Capítulo primero
PROLOGO
También la muerte tiene su sonrisa
Varsovia, 1942
El cadáver yacía, entre la cama y la mesa, en medio de la habitación. Si se miraba desde la puerta, daba la impresión de que se estaba viendo un saco lleno. Aparecía encogido y tenía el rostro vuelto hacia la alfombra.
—Buena alfombra —dijo el hombre que, esparrancado, estaba en el interior de la estancia—; lástima que se haya echado a perder así.
Este hombre tenía el aspecto de un lozano y satisfecho mozalbete. Sus mejillas eran orondas y sonrosadas, y sus ojos miraban joviales y ávidos, como si contemplaran sin preocupación a un alegre compañero de infancia.
—Hace escasamente dos horas que se ha producido esta muerte —dijo el otro hombre que estaba apoyado contra el marco de la puerta—. Se lo hemos comunicado a usted sin demora…, a los efectos oportunos.
El hombre con la carialegre fisonomía de mozalbete, apellidado Engel, inclinó la cabeza. Se arrodilló. Agarró al cadáver por los pelos y miró su rostro. Vio una rigidez blanca como la cera, una boca desencajada y unos ojos desorbitados en los que estaba impreso el espanto. A pesar de esta deformación aún no se había apagado del todo la luminosa belleza de la mujer.
—Ha sido un acto de violencia —afirmó Engel.
El otro hombre, que continuaba apoyado contra el marco de la puerta y permanecía inmóvil como si fuese de piedra, pareció no oír tales palabras. Sus ojos, cual dos volcanes extinguidos, eran pardos, inaccesibles, irritantes y duros como la lava. Su cuerpo tenía el aspecto de un árido, endurecido y achaparrado anciano.
—Liesowski —dijo Engel al achaparrado viejo—, para ser un cadáver, esta cara de mujer no tiene tan mal aspecto. ¿Tengo razón o no?
—Naturalmente que la tiene —contestó Román Liesowski, comisario de la brigada criminal de Varsovia.
—Su asentimiento me irrita —respondió Engel, al tiempo que se incorporaba resollando. Había cenado muy bien con lo mejor de las sobras de la mesa de los generales; además, había tomado unas copas de aguardiente y se disponía a pasar la noche en agradable trabajo junto con una agente del contraespionaje a quien había citado para una información. Mas le habían servido de postre este cadáver—. ¿Le agrada esta mujer?
Román Liesowski, comisario de policía, movió no sin cierta tolerancia la cabeza, que más bien parecía la de una tortuga, y contestó:
—Nunca he encontrado agrado en los cadáveres, señor Engel.
—¿Ni aun en su condición de patriota polaco?
—Si mal no recuerdo, he sido siempre funcionario de la Brigada criminal. Como tal, me he encontrado con muchos cadáveres, ante los cuales mi único pensamiento era éste: ¿Quién lo ha hecho? Durante gran parte de mi vida he estado ocupado en la captura de asesinos, sin haberse producido en mí el más leve sentimiento de patriotismo por ello.
—Ésa —respondió Engel, risueño— es al parecer una de las causas de que usted viva todavía, Liesowski. Se le da la oportunidad de cumplir con su deber. Para ello, necesita usted respirar nuestro aire, ¿no? —Engel soltó una sonora carcajada y se dio unos golpes en la parte de su abrigo de piel oscura que le cubría el corazón—. Bueno; estimado amigo, ¿por qué me ha hecho venir aquí? ¿Para mostrarme sólo un bello cadáver?
—La asesinada se llama María Kupiecki.
—¿Y qué? Es un cadáver entre tantos…, sólo en esta ciudad los hay como arenas en el mar. Nuestro mundo está lleno de ellos…, pues una determinada parte de la humanidad no está lo suficiente madura para dejarse redimir. Siendo así, ¿por qué ha perturbado usted mi bien merecido reposo nocturno?
—Porque esa María Kupiecki, también llamada «Condesa Kupiecki», era de esas personas a quienes estamos obligados a proteger y ayudar. Estaba en la lista de los funcionarios a las órdenes de usted. Trabajaba para el contraespionaje alemán.
—¡Toma…! ¡Ahora oigo cantar al ruiseñor! —Engel resplandecía feliz como muchacho a quien le acaban de regalar un balón de fútbol—. Ésta es la causa de la satisfacción personal que vengo observando en usted desde el principio. Sé lo que usted piensa: ¡Otra traidora menos! Es cierto que a usted le cuadra cualquier asesino…; pero un patriota asesino lo considera más oportuno.
—Fíjese mejor en el cadáver —recomendó Liesowski, inmutable—. Esa sangre derramada nada tiene que ver con el patriotismo.
—¿Por qué? ¿Es que no sabe usted de lo que son capaces los patriotas exaltados y resueltos?
—Este caso no presenta ninguno de los indicios que comúnmente presentan los homicidios habituales. Aquí, no sólo se ha dado muerte a una persona, sino que también se ha actuado morbosamente sobre su cadáver.
Engel apartó lentamente la mirada de Román Liesowski y la detuvo en el paquete que ante él yacía en el suelo, y que unas horas antes había sido una persona. Con voz baja, como si temiese ser oído por alguien, dijo:
—Liesowski, no olvide una cosa: si intenta mezclar algo sospechoso en este asunto, usted podría ser el próximo cadáver.
Román Liesowski alzó las manos como si se entregase. Sin embargo, el ademán resultó turbio y poco convincente; además, sus ojos miraron afligidos:
—Parece que nos hemos entendido mal. Sólo hablo de una muerte brutal…; en presencia de usted no he sacado semejante consecuencia.
Durante un momento, Engel no se sintió muy feliz. Por otro lado, su sonrisa parecía casi apocada. No obstante, con tono cordial, respondió:
—Prosiga su investigación. En ello le inspeccionaré. Pondré este caso en conocimiento de mi superior, comandante Grau. Mientras viene, espero que los resultados obtenidos por usted no sean una estupidez. Hasta ahora, usted y yo venimos trabajando como es debido. Ahórreme el tener que buscarle un sustituto.
—Haré gustoso lo que buenamente pueda —respondió Liesowski, con un tono de voz como si fuese un simple corredor de comercio—, aunque, dadas las circunstancias, desgraciadamente, no puedo asegurarle que le satisfaga mi investigación y sus resultados. Tal vez fuera mejor para usted encargarse personalmente de este asunto.
—¿Por qué ha muerto esta persona? —preguntó Engel, enojado como un niño a quien se le hubiese reventado un globo—. Cuando hubiera podido proporcionar tanto placer, todavía, al menos, así me lo parece al contemplarla. Aunque siempre suele ocurrir lo mismo: a la postre, el liarse con esta clase de camareras no produce más que sinsabores.
El ambiente de la estancia era sofocante y pesado. Olía a perfume rancio, a la dulzona descomposición de la sangre vertida en la ropa, y al áspero aroma de un cigarro puro brasileño que estaba fumando Engel, sentado en una silla mientras esperaba al comandante Grau.
El comandante Grau, jefe de la sección de contraespionaje en Varsovia, se presentó poco menos de una hora después. Con descuido, llevaba echado sobre los hombros su abrigo, que crujía levemente; procuraba usar los mejores paños para su atuendo. Su aspecto tenía cierta brillantez. Dijo:
—No es necesario que se disculpe ante mí; por lo menos, anticipadamente. Si es necesario, estoy dispuesto noche y día. ¿Es necesario en este caso?
Antes de que a Engel le diese tiempo a pensar la respuesta, vio en qué medida el comandante Grau guardaba las formas: se quitó los guantes de piel de cerdo y estrechó la tendida mano que el comisario le ofrecía. En esto, dijo efusivamente unas sonoras palabras de salutación. Liesowski insinuó una reverencia.
—Primeramente, tenemos que deliberar —dijo el comandante; su rostro reflejaba una sutil, casi imperceptible ironía—. Por favor, señor comisario, despache a su gente. Considero oportuno que primero estemos solos. —Y, dirigiéndose a Engel—: Cédame su asiento, Engel, parece confortable. Por lo demás, esta habitación tiene aspecto aseado. Ya la conozco; no es la primera vez que visito esta estancia; pero sí la última, después de esto. —Charlaba como si estuviese invitado, tomando el té de la tarde. Sacó un cigarrillo de su dorada pitillera, no sin antes haberle ofrecido uno a Román Liesowski, que se lo guardó cuidadosamente en el bolsillo delantero.
Los subordinados del comisario abandonaron la estancia, según lo ordenado. Y el comandante Grau dijo, como si esperase la servicial oferta de un hombre de negocios:
—Le escucho.
Román Liesowski informó con la imprescindible objetividad: a las 23:5 horas, gritos de la gente de la casa, la cual no había reaccionado antes. A poco, llamada a la policía. Acto seguido, se personó un agente. Sobre la medianoche, llegada del juez de guardia. Notificación del caso a las autoridades alemanas, tras un minucioso reconocimiento del cadáver. Llegada del suboficial Engel. Acuerdo en lo relativo a las pesquisas. Información al comandante Grau.
—¡En esta casa hay una descomunal pestilencia!
—Es el olor de la guerra, comandante —respondió Román Liesowski, explicativo como un obrero del servicio de alcantarillado que hablase de sus experiencias profesionales—. Los alimentos de ínfima calidad, la carencia de jabón, el oscurecimiento debido al cual se mantienen herméticamente cerradas las ventanas, las ropas con el sudor de muchos meses acumulado, la sangre… Todo ello produce la pestilencia que caracteriza, al menos aquí, a nuestro tiempo.
El comandante Grau esbozó una sonrisa que parecía aprobativa y alzó sus guantes de piel de cerdo:
—De momento, estoy interesado exclusivamente por los hechos. Usted me ha informado sobre el resultado del examen; ahora quisiera saber sus conclusiones.
Grau parecía no querer prestar atención a la víctima que yacía inmóvil en la alfombra. Fijó la mirada en un cuadro que pendía del entrepaño de las dos ventanas; figuraba un noble polaco en el que parecía verse al joven Chopin: enigmática tristeza; diáfano, elegante; pero de color rojo desvaído; provocativo; una mortecina sensibilidad y un apasionado fervor al mismo tiempo.
—Se trata de un homicidio por motivos altamente significativos —dijo Engel, cuya pueril jovialidad inicial poco había variado ante la presencia del comandante—. Aquí, parece haber intervenido un amante violento. La ha tratado como un saco. Quizá lo haya provocado ella misma.
—Era impetuosa en extremo —afirmó Grau, y dirigió su mirada, rebosante de exigencia, a Liesowski—: Conocía a esa mujer. Y casi podría asegurar que no había nadie que no la conociera.
—Yo no la conocía —dijo Engel, un poco apesadumbrado.
—Precisamente tendría usted que preocuparse más intensamente por nuestros diversos colaboradores —le recomendó el comandante Grau, con extremada amabilidad. Y, digiriéndose al inspector—: ¿Ha inspeccionado usted la estancia?
—Ninguna pista —contestó Román Liesowski—. Nada que pueda delatar la menor sospecha. Ningún hurto evidente de papeles. Ni el más leve indicio de un delito por móviles patrióticos. Nada más que un homicidio; pero uno de los más atroces con que me he tropezado durante el ejercicio de mi empleo. Y eso que he visto muchos.
—Perfectamente —respondió el comandante Grau, como un hortelano que contemplase sus frutales en plena floración—. Esa María Kupiecki fue una valiosa colaboradora nuestra. Pero las causas que la han llevado a la muerte hay que buscarlas en su conducta.
—Cuando usted lo dice, será así, comandante.
—¿Lo duda? —inquirió Grau, con voz tenue, a la que acompañó de una impaciente sonrisa, que parecía expresar el deseo de que el otro dudase.
De todos los alemanes con quienes Liesowski estaba obligado a trabajar, era este comandante del servicio de contraespionaje el más singular. Su carácter no pertenecía al de los tipos que ejercían el poder: no era fríamente brutal, ni cínicamente deliberativo; no era un muñeco del Poder ni uno de aquellos que cumpliera las misiones que se le encomendaban, al modo como cumple sus funciones un taquillera de un local público.
Román Liesowski tenía todas las premisas para conocer bien a las personas. Pero Grau resultaba para él un enigma, lo nial lo conturbaba.
—¿Debo repetir otra vez mi pregunta, señor Liesowski? Quisiera saber si deduce alguna duda de mis reflexiones.
La achaparrada figura de Román Liesowski pareció achaparrarse aún más. Cual la moribunda llama de una vela, sus ojos miraban turbios como si fuesen a apagarse. Con medrosa duda, preguntó:
—¿Significa eso que usted providencialmente se propone tomar este asunto en su alta esfera? Estoy dispuesto a considerar zanjada esta cuestión en lo que a mí respecta.
—¡El comisario es incurable! —comentó Engel, haciéndole un guiño al comandante Grau y sacándose un cigarro brasileño de su bolsillo de la pechera. Los cigarros puros eran para él un atributo del aparente hombrecillo—. ¡Aquí nos encontramos con un visible patriota, mi comandante; tal vez él no lo sepa de cierto, pero es así! Estoy seguro de que pretende engañamos; pero ignoro de qué modo piensa hacerlo. Lo vengo observando desde que he llegado. ¡Hay algo que huele mal! ¿Qué puede ser? Ésta es la cuestión.
—Entre otras cosas, está su cigarro brasileño; la peste que echa es peor que la del cadáver.
Engel soltó una despreocupada carcajada. Consideró la advertencia de su superior como una graciosa broma, porque éste adoptó un semblante festivo y hasta sonriente. Grau parecía encontrar placer en estas situaciones, por las mismas causas de siempre. Continuó diciendo:
—Engel no es sólo un probado funcionario, sino también un bromista extraordinariamente persuasivo. —Le ofreció una animadora sonrisa a Liesowski—. Creo que usted sabrá comprenderlo.
—Por consiguiente, este asunto queda zanjado por mi parte —respondió el comisario, solícito—. Si usted lo desea, pondré todos los datos a su disposición. Y también el testigo que hemos podido encontrar.
—¡Conque ha encontrado un testigo! —exclamó Engel, moviendo la cabeza y dirigiéndose a su superior—. ¡Ahora me entero! No es la primera vez que vemos un esbirro muerto. Puede también tratarse de un robo con asesinato; pero es más fácil hallar este motivo que el de móviles patrióticos. Entiendo que diferentes hombres pueden tener diversidad de opiniones sobre el patriotismo. Bueno; a gente así se la desarticula y se guarda silencio al respecto; eso es lo habitual. ¿Por qué no se mantiene en esta regla del juego, Liesowski?
—No acabo de comprenderle —contestó el achaparrado comisario de policía.
—Estimado señor Liesowski —dijo Grau, en un tono como si estuviese charlando en un salón—, permítame aclararle esta situación. Primeramente, existe la siguiente afirmación: la asesinada María Kupiecki había trabajado para nosotros; además, era una persona irrefrenable. Ahora bien, se trata de saber: ¿Ha sido asesinada porque era una persona irrefrenable o porque trabajaba para nosotros? Lo primero sería un hecho criminal que al servicio de contraespionaje nada le incumbiría; lo segundo podría ser considerado como un paso de mayor o menor importancia dirigido contra dicho servicio. Y, ahora, nos viene con la inesperada oferta de presentarnos un testigo. A Engel le parece sospechoso; en cambio, yo confieso que siento curiosidad. Toda vez que lo ha propuesto, debe explicarme todo lo posible que puede haber detrás de ello.
—Mis subordinados han podido dar con un testigo; no sé lo que él pueda declarar, salvo que, al principio, estaba dispuesto a prestar declaración. Pero, en cuanto se ha dado cuenta de que iban a intervenir funcionarios alemanes, se ha negado rotundamente a decir una sola palabra. —Liesowski dirigió una mirada interrogativa a Grau en la que se reflejaba una advertencia—. ¿Quiere que haga comparecer a dicho testigo?
—Que comparezca —contestó el comandante Grau, en tono de curiosidad.
Engel puso al testigo arrimado a la pared, le levantó las manos y lo cacheó como un matarife manipula una res sacrificada, tras lo cual dijo:
—No lleva nada. Podemos estrujarle el cerebro.
El polaco dibujó una temerosa sonrisa en los labios, pues la siempre risueña fisonomía de adolescente y jocoso modo de hablar de Engel invitaba a hacerlo.
—Empiece a formular las preguntas que crea convenientes, señor Liesowski, por favor —dijo el comandante, en un tono como si estuviese pensando en una partida de bridge—. Engel le ayudará, si es necesario.
Liesowski asintió moviendo la cabeza. Miró las manos del comandante: las tenía descansando una en la otra, postura que les infundía cierto aspecto piadoso. Y Engel daba ruidosas chupadas a su cigarro puro.
—¿Ha sido usted quien ha avisado a la policía? —quiso saber el comisario, en primer lugar.
—Sí —contestó el polaco, circunspecto.
—¿Ha descubierto usted el cadáver?
—Sí —contestó el testigo.
Sus ojos reflejaban miedo.
—Es muy monótono este mozalbete —advirtió Engel.
—Tenemos tiempo, mucho tiempo —respondió el comandante, amable—. Y también paciencia, suponiendo que valga la pena. Y ¿por qué no ha de valerla?
El interrogatorio previo dio el siguiente resultado: el testigo, llamado Henryk Wionczek, mientras estaba en el común del segundo piso, creyó haber oído un grito en el tercero, aproximadamente allí donde vivía María Kupiecki. Esta sospecha le apremió aún más. Pues ¡en fin de cuentas, dicha inquilina era una mujer extraordinaria! Y mientras permanecía sentado allí…
—Ese cagadero —informó Engel— se encuentra inmediato a la escalera; si uno está sentado en él, puede observar con bastante comodidad por el ojo de la cerradura, bien grande por cierto. ¿No es cierto, Liesowski?
—Loes.
El comandante Grau se irguió, lento y expectativo. La tela de seda de la pechera de su uniforme se le puso tirante, lo cual indicaba que respiraba profundamente. Y, un poco impaciente, dijo:
—¡Pregúntele qué ha visto por el ojo de la cerradura!
Román Liesowski formuló la pregunta. Henryk Wionczek se encogió en una medida apenas perceptible. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin contestar. Alzó la cabeza y fijó la mirada en las anchas grietas del techo. Luego dijo tragando saliva:
—Nada, absolutamente nada. En todo caso, nada de particular. Y la luz del pasillo era escasa. Realmente, no he visto nada. ¿Puedo marcharme?
Liesowski cerró un momento los ojos. El comandante Grau parpadeó como si contemplase inesperadamente un extraordinario e interesante lienzo; era un entendido en materia de arte. Engel soltó una sonora carcajada, cual si hubiese visto a un rapazuelo caerse de un árbol, y, el muy papanatas, estuviese tendido con cara de tonto en el suelo.
—Me parece que al andoba le voy a soltar unas bofetadas —dijo Engel—. Nos está tomando por idiotas. ¡Y eso no me gusta!
—Creo que necesito un pequeño descanso —dijo el comandante; se incorporó y se estiró cuidadosamente las pocas arrugas de su uniforme—. Mientras tanto, Engel se las entenderá con nuestro testigo. ¿Verdad que no nos mostraremos estrechos de miras, Engel? Lleve a cabo sus experimentos. ¿Puedo pedirle que me acompañe, señor Liesowski?
Grau salió al pasillo seguido del comisario de la brigada criminal Liesowski. El pasillo era largo, angosto y alto, y sus verdeclaras paredes tenían descascarillada la capa de pintura. Algunos agentes polacos estaban en la penumbra, como si fuesen centinelas de piedra. No se veía ninguna persona civil.
Grau miró el preocupado rostro de Liesowski, y, con una fugaz sonrisa, dijo:
—¡No ponga esa cara de preocupado, hombre! ¿O no sabe que entre el Servicio de Seguridad o la Gestapo y nosotros existe una determinada diferencia, a la que damos importancia? El festivo modo de hablar de Engel es más bien agradable, diría yo.
Y se dirigió al común, se sentó y se puso a mirar por el ojo de la cerradura; en esta posición podía ver a quien se encontrase en el pasillo. También oyó con bastante claridad el festivo vocabulario que salía de la habitación en que había vivido María. Allí, parecía que Engel estaba practicando uno de sus experimentados procedimientos para vigorizar la memoria. ¡Actuaba como un chalán en día de feria! Llevaba a cabo su experimento: vituallas para una rápida declaración.
—Volvamos a la habitación —le dijo el comandante Grau a Liesowski, al tiempo que consultaba su reloj. No habían pasado más de diez minutos; según la experiencia, ese tiempo le bastaba a Engel para obtener los primeros resultados.
Al entrar, lo encontraron en medio de la habitación. Enfrente, y un poco separado de donde yacía María Kupiecki, estaba el testigo, que obedecía dócilmente.
—He persuadido un poco a nuestro cagón —les dijo Engel. Dio una palmada, y continuó—: ¿Cómo estás, pajarillo? ¡Empieza a cantar! ¿Qué has visto?
Henryk Wionczek, el testigo, estaba desconcertado. Román Liesowski, el comisario, se apoyó contra la pared como si en ella buscase sostén. Grau, el comandante, estaba sentado y mantenía erguido el cuerpo.
El testigo dijo:
—Por consiguiente, estaba yo sentado allí y oí los gritos. Al principio, creí que la bella María estaría otra vez bebida como solía hacer. Cuando se emborrachaba, armaba un escándalo. Luego me pareció que aquellos gritos eran de miedo. A poco, dejó de gritar.
—Continúa —le dijo Engel—. ¡Estabas mirando por el ojo de la cerradura, por supuesto!
—¡Sí; al oír pasos que venían del tercer piso!
—¿Qué viste?
—Seguro que sería una confusión mía —contestó el interrogado atragantándosele la voz.
—Y ¿por qué no? —exclamó Engel, afable—. ¡Eres hombre como los demás, también puedes equivocarte! Lo importante es que nos digas todo lo que te pareció ver, aunque sea erróneo.
—No tiene usted por qué temer —le dijo Liesowski al interrogado.
El testigo continuó a borbollones:
—Vi un hombre. Llevaba uniforme…, un uniforme como llevan los alemanes, gris o verde…; en la débil luz del pasillo, no he podido distinguir bien el color.
—¡Sabe darle colorido al asunto! —chilló Engel—. A lo mejor, se refiere a un soldado y acaba describiéndonos un oficial alemán.
—¡Le ruego que no le interrumpa! —dijo el comandante Grau—. No haga afirmaciones sugeridoras. Déjele que hable.
—¡Es posible que haya sido un oficial el que bajaba por la escalera! —El testigo Henryk Wionczek borbollaba ahora como el caño de un grifo acabado de abrir—. Al menos, así me pareció en aquel momento. Puede que me haya confundido. Pues tenía descompuesto el cuerpo; no me encontraba bien; por eso, estaba sentado en el común. Comoquiera que sea, he visto también algo…, así como un ancho ribete rojo a lo largo de las costuras de los pantalones; de abajo arriba…, ancho y rojo. Y también algo que parecía dorado en las solapas.
—¡Rayos y centellas! —exclamó Engel—. ¿Es posible? ¡Sin más ni más, acabará pintándonos un general! Estoy por retirar mis suaves procedimientos y, en lugar de eso…
—Olvide cuanto antes tales procedimientos, Engel —le interrumpió el comandante Grau, en tono severo—. El testigo debe repetir una vez más la descripción que acaba de hacernos.
—¡Seguro que se trata de un error! —Román Liesowski estaba desquiciado—. Ese aparente color rojo podía haber sido sangre; manchas de sangre.
—Posiblemente —respondió el comandante, embebido—, si bien no queda descartada la posibilidad de que esta descripción concuerde con la de un general.
Casi desvalido, Engel pasó la mirada por los rostros de los circunstantes, y no encontró ninguno que comprendiese su desconcierto.
—Eso es totalmente absurdo.
—También yo soy de la misma opinión —respondió Liesowski, con firmeza conciliadora.
El comandante se levantó de donde estaba sentado. Su sugestivo rostro de aficionado a las carreras de caballos reflejaba un singular destello de gozo. Prudente, dijo:
—¿Qué nos impide tomar en serio las declaraciones del testigo? Me inclino a creer, al menos, en la subjetiva sinceridad de este hombre. Quizás esté confundido; pero ¿por qué no ha de ser verdad lo que dice? Ciertamente, su declaración es insólita: por esa razón, es insólitamente interesante. De ello sacaremos las consecuencias debidas y lo haremos tan escrupulosa y despiadadamente como proceda, como nos lo exige nuestro sentido del deber. ¿Está usted de acuerdo conmigo, Engel?
—¡Sí, mi comandante! No hay nada imposible en este oficio.
El comisario de la brigada criminal, Román Liesowski, como si retirase una promesa, dijo:
—Estoy por creer sólo a medias las declaraciones del testigo.
Grau dejó plantado a Engel, cogió a Liesowski, se fue con él a un lado, puso la mano en el hombro de éste, como si se apoyase en él, y le dijo:
—Pienso proceder del siguiente modo: usted, estimado Liesowski, se encargará de determinar con exactitud cada detalle de esta declaración. Actúe sin contemplaciones. Acepte ilimitadamente toda la verdad que haya en ello, aun cuando resulte amarga. ¡Acepte también que estoy decidido a todo! Opere movido por el sentido de justicia, sin exclusión alguna. ¡Así sea un general quien tenga que morder el polvo!
Informe complementario
Primeros datos documentales
Extracto de conversaciones relacionadas con los primeros sucesos acontecidos, en 1942, en Varsovia.
Estas conversaciones tuvieron efecto dieciocho años después, y fueron grabadas en cinta magnetofónica. He aquí la primera parte:
Lugar: Colonia.
Interlocutor: El ex suboficial Engel, llamado Gottfried y empleado en una empresa de transportes de dicha ciudad.
Lo dicho por Engel está compendiado, sin preguntas intermedias:
Usted quiere saber si conocí a un tal Román Liesowski, ¿no es así? Pues bien, de nuestros antecesores habíamos recibido a ese Liesowski, a quien llamábamos la «Tortuga» y también el «Gnomo». Me parece que lo pusieron a nuestro servicio porque era uno de los altos funcionarios de la brigada criminal de Varsovia que mejor hablaba el alemán. Esto es cuanto sé de él.
En lo relativo al cadáver de una tal María Kupiecki, conservo una idea confusa, y le diré que era uno de tantos. Un crimen común, cometido en una poco presentable casa de inquilinos, apartada de la calle principal; el edificio tenía tres pisos. Sucedió después de medianoche. Y yo estaba muy fatigado por el trabajo.
Si mal no recuerdo, esa María era una ramera de lo más bajo. Es muy posible que trabajase para nosotros. Pero, claro está, no como ramera, sino que venía a ser una especie de buzón para nuestros agentes secretos. Comoquiera que sea, murió asesinada, y no se encontró ninguna huella que indicase que el crimen había sido cometido por algún móvil político.
Desconozco los ulteriores resultados de dicho caso, pues el comandante Grau se quedó con todos los datos de las pesquisas.
Esto es lo que dijo Gottfried sobre este punto. En otra visita posterior, habló de otras cosas, que veremos más adelante.
Parte segunda de la grabación, tomada también dieciocho años más tarde:
Lugar: Varsovia.
Interlocutor: Román Liesowski, que fue comisario de la brigada criminal de Varsovia y continúa siéndolo. Luego habitó en uno de los nuevos grupos de viviendas del interior de la ciudad: Bloque 1/C-2/A.
Lo dicho por Román Liesowski está asimismo compendiado y sin preguntas intermedias:
La noche era oscura. Me dirigí en automóvil hacia el lugar del suceso y empecé las oportunas investigaciones. No fue difícil identificar el cadáver, porque el nombre de María Kupiecki no me era desconocido; de ahí que pidiese un informe a la presidencia. El expediente recibido de dicho organismo rezaba que la Kupiecki, como me suponía, estaba en las listas del contraespionaje alemán; por lo tanto, era necesario tomar en consideración el asunto, razón por la que lo puse en conocimiento de los correspondientes funcionarios alemanes.
El cadáver estaba cruelmente apuñalado; presentaba tres heridas mortales de necesidad.
Resultado: muerte por un arrebato de obsesiva pasión. Nada indicaba que la tal Kupiecki hubiera sido asesinada por uno de nuestros patriotas. Y aun cuando hubiese sido así, no hubiera vacilado un momento en quitar de en medio a aquel malhechor, porque era peligroso como una fiera salvaje.
Tampoco vacilé en hacer que el comandante Grau interviniera en el asunto, lo cual no resultó una denodada o arriesgada empresa. Esta determinación fue más por cuestión de cálculo o de instinto que por otra cosa. Grau era algo así como un individualista, un hombre que nada tenía que ver con los otros.
Y Grau reaccionó rápidamente y en la medida que yo esperaba. Tomó con seriedad las declaraciones testificales que le ofrecí y pareció dispuesto a tomar cartas en el asunto; aún más: le pareció muy oportuno el material que recibió de mí. Tomó el asunto en sus manos.
No obstante, fui investigando por mi cuenta aquel caso, en cierta medida, por supuesto. En aquella ocasión, siete generales alemanes se encontraban en Varsovia. ¿Le parecen muchos? El ejército alemán disponía de unos miles de generales; por lo menos de unos cuatro mil. Muchos de ellos estaban en la campaña rusa; otra parte considerable ejercía cargos y organizaba tropas en los Balcanes, en Escandinavia o en la llamada retaguardia; unos cientos estaban en el frente occidental. Como hemos dicho, entonces había siete generales en Varsovia: uno, en el arrabal Praga; tres, que estaban de paso, en el hotel Metropol, y otros tres se alojaban en el palacio de Liechnowski.
El que estaba en el arrabal Praga pasaba las veladas y parte de la noche con sus tropas, es decir, con las auxiliares de transmisiones. De los tres que se alojaban en el hotel Metropol, uno dormía solo, el otro frecuentaba el local nocturno «Mazurka», acompañado de sus ayudantes, y el tercero pasaba las veladas en el bar del hotel. Concretamente: sobre ninguno de los cuatro podía recaer sospecha alguna.
Me resultaba imposible hacer cualquier pesquisa sobre los tres que se alojaban en el palacio de Liechnowski, pues aquella morada era como una especie de fortaleza herméticamente cerrada y muy bien surtida, desde las bodegas hasta las buhardillas de las camareras. Ochenta o más personas vivían en aquel palacio: oficiales de estado mayor, ayudantes, escribientes, radiotelegrafistas, personal auxiliar femenino y diversos visitantes. Y los tres generales:
1) General de infantería Von Seylitz-Gabler, comandante de cuerpo de ejército.
2) Teniente general Tanz, comandante de la división especial «Nibelungen».
3) Mayor general Kahlenberge, jefe de estado mayor del cuerpo de ejército.
¿Le basta con esta selección?