Sexta parte
Dicen algunos que la naturaleza divina es indiscernible y que sólo se manifiesta bajo la forma del culto que se le rinde. Norman Drake pagó el taxi y se quedó frente a la residencia de Tom Lavette, la antigua mansión Sommers, en actitud de profundo respeto y sumisión. En realidad no veneraba tanto a la casa como lo que la casa representaba. Su mujer, empero, se habría contentado con la casa.
Su esposa no era precisamente su más entusiasta admiradora. Cuando salió a la publicidad el caso de Barbara Lavette, le dijo sin rodeos:
—Eres imbécil. Pudiendo elegir entre toda una nación, la emprendes con la familia Lavette.
Cuando le informó de su cena con Tom y Lucy, ella exclamó:
—Pero ¿eres idiota? ¿Por qué no le has dicho que dabas el asunto por terminado?
—Ellos no querían eso. La verdad es que su hermana le tiene sin cuidado.
—De cualquier otro podría creerlo.
Durante su matrimonio, Drake se permitió dos aventurillas de carácter lenitivo con dos compasivas mujeres de Washington, ciudad en la que abundan las mujeres compasivas, y las dos veces se salvó del divorcio so pretexto de que destruiría su carrera política. Luego abandonó la búsqueda de la compasión a cambio de unas tolerables relaciones con una empleada de su oficina un tanto desaliñada. Su mujer descubrió el asunto.
—¿Puedes darme una buena razón por la que no deba divorciarme de ti? —le preguntó.
—Pues… me parece que sí —respondió él en tono suplicante. También podía mostrarse sumiso y conciliador.
—Venga esa razón; pero si se refiere a tu carrera política, puedes metértela donde te quepa. Tu carrera política me importa un rábano.
—No digas eso —suplicó él—. Sí, es mi carrera política; pero también algo más. Creo que tengo la posibilidad de ser vicepresidente.
—No estás en tus cabales.
Pero él consiguió convencerla de que no estaba loco. Esta noche, delante de la mansión Lavette, Drake se sentía mucho más cerca de aquella meta increíble que era la vicepresidencia. Su esposa hubiera podido preguntarse, con cierto cinismo, por qué le habían elegido precisamente a él. Por el contrario, Drake se sentía seguro de su valía. Sabía que tenía recursos insospechados, una amplitud de miras que nunca utilizó y, sobre todo, imaginación. Estaba seguro. Tenía imaginación, sí.
Bien, no era el momento de soñar despierto. Cualesquiera que fueran las decisiones que se tomaran y el significado de las insinuaciones de Lavette, esta noche tendría las respuestas. Así se lo habían asegurado.
Drake tiró de la cadena de hierro que colgaba de un lado del quicial de la recargada puerta y oyó sonar en el interior de la casa el tañido de la campana. Allí nada de timbres eléctricos de baratillo. Abrió la puerta un mayordomo, que se hizo cargo de su sombrero y su abrigo.
—Los señores están en la biblioteca, Mr. Drake —le dijo—. Le esperan.
Drake siguió al mayordomo, tragando nerviosamente saliva y, al mismo tiempo, procurando no tragar. El médico le había dicho que esa costumbre era la causa principal de su flatulencia, y la flatulencia era lo que menos deseaba él aquella noche.
Cuando Drake entró en la biblioteca, Tom Lavette se levantó para recibirlo. Sentados cómodamente en la habitación, había seis hombres, algunos de ellos con cigarros y coñac.
—Ha sido usted muy amable al venir esta noche, Drake —dijo Tom, como si Drake tuviera alternativa—. Le presentaré. Joseph Langtrey, el congresista Drake. —Langtrey inclinó la cabeza sin levantarse—. Mark Fowler —presentó Tom.
—Buenas noches, Drake —saludó Fowler. Ya se conocían. Fowler se levantó lentamente, con la mano extendida.
—Ira Cunningham —dijo Tom.
—Para darle una idea de cómo están repartidas las fichas de este juego, joven —dijo Cunningham—, yo soy presidente de «Aceros Lakeland». Mr. Langtrey dirige la «First New York City Trust Company», y Louis d'Solde tiene intereses en la mitad de industrias químicas del país.
—Creo que ya conoce a Mr. Culpepper y a Mr. McGinnis —dijo Tom.
Si no los conocía personalmente, Drake sabía muy bien quiénes eran y qué representaban. Se sentó en la butaca que Tom le ofreció. Aceptó una copa de coñac y un cigarro, que no encendió. Y se quedó esperando.
McGinnis hablaba de Kuwait y de sus yacimientos de petróleo. Había invertido cuatrocientos millones de dólares y hacía cábalas sobre los efectos que el nuevo Estado de Israel tendrían sobre el mercado del petróleo y los nacionalismos. Drake seguía la conversación, esperando que le preguntaran qué opinaba él; pero no se lo preguntaron. Por fin, Culpepper se volvió hacia él y dijo casi con indiferencia:
—Lavette opina que usted sería una buena opción para la vicepresidencia. ¿Quiere el cargo?
—Sí, señor; pero ¿no depende eso del presidente? Es el candidato quien lo elige.
—Somos nosotros —rectificó McGinnis.
—¿Está limpio su historial? —preguntó Fowler—. No me refiero a mujeres ni pecadillos, sino, concretamente, al fraude. ¿Son limpios sus fondos para la campaña? No le pregunto si ha aceptado sobornos. ¿Qué hay sobre el papel? ¿Tiene depósitos bancarios que no pueda justificar?
—He sido muy escrupuloso con mis depósitos bancarios y no hay sobre el papel nada que pueda resultar incómodo.
—¿Y el Impuesto sobre la Renta? —preguntó Langtrey—. ¿Le han hecho alguna inspección?
—Desde hace dos años, no, señor.
—Pues solicítela. Lo antes posible. Siempre que pueda salir indemne.
—En ese aspecto no hay problemas.
—¿Tiene caja de depósito?
—Sí.
—¿Qué guarda en ella?
—Bonos y acciones.
—¿Dinero en efectivo no?
Drake vaciló y asintió.
—Sí, un poco de dinero en efectivo.
—¿Cuánto?
—Alrededor de dieciocho mil.
—Deshágase de ellos.
—¿Cómo?
—¿Y yo qué sé? Déselos a su esposa. Gástelos. Distribúyalos, unos cientos aquí y otros allí. Cómprele un abrigo de piel.
—¿Cómo van las cosas con su mujer? ¿Se llevan bien?
—Oh, sí; el nuestro es un buen matrimonio.
—¿Y los chicos? ¿Hacen calaveradas?
—¡Oh, no! Son buenos muchachos.
—Ahora atienda —dijo Fowler—. Si ganamos las elecciones y usted ocupa el cargo de vicepresidente, será como un ensayo, una prueba en vacío. El futuro dependerá de cómo se porte usted. Y el futuro es el cargo supremo. ¿Me comprende?
—Creo que sí.
—Por lo que respecta a ese comité de la Cámara que usted preside, ya basta. Es inútil y contraproducente, al igual que las andanadas de McCarthy. Deben cambiar la imagen. En lo sucesivo, cuantas menos citaciones, mejor. Ahora pasemos a ciertos asuntos que nos interesan, no sólo en nuestro propio beneficio, sino en el de toda la nación. Aquí McGinnis quiere que se autoricen las perforaciones petrolíferas submarinas. Necesitamos ese petróleo. Louis está muy interesado en el desarrollo del programa espacial. Lavette quiere franquicias transcontinentales y europeas. Cunningham está preocupado por la creciente prevención contra los portaaviones. Esto son sólo sugerencias. No es necesario que hablemos de todo esta noche. Habrá tiempo. Lo único que nos interesa ahora es abrir vías de entendimiento. ¿Las tenemos ya?
—Yo diría que sí —afirmó Drake.
Cuando Drake se marchó, Fowler dijo a Tom:
—Confío en que no te equivoques, Lavette. No me gusta ese tío.
—Creo que posee la lealtad que podrías encontrar en un perro apaleado bien adiestrado. No conozco a nadie más en Washington a quien poder comprar de modo tan absoluto. Además, por razones que, honradamente, no acierto a comprender, ese hombre saca votos mejor que nadie. Por lo visto, los electores le quieren.
—Pues yo no —replicó Culpepper—. Cuando pienso que ese hombre pueda llegar a ser presidente de los Estados Unidos, me pregunto dónde diablos iremos a parar.
Aquella noche, en la cama, después de dar a Lucy un minucioso informe de lo hablado en la biblioteca, Tom dijo:
—Al fin y al cabo, Lucy, no podemos quejarnos de lo conseguido a base de nuestra combinación de Lavette, Seldon y Sommers. Todavía somos la manzana más pequeña del cesto, pero estamos dentro.
—Más que eso, Tom. Un día tendremos acciones del hombre que gobierne la nación más poderosa de la Tierra. Porque no es sólo ser dueños de un político, sino de toda esa hermosura. —Alargó el brazo y le oprimió con afecto—. Eso es el poder.
Pero él se había quedado abstraído, lejos de allí.
—¿Tom?
—Sí.
La miró fijamente.
—Es un feo bicho, pero es todo nuestro.
—Sí.
—Pero ¿qué tienes? Estás contento, ¿no?
—Creo que sí.
—¿Qué te pasa ahora? —Estaba molesta. Aquello era un triunfo para ella y quería compartirlo con Tom.
—No tiene importancia.
—¿Dan Lavette? —preguntó Lucy en voz baja.
—Es mi padre.
—Tom, hemos hablado de eso muchas veces. Tenía que enterarse tarde o temprano. De todos modos, no significa nada para ti.
—¿Lo crees así realmente?
—Es lo que tú decías, por lo menos. Y en cuanto a Barbara, tú no la mandaste a la cárcel. Fue porque quiso.
—En toda mi vida —dijo Tom con cansancio—, en toda mi condenada vida, sólo he deseado de verdad una cosa y no he podido conseguirla. Lo tengo todo, todo menos una mirada afectuosa de ese cabrito sin entrañas que dice ser mi padre. Si una sola vez en la vida me hubiera mirado y hablado como un padre a su hijo…
—¡Basta! —Lucy estaba furiosa—. Era un buen día y lo estás echando a perder.
—No lo odio.
—Te estás portando como un perfecto idiota.
Ella apagó la luz y dio media vuelta.
Tom seguía despierto. En su mente martillaba una frase, la última frase de un libro que había leído hacía mucho tiempo, estando en Princeton: «De ellos es el reino de los cielos».
Alexander Hargasey sufrió un ataque en el plató de la película que estaba dirigiendo, y cuatro horas después había muerto. Le sobraban varios kilos y estaba en baja forma física, por lo que no pudo resistir el infarto. Cuando Sally llegó al hospital, ya había muerto. Sentada en la sala de espera, Sally lloró como no había llorado en su vida. Estaba embarazada de tres meses. Quería mucho a Hargasey. Era como un segundo padre, confesor, maestro y amigo. Mientras pensaba que, fuese niña o niño, la criatura se llamaría Alexander, se entregó a un dolor auténtico, sin los adornos románticos que ella solía poner en sus emociones. En realidad, Sally nunca se había encarado con la vida ni había mirado a la muerte como hay que mirarla, como el final de algo, como un agujero cruel que se te abre en la mente y que nada puede cerrar.
Joe la acompañó al entierro. Él recordaba al director como un tipo bajito, calvo y un poco cómico. Al oír lo que Sally decía de él, se sintió impresionado y avergonzado.
—Era un hombre bueno —dijo Sally—. Tenía una integridad que yo no comprendo porque no la tengo. Ni por asomo.
—Me era simpático —confesó Joe, como disculpándose. Luego recordó a Sally que él le había conocido hacía años, cuando encargó a Dan Lavette que le construyera un yate.
Sally creía que él guardaba rencor a Hargasey.
—No pienso trabajar con ningún otro director. Nunca. Se acabó. Conque no importa lo que pienses de Alex Hargasey. Voy a dejar el cine.
Joe la acompañó a casa y se fue al dispensario. Cuando regresó a Beverly Hills, a las seis de la tarde, encontró a Sally sentada en el dormitorio, casi a oscuras.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Estaba pensando.
—¿Hablabas en serio cuando dijiste que no ibas a hacer más películas?
—Estoy embarazada.
—¿Qué?
—Es lo normal, ¿no? De tres meses.
—¿Estás segura?
—Sí, Joe, estoy segura. Fui a ver al doctor Brimmer, el médico de los estudios. Me han hecho las pruebas.
—¿Quieres tenerlo, Sally?
—Es mi hijo. ¿Qué crees tú?
—Que está muy bien. Pero no entiendo eso de dejar el cine. Después de todo lo que hemos hablado y sabiendo lo mucho que significa para ti. ¿Cómo puedes abandonar algo que te gusta tanto?
—Porque ya ha dejado de gustarme.
Volvía a llorar.
—Sally, anda, no llores.
—Ya no lloro por Alex —dijo ella entrecortadamente—. Lloro por mí. ¡Oh, Joe, estoy tan triste, perdida y asustada! No sé qué estoy haciendo aquí, ni cómo he llegado. Quiero irme a casa, Joey —suplicó.
—Sí. Nos iremos unos días a Napa. Si quieres, puedes quedarte allí un par de semanas con May Ling.
—No es eso. Quiero ir allí para quedarme y que tú estés conmigo. Joey, Joey, también podrías abrir un consultorio en Napa. O en Oakland, si lo prefieres. En Oakland hay tantos enfermos pobres como aquí. Pero yo no puedo quedarme aquí. Me gustaría tener tres o cuatro hijos. Me gustaría vivir como un ser humano. Poder andar por la calle sin que nadie me mire o comente. ¡Por favor, Joey!
—¿Y la casa?
—La vendemos. ¡A la porra la casa! ¿Es que no lo entiendes? Mi propia hija es una extraña para mí. No quiero hijos que me miren como a una extraña.
—¡Pero yo he trabajado tanto por ese dispensario!
—Joey, vamos a tratar de salvarnos a nosotros mismos. También formamos parte del género humano, ¿verdad? Y el dispensario también saldrá adelante sin ti. Dime que lo intentarás. Y es que si ahora fracasamos…
Él movió la cabeza tristemente.
—Por favor. Vamos a probar.
Joe estaba caviloso y retraído. No prometió nada. Sólo murmuró:
—Está bien. Probemos.
La decisión de Barbara de ir a Israel fue repentina, imprevista, incluso en sus más vagas especulaciones. Si otra circunstancia no, el haber estado tanto tiempo separada de Sam hubiera tenido que impedirle formar semejante propósito. Jean lo tomó como un capricho.
—¿Por qué ahora? —le preguntó—. Sí, comprendo que, después de esos horribles meses de cárcel, estés desasosegada. Pero ¿no has estado ya bastante tiempo separada de Sam?
—No serían más que diez días a lo sumo.
—¿Por qué?
—No sé por qué. Quizá para poner una flor en la tumba de Bernie. O para ver aquello por lo que murió mi marido.
O para encontrar la respuesta a una pregunta que no conocía. Cuando cambió de avión en el aeropuerto de Idlewild, en Nueva York, estuvo a punto de anular el pasaje y regresar a California. Pero desistió y optó por llamar a San Francisco para hablar con Sam.
—¿Voy a vivir siempre con la abuela? —preguntó Sam en tono quejumbroso.
—No, mi vida. Regresaré la semana próxima.
—Pero tú me prometiste que no volverías a marcharte. Me lo prometiste. Lo sabes.
En aquel momento, Barbara casi decidió regresar a casa en el primer avión. Pero no lo hizo, y a la mañana siguiente estaba en Londres. Poco antes de las doce del mediodía, despegaba en un aparato de la «El-Al» en la última etapa de su vuelo a Tel-Aviv.
El hombre que iba sentado al lado de Barbara entró en conversación con ella. Era un israelí de unos setenta años, muy cortés y que hablaba un inglés excelente. Dijo llamarse Aaron Cohen y ser dueño de una librería en Tel-Aviv. Cuando ella le dio su nombre, Barbara Lavette, el anciano la reconoció muy complacido:
—¡Claro! Debí advertirlo antes. He visto muchas veces su fotografía y he vendido muchos libros suyos.
—¿En hebreo? No están traducidos al hebreo.
—No; en inglés. Vendemos muchos libros ingleses. Aunque no sé por qué no tienen que traducirla al hebreo. Yo puedo hacer algo al respecto. Pero ¿qué la ha inducido a ir a Israel? ¿La curiosidad? ¿O está escribiendo alguna novela sobre nosotros? Usted no es judía, ¿verdad?
—No; mi marido lo era. Se apellidaba igual que usted.
—Es un apellido judío corriente. ¿Su primera visita a Israel?
—Sí.
—Al hablar de su marido, ha dicho «era», ¿está divorciada o es viuda?
Barbara le contó lo que la impulsaba a hacer aquel viaje o, por lo menos, lo que a ella le parecía que la impulsaba. Cohen la escuchó pensativo y luego asintió.
—Creo que lo entiendo —dijo.
—¿Lo entiende, Mr. Cohen? Yo no estoy segura de entenderlo.
—Verá, no es muy agradable decirlo, pero la muerte es algo terminante. O debe de serlo. La vida tiene que seguir. Usted está presa en la muerte de su marido. Creo que debe usted liberarse.
—Es extraño eso que dice.
—¿La he molestado?
—No estoy segura. Ya no estoy segura de casi nada, y la verdad es que tampoco estoy segura de lo que me lleva a Israel. En cada una de las escalas he estado tentada de regresar.
—¿Dónde está enterrado su esposo? —preguntó Cohen.
Barbara abrió el bolso y sacó la agenda. Recordaba el nombre del lugar, pero no estaba segura de pronunciarlo correctamente.
—En Kiryat Anavim.
—¡Ah, sí! Conozco el sitio. Es un kibbutz que está en la carretera de Jerusalén… La carretera de Tel-Aviv a Jerusalén. ¿Sabe lo que es un kibbutz?
—¿Una granja colectiva?
—Sí. El de Kiryat Anavim es bastante antiguo y grande. Me parece que incluso tiene su propio cementerio militar; aunque es de suponer que sólo tendrán allí a los suyos, es decir, los muchachos del kibbutz que murieron durante la guerra. ¿Dice que a su esposo lo mataron al este de Haifa?
—¿En la carretera de Megiddo? No estoy segura.
—¿Fue en el cuarenta y ocho?
—Sí.
—La situación era muy confusa entonces. Yo no he estado en el cementerio de Kiryat Anavim, pero no puede ser muy grande. Es un lugar muy hermoso. Claro que yo soy parcial. Para mí los montes de Judea son lo más bonito del mundo.
—¿Cómo puedo llegar hasta allí? —le preguntó Barbara.
—Es fácil. Somos un país muy pequeño. No tiene más que tomar un taxi a la puerta del hotel. Por cierto, ¿dónde se hospeda?
—Tengo reservas en el «Dan».
—¡Ah, muy agradable! En la costa. Habrá taxis allí mismo. Desde el hotel hasta el kibbutz tardará una hora y media. Si no piensa quedarse mucho rato, el chófer la esperará.
Al igual que la mayoría de la gente, Barbara tenía sobre Israel ideas preconcebidas. Sabía que Tel-Aviv había sido fundada por un puñado de judíos en las dunas de la costa mediterránea hacía menos de medio siglo, por lo cual pensaba encontrar una ciudad de aire provisional, una especie de poblado del Oeste en grande, en lugar de la gran metrópoli moderna y trepidante que se abría ante ella.
Después de deshacer el maletín de mano, tomar un baño y cambiarse de ropa, salió a dar un paseo. Eran apenas las doce del mediodía y se dijo que podía tomar un taxi y terminar su misión aquel mismo día. Pero ahora que había llegado a Israel, su misión parecía carecer de sentido y no acertaba a explicarse que hubiera recorrido casi trece mil kilómetros para visitar la tumba de su marido.
Al salir del «Dan», bajó por Frisham Street y, en Dizengoff, torció a la izquierda y avanzó por la ancha avenida, rodeada de una marea humana, chicos y chicas, jóvenes soldados con el fusil al hombro, viejos y viejas, negros y blancos, judíos, árabes, cristianos —todas las fisonomías de la Humanidad; bajos, altos, gordos, flacos, todos los tipos humanos—, un conglomerado que transitaba tranquilo y sin prisas y que no era del todo similar a otros que ella había visto en otras ciudades.
Barbara compró un bocadillo de salchicha de Francfort y una botella de cerveza israelí y se sentó en una mesita de hierro forjado de uno de los muchos cafés que bordean el Dizengoff. La cerveza era buena. Tenía apetito y comió otro bocadillo.
Ya se sentía mejor, ya había calmado el hambre y permaneció sentada en el café, tratando de ambientarse, de captar el aire del lugar. Al igual que tantos otros norteamericanos blancos y protestantes, Barbara, en su pensamiento, daba a los judíos y al judaísmo un tratamiento especial. Todos sus pensamientos estaban precedidos por una especie de declaración de principio: «Me es indiferente que una persona sea judía o no». Sólo que nunca era simplemente una persona. Un polaco, un ruso, un húngaro, incluso un inglés podía ser sencillamente, una persona. Pero los judíos eran algo específico. Los judíos eran la realidad que ella había vivido en la Alemania nazi. El hombre que dormía con ella y con el que luego se casó era un judío. El socio de su padre era un judío. Jake Levy era judío. Sally era medio judía. En la tela de su vida había muchos hilos judíos. La madre de Barbara venció su propio antisemitismo simplemente dejando de usar la palabra «judío» al referirse a ellos. Jean había cristianizado a todo un pueblo y se había quedado tan tranquila. Sentada en aquel café de Tel-Aviv, Barbara se rió para sí al reparar en ello. Jean era fantástica. ¿Por qué ella no podía ser como su madre? Pero ¿y si Jean estuviera allí? ¿Lo consideraría un país judío? Jean lo resolvería. Jean resolvía las cosas. Tom resolvía las cosas. Hasta Sally y Joe habían llegado a un arreglo satisfactorio. Pero Barbara, no. Barbara no resolvía nada, no terminaba nada, no sacaba conclusiones. ¿Se parecía en esto a su padre? ¿Los dos eran de los que se quedaban sentados a un lado del mundo contemplándolo, como ella estaba ahora en el café del Dizengoff?
Por enésima vez, Barbara se preguntó por qué había ido y qué hacía allí. Desde luego, no había ido a darse un baño de sentimentalismo, y la idea de arrodillarse ante la tumba de Bernie y depositar unas flores se le antojó ahora una cursilería absurda y hasta deshonesta, que la sublevó. Se levantó, pagó la cuenta y volvió de prisa al «Dan Hotel». Ahora se sentía segura de sí misma. Se le había caído la venda de los ojos. La embargaba una sublime indignación liberalista contra los que fraccionan el mundo y la Humanidad en naciones, razas y religiones. Ella no se rebajaba a esas cosas. Después de ver tanta guerra, tanta muerte y tanto sufrimiento, forzosamente tenía que indignarse ante esta cuestión de judíos y gentiles. Ella se había casado con un hombre. Él era un hombre, un miembro de la familia humana, un ser humano alto, amable y capaz. De algún modo que ella no acababa de aprehender, él supo comprenderla y le deparó momentos de gran felicidad. No era la única viuda del mundo. Pero a él —ahora se daba cuenta— lo mató la fuerza mística de aquella tierra, de aquel Israel. Mas ella no estaba dispuesta a entrar en el juego. Aquel viaje era un error y no pensaba confirmarse en el error haciendo la peregrinación sentimental al cementerio. Volvería al hotel, haría la maleta y regresaría a los Estados Unidos, donde debía estar. Y sin sentirse culpable. Ella, a su manera, ya había contribuido a hacer más soportable este pozo de serpientes que los hombres llamaban civilización. No sucumbiría al complejo de culpabilidad.
Estaba en la habitación del hotel, haciendo la maleta, cuando se abrió la puerta y entró la camarera a cambiar las toallas. Era una mujer pequeña y reseca que, sonriendo tímidamente, le preguntó:
—¿Ya se marcha? Si acaba de llegar…
Hablaba con un acento muy marcado, que a Barbara le pareció francés más que israelí. Al mirarla más atentamente, vio el número tatuado en el antebrazo.
—Sí, me marcho —admitió Barbara.
—Llegó usted… esta mañana.
Barbara, enojada consigo misma y con todo el mundo, irritada por haber sucumbido a una idea sentimental que la llevó a separarse de su hijo, después de haber estado seis meses sin verlo, se sintió molesta por lo que consideró una impertinencia de la camarera. Así eran todos, inquisitivos e indiscretos. ¿En qué otro lugar del mundo se le ocurriría a una camarera meterse en los asuntos de una cliente a la que no conocía? En seguida se avergonzó de pensar así. ¿Cómo había podido ocurrírsele? ¿Qué le pasaba? Lo único que había hecho aquella pobre mujer era tratar de comunicarse con otro ser humano por medio de una pregunta, y mentalmente Barbara la había rechazado, condenándola en términos del racismo más abyecto. No importaba que no hubiera pronunciado las palabras. Bastaba haberlo pensado para hacerle comprender que debía pedir perdón a la camarera. Pero eso sería peor.
La camarera dejó las toallas en el baño y se dispuso a salir.
—¿Podría quedarse un momento? —pidió Barbara—. ¿Por favor?
La mujer la miró con extrañeza.
—¿Se encuentra bien, señorita?
Barbara se sentó en la cama, apretando los puños.
—Sí, sí… estoy bien.
—¿Quiere que le traiga algo? ¿Una taza de té?
—Usted es francesa —dijo Barbara.
—Sí. ¿Cómo lo ha adivinado?
—Por el acento —y Barbara siguió diciendo, en francés—: ¿No podríamos hablar en francés? Hace tanto tiempo que no lo hablo…
El arrugado rostro de la mujer se abrió en una sonrisa:
—Es un placer encontrar aquí a una francesa —dijo también en francés—. No vienen muchos franceses a este hotel.
—Yo soy norteamericana —repuso Barbara.
—Pues nadie lo diría. Habla el francés a la perfección.
—No tanto. Viví varios años en Francia, pero ahora me falta práctica. ¿No puede quedarse un momento? Me gustaría hablar con alguien. Lo malo de viajar sola es que no hay con quien hablar. ¿Podría quedarse unos minutos?
—Desde luego.
—Siéntese, por favor —rogó Barbara—. Me llamo Barbara Cohen.
La camarera asintió vivamente y se sentó en el borde de la silla, con la espalda muy erguida, como para restarle intimidad al acto de sentarse.
—Encantada. Yo me llamo Annette Tilman. Quiero decir que estoy encantada de que sea judía. O norteamericana. No me gustan los franceses.
—No soy judía. Mi marido lo era.
—¡Oh!
—¿Dice que no le gustan los franceses? —preguntó Barbara—. Pero usted es francesa.
—Yo soy judía. Ahora, israelí.
Barbara no supo qué responder a esto, y las dos mujeres se quedaron en silencio unos instantes. De pronto, la camarera preguntó:
—¿Qué edad le parece que tengo?
La pregunta era una trampa. Barbara se puso a la defensiva. ¿Por qué estaba allí sentada, hablando con una camarera? ¿Por qué no se preocupaba de pedir un pasaje para el primer avión? Tenía la sensación de que le tendían un lazo, y cuando miró a la camarera había cierta angustia en sus ojos. ¿Qué edad tendría aquella mujer? La piel de la cara estaba arrugada y tenía costurones en la barbilla. ¿Habría sido hermosa alguna vez? Aquella cara estaba desfigurada, consumida y apergaminada. Sólo los ojos azul claro la redimían de la fealdad.
—Pues, no sé… de verdad. No sé calcular edades —replicó Barbara, mientras pensaba que aquella mujer debía de tener por lo menos sesenta años, pero sesenta años de sufrimiento.
—Sí, usted tiene buen corazón, Madame Cohen. Es usted muy joven y hermosa. No siento envidia. Estoy viva. Mi salud no es mala. Vivo en la tierra de Israel. Me gusta mi trabajo, y cada día hablo mejor el hebreo. Le diré cuántos años tengo. Veintinueve años. ¿No me cree? Cosas de la Gestapo. Nunca hablo de ello; pero me ha parecido que le sorprendía y le molestaba que yo dijera que no me gustan los franceses. Ahora verá por qué. Vivíamos en Ruán. Yo tenía marido, dos hijos, madre, padre, tres hermanas y un hermano. También tenía tres sobrinos y una abuela muy anciana. —Levantó la mano y empezó a contar con los dedos—. Contemos. Yo no, yo estoy viva; pero los demás, mi marido, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece. Todos muertos, denunciados a la Gestapo por nuestros buenos vecinos. Por eso odio a los franceses con toda mi alma. Pero eso es una estupidez ¿no le parece? Yo no entiendo a la gente, ni siquiera me entiendo a mí misma, porque lo único que puedo pensar ahora es que aquí se está muy bien y que es muy agradable conversar en mi propia lengua con una señora simpática como usted. Pero ¿quién hará mi trabajo mientras tanto? —Se levantó rápidamente—. Yo lo haré. ¿Quién si no?
La mujer se disculpó con una sonrisa y salió. Barbara se quedó sentada en la cama, mirando la puerta. Luego deshizo otra vez la maleta y bajó a cenar.
A las ocho de la mañana siguiente, Barbara, vestida con una vieja falda de franela gris y jersey y calzando unos zapatos cómodos, preguntó al portero del hotel si podía indicarle un taxista que hablara inglés.
—Todos —dijo el hombre—. Tome el primero de la fila. No tengo favoritos.
El taxista que conducía el primer coche de la fila dijo:
—Sol Katz, para servirla. ¿Adónde, señora?
—¿Puedo alquilar el coche para todo el día?
El hombre la miró pensativo y luego asintió:
—Son veinticinco dólares americanos. —Era un hombre de unos cincuenta años, hombros caídos, gran abdomen, pelusa rojiza en las mejillas, cejas muy pobladas y rizado pelo negro—. Suba —dijo—. ¿Adónde?
Ella le dio las señas.
El hombre se sentó al volante y, doblando el cuello para mirarla, dijo:
—¿Seguro que es ahí adonde quiere ir? ¿Kiryat Anavim? No es más que un kibbutz.
—Seguro.
El hombre arrancó y se metió entre el tráfico.
—¿Tiene algún pariente allí?
—No.
—Lo imaginaba. No tiene aspecto de tener parientes en ese sitio.
—Supongo que no. Usted es americano, ¿verdad? —preguntó ella.
—Si Bensonhurst es América.
—¿Dónde está Bensonhurst?
—En Brooklyn, con todo lo demás. Estoy aquí desde el cuarenta y ocho. Vine para ayudar y me he quedado. ¿Es usted periodista, señora?
—Más o menos.
—¿Y piensa escribir sobre Israel?
—Escribo sobre la mayor parte de los lugares que visito. Supongo que algún día escribiré sobre Israel.
Barbara no tenía ganas de conversación. Ella deseaba mirar el paisaje, recibir su impacto, sentir lo que pudiera sentir su marido por aquellos lugares. No era como ella lo imaginara. En sus viajes de corresponsal de guerra nunca estuvo en este pequeño territorio. La dedicación de su marido la había predispuesto contra todo lo israelí. Israel fue su rival, lo único que le disputó al hombre a quien ella amaba y al fin ganó la partida, porque el que fuera su hombre ya no estaba en su lecho, sino en aquel suelo. Era un lugar al que ella nunca reconoció una existencia real. Su educación religiosa fue sólo superficial. Dan Lavette era católico, pero se apartó de su religión para casarse con Jean. Las clases del catecismo dominical, impartidas en el correcto redil episcopaliano de la catedral de la Gracia de Nob Hill, le enseñaron la mitología de un lugar llamado Tierra Santa. Aquella Tierra Santa era un lugar en el que un Hombre que era Dios caminó sobre las aguas del mar de Galilea y arrastró una cruz por la Vía Dolorosa; un lugar en el que las ilusiones y esperanzas de la Humanidad fueron clavadas en un madero y en el que los soldados romanos gobernaban a un pueblo que vivía sumido en las brumas de la Antigüedad. Nada de aquello tenía relación con las concurridas calles de Tel-Aviv por las que Sol Katz conducía su taxi con tanta pericia, hacía sonar el claxon y gritaba a los otros conductores en aquella lengua extraña y gutural llamada hebreo. Armonizaban mejor las zonas más antiguas y destartaladas de Oakland.
Salieron de la ciudad por una carretera asfaltada de dos carriles que discurría entre poblados, almacenes y fábricas y, más allá, granjas y prados. Buscando símiles, Barbara recordó lugares de Ohio e Illinois no muy diferentes de aquéllos. La mañana era fresca y hermosa, con un cielo muy azul y un aire suave como una caricia.
Llegaron a un lugar en el que el terreno se elevaba suavemente hacia el Norte en una gran extensión de prados, muy parecidos a los ondulados prados que Barbara recordaba haber visto en el sur de Inglaterra. Sol Katz le dijo, hablando por encima del hombro:
—Mire, señora, ahí es donde el rey Saúl libró su gran batalla contra los filisteos. Ellos venían de la costa, más o menos de la zona de Tel-Aviv, y él bajaba de las montañas.
Bueno, por lo menos las clases de catecismo habrían servido de algo, aunque no fuera más que para conversar con un taxista de Bensonhurst. Barbara sintió que le escocían los ojos y trató de luchar contra la ola de emoción que la invadía. «Es una ilusión —se dijo—. Éste es un lugar como otro cualquiera, una parte de la Tierra. Nosotros somos la gente, y dondequiera que estemos es sagrado y, si no somos capaces de entender esto, estamos perdidos. Yo no pienso dejarme arrastrar por los sueños ni por los gritos de guerra que se llevaron a Bernie. Voy a ese lugar porque ya estoy aquí. Lo veré y asunto terminado».
Iban subiendo por las colinas. También aquello era diferente a lo que ella había imaginado. Las laderas estaban cubiertas de arbolitos jóvenes, cedros y pinos, y el aire estaba perfumado. Esto le recordaba Nueva Inglaterra.
—Los plantamos nosotros —explicó Sol Katz.
—¿Qué?
—Los árboles, señora. Hasta el último. Nosotros los plantamos.
—Pero son miles y miles. Cubren todas las colinas.
—Exacto. Aquí no había más que piedras y hierba. Fantástico, ¿no le parece?
—Ya lo creo —asintió Barbara.
—Ahí está Kiryat Anavim —indicó el hombre, señalando un grupo de casas blancas de tejado rojo que se veía a lo lejos. El kibbutz se encontraba en un valle, al pie de una colina, y los edificios se escalonaban en la ladera, entre huertos, campos y terrazas.
—¿Quién está al frente de estos lugares? —preguntó Barbara al poco rato.
—Señora, ¿cuál es su nombre, por favor? Si vamos a pasar todo el día juntos, tengo que llamarla de alguna manera.
—Barbara Cohen.
—¿Miss Cohen?
—Mrs. Cohen —precisó Barbara.
—Bien, Mrs. Cohen. En general, el kibbutz está administrado por un comité. Hay un secretario, un presidente o alguien por el estilo.
—¿Habrá alguien que hable inglés?
—Alguien habrá. Recuerde, Mrs. Cohen, que nuestra tierra estuvo ocupada durante mucho tiempo por los ingleses.
Llegaron al kibbutz. Había una zona de aparcamiento asfaltada en la que se veía una colección de coches viejos, camiones y dos tractores. Al lado, un taller en el que unos hombres, con el torso desnudo, trabajaban en un tercer tractor. La carretera serpenteaba por la ladera hasta un edificio de piedra y estuco. El edificio estaba adosado a la montaña y seguía el desnivel y, junto con las cercas y los edificios de piedra, trepaban y se desparramaban por doquier los senderos rojos. El sol de la mañana era cálido y el aire estaba en calma. Las abejas zumbaban sobre las flores, y una enorme mariposa negra y amarilla se paró un momento en el hombro de Barbara. Por la carretera bajaba una mujer joven con shorts, que miró a Barbara con curiosidad, subió a uno de los camiones y se fue. Un perro mestizo se acercó a lamerle el zapato.
Sol Katz dio la vuelta al coche, examinando los neumáticos.
—Es bonito esto —dijo—. ¿Conoce a alguien aquí?
—Pues me temo que no.
El taxista gritó en hebreo a los que trabajaban en el taller, que le respondieron en igual tono. Una vez obtuvo la información que deseaba, dijo a Barbara:
—La acompañaré a la oficina. La secretaria se llama Sara Pérez. Dicen que ahora está allí. ¿Cuánto rato piensa quedarse?
—No más de una hora.
—Está bien. Me encontrará en el coche. Si quiere, podemos llegarnos hasta Jerusalén. Sólo faltan unos kilómetros.
—Veremos.
Barbara le siguió hasta el edificio de piedra.
—Es ahí —indicó Katz—. Dicen que habla inglés, de modo que no tendrá problemas.
La dejó en la puerta y se volvió al coche. Barbara tenía la impresión de que le ponía nervioso estar lejos de su taxi. Evidentemente, su coche era lo más importante de su vida. Barbara empujó la puerta y entró. Se encontró en un vestíbulo con muchas puertas que tenían rótulos en hebreo. Llamó con los nudillos a la primera de la derecha, oyó una voz de mujer que contestaba en hebreo y entró. La habitación estaba amueblada con una mesa de madera de pino, varias sillas y archivadores. Detrás de la mesa había una mujer morena y delgada de unos cuarenta años. Tenía encima de la mesa una carpeta abierta.
—Busco a Sara Pérez —dijo Barbara.
—Soy yo. ¿En qué puedo servirla?
—Soy norteamericana. Me llamo Barbara Cohen.
—¿No quiere sentarse? —Señaló una silla—. ¿Es periodista?
—No.
—Pensé que lo era porque sabe mi nombre. A veces vienen periodistas para escribir sobre el kibbutz.
—Soy periodista, pero no he venido por eso.
Luego, lo mejor que supo, le contó el motivo de su viaje a Israel.
—¿Quiere ver la tumba de su esposo?
—No lo sé. Quizá. O quizá simplemente tenía que venir.
—No comprendo qué le hace pensar que su marido esté enterrado aquí. Tenemos un pequeño cementerio militar; pero es sólo para los muchachos del kibbutz que cayeron durante la guerra. Su marido no pertenecía a este kibbutz, si no me equivoco.
—No; pero me dijeron…
—Un momento, no se apure —dijo Sara Pérez con amabilidad—, aquí está el registro. —Abrió un archivador, sacó un libro y empezó a pasar las hojas. En aquel momento entró en el despacho un anciano de unos setenta años, delgado, de mejillas sonrosadas y barbita y bigote blancos—. ¡Ah, Shimon! —dijo Sara y, dirigiéndose a Barbara añadió—: Él lo sabrá. Se acuerda de todo.
—De todo no. Ni el mismo Dios se acuerda de todo.
—Shimon, te presento a Mrs. Cohen, de los Estados Unidos. Su esposo murió en Megiddo en el cuarenta y ocho. Ella estaba en los Estados Unidos y le dijeron que lo habían enterrado en nuestro kibbutz.
El anciano miró a Barbara y dijo a Sara unas palabras en hebreo.
—Le ofrece su condolencia —dijo Sara—. Dice que es usted buena y hermosa.
—Bueno, supongo que ya soy lo bastante viejo como para poder decírselo directamente. ¿Cómo se llamaba su esposo?
—Bernie, Bernie Cohen.
Él permaneció unos momentos con los ojos cerrados y luego asintió.
—Sí, lo recuerdo. Hubo una confusión porque uno de nuestros chicos llamado Cohen estaba en el Norte. Nos enviaron el cadáver y, luego, los papeles. Era norteamericano. —El anciano se encogió de hombros—. ¿Por qué no íbamos a enterrarlo aquí? Es un buen sitio, muy antiguo. ¿No le parece bien?
Barbara movió la cabeza afirmativamente.
—¿Quiere exhumar el cadáver y llevárselo a su país?
—No. Él hubiera preferido quedarse aquí.
—¿Entonces sólo ha venido para ver la tumba? —preguntó el anciano.
—Sí.
Parecía un disparate, dejar otra vez a su hijo y recorrer tantos kilómetros para esto. Para visitar una tumba. Ahora, sentada ante aquellos dos desconocidos en el mísero despachito del kibbutz, Barbara se sentía no ya ridícula, sino interiormente deshecha, abrumada por la sensación de que la cárcel la había dejado vacía, perdida.
—Si quiere, la acompañaré a la tumba —se ofreció Shimon.
—Si es tan amable. —Se levantó—. Muchas gracias —dijo tristemente a Sara Pérez.
El anciano la condujo por un sendero que subía la soleada ladera.
—Los muertos siguen guardándonos —dijo enigmáticamente, señalando hacia lo alto—. Ahí arriba, al otro lado de esa cima, está la frontera de la antigua Judea, que está todavía en poder de los jordanos. Actualmente está en calma, pero aún vivimos al borde de la eternidad. Y no es fácil vivir así.
—No; no lo es.
—Pero usted no es judía, ¿verdad?
—No.
—Y ahora está en este país extraño entre esta extraña gente. Debe de ser muy duro.
—No, no es duro. En realidad, todavía estoy tratando de averiguar por qué he venido. Lo que queda de mi marido está dentro de mí y no aquí.
—¿Por qué aquí no? —preguntó el anciano—. Esto es el cementerio. No es muy grande. Sólo unos centenares de tumbas; mas para un solo kibbutz, una matanza terrible. La flor de nuestra juventud.
Las tumbas estaban dispuestas en escalones, y cada una de ellas acabada y cuidada amorosamente, con su pequeña lápida inscrita en hebreo.
—No sé leer esos signos —dijo Barbara tristemente.
—Yo la buscaré.
Un muchacho y una muchacha, los dos con shorts y tostados por el sol, cortaban y colocaban losas de piedra en una escalera ornamental que ascendía por entre las tumbas.
—Yo he venido del Canadá —explicó Shimon—. La mayoría de nosotros procedemos de otros lugares. Pues bien, los cementerios que recuerdo son lugares fríos y tétricos. ¿Por qué? Hemos querido que éste fuera diferente. Esa piedra caliza que están cortando y labrando procede de nuestras montañas. Es la misma piedra que se utilizó para construir Jerusalén.
Iban subiendo. Al final del sendero, apareció un pequeño edificio de piedra, como una capilla, de unos tres metros de lado, sin ventanas. Shimon le tocó el brazo.
—Aquí, Barbara.
Ella se detuvo. El anciano señalaba una tumba situada al lado de donde ellos se encontraban.
—Ésa es. La tumba de su marido.
Barbara la miró. No era distinta de las otras. Una lápida con unos signos hebreos y, debajo, las fechas: 1906-1948. No sintió nada. Estaba vacía y seca por dentro, seca como el polvo. Así estuvo tal vez cinco minutos, esperando algo, algo sin nombre, indefinido y, quizás, inexistente.
Luego, con una voz tan árida y seca como su espíritu, preguntó, señalando otras lápidas sobre las que se veían pequeñas piedras:
—¿Qué significan esas piedras?
—Es una antigua costumbre judía. Cuando se visita una tumba, se pone una piedra sobre la lápida. Dicen que es la señal de que has estado allí y has dejado algo para que acompañe al muerto. Es un detalle sentimental y no creo que tenga un más profundo significado. Es una costumbre muy antigua y no creo que haya nadie que sepa a ciencia cierta lo que quiere decir.
—¿Y esa capilla? ¿Ahí se guardan las cenizas?
—Nosotros no quemamos los cadáveres. Nuestra religión no lo permite. No; no guardamos cenizas.
—¿Pues qué guardan ahí? —preguntó Barbara, por decir algo, pues en realidad no le interesaba.
—¿Por qué no entra?
—Es igual.
—Quizá no.
Con cierta impaciencia, sintiéndose manipulada, Barbara se acercó al pequeño edificio de piedra, abrió bruscamente la puerta y entró.
La claraboya del tejado derramaba una cascada de luz en el pequeño recinto. Cubrían las paredes de derecha e izquierda, desde el suelo hasta el techo, las fotografías, formato quince por quince, encapsuladas herméticamente en plexiglás, de todos los hombres enterrados en el cementerio militar de Kiryat Anavim. Sólo que no eran hombres. Eran chiquillos. Muchachos alegres y risueños. No eran retratos de estudio, sino instantáneas amorosamente recogidas a padres y amigos.
Barbara las miraba una a una, pasando de una sonrisa a otra. «¡Dios mío! —pensó—. ¿Pues no estoy buscando a Bernie?». Ellos no podían tener la foto de Bernie.
Entonces se derrumbó el muro seco de su interior y Barbara cayó al suelo, sollozando histéricamente. Ya había llorado otras veces, pero nunca tan incontroladamente, saltando todas las barreras y rompiendo todos los soportes que la sujetaban y protegían.
El anciano esperaba fuera. La oyó llorar y la oyeron también los dos jóvenes que cortaban piedras; pero cuando éstos quisieron entrar a socorrerla, él se lo impidió.
—Dejadla sola —dijo—. Dejadla sola con los muertos. Ahora es para ella el tiempo de estas cosas.
La presa se rompió y, después del primer embate, la fuerza de las aguas disminuyó. Entre jadeos, Barbara descubrió que podía volver a respirar normalmente. Por fin cesaron las lágrimas y pudo abrir el bolso, sacar un pañuelo y secarse la cara. Se levantó temblando, más aturdida que extenuada, y salió.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Shimon.
—Sí; me encuentro bien.
—¿Quiere que volvamos?
—Sí.
Pero, después de recorrer unos pasos, Barbara dijo:
—He olvidado algo.
Shimon la vio retroceder hasta la tumba de Bernie, coger una piedra del suelo y colocarla encima de la lápida.
La brisa era justo la necesaria para hinchar la vela y que el timón respondiera a la rueda mientras navegaban con rumbo Norte hacia la bahía de San Pablo. Jean, vestida con unos viejos pantalones «Levi's» y un enorme jersey blanco, estaba tendida sobre unos almohadones en el entarimado del sollado mirando a Dan.
—¿Qué, te gusta esto, niña?
—Me acostumbro.
—Los dos aprendemos despacio. Medio siglo para hacerte subir a una barca y medio siglo para civilizarme a mí.
—Sobre lo del proceso civilizador no tengo nada que decir. Pero por lo visto te has olvidado de que en mis tiempos hice tres travesías a Europa.
—Eso son barcos, no barcas. Hay diferencia.
—¡Oh, Danny!, ¿te acuerdas? La primera vez que fuiste a nuestra casa, aquel mausoleo de Nob Hill, te pusiste a discutir con el viejo Grant Whittier, tratando de explicarle la diferencia. Me pareciste fantástico.
—¡Bueno!
—Sí. A pesar de que no sabías qué tenedor tenías que usar.
—¡Vaya! Lo notaste.
—Naturalmente. Y tú que creías ser tan listo. Cuando servían un plato, no tocabas los cubiertos hasta que alguien indicaba el camino. Tú allí quieto, observando con ojos de lince.
—Vamos, Jean, que de eso hace más de cuarenta años.
—No estoy senil, muchacho. Aún me funciona la memoria.
—Que me ahorquen si sé qué viste en mí. Yo era un patán que quería comerse al mundo.
—Eso es lo que vi.
—Coge el timón. Está amainando el viento. Recogeré la vela y pondré en marcha el motor. Regresamos. ¿Cenamos en «Gino's»? Llevo todo el día pensando en espaghettis.
—Tan galante como siempre —dijo Jean empuñando el timón—. Sales a pasear en barco con una chica guapa y en lo único que piensas es en los espaghettis. Estás engordando.
—Bueno, un poquito. Ya lo rebajaré.
Ella le miraba mientras él recogía la vela, alto y fuerte con el pelo blanco y la cara hendida por pliegues y arrugas, la piel tostada y unas manos de dedos largos, fuertes y seguras. Llevaba tejanos y una vieja camiseta de manga corta, y le sentaba bien esta ropa. Ella le miraba contenta. «Eso es lo bueno —pensó—. Sentirse a gusto con un hombre y no tener dudas».
Dan puso en marcha el motor.
—Da la vuelta despacio y pon rumbo al cabo. ¿Te importa seguir llevándolo?
—Como usted mande, jefe.
Él la miraba, sujetándose al mástil.
—Eres una mujer muy guapa —dijo con admiración.
—Cumpliré sesenta y cuatro dentro de una semana.
—O has querido decir algo muy profundo, o te preocupa que me olvide de tu cumpleaños.
—He querido decir que agradezco el piropo, pero pongo en duda tu veracidad y tu buena vista.
—Mi vista es excelente. Lo bueno de «Gino's» es que no hace falta que nos cambiemos. No tenemos más que amarrar y entrar.
—No puedes dejar de pensar en los espaghettis.
—¿Y qué le voy a hacer? Es el estómago, mujer. Estoy hambriento.
Dos horas después, Jean orzaba el barco en el amarradero y Dan tensaba los cabos. Cogidos por la cintura, fueron andando hacia el restaurante italiano de Gino. Anochecía y la niebla empezaba a bajar a la Bahía.
Dan se paró y la obligó a volverse hacia él.
—Si estás pensando en propasarte, has debido hacerlo en el barco —dijo Jean sonriendo.
—No creas que no lo pensé. Nunca hemos hecho el amor en el mar. Esto no puede ser.
—Es usted increíble, patrón.
—Sí; pero ahora sólo iba a darte un beso.
—¿Aquí?
Él la abrazó y la besó, ajeno a las miradas de la gente.
—Seguramente lo que les pone nerviosos es que hagamos eso a nuestra edad —dijo Jean—. Además, vamos vestidos como dos vagabundos. Se supone que, con los años, la pasión se apaga.
Después de la cena, mientras terminaban la botella de vino tinto, Dan dijo:
—Solía venir aquí con May Ling.
—Ya lo sé.
—¿Tú has querido a otro hombre, Jean? Durante la mala época, no me refiero a dormir con otro, sino a querer de verdad.
—No. Ni un solo día de mi vida, Danny.
—Tiene gracia. Yo quise a May Ling, pero ella siempre supo que dentro de mí estabas tú. He tenido una vida increíble, Jeannie, y aún no me explico cómo he podido seguir siempre a flote. Pero tengo que decirte que te quiero tanto como un hombre pueda querer a una mujer… en fin, todo lo que yo soy capaz de querer. Y quería darte las gracias de todo corazón. Nada más.
Jean llenó los vasos.
—Por nosotros, Danny.
El día en que Sam volvió al colegio, Barbara se puso un jersey viejo y unos zapatos cómodos y bajó por Powell Street hasta el Embarcadero, torció a la derecha y siguió hacia Market Street y el viejo edificio del transbordador. Hacía una mañana espléndida y, mientras paseaba, Barbara tenía la sensación de pertenecer a aquel lugar que había empezado a existir cuando su familia llegó a la ciudad. En ningún otro sitio se sentía tan segura y en paz. No importaba que en la ciudad, en el Estado y en el país, anduvieran mal tantas cosas; las que estaban bien aún podían alegrarle el espíritu.
Andar mucho era esencial para su trabajo. Sólo cuando andaba tenía la mente clara y podía evocar las imágenes, recuerdos e impresiones tan necesarias para el escritor. La vida es el acto de ser, y este momento de la vida de Barbara Lavette Cohen estaba lleno de la sensación de ser. No era algo explícito, no más explícito, desde luego, que el aire salobre que soplaba del Pacífico, desde China y Japón y las islas de las Especias.
Estaba viva, estaba en casa y estaba libre. Y hambrienta. Había llegado a Battery Street y dio media vuelta para volver hacia el muelle de Pescadores. Eran más de las once, buena hora para el apetito. Barbara compró una hogaza del excelente pan ácimo que se hace en San Francisco, en un puesto de Jefferson Street y se sentó en un puntal del muelle de Hyde Street a comerlo y echar trozos a las gaviotas. Recordó haber estado allí con Bernie doce años antes, cuando volvieron a encontrarse después de la guerra; pero no había tristeza en el recuerdo. Delante de ella se extendía la rizada y espumeante superficie de la Bahía que corría por debajo del Golden Gate, arrastrada por la marea en el infinito vaivén del océano. A su espalda, encaramada en sus empinadas colinas, la ciudad extraña y maravillosa construida por los Seldon, y los Lavette, y los Levy, y los estibadores, y los albañiles, y los carpinteros, y los metalúrgicos y tantos más.
Y ahí venía una gaviota grande a llevarse un trozo de pan.
Barbara comió un último bocado, saboreándolo despacio, y arrojó el resto a las gaviotas, se levantó y respiró profundamente.
«Está bien —se dijo—. Como debe ser».
Vio dar la vuelta al tranvía, echó a correr y subió en el momento en que arrancaba. Se quedó en el estribo mientras el tranvía ascendía por Russian Hill, sintiendo en la cara el aire fresco, sonriendo ligeramente. Si algo había en su pensamiento en este momento era una afirmación y un reconocimiento. Estaba allí, en paz consigo misma y todo estaba bien.