Capítulo tercero

EL general Von Seylitz-Gabler comenzaba a padecer bajo las pesadas y calurosas radiaciones de la ciudad de París. Cada vez más le parecía sentirse viejo y agotado. Y las seducciones que lo rodeaban eran demasiado cuantiosas para poder evadirse de ellas.

El general se refugió en el vino tinto y fingió querer meterse de lleno en el trabajo. Pidió que le trajesen una botella de Macón y que se le presentase Melanie Neumaier, su antigua y fiel secretaria. También dijo que llevasen dos copas y un montón de expedientes a su despacho.

Contempló detenidamente a Melanie y lo hizo como un ganadero contempla su res preferida. Dijo:

—Es muy tarde, y no quisiera abrumarla con demasiado trabajo.

—¡No se preocupe, puede hacerlo! —exclamó Neumaier—. Usted sabe que siempre estoy dispuesta para servirle.

—Siendo así, revisaremos unos expedientes.

Era una imponderable colaboradora. Puntual como un reloj y fija como el amanecer. Y, ¡dispuesta a todo! Aquel día, el general sintió necesidad de probar la dimensión de buena voluntad de su secretaria, aun cuando estuviese seguro de que era ilimitada, de lo que se congratulaba inmensamente.

Se dedicaron a los expedientes, los cuales, aunque no presentaban ningún problema, era necesario revisar.

Entretanto, vaciaron pronto la botella de Macón. Con su inmutable rostro de borrego, el suboficial Lehmann llevó otra botella; sus melancólicos ojos miraban con indiferencia, pues por su larga experiencia sabía que Melanie Neumaier no era más que un utensilio de uso cotidiano para el general. No daba con la idea de que lo que sucedía a diario no era eterno. Les sirvió una tercera botella de vino y se marchó a dormir.

Mientras, acababa de empezar la noche. Von Seylitz-Gabler levantó la copa brindando por Melanie, y lo hizo con un amplio ademán como si estuviese en una reunión de casino. Bebió con manifiesto deleite; Melanie hizo lo mismo.

—¿Qué le parece si por hoy terminamos el trabajo? —preguntó el general—. Pues seguro que alguien la estará esperando.

—¡Que me espere cuanto quiera! —contestó Melanie, coquetona.

—¡Eso resulta muy halagüeño para mí, apreciada Melanie! —La ocasión era favorable y el fruto demasiado maduro. Su dormitorio estaba al lado del despacho. Se sentía seducido—. Siéntese a mi lado, Melanie. Así podremos revisar más cómodamente los expedientes.

Melanie Neumaier llevó su silla detrás de la mesa escritorio y se sentó al lado del general.

Como si tuviese necesidad de apoyarse, puso simulando impremeditación la mano en el muslo izquierdo de Melanie, que estaba sentada a la derecha de él. Levantó prudentemente la pierna para dar mayor apoyo a la mano del otro y se tomó una copa de vino, aun cuando no necesitase de aquel caldo confortador. Prácticamente, había estado esperando durante años aquel momento y sabía que, en el momento de alcanzar el objetivo, no debía perder el dominio de sí misma de un modo precipitado; por lo menos de momento.

—¿Enfadada? —inquirió Von Seylitz-Gabler, suave.

—¡No; me siento feliz! —contestó Melanie, con artificioso tono cohibido.

Después de todo, Herbert continuaba vacilando. No parecía estar decidido a dar el empuje hacia el objetivo final. La satisfacción de poder hacerlo era mayor que la necesidad. Parpadeó en la luz que la lámpara de mesa proyectaba sobre los expedientes. La estancia le parecía como un escenario en el que iba a ser representada una revista: rosa carnoso y rojo excitante. Pero cerró los párpados porque tanta claridad le causaba dolor. Primero, se limitó a sentirlo. Sin embargo, más penetrante que la suave y cálida sensación que percibía su mano derecha, fue otra impresión: oyó una fuerte y retumbante llamada.

¡Alguien llamaba a la puerta! Melanie se sobrecogió y se arregló, temblando, la falda; sus ojos, cual los de un corzo asustado, parecían salírsele del rostro, colorado como un tomate. Y, pocos segundos después, Herbert se convirtió a empellones en general.

Entró Kahlenberge:

—Espero que mi presencia no sea inoportuna. El muy perro de Lehmann, que ya está tumbado en el catre, me ha dicho: «El general está trabajando con la señorita Neumaier». Tras lo cual no he vacilado en venir, pues tengo un importante asunto que tratar con usted.

—¡En absoluto! —respondió el general.

—¡No nos importuna su presencia! —intervino Melanie Neumaier, como queriendo excusarse ante Kahlenberge.

—Déjenos unos minutos a solas, estimada señorita Neumaier —le dijo Kahlenberge, despreocupado—, supuesto que el general esté de acuerdo.

Von Seylitz-Gabler sancionó con el silencio la habitual independencia del jefe de su estado mayor. Cabizbaja y afligida, Melanie se retiró; aquello suponía tanto como darle con la puerta en las narices. ¡Y todo por Kahlenberge! Nunca le había sido simpático; mas, en aquel momento, lo odiaba.

—¿Tiene usted un importante asunto que tratar conmigo?

Kahlenberge informó sobre las secretas conversaciones que acababa de tener. Tras ellas había sido ampliada y reforzada la red de enlaces: el comandante en jefe del frente occidental, capitán general Von Kluge, seguro simpatizante; el comandante militar de Francia, general Von Stülpnagel, indiscutible participante; el comandante del ejército de reserva, general Fromm, convencido y dispuesto a tomar parte.

—Bien, muy bien; pero ¿no me lo podía haber dicho mañana temprano?

—La acción tiene que empezar cuanto antes mejor; quizá dentro de tres días, o sea, el 20 de julio, tras una indicación de la Bendlerstrasse. Ahora iban a reunir todas las fuerzas disponibles y a celebrar una reunión los grupos organizados con el comandante de las fuerzas de ocupación; de lo contrario, perderíamos el contacto. ¡El tiempo apremia! ¿Debo tomar las medidas oportunas respecto a eso?

—Naturalmente, tenemos que estar preparados para cualquier eventualidad —comentó Von Seylitz-Gabler—. ¡Para cualquier buena comprensión! Nos debemos a la patria y al ejército.

—Ciertamente. Pero mis camaradas y yo vemos una dificultad muy escabrosa en nuestra esfera. Nos referimos al general Tanz. Aunque de momento lo hayamos aislado, surgen otros problemas al respecto.

El comandante jefe respondió con firmeza:

—Usted ya conoce mi lema: ¡Ninguna decisión precipitada! Todo necesita su punto de sazón. Una preparación fundamental supone más de la mitad del éxito. El desenlace de una batalla depende, casi siempre, de cómo se haya iniciado. Tampoco soy partidario de los contactos precipitados. Somos hombres prudentes; por tanto, no debemos perder de vista la ciega y peligrosa ambición. ¡Prudencia, prudencia y más prudencia! Y, en lo relativo al general Tanz, sabe usted que lo mantendremos alejado dos o tres días. ¿Qué más quiere usted, de momento? Espero que sus preparativos no dejen que desear con respecto a detenimiento.

El cabo Rainer Hartmann estaba seguro de que iba a pasarse unos magníficos días, pues las circunstancias lo denotaban: fue rebajado de servicio, se le proporcionó un elegante vestido de paisano, un soberbio y deslumbrante Bentley de ocho cilindros, modelo 1939, procedente del botín de guerra; además, recibió una cartera de mano llena de papel moneda francés, un talonario de bonos para bencina y otros certificados especiales.

Su misión especial, dada por Kahlenberge, era la siguiente: acompañar al general Tanz en una excursión de varios días por París. Tras de haber dado aquellas instrucciones, Kahlenberge le dijo:

—Cumplirá esta misión, Hartmann; si no, estará usted con el alma fuera del cuerpo.

A Hartmann le pareció cumplir la misión más agradable que se pudiera concebir en un ejército. Y estaba muy satisfecho ante aquella perspectiva.

—Primero, preséntese al teniente coronel Sandauer —le ordenó Kahlenberge.

Hartmann cumplió la orden. Metió la ropa de paisano en una maleta y partió en el Bentley hacia Romainville, donde se encontraba provisionalmente la plana mayor de la división «Nibelungen». Allí contemplaron con admiración el vehículo. Preguntó por el jefe de la sección 1 a; lo acompañaron a dicha sección. Parecía un emisario real.

Sandauer le pidió a Hartmann la licencia para conducir, inspeccionó el Bentley, examinó la ropa de paisano, revisó los otros documentos, todo ello sin cruzar una sola palabra con Hartmann.

—Enséñeme las manos —le dijo Sandauer.

Hizo Hartmann como si tomase parte en un juego de sociedad. Sandauer quería parecer un pedagogo ante el otro.

—Procure tener el Bentley disponible —le ordenó Sandauer—. El sargento mayor Stoss, chófer del general, se encargará de inspeccionar estos preparativos. Luego recibirá más órdenes.

A poco, entró en escena el sargento mayor Stoss: un hombretón que se inclinó sobre Hartmann, y, señalando envidioso y desconfiado el imponente Bentley gris, dijo:

—Los coches se limpian de arriba abajo. Empieza de nuevo.

Y Hartmann empezó de nuevo; eran las tres de la tarde. A las cinco, aún no había terminado con la carrocería. Stoss hablaba poco; pero, si abría la boca, era sólo para censurar. Su voz sonaba ronca y ladrante; de vez en cuando, daba vueltas, cual un perro de pastor, alrededor del Bentley y censuraba. A las seis, aún no estaba satisfecho con la limpieza del cuadro. A las siete, dio por «aceptable» el interior del vehículo, tras lo cual dijo:

—Y ahora, el motor.

Hartmann brillaba como si lo hubiesen salpicado con aceite. Apretados los dientes, murmuraba accidentalmente palabras ininteligibles y odiaba al sargento mayor Stoss y a todos los sargentos del mundo. Eso parecía gustarle a Stoss; ordenó que se limpiasen las bujías, que se dejase el bloque limpio como una patena, y que se frotasen los cables de contacto con un trapo engrasado.

Cerca de las nueve, el sargento mayor Stoss parecía haber quedado satisfecho, lo cual manifestó con un gesto, y se alejó refunfuñando al tiempo que produjo un ruido bastante indecoroso a la vez que ineludible.

Poco después se presentó el teniente coronel Sandauer; sus claros ojos contemplaron al fatigado Hartmann. Dijo:

—Quítese el mono y lávese, en particular las manos; luego se presenta a mí, a fin de presentarlo al general.

Transcurrido un cuarto de hora, Hartmann se presentó a Sandauer, quien se incorporó de donde estaba sentado, abrió una puerta y le hizo una seña para que le siguiese.

No era la primera vez que el cabo Hartmann veía al general Tanz; en Varsovia había podido contemplarlo a distancia. Pero en aquel momento estaba enfrente de él y veía un anguloso y alargado rostro, cada detalle del cual parecía diseñado como en un tablero de dibujo: líneas claras y perfectas.

—El cabo Hartmann —comunicó el teniente coronel Sandauer, con voz uniforme y apática—: nombre, Rainer, talla, un metro setenta y cinco; peso, setenta y dos quilogramos. Sirve en infantería desde el comienzo de la guerra; licencia de conducir expedida en 1939. Enseñanza media. Quiere cursar Historia del Arte. Nacido en 1922, en Berlín. Su padre, fallecido, fue funcionario del Reich. Su madre reside en Berlín. No tiene hermanos. Sin antecedentes penales. Estado, soltero.

El general permanecía inmóvil en su asiento y daba la impresión de estar mirando por encima de Hartmann a un punto en el infinito. Sus ojos aparecían casi entornados. Pero deslumbraban la venera y demás condecoraciones que lucía en su pecho. Y pareció hacer un gesto de asentimiento después que el teniente coronel hubo terminado su informe.

—Acérquese, Hartmann —ordenó Sandauer.

El cabo cumplió la orden: el inmóvil rostro del general se hizo de repente más grande. Abrió su pequeña boca de trazos rectilíneos y la voz que Hartmann oyó era infinitamente clara y fría. Dijo:

—Muéstreme sus manos.

Y Hartmann las tendió diligente al general, y así las mantuvo un tiempo, transcurrido el cual las volvió poniendo la palma hacia arriba, sin que le temblasen los dedos.

—Encárguese de los trámites correspondientes, Sandauer —ordenó el general.

Con lo que se dio por terminada la vista. Hartmann pasó a la oficina de la sección 1 a. El teniente coronel sonrió, se sentó a su mesa escritorio, se quitó los lentes, y dijo:

—Ha producido usted buena impresión. El general lo acepta, lo cual puede considerarse una excepción. Pero es sólo al principio, pues depende de que salga usted airoso de su cometido, Hartmann. Siéntese; tenemos que hablar de algunas cosas.

Y Sandauer le hizo a Hartmann una serie de preguntas, que, aunque a éste le parecieron carentes de sentido o, al menos, superfluas, procuró contestar con precisión. Sandauer quiso saber dónde había transcurrido su infancia, qué estudios había cursado, cuál era su actividad preferida, qué aficiones tenía, dónde solía pasar sus vacaciones escolares, qué libros leía. Hartmann quiso enterarse del motivo de aquellas preguntas. Pero la investigadora perseverancia del preguntante no permitió ninguna digresión; formulaba las preguntas con tal precisión, que parecía estar leyéndolas en un formulario.

—No piense en si tiene sentido o no lo que le estoy preguntando —dijo Sandauer, sonriente—. De momento, usted no puede apreciarlo, Hartmann. Sólo puedo decirle que es necesario hacerlo. ¡Prosigamos!

El siguiente grupo de preguntas le pareció a Hartmann aún más paradójico que el anterior, pues Sandauer preguntó:

—¿Ha padecido usted o alguno de sus familiares alguna enfermedad infecciosa? ¿Posee usted algún que otro conocimiento de medicina? ¿Hay alguien entre sus parientes cercanos que ejerza la medicina? ¿Tiene usted algún conocido que se interese por las enfermedades o hable de las mismas con usted?

—No —contestó Hartmann—. No.

—Le ruego que no se extrañe de mi curiosidad, Hartmann. —Sandauer limpió con vehemencia los cristales de sus lentes como si limpiase platino—. Quien es destinado a prestarle servicio al general Tanz, antes tiene que ser pasado siete veces por un tamiz.

—¡Comprendido, mi teniente coronel!

Sandauer se apoyó contra el respaldo del asiento y dio un profundo suspiro. Cerró sus opacos ojos, y dijo:

—Mañana, 18 de julio, a las ocho horas, entrará usted al servicio del general Tanz. A esa hora, estará dispuesto con el Bentley ante la puerta del Hotel Excelsior en la plaza de Vendóme. El general se aloja en la habitación número 33. ¡A las ocho en punto, ni un minuto antes ni después! En este momento, se están formulando las correspondientes instrucciones, que le serán entregadas al terminar nuestra conversación. El suboficial Kopatzki, o sea el asistente número uno, le pondrá al corriente de todo; atienda las indicaciones que él le haga. Luego, tendrá que hacerle al general una detallada exposición de la visita a los más importantes monumentos parisienses; en primer lugar, de las obras de arte. ¡En ningún caso tumbas, y aún menos la de Napoleón! La consigna es terminante: esparcimiento.

—¡A la orden, mi teniente coronel! —respondió Hartmann.

Sandauer se puso los lentes y dijo:

—Entre los papeles de la cartera que usted recibirá, hay anotado un número de teléfono, del cual usted se servirá para ponerse inmediatamente en contacto conmigo, caso de que surja cualquier emergencia insoluble para su capacidad. ¡Le deseo suerte, Hartmann!

Aquella noche, Rainer Hartmann sintió necesidad de tomarse un par de copas de coñac; a tal efecto, se encaminó hacia el Mocambo-Bar, y precisamente fue allí porque estaba Raymonde, que era la delicada sonrisa, la afectuosa indulgencia y la franca solicitud. Con ella podía vivir sin tener necesidad de reducir el solícito requerimiento.

Hartmann se abrió paso entre un hormiguero de apretadas parejas. Algunos franceses le saludaron; eso le pareció como signo de distinción y le alivió su deprimido espíritu. Se acercó al mostrador, tomó la mano que Raymonde le ofrecía amablemente y la sostuvo fuerte tanto rato como le fue posible, sin decir «buenas noches» ni «¿qué tal va eso?». Y no la tuvo cogida toda la noche porque Raymonde tenía que atender a los clientes, y él había ido a tomarse un par de copas de coñac.

—¡Me siento horriblemente, Raymonde! No sé por qué, pero tengo una sensación como si me hubiera tragado una rata.

—Esa sensación se te pasará en seguida. —La sonrisa de Raymonde era significativamente alentadora—. Hay quien está esperando divertirte.

Y Raymonde indicó el ángulo interior izquierda del local; allí estaba sentado Otto-Otto, que se sonrió satisfecho como si se encontrase en un festejo popular, alzó la mano y le hizo una seña a Hartmann para que se acercase, al tiempo que con el pulgar señalaba a una mujer sentada a su lado: era Ulrica von Seylitz-Gabler; acto seguido, giró el pulgar hacia delante, gesto que denotaba primitivo placer.

Hartmann murmuró algo que, aunque ininteligible, expresaba contrariedad. Pero Raymonde le pidió que no hiciese esperar a sus amigos, y, cuando intentó objetar diciendo que no eran amigos suyos, le dijo:

—La muchacha es gentil y atractiva. Creo que cualquier hombre se alegraría de poder ir con ella.

A lo que Rainer Hartmann respondió:

—¡Me basta contigo!

—Pero no hoy, pues no me encuentro bien —dijo Raymonde, sonriéndose. Y no le preocupó en absoluto el haber dado aquella negativa. El hombre que la conociese sabía que era una mujer incomparable, de lo cual ella estaba segura.

Hartmann se dirigió a donde Otto-Otto y Ulrica estaban sentados. Aquél pronunció unas palabras de salutación, haciéndolo con voz alta por el melodioso ruido de la orquesta y moviendo los brazos.

Y Ulrica dijo:

—Me alegra que haya venido.

A Hartmann no le dio tiempo a responder; ante él apareció un hombre como una muralla: ¡Era Stoss! El sargento mayor Stoss, viejo chófer del general Tanz, estaba totalmente transformado; la gran cantidad de alcohol ingerido parecía haberlo iluminado. Y, extendidos los brazos, exclamó:

—¡Hartmann! ¡Todavía vives! Pero ¿hasta cuándo? Desde este momento te considero hombre muerto. Uno más en el montón de estiércol acorchado. ¡Abono, y nada más que abono! Útil solamente para las margaritas o para los dientes de león.

En vano intentaba Hartmann eludir aquella embestida. Por primera vez desde unos años, el sargento mayor Stoss había vuelto a saturarse de vapores de alcohol, pues, a la mañana siguiente, también desde hacía unos años, podría levantarse a la hora que quisiese. Y, aun cuando fuese sólo por dos o tres días, había logrado lo que tantos años había echado de menos; ¡el sueño invernal! ¡Poder dormir como un lirón! Y todo ello, ¡gracias a la existencia de un Hartmann, de un pobre, desprevenido y sencillo idiota!

—¡Bórrelo de la lista, honorable señorita! —recomendó Stoss, mientras se inclinaba bamboleándose, a Ulrica—. Créame: de hecho, ya no está aquí; solamente que aún no se ha enterado. Vamos a bailar. Levante la cabeza; soy fuerte como el hierro. ¡El bueno de Hartmann ya está hecho papilla! ¡Ea, a bailar se ha dicho!

Hartmann se exaltó, se puso delante de Ulrica, y, en voz baja y apremiante, dijo:

—Quiero prevenirle, mi sargento, que esta joven dama es hija del general Von Seylitz-Gabler.

—¡Excelente! —respondió Stoss, entusiasmado. Se balanceaba como el mastelerillo mayor de una embarcación en medio de una tempestad—. Ésa es la mejor broma que oigo desde hace mucho tiempo. Y, como soy muy guasón, digo: ¡Si ésa es la hija del comandante jefe, yo soy hermano del mariscal del Reich!

—Aquí, soy un particular, mi sargento —advirtió Rainer Hartmann.

—¡Tonterías! —respondió Stoss—. ¿De qué vida privada estás hablando? ¡Ya has dejado de ser un particular!

—¡Usted está borracho! —le dijo Hartmann.

—¡En efecto! —chilló el sargento mayor Stoss, y agarró una silla por el respaldo—. ¡Sí, lo estoy, aunque sigo siendo un sargento mayor y, como tal, no permito que un cabo sea molestado por un sargento mayor borracho; por consiguiente, le ordeno al cabo que se largue de aquí!

—¡No tiene derecho a hacerlo! —intervino Ulrica, soliviantada.

—¡No te metas en eso, muñequita! —exigió Stoss—. Aquí, se está ventilando un asunto de hombres; tú no comprendes de qué se trata.

Ante la presencia de la joven, Hartmann adoptó una postura enérgica:

—Mi sargento, usted no tiene derecho a…

—¡Cállate! Lárgate de aquí inmediatamente y márchate a dormir. Es una orden. Puedo asegurarte que mañana te espera un día muy difícil. Como dentro de cinco minutos no hayas desaparecido de aquí, llamaré a la patrulla y ordenaré que te detengan. ¿Estamos?

—Está bien; me iré —convino Hartmann, y se puso colorado de ira, o quizá de vergüenza, pues sabía que no podía de nuevo arriesgarse a caer en manos de la patrulla—. Me iré, pero aún hemos de volver a vernos.

—¡Esperemos que sea así! —voceó Stoss, contento—. Deseo de todo corazón que mañana a esta misma hora podamos vernos.

—¿Y yo? —preguntó Ulrica.

—Por mí, puedes quedarte —contestó Stoss, altanero.

Intentando poner a salvo su personalidad, Hartmann le dijo a la joven:

—Le pediré a Otto que la acompañe a casa. Comprenda mi situación. Tengo que marcharme; no me queda otro remedio. Tenemos que despedirnos.

—Mañana nos veremos, ¿verdad?

—No puedo asegurarlo, pero creo que sí.

Severo, el sargento mayor Stoss dijo:

—Han transcurrido ya los cinco minutos que te he dado de tiempo; por tanto, si no te marchas en seguida, llamo a la patrulla; espero que ni tú ni esa muñeca deis lugar a ello.

—No permito tales groserías en mi presencia —dijo Ulrica, resuelta.

—Conque no lo permites, ¿eh? —Stoss esbozó una risita; valoraba el carácter decidido de la joven. Luego, sin saber lo que se decía, continuó—: ¡Puedes presentar queja de mí a tu honorable padre, el supuesto general! Estoy impaciente por saber qué resultará de ello.

Informe complementario

Juicio del señor B.

Este señor es un ex sargento mayor del Servicio de contraespionaje alemán, por lo que puede ser tenido por buen conocedor de los sucesos de 1944 en la escena parisiense:

Sistemáticamente, franceses eran vigilados por franceses, y no sólo por razones lingüísticas. Y, como los alemanes se relacionaban con los franceses, a menudo surgía la necesidad de tener que vigilar a los miembros de las fuerzas de ocupación. Por otro lado, había indicios de conversaciones secretas en los puestos oficiales franceses, las cuales estaban sin duda relacionadas con el complot de los oficiales.

Vi sólo una vez a monsieur Prévert, quien ha sido nombrado constantemente en este sentido. Producía una impresión notable. A primera vista, parecía que no era de fiar; pero, tras de oírle hablar, infundía confianza a quien le escuchase.

En un oficio así, el comerciar con vidas humanas no es cosa extraña; en ello, tampoco falta la oferta y la demanda. Se comprende, pues, que Prévert dominase con maestría las reglas de juego en aquella suerte de trueques.

En aquella ocasión, se desconocía cuál era la tendencia del general Kahlenberge. Al parecer, no perteneció directamente al principal grupo de los conspiradores; más bien parece ser que tenía organizado su círculo, aunque el caso no ha quedado claro.

Pero lo importante aquí no era lo que pudiesen valer un general Kahlenberge y sus posibles seguidores, sino lo que valía Prévert. Se comprende que éste valorase más a los patriotas franceses que a un general alemán. Sólo así tienen explicación aquellos acontecimientos.

Sin duda, nunca se sabrá de fijo cuál fue el papel que interpretó el teniente coronel Grau entonces. Era considerado un especialista extraordinariamente habilidoso en cuestiones de espionaje y sabotaje. Unos creían que pertenecía al círculo del almirante Canaris; otros opinaban que era adicto a los grupos de la oposición a dicho círculo; sin embargo, puede que fuese independiente. Por otro lado, tales grupos de conspiradores verán en él un peligro, debido quizás a que nadie pudo penetrar en su persona.

Relato de un tal Jacques Dumaine, que en ninguno de estos informes, figura con su nombre verdadero; era el propietario del Mocambo-Bar en 1944. En el tiempo en que se realizó esta encuesta, tenía un restaurante en Les Sables, al norte de la Rochelle.

El comentario que a continuación insertamos contiene sólo un extracto de una conversación de tres horas:

El Mocambo-Bar estaba siempre lleno de gente, jóvenes la mayoría, que sólo querían vivir, o sea olvidar, beber y amar, sin importarles en qué idioma se hablaba ni si se llevaba uniforme o no.

… todavía recuerdo bien a Hartmann. Tenía el aspecto de un hombre que ansiase algo. Hablaba bastante mal el francés; cuando recuerdo su pronunciación, paréceme que todavía me duelen los oídos. Pero era un sujeto muy apasionado.

Puede ser que mi simpatía hacia él fuera debida a Raymonde. ¿Se daría Hartmann cuenta de lo que valía aquella muchacha?

… dirigió unas palabras a los concurrentes en mi local. Después quise ayudarle; pero no pude porque tenía que atender a los clientes, y porque, a poco, se presentó la patrulla militar en mi establecimiento…

Mas, al día siguiente, Hartmann apareció de nuevo por allí. Parecía estar hecho un dominguillo, pues se le podía golpear en la cabeza o en cualquier otra parte del cuerpo. Pudo superar aquel contratiempo.

¿Qué habrá sido de él?

Nota del ex suboficial Engel sobre el teniente coronel Grau:

A menudo estábamos juntos, y no sólo cuando íbamos a la búsqueda de espías, sino también en la vida privada. Habíamos hablado mucho, mas nunca pude saber cuál era su manera de pensar. Cuando se permitía alguna insinuación, tampoco había forma de comprender si expresaba con ello su verdadero criterio o gastaba una broma de tantas.

Muchas veces, tenía él que acudir simultáneamente a varios sitios; circunstancia que nuestro servicio llevaba en sí. Pues tanto el Servicio de Seguridad como la Gestapo intentaban con frecuencia meter las narices en nuestra esfera oficial. La mayoría de las veces, a Grau le costaba trabajo deshacerse de aquella intromisión. El Servicio de Seguridad sospechaba que Grau había dado muerte a dos de sus funcionarios.

Sin embargo, muchos empleados del ejército, del sector parisiense, perdían el color si Grau se presentaba ante ellos. Había hecho salir de la cama a muchos altos oficiales; no sin causa, por supuesto.