Capítulo séptimo

Crónica de un día:

París, 20 de julio de 1944

A las 1:15 horas

Homicidio en una casa de la calle de Londres.

Después de las pesquisas realizadas más tarde, se confirmó que dicho crimen había sido cometido entre medianoche y las tres de la madrugada.

A la misma hora, el general Kahlenberge reanudaba el intento de atraer a su comandante general a la causa del atentado contra Hitler y sus compinches; lo consiguió, pero con un dudoso resultado.

Guillermina von Seylitz-Gabler vigilaba a su hija Ulrica. Monsieur Prévert y el teniente coronel Grau se habían puesto de acuerdo; tanto, que hablaban de vino tinto, de caballos y de mujeres. El teniente coronel Sandauer, 1 a de la división «Nibelungen», estaba completando sus planes de organización. Otto-Otto intentaba vanamente seducir a la señorita Melanie Neumaier, secretaria del comandante jefe. El sargento mayor Stoss, chófer del general Tanz, asediaba a Raymonde en el mismo sentido en el Mocambo-Bar, y acabó encontrándose en una botella de pippermint.

A aquella hora, los aliados conseguían abrir brechas en el frente de invasión (un mes más tarde, París dejaría de estar en manos de los alemanes). En el frente oriental, los ejércitos rusos avanzaban hacia las fronteras del Reich. En la habitación del coronel Stauffenberg, en Berlín, había una cartera con una granada de mano. Hitler intentaba conciliar el sueño. La insaciable guerra se tragaba miles de soldados y gente de la población civil. Al mismo tiempo, eran engendradas miles de nuevas vidas.

El suboficial Engel, de la sección de contraespionaje, dio por terminado su interrogatorio nocturno, y dijo: «¿Por qué tiene el hombre tanto apego a la vida? ¡Porque la desconoce!».

A las 2:21 horas

El cabo Hartmann abandonó la casa de la calle de Londres. Estuvo unos minutos como perdido en la oscuridad de la noche. Luego subió al Bentley y se dirigió hacia los Campos Elíseos; evitó pasar por las calles principales. Se detuvo en la plaza de la Concordia, donde abandonó el vehículo.

Se encaminó hacia la calle donde estaba el Mocambo-Bar, se detuvo en un portal de la acera de enfrente y esperó. Consultó su reloj; si todo iba bien, no necesitaría esperar mucho. Encendió un cigarrillo, cuya lumbre ocultó entre las manos, puestas a modo de cazoleta. Sentía escalofríos.

Empezó a contar las casas, los árboles de la calle y las ventanas de las fachadas de los edificios. Acumulaba cifras en su cerebro, pero se le olvidaban al momento. Lo intentaba de nuevo con el fin de no pensar en lo sucedido.

Poco después de las tres de la madrugada, como era de esperar, los últimos concurrentes del Mocambo-Bar terminaban el baile y abandonaban el establecimiento. Unos desaparecían como sombras; otros parecían querer entablar importantes discusiones, uno se puso a cantar. Pero todos ellos se perdieron al fin en la oscuridad de la noche.

Sólo quedó un sujeto corpulento en mitad de la calle; se tambaleaba levemente, pero se mantenía firme en su sitio. El sujeto en cuestión era el sargento mayor Stoss, y hacía lo mismo que Hartmann: esperar a que saliese Raymonde.

La muchacha, entregada la cuenta, apareció un cuarto de hora después, y se dispuso a ir a su casa. Stoss salió a su encentro y le habló de modo que se asemejaba a los arrullos de un palomar lleno de palomas.

Luego le ofreció cien marcos; trescientos; cinco latas de conserva y cien marcos; tres latas de conserva y doscientos marcos; siete latas de conserva y…

Raymonde le dio tal empujón a Stoss en el pecho, que le hizo perder el equilibrio y dar con sus asentaderas en el adoquinado. Stoss empezó a denostarla y a soltar obscenidades, entre cuyas expresiones la más suave fue: «Asquerosa furcia francesa».

Raymonde salió apresurada. Hartmann corrió de puntillas a lo largo de las fachadas, y le dio alcance a unos trescientos metros.

La muchacha se dejó caer en los brazos de él.

—¿Puedo ir a tu casa? —le preguntó Hartmann.

—Naturalmente.

—¿Y puedo quedarme contigo?

Esperanzada, Raymonde preguntó:

—¿Toda la noche?

—Posiblemente más tiempo.

—¡Ven! —respondió Raymonde, feliz, y se marchó con él.

Desde las 3 hasta las 7 horas

Es posible que la Muerte sea el más grande igualador; en todo caso, no lo es el sueño. Si existe el sueño de los justos, es lógico que exista el de los injustos. Pero existen también otros diferentes.

Guillermina von Seylitz-Gabler dormía el sueño de los perros guardianes, pues vigilaba a su hija Ulrica. Ésta sentía inquietud, ya fuese culpable de ello su conciencia, ya su bullente sangre, ya las mantas con que se arropaba.

El general Von Seylitz-Gabler sudaba copiosamente y se le salía la saliva por las comisuras de los labios. Kahlenberge se rebullía desazonadamente debajo de su manta. Grau dormía encogido como un gusano. Prévert, fatigado, parpadeaba en la oscuridad. El general Tanz estaba tendido, como Napoleón o como Lenin en sus respectivas tumbas, y mantenía una congelada sonrisa en su rostro.

Hartmann estaba abrazado a Raymonde. Y ésta interpretaba aquella vehemente demanda de protección como un apasionado fervor.

La noche era bochornosa en extremo, y el cielo ofrecía una brillantez cristalina. Ello anunciaba un día caluroso.

A las 7:03 horas

El general Tanz estaba despierto. Parecía como si tuviese un reloj en el interior de su cuerpo. Se levantó. Su cerebro estaba despejado, su rostro aparecía terso, sus movimientos podían considerarse desenvueltos y elegantes. Hizo unos ejercicios de gimnasia libre y contempló, a través de la ventana, la resplandeciente y magnífica mañana. Luego telefoneó al conserje:

—¿Dónde está Hartmann, mi acompañante?

El conserje le contestó que no se le había encontrado en su habitación, al ir a despertarlo a la hora convenida; su cama estaba sin usar, y no se sabía dónde se encontraba.

—¿Está el coche, un Bentley, ante la puerta del hotel? ¿O en el garaje? ¿O en la plaza de Vendóme? ¿O en cualquier calle adyacente?

Transcurrida media hora, el conserje le comunicó que el citado Bentley no se encontraba en los lugares antes mencionados ni en los alrededores del hotel.

Tras esto, siguió una prolongada conversación telefónica con Sandauer. Tanz le comunicó que Hartmann y el correspondiente Bentley habían desaparecido, noticia que dejó suspenso a Sandauer. La palabra «desertor» aún no había sido pronunciada; pero sí quedó escrita en la libreta de apuntes que Sandauer tenía delante de la mesa escritorio.

Tanz concluyó diciendo:

—Lo que pueda haber detrás de todo eso, lo confío a las pesquisas que usted lleve a cabo, Sandauer. Por lo demás, me siento excelentemente. Interrumpiré mi permiso para dedicarme intensamente a mi división. Envíeme mi coche. Me satisface poder reunirme con mis tropas.

A las 8:19 horas

Un hombre llamado Jean Marceau se personó en la casa de la calle de Londres. El hombre en cuestión era amigo de la inquilina del tercer piso, y había ido allí para cobrar su habitual cinco por ciento; sus mujeres eran bien elegidas. Tenía aspecto de corredor de comercio, serio y acomodado.

Tras de contemplar aquel horripilante charco de sangre, Jean se descompuso y quiso retirarse. Pero, como la portera del inmueble le había visto subir la escalera, no le quedaba otra salida que afrontar las consecuencias, y así, decidió comunicar el hecho a la policía.

Transcurrida escasamente una hora, se presentó Paul Víctor Magron, inspector de la Sureté, acompañado de unos agentes. A Magron le bastó una sola mirada para comprender la ocupación de Marceau. Inspeccionó circunstanciadamente el cadáver, y descubrió en seguida un papel en uno de los cajones de la mesa de noche.

Dicho papel, al parecer una hoja de ruta, estaba escrito en alemán.

Magron se guardó satisfecho el documento, pues, tras las habituales pesquisas rutinarias, podía comunicar el caso a monsieur Prévert, enlace entre las autoridades francesas y alemanas. Con ello, el hecho quedaba en manos seguras.

A las 9:02 horas

Kahlenberge visitó al general Von Seylitz-Gabler.

—Se trata de una historia que por su naturaleza puede acarrear consecuencias muy desagradables —dijo Kahlenberge—. Parece ser que ese Hartmann se ha encenagado en algún sitio. Esta mañana no se ha presentado para atender a Tanz, quien parece ser que se dispone a aprovechar esta circunstancia. Ha cancelado su permiso para incorporarse a su división.

—¡Me lo figuraba! —chilló Von Seylitz-Gabler—. Usted debe de recordar que mi esposa hizo una advertencia en este sentido. También yo desconfié de ese Hartmann. Ahora lo vemos. Usted fue quien arregló este asunto, Kahlenberge.

—¡Pero con su consentimiento, general!

—En efecto; pero lo hice para no poner en duda su excelente modo de sentir, Kahlenberge. Admitir que sus proposiciones son siempre acertadas. Pero esta vez no parece ser así.

—Propongo que se persiga a Hartmann, y se haga oficialmente —dijo Kahlenberge, evidentemente ofendido.

—Haga lo que crea conveniente —respondió Von Seylitz-Gabler, con desazón—. Pero no olvide que será por un fallo de usted si Tanz entra en acción y lo hace de modo que resulte más que desagradable para nosotros. ¡Mi idea ha sido buena! El aislar al general Tanz mediante un permiso ha sido una salida normal dentro del plan de organización de nuestro cuerpo de ejército. Pero ahora quedamos al descubierto; ahora, nos creará problemas mientras no le entreguemos nuestras últimas reservas de hombres. Y todo porque usted, Kahlenberge, ha cometido un evidente error en su elección. ¿Adónde nos va a conducir eso?

A las 9:59 horas

En la comandancia de la división «Nibelungen», estaba reunido el mando.

El general Tanz pensó hacer un análisis de la situación; el primero después de dos días de permiso.

Los comandantes se quedaron rígidos como figuras de madera cuando Tanz entró en su prosaico despacho: paredes blancas, madera de color castaño, sin ningún otro color que el azul y el rojo de los mapas de estado mayor.

El general Tanz se encontraba en una fase de dominante iniciativa. Su rostro denotaba exultante júbilo; sus ojos relucían cual afiladas puntas de cuchillo, heridas por los rayos del sol, y su voz sonaba y llenaba la estancia como la tesitura media de un órgano.

—El mando del cuerpo de ejército nos ha concedido tres semanas para reorganizar nuestra división. Mi jefe de la sección 1 a pidió que se acortase el plazo a dos. Yo propuse que debíamos reorganizarnos en diez días. Pero ahora emplearemos menos tiempo que el plazo propuesto por mí. Esta misma tarde revisaré la preparación combativa de las primeras unidades. Por lo tanto, les prevengo que hagan todos los preparativos necesarios —les comunicó Tanz a los reunidos.

A las 10:10 horas

En la mesa escritorio del coronel Finckh sonó el teléfono. La mesa escritorio en cuestión estaba en el despacho de un edificio de la calle de Surene, donde se encontraba el mando del intendente mayor del ejército del frente occidental; y el coronel Finckh era el jefe de estado mayor.

Al coger el auricular, le habló, desde Berlín, Zossen, oficial del intendente general Wagner. Y aquella desconocida voz pronunció una sola palabra: «Übung».

Era la tercera vez que el coronel oía aquella palabra en el curso de catorce días; la primera, había sido el 6 de julio; la segunda, el 11.

Sabía el significado de aquella expresión, pues Finckh pertenecía al estrecho círculo de los adeptos.

Sabía que su amigo el mutilado coronel Stauffenberg, tuerto y manco, había salido en avión para la Prusia oriental, donde se encontraba el cuartel general del Führer, llamado también «guarida del lobo».

Parecía aproximarse el fin de Hitler.

A las 11:15 horas

Comienzan las cotidianas entrevistas en el despacho de monsieur Prévert en la Sureté. Están reunidos el inspector de la policía secreta, un oficial de la policía de seguridad, un comisario de la brigada criminal y dos funcionarios con encargos especiales. Objeto de la reunión: resumen de la situación general, considerando aquellos detalles de la misma que pudieran tener cierto interés para el trabajo conjunto franco-alemán.

Por descontado que en aquel círculo nadie esperaba sorprendentes o curiosos detalles, salvo rara vez. Allí, se estaba acostumbrado a casos de vulgaridad, aberración, actos de violencia, cadáveres. Nada inhumano les resultaba por demás extraño.

—Ha habido un homicidio en la calle de Londres —informó el comisario de servicio de la brigada criminal—. La inspección ha sido realizada por el funcionario Magron. La víctima es una mujer, que aparenta tener unos treinta años. Parece tratarse de una prostituta. Los primeros resultados indican posible homicidio por móviles sexuales. Se han hallado distintas huellas dactilares.

—¿Hay alguna particularidad más? —inquirió Prévert mecánicamente.

—Se ha encontrado una especie de pase escrito en alemán, una hoja de ruta especial con el nombre de un conductor, las características del vehículo, y una indescifrable firma con el cuño de la unidad correspondiente.

Prévert dijo:

—Quisiera ver ese papel.

Se lo entregaron. A Prévert no le pareció nada extraordinario, hasta que llegó a un detalle: la firma, que rezaba: El jefe de estado mayor teniente general Kahlenberge.

A las 11:47 horas

El cabo Rainer Hartmann contemplaba tendido en la cama el oblicuo techo que gravitaba sobre él; las estampas allí pegadas eran recortes de revistas que figuraban bosques y prados, flores y animales; pero no figuras humanas en piedra o madera.

—¿Qué te sucede? —inquirió Raymonde, con voz suave—. Te encuentro cambiado. —Se incorporó, y volvió a insistir—. ¿Te ocurre algo?

—Soy lo que se llama un desertor —contestó él.

—¡Me tiene sin cuidado!

—¿Es que no te inquieta?

—¡Quita allá! —contestó Raymonde, contundente—. Lo importante es que estás conmigo; lo demás no me importa en absoluto.

—¿Puedo quedarme contigo?

—¡Todo el tiempo que quieras! Como si quieres vivir aquí toda la vida.

Hartmann se mantenía en la postura en que se encontraba, y rehuía la mirada levemente preocupada de la muchacha. Dijo:

—Me buscarán.

—¡Pero no te encontrarán!

—¿Y los otros inquilinos de la casa?

—¿Qué puede importarles a los demás con quien yo pueda vivir? Nadie meterá las narices. Si un hombre y una mujer están permanentemente juntos, es como si formasen una familia; al menos, es el principio de ello. Eso lo comprende cualquiera.

—¡Tengo que ocultarme, Raymonde!

—¡Es lo que pienso hacer! —afirmó Raymonde, sonriente—. No deseo exhibirte ante los inquilinos, porque más de la mitad son mujeres. Al fin, quiero que seas enteramente para mí lo más prolongadamente posible.

A las 12:30 horas

El general Von Seylitz-Gabler sintió un apremiante deseo de visitar a su esposa en el Hotel Excelsior. Encontró a Guillermina y a su hija Ulrica en el salón. La mirada de las dos mujeres le pareció recriminadora.

—¡Cómo ha podido suceder cosa semejante! —exclamó Guillermina, acusadora—. El general Tanz ha abandonado el hotel, y sin despedirse de nosotros siquiera. ¿Es que ha recibido nueva orden del mando? Y, caso de ser así, ¿por qué no me lo has dicho a su debido tiempo? No es que pretenda inmiscuirme en tus asuntos oficiales; pero deseaba tener una conversación íntima, para aclarar algunas cosas, con el señor Tanz. Pero ahora me parece haber desaprovechado un momento oportuno para hacerlo.

—La causa ha sido un conjunto de circunstancias desafortunadas —respondió Von Seylitz-Gabler.

—¿Ocasionadas por ti, Herbert?

Herbert negó categóricamente:

—¡Ese monstruoso Hartmann! Ha desaparecido. Seguramente ha desertado. Por eso el general Tanz se ha quedado sin acompañante, y en tal circunstancia, ha decidido cancelar su permiso.

—Conque Hartmann es un desertor, ¿eh? —exclamó Guillermina, contemplando lisa y llanamente con aire triunfador a su hija, que iba palideciendo—. ¿Te das cuenta de con quién has trabado relaciones? ¡Con un hombre totalmente indigno! ¡Con un desertor!

—¡Si es así, nadie más que vosotros tiene la culpa! —respondió Ulrica, que no era menos belicosa que su madre—. Vosotros lo habéis metido en un cerco sin salida. Pero no pienso continuar siendo un impasible espectador por mucho tiempo. No soy ningún perro faldero al que se le puede mandar a discreción. ¡Aún no he decidido lo que voy a hacer; pero haré algo!

A las 13:25 horas

Prévert y Grau abandonaron sus respectivos puestos de trabajo, anduvieron la mitad del camino, por decirlo así, y se encontraron en el restaurante Realis Bisson, en el Quai. El pretexto para aquel encuentro era una langosta y una botella de Chablis. Y Grau no desperdiciaba ninguna ocasión para aprovecharse de los vastos conocimientos de Prévert en cuestiones de culinaria y despensa, y aun de otros conocimientos.

Mientras los dos saboreaban lo que les habían servido, monsieur Prévert preguntó:

—¿Siente usted interés por los homicidios, señor Grau?

—Sólo cuando se trata de casos insólitos.

—En nuestra gacetilla diaria que, como de costumbre, le enviaremos esta tarde, encontrará usted un informe sobre un caso poco frecuente. Y no sólo le pido que dedique su atención a esta circunstancia, sino que sería aconsejable se interesase por dicho caso, antes de que pase a manos de la Gestapo o del Servicio de Seguridad. Los datos de que dispongo podrían ocasionar preguntas desagradables a uno de nuestros amigos indirectos; me refiero a Kahlenberge.

Grau interrumpió su intensa actividad gastronómica y miró fijamente:

—¿El general Kahlenberge?

—Cerca del cadáver se ha encontrado una hoja de ruta a nombre de un cabo llamado Hartmann, firmada por el teniente general Kahlenberge. Es un caso poco frecuente, ¿no es cierto? Se comete un homicidio, y encima dejan la tarjeta de visita.

Grau se incorporó:

—¿No se trata de un crimen por motivos sexuales?

Ahora fue monsieur Prévert quien suspendió su activa ocupación en la langosta que tenía en el plato. Su sorpresa no era ficticia:

—En efecto. ¿Por qué quiere usted saber eso?

—Se trata de una mujer —contestó Grau, exaltado— que ha sido muerta a puñaladas.

—Así dice el informe. ¿Cómo ha podido leerlo?

—No he leído el informe, ni siquiera lo he visto —contestó Grau, en tono inflexible—; pero conozco esa clase de cadáveres.

—¿De dónde?

—Luego se lo explicaré, monsieur Prévert —contestó Grau, y retiró el plato con los restos de langosta; tenía el aspecto de un gladiador que ve acercarse a su enemigo a través de una espesa niebla—. De momento, sólo le diré que este caso es sumamente importante. El sujeto que ha cometido ese homicidio, ya se me escapó una vez de las manos. Pero de ésta sí que no escapa. ¡Es una verdadera suerte que esté usted, monsieur Prévert! Me prestará usted su importante y valiosa ayuda.

—Con mucho gusto —respondió Prévert, complaciente y curioso a un tiempo—. Si usted lo desea, pondré uno de mis mejores hombres a su servicio.

—¡El mejor de todos! —exclamó Grau, con la impertérrita decisión de un luchador que quiere ver a su contrincante rodar por el suelo—. ¡El mejor hombre! ¡Ese hombre es usted, monsieur Prévert! Usted personalmente, apoyado con todos los medios de que disponemos tanto usted como yo. ¡Si aclara este caso, si me entrega al delincuente, puede pedirme cuanto desee!

—¿Cuanto desee?

—¡Sí, aunque sea un vagón lleno de patriotas suyos!

Desde las 13:50 hasta las 14:07 horas

Conversación telefónica entre monsieur Prévert y el general Kahlenberge, desde el restaurante Realis Bisson, prescindiendo de la centralita de dicho hotel. El teniente coronel Grau oyó la conversación. Tras un breve preámbulo, transcurrió el siguiente diálogo:

A las 14:04 horas

Desde Berlín habló de nuevo el oficial Zossen con el coronel Finckh en París.

También de nuevo oyó el coronel la sosegada y desconocida voz que le decía: «¡Expirado!».

Lo cual quería decir que la granada de mano del coronel Stauffenberg había estallado. Había expirado la hora de Hitler. Ya no existía ningún Führer.

¿Qué hacer? ¡Esperar! ¿Esperar qué?

A las 14:08 horas

Plan de acción de monsieur Prévert, expuesto en presencia del teniente coronel Grau:

—Examinaré los informes y hablaré con el funcionario que ha inspeccionado el caso, o sea con el inspector Magron. Luego inspeccionaremos el lugar del suceso. Mientras, habría que buscar al desaparecido Bentley, así como a Hartmann.

—Requeriré a la policía militar y unas patrullas especiales —respondió Grau.

—Necesito, además, una información de miembros de las fuerzas armadas alemanas, es decir, de camaradas del Hartmann ese. Es importante saber con quién tenía amistad, cuáles eran sus costumbres. Si frecuentaba determinados locales, con qué clase de muchachas se relacionaba y demás preguntas de rigor.

—Esa misión se la encargaré a Engel, uno de mis colaboradores de confianza.

—Muy bien —convino Prévert—. Las correspondientes pesquisas en el Hotel Excelsior las llevará a cabo uno de mis funcionarios. Pero ¿quién tomará informes del general Tanz y de los otros generales?

—¡De eso me encargo yo! —contestó Grau, furibundo—. ¡Y lo haré con gran placer!

—Pero lo mejor es hacerlo, y permítame el consejo, cuando hayamos realizado las pesquisas imprescindibles y tengamos hechos concretos en la mano.

—¡Indudablemente! Pero, una vez logrados esos requisitos, les tomaré declaración como es debido.

A las 14:52 horas

El coronel general Von Seylitz-Gabler estaba descansando.

Se había quitado la guerrera y las acharoladas botas de caña, y tenía desabrochada la pretina de los pantalones. Así, tendido en la cama, mantenía entreabierta la boca y emitía de vez en cuando unos ronquidos que más bien parecían estertores.

Unos vehementes golpes a la puerta lo arrancaron de su bien merecida siesta.

—¡Ruego que no me molesten! —chilló Von Seylitz-Gabler, fatigado.

Pero su chillido fue inútil. Se abrió la puerta, y apareció en su vano azorada, Melanie Neumaier, que fue apartada casi brutalmente, tras lo cual entró el general Kahlenberge, cerró la puerta, se apresuró hacia su comandante jefe, y le dijo:

—¡Parece ser que la cosa ha llegado a su punto!

Von Seylitz-Gabler se apoyó en los codos. Parecía agotado como si hubiese acabado de realizar una prolongada marcha por el desierto. Pero sus ojos miraban fríos y censuradores:

—¿Qué cosa parece haber llegado a su punto?

—Acabo de recibir una llamada confidencial —informó Kahlenberge—. Un viejo y acrisolado camarada mío está en la Bendlerstrasse, en Berlín. Prometió llamarme por teléfono, caso de que sucediese algo extraordinario. Y ha cumplido su promesa. Según informes que ha recibido, debe de haber estallado ya una granada de mano durante la reunión diaria del alto mando en el cuartel general del Führer. Por lo tanto, Hitler debe de haber muerto.

—¿Es oficial la noticia? —inquirió Von Seylitz-Gabler.

—¡Se espera recibir de un momento a otro el santo y seña «Valkiria»!

—¡Pero aún no se ha recibido! Significa que, oficialmente, no hay nada. Siendo así, ¿qué quiere usted? ¿Tiene usted necesariamente que molestarme por una vaga conjetura? Necesito imperiosamente dormir la siesta. Le ruego que respete esta necesidad.

A las 15:45 horas

Entrevista preparada preventivamente en el despacho de monsieur Prévert, en la Sureté. Estaban presentes el teniente coronel Grau y monsieur Prévert, y se expusieron los siguientes resultados:

1) El susodicho Bentley fue encontrado por la policía militar en la plaza de la Concordia, y puesto a seguro.

2) Las pesquisas llevadas a cabo en el Hotel Excelsior resultaron prácticamente infructuosas. No pudo ser comprobado el regreso del general Tanz, ni el del cabo Hartmann, por la noche. El conserje mostró buena voluntad; pero, al parecer, pasó gran parte de la noche dormitando.

3) La inspección realizada en el lugar del suceso dio como resultado lo ya establecido anteriormente. Quedaba aceptado el hecho de que el homicidio se había consumado por móviles sexuales. Todos los datos y detalles pasaban a la sección de contraespionaje, o sea a Grau; dichos datos coincidían con los resultados de una investigación para descubrir un misterioso crimen perpetrado en Varsovia.

4) Las pesquisas del suboficial Engel dieron algunos indicios y muchos chismes, especialmente acerca de las relaciones amorosas de Hartmann. Fueron mencionados dos nombres: Ulrica von Seylitz-Gabler, y una tal Raymonde, empleada del Mocambo-Bar.

Monsieur Prévert se acercó a un extenso plano de la ciudad de París, el cual ocupaba toda la pared de su despacho. Con movimientos juguetones de su dedo, señaló dos puntos: la plaza de la Concordia, donde había sido hallado el Bentley, y el Mocambo-Bar, donde trabajaba Raymonde.

—Debemos situarnos aquí —recomendó monsieur Prévert—. La lógica más simple suele ser la mejor. La mayoría de los hombres son primitivos; por lo tanto, piensan y actúan análogamente, en particular si no disponen de tiempo. Permítame que me encargue de esta parte, mientras usted lo hace con sus generales.

A las 16:06 horas

El cuartel general del jefe de las tropas de ocupación en Francia estaba situado en el Hotel Majestic. Allí se alojaban los consagrados a la conspiración: el general de infantería Von Stülpnagel, jefe de las tropas de ocupación, y varios oficiales de su estado mayor, entre los cuales estaba el teniente coronel Casar von Hofacker, alma de la conspiración en París.

Pero aún no había llegado ninguna noticia terminante. Con los rostros graves y pálidos, esperaban los oficiales. Todo el plan estaba ya dispuesto, mas faltaba el santo y seña que había de ponerlo en movimiento.

El teniente coronel Von Hofacker fue llamado al teléfono. Comunicación con Berlín; habló el coronel Stauffenberg, y dijo:

—¡El golpe de Estado está en marcha! En Berlín ha sido ocupado el barrio de los ministerios.

A las 16:26 horas

Tras una breve pero eficaz interpelación al propietario del Mocambo-Bar, monsieur Prévert llegó a la calle de la Universidad, cerca del puente de los Inválidos, y subió al último piso de un edificio, compuesto por dos estudios y unas buhardillas.

Prévert le dijo a su fornido acompañante que esperase en el descansillo, y entró en una de las buhardillas. Como era de suponer, encontró allí dos personas, que cubrían sus cuerpos con prendas ligeras, y que (no por esa razón) se quedaron atónitas.

—No hay motivo para alterarse —dijo Prévert, amistosamente—. No soy del servicio de protección de la moral. Sin embargo, les aconsejaría que se vistiesen, pues, aunque estamos en pleno verano, pueden constiparse con tan poca ropa.

—¡Usted nos molesta! —le dijo Raymonde, en tono belicoso.

—Lo admito —respondió Prévert, amable—. Pero también yo tengo mis pasiones, que, en este caso, son más imperiosas que las de usted.

—Puedo vivir con quien me dé la gana —dijo Raymonde, sin inmutarse.

—Indudablemente —respondió Prévert, con una sonrisa complaciente—. En este mundo no hay nada tan convincente como el derecho a la equivocación.

Y Prévert se dirigió a Hartmann, lo que pareció hacer con atrayente amabilidad, porque aquel joven absorbía todo su interés:

—Supongo que usted preferirá acreditarse ante mí como un tal Hartmann que como cabo de las fuerzas armadas alemanas, porque, si optase por lo segundo, me vería obligado a entregarlo a la autoridad militar alemana, lo cual creo que usted no desea.

—¿Qué pretende de mí? —preguntó nerviosamente Hartmann.

—Ante todo, conversar con usted; pero no aquí. ¿Puedo pedirle que me siga?

—¡Tendrá que ser por encima de mi cadáver! —chilló Raymonde, con patetismo.

—Temo que en estas circunstancias podría cumplir sus deseos si mis informes no me inducen a error.

—¿Y si me niego a seguirle? —dijo Hartmann.

—Véngase conmigo —le respondió Prévert, con tono exhortativo—. Tengo la impresión de que no puede sucederle más de lo que ya le ha sucedido. Esto puede ser una suerte para usted, si en los tiempos que corren hay algo que pueda calificarse de tal.

A las 17:52 horas

El general Von Stülpnagel, jefe de las fuerzas de ocupación, recibió al comandante del Gran París, y le dijo:

—En Berlín, ha tenido lugar un pronunciamiento de la Gestapo. Se ha atentado contra el Führer.

El comandante dio un taconazo. Todo estaba claro. ¿Había alguna pregunta que formular? ¡Ninguna!

Von Stülpnagel continuó diciendo:

—Hay que detener inmediatamente a los miembros de las S. D. en París, así como los altos jefes de las S. S. Caso de resistencia, que se haga uso de las armas.

El comandante recibió un bosquejo de los últimos alojamientos de las unidades de las S. S. y de las S. D., tras lo cual dijo:

—A la orden.

Y se marchó.

A las 17:58 horas

El general Kahlenberge recibió otra llamada de Berlín; era su acrisolado camarada que le comunicaba:

—¡Todo está en marcha!

Kahlenberge quiso saber urgentemente si había en París una persona de confianza a quien dirigirse, pues necesitaba, no para él, sino para el comandante jefe, una orden terminante respecto al levantamiento. El camarada en cuestión se lamentaba de no estar suficientemente informado en este sentido, si bien mencionó el apellido Hofacker.

Kahlenberge vociferó reciamente, al serle cortada la comunicación con Berlín. Tanto él como su camarada no pertenecían al íntimo círculo de los conspiradores ni tenían contacto definitivo con ellos. La situación exigía tomar medidas decisivas, pero ¿cuáles?

Según lo convenido, lo primero que Kahlenberge hizo fue telefonear a monsieur Prévert:

—¡El asunto está en marcha!

Acto seguido, monsieur Prévert habló por teléfono con el teniente coronel Grau:

—Como suele decirse, la suerte está echada. Ahora tenemos que proceder adecuadamente. ¿Qué tal le parece si emprendiésemos un viaje a provincias? Lo más recomendable sería salir para Lyon; allí están las mejores cocinas de Francia.

—¡Luego! —exclamó Grau—. ¡En este momento, ni diez cocinas ni diez caballos juntos pueden hacerme salir de aquí!

—¡Recapacite bien y lo más rápidamente posible! ¿Qué quiere hacer aquí? La conspiración contra vuestro Hitler parece transcurrir favorablemente. ¿Es que piensa servir de estorbo? ¿Quiere arriesgarse innecesariamente? ¡Lo más aconsejable es que usted se aparte de la línea de fuego! Eso es lo que pienso hacer yo.

—¡No! —chilló Grau, terco como un asno provenzal—. Pienso continuar aquí, y le ruego que haga lo mismo, hasta que se aclare el asesinato cometido en la calle de Londres.

—¿No comprende, estimado amigo, que puede ser sumamente peligroso para la vida de tipos como nosotros el no largarse cuanto antes de la degollina que parece avecinarse? En último caso, sería suficiente que nos perdiésemos por París durante las veinticuatro horas venideras. El que usted esté dispuesto a arriesgar la cabeza con cuello y todo en la persecución de un homicidio poco menos que vulgar, es un asunto que no me atrae.

—Para mí, ese homicidio significa algo más que un vulgar asesinato, respetable amigo. Para mí supone un problema que debo necesariamente aclarar. Cuando dos años atrás apareció un cadáver así ante mis ojos, fue algo más que una persona asesinada brutalmente; aquel hecho fue para mí un símbolo, un símbolo de profunda decadencia, de la crueldad delictiva que irrumpía en una nación a la que yo he querido. Perdóneme tan altisonantes palabras; las he usado con el fin de mostrarle cuán importante es para mí todo esto.

Monsieur Prévert dio un profundo suspiro y respondió lacónicamente:

—Contra eso nada se puede hacer.

—¿Piensa quedarse?

—Siendo así, le recomiendo una sustitución temporal —contestó Prévert—. Sería una ligereza, dada la situación, permanecer accesibles en nuestros respectivos despachos. Usted conoce por lo menos tres números de teléfono, por lo que puede encontrarme siempre. Por mi parte, conozco asimismo otros tantos de usted. Por consiguiente, intentaremos probar fortuna, pues nos hace falta. Una demostración: el cabo Hartmann se encuentra incomunicado en una celda de la Sureté. Aún no se ha ablandado lo suficiente, si bien es cuestión de minutos. Sobre eso, le tendré a usted al corriente.

A las 18:08 horas

El santo y seña «Valkiria» llegó al cuerpo de ejército del general Von Seylitz-Gabler. Kahlenberge retiró dicho comunicado, y se apresuró hacia su comandante jefe.

—¡Ahora sí que es oficial! —comunicó él.

—¿No será un error? —inquirió Von Seylitz-Gabler, preocupado.

—¡La orden está escrita en negro sobre blanco!

Von Seylitz-Gabler respondió solícito:

—¡A la postre, una orden es una orden! Nada se puede hacer contra ella. ¡Pero si esa orden tuviese que ser revocada, le ruego encarecidamente que me lo comunique inmediatamente!

Kahlenberge dio acto seguido la orden de alarma a todas las unidades del cuerpo de ejército, y, por consiguiente, a la división «Nibelungen». Con lo que alarmó al general Tanz. El teniente coronel Sandauer, jefe de la sección 1 a, mantuvo su habitual aplomo. Solicitó que le fuesen dados todos los detalles lo más exactamente posible.

Kahlenberge se los dio. La orden de alarma, preparada minuciosamente, sólo necesitaba ser leída. Tras lo cual el general Tanz debía ocupar con su división los siguientes puntos: la empresa de aguas y de electricidad en la parte sur de la ciudad; la central de comunicaciones de Fontainebleau, y algunos depósitos de vituallas y municiones. Además, debían ser formados grupos ofensivos y estar dispuestos para cualquier llamamiento.

Silencioso, Sandauer iba tomando nota. Luego comprobó punto por punto la orden que el otro le había dado, tras lo cual se dirigió a Tanz, quien, inmóvil, recibió las órdenes y se limitó a decir:

—¡Es lo que queríamos!

—No lo aconsejo —dijo Sandauer, lacónico.

—¿Por qué? —quiso saber Tanz.

—Tengo un mal presentimiento —contestó Sandauer—. Esta medida no me convence. No puedo hacerme a la idea de que nuestras unidades de las S. S. se hayan alzado, como se dice, contra el Führer. Me parece absurdo. Y se me antoja que todo error que podamos cometer en esta situación, podría costamos la vida.

—Siendo así, ¿qué aconseja hacer, Sandauer?

—Intentar una conversación directa con el cuartel general del Führer, mi general.

—¿Por qué no? —respondió Tanz—. Muchas veces el Führer me ha dicho: «Siempre que necesite algo, puede dirigirse directamente a mí».

—Lo más importante es aclarar esta situación.

—De acuerdo. Intente establecer el correspondiente enlace —dijo Tanz.

A Sandauer no le fue posible establecer en seguida comunicación con el lugar indicado. Pues ni aun la palabra «urgente» alcanzaba para ello. Pero Sandauer no se desanimó por aquella circunstancia; pidió comunicación con Berlín y, una vez lograda, intentó hablar con el ministro de Propaganda.

El departamento del doctor Goebbels se puso al habla y comunicó que el ministro estaba dispuesto a hablar con el general Tanz. Y a poco sonó la sobresaliente voz, inolvidable para todo aquel que la hubiese oído una sola vez.

El doctor Goebbels dijo:

—Una camarilla de oficiales, inconscientes y reaccionarios, intenta usurpar el Poder. Esa gente afirma que el Führer ha muerto. Pero no es cierto. Adolfo Hitler hablará hoy por radio al pueblo alemán. En una situación así, el Führer cuenta con sus seguidores.

El general Tanz manifestó su adhesión al régimen. La lealtad no era una vana ilusión, toda vez que podría ser recompensada.

—Dé la orden de alarma a todas las unidades bajo mi mando —ordenó el general a Sandauer—. ¡Y advierta que, mientras lo exijan las circunstancias, en mi división no se cumplirán más órdenes que las mías!

A las 18:18 horas

Monsieur Prévert consultó su reloj. Ya habían transcurrido unas horas; precisamente cuando cada minuto era inapreciable. Se había quitado la chaqueta, aflojado los tirantes y desabotonado el cuello de la camisa. Fumaba un pitillo tras otro.

Enfrente de él estaba sentado el cabo Rainer Hartmann, tenía pálido el rostro y caída la cabeza como una flor sin agua. Guardaba silencio.

—¿Es que desconfía de mí? —inquirió Prévert.

—Totalmente —contestó Hartmann—. Desconfío de usted y de cualquier persona.

Prévert alzó la vista. Su cara, de figura de calabaza, mostraba desconcierto; pero sus ojos no denotaban el menor indicio de fatiga, aunque todo él amenazaba perder la paciencia, lo cual, según la experiencia, hubiera sido un grave error.

—Hartmann —dijo, concentrándose de nuevo—, usted es la negación de cuanta experiencia he acumulado a lo largo de mi práctica. Comúnmente, el autor de un hecho, cualquiera que sea su delito, procura exonerarse; se esfuerza en hallar explicaciones y no vacila en echar las culpas a otros. En cambio, usted no intenta nada de eso. ¿Por qué no lo hace?

—Porque nadie me creerá si digo la verdad.

—¡Quizá desestime usted mi imaginación y experiencia, Hartmann!

—Es posible —respondió el interpelado, y fijó la mirada en sus manos, puestas una encima de la otra.

Monsieur Prévert volvió a empezar de nuevo; enumeró en forma resumida los resultados de las investigaciones llevadas a cabo: la hoja de ruta, hallada en la mesa de noche; las huellas digitales, descubiertas en la botella de coñac y en la copa; las manchas de sangre, aparecidas en el marco de la puerta, y la reciente herida en la frente pertenecían al mismo grupo de sangre. El Bentley, que había sido visto ante el edificio de la calle de Londres, y, finalmente, el acto de deserción, también podía ser interpretado como una prueba indirecta.

—No obstante, Hartmann, me resisto a creer que usted haya perpetrado ese monstruoso crimen. Todo lo que sé acerca de usted, o sea de su hoja de servicios y de las declaraciones de Raymonde, es suficiente para no creerle capaz de un acto así. Pero ¿quién ha podido perpetrarlo?

—Desconfío de cualquier persona —respondió Hartmann, excitado—. Por lo tanto, ¿por qué he de confiar en usted? No le conozco; no sé quién es ni para quiénes trabaja. En la actualidad, considero posible cualquier maldad imaginable. ¡Puede mandar que me ahorquen si le parece! No espero otra cosa.

A las 18:49 horas

Acompañado de una unidad motorizada, el teniente general Tanz se dirigió hacia el cuartel general del cuerpo de ejército. Dicha acción fue firmada por él mismo. Movió tres veces hacia delante la mano derecha en que sostenía la metralleta, tras lo cual sus fuerzas se desplegaron para tomar todos los accesos del edificio.

Escoltado por dos oficiales, cuatro suboficiales y doce soldados con granadas de mano en los cinturones, Tanz se encaminó al despacho del comandante jefe. En el patio y jardín, y ante la fachada del edificio, fueron emplazados carros de combate y ametralladoras.

El general de infantería Von Seylitz-Gabler recibió al teniente general Tanz, incorporándose de donde estaba sentado, y le preguntó:

—¿Qué le trae por aquí?

—El Führer vive —contestó Tanz, con voz sombría.

—Me alegraría que fuese así —dijo Von Seylitz-Gabler, al instante—. Pero las noticias que he recibido son muy distintas.

—¡Esas noticias son falsas! —repuso el general Tanz, y repitió textualmente las palabras de la conversación sostenida por teléfono con el doctor Goebbels: «Una camarilla de oficiales, inconscientes y reaccionarios, intenta usurpar el Poder».

—También eso puede ser un comunicado falso.

—Pero no lo es —repuso Tanz, impertérrito—. He hablado con Berlín por teléfono. Y me han comunicado que esta noche el Führer hablará por radio a la nación.

—Siendo así —dijo Von Seylitz-Gabler, tras una breve pausa, ocasionada por la sorpresa—, tal vez haya yo pagado un error transitorio. El general Kahlenberge ha considerado auténtica la orden «Valkiria» y ya ha tomado las medidas correspondientes.

—¿Con su aprobación, general?

—Estaba totalmente convencido de que acataba una orden verídica. Y el general Kahlenberge me ha hecho acrecentar este convencimiento. Supuse que el jefe de mi estado mayor estaría bien informado. Abrigo la esperanza de no haber sido engañado; si lo he sido, le exigiré a Kahlenberge que me rinda cuentas inmediatamente. Espero que mi lealtad al Führer y al Reich no sea puesta en tela de juicio.

Tanz exigió la presencia del general Kahlenberge. Pero se le comunicó que el jefe de estado mayor había salido con el fin de verificar personalmente el cumplimiento de aquellas medidas.

—Esas medidas son alta traición —dijo Tanz.

Von Seylitz-Gabler no objetó, sólo dijo:

—Puede usted estar seguro de que sé cumplir con mi deber. Por lo tanto, si alguien ha osado engañarme, no vacilaré un solo momento para exigirle la responsabilidad oportuna.

Tanz dio un manotazo a su metralleta. Así tomó el mando del cuerpo de ejército, y dijo:

—¡Ésta es su decisión!

Von Seylitz-Gabler se apresuró a asegurarle a Tanz que aceptaba de él cualquier apoyo imaginable:

—Así lo exigen las circunstancias del momento. ¡Y nadie podrá reprocharme que haya vacilado en un momento decisivo!

A las 19:04 horas

Conversación telefónica entre monsieur Prévert y el teniente coronel Grau:

A las 19:19 horas

El general Kahlenberge entró en el Hotel Majestic, donde estaba establecido el cuartel general del jefe de las tropas de ocupación en Francia. Kahlenberge se dirigió al despacho del general Von Stülpnagel.

El visitante creyó encontrarse entre un enjambre; la febril actividad allí reinante le alteró el corazón. Pidió hablar con el jefe de las tropas de ocupación. Se le dijo que el general había salido.

—¿Dónde se encuentra?

—¡Con el jefe supremo del frente occidental capitán general Von Kluge!

—¿Quién lo sustituye?

—El comandante del Gran París, al menos oficialmente. Pero tampoco se encuentra aquí; ha salido con una misión especial.

—¿Y el teniente coronel Von Hofacker?

—¡Acompaña al general!

Kahlenberge estalló en denuestos sin ceremonia alguna; necesitaba imperiosamente ponerse en contacto con el grupo principal. Era una locura obrar por su cuenta en una situación como aquélla; más aún, se imponía un esfuerzo común. Pero no había en quien él pudiera apoyarse. En el Hotel Majestic, los oficiales eran unos excelentes hombres, por supuesto, pero no podían tomar ninguna resolución sin su general.

—¡Maldita bacinada! —exclamó Kahlenberge, desconcertado.

A las 19:52 horas

El teniente coronel Grau buscó al general Tanz, y lo encontró en el cuartel general del cuerpo de ejército. Tanz estaba sentado detrás de la mesa del comandante jefe, y llevaba puestos los pertrechos, pero sin el casco de acero. El general de infantería Von Seylitz-Gabler estaba prácticamente degradado; firmaba o ratificaba dócilmente las órdenes que Tanz daba en su nombre.

Aquella situación demostraba claramente que el plan «Valkiria» había sido desbaratado, al menos dentro de la jurisdicción del cuerpo de ejército. El general Von Seylitz-Gabler había destituido al general Kahlenberge de su empleo, y había dado la orden de su detención; pero Kahlenberge había desaparecido. Comoquiera que fuese, Von Seylitz-Gabler marchaba firmemente tras las banderas que ondeaban delante de él.

El teniente coronel Grau fue recibido en seguida por Tanz, con las siguientes palabras:

—¿No tiene otra ocupación que entorpecer nuestro trabajo? ¿Por qué no está en su puesto?

—Busco a un asesino —contestó Grau.

Tanz movió su pequeña cabeza como reprendiendo. Respondió:

—¡Eso es absurdo! El Reich está en peligro, y usted se entretiene en naderías. No comprendo su actitud.

—Anoche —dijo Grau—, una mujer fue asesinada brutalmente en una casa de la calle de Londres.

—¡Señor, se ha intentado asesinar al Führer! —repuso Tanz, desairado—. Una camarilla de oficiales, inconscientes y reaccionarios, se ha propuesto llevarlo a cabo. Eso bastaría para que usted se mostrase activo en estas circunstancias. ¡Cumpla con su deber!

—Ya lo cumplo —respondió Grau—. Lo que pretendo aclarar es un homicidio consumado, y no un intento de asesinato.

—¿Por qué viene importunándome con ese asunto? —exclamó Tanz, con voz apagada.

—Una persona ha perpetrado ese crimen —contestó Grau—. El círculo de sospechosos es muy reducido; y, después de mis investigaciones, se ha reducido aún más.

—¿Qué significa eso? —repuso Tanz—. En esta hora que la patria necesita de nosotros, usted se preocupa por una ramera francesa. ¡Haga el favor de no mirarme de ese modo burlón! ¡No lo tolero! ¡Váyase de aquí!

—Con mucho gusto; pero antes tendrá que contestar unas preguntas.

—¿Es que pretende interrumpir mi trabajo con sus ridículos manejos? ¿Cómo se atreve a presentarse ante mí?

—¿Dónde se encontraba usted entre las cero horas y las tres de madrugada de la pasada noche?

—Eso no es de su incumbencia. Por tanto, no tengo por qué darle explicaciones.

—El rehuir una pregunta conduce a deducciones lógicas.

Tanz se puso envarado. Sus ojos miraban fríos. En tono soberano, dijo:

—Señor Grau, en este momento encarno la voluntad del Führer. En esta situación, represento al Reich. Cualquier ataque contra mí supone otro contra la Gran Alemania. Quien pretende impedir mi trabajo, queda forzosamente desenmascarado. Y quien intente destruirme, no busca sino destruir nuestros altos y decisivos ideales.

—¡Es ridículo! —respondió Grau, atribulado.

—¡Pero cierto! Y, por esa razón, no me queda otro recurso que arrestarlo, Grau. Abandonará esta estancia en calidad de arrestado. Se ha mostrado como enemigo del pueblo, por lo cual tendrá que afrontar las consecuencias. Es una necesidad de Estado.

A las 20:20 horas

En el puesto de mando del grupo de ejércitos del frente occidental, situado en La Roche-Guyon, estaba el general Von Stülpnagel, ante el comandante jefe capitán general Von Kluge, quien dijo:

—Señores, el atentado ha sido un fracaso.

Con lo que el capitán general dijo todo lo que tenía que decir y había fallado su sentencia. El general Von Stülpnagel se quedó blanco como la nieve.

Poco después, el capitán general le dijo a Hofacker:

—¡Si el canalla ese hubiese muerto…!

Al rato, se envió un escrito de felicitación y de adhesión al Führer:

El intento de la infame mano homicida contra su vida, mi Führer, ha sido frustrado por la benigna disposición de la Providencia…

… Le felicito y le aseguro, mi Führer, nuestra inmutable lealtad, pase lo que pase.

Capitán general Von Kluge

A las 20:57 horas

El general Kahlenberge visitó a monsieur Prévert, pero no lo encontró en su despacho, sino en un bistró, cerca del edificio de la Sureté, a donde le envió el secretario de Prévert, tras de pasar una fugaz mirada por la nota del general en la que se leía: «Pregunte al dueño por Henri».

El dueño del establecimiento señaló con el dedo hacia la puerta de la trastienda; allí estaba Prévert sentado y hojeaba unos papeles, al tiempo que iba tomando sorbos de licor de casis, rebajado con vino blanco.

—He hablado por teléfono con el puesto de mando del cuerpo de ejército —informó Kahlenberge—. Pero no he podido hablar con el comandante jefe, pues aquello está ocupado por el general Tanz.

—¿Le sorprende acaso?

—Von Seylitz-Gabler hace lo que el avestruz: ante el peligro, mete la cabeza en la arena.

—En este mundo hay muchas aves de esa familia.

—¿Se da cuenta de lo que ha sucedido?

—Parece ser que el movimiento de resistencia de ustedes se ha convertido en una pompa de jabón.

Kahlenberge dio un retumbante golpe con las dos manos en el tablero de la mesa:

—Usted opina un poco a la ligera. ¿Qué sabe usted de Alemania?

—Nada —reconoció Prévert, solícito.

—¡Naturalmente que no sabe nada! Pero existe una explicación: aún hay hombres entre nosotros que han estado dispuestos a pescar al Hitler ese del infierno con un anzuelo. Eso supone algo. ¡Pero no quiero pensar, y esto es un hecho, en qué medida me da la razón el fracaso de ese intento de rebelión, Prévert!

—Habla usted casi como nuestro común amigo el teniente coronel Grau.

Kahlenberge alzó las manos en ademán de disentimiento:

—¡Qué me importan las teorías de un cazahombres! Únicamente sé una cosa: la masa es asombrosamente torpe o terriblemente impasible, como siempre he venido sospechando. ¡Reses de matadero! Y los generales, ¡unos auténticos cabestros!

—También usted es general.

—Soy un soldado —objetó Kahlenberge, con amargura—. Aunque no he advertido a tiempo que los soldados no tienen razón de ser cuando los militares echan a suertes sus puestos.

—¿Es esto un juego ideado en los tiempos que vivimos?

—¡Es una especie de deporte nacional para los círculos dirigentes de nuestra época! La premisa para ello es enloquecer sistemáticamente a las masas. Se les dice que son selectas, y que tienen un honor y una misión histórica que cumplir para una humanidad mejor y para servir a la Providencia. ¡Y el rebaño lo cree, aun cuando se lo diga una rata de cloaca!

El dueño del bistró asomó la cabeza por la entreabierta puerta, y dijo:

—Te llaman al teléfono, Henri.

Prévert asintió con un gesto, abandonó la estancia y regresó a los tres minutos. Dijo:

—He dado orden para que sólo me comuniquen lo más importante. Y mi gente sabe con exactitud qué quiero saber. De momento, acaban de comunicarme que se necesitan dos celdas; una para el teniente coronel Grau, que ha sido detenido por el general Tanz; la orden de arresto ha sido firmada por el coronel general Von Seylitz-Gabler.

—¿Y para quién es la segunda celda?

—Al parecer, es para usted, estimado Kahlenberge.

A las 21:20 horas

Hasta aquel momento, la influencia de Prévert continuaba inquebrantable. Los funcionarios de la policía parisiense que estaban bajo sus órdenes, seguían cumpliendo sus indicaciones, así como funcionaban todavía sus enlaces secretos.

Sin duda, habían sucedido ciertos cambios aquella noche. También se daba la circunstancia de que la prisión preventiva estaba situada cerca del cuartel general de un cuerpo de ejército, lo cual resultaba desfavorable. Era aquel cuerpo de ejército que oficialmente mandaba el general Von Seylitz-Gabler; pero quien daba las órdenes era el general Tanz.

En aquella situación, Tanz daba muestras de una corrección plausible. Dejaba que el comandante jefe firmase dichas órdenes y confirmase las medidas tomadas por él, aun cuando fuese después de haber sido llevadas a cabo. Incluso se había incautado oficialmente de unas celdas de la prisión preventiva Sous-Bois para poner en seguridad a Grau y a sus eventuales consortes, destinando para su custodia un teniente y diez soldados.

Al entrar en el edificio, Prévert vio que los soldados alemanes allí destinados cumplían funciones superiores y que los carceleros franceses realizaban los trabajos necesarios. Prévert advirtió en seguida que el teniente era un producto típico de la división de Tanz: férreo, inconmovible y fiel en el cumplimiento de las órdenes.

El visitante eludió a dicho teniente con cierta elegancia: le dijo que necesitaba hablar con el director de la prisión de un asunto de carácter oficial. Con ello, a Prévert se le abrió el camino. A poco, estaba en la celda de Grau.

—No se forje vanas ilusiones —empezó Prévert—; no está al alcance de mis fuerzas sacarlo de aquí. Únicamente puedo intentar sacar a escondidas su ilación de pensamientos a un mundo posiblemente mejor. He pensado en Kahlenberge, y me ha parecido como si usted y él fuesen hermanos. Sin embargo, ustedes dos nunca se dieron cuenta de ello. Es una verdadera lástima que los dos no hubieran empezado el asunto juntos y lo hubiesen llevado a cabo. Pero no perdamos tiempo en semejantes consideraciones inútiles. No ha sido nada fácil llegar hasta usted. Dos jefes y un oficial ayudante están encerrados en las celdas contiguas a la de usted; y parece ser que la de enfrente está reservada al general Kahlenberge. Usted, estimado Grau, es aquí una especie de reo de Estado número uno.

Grau estaba de pie junto a la pared. Sonriente, dijo:

—Ahora tiene usted delante un supuesto enemigo de Alemania, monsieur Prévert.

—Evidentemente, le satisface interpretar ese papel, ¿no es así?

—Soy el hombre que conoce al asesino; por eso él quiere matarme a mí.

—Eso parece convincente —convino Prévert—. Por esa razón usted tiene que salir de aquí. Pero ¿cómo hacerlo? No puedo llevármelo conmigo. Sus agentes, entre ellos Engel, posiblemente estarán en la lista o habrán sido detenidos. Necesitamos por lo menos una veintena de hombres fuertes para poder cascar esta nuez.

—Dado que habla así, estimado Prévert, entonces tengo que ligarme con usted —dijo Grau—. Hace falta una especie de comando, el cual seleccioné y organicé en estos últimos días; es gente de confianza y está armada hasta los dientes. Nadie sabe la existencia de tal comando. Deme papel y lápiz.

Prévert arrancó una hoja de su agenda, sacó su estilográfica y se las dio a Grau, que escribió:

Estoy detenido. El portador de estas líneas dará las indicaciones necesarias. Todo el comando especial debe ponerse en movimiento sin pérdida de tiempo. Hay que contar con la resistencia de la guardia que me custodia.

Teniente coronel Grau 21:30 horas del 20 de julio de 1944

—Acompañaré personalmente a esa visita —prometió Prévert, y quiso retirarse.

—Un momento, monsieur Prévert: si no puedo salir vivo de aquí, procure salvar por lo menos a Rainer Hartmann. Se me antoja que él conoce al autor del hecho. Y Hartmann podrá presentar la prueba definitiva.

—Así mismo pienso yo respecto a Hartmann. Cumpliré este deseo de usted, en la esperanza de que no sea el último.

A las 21:35 horas

Se recibió en París la orden del día del mando supremo de la Marina de guerra.

Empezaba con las siguientes palabras:

El vil atentado contra nuestro Führer colma a todos y a cada uno de nosotros de insuperable indignación contra nuestro facineroso enemigo y sus mercenarios. Pero la Providencia divina le ha evitado al pueblo y al ejército alemanes esta indescriptible desgracia. En la milagrosa guarda de nuestro Führer, vemos de nuevo la comprobación de…

Almirante Donitz

A las 22:30 horas

El comandante del Gran París, teniente general Boineburg-Lengsfeld, dirigió personalmente la acción contra las tropas de las S. D. y de las S. S. Iba acompañado de un oficial ayudante. El comandante esperó hasta aquella hora, pues a las 22 era el toque de retreta, y él quería coger el mayor número posible de miembros de dichas unidades.

El ataque por sorpresa fue coronado por el éxito. Los soldados de las S. D. y de las S. S. se dejaron desarmar y se entregaron prisioneros sin oponer la menor resistencia. Apenas transcurrida una hora, mil doscientos hombres estaban encerrados en la prisión militar de las fuerzas alemanas en Fresnes y en las casamatas de L’Est, en Saint-Denis. Los altos jefes de las S. S. fueron detenidos en el Hotel Continental, calle de Castiglione.

Aquello sucedía al mismo tiempo que la conspiración se desmoronaba sangrientamente en la Bendlerstrasse de Berlín. Hitler, Goring y Goebbels redactaban sus discursos para dirigirlos al pueblo alemán. Y el general Von Stülpnagel, jefe de las tropas de ocupación en Francia, era destituido de su empleo por el capitán general Von Kluge.

A las 22:38 horas

Entró en acción el comando especial. Las personas seleccionadas por Grau acosaron a los centinelas e irrumpieron en los sótanos, donde dieron con el teniente y los experimentados soldados de la división «Nibelungen». Se acometieron, cual desaherrojados animales de presa, lo que en lenguaje profesional se llama lucha cuerpo a cuerpo.

La gente de Tanz retrocedía paso a paso escupiendo sangre y fuego. Aquello parecía como la lucha en las cloacas de Varsovia, cuyos métodos conocían bien los soldados de la división «Nibelungen». No obstante, se logró diseminarlos, no sin riesgo.

El teniente, formado en la alta escuela militar del general Tanz, hizo lo que se le había ordenado, caso de llegar aquella situación: protegido por sus hombres, entró en la celda donde se encontraba Grau y lo mató a tiros.

Desorbitados los ojos, Grau se desplomó sin pronunciar palabra.

A las 23:23 horas

Los generales Von Seylitz-Gabler y Tanz escuchaban atentamente las palabras del Führer, y lo hacían con emoción silenciosa; en particular, Von Seylitz-Gabler daba muestras de gravedad y varonil conmoción.

El Führer vociferó: «Una camarilla de ambiciosos y desalmados a la vez que canallas y estúpidos oficiales…».

—¡Exactamente! —exclamó el general Tanz.

Y el Führer continuó vociferando: «Un reducido amasijo de viles elementos que ahora serán exterminados implacablemente…».

—Eso es lo que han conseguido —comentó Von Seylitz-Gabler.

Un ordenanza llenó dos copas de champaña. Después de Hitler habló Goring, luego lo hizo Donitz. En tono solemne y concluyente, Von Seylitz-Gabler alzó la copa y dijo:

—Por nuestro Hitler, que la Providencia nos ha enviado y conservado.

Tanz se bebió su copa de champaña.

El general de infantería Von Seylitz-Gabler redactó acto seguido un telegrama dirigido al Führer y jefe supremo de las fuerzas armadas de Alemania. Expresó su ilimitado reconocimiento al general Tanz e hizo el correspondiente informe; además acusó al general Kahlenberge de deserción y alta traición, y gestionó una orden de detención contra él.

—Hemos superado ejemplarmente estas horas de dura prueba —dijo Von Seylitz-Gabler, con la frente despejada.

—Ello ha costado, inevitablemente, víctimas —respondió Tanz—. Era necesario evitar por todos los medios el intento de liberación de Grau, dado que ese hombre estaba en estrecho contacto con los traidores al igual que Kahlenberge. Parece ser que también tenían contacto con el movimiento de la resistencia francés. No teníamos otra solución. ¿Es usted del mismo parecer, general?

—¡Ya lo creo! —contestó Von Seylitz-Gabler, tras un momento de vacilación.

—Entonces ¿puedo contar con su total apoyo en este sentido?

—Por supuesto, querido. En mí se puede confiar por todos conceptos. ¿No he dado muestras de ello en estas últimas horas? ¡Pues! ¿Qué le parece si festejásemos un poco la victoria? Nuestras honorables damas se sentirán felices de participar en ella.

A las 23:50 horas

Monsieur Prévert, el general Kahlenberge y el cabo Hartmann se encontraban camino de Marsella.

—Con esto, para nosotros ha terminado prácticamente la guerra —dijo Kahlenberge, sombrío—. Ha comenzado la noche de los generales. Si queremos sobrevivir, necesitamos convertirnos en paisanos. No nos queda más que hacer borrón y cuenta nueva.

—Para mí, esta guerra no terminará nunca —dijo Hartmann—, pues jamás podré olvidar cómo ha desatado las manos a los delincuentes.

Con voz ronca y amarga como el ajenjo, monsieur Prévert dijo:

—Aceptemos esta guerra tal cual es. ¡No es sino un homicidio! Y quien esté desalentado y se haya vuelto indiferente, y no sea capaz de reunir sus fuerzas para oponerse a ella, no hace más que secundar el homicidio y convertirse en cómplice del homicida. ¿Quiere usted ser uno de ellos, Hartmann?

El interpelado no contestó.

Informe intermedio

Extracto de tres artículos relativos al problema del 20 de julio de 1944.

El primero fue escrito y publicado un mes después de dichos sucesos; el segundo, a los diez años; el tercero, a los dieciséis años.

Se da la curiosa circunstancia de que los tres artículos son del mismo autor, o sea del supuesto historiador Karl Kahlert, ex capitán de la plana mayor del cuerpo de ejército de Von Seylitz-Gabler.

Revista Offizier und Reich (El Oficial y el Imperio), agosto de 1944, artículo bajo el título «El signo de la vergüenza», firmado por K. K.

… A nosotros, combatientes, nos llena de indignación el infame modo con que se ha puesto en peligro la inquebrantable defensa lograda con la sangre de nuestros camaradas. Una ambiciosa y desalmada camarilla de elementos antipopulares, traidores y reaccionarios…

Revista Offizier und Volk (El Oficial y la Nación), agosto de 1954, artículo titulado «La hora de la prueba» y firmado por K.

… Merece nuestro más profundo respeto. Se trataba, pues, de un hecho para volver a izar la bandera del honor. Conmovidos, contemplamos la matanza de aquel día, que, de por sí, hacía responsable a la conciencia y al derecho en el corazón…

Revista Offizier und Staat (El Oficial y el Estado), agosto de 1961, artículo titulado «Un día de la conspiración» y firmado por K. K.

… Hay momentos históricos cuyas características particulares los determinan como hechos excepcionales. Por lo tanto son considerados como únicos.

Aun cuando existiese una serie de ellos, cuyos motivos hayan sido insignificantes…

… Se deduce forzosamente que los hombres del 20 de julio bien merecen atención, y no deben ser considerados como ejemplo desaprensivo e irresponsable. El joven oficial del presente debe reflexionar con profunda seriedad sobre esta cuestión. Para él es una muestra de lo que en nuestro país venían significando las tradiciones del soldado: obediencia incondicional. La intangibilidad del soldado. Y el logro de tal noción fue también, examinado con precisión, el único y verdadero deseo de aquel…