista el dibujo de la alfombra hasta que su mirada volvía a detenerse en la puerta tras la cual estaba Tanz. Miraban la ventana y vieron que en sus cristales se reflejaba claramente la puerta tras la cual se hallaba Tanz.

Aquel desazonado silencio fue interrumpido por una sorda detonación. Parecía como si hubiese estallado un gigantesco globo. Era el disparo que venían esperando desde hacía media hora.

Kahlenberge quiso entrar; Prévert lo detuvo y le dijo:

—No se precipite.

Y Prévert movió lentamente los labios como si rezase; pero seguro que estaría contando. Como buen conocedor de su oficio, preveía la posibilidad de un segundo disparo, caso que el primero no lo hubiese alcanzado. Transcurridos sesenta segundos, dijo:

—¡Ahora!

Abrieron la puerta de par en par; vieron un vaso y una botella vacía de vodka, derribada sobre la mesa. Huellas de vómito iban de la mesa a la alfombra, donde Tanz yacía, con una enorme herida en la cabeza, en un charco de sangre.

—¡Está muerto! —dijo Prévert, lacónico.

Último informe

Comentario de Wyzolla, en el Berlín occidental, a los pocos días de haber sucedido los hechos que acabamos de relatar. Lo hizo con motivo del llamado «examen necesario»:

Durante mi permanencia en la zona oriental, no hice más que cumplir con mi deber. Claro que pensaba. Vi tantos errores, que razonaba conmigo mismo: «¡Hombre! Eso no es correcto, no debe hacerse». ¿De qué errores se trata? Por ejemplo: veamos la cuestión relativa a los incendiarios de guerra. Me querían inculcar que Adenauer es un incendiario de guerra.

Y había que contestar diciendo que sí lo era. Pero yo pensaba entre mí: «Eso no puede ser verdad. ¿Cómo va a ser Adenauer un incendiario de guerra?». Pero ellos me decían: «¿Ves por qué…?».

Desde luego, eso era mentira, y otras cosas por el estilo. Muchas veces me quedaba desconcertado. Me decían que Krupp era un criminal de guerra, lo cual me parecía lógico, toda vez que se trataba de un fabricante de cañones. Pero, más tarde, leí en la Feria de Muestras de Leipzig: «¡Krupp expone!». En efecto, Krupp expuso en la República Democrática Alemana. Entonces me dije: «Si Krupp es un criminal de guerra y se encuentra en la R. D. A., es que no puede estar en la Alemania occidental. Por lo tanto, ¿dónde se encuentran los criminales de guerra?». ¿Se da usted cuenta de cómo se engaña a la gente?

¿Quiere usted saber cómo ingresé en el ejército? ¡Desde luego, no fue voluntariamente! A lo sumo, podría decir: fui voluntario al ejército para no verme metido en un campo de concentración o en una mina de uranio. ¿Qué le parece? ¿No es eso ir forzado? Así es. Eso no quiere decir que esté en contra de los militares. Pero sí lo estoy contra el lado negativo.

Nada sé respecto a Tanz. Las órdenes son órdenes y el deber es el deber. Estuve de chófer con él, y nada más. Y lo fui según órdenes recibidas, por supuesto.

Carta del secretario de monsieur Prévert, dirigida a la Redacción de un periódico, que formulaba unas preguntas y pedía sus correspondientes respuestas:

… El señor Prévert siente extraordinariamente no poder acceder a su petición. ¡Su visita a Berlín, en 1956, tuvo carácter puramente normal! Dar detalles respecto a ese viaje lo considera incorrecto el señor Prévert, dado que no se tomó nota de él, y la misión no fue para llevar a cabo ninguna investigación de carácter especial.

El señor Prévert siente tener que comunicarle que no son accesibles los datos relativos al asesinato perpetrado en la calle Londres, en 1944. Se ha podido comprobar que ese caso ha quedado resuelto; por lo tanto, ya no consta como expediente o suceso inaclarable para la Sureté.

A continuación, el señor Prévert se permite hacer observar que la cuestión surgida muchas veces en torno a un tal Hartmann nada tiene que ver con el caso antes mencionado, ni con nada concerniente a la esfera de nuestra actividad; cualquier afirmación contraria sería sancionada. El señor Prévert espera haberlos complacido con estas aclaraciones…

Epílogo de la conferencia que Kahlenberge tenía proyectado dar, pero que no dio:

… Por eso me aventuro a afirmar que todo lo que ha sucedido en la última década no es sino una lamentable excepción o un trágico fenómeno único. Se trata, pues, del final de una capa social sobre la que el tiempo ha pasado con toda severidad. Aquí diría yo: ¡La ha pisoteado! Pues durante casi medio siglo el oficial alemán ha tenido que arreglarse con Prusia, con el Kaiser y con el Reich, así como con la República de Weimar, luego con Hitler, finalmente con la democracia, y, en último término, con ideologías y con bloques de naciones demasiado extensos. Con ello estamos metidos en la abridora de lana sucia de la Historia.

Actualmente, resulta torpe, o ciego, o falso, continuar hablando de los viejos valores, o sea de la tradición, que, no sólo se fomenta, sino que de ella se piensa sacar cosas esenciales. ¿Existe algo más ridículo que encubrir la bancarrota de ayer con el desarrollo económico de mañana?

Sólo una reestructuración fundamental puede llevarnos a un nuevo y creciente desarrollo. No necesitamos continuar con el apolillado, deshojado y superado libro de la Historia. Debemos tener valor para iniciar un consciente, firme y nuevo comienzo; todo lo demás es un suicidio.

Extracto del diario de la señora Guillermina von Seylitz-Gabler:

He visto mucho en este mundo. Pero lo sucedido con el señor Tanz fue algo conmovedor. Era un hombre magnífico. Fui una de las últimas personas que habló con él. Me dijo: «Respetable señora: ¡qué placer estar de nuevo entre amigos!». Así fue de grande su caballerosidad hasta el último minuto de su vida.

Herbert me dijo con discreción, ante la última mirada del difunto, tan estimado por nosotros: «Consérvalo en la memoria tal como está ahora ante ti». Así es Herbert.

Desde entonces le he retirado la amistad a ese Kahlenberge, pues se ha permitido contar de nosotros una historia de librero ambulante; historia tan poco delicada y despiadada, que la indignación me hace callar. Al enterarse, Herbert se limitó a mover la cabeza, y a decir significativamente: «¿Es que se puede saber lo que realmente sucede?».

De una carta del historiador señor Kahlert al autor de este libro, escrita el 18 de diciembre de 1961:

… Sólo puedo asegurarle que entonces investigué el caso con toda la precisión posible, aunque fuese únicamente por interés científico. Tras una minuciosa investigación, llegué al resultado siguiente: una serie de fortuitas coincidencias condujeron a una sospechosa conclusión, de la que algunos se conmueven todavía; conclusión que es totalmente infundada, como voy a demostrar.

El resultado de mi investigación es el siguiente: el general Tanz no fue asesinado por ninguna de las dos partes. Tampoco se trata de un suicidio; para demostrarlo, podría presentar una serie de convincentes ejemplos de orden psicológico bien precisados. Pero evíteme entrar aquí en detalles. Sólo diré: por su temple, y según numerosas personas que lo habían tratado, Tanz no era hombre capaz de quitarse la vida por ningún concepto.

El hecho, pues, da esta convincente conclusión: fue un accidente, producido posiblemente al limpiar la pistola.

Y en lo relativo a las supuestas a la vez que fantásticas afirmaciones de ese Hartmann, creo haber dicho anteriormente que tuve suficiente oportunidad de conocer de cerca a ese infortunado hombre. Tuve siempre compasión de él por su cruel destino; pero eso no es motivo que me impida manifestar la verdad objetiva: ese hombre tiene la costumbre de mentir.

Manifestaciones de la intérprete de la canción moderna Britt B. Actualmente casada con un conocido actor de cine, se conocieron durante el rodaje de una película americana sobre la superación del pasado alemán:

El general Tanz estaba vivamente interesado por mí, aunque no lo demostrase; pero esas cosas se adivinan aun cuando no se exterioricen.

Por lo demás, la prensa habló de esas supuestas relaciones. Fue una sensación el primer día; el segundo, pasó a segunda plana; el tercero, a tercera, hasta que se dejó de hablar de ello. Pero mis discos «Bésame bajo el sol» y «Bésame bajo la lluvia» fueron best-sellers durante un mes. Eso significa algo, ¿no es cierto?

¿Debo entrar en el asunto? Pues ya estoy en él: llegó uno adonde estábamos reunidos y exclamó: «¡Ha muerto… de un tiro en la cabeza!». Los presentes nos quedamos suspensos. A mi lado estaba sentado Von Seylitz-Gabler, capitán general o algo por el estilo, con todo el pecho cubierto de condecoraciones; en fin, ¡un héroe! ¿Y sabe usted lo que dijo? Exclamó: «¡En buen fregado nos hemos metido!».

De las memorias de Von Seylitz-Gabler, última parte:

Únicamente por dolorosa confusión, lo cual es comprensible, ¡cuánto se comentó la muerte de uno de nuestros mejores soldados! Una vez más, tal vez la última, olfateaba la pusilánime jauría la pieza que se le había ofrecido. Se lanzaron, con avidez y afán, sobre ella, para desatar unas líneas o exteriorizar un odio feroz.

Recuerdo con exactitud el momento en que me comunicaron su muerte. Me encontraba en una selecta reunión, donde hablábamos de la reconstrucción de Alemania y de la nueva orientación de Europa, lo cual nos interesaba a todos nosotros. En aquellas circunstancias, nos llegó la trágica noticia. Me quedé profundamente conmovido. Sólo pude decir: ¡Es horrible! Pero este accidente no debe turbarnos.

Otro comentario de Wyzolla, esta vez hecho en el Berlín oriental, semanas después de los sucesos relatados en el último capítulo del libro, con motivo de una conferencia de prensa dada por el ministerio del Interior de la República Democrática Alemana, la cual presidió Karpfen, funcionario del citado ministerio:

Siempre me he limitado a cumplir con mi deber, y nada más. Naturalmente que reflexionaba. ¡Y cómo! Pues no vengo de arar. Sé dónde se encuentran los verdaderos criminales de guerra. ¡En el otro lado! ¡Allí están metidos! De eso estoy convencidísimo. ¿Hay alguien que tenga algo que decir en contra?

Pues bien, he sido chófer del general Tanz. Fue un hombre noble en el sentido recto de la palabra. Me ascendió a sargento. Y ahora me han ascendido a brigada por todo lo que he sufrido. Por consiguiente, acompañé al general Tanz al Berlín occidental. La visita fue de carácter totalmente privado. El general Tanz me dijo: «Esto es distinto, ¿no es cierto?». Le contesté: «Sí, mi general». Realmente, todo es distinto de como allí. ¿Está claro? ¡Es lógico que sea así!

En el hotel se presentaron dos sujetos que querían algo de mí. Me dije: «¡Ojo con esos tipos!». Los rechacé, y se lo comuniqué al general, que respondió despectivamente: «¡Bah, son unos mozalbetes sin importancia!».

Luego vino a mí uno de la zona occidental. Creo que se llama Hartwich, o Hartmut, o Hartmann, no lo sé de cierto. Apestaba a perfume y hablaba un francés como los que han estado en Argelia; vino a sonsacarme. Era un tipo muy rumboso; empezó a decir tonterías del general, inventadas por él. Quería destriparme como un pato por Nochebuena. ¡Si me hubiera encontrado a solas con él, le habría ajustado las cuentas!

A poco se presentaron otros, me pusieron la pistola en el pecho y me dijeron: «¡O esto o lo otro!». Como no soy un imbécil, hice de tripas corazón; pero me mantuve firme y no solté prenda acerca de nuestro ejército popular, aunque me hubiesen matado.

Carta de Rainer Hartmann a monsieur Prévert, París; fechada en Antibes en mayo de 1961:

… El tiempo es excelente. Los invernáculos están llenos de flores, los rosales empiezan a florecer. En el Jardín Botánico, las hojas de las palmeras ofrecen un suave verdor, y arden decenas de velas en la capilla de la patrona del mar que está junto al faro. Yo se las he ofrendado, porque mi esposa ha dado a luz un niño. Si usted lo desea, le pondremos su nombre.

Pero con la condición de que venga a visitarnos. Hemos pensado celebrar el bautizo en Auberge. Y, al día siguiente, Félix quiere comer la mejor bouillabaise de su vida en el puerto.

Ulrica está convencida de que usted desea ver a nuestro hijo…

Telegrama de monsieur Prévert a madame y monsieur Hartmann:

Estoy en camino. Encargad al Hotel Juana que pongan en hielo una botella de Rosé Provence 53. Abrazos de vuestro viejo amigo.