Capítulo primero
EL DERRUMBAMIENTO
Liquidación de vidas humanas
París, 1944
Lucienne cantaba. En su canción, suplicaba de modo que se le podía hablar de amor. Mantenía cerrados los párpados como si estuviese soñando, o tal vez los cerraba por la deslumbrante luz de los reflectores, o puede que lo hiciera para no ver lo que la rodeaba, pues los muchos hombres que la contemplaban con tanta admiración vestían uniforme; uniforme que no era el usado en su patria ni en la de ninguno de sus aliados.
—¿No es deslumbradora? —murmuró el capitán Kraussnick. Y lo dijo avanzando levemente el cuerpo, con discreta confidencia, como si elogiase una singular mercancía entre sus manos. Consideraba a Lucienne como un original hallazgo suyo. Una mesa reservada, junto al estrado, era servida siempre que él lo pidiese.
—¿Es que recibe usted algún tanto por ciento de este local? —le preguntó Kahlenberge.
El general Von Seylitz-Gabler, que estaba sentado a su lado, dijo:
—Esa mujer tiene la voz fina como la seda. —En esto, se acordó de que su esposa le había manifestado el deseo de hacer unas compras de tela fina.
Lucienne seguía cantando; no lo hacía como el gran Sascha, pues ella quería vivir, quería que su local floreciese; en cambio, el gran Sascha pensaba en brillar, pensaba en demostrar su soberana superioridad. Sascha se consideraba una sólida parte de la historia francesa; pero Lucienne era ni más ni menos una parisiense a la que le era indiferente quienes la escuchasen, siempre y cuando se sintiese querida; querida como institución des chansons.
Quien la escuchaba parecía entregarse a la efervescencia de su celebridad. La sala donde cantaba estaba iluminada de rosa. Los rostros de los circunstantes denotaban goce y satisfacción. La monotonía de los uniformes militares no parecía variar mucho de la de los fracs y smokings. Allí, se podía ver a los propios generales de uniforme, pues la asistencia al espectáculo de Lucienne era una especie de información cultural.
Un local nocturno, y en medio el elemento femenino: uniformes rostros marfileños marcados por el fino arqueado negro de las cejas y grueso rojo de los labios. Eran miembros femeninos de los vencedores; también vestían uniforme azul o gris. Mujeres que, aunque uniformadas, no dejaban de serlo.
La canción, que no hablaba sino de amor, tenía varias estrofas; Lucienne las cantaba ausente, como si estuviese sumergida en la expresión y la melodía. Los presentes apenas osaban respirar; se sentían conquistados y no eran capaces de creerlo.
Las luces se encendieron y comenzaron los aplausos. Los vasos eran llevados a la boca. El encargado del local vio cómo se vaciaban seis botellas en el curso de cinco segundos. La actuación de Lucienne era el momento más brillante del espectáculo.
—¿He exagerado o no? —quiso saber el capitán Kraussnick.
—Estoy extraordinariamente emocionado —contestó Von Seylitz-Gabler.
Aun cuando lucía altas condecoraciones, no había ascendido a mayor mando que el de jefe de cuerpo de ejército. Del mismo modo, su imprescindible ayudante Kahlenberge continuaba de jefe de estado mayor; pero había sido ascendido a teniente general y estaba condecorado con la venera.
—¿Desea algo, mi general? —inquirió Kraussnick.
—Todavía no —contestó Von Seylitz-Gabler.
Kahlenberge dijo, preventivo:
—Sin embargo, podría usted ir sondeando el terreno, estimado Kraussnick.
El especialista en diversiones se levantó diligente; pero, antes de alejarse para hacer una exploración, encargó una tercera botella de Veuve Cliquot Rosé 1933, ¡qué año aquel! La bebida era enfriada hasta doce o catorce grados: Kraussnick era un buen conocedor, lo cual le había costado bastante esfuerzo. Nada era tan difícil como mantenerse en una acreditada posición e ir desarrollándola en la medida posible. Por experiencia, sabía qué clase de carne fresca prefería el general; pero, en este sentido, el mercado estaba bien surtido.
—Aquí se pueden olvidar los tiempos difíciles —dijo el general Von Seylitz-Gabler, embebido—. Y no se debería vacilar en hacerlo.
Con deleite, Kahlenberge se tomó de un trago el contenido del vaso. Todo lo que hacía, le gustaba repetirlo con satisfacción. Parecía como si se viese obligado a elegir entre la vida y la muerte; por supuesto que elegiría la vida mientras nadie le obligase a morir. Pero todo era posible en un mundo que obligaba a los soldados a comportarse como bandidos. Se sonrió de un modo alusivo, al tiempo que se inclinaba a Von Seylitz-Gabler, y le dijo:
—De todos modos, tendremos que decidirnos lo antes posible, y hacerlo por un determinado género de patria. Las actuales condiciones son estupendas si se sabe apreciarlas como es debido.
El comandante jefe alzó entornados los ojos hacia la luminosidad del techo y vio una nívea blancura y un fino y brillante dorado, entre los cuales destacaba un color encarnado que recordaba la sangre. En un travesaño, se veían sentados unos disformes y extravagantes angelotes: puro barroquismo.
—Soy enemigo de falsear las cosas —explicó el comandante jefe—. Mi consigna ha sido siempre la sinceridad.
—Por eso precisamente le sería a usted fácil determinar su punto de vista si se nos preguntara qué clase de Alemania sentimos —dijo Kahlenberge, con cierta jovialidad.
—Me gusta el equilibrio —respondió el general, con la prudencia de un experimentado pescador de caña—. Por supuesto, no pertenezco a la clase de hombres que aceptan todo lo que de un modo brutal exige un sí. He sido siempre un alemán concienzudo, y como tal soy ahora general.
—Así, pues —dijo Kahlenberge, en voz queda—, usted tendría que estar automáticamente contra todas las falsedades a que Alemania nos ha conducido.
Von Seylitz-Gabler dirigió la vista a la luz.
—Mientras he conservado íntegra la facultad de pensar, he procurado servir fielmente a la patria.
—Nadie le exigirá más que eso.
El comandante jefe movió discretamente su vistosa cabeza. No percibió las momentáneas y leves risas que, en torno a su mesa, borbollaban como el agua de surtidores interrumpidos. La alegre y sensacional noche parisiense empezaba a hacerse sentir. Daba leves suspiros, echaba buenos tragos y presentía que algo grande surgiría de nuevo ante él.
Kahlenberge contemplaba parpadeando a su general y lo veía sufrir, circunstancia que no vaciló en aprovechar. No desperdiciaba ocasión para hacer dolorosas y penetrantes insinuaciones sobre la inevitable catástrofe. Dijo:
—Probablemente, en el curso de esta noche, o a más tardar mañana temprano, me reuniré con un grupo de oficiales con cuyo correcto modo de sentir estoy de acuerdo.
—¡Tenga cuidado, estimado amigo!
—A no tardar, acontecerá algo decisivo. ¿Qué debo comunicarles a esos oficiales respecto a la posición de usted?
El comandante jefe sudaba copiosamente como si se encontrase en un baño finlandés. La piel de su sonrosado rostro brillaba como húmedo barniz. Contestó:
—Siempre he simpatizado con la causa buena y justa.
—¿Puedo preguntarle qué significación práctica tiene en este caso?
Por de pronto, la pregunta quedó sin respuesta. Una sombra se deslizó por la mesa; no era la de Kraussnick, sino la de Grau con los distintivos de teniente coronel. Hizo una discreta reverencia. No había perdido su habitual aplomo.
Kahlenberge le dio coba en el acto.
—¡Hombre! ¿Qué hace usted aquí? ¿Continúa cazando espías, saboteadores y traidores?
—Y ¿por qué no puede haberlos aquí? —contestó Grau, sin vacilar.
El general Von Seylitz-Gabler irguió el cuerpo, y miró con desaire.
—¿Por qué viene a estorbarnos cuando podemos disfrutar del escaso tiempo libre de que disponemos?
—Únicamente he venido como portador de una noticia que considero de cierta importancia: el teniente general Tanz se encuentra en camino hacia París.
—¿Es que ya ha quemado otra de sus divisiones? —inquirió Kahlenberge, mordaz.
—Algo por el estilo —contestó Grau, con una sonrisa de asentimiento—. La división de Tanz será destacada entre Versalles y Fontainebleau, y allí reorganizada.
—Y eso le gusta, ¿no es así?
—Me gusta recordar las aleccionadoras horas pasadas en Varsovia.
Y el teniente coronel Grau se retiró. Cruzó la sala con el paso y ufanía de un pavo real; al menos, así le pareció a Von Seylitz-Gabler. Dondequiera que entrase, lo hacía como si anduviese por su casa. Hasta la música de una musette, que interpretaba un vals, parecía seguir el ritmo de sus pasos.
El comandante jefe contempló parpadeando a su jefe de estado mayor.
—¿No intentará continuar representando aquí la comedia de Varsovia?
—Entonces sólo llegó hasta el primer acto —contestó Kahlenberge, juntando piadosamente las manos—. Pero, gracias a importantes acontecimientos, quizás esté de más el acto siguiente. No tengo la menor idea de a qué lado puedan estar los altos funcionarios del servicio de contraespionaje: si nuestros amigos han conseguido atraérselos, o si Grau está también en la lista definitiva de ellos.
—Ojalá sea así —respondió el comandante jefe.
—Comoquiera que sea, usted simpatiza con las aspiraciones de esos hombres, ¿no es así?
Al comandante jefe se le ensombreció el semblante; parecía como si escuchase atentamente su interior.
—Puede que sí. No obstante, me da mala impresión este asunto.
A poco, se presentó el capitán Kraussnick. Dijo que tenía dispuestas unas encantadoras, simpáticas, esbeltas y solícitas creaciones.
Como el adusto Júpiter, mirando de reojo, Von Seylitz-Gabler le dijo a Kahlenberge:
—He perdido las ganas de todo.
El Mocambo-Bar estaba abarrotado de gente. La temperatura se aproximaba a la de los trópicos. En su registro agudo, un saxófono ascendía aullando, repetía suavemente unos intervalos y volvía a bajar gargarizando y ahogándose en las fangosas profundidades. El cabo Rainer Hartmann se quitó el capote militar.
—Y ¿por qué no se quita también la camisa? —le preguntó la joven que lo acompañaba.
—Quizá lo haga más tarde —contestó Hartmann, creyendo gastar una broma.
Hizo levantarse a la joven de donde estaba sentada. Y se dispuso a abrirse paso hacia la pista de baile, pero fue rechazado. Aquello lo entristeció, pues quería ser parte de aquel hervidero de cuerpos, ser uno más de los que allí se divertían, de los que, como él, eran jóvenes, tenían ansias de vivir y anhelaban el olor y el calor de otros cuerpos. Pero lo rechazaban por el mero hecho de llevar uniforme, pues casi todos los que frecuentaban el Mocambo-Bar eran franceses. Pero ¡no dejaban de ser hombres como él!
—¿Triste? —le preguntó la joven que bailaba con él.
Hartmann negó casi con vehemencia, y aseguró:
—Me siento muy dichoso. Me gusta el ambiente de aquí. Puede decirse que he descubierto este local. Lo frecuento a menudo. ¿Le gusta a usted?
—Me llaman Ulrica —respondió la joven, dejándose caer en los brazos de él—. Puede llamarme simplemente Ulrica.
—¿Le agrada este local o no? —insistió Hartmann, prometedor.
—Me gusta porque voy acompañada de usted. —Ulrica se lo dijo tan cerca del oído, que a él le pareció sentir el roce de los labios—. ¡Siempre he deseado encontrarme en un local así, acompañada de usted!
Hartmann procuraba guardar una prudente distancia de su pareja. En fin de cuentas, Ulrica era hija de su superior. Otto-Otto tenía la orden de complacer a la muchacha. Ahora estaba sentado con sus anchas posaderas y recias espaldas a la barra del bar.
Hartmann había dejado de guardar la prudente distancia, al apretarse suavemente Ulrica von Seylitz-Gabler contra él; ello era propio del ambiente y de la novedad que aquello suponía para la joven, aunque no dejaba de ser un juego indiferente, una patente demostración de lo maravilloso que era París.
A Hartmann le satisfacía todo lo que le rodeaba: la escasa luminosidad de tonos rojizos; las paredes de ladrillo; el ensordecedor zumbido de los ventiladores, que parecía el aleteo de una bandada de aves, y los hombres que llenaban aquel sótano de austera alegría.
—¿Dónde puede lavarse una las manos aquí? —preguntó Ulrica, después de haber terminado el baile.
Hartmann se lo indicó, pues conocía las angostas dependencias del Mocambo-Bar: la cocina, el almacén de bebidas, la oficina y el único inodoro allí existente. Luego se dirigió a donde estaba Otto-Otto, colega, camarada y amigo suyo. Allí estaba también Raymonde, amiga suya, que para él representaba todo París con sus bocas de metro, sus patios interiores y sus barrios.
Raymonde le sonrió mientras limpiaba vasos.
—Empiezas a pegarte demasiado a la Von Seylitz-Gabler —le dijo Otto-Otto, y su carrilludo y colorado rostro resplandeció—. Pero te advierto que procures no pillarte los dedos.
—Raymonde le sirvió a Hartmann, sin que lo pidiese, una crema de menta con trocitos de hielo. Era muy pacífica y ajena a los celos, porque confiaba en sus singulares cualidades; además no consideraba a la joven Von Seylitz-Gabler como rival. En el angosto espacio detrás del mostrador, se movía festiva y tentadora.
—Podrías cedérmela para esta noche —continuó Otto-Otto, despreocupado—. Estoy seguro de que Ulrica te compensaría la pérdida.
—¿Hablas por experiencia? —preguntó Hartmann.
—¡Dios me libre! —exclamó Otto-Otto, casi despavorido—. Todavía no estoy cansado de la vida; te cedo los particulares refinamientos de la existencia.
Rainer Hartmann sintió que una mano lo cogía suavemente por el hombro. Era Ulrica, quien preguntó:
—¿Bailamos?
La orquesta interpretaba un fogoso a la vez que melancólico blue. El fuerte extracto de crema de menta que se había tomado aquella noche lo envolvió en una pesada meditación. Su capote militar andaba tirado por alguna silla.
—Me siento excelentemente —dijo Ulrica, y se estrechó contra él—. Y hasta puede que feliz.
—No es de extrañar en este ambiente —respondió Hartmann. Estaba entusiasmadísimo, como le sucedía siempre que percibía el embate de las olas de su oculto deseo. El espontáneo agradecimiento hizo que se apretase más contra Ulrica von Seylitz-Gabler mientras sus ojos buscaban a Raymonde, quien no cesaba de sonreírle. ¿Qué más podía desear?
Quizá no sólo Raymonde, sino también todos los franceses allí reunidos debieran sonreírle. Pues ¡él los apreciaba, cosa que ellos habían de percibir! Pero allí se notaba un vacío para todos los alemanes que lo frecuentaban. Y eso empezó a torturarle, por lo que gritó, dolorido:
—¡Nos tienen aprensión! —Las caras que lo miraban, parecían paredes de hormigón, lo cual le provocó una impetuosa necesidad de derribarlas—. ¡Hay que hacer algo contra eso! ¿Qué hay que tener paciencia y esperar tiempos mejores? ¡Basta de creer en tiempos mejores! ¿No va siendo ya hora de hacer algo?
Ulrica le sonrió:
—¿Acaso no dice nada que dos personas se sientan atraídas y sean felices? ¿O aún es poco para sus sentimientos, Rainer?
—¡Toda la humanidad! —gritó Hartmann. Las siete copas de crema de menta, el pegajoso calor reinante y el gorgoteo de la música acabaron por emborracharlo.
Dejó plantada a Ulrica von Seylitz-Gabler, se abrió paso por entre aquella apretura, subió al estrado e hizo desalojar pacíficamente al saxo. Como si evocase una tormenta, alzó las manos. La música enmudeció. Ante él surgían decenas de caras como si fuesen farolillos venecianos apagados.
Sí; Hartmann estaba en el estrado de un local en el oscuro sótano de una calle lateral de los Campos Elíseos. Aquello sucedía en el momento en que los frentes oriental y occidental amenazaban derrumbarse; los hombres morían en miles de sitios desconocidos que nadie sospechaba; crecían los montones de material bélico; el mundo estaba lleno de fosas comunes.
Pero Hartmann estaba allí con sus bastas botas militares, pantalones de fibra de madera y camisa de color gris amarillento, empapada de sudor en los sobacos, todo ello coronado por un sudoroso y apasionado rostro. No pocas mujeres mantenían abierta la boca en actitud expectativa.
—¡Amigos! —gritó Rainer Hartmann, con fervor. Pronunciaba mal el francés. Su «mes antis» sonó tosco, aunque pareció surtir efecto. Al menos, ninguno de los reunidos replicó. Y, en su torpe francés, aprendido en la escuela, continuó diciendo—: Y os he llamado amigos porque soy amigo de vosotros. Ruego que me perdonéis que no sepa hablar mejor vuestro idioma. Pero lo que digo es cierto.
—¡De todos modos, ya es algo! —gritó un francés, en tono alentador.
Muchos se echaron a reír; la mayoría, mujeres. Pero aquellas risas no eran de burla, sino de afecto. Raymonde, la querida Raymonde, aplaudía desde el mostrador; al momento, estalló un aplauso casi general, aunque fuese tomado como diversión.
—¡Soy alemán! —gritó Hartmann, fervoroso—. ¡Y vosotros sois franceses! ¡Pero todos somos hombres! ¡Nada sé de esta guerra, ni tampoco la he desencadenado! ¡Ha sido hecha con nosotros! ¡En ello estamos de acuerdo! ¡Estamos unidos! ¡Queremos vivir! ¡Vivamos, pues, lo mejor que podamos!
—¡Bravo! —gritaron muchos franceses.
Los pocos alemanes que allí había, se miraron sorprendidos. Uno, sentado a una mesa junto a la salida, iba tomando nota. Ulrica von Seylitz-Gabler permanecía inmóvil y estaba impaciente. Raymonde se sonreía detrás del mostrador.
Pero Otto-Otto, sentado, como un trozo de hielo, a la barra del bar, le chilló a Hartmann:
—¿Es que te han abandonado los buenos espíritus? Lo que acabas de permitirte, puede costarte la cabeza en estas circunstancias. ¿O no lo comprendes? ¡Estimado charlatán, mejor estarías en una guardería infantil que en el ejército! ¡Muchas veces tengo el presentimiento de que estás más muerto que tu abuela, aun cuando no te hayas dado cuenta!
Apenas transcurrida media hora, llegó alarmada una patrulla militar y detuvo a Hartmann.
En el departamento de la policía parisiense situado en el Quai des Orfévres, la jornada de trabajo duraba veinticuatro horas. Cuanto más difícil era la situación, mayores eran los delitos. Y monsieur Henri Prévert, llamado también «Henri el Pacífico», solía decir para sí: «¡Pronto hemos alcanzado la situación ideal para los policías; hay libertad para hacer lo que se quiera: en cualquier parte del mundo se le tacharía a uno de delincuente!».
Monsieur Henri Prévert tenía una periforme figura; las posaderas eran la parte más prominente de su cuerpo. Su rostro daba la impresión de estar hecho, de prisa y corriendo, de masa de pan, y sus ojos parecían dos botones viejos. Pero, detrás de esta fachada, se ocultaba un instrumento, muy sensible y preciso: quizá fuera el mejor cerebro que la policía parisiense tenía en aquella ocasión.
En la mesa escritorio, el teléfono hizo tres breves llamadas; se trataba de una visita de las que no necesitaban esperar a que se las recibiese. En aquel estado de cosas, no podía ser sino un agente del contraespionaje alemán. Seguro que se trataba otra vez del sabueso Engel, que tenía la misión de molestarle continuamente. Pero, al abrirse la puerta, Prévert vio la figura del teniente coronel Grau. El rostro de masa de pan del visitado no denotó ninguna reacción, pues no parecía capaz de producir como siempre otra expresión que no fuese de indiferencia. Trató al visitante con mucha amabilidad.
—¡Su visita es un gran honor para mí, señor teniente coronel! —Su voz sonó como filtrada a través de ajenjo.
Grau se sentó en la silla como si lo hiciese en una de montar. Avanzó la barbilla en gesto interrogativo:
—¿Malhumorado acaso, monsieur Prévert?
—¿Por qué he de estarlo? Como usted ve, lo he recibido. Si estuviese de mal humor, habría tenido usted que preguntar si le recibía o no, señor teniente coronel.
Monsieur Prévert ocupaba uno de los cargos más difíciles e imposibles de eludir en aquel tiempo en Francia. En la Sureté era jefe de un grupo recientemente constituido. Su misión consistía en establecer y mantener contacto entre las fuerzas de ocupación y los servicios de la policía francesa. Nadie le envidiaba aquel cargo, pues sus colegas estaban convencidos de que en toda Francia no había otra cabeza más expuesta al peligro que la suya.
Grau presentó su petición sin preámbulos, pues a Prévert le resultaban redundantes toda suerte de corteses floreos y simulacros diplomáticos. Dijo:
—Quiero hacer un trato con usted.
Prévert asintió con un diligente movimiento de cabeza; sabía que en aquel momento no se trataba de coñac, sedas o antiguallas; los tratos que pudieran proponerle, no se referían sino a vidas humanas. Respondió:
—Haré todo lo que pueda para no defraudarle.
—Monsieur Prévert —dijo Grau—, quiero ofrecerle unos cuantos patriotas por quienes usted, como francés, estará interesado. En cambio, podría suministrarme media docena de héroes, para que ellos se encuentren bajo nuestra custodia y yo pueda adquirir influencia.
—¿Por quiénes está interesado, señor Grau?
—Como contrapartida, no quiero peces pequeños, que se puedan enfardar en abundancia, sino peces gordos. ¡Cuanto más gordos, mejor!
Monsieur Prévert inclinó el torso como signo de total asentimiento. La iniciativa no le sorprendió, pues Engel ya había hecho varias indicaciones en este sentido. La exigencia de Grau estaba dirigida con miras a grandes piezas; no quería cazar liebres y corzos, sino tigres y elefantes.
—Eso es difícil, pero quizá no imposible, señor Grau. En este sentido, ya han sido presentados algunos materiales.
Y lo digo refiriéndome al trabajo de nuestros agentes especiales de la sección de seguridad, al frente de la cual se me ha puesto para representar los intereses de usted.
La citada «sección de seguridad» era una original creación de Prévert; su misión oficial consistía en desbrozar el camino a los alemanes y asegurarles la retirada; su verdadera actividad estribaba en tomar apuntes de acontecimientos, conversaciones y negociaciones, y registrar los delitos desde faltas hasta homicidios. En un burdel de la rué Saint-Honoré, frecuentado por altos oficiales, estaba destinado un hábil grupo encargado de una instalación grabadora de sonidos para la protección y seguridad de los alemanes que allí se reunían, pues nadie podía prever las consecuencias si cualquier oficial alemán llegaba a caer en manos de los chulos.
—En efecto, no siempre resulta fácil —continuó Prévert—. De continuo surgen reagrupaciones. Así, en la avenue Montaigne, se ha abierto un floreciente establecimiento dedicado a la corrupción. Asimismo, en la esquina de la rué François, hay una nueva casa de menores. Tenemos registradas todas esas instituciones. En la lista de los asiduos visitantes de la casa de la rué François hay anotados también oficiales alemanes. Del mismo modo le puedo ofrecer una considerable cantidad de nombres, entre ellos de empleados del servicio de contraespionaje, que frecuentan locales donde se practica el homosexualismo.
Grau hizo un ademán despectivo, como si ahuyentase una mosca, y dijo con desdén:
—Todo eso no me interesa mucho, pues cualquiera puede verse alguna vez metido en esta suerte de vicio; sólo depende del grado de embriaguez en que se encuentre. Y homosexuales los hay en todas partes. A mí me interesan los grandes casos de corrupción. Eso no priva que me dé usted esas listas, monsieur Prévert. Pero yo quiero mucho más.
«Henri el Pacífico» alzó la nariz, achatada como la de un can, cual si rastrease. Si podía contribuir eficazmente a diezmar a los alemanes (lo cual también Grau buscaba siempre), ¿por qué no hacerlo? Ello le daba la posibilidad de salvar a muchos compatriotas suyos de una muerte segura… Meditó, se encogió levemente de hombros y, con empañada y amarga voz, preguntó:
—¿Le valdría a usted uno de sus generales, por ejemplo?
—Tres franceses —contestó Grau, presto—. Tres de esa lista que usted me va a dar, la cual deberá contener por lo menos diez nombres. Me reservo para mí la elección. Usted sabe que no soy omnipotente, por lo que tengo que tener mucho cuidado en no chocar con el Servicio de Seguridad ni con la Gestapo, cosa que no estoy obligado a explicarle. Sin embargo, acabaremos con esa funesta organización aquí en París; nuestros asuntos están muy por encima de todo lo demás. ¿Puede usted decirme, ahora mismo, si es posible, de qué general se trata?
Prévert vaciló. Grau no acostumbraba emplear métodos marrulleros en su trabajo; usaba ocultos ardides en sus pases de esgrima, aunque no era un solapado intrigante.
A poco, Prévert inquirió:
—¿Conoce usted a un general apellidado Kahlenberge?
—¡Nuestro trato es perfecto! —contestó Grau—. ¿Qué puede usted ofrecerme respecto a este punto?
—Déme dos días de tiempo para clasificar y reunir el material necesario.
—¡Mañana volveré a visitarle, monsieur Prévert!
Informe complementario
Otros datos más
Informes de un periodista que se dedicó especialmente a los sucesos de julio de 1944 en París, sobre los que ha escrito mucho:
Bien poco se puede añadir a lo ya conocido respecto al grupo formado en torno al general Von Stülpnagel, comandante de las fuerzas de ocupación en Francia. Merece atención la actitud de la mayoría de los oficiales que tomaron parte directa en el atentado contra Hitler. En particular, la actitud del teniente coronel Casar von Hofakr tiene magnitud histórica.
A la par de este reducido grupo, existían muchos más, entre los cuales había afectos a dicha acción, aunque en el papel de pasivos oyentes y de fortuitos consabidores. Y entorno a dichos grupos daban vueltas unos satélites: eran oficiales que barruntaban mucho, sin saber exactamente de qué se trataba. Intentaban una precavida adhesión, pero no lo conseguían.
Luego había simples oficiales, oficiales de estado mayor y generales que formaban grupos independientes e intentaban mantener tendidas sus redes. Conspiraban entre sí y a menudo, sin darse cuenta, lo hacían unos contra otros. Y todos advirtieron que no era posible continuar de aquel modo pues les faltaba una organización sólida y unificada, lo cual era poco menos que imposible en aquella situación.
De este modo, se llegaba, accidentalmente, a curiosas tentativas en aquella conspiración. La premisa importante era evitar cualquier escrito o comentario durante las conversaciones por teléfono, pues el enemigo podía estar al acecho. En este caso, los enemigos eran el Servicio de Seguridad, la Gestapo, y el Servicio de contraespionaje. Por tanto, los únicos medios de contacto directo eran las conversaciones en privado: de oficial a oficial, o como máximo en pequeños círculos.
Estos diálogos debían pasar a toda costa inadvertidos; ello no suponía ningún problema para los militares con igual empleo; pero sí para aquellos que no tenían relación directa para tratar del asunto. De esa manera, se elegían sitios disimulados como las líneas 1 y 7 del metro, entre el Palais Royal y el Hotel de Ville. También había contactos en los cafés. Así, el general Von Falkenhausen, jefe de estado mayor de las tropas de ocupación en Francia, parecía un apasionado ciclista, y precisamente con desaliñada ropa de paisano y boina vasca.
Consideremos la situación general: en el frente oriental, las tropas estaban en constante retirada; en Sicilia, los aliados habían logrado desembarcar; en Normandía, las defensas contra la invasión amenazaban derrumbarse. En el mismo París, se encontraban numerosos puestos de mando de diversas armas, o sea, tres comandancias: la de tierra, la de mar y la del aire, y las tres con sus propias compañías de guardia; además, el comandante de las tropas de ocupación, el jefe de las S. S. y de la policía alemana, el Servicio de Seguridad en el territorio francés, y el cuartel general del frente occidental.
Y, en los alrededores de París, acampaban grandes y pequeñas unidades: unas de reserva, otras en período de reorganización y otras para la lucha contra el movimiento de la resistencia. El cuerpo de ejército del general Von Seylitz-Gabler era una unidad más entre tantas.
Sin embargo, el aspecto exterior de París no parecía haber cambiado; era —aquí transcribo la expresión de un experto— un «El Dorado» para muchos alemanes, aun en aquellas circunstancias.
Informe de Johann Kopisch, ex sargento mayor de la policía militar y como tal destinado al servicio de inspección móvil de la comandancia de París en aquella ocasión:
¿Por qué me acuerdo todavía de aquella noche? Porque aquel suceso se me ofreció del modo más disparatado. Como usted sabe, la policía militar llega a ver muchos casos, pero lo que me sucedió entonces, fue sencillamente una estupidez.
No puedo precisarle la hora ni el día en que ocurrió, después de tanto tiempo transcurrido; mas sí recuerdo que aconteció en una calurosa medianoche; aquel calor sofocante duró hasta el 21 de julio. Recuerdo bien esta fecha porque empezaron las lluvias y se me cayó la cartilla militar en el barro, por lo que estuve a punto de ser trasladado al frente. Mi superior era lo que comúnmente se llama un mal bicho; sobre él se podrían escribir varios libros.
Pero volvamos al asunto: debió de suceder unos días antes de la fecha mencionada. Una noche, un compañero y yo hacíamos nuestros recorridos habituales en vehículo por los Campos Elíseos; en uno de esos recorridos, se nos acercó un suboficial, y nos dijo: «En el Mocambo-Bar hay uno que está pronunciando frases derrotistas». Le respondí: «¡Largo de aquí!». Pero resultó que el suboficial en cuestión no estaba borracho, como me había parecido a mí, y era, además, muy riguroso, por lo que no tuvimos más remedio que dirigirnos al citado establecimiento.
Una vez allí, y ante aquel que estaba pronunciando palabras derrotistas, parpadeé y exclamé: «¡Vaya! ¡Vaya!». Pues estaba verdaderamente exhortando; el muy zoquete me contestó: «Así es». Reconoció lo que estaba diciendo y, aunque estaba borracho, hablaba como si no lo estuviese.
¡Me pareció que mis oídos me engañaban! Pues Hartmann aún se enorgullecía de lo que había hecho. Hasta llegó a contestarme: «¿Y qué importa?». Aquel joven alborotó a los franceses diciéndoles que la guerra era un verdadero disparate.
Y lo manifestó ante unas docenas de testigos. Desde luego tenía razón, vistas las cosas en la actualidad. Pero, en aquellas circunstancias, era un mal asunto.
No me quedó otro remedio que llevarme detenido a Hartmann. También recurrí a unos testigos; entre ellos había una joven que dijo ser hija de un general. Al oírlo, me eché a reír. Mas la risa se me heló en los labios después de comprobar que era cierto. Sea lo que fuere, di curso al asunto por el trámite normal. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Usted me pregunta por la impresión que me produjo ese Hartmann. Pues me pareció un pobre diablo, aunque una persona muy decente, y aun diría que un poco extravagante, que tenía flojos los tornillos. ¿Por qué? No lo sé. Es una impresión particular.
Comentario del ex teniente coronel Sandauer, jefe de la sección 1 a de la división del teniente general Tanz.
Al facilitarlo, su autor aseguró que en todo momento estaba dispuesto a jurar sobre este comentario, escrito a los diecisiete años de haber sucedido aquellos acontecimientos, o más exactamente, el 18 de septiembre de 1961.
Dice:
Considero inciertas las afirmaciones sobre los «descalabros» que, según dicen, tuvo la división «Nibelungen» al mando del teniente general Tanz; no los tuvo en las operaciones militares en Polonia, ni en Rusia, ni en Francia. El traslado de nuestra división a las cercanías de París, 1944, tampoco estuvo relacionado con ello.
La verdad es lo siguiente:
1) En cada momento culminante, las pérdidas de la división al mando de Tanz alcanzaban los límites normales.
2) Si alguna vez el número de bajas parecía elevado, era porque, como tropas escogidas, éramos destinados al frente de los sectores de mayor actividad.
3) La dirección de la unidad fue metódica en todo tiempo. Como única excepción podría citarse el hecho de armas ante Leningrado en 1941. En aquel entonces, las tropas del teniente general Tanz iban a la cabeza de las fuerzas de choque y fueron cortadas del grueso del ejército por el enemigo, además del intenso fuego de artillería a que fuimos sometidos. La suma de estas dos circunstancias puso fuera de combate a la división.
4) La divulgada afirmación, según la cual, después de aquello, el general Tanz había recibido la orden —al parecer, personalmente del Führer— de no intervenir, directamente, en las operaciones militares, no corresponde totalmente a la verdad.
A este comentario, quisiera agregar personalmente lo siguiente: El general Tanz era un combatiente excepcional. Pero, tras lo de Leningrado, procuró conservar en todo momento su unidad, lo cual sólo podía hacer desde el puesto de mando de la división; por eso tuvo que desistir de tomar parte directa en las acciones militares la mayoría de las veces.