Quinta parte

Sentada en el parque con su padre, Barbara miraba cómo Sam daba vueltas en su triciclo. El niño, alto para su edad, bien formado y competente, manejaba la pequeña máquina con soltura y agilidad.

—¿Cuánto tiempo tiene ya? —preguntó Dan—. Pierdo la cuenta.

—Dos años y nueve meses. Cumplirá tres en diciembre. —Barbara miró a su padre con curiosidad—. Papá, ¿a ti te importa esto? Quiero decir si no te aburre estar aquí sentado, en el parque.

—¿Que si me importa? ¿Qué tiene que importarme?

—No sé qué decirte. Lo encuentro raro. Dan Lavette, sentado en el parque sin nada que hacer.

—¿Estás diciéndome que me marche?

—¡Papá! —le cogió una mano—. Me gusta mucho que estés aquí. Me gusta tenerte conmigo. ¿Alguna vez probaste de hablar con los gorriones? ¿O las gaviotas? Las gaviotas son más interesantes. Estoy harta de leer. Ahora he terminado La montaña de los siete círculos, de Merton. Sería fantástico sentirse religiosa, si una pudiera generar el entusiasmo necesario. Ahora estoy con el informe Kinsey y es pesado, pesado…

—¿El informe Kinsey? ¿Y para qué?

—Es un buen sucedáneo del sexo.

—¿De qué cuernos sirve un sucedáneo? ¿Por qué no sales un poco, Bobby y hablas con la gente? Eres joven y guapa y los Lavette no estamos hechos ni para frailes ni para monjas. Somos una tribu libidinosa.

—Te adoro.

—Hace un año y medio que murió Bernie. ¿Cuánto tiempo piensas estar de luto?

—No estoy de luto, papá. Guardar luto es sentirse culpable y yo no me siento culpable cuando pienso en Bernie. Sólo me da mucha pena pensar lo que pudo haber sido si él hubiera estado dispuesto a aceptar la vida y vivirla sencillamente.

—Esa clase de hombres no pueden aceptar la vida con sencillez. Si hubiera sido de ésos, tú no te habrías fijado en él.

—Tal vez. No sé. Pero hablábamos de ti: Dan Lavette sentado en el parque, con su nieto.

—Es un chaval formidable.

—¿Ya se te ha pasado el síndrome del imperio? ¿No más líneas marítimas ni aéreas?

—Bobby, he edificado tres malditos imperios. Ya está bien. Es un juego de tontos. O te vuelve loco el afán del dinero, o te chifla el poder. Ésa es la enfermedad que padece tu hermano. Yo vivo contento. Dibujo planos para un balandro que seguramente nunca he de construir y, por fin, me he hecho a la idea de que la mujer más hermosa de San Francisco, tu madre por cierto, está enamorada de mí. No está mal para un muchacho de los bajos fondos. Y esa maldita carrera de ratas ya se la regalo.

—A propósito de la más hermosa de San Francisco. ¿Dónde está mamá?

—Anda por ahí con un agente de fincas. Dice que no hay ni una sala de exposiciones decente en todo San Francisco.

—Tiene razón. ¿Pero no irá a abrir otra galería de arte?

—Esta vez por negocio. Todavía está empeñada en introducir el arte moderno en la ciudad. Es una buena idea. Tendrá un aliciente. Siempre le ha gustado la pintura moderna. Y hasta puede que yo aprenda algo, si me deja que la ayude, es decir, para los trabajos más pesados. Piensa asociarse con Eloise, aunque no creo que a Adam le entusiasme la idea de que ella pase todo el día en San Francisco.

—Vosotros dos, mamá y tú, sois como una pareja de chiquillos. Sois fantásticos. Realmente os adoráis.

Dan sonrió tristemente.

—No ha sido fácil. Hemos pasado cuarenta años zahiriéndonos. Tenemos más cicatrices que dos boxeadores profesionales. Lo único que nos ha salvado es que siempre hemos estado locos el uno por el otro. Locos es la palabra, más que enamorados. Pero si le ocurriese algo… —Movió negativamente la cabeza—. En fin, esto no viene a cuento. Hablábamos de ti.

—Papá, olvidas que tengo una cita con una penitenciaría federal. Lo último que deseo ahora es complicarme la vida con relaciones sentimentales.

—¿Y qué es lo que hacen? Llamé a Harvey la semana pasada. El caso ni siquiera ha llegado a la División de Apelaciones.

—No tengo prisa. Aunque a veces pienso que me gustaría que todo hubiera terminado.

Se levantó y echó a correr para desviar al niño, que se dirigía hacia la calle. Dan, al observar la gracia y soltura de sus movimientos, se admiró por enésima vez de haberla engendrado. Cuando miraba a Barbara como ahora, reflexivamente, en lugar de limitarse a aceptarla, le recordaba a May Ling. Se parecía más a la dulce y exótica chinita que a Jean. Dan se alegraba de poder pensar en las dos, en Jean y en May Ling, sin pena ni remordimiento. No era dado a vivir de recuerdos; pero tenía un pasado muy denso al que no podía sustraerse del todo. En cierto modo, se sentía agradecido por aquel ataque al corazón. Durante aquella lucha con la muerte, había mirado detenidamente en su interior, y al hacerlo se dio cuenta de que nunca se había encarado consigo mismo. Y con la reflexión se desmoronó la estructura que sustentaba su afán de poder. Algo parecido le sucedió aquella otra vez, en 1930, en que se encontró arruinado y sin trabajo en los muelles de San Pedro; pero entonces fue un derrumbamiento provocado por la desesperación. Ahora en el hospital, al pensar que podía morir, no sentía pesar ni fracaso. Ya había vencido el deseo. No era que no quisiera vivir —lo quería y mucho—, pero si había que morir, no tenía inconveniente. En cierto modo, ésta era la respuesta a la pregunta de Barbara; pero él no conocía las palabras para explicarle por qué había perdido el gusto por el dinero y el poder.

Ella volvió a sentarse a su lado y le preguntó:

—¿Cómo es la cárcel, papá?

Dan la miró sonriendo.

—No creo que vayas a la cárcel.

—Nadie lo cree, excepto yo.

Al día siguiente, Barbara recibió una carta de su editor con una liquidación de sus derechos. Su última novela había sido publicada hacía seis meses; pero las ventas no eran muy buenas. En el estadillo, Barbara pudo apreciar que la mitad del anticipo cobrado a cuenta de los derechos aún estaba por cubrir. La carta del editor era en parte explicación, y en parte, disculpa.

Es un libro estupendo —escribía Bill Halliday—. Mantengo mi opinión al respecto; pero es un libro callado, suave, y tú te hiciste un nombre con dos libros que podían ser cualquier cosa menos suaves y sosegados. No tienes más que echar una mirada a la lista de ventas para ver qué es lo que devora el público. Por un lado, Los desnudos y los muertos y, por el otro, una bazofia de Lloyd C. Douglas titulada El gran pescador. El problema es ver dónde encaja tu libro y cómo venderlo. La historia del soldado que regresa a San Francisco después de la guerra, se enamora y se casa con una muchacha del montón y lleva una vida perfectamente normal, es una de las cosas más difíciles de lograr, y todavía no me explico cómo has podido hacerlo tan bien, con todo lo que te ha ocurrido mientras lo escribías. Francamente, no lo entiendo.

Pero no imagines que nos hemos dejado intimidar por presiones o que no nos esforzamos por vender el libro. Porque presiones las hay, no lo niego. Unas son encubiertas, y otras, menos. Vinieron a verme dos del FBI. Muy educados. Simplemente, me dijeron que era norma visitar al patrono de cualquier persona convicta de un delito federal. Yo les dije que no podía creer que tú hubieras cometido un delito y ellos respondieron que el sumario demostraba lo contrario. Luego me preguntaron si pensaba seguir publicando tus libros y yo les aseguré que ésa era precisamente mi intención.

La presión encubierta se ejerce en forma de devoluciones. Las cajas en las que enviamos algunos de los primeros pedidos se nos han devuelto sin abrir. Si te lo cuento es porque no quiero que pienses que hemos abandonado tu libro. Creo poder decir con orgullo que en, él mundo editorial no existen listas negras, como las hay indudablemente en él cine y la televisión. Estamos decididos a seguir publicando tus libros.

Barbara dejó la carta sonriendo con amargura. No había listas negras en las editoriales, pero la carta no hacía mención de anticipo para su próximo libro ni dejaba traslucir la menor curiosidad sobre lo que pudiera estar escribiendo. Hacía un año que ninguna revista le pedía artículos, y el que escribió sobre su experiencia en Washington le había sido devuelto por todas las redacciones a las que lo enviara. Con posterioridad, fue rechazado también otro artículo sobre la Arabia Saudí y otros lugares desconocidos para las mujeres norteamericanas.

Paciencia, ya se arreglaría. Tenía el sueldo que le pagaba la fundación y una suma considerable que su madre había invertido en su nombre, procedente de la herencia de su abuelo. Ni se moriría de hambre ni tendría que recurrir a su padre. Pero no era agradable sentir que una especie de red invisible se tendía a su alrededor.

A pesar de todo, no se dejaría vencer por la ansiedad. Crearse un coro de fantasmas en una pesadilla manipulada por sí misma era un pasatiempo que podía conducir a la locura. Se mantenía contenta no porque creara deliberadamente una máscara de contento ni porque fuera indiferente a su propio destino sino, sencillamente, porque estaba viva y sana y porque el sol salía todas las mañanas y se ponía todas las tardes. Si éste no era el mejor de todos los mundos posibles, por lo menos no tenía alternativa.

Durante un discurso pronunciado en Wheeling, West Virginia, el senador Joseph R. McCarthy dijo:

—La causa de que nos encontremos en una situación de impotencia no es la de que nuestro único enemigo poderoso posible haya enviado hombres a invadir nuestras costas, sino la acción traicionera de aquellos a los que esta nación ha tratado con toda generosidad. No son los menos afortunados ni los miembros de grupos minoritarios los que han vendido a esta nación, sino los que han gozado de todos los bienes que puede ofrecer la nación más poderosa de la Tierra: las mejores casas, la mejor educación universitaria y los mejores empleos en el Gobierno. Ésta es una verdad palmaria por lo que respecta al Departamento de Estado. En mi opinión, el Departamento de Estado está infestado de comunistas. Tengo en mis manos cincuenta y siete casos de individuos que parecen ser miembros del Partido Comunista con carnet o, por lo menos, leales a él y que, no obstante, aún contribuyen a desarrollar nuestra política exterior.

Son muchos los que opinan que noviembre es el mejor mes del año en el sur de California. Ya ha pasado el calor del verano. Los tórridos vientos del desierto de Santa Ana han dejado de soplar. El aire tiene una deliciosa pureza, el cielo no puede ser más azul y, con frecuencia, el viento fresco del Pacífico libera de su capa de smog la hondonada de Los Angeles.

En esto pensaba Alexander Hargasey mientras conducía su automóvil por Sunset Boulevard de Hollywood a Beverly Hills. Bajo las ventanillas del «Rolls-Royce» aspiró profundamente y siguió pensando en el mejor de los mundos posibles.

Debe decirse en favor de Hargasey que, a diferencia de la mayoría de sus colegas, él no olvidaba su origen. Había nacido en los barrios bajos de Budapest, a los catorce años empezó a trabajar de ayudante de un primitivo cineasta, fue movilizado por el Ejército húngaro, capturado por los ingleses en 1917 y, finalmente, en 1922, se encontró en Hollywood sin más capital que su ingenio. Ahora, en 1949, estaba considerado como uno de los bastiones de la industria cinematográfica frente a la creciente intrusión de la televisión.

Al llegar a Beverly Hills, Hargasey torció a la izquierda por Rexford Drive y entró en la avenida de una hermosa casa construida al estilo de un château francés. Le abrió la puerta una doncella mexicana, y una voz le gritó desde el piso de arriba:

—¿Eres tú, Alex? Estoy aquí. Sube.

Hargasey subió la escalera y entró en un dormitorio cuadrado de diez metros de lado, decorado en azules, rosas y verdes manzana, cretonas de flores y brocado; Sally Lavette era de lo más clásico. Estaba tumbada en un diván, leyendo un guión. Llevaba pantalón vaquero, camisa de algodón y una cinta recogiéndole el pelo en la nuca. No usaba maquillaje, un tanto a su favor, en opinión de Hargasey y una indicación de la complejidad que tenía delante.

Durante una entrevista en respuesta a la pregunta de cuál era el triunfo del que se sentía más orgulloso, dijo:

—Haber llegado a comprender la psicología de la estrella cinematográfica.

Su respuesta fue tomada a broma, pero él lo había dicho completamente en serio. Durante veinticinco años, Hargasey había presenciado y, con frecuencia, manipulado la ascensión al estrellato de oscuros chicos y chicas de Nebraska, Nueva York, Kentucky, Utah, Texas y una docena de lugares más. Había visto a tímidas colegialas de provincias convertirse en monstruos de codicia; a rancheros sencillos y trabajadores, en tiránicos egoístas; a hombres y mujeres amables y dúctiles, en seres crueles y malvados, y a personas que no probaban el alcohol, en unos alcohólicos en cuestión de meses. Había visto a muchachitas ingenuas convertidas en ninfómanas y a hombres aparentemente decentes, en brutos que pegaban a la esposa. No era un proceso agradable. Había excepciones; pero podían contarse con los dedos de una mano y sobraban dedos. Su único consuelo era que cada caso le parecía distinto y le permitía esperar que fuera una de las excepciones.

Sally Lavette era distinta, desde luego, pero Hargasey aún no había conseguido descubrir en qué se diferenciaba exactamente. Por lo menos, no era estúpida ni insensible. La estupidez y la insensibilidad eran los defectos que más aborrecía Hargasey. Levantaban un impenetrable muro contra el que se estrellaban la razón y la ternura. Pero Sally era inteligente y sensible. Lo malo —según opinaba Hargasey a veces— era que había trabajado en dos películas de gran éxito. Otras veces se alegraba y enorgullecía de su éxito. Hay gente que es incapaz de actuar. Después de varios años de estudiar arte dramático con los mejores maestros, siguen como si nada. Y hay gente que parece haber nacido con ese don. Sally era de éstos. Bastaba una sugerencia, Hargasey no tenía más que insinuar lo que deseaba y ella lo hacía e incluso lo mejoraba. Tenía instinto, algo muy necesario para el comediante y daba a Hargasey la rara sensación de creación y triunfo que experimenta el director que descubre un talento innato.

Sally arrojó el guión a un lado, se levantó y besó suavemente a Hargasey.

—Querido Alex, ¿qué es lo que hace que la montaña venga a Mahoma?

—Ah, ¿ahora eres Mahoma? Siempre he sido una montañita. Estoy aquí porque no contestas al teléfono.

—Es que en este estúpido lugar un número privado no es privado ni diez minutos. ¿Por qué no te sientas, en lugar de mirarme con ferocidad? Me azaras más que mi madre, que ya es decir.

—¿Yo te miro con ferocidad?

—Sí; siéntate.

Él advirtió que ya se habían trocado los papeles. Ocurría con todos, en un momento dado, en el que el alumno se convierte en estrella y pasa a ser el maestro.

—Estaba pensando, pensando en ese guión que está ahí, en el suelo. Y también es elocuente el que no estés trabajando. No se tira al suelo un guión que es de tu agrado.

—Harvey, te adoro y adoro tu sintaxis. No te enfades conmigo.

—¿Alguna vez me he enfadado contigo?

—Una o dos, que yo recuerde.

—Está bien. ¿Qué te parece el guión?

—¿Recuerdas lo que me dijiste hace quince meses, el día que fui a tu despacho después de mandarte mi guión? Que era una porquería. Éste también es una porquería. Yo podría hacerlo mejor.

Hargasey guardó un prudente silencio, mientras pensaba que el guión que Sally acababa de tirar al suelo tenía un protagonista masculino sensacional. No hacía falta que él se lo dijera. Sally ya se había fijado.

—¿Qué? ¿No hay comentarios, Alex?

—¿Comentarios? ¿Para qué? Buscaremos otra cosa. Ya encontraremos algo que te guste.

—Te has enfadado.

—No me he enfadado, Sally.

—Ahora ya nos conocemos. Cuando te sientas así, sin cruzar las piernas siquiera, es que estás enfadado.

—No estoy enfadado. Estoy triste. ¿Dónde está Joe?

—¡Oh, Alex! —exclamó ella con irritación—. ¿Por qué no dejas ya de tratarme como si fuera una niña? Sabes muy bien dónde está Joe. Está donde siempre, en el dispensario y por las noches duerme en su despacho, en un sofá, y si piensas que me satisface, es que estás loco. ¿Y sabes tú cómo sé que tú sabes dónde está Joe?

—No; dímelo —rogó él en voz baja.

—Porque Joe vino ayer a ver a May Ling y me contó que estuviste en Boyle Heights y le ofreciste cinco mil dólares para el dispensario. ¡Alex, por el amor de Dios, qué estupidez!

«Una muchachita de veintitrés años a la que he sacado de la nada me llama estúpido —pensó Hargasey—. Hay que ver las cosas…».

—¿Por qué dices que fue una estupidez? —preguntó—. Joe está haciendo una labor maravillosa. Me gusta lo que hace. ¿Crees que no tengo corazón? ¿Por qué no he de poder poner un poco de dinero?

—Si hubieras pensado un poco lo que hacías, habrías comprendido que la primera reacción de Joe sería pensar que querías comprarle.

—¿Comprarle? ¿Por qué?

—Para que me dejara libre.

—¿Qué? ¿Qué dices? ¿Joe cree que tú y yo tenemos un lío? ¡Yo no juego con niñas! —Hargasey levantó la voz—. No tolero ni que lo insinúes. Hace más de un año que me conoces. ¿Alguna vez…?

Sally le abrazó cariñosamente.

—Alex, basta ya. No quiero pelearme contigo. Joe piensa que me he convertido en una especie de superpájara. No quiero que tú pienses lo mismo. —Se separó de él, con una mirada de furor en sus ojos azul celeste—. No cree que tú y yo tengamos un lío porque yo le dije que no lo teníamos y se lo dije claramente. Le dije que no tenía líos con nadie. ¡Y tú lo sabes! Tú sabes las sucias murmuraciones que hay en el cine. ¿Se ha murmurado de mí? ¿Me has visto insinuarme con alguien? ¿Piensas que me he prendado de alguno de esos figurines sin seso? ¿Qué imaginas que me ha pasado? ¿No lo sabes? ¿No entiendes que si en menos de quince meses das medio millón de dólares a una persona que se ha criado en una granja del valle Napa, forzosamente esa persona tiene que cambiar? No; no sufro. Esto me gusta. Me gusta ser una estrella. Me gusta hacer cine. Si soy feliz, no lo sé. A veces estoy muy triste. Pero siempre me siento viva, y mientras estuve en aquella casucha de Silver Lake, no me sentía vivir.

Oyéndola, viéndola, Hargasey sólo podía pensar: «¡Qué soberbia actuación!». Pero por eso era ella lo que era.

—No deseo divorciarme de Joe —continuó Sally—. Le quiero, le he querido siempre, desde que tenía doce años. Pero él tiene ese maldito complejo de pobreza… Y, lo que es peor, ese dinero lo he ganado yo. Si lo hubiera ganado él… en fin, no sé. Pero vivir en una casa comprada con mi dinero… ¡oh, no, él tiene su orgullo, ese maldito orgullo de mierda que viene de tener un par de huevos! No me mires con cara de espanto, Alex, yo ya decía palabrotas antes de conoceros a ti y a la «Paramount Pictures».

—¿No te imaginas lo que siente Joe?

—Alex, ¿qué puede importarte a ti? ¿Por qué ha de preocuparte lo que pase entre Joe y yo? ¿Conoces a alguien en este ramo que triunfe y siga casado con el mismo o la misma que tenía cuando llegó?

—¿Y a ti te parece bonito?

—Me parece un desastre. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Romper el contrato? ¿Quemar esta casa? ¿Comprar una casa en Boyle Heights? Escribo poesías. ¿Te extraña? He escrito más de cincuenta en un año y voy a publicarlas. Es un gesto de altruismo del editor. Me darán un anticipo de cien dólares, más otros cien que sacará durante los dos o tres años siguientes. No pienso ponerme de rodillas delante de Joe para pedir perdón, ¿qué he hecho?

Hargasey suspiró y extendió las manos.

—Está bien. Eso es algo que hablando ni se arregla ni se resuelve. —Sacó un guión del bolsillo interior de la chaqueta—. Te traigo otro. Muchacha de la Resistencia francesa. —Sally abrió mucho los ojos—. Captura. Campo de concentración alemán. Evasión. Sacrifica la vida para salvar al hombre que ama y muere delante del pelotón alemán, cantando La marsellesa.

En esta ocasión, Sally no hizo comentarios sobre la sintaxis. Le echó los brazos al cuello y le abrazó con fuerza.

—Alex, te adoro. Tú no me has oído cantar. No soy una gran cantante, pero me defiendo, quiero decir que entono, vaya.

El juez Hampton Fremont llamó por teléfono a Harvey Baxter para pedirle que pasara por su despacho a las cinco de aquella tarde.

—¿De qué puede tratarse? —preguntó Kimmelman cuando Baxter le habló de la llamada.

—Sabe Dios. Quizás haya tenido noticias de la División de Apelaciones.

—Si sabe algo, ¿crees que sería una falta de ética que te lo adelantara?

—Opino que no.

—¿Qué impresión te ha dado? ¿Estaba contento, deprimido, preocupado? Ya sabes que aprecia a Barbara.

—No sé. Sólo ha dicho que quería verme.

—Podrías haberle preguntado si las noticias eran buenas o malas.

—¡Por todos los santos del cielo, Boyd! A un juez no se le pregunta eso. Cuando le vea, sabré de qué se trata. No digas nada a Barbara. No tiene objeto animarla ni preocuparla.

Fremont se mostró afable, pero grave.

—Siéntese, Harvey —dijo. Acabó de firmar varios documentos y miró tristemente a Baxter—. Han perdido. El tribunal de Apelaciones apoya al juez Meadows. Acabo de enterarme. Se lo notificarán oficialmente mañana.

Baxter asintió lúgubremente.

—Lo que me temía.

—Le he llamado para preguntarle si piensa llevar el caso al Supremo.

—Desde luego.

—Bien. Inicie los trámites inmediatamente y mantendremos a Mrs. Cohen en libertad. Eso les dará tal vez otros seis meses. Aunque no creo que el Tribunal Supremo atienda a sus razones. Nunca concederán certiorari.

—¿Y por qué no? Es un caso de principio jurídico. Va mucho más allá de la simple transgresión.

—Eso es lo malo, Harvey. Hemos dejado que esos dos comités de locos nos arrastraran a la encerrona más ridícula en que hayan podido caer los tribunales federales. Que yo recuerde, nunca se utilizó la acusación de desacato para castigar a personas de principios. En fin, nosotros hemos cavado nuestra propia tumba. ¿Es que no lo comprende? En estos casos una apelación equivale a un desafío al derecho del Congreso a cursar sus citaciones. Si el Supremo ve alguno de esos casos sobre la base de un alegato de anticonstitucionalidad —porque hay más de uno—, se encontrará ante un dilema. Si falla a favor del Gobierno, contraviene la Ley de Derechos. Si falla a favor del acusado, menoscaba los poderes del Congreso. Es un callejón sin salida, por lo cual lo más práctico es negar el certiorari. Pero estudiarán el caso, meditarán, discutirán y harán examen de conciencia y todo eso lleva tiempo, quizá tres o cuatro meses o quizás un año, según lo cargado que esté el calendario. Y, ¿quién sabe lo que puede ocurrir en ese tiempo? Tal vez incluso recobremos la razón, ojalá, que esa mujer vaya a la cárcel. Me subleva no sólo porque sea hija de Dan Lavette, sino porque es toda una mujer. De manera que siga usted adelante, Harvey, y dele hilo a la cometa.

—Así lo haré, Señoría.

—Y no olvide que aquí me tiene. No es mucho lo que yo puedo hacer; pero, en el peor de los casos, procuraré suavizar las cosas. Aprecio a esa muchacha.

—Yo también —convino Baxter.

Barbara no se inmutó por la noticia. Cuando sonó el teléfono, estaba escribiendo y la interrupción la molestó. Harvey Baxter se extendió en una larga explicación y le dijo que el juez Fremont había prorrogado su libertad bajo compromiso de comparecencia, que no se preocupara y que él y Boyd Kimmelman estaban preparando el informe para el Tribunal Supremo.

—¿Y qué diantre es un certiorari? —preguntó.

—Una palabreja para indicar que el Supremo está dispuesto a revisar una causa. Si conceden certiorari, oirán nuestra petición.

—De acuerdo, Harvey. Adelante —dijo Barbara, casi con indiferencia.

Luego volvió al trabajo. Las horas de la mañana eran las mejores y procuraba aprovecharlas. Sam iba a un parvulario de nueve a dos y así Barbara podía disponer de medio día. Ella comprendía que vivía en dos mundos: el concreto y manejable que creaba sobre el papel y el mundo real, incontrolable y creado por locos. Habían transcurrido catorce años desde que empezara a escribir como profesional, y con frecuencia le parecía que si había podido sobrevivir era porque tenía la posibilidad de sumirse en aquel mundo gobernado y creado por ella. Del mundo real, la víspera llegó una carta firmada por David Ben Gurión, Primer Ministro de Israel.

Querida Mrs. Cohen —escribía—: Acabo de enterarme del sacrificio que su esposo hizo por nuestra libertad. Comprendo que nada de lo que yo le diga podrá mitigar su dolor. Le escribo para decirle que nosotros nunca le olvidaremos y que su nombre, junto con el de tantos otros caídos en la lucha, quedará grabado no sólo en un monumento levantado en su memoria, sino también en nuestros corazones.

Era un país pequeño. Aquella carta, a pesar de estar firmada por el Primer Ministro, la irritó. No le gustaban los pésames. Mentalmente, Barbara redactó una carta que nunca escribió:

Querido señor Ben Gurión: Ya sé que usted no es responsable de la muerte de mi marido; pero ya que usted me escribe, voy a decirle lo que pienso al respecto. Yo no creo en la muerte noble, la muerte heroica, la muerte buena. He vivido muchos años entre el ruido de la guerra y él olor a guerra, que es un olor compuesto por toda la basura que ha creado el hombre. Siendo mujer, me cabe él privilegio de considerarme profana en la materia. Vivo a las puertas de un manicomio llamado civilización y escucho las obscenidades que pronuncian los que se llaman líderes. No sé por qué le digo estas cosas. Bien sabe Dios lo que han sufrido los judíos. Pero mi propio sufrimiento es muy personal. Yo quiero tener a mi marido aquí a mi lado, y mi marido ha muerto. Nada puede remediar eso.

Al pensar en la llamada de Harvey Baxter, Barbara se preguntó con amargura si el mundo que ella creaba en el papel podía ser distinto de la realidad. No iba con su carácter el cavilar acerca de quién era ella ni adónde iba; creía saber muy bien quién era y que más pronto o más tarde tendría que ir a la cárcel; pero las páginas que escribía planteaban otros problemas y el trabajo se hacía lento y penoso: «Pero, por lo menos, es distinto», se dijo.

Durante el almuerzo, mientras comía unos huevos revueltos, Barbara practicaba español con Anna. Después de los años pasados en Francia, hablaba francés como una nativa; su español, por el contrario, era muy deficiente. Trataba de enseñar el francés a Sam, pero el niño captaba mucho mejor el español de Anna. El resultado era bastante confuso, por no decir algo peor.

—Yo puedo ir a buscar a Sam si usted quiere —se ofreció Anna—, si prefiere seguir trabajando.

—No. El trabajo está encallado. Cuando ocurre eso, es mejor dejarlo. Recogeré al niño y nos iremos a la avenida Grant, en la que mi original madre ha alquilado un local para abrir una galería de arte.

—Ya tenía una en Russian Hill.

—Ah, no; lo de Russian Hill era un museo. Mi madre va siempre un paso por delante del resto del mundo, que nunca consigue darle alcance. Ella decidió abrir un museo de arte moderno, pero San Francisco no respondió: Eso que dicen de que somos una ciudad culta es pura leyenda. Debajo de las camisas blancas y de las sombrillas, seguimos siendo una ciudad de pioneros. Este proyecto es un negocio, una tienda de cuadros, Anna, y las tiendas que venden cuadros se llaman galerías de arte. En San Francisco nunca ha habido una que fuera realmente buena y mi madre se propone remediar eso.

Jean estaba remediándolo en un segundo piso dúplex de la avenida Grant, casi esquina a California Street. Barbara entró llevando de la mano a Sam, que arrugó la nariz al oler la pintura y miró alrededor con ojos de asombro. Dan, con pantalón vaquero y camisa azul, pintaba de blanco las paredes. Eloise, también con pantalón vaquero, quitaba, con disolvente y papel de lija, la pintura de una silla Luis XIV. Jean estaba preparando el té y los saludó alegremente, abrazó a Sam y dijo que llegaban a tiempo para merendar.

—Yo quiero pintar como el abuelo —dijo Sam.

Dan bajó de la escalera y dio la brocha al niño.

—Pero ¿estás loco? —exclamó Jean.

—¿Y qué más da? Las paredes ya están blancas.

Sam, dirigido por Dan, empezó a embadurnar una parte de pared no pintada aún, mientras Jean y Eloise ponían los platos y las tazas en una tabla colocada sobre unos caballetes. Barbara, bastante impresionada, observaba la escena en silencio.

—No juzgues por lo que ves ahora —repuso Jean—. Tenemos tres salas que van de parte a parte del edificio. La de la parte trasera tiene claraboyas. El suelo lo alfombraremos color barquillo y pondremos apliques para iluminar los cuadros. El despacho da a la sala central.

—Va a ser la galería de arte más elegante al oeste de las Rocosas —dijo Dan.

—Más pintura —reclamó Sam.

—Sólo trabajaremos con los modernos —prosiguió Jean—, de los expresionistas para acá. Tendremos a Pollock, Rothko, Ajay, Klee, Calder, Kandinsky y Marin y acabarán por gustar y venceremos a los paletos.

—Muy bien dicho —aprobó Dan.

—¿Le doy una pasta de harina de avena? —preguntó Eloise.

—Le encantan.

—Lo veo y no lo creo —dijo Barbara, quitándole la brocha a Sam y tratando de limpiarle la pintura de la cara mientras él protestaba violentamente—. Es que ahora vamos a comer galletas. ¿O prefieres seguir pintando? O pintar o galletas.

—Galletas —eligió rápidamente Sam.

—Igual que su abuelo —dijo Jean—. ¿Qué es lo que no crees, Bobby?

—Dan Lavette pintando paredes y Jean Seldon con pantalón vaquero. ¿Quién dijo que en San Francisco no hay gran mundo sin Jean Seldon?

—Pero yo no soy Jean Seldon. Fui Jean Lavette, Jean Whittier y ahora damos otra oportunidad a Jean Lavette. Éste es otro cantar, como diría tu viejo. Estamos divirtiéndonos más de lo que nunca imaginamos y es posible que lleguemos a hacer historia.

—Mamá, no vas a poder vender a esos pintores en San Francisco. Lo sabes muy bien. Todo lo más, te comprarán un Georgia O'Keeffe si creen reconocer la calavera de búfalo que se ve al fondo; pero ¿un Calder o un Klee? Ni hablar.

—Los educaremos, ¿verdad, Eloise?

—Lo intentaremos.

—¿Y cómo lo lleváis? ¿Sois socios los tres?

—Sólo las señoras —contestó Dan—. Yo soy el conserje.

—Pero ¿y el barco, papá? ¿Y vuestras singladuras por la Bahía?

—Todo llegará. Estoy dibujando otro juego de planos. Todavía no acabo de decidirme por la yola y estoy diseñando un cúter. No te preocupes, dentro de un año Sam podrá salir a navegar conmigo. Con él y con Freddie ya tengo toda una tripulación. Dejarás que enseñe a navegar a Freddie, ¿verdad, Eloise?

—¿Por qué no? Tiene ya siete años. Y Joshua uno. Supongo que no vas a dejar a Josh en tierra porque no sea nieto tuyo.

—Ni pensarlo.

—¿Ya tiene un año? —preguntó Barbara, sorprendida—. Pero ¿qué nos pasa?

—A ti, muchas cosas —contestó Eloise—. Nació poco después de la muerte de Bernie.

Barbara cerró los ojos y sacudió la cabeza.

—¿Qué tienes, Bobby? —preguntó Jean—. ¿Estás bien?

—Perfectamente. ¡Qué extraña es la gente y qué extraña soy yo! Hoy me llamó Harvey Baxter para decirme que el Tribunal de Apelaciones ha rechazado nuestro recurso y apoya al juez Meadows… y, ¿a que no sabéis lo que me ha pasado? Lo había olvidado por completo.

—Los que saben que existe lo llaman el establishment —dijo Lucy a su marido—. Es una palabra inglesa.

—Ya lo sé —respondió Tom con impaciencia—. He vivido allí. —Le molestaba el tono didáctico que adoptaba Lucy algunas veces, aunque siempre la escuchaba con atención, asombrado de lo mucho que sabía y de la gente que conocía.

Estaban tomando el desayuno en el solárium de la antigua mansión Sommers de Pacific Heights. Alvin Sommers había muerto de una embolia hacía tres meses y Lucy había heredado la casa y todos sus bienes. A las pocas semanas, ella y Tom se mudaron a la casa. Era un magnífico edificio de piedra gris con dieciocho habitaciones, uno de los primeros palacetes que se construyeron en Pacific Heights, situado sólo a cuatro manzanas de la casa de John Whittier. Pero esto no inquietaba a Tom. Whittier tenía un cáncer y estaba muriéndose en una clínica. Tom no deseaba su muerte, pero comprendía que ella le evitaría el engorro de tenerlo de vecino.

Ya no se construían casas con solárium. Tom no se sentía cómodo dentro de aquella especie de selva encristalada; pero Lucy se negaba a tocarla. Allí se servía siempre el desayuno y el té y, puesto que significaba tanto para ella, Tom se resignaba. Su propia casa había sido arrendada. Hubiera podido obligar a Lucy a vivir en ella; pero, en el fondo, él también prefería la arcaica magnificencia de la mansión Sommers.

—No pretendo darte lecciones, Tom —repuso Lucy suavemente—. Yo nunca me hubiera casado con un hombre al que considerase inferior a mí, no lo olvides. Lo que ocurre es que me fascina la forma en que los ingleses usan esa palabra. Aceptan el que un reducido grupo de hombres controle el mundo de los negocios, que así haya sido y así siga siendo. Nosotros preferimos cerrar los ojos a la realidad.

—Unos los cierran y otros no —comentó Tom.

—Desde luego —continuó Lucy—, ellos no se llaman a sí mismos el establishment. Les parecería pedante y burdo, y ellos no son ninguna de las dos cosas. Son hombres prácticos y realistas.

—Vamos a repasar —dijo Tom entornando los ojos. Él recordaba perfectamente los nombres, pero estas peticiones halagaban a Lucy. Tom no advertía que en realidad estaban jugando a madre e hijo y entraba en el juego en parte por necesidad y en parte por la reacción de Lucy.

—Joseph Langtrey, Primer Trust de Nueva York.

—El único del Este. Es curioso.

—Tiene una casa en el Condado de Sonoma con tres mil acres de terreno. Cría vinos y caballos.

—Supongo que en el Este habrá algo equivalente —dijo Tom—. Y también en Chicago.

—No del todo. Bien, luego tenemos a Mark Fowler, periódicos; Ira Cunningham, aceros; Louis d'Solde… ¿Cómo lo catalogarías tú?

—Submarinos, tanques, químicos… y muchas cosas más. No sé exactamente cuántas.

—Geoffrey Culpepper, muy reservado. Casi no se sabe nada de él. Tiene una casa en La Jolla, cerca de San Diego, pero nadie sabe exactamente dónde. Electrónica, comunicaciones y similares. Es un magnate de la fabricación de televisores: la «Culpepper Electronics», pero eso no es más que la punta del iceberg. Diodos, microondas y muchas cosas más que, a decir verdad, no entiendo. También controla una cadena de emisoras de radio y tres emisoras de televisión. Y, hasta aquí, las actividades del hombre misterioso. El último del grupo es Oscar McGinnis.

—Y todo lo que aporta es petróleo, que ya es bastante. Lo que yo me pregunto, Lucy, es ¿dónde encajamos nosotros? Ellos son gigantes y nosotros tenemos un capital de unos trescientos millones de dólares.

—… que no está mal.

—Pero es poca cosa si lo comparamos con lo de ellos. ¿Y dices que se llaman «el club»?

—Sí. Sólo eso, el club. Cuando Mark Fowler me invitó a almorzar, yo no tenía ni la más remota idea de lo que quería. Era amigo de mi padre y pensé que la invitación era, simplemente, un detalle. Ya había oído hablar del grupo al que muchos llaman el establishment de Bayside, aunque nadie sabe a ciencia cierta quiénes lo componen. Fowler me puso en antecedentes. No se trata de nada del otro mundo: seis hombres de negocios importantes e influyentes que se reúnen una vez al mes para hablar de la economía y la política del país. Desde luego, es un eufemismo. Los hombres de su talla no se reúnen para hablar por hablar. Pero él hizo hincapié en que no hay protocolo, ni se redactan actas, ni se toman notas. Mencionó, sin darle importancia, casi de pasada, que confiaba en mi discreción; pero yo capté el mensaje. En el mismo tono, apuntó que tal vez pudiera interesarte asistir a la próxima reunión que se celebrará en casa de Langtrey.

—¿Por qué no acudió a mí directamente?

—Quizá pensó que eso supondría dar a la invitación un tono demasiado formal. Rehúyen todo lo que tenga visos protocolarios. Yo soy hija de un viejo amigo y la invitación puede atribuirse a una muestra de interés. Y eso es lo que dijo Fowler en realidad: «Tom Lavette, un joven interesante. Vamos a hablar con él».

—¿Eso es todo?

—¿Te parece poco? Ya sé que eso de que los árboles no te dejan ver el bosque es un tópico; pero durante más de cien años los Seldon y los Sommers no han hecho más que bregar con los árboles. Primero, el Banco, después, la línea marítima de Dan Lavette, los terrenos y las líneas aéreas, luego, unión de ambos, más adelante, la fusión con las empresas de Whittier y, últimamente, la flota de petroleros de tu padre. Y tú te concentras en cada parcelita, como el que está haciendo un rompecabezas sin saber cuál será el dibujo del conjunto. Pero lo cierto es que hoy en esta costa somos alguien. Ni Giannini, ni Hearst, ni Crocker, ni Hughes abarcan sectores tan diversos como los que nosotros representamos. Y lo hemos hecho sin ruido. Aparte ese estúpido asunto de tu hermana, nos hemos mantenido discretamente en la sombra y el club valora en mucho esa actitud de prudencia y buen gusto.

Una semana después, Tom se dirigía en coche al extenso rancho de adobe que Joseph Langtrey poseía en el Condado de Sonoma. Tom pertenecía a una familia muy rica, se había educado en Groton y en Princeton, había pasado temporadas en casa de sus distinguidos parientes de Boston y Londres; sin embargo, en el rancho Langtrey se respiraba una opulencia distinta, con un sello peculiar, de una gran sobriedad. Los criados eran mexicanos, iban vestidos de blanco y se adelantaban a sus menores deseos. La sala era enorme, con suelo de baldosas, vigas de madera, una gran chimenea y recargado mobiliario. Langtrey, alto, delgado, pelo gris, le saludó como si fueran viejos amigos. Al bajo y fornido Fowler ya lo conocía Tom. Cunningham era un hombre borroso, con gafas de pinza, delgado, de frente ancha y pelo rubio y escaso. Louis d'Solde llevaba bigote, tenía la cara larga y cetrina y vestía impecablemente. McGinnis era enorme, obeso, con botas vaqueras de doscientos dólares bajo un pantalón de franela gris y, como contrapunto, el misterioso Culpepper: pequeño, elegante, intelectual, cuarentón y con una voz suave y bien modulada que contrastaba con la estentórea expansividad texana de McGinnis.

La cena, servida en un comedor de paredes encaladas sin más adorno que dos enormes «Remington», fue sencilla y excelente. El vino era explícitamente cosecha de California. Nada de sopa, un gran cuarto de res asado, presentado en un carrito de plata y trinchado a gusto de cada comensal con patatas y verduras, seguido de un savory al estilo tradicional, pastel, café y coñac. No era la cena que Tom hubiera servido a invitados importantes —y tampoco a invitados sin importancia—; pero reconoció y apreció su esnobismo a la inversa. Fue una velada para hombres solos. Ni había mujeres ni se habló de ellas. Los cigarros que circularon después de la cena eran habanos de las tres mejores marcas. La conversación durante la cena fue inteligente y variada. Langtrey y, sorprendentemente, McGinnis habían estado en el estreno de Muerte de un viajante, en Nueva York. A Langtrey le gustó. McGinnis dijo que era bazofia. Se habló mucho de Corea. D'Solde estaba seguro de que era inminente una guerra civil y que los Estados Unidos entrarían en ella «hasta el cuello». A Culpepper le preocupaba China y temía que, si los Estados Unidos intervenían en Corea, tuvieran que enfrentarse con los chinos.

—Podrías sondear a Traman sobre este asunto —sugirió a McGinnis.

La conversación pasaba de un tema a otro. Era la charla fácil de hombres que tenían acceso a lugares y personas ilimitados. No se refirieron explícitamente a la presencia de Tom ni a los motivos que la habían determinado. Le hacían entrar en la conversación con toda naturalidad; pero durante la cena sólo hubo, simplemente, conversación. Le preguntaron acerca de las reservas del pino gigante redwood, tema en que Tom estaba bien versado; pero también esto era, simplemente, conversación. Pero cuando volvieron al salón y se sentaron delante de la chimenea, con los cigarros y el coñac, Culpepper dijo a Tom:

—Dicen que ha visto usted a Drake un par de veces, ¿no?

Tom asintió.

—Así es.

—¿Qué opina de él? —preguntó McGinnis.

Tom comprendió que le juzgarían por su respuesta y meditó unos momentos antes de contestar.

—No es muy sagaz, pero es astuto. Tiene un tesón casi diabólico y es muy ambicioso. También tiene el síndrome del joven pobre. Adora el dinero y lo desea con todas sus fuerzas.

—¿Qué me dice de su actitud? —preguntó Langtrey.

—Puede ser muy obsequioso.

—¿Por qué permitió Drake que siguiera adelante esa pantomima de su hermana?

—Por ese mismo síndrome de pobre. Adora el dinero, pero aborrece a los ricos.

—¿Eso fue antes de que usted hablara con él?

—Sí.

—Supongo que esperará que su hermana sé vuelva atrás. Pero me parece que se equivoca. Yo la admiro. Tiene coraje.

Esto fue una sorpresa para Tom. Asintió lentamente y esperó.

—¿Se fía usted de Drake? —preguntó Fowler.

Tom se encogió de hombros.

—Una vez ha vendido lo que tenía para vender, no le queda más remedio.

McGinnis examinaba a Tom con aire pensativo. McGinnis era un hombre que por su aspecto engañaba. Tom comprendió que allí había mucho más de lo que uno podía imaginar al ver sus botas de cowboy y su enorme abdomen.

—¿Podría ganar unas elecciones de las grandes? —preguntó McGinnis lentamente.

—Bien dirigido y entrenado, creo que sí. Tiene algo que atrae al elector que no piensa. Y la mayoría no piensa. Por lo que yo he podido averiguar, no tiene más principios que el poder y el dinero, si es que pueden considerarse principios.

—¿Qué le parecería Drake de vicepresidente? —preguntó Langtrey con una ligera sonrisa.

—No es tonto; eso tendría que ser un peldaño.

McGinnis miró fijamente a Tom y asintió. Luego, Fowler cambió de tema y preguntó a Tom por los petroleros que había encargado a Alemania.

Al despedirse, Langtrey dijo a Tom casi con indiferencia:

—Nos reunimos aproximadamente una vez al mes para cenar y charlar. Nos gustaría tenerle con nosotros, Lavette.

—Encantado —aceptó Tom.

Cuando Joe Lavette llamó por teléfono a Barbara para decirle que tenía que hablar con ella y que tomaría un avión para San Francisco, ella le propuso que se quedara a cenar y a dormir y regresara a Los Ángeles en uno de los primeros aviones de la mañana. Barbara preparó personalmente la cena. Le gustaba guisar y lo hacía bien, y aunque en parte había adquirido su habilidad durante los años pasados en París, también poseía el don que distingue a la cocinera innata de la que la que guisa siguiendo el recetario y rezando oraciones. Preparó un consomé y estofado de ternera con setas y fideos. De postre, fruta y queso. Joe comió de todo en abundancia y, para disculparse, dijo que hacía meses que no probaba comida tan buena. Estaba más delgado. Tenía las mejillas hundidas y la piel de la cara tirante, y si bien en cierto modo resultaba muy atractivo, ello acentuaba su aspecto oriental. Al verlos nadie hubiera dicho que fueran hermanos: Barbara con su piel blanca, los ojos grises y el cabello castaño claro, y Joe con los ojos oscuros, el pelo negro y la piel morena; sin embargo, de complexión eran muy parecidos, altos, de extremidades largas y hombros anchos. Joe estaba nervioso y violento, como el que constantemente ensaya lo que va a decir y luego calla. Hizo grandes elogios de Sam, le dio un coche de bomberos de cuerda que le había llevado y jugó con él. Cuando Barbara hubo acostado al niño, hablaron de la investigación del comité de la Cámara y de las perspectivas del caso.

En cuanto al motivo de su visita, Joe dijo en tono de disculpa que pensaba pedir otra donación a la Fundación Lavette.

—Ya no podemos resistir más, Bobby. Me duele acudir a ti porque sé que no puedes decirme que no; pero necesitamos un quirófano decente y por lo menos seis camas. Se nos han muerto tres pacientes por culpa del papeleo y de los problemas de admisión. No lo resisto.

—No hay inconveniente, Joe.

—No es una tontería. Hay que construir otra ala. Necesitamos ciento cincuenta mil dólares.

—No te preocupes. La fundación tiene mucho dinero. Joe, no era necesario que vinieras para eso. Bastaba que hicieras una solicitud.

—Quería verte.

—Y no me has dicho ni una palabra de Sally.

—¿Qué quieres que diga?

—¡Joe, por Dios! ¿Puedes decirme qué te pasa? Me dijo Eloise que piensas pedir el divorcio.

—Así están las cosas.

—¿Qué cosas? ¿Quieres hacer el favor de explicarte? ¿Está enamorada de otro? ¿O tú de otra?

—Yo nunca he mirado a otra.

—¡Qué bonito! Pues si nunca has mirado a otra, pídele a un colega que te examine las gónadas.

—Ya sabes a lo que me refiero. Yo quiero a Sally. Tú me dirás qué hago: ella es una estrella del cine, gana medio millón de dólares al año, tiene una casa soberbia en Beverly Hills, con un «Thunderbird» último modelo en el garaje, una criada mexicana y una niñera para May Ling. No puedo coger un periódico sin ver su nombre. Y yo trabajo en un dispensario de Boyle Heights. ¿Cómo asocias tú una cosa y la otra? ¿Cómo? Dímelo.

—¿Estáis separados judicialmente?

—No. Ella no quiso.

—Me han dicho que duermes en tu despacho. ¿Es cierto?

—Sí.

—¿Has vendido la casa de Silver Lake?

Él asintió.

—No necesito preguntar qué has hecho con el dinero. Lo has gastado en el dispensario.

Él asintió de nuevo.

—¿Y qué quieres que haga yo, Joe? ¿Darte la estrella de plata por tu buena conducta? ¿Te acuerdas cuando Sally era una niña que estaba loca por ti? Decía: «Joe es fantástico; pero es tonto». Pues tenía razón. Sólo que a mí no me pareces tan fantástico.

—¡Bravo! ¡Lo que me faltaba!

—Puede que tengas razón. ¡Dormir en el despacho! Si lo leyera en una novela me parecería un disparate. Te llevas a una muchacha inteligente, sensible y encantadora y tratas de convertirla en una fregona sin seso.

—Lo único que le pedía era que fuera esposa y madre.

—Eso es lo que te chincha, hermano. Ya es esposa y madre. Pero una esposa y madre que gana medio millón de dólares al año te revienta. Si fuera al revés, si tú fueras un médico de Beverly Hills y ganaras medio millón al año o lo que ganen los médicos de Beverly Hills, esperaría que Sally fuera la mujer más feliz del mundo. ¿Qué estúpido juego te traes, trabajando dieciocho horas al día y durmiendo en una cama turca en el despacho? Se da la circunstancia de que mi padre, que por cierto también es el tuyo, es millonario.

—Yo no puedo pedirle dinero a él.

—Ni yo te digo que lo hagas. Tu mentalidad, esa especie de síndrome de Jesucristo que tienes, me pone enferma. Tú puedes permitirte un apartamento decente y puedes permitirte vivir como un ser humano sin que tus pacientes tengan que sufrir por ello. Dime, si vivieras con Sally en Beverly Hills, ¿saldría perjudicado el dispensario? Tu amor propio, sí, ya lo sé; pero ¿y el dispensario?

—No podría pagar ni la mitad de los gastos de aquella casa.

—¿Acaso Sally podía pagar la mitad de los gastos de la casa de Silver Lake con lo que ganaba escribiendo poesías? Y por cierto, eran poesías muy buenas. ¿Nunca lo pensaste? ¿Alguna vez te has parado a pensar en lo que supone ser mujer, Joe? Prueba a ver. Concéntrate y piensa: «Yo, Joe Lavette, no soy un vigoroso y robusto ejemplar de macho, una especie de santo de Boyle Heights a quien todos quieren porque soy médico y puedo ayudarles. Nada de eso; soy una jovencita solitaria y amargada, sin ilusiones ni esperanzas».

—¡Qué liso y llano, Bobby! ¿Así que toda la culpa es mía?

—Yo no hablo de culpa, Joe, ¡Joe! —suplicó—. Trata de recordar si en tu vida has conocido a algún hombre que comprendiera lo que significa ser mujer. Por las noches tengo que acostarme sola en esa maldita cama fría porque me enamoré de un hombre que era como sois casi todos, una especie de niño grande, brillante y estúpido que un buen día se marchó llevado de su versión particular del síndrome de Jesucristo, sin pensar lo que iba a ser de Sammy y de mí si lo mataban. No te acuso de nada. No hay perversión en jugar a los hombres en un mundo de hombres. Es la vida. Pero, Joey, tú eres un ser humano generoso, bueno y comprensivo. Trata de ver las cosas como son.

Pasaba el tiempo. La amenaza de la cárcel fue quedando relegada al fondo de la mente de Barbara. Permanecía latente, pero ya no la agobiaba día tras día, y sólo afloraba de vez en cuando. Barbara había empezado otro libro y pasaba las horas escribiendo y volviendo a escribir. Era la historia de un hombre muy parecido a su marido, tanto que a veces no los distinguía. Escribía en primera persona, lo cual, según descubrió después, era el intento de hacerle revivir en sí misma. Ponerse en el lugar de un hombre y tratar de pensar como un hombre era lo más difícil que había hecho en su vida. El tiempo había mitigado la pena pero no la había borrado. Los dos hombres a los que había querido, Marcel Duboise y Bernie Cohen, formaban parte de su ser y no podía alejarlos de sí. Estaban en sus pensamientos y en sus sueños. A veces, escribiendo sobre uno, insensiblemente, le atribuía reacciones del otro. Sabía que había hombres y mujeres que se casaban tres, cuatro y hasta cinco veces; pero no podía comprenderlo. Quedaba una sequedad, un vacío interior que nada podía llenar.

Dan, Jean y otros amigos organizaban reuniones y cenas en las que le presentaban a divorciados, viudos y solteros. La mayoría quedaban prendados de aquella mujer alta, hermosa e inteligente y, también, intimidados. Algunos le pedían para salir.

—Lo siento —decía Barbara—. No salgo con nadie.

—No hagas eso —suplicaba Jean—. No puedes vivir sola el resto de tus días.

—No estoy sola. Tengo amigos y una familia. Pero no tengo ganas de pasar la velada hablando de tonterías con esos señores, ni estoy dispuesta a dejarme parchear por alguien que no me gusta, ni oírle decir a un imbécil que en el precio de la cena está incluido el acostarse conmigo. Mamá, yo ya estoy de vuelta de todo eso.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Dan a Jean—. ¿Va a seguir viviendo sola?

—No creas que es una desgracia. Barbara es una mujer inteligente, y las mujeres inteligentes lo pasan fatal en este mundo de hombres. Ha vivido mucho y no se hace ilusiones. De todos modos, ¿tan importante es el matrimonio?

—A mí me lo parece —dijo Dan.

—Pues mira, de no ser por ti, yo preferiría la vida de soltera.

Pero Barbara no había elegido una forma de vida. Por el momento, se conformaba con vivir día a día o, en un sentido más amplio, libro a libro. Cada nuevo libro era un aplazamiento de la vida. «Hasta que lo termine, no quiero tomar decisiones. O hasta que vaya a la cárcel», se decía.

Sam crecía con una rapidez que casi daba miedo. A Barbara le parecía que era ayer cuando sólo sabía expresarse con gritos y llanto. Cuando pasó a las palabras, Barbara comprobó con satisfacción que entre los genes que ella y Bernie habían transmitido al niño estaban los que regían el vocabulario. Muy pronto, las palabras sueltas se convirtieron en frases. Un día Sam le preguntó:

—¿Tú tienes papá? ¿Por qué yo no tengo papá?

—Tú tienes un papá —respondió Barbara, sin saber cómo continuar y diciéndose que lo mejor sería decir la verdad.

—Todos los niños de mi colegio tienen papá.

—Tú tenías un papá —rectificó Barbara—. Murió. Te quería mucho, pero murió.

—Yo he visto un gato muerto. ¿Está muerto como el gato?

—No exactamente. Murió muy lejos de aquí, en otro país, luchando por la libertad de su pueblo.

—¿Quién es su pueblo?

La conversación se complicaba; pero Barbara mantuvo el rumbo.

—Los israelíes —respondió, comprendiendo que había hecho mal.

—¿Y qué es morir?

—Es lo que le ocurre a la gente muy, muy vieja.

—¿Mi papá era muy viejo?

—Bastante viejo.

Sam se abrazó a ella y rompió a llorar.

—Tú eres vieja —gimió.

—No tanto como para morirme. Aún tardaré mucho en eso.

—¿Yo moriré?

—Cuando seas viejísimo. Pero falta tanto tiempo, que no puedo ni imaginarlo.

—Yo no quiero morirme —sollozó el niño.

—Pues claro que no —susurró ella, meciéndolo suavemente—. A mi chico guapo no le pasará nada malo. Crecerás, serás un apuesto caballero y te casarás con una linda princesa.

Sam dejó de llorar y la miró interesado. Tenía los ojos azul pálido como su padre.

—¿Una princesa con el pelo rubio?

—Si te gusta.

—Me gusta más el tuyo.

—Muy bien. Será una princesa de pelo castaño.

—Cuéntame un cuento de princesa.

—Erase una vez una princesa que se llamaba Margarita y vivía en un palacio construido con galletas de cinco clases, pero la mayoría de jengibre.

Sam se echó a reír.

—Los palacios no se hacen de galletas.

—No hay muchos; pero tampoco hay muchas princesas como Margarita. Le gustaban los vestidos de azúcar hilado y por eso se encontraba tan a gusto en su palacio de galleta…

Barbara siguió contando el cuento de Margarita, y al poco rato Sam se quedó dormido en su regazo. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para levantarse y se acordó del cuento del granjero que empezó levantando en brazos un potrillo y siguió levantándolo todos los días hasta que el potrillo se convirtió en un caballo, y se dijo que tenía que ser eso, un cuento.

El guardián de la puerta de los «Estudios Paramount» buscó el nombre en la lista y al encontrarlo lo leyó en voz alta:

—¿William Clawson? ¿Sí?

Billy asintió.

—Pase. Encontrará a Mrs. Lavette en el plató número 4. Aparque ahí delante y siga la línea amarilla hasta llegar a la primera avenida, luego tuerza a la izquierda. O pregunte. Están rodando, de manera que si está encendida la luz roja de la puerta, espere a que se apague antes de entrar.

Billy asintió, aparcó el coche y echó a andar por el recinto de los estudios. En la puerta de la enorme nave que albergaba el plató número 4, parpadeaba la luz roja. Billy esperó. Aquel día había abandonado el jersey de cuello alto y el pantalón vaquero y llevaba blazer azul, camisa blanca y corbata y pantalón de franela gris; pero se sentía incómodo con aquella ropa, como si se hubiera vestido para representar un papel que no le iba. Esto le hizo comprender cuánto se había identificado con la vida del barrio y cómo lo absorbía el trabajo del dispensario. Sin embargo, así vestido, alto, esbelto, bien parecido con su «maldita cara de aristócrata» como dijera Sally, atraía las miradas de las muchachas que pasaban. Físicamente encajaba en el lugar.

Se apagó la luz roja, Billy abrió la puerta y entró. Aquello era una oscura selva de cables y aparatos, con una zona brillantemente iluminada al otro extremo de la nave. Billy avanzó hacia la luz, mientras poco a poco sus ojos se acostumbraban a la penumbra y llegó hasta un semicírculo de hombres y cámaras. El escenario parecía una gran alcantarilla partida por la mitad, chorreando agua y con el suelo encharcado. Sally, descalza y vestida con una especie de saco gris, estaba con los pies metidos en el agua. Un individuo bajo, grueso y calvo suplicaba:

—Sally, otra vez, por favor.

—¡Hostia, Alex! —gritó ella—. ¡Habéis rodado seis tomas! Es una mierdecita de escena. Ya está bien. Me tenéis harta.

—Cariño, cariño, por favor… Es muy fácil. —Miró a un hombre bien parecido y de buena figura que no llevaba más que un pantalón mojado—. ¿Otra vez, Walter? ¿Sí?

—Si Sally quiere, desde luego.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —insistió el hombre—. Walter está dispuesto.

—Está bien. Acabemos. Llevamos toda la tarde en esta cochina alcantarilla.

—¡A sus puestos! —gritó el hombre gordo—. ¡Luces!

Los grandes focos iluminaron el escenario. El hombre del pantalón mojado ocupó su sitio. Un maquillador le echó sobre el hombro un líquido rojo que parecía sangre o catsup de modo que le bajara por el pecho.

Se adelantó a primer término un muchacho que llevaba en la mano una especie de rótulo en forma de tijera en el que se leía: Escena 42, Toma 7, Hargasey.

—¡Cámara! —ordenó Hargasey. El muchacho cerró la tijera y se retiró—. ¡Acción! —ordenó entonces Hargasey.

El hombre del pantalón mojado, con el pecho cubierto de líquido rojo, entró en escena tambaleándose. Vio a Sally. Rígida y tensa, Sally le miró. Trató de decir algo, pero las palabras no le salieron. Billy se sintió prendido en la escena. La angustia que había en la cara de Sally era tan real, que le hizo olvidarse de dónde estaba. El hombre trató de dar otro paso hacia Sally. Se le doblaron las rodillas y cayó al encharcado suelo. Sally se inclinó hacia él, extendiendo una mano temblorosa.

—¡Corten! —gritó Hargasey—. ¡Muy bien, princesa! ¡Precioso! Basta por hoy. Mañana tomaremos los primeros planos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Sally.

Se apagaron los focos. El hombre de la sangre se secaba con una toalla. Sally salió del escenario y se dirigió hacia la salida. Cuando iba a pasar por su lado, Billy dijo:

—Eh, Sally. Estoy aquí.

Hablaba con timidez, como dando a entender que si ella prefería no darse por enterada, lo comprendería.

Ella se paró y le miró. De pronto, su cara se iluminó, corrió hacia él y le abrazó.

—¡Oh, Billy, Billy! ¡Qué alegría verte! Pero casi no te conozco. Estás guapísimo. —Se colgó de su brazo—. Ven conmigo. ¡Cómo me alegro de verte!

El camerino de Sally tenía una salita aneja.

—Siéntate aquí y hablaremos mientras me cambio. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Ya sé que Boyle Heights y Beverly Hills son dos mundos distintos; pero no se encuentran a mil millas de distancia. Y si has venido es porque te he arrastrado a la fuerza, dando a entender que estaba atravesando una crisis terrible. Bueno, no tan terrible; pero quería hablar contigo.

Se había puesto una falda plisada y un jersey de angora y parecía una colegiala. El maquillaje había desaparecido.

—Mírame, Billy, ¿tanto he cambiado?

—Estás preciosa. ¿Y la chiquitina?

—No tan chiquitina. May Ling ya corre y habla por los codos. Luego la verás, porque quiero que vayas a casa.

—Había pensado cenar por ahí.

—La cena está esperando en casa. Has traído el coche. Vivimos en Rexford Drive, en Beverly Hills. El camino es muy fácil. Sigues por Melrose hasta Santa Mónica y tuerces a la derecha por Rexford. Te anotaré la dirección. Iremos directamente y así tendremos tiempo de tomar unas copas y charlar.

Sally le llevó por toda la casa, mientras May Ling corría alrededor y ponía su propio comentario. Billy estaba embobado con la niña y dijo que parecía una muñequita china.

—Se parece mucho a Joe y a su abuela quizá. Bueno, Billy, ¿qué te parece mi casa?

—Me gusta. Pero comprendo que Joe no se encuentre cómodo aquí. Yo he vivido en una casa como ésta. Él, no.

—Ni yo tampoco, hasta ahora. Pero no quiero hablar de Joe. Es insoportable. ¡Insoportable! ¡Cómo me gustaría estar enamorada de otro! A veces me entran ganas de decirle: Adelante, divórciate de mí y acabemos de una vez.

—¿De verdad quiere el divorcio?

—¿Cómo va nadie a saber lo que de verdad quiere Joe? Ni él mismo lo sabe. Le parece que sería un rasgo de nobleza divorciarse de mí. ¡Él y su nobleza de la mierda! ¡Oh, perdona! Pones una cara de sufrimiento cada vez que digo un taco… Es una costumbre, Billy. Siempre he sido así.

—Joe es fantástico. Me duele veros sufrir.

—¿Fantástico con quién? Si pudiera dedicar dos horas al día para ser fantástico con su mujer y su hija, sería formidable. Pero dejemos eso. Cenaremos y hablaremos de Higate. ¿Vas de vez en cuando? El chiquitín de Eloise es un tesoro. Pero ahí lo tienes: Eloise es madre de dos niños y, no obstante, Adam ni parpadeó cuando su mujer se asoció con Jean en lo de la galería de arte.

—No creo que Adam se opusiera a nada que Eloise deseara hacer. La adora.

—Se supone que Joe me adora a mí.

—Es distinto. No es lo mismo criar hijos en el Valle que criarlos aquí, en Los Angeles.

—Yo me crié allí. Puedo saberlo.

Después de la cena, con la niña en la cama, la casa en silencio, sentados frente a un fuego de gas en la sala, Sally dijo:

—Tenía que hablar contigo. Si no hablo de esto con alguien, voy a perder el juicio. Con mis padres no puedo contar. Y es que ellos no tienen ni idea de lo que es este mundo. Pop tenía una hermana, Martha, que quería ser actriz. Vino a Hollywood y cayó en manos de una pareja de granujas baratos. No sé qué ocurrió exactamente. Drogas y alcohol o algo por el estilo. Lo cierto es que ella se mató. Se tiró con el coche por un despeñadero de Mulholland Drive. Conque ya puedes imaginar la simpatía que les inspira la industria del cine. Podría hablar con Barbara, porque la quiero mucho y es una gran persona; pero es hermana de Joe y bastantes preocupaciones tiene ya. Además, tú eres cura, Billy, o algo así, el único que conozco y tienes que haber resuelto un montón de problemas, allá en el Pacífico.

—Sally, cariño, en realidad yo no soy cura. No puedo aconsejarte. Además…

Se interrumpió y movió tristemente la cabeza.

—Sigue. ¿Qué ibas a decir?

—No tengo derecho a decirlo.

—¿El qué? ¡Cómo me revienta la gente que hace eso!

—Está bien. No puedo decirte lo que tienes que hacer porque estoy enamorado de ti. Tú lo sabes. Te quiero desde aquel día en que hablamos en el despacho de Joe.

—¿Y eso es tan horrible?

—Es horrible. Joe es amigo mío y le aprecio sinceramente.

Sally movió la cabeza con resignación.

—Pero no es sólo eso —continuó Billy—. Yo nunca entendí a las mujeres. ¡Ay Dios mío, no sé qué me pasa! Tiene gracia que acudas a mí en busca de respuestas.

—Dices que me quieres —respondió Sally lentamente—. Muy bien. ¿Por qué no haces algo? ¿Por qué no me besas, ni me tomas una mano, ni me tocas?

Él tardó en contestar.

—Porque eres tú. Porque eres Sally Lavette. Eres la mujer de Joe y una estrella del cine. —Y añadió tímidamente—: Y yo soy un ministro episcopaliano.

Ella empezó a reír por lo bajo.

—Bueno, no te rías de mí.

—¿Todavía? Me refiero a si todavía eres ministro episcopaliano. Hace mucho que no ejerces. ¿No existe algo que se llama estatuto de limitaciones? En realidad, acerca de sacerdotes episcopalianos no sé más que aquel chiste tan tonto de los dos irlandeses que están delante de una iglesia episcopaliana y sale el cura y Pat le dice a Mike: «Fíjate, con cinco hijos y se hace llamar padre».

—Ya estás otra vez riéndote de mí.

—¡Oh, no, Billy! Estoy tratando de hacer que te rías. Billy, eres tan bueno, tan cariñoso y tan guapo también. Uno de los chicos pensó que eras un actor de otros estudios, palabra, ¿por qué no me tocas? Dios no va a fulminarte. Billy, hace un año y medio que no duermo con Joe… ni con nadie. Te lo digo por si piensas que las actrices somos prostitutas de paisano.

—¡Oh, no! No creas que soy tan estúpido.

—Sé que no lo eres. Pero a veces lo pareces. —Se acercó a él—. Mírame, Billy. —Él la miró—. Ahora dame un beso.

Él se inclinó y la besó suavemente.

—Ya ves. No ha estado tan mal, ¿verdad?

—Sally, te lo ruego, no empieces otra vez a reírte No lo soportaría.

—No me río.

Él le rodeó los hombros con un brazo y ella apoyó la cabeza en su pecho.

—Me parece que nunca había sido tan feliz —dijo Billy.

—Pero sigues pensando que es pecado.

—No, Sally; hace mucho tiempo que dejé de pensar en el pecado. Una vez, en las Salomón escuché la confesión de un chico que se estaba muriendo. Me tomó por un sacerdote católico y yo le dejé que lo creyera porque estaba mal herido y no había tiempo de buscar a un sacerdote católico, aunque hubiera sabido dónde encontrarlo y no lo sabía. El chico era un asesino. Había atracado una gasolinera y matado al propietario y ahora iba a morir y estaba aterrorizado. Murió en mis brazos. Supongo que en realidad yo tendría que mandar mi renuncia y pedir que tacharan mi nombre de los libros. Ya no soy un sacerdote. Pero no tiene importancia. Hace mucho tiempo que dejé de pensar en Dios. Es muy complicado. Tengo suerte porque soy rico y no necesito trabajar y puedo dedicarme a ayudar a la gente del dispensario. Es lo único que me satisface. Hasta esta noche. Porque también me satisface estar aquí a tu lado. Me siento despreciable, pero contento.

—¿Quieres que vayamos a la cama? —preguntó Sally en voz baja.

—Lo estoy deseando desde la primera vez que te vi.

—Entonces sube conmigo. Haremos el amor y luego dormiremos. Estoy hambrienta, Billy, hambrienta. Tú no sirves para cura y yo haría una monja detestable. Son casi las nueve y tengo que levantarme a las seis y estar en los estudios a las siete.

La Tierra daba vueltas, y el día seguía a la noche. En la esquina de Market y Fifth, cuatro pistoleros mataron a un policía. A causa de la niebla, un barco hospital de la Marina se hundió cerca del Golden Gate después de chocar con un mercante. Un día los norteamericanos tuvieron setecientas cuarenta y dos bajas en Corea. El ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, y el secretario del Foreign Office inglés, Ernest Bevin, iniciaron conversaciones acerca del rearme de Alemania. Un día, en Corea, una avanzadilla compuesta por sesenta y tres soldados norteamericanos fue aniquilada y los muertos quedaron tendidos con los cuerpos destrozados y los ojos abiertos. Mohammed Reza Pahlevi, sha del Irán, regresó a su país después de decir a los ciudadanos de San Francisco que su ciudad era una piedra preciosa en la corona de esta gran nación. En Ingleside, un niño de seis años se mató con la pistola de su padre. La reina madre Nazli de Egipto visitó San Francisco. «Vuestra ciudad es una joya», dijo. En la nación más poderosa y segura de la Tierra, Arthur W. Wallander, director de la Defensa Civil de la ciudad de Nueva York, estableció la alerta permanente. «No sabemos cuándo ocurrirá», dijo. Se declaró un incendio en la cúpula del Ayuntamiento de San Francisco. Existían sospechas de que el fuego había sido provocado. El general Douglas MacArthur visitó San Francisco. El general Douglas MacArthur visitó Nueva York. El presidente lo había destituido con gran pesar. El Primer Ministro del Japón, Yoshida, llegó a San Francisco. En el curso de una ceremonia que se celebró en la Ópera, firmó el tratado de paz que ponía fin formalmente a la Segunda Guerra Mundial. El general Douglas MacArthur rompió su mutismo y, en una alocución dirigida al Congreso de los Estados Unidos dijo: «Se afirma que soy belicista. Nada más lejos de la verdad». Jerome David Salinger escribió un libro llamado El ingenuo seductor. Se dijo que era el mejor libro sobre un muchacho desde los tiempos de Mark Twain.

Barbara estaba leyendo El ingenuo seductor cuando llamó a la puerta Boyd Kimmelman. Le esperaba. Él había llamado por teléfono a pesar de ser domingo por la mañana, para preguntarle si podía hablar con ella unos minutos. Ella le dijo al verle entrar:

—Me pillas en uno de mis peores momentos, Boyd. ¿Sabes cuáles son mis peores momentos? Cuando leo un libro que me encanta y pienso que ojalá lo hubiera escrito yo y me doy cuenta de que no hubiera podido escribirlo ni en cien años. —Lo levantó—. ¿Lo has leído?

—No; todavía no.

—Me parece que te gustará. No lo compres. Cuando lo termine te lo presto. Ahora pasa, siéntate y hablemos. Mandé a Sam al parque con Anna para que pudiéramos hablar tranquilamente. Sam está cada día más grandote y turbulento. Con unos padres extralargos, me asusta pensar hasta dónde puede llegar. —Kimmelman estaba nervioso e inseguro y Barbara hablaba sin parar a fin de tranquilizarle—. Anda, Boyd, siéntate y ponte cómodo. ¿Es la primera vez que vienes a mi casa? Es vergonzoso. Hemos hablado cientos de veces en tu despacho y en la Fundación y aún no habías estado en mi casa. Estoy abochornada. Es pequeña y vertical, pero así son todas estas viejas casas victorianas. De todos modos, es mona, ¿verdad?

Él se sentó, movió afirmativamente la cabeza y la miró sin pestañear.

—¡Por todos los santos del cielo, Boyd!, ya deberías saber que conmigo no tienes por qué usar precauciones. Tú me llamas un domingo por la mañana para decirme que tienes que hablar conmigo. Yo sé perfectamente que las decisiones del Supremo aparecen el lunes. Es eso, ¿verdad?

Él asintió de nuevo.

—Un compañero de estudios es ayudante de Douglas. Le pedí que me llamara en cuanto supiera algo. Llamó anoche. Han denegado certiorari. ¡Cómo me subleva tener que decirte esto después de tanto tiempo!

—Lo cual significa que han decidido no revisar el caso.

—Ocho viejos miserables que no tienen agallas para enfrentarse a ese cochino comité. Estoy tan indignado y asqueado, que me parece que voy a reventar. ¡Valor, eso es lo único que hace falta, valor! ¡Si por lo menos accedieran a escuchar la argumentación! Pero es más fácil escurrir el bulto…

—¿Entonces esto es el final?

—Eso temo, Barbara. Sí, podría ir a Washington y pedir a mi amigo que me consiguiera una entrevista con el juez Douglas y quizá pudiera convencerle para que lo retrasara; pero las vías legales están agotadas.

—Entonces no quiero demorarlo más. ¿Cuándo se anunciará públicamente?

—Mañana.

—¿Y cuándo tengo que ir a la cárcel?

—Eso depende del tiempo que necesites para arreglar tus asuntos. Gracias al juez Fremont, podría conseguir que dispusieras de una semana o dos.

—¿Y dónde tengo que cumplir la condena?

—Bueno, podemos dar gracias de que no sea la cárcel de Alderson en Virginia. Lo normal sería ficharte en Washington y mandarte a la cárcel de mujeres de Virginia. Pero hace poco han inaugurado otra cárcel de mujeres en Terminal Island, cerca de San Pedro, y el juez Fremont ha hecho gestiones para que te registren en el tribunal federal de aquí y luego te manden a Terminal Island. ¡Porras, Barbara, me oigo hablar a mí mismo y no acabo de creerlo! Daría mi brazo derecho para que no tuvieras que pasar por eso. Te miro y no lo creo. Porque eres tú… Movió la cabeza con desesperación.

—Podría ser peor, Boyd, podría ser un año. Sólo serán seis meses. Deja ya de hacerte reproches.

—Me parece que lo hice todo al revés desde el principio.

—Es que no había manera de hacerlo al derecho. Ahora dime qué tengo que hacer exactamente. No necesito dos semanas. Quiero liquidarlo lo antes posible.

—¿No deseas que intentemos conseguir un aplazamiento?

—¿Habría alguna posibilidad de que se suspendiera la sentencia?

—Francamente, ninguna.

—Entonces, prefiero que no hagáis nada. Hoy es domingo. Necesito dos días, lunes y martes. Puedo presentarme el miércoles. Dime qué tenemos que hacer.

—Yo vendré a recogerte el miércoles por la mañana. Tendrá que ser temprano, a las siete y media. Te acompañaré al juzgado y allí te harán la ficha. Te tomarán las huellas dactilares, o quizás eso lo hagan en Terminal Island, no estoy seguro. Luego te llevarán a San Pedro, no sé si en coche o en avión. Supongo que será en coche. Irá contigo una oficial del juzgado. No es que quiera pintártelo de color de rosa, pero puedo asegurarte que las prisiones federales son las mejores del país, si es que puede hablarse de mejor o peor tratándose de cárceles. No tengas miedo.

—No tengo miedo, Boyd, puedes creerme. Si acaso, curiosidad y un poco de pena, lo reconozco. Estar seis meses sin ver a Sam es más de lo que puedo resistir.

—Ni es necesario que lo resistas. Él puede ir a visitarte. Hay cinco días de visita al mes para adultos y uno para los niños. Puedes tenerlo todo el día.

—¿En la cárcel? No. No quiero que tenga ese recuerdo. No quiero que me vea en la cárcel y luego haya de cargar con ese recuerdo el resto de su vida. Sería una crueldad.

—Tú mandas.

—¿Qué tengo que llevar?

—Nada. Sólo lo puesto.

—¿Ni cepillo de dientes, ni jabón, ni nada de eso?

—No; únicamente lo puesto. Bueno, un bolso con lo que acostumbres a llevar. El reloj de pulsera. Y unos cincuenta dólares en efectivo. Puedes sacar un tanto al mes para cigarrillos y caramelos, que es lo único que venden allí.

—Yo no fumo, Boyd, tú lo sabes.

—Pues para caramelos.

—¿Podréis ir a verme tú y Harvey?

—Naturalmente. Somos tus abogados.

—¿Quién más?

—Sólo la familia, a no ser que tengan permiso especial, aunque no es difícil conseguirlo. Lo importante es que no estarás aislada. Puede que te lo parezca, pero no es así. Harvey y yo estaremos aquí, dispuestos a hacer lo que sea necesario. Luego, están tus padres. Joe, tu hermano, vive en Los Angeles, cerca de ti.

—Boyd —dijo Barbara con cierta impaciencia—, ¿quieres hacer el favor de no ser tan sentimental? Hay cosas que una persona tiene que hacer sola. Das a luz tú sola, te mueres tú sola y vas a la cárcel tú sola, y no importa quiénes estén alrededor. Bien, me parece que ya lo sé todo. Te espero el miércoles a las siete.

Él asintió lúgubremente y se levantó para despedirse. Cuando Kimmelman salía, Sam entró en la casa como un cohete. Barbara preparó el almuerzo para los dos y mientras comían leyó a Sam un libro de A. A. Milne. Cuando el niño se fue a dormir la siesta, ella llamó a su madre.

—¿Qué planes tenéis para esta noche? —preguntó a Jean.

—Nada importante. Íbamos a salir a cenar.

—¿Podéis venir a casa después de la cena? Tenemos que hablar.

Aquella noche, después de explicarles el curso que debían seguir los acontecimientos, les dijo:

—Quiero deciros que me alegro de que seáis como sois. No podría soportar que me hicierais un drama.

—Si sirviera de algo… —comenzó Jean.

—Siempre me habéis dejado actuar con libertad y os lo agradezco. Si bien se mira, he tenido de todo. Lo que importa es Sam. Haced que se sienta querido y amparado.

—Creo que sabremos hacerlo —dijo Dan—. El barco está casi terminado.

—Tú eres buen marino, ¿verdad, papá?

—De los mejores.

—No quiero que lo lleves a la cárcel.

—Van a ser seis meses, Bobby. Mucho tiempo para el niño.

—Lo sé, pero será lo mejor. Si cambio de parecer, os lo diré. ¿No es curioso que vaya a la cárcel en Terminal Island, el lugar en el que mi padre construyó los astilleros más grandes del mundo?

—Los más grandes no.

—Lo bastante grandes como para que el almirante Land te dijera que habías cambiado el curso de la guerra. Estuve allí una vez, en el cuarenta y uno me parece.

Dan asintió. Jean los miraba sin atreverse a hablar por temor a no poder hacerlo serenamente. Tenía que elegir las palabras y articularlas con sosiego y fríamente. Barbara era lo único que le había salido bien en la vida, incluso desde el principio.

—No recuerdo haber visto esa cárcel —dijo Barbara.

—Entonces era un complejo militar. Una lengua de tierra que se adentra en el mar hacia el Oeste.

—Ah, ¿se puede ver el mar?

Dan asintió.

—¿Y los barcos?

—Sí; pasan por allí delante para atracar en el puerto de San Pedro o de Long Beach.

—Es una suerte. Bueno, no podemos estar toda la noche charlando, ¿no os parece?

—¿Qué le decimos a Sam? —preguntó Jean lentamente.

—Él sabe que he sido corresponsal y que he viajado por todo el mundo escribiendo historias. Sabe que me gano la vida escribiendo. Por cierto que está viciado con las historias que le cuento y no se conforma con mirar la tele. Así que vais a tener que vaciar las librerías y leer sin descanso. Le diré que tengo que marcharme una temporada. Vosotros decid lo mismo. Eso es todo. Recogeré todas sus cosas. Procurad estar aquí lo más temprano posible el miércoles.

—Vendremos antes de que tú te vayas —dijo Jean.

—Bien. Anna se quedará en la casa y la oficina de Harvey se encargará de pagar las cuentas.

—Mira, si necesitas dinero… —empezó Dan con vehemencia.

—No, papá; no necesito dinero. Y, si lo necesito, te lo pediré. Estoy segura de que Sam estará contento en Russian Hill. Además, sólo serán seis meses.

Durante el trayecto a casa, Jean no dijo ni una palabra. Cuando llegaron, se sentó en una butaca con las manos juntas y lloró en silencio. Mientras la miraba, Dan advirtió que era la primera vez en tantos años que la veía llorar.

El oficial del juzgado que conducía el «Buick» del Gobierno se llamaba Buck Gedding y llevaba un espectacular y anticuado revólver en una funda atada a la cintura. La oficial, Sadie Thomas, viajaba detrás, con Barbara.

—Nada de esposas, guapita —dijo a Barbara—. No hacía falta que el juez Fremont me lo dijera. Ni siquiera se me hubiera ocurrido. No, señora. Y es que no somos unos bárbaros. Aunque, en confianza, no todas son como usted. ¡Qué va! Yo he llevado aquí a mujeres que de buena gana te hubieran sacado los ojos. Y una jovencita hasta me atacó con una navaja. Llevaré las cicatrices hasta que me muera.

—¿Por qué no te callas, Sadie? —inquirió el conductor—. Aturdes a cualquiera hablando y hablando. Además, no se permite conversar y eso lo sabes tú tan bien como yo.

—Tienes muchísima razón, Buck Gedding; pero si te has creído que voy a tirarme seiscientos kilómetros sentada al lado de esta pobre mujer sin decir esta boca es mía, te equivocas. De manera que tú a conducir y deja que yo atienda a la prisionera.

La prisionera estaba ensimismada, y, al fin, Sadie Thomas acabó el repertorio y se quedó callada. Barbara estaba traumatizada. Aquella mañana se había permitido sólo una pequeña dosis de emoción al vivir una escena que había ensayado mentalmente cientos de veces. Por instinto, el escritor profesional se plantea mentalmente cada situación antes de vivirla. Todo debe estar en su sitio, todo tiene que encajar y funcionar; cada frase y cada párrafo deben dar el tono preciso y mantener el equilibrio. Barbara recordaba el bombardeo de un puesto militar norteamericano en Birmania por los japoneses. Los cazabombarderos bajaban en picado uno a uno, dejando caer sus pequeñas bombas de cincuenta kilos. Barbara se quedó de pie en la trinchera, asomando medio cuerpo, sin hacer caso de las súplicas de un sargento al que no le faltó sino tirar materialmente de ella, de pie como una idiota, en un bosque de mortíferas palmeras que se abrían alrededor, observando la escena en tercera persona y plasmándola directamente en palabras. No era truco de escritor; era el triste sino del escritor. Lo mismo había hecho aquella mañana: desdoblarse. Incluso mientras abrazaba y besaba a Sam estaba interiormente fría. Dan no era novelista y la abrazó con una angustia evidente. Barbara podía palparla en los duros músculos de su cuerpo y se avergonzó de sí misma porque en el fondo se sentía intrigada por lo que debía sentir el padre que ve ir a la cárcel a su hija.

Jean parecía haber envejecido de golpe. Barbara nunca había visto en su madre a una mujer de edad. No se es vieja a los sesenta y un años; pero ahora aquella cara fina y aristocrática estaba desconocida. Barbara casi se alegró de marcharse.

—Terminal Island no es el peor sitio del mundo, ni mucho menos, guapita. Los aires son sanos, y eso es más de lo que puede decirse de Los Angeles. Nada de smog. No sé cómo hay gente que puede vivir en Los Angeles. En fin, allá cada cual.

Pararon a almorzar en un quiosco de la carretera.

—El Gobierno le paga el almuerzo —dijo Gedding, adoptando un aire de generosidad acorde con la ocasión, como correspondía a su condición de representante de la autoridad—. Dos bocadillos y café. ¿De qué los quiere? Usted se queda en el coche.

—¿Y si tiene que ir al lavabo?

—Tú vas con ella.

—¿Tiene que ir al lavabo, guapita?

—Sí —contestó Barbara—; pero no tengo hambre. No quiero almorzar.

—Paga el Gobierno.

—Lo siento, no tengo hambre. Sólo tomaré café.

—Primero iremos al lavabo —dijo Sadie Thomas—. Después nos sentaremos dentro como personas civilizadas.

Sentada ante la barra con un oficial a cada lado, mientras se tomaba el café, Barbara pensó que no se estaba portando muy bien. Nada más empezar, ya estaba hundida. En ningún momento de su vida, ni siquiera cuando se enteró de la noticia de la muerte de Bernie, se había sentido tan abatida y desesperada. La habían separado de todo lo que amaba. Estaba sola e indefensa. Comprendía que el mundo estaba lleno de gente que vivía sola e indefensa; pero hasta entonces ella no había sabido lo que era eso. Antes, donde quiera que estuviera y pasara lo que pasara, siempre podía recurrir a alguien poderoso e influyente que la conocía y respetaba. Incluso en la Alemania nazi, sus relaciones con las esferas del poder de los Estados Unidos le habían servido de garantía. Ahora, por primera vez, estaba aislada; las relaciones con su pasado, su familia y sus amigos, estaban rotas. Aquellas dos personas que estaban a su lado podían disponer de ella en cuerpo y alma. Si le daba un ataque de locura y salía corriendo del parador, aquel hombre corpulento llamado Buck Gedding podría sacar el revólver y disparar contra ella. Por lo menos, eso creía Barbara. Habían desaparecido los derechos y privilegios que todo ciudadano americano da por descontados. Ya no importaba cuál hubiera sido su crimen; todas las especulaciones sobre si lo suyo era realmente un crimen se le antojaban ahora meros ejercicios de retórica. Sería una criminal a los ojos de todas las personas que iba a tener que tratar durante aquellos seis meses.

Al volver a subir al coche y reanudar el viaje hacia el Sur, Barbara fingió dormir para no tener que soportar la charla de la oficial. La noche anterior apenas había dormido un par de horas, y al poco rato la simulación se convirtió en realidad. Acurrucada en su rincón, Barbara durmió dos horas.

Empezaba a anochecer cuando llegaron a San Pedro y embarcaron en el transbordador de Terminal Island.

—Usted se queda en el coche —le dijo Gedding.

Sadie asintió.

—Son las normas, guapita.

Cerraron las portezuelas con llave.

Ya en la isla, cruzaron por delante de los astilleros, ahora parados, vacías las viejas vías, tapiados los edificios. Pasaron ante el edificio de la Aduana y entraron en Seasine Avenue, y por entre almacenes y solares, se dirigieron hacia el extremo de la isla. Ya se veían las aguas del puerto, feo, llano y abarrotado de barcas de pesca, remolcadores y oxidados mercantes, tan distinto de la zona portuaria de la bahía, amplia y ventilada. El recuerdo hizo que se le saltaran las lágrimas.

El coche se detuvo delante del lugar de su exilio, unos edificios de madera que parecían barracones militares, una cerca de tres metros y medio de altura de gruesa tela metálica y torres de vigilancia. Sadie Thomas señaló unos edificios de ladrillo que formaban un cuadrilátero:

—La cárcel de hombres. La suya es mejor, guapita, créame. Entramos por aquí, de manera que procure causar buena impresión desde el principio. Siempre compensa.

Entraron en el edificio situado dentro de la cerca. Una matrona con el uniforme azul de la cárcel firmó los documentos de Gedding y extendió un recibo por el bolso de Barbara. Los dos oficiales del juzgado se marcharon. Barbara no volvió a verlos.

La matrona vació el bolso de Barbara y esparció su contenido sobre el mostrador. Había un fajo de billetes que contó escrupulosamente. Era una mujerona de mediana edad, cuello ancho y nariz respingona.

—Soy la oficial Hurley —dijo—. Voy a contar el dinero, de manera que preste atención. Cien dólares. Puede guardarlos en sobre cerrado para cuando salga o usarlos para comprar en la tienda. ¿Qué prefiere?

—Usarlos mientras esté aquí.

—¡Más alto!

—Prefiero usarlos aquí.

—Así está mejor. —La oficial repasaba el expediente que le había dado Gedding—. Barbara Cohen. Desacato al Congreso, seis meses. —Miró a Barbara de pies a cabeza: el cabello castaño claro recogido en un moño, el traje de chaqueta de franela gris, la blusa blanca. Palpó la piel del bolso—. Usted es un caso especial, Mrs. Cohen. Esto no es precisamente Alcatraz, pero tampoco es el «Fairmont». Tenga cuidado con lo que hace.

Estaban en una habitación larga y estrecha, con un mostrador a todo lo largo y un casillero en la pared del fondo.

—Empezaremos por tomarte las huellas, Barbara —dijo la oficial Hurley—. Ven aquí y dame la mano derecha.

Barbara se acercó al mostrador. La oficial Hurley aplicó con un rodillo la tinta a un cristal, tomó la mano de Barbara y oprimió cada dedo al cristal y a una cartulina.

—La izquierda. —De nuevo hizo girar cada dedo sobre la tinta y sobre la ficha. Al terminar, le entregó una toalla—. Límpiate la tinta.

Se abrió la puerta del exterior y entró un hombre con el uniforme azul de recluso y una cámara montada sobre un trípode.

—Prepara la máquina —le dijo la oficial Hurley—. En seguida voy.

El fotógrafo miraba a Barbara con ojos de hambre. Mientras montaba la cámara no dejaba de mirarla. La oficial Hurley tomó una placa de pizarra con un cordel atado a cada extremo y escribió en ella con tiza el nombre y número de Barbara. Salió de detrás del mostrador y la colgó del cuello de Barbara, de modo que le quedara sobre el pecho.

—Colócate aquí —dijo a Barbara empujándola hacia la pared—. Los ojos abiertos y mirando a la cámara. —Y al fotógrafo—: ¿Qué diablos esperas, Sweeney?

El hombre disparó. El flash cegó a Barbara.

—No se mueva —dijo el hombre—. Necesito sacar otra.

Barbara tenía los ojos cerrados.

—Abra los ojos, por favor.

La cámara volvió a disparar.

—Está bien. Llévate todo eso, Sweeney.

Él salió despacio, arrastrando su necesidad y su frustración.

Hurley se situó otra vez detrás del mostrador y alargó a Barbara una cesta de tela metálica.

—Quítate la ropa y déjala aquí. Te la limpiarán a cargo del Gobierno y te la guardarán.

Barbara la miró.

—He dicho que te quites la ropa.

—¿Aquí?

—Sí, aquí.

—No entiendo.

—¿Quieres que te dibuje un plano? Escucha, Barbara. Éste es el primer paso. Pero tienes que empezar a aprender desde ahora. Has de hacer lo que te manden.

—Me quedaré desnuda.

—Exactamente. Ni te morirás ni te resfriarás. Estás en una penitenciaría federal. Tú entras con esa ropa y te irás con ella; pero mientras estés aquí, llevarás lo que te demos. Ahora siéntate en esa silla y desnúdate.

Barbara seguía mirando a la oficial Hurley que asintió fríamente. Barbara se quitó la chaqueta y se la dio. Luego, la falda, la blusa y la combinación. Se quedó un rato en sostén y liguero, sintiéndose humillada y ridícula. Luego suspiró, se quitó los zapatos, el liguero y las medias, se desabrochó el sostén y se quedó esperando, desnuda.

—Recoge la ropa y ponía en la cesta.

Barbara así lo hizo.

—Ahora pasa ahí dentro, siéntate y espera.

La puerta que le indicó la oficial Hurley daba a un pequeño vestuario con un banco en el centro. En el banco estaban sentadas otras dos mujeres desnudas que miraron a Barbara en silencio. Nadie habló. Una de las mujeres era negra, alta y bien formada. La otra era una jovencita blanca pequeña y delgadita, de veintiún años a lo sumo, que tiritaba encogida tratando de cubrirse el pubis con una mano y los pechitos con la otra. Barbara se quedó de pie, indecisa, mirándolas y sin querer mirarlas, violenta por su desnudez como nunca lo estuviera en toda su vida, hasta que, al fin, la negra le sonrió y le dijo:

—Siéntate, mujer. Cualquiera sabe cuánto rato nos van a tener aquí esas furcias. Y el cochino suelo está frío, frío.

Barbara se sentó al lado de la muchacha blanca, que tiritaba y gemía entre dientes.

—¿Estás enferma? —preguntó Barbara.

—No; no está enferma —indicó la negra—. Se droga. Ahora empieza a despertarse. Dentro de un par de horas estará chillando como una condenada.

—¿Y no van a ayudarla? —inquirió Barbara.

—Aquí no se andan con contemplaciones. ¿Tú te drogas?

—Gracias a Dios, no.

—Esas brujas podrían calentar esto un poco. Me llamo Annie Lou Baker.

—Yo, Barbara Cohen.

—¿Por qué estás aquí?

—Por algo que se llama desacato al Congreso.

—¿Qué?

—Sí, es un delito.

—¡Mierda! ¿En chirona por desacato? ¿No es eso como faltarle a alguien al respeto? Pues si a mí tuvieran que encerrarme por eso me mandaban aquí dos docenas de veces a la semana…

Se interrumpió al abrirse una puerta situada en el lado opuesto a aquel por el que había entrado Barbara. Daba a unas duchas de azulejos brillantemente iluminadas, y por ella entró una mujer en traje de baño que traía un cubo en una mano y un cepillo en la otra.

—¡En pie, chicas! —les gritó—. Soy la oficial Davenport. Este cubo contiene una solución de escamas de jabón y DDT. Aquí podéis entrar vosotras, pero no los piojos, chinches o liendres que os acompañen. La casa está limpia e higiénica. Meteos bajo la ducha y cuando estéis mojadas os lavaré el pelo.

—A mí nadie me lava el pelo con DDT —dijo Annie Lou Baker.

—¿No? Si no estás bajo la ducha antes de diez segundos, llamo a dos guardianes para que te sostengan mientras te lavo. Tú eliges.

La negra sonrió.

—Todo tiene su atractivo. ¡Y qué más da!

Barbara entró en las duchas detrás de Annie Lou. No le seducía la idea de que le lavaran la cabeza con DDT, pero comprendía que allí había que obedecer. Suponía que existirían castigos, aunque el único que importaba era la pérdida de descuento de la pena por buena conducta. Estaba enterada. En su caso, representaba una reducción de un día por cada mes: seis días en total y desde ahora mismo estaba decidida a no sacrificar ni un minuto de esos seis días.

La muchacha blanca se quedó atrás, encogida y temblando.

—¿Cuánto hace que no te lavas tú? —preguntó la oficial Davenport agarrándola del brazo y empujándola hacia la ducha—. Vamos, niña, de todos modos te va a dar el ataque. Una buena ducha no te hará daño. Usad todas el jabón y el cepillo.

Diez minutos después, se cortó el agua de las duchas y Barbara se secó con la toalla que le dio la oficial Davenport. Tenía el pelo mojado y le olía a desinfectante; pero por aquel entonces aún no había secadores en las prisiones federales.

La Davenport se puso un albornoz y gritó:

—Bien, chicas. Venid conmigo a buscar la ropa.

Las tres mujeres se envolvieron en las toallas y la siguieron a la habitación contigua, en la que dos reclusas, vestidas con bata gris hasta media pantorrilla y zapato negro de tacón bajo, distribuían la ropa de unos montones que había encima de la mesa.

—Dadles vuestras medidas —ordenó la oficial Davenport—. Contorno de pecho, talla de vestido y número de calzado.

—No es que eso importe mucho —dijo una de las mujeres.

—Ahórrate los comentarios, Suzie.

Barbara se puso la bata gris y se la ciñó a la cintura.

—Eres alta y eso es un problema —dijo Suzie. Era mujer de unos cuarenta años, menuda y de ojos vivaces—. ¿Qué número calzas?

—Treinta y nueve.

—¡Anda ya! No sé si habrá nueves. Billy, ¿tienes algún nueve? —preguntó a su compañera.

—¿Nueve y medio?

—Estarán un poco grandes —dijo Barbara tímidamente.

—Si te doy un ocho vas a ver las estrellas.

Barbara optó por el nueve y medio. Las tres mujeres se vistieron y Suzie y Billy pusieron encima de la mesa tres pilas de ropa y útiles de aseo.

—Aquí están vuestras cosas —dijo la oficial Davenport—. Tenéis que tratarlas bien. Sois responsables de ellas. Pijama, albornoz, uniforme, ropa interior, cepillo de dientes, polvo dentífrico, peine, cepillo, desodorante, gorro de baño y chaqueta. Mucho cuidado con todo.

Mientras hablaba, entró otra mujer, de unos cincuenta años, alta, delgada, con el pelo gris que vestía uniforme de oficial de prisiones.

—La oficial Skeffington —dijo la Davenport—. Ella os acompañará a las celdas de aislamiento donde os quedaréis esta noche y parte de mañana. Es sólo para el período de aislamiento, de modo que no os pongáis nerviosas. No vais a estar siempre allí. —Señaló a Rosalie con un movimiento de cabeza—. La drogadicta.

Rosalie, temblando, suplicó:

—Ayúdenme, por favor, ayúdenme.

—Vamos a ayudarte más de lo que nadie te ha ayudado nunca. Tranquilízate. Vámonos, chicas. Coged la ropa y seguidme.

—¿Cuándo nos dan de comer? —preguntó Annie Lou—. Doña, estoy desfallecida.

—Me llamarás oficial Skeffington. Si no sabéis el nombre del oficial, tenéis que decir «señor» o «señora». Y aquí nadie pasa hambre. Ahora cenaréis.

Las condujo por un corredor, doblaron por otro corredor en el que había cinco puertas de madera y la oficial Skeffington descolgó del cinturón un manojo de llaves.

—Pasa —dijo a Barbara, abriendo una puerta.

—¿Podrían darme lápiz y papel? —preguntó Barbara.

—Eso mañana, cuando estés en tu celda. Aquí no puedo dártelo.

Barbara asintió y entró en la celda. Tras ella se cerró la puerta y giró la llave en la cerradura. Ella miró la habitación. Del techo colgaba una lámpara con un interruptor de cadenilla. Una cama metálica de cuartel con la sábana de abajo, almohada, funda de almohada y dos mantas. Una silla de madera, lavabo e inodoro. El suelo era de cemento y la celda olía a desinfectante. También había una mesita.

Barbara dejó sus cosas en la mesa y se sentó en la silla. Menos mal que no había espejo. No tenía el menor deseo de mirarse. Sentía el pelo pegado al cuello y a los hombros. Cogió una de las dos toallas de algodón dobladas junto al lavabo y se la puso a modo de turbante. Esto ya era otra cosa.

«Conque era esto —se dijo—. Por fin estoy en la cárcel. Si hubiera venido cuando salí del juzgado de Washington, todo habría terminado haría tiempo. Pero ya es tarde. Me esperan seis largos y horrendos meses de sumisión, obediencia, aburrimiento y humillación y ni que me maten puedo decir qué delito he cometido».

Giró una llave en la cerradura. Se abrió la puerta y entró en la celda una mujer negra, pequeña y bonita que traía una bandeja. Llevaba la bata de la cárcel, aquella especie de funda color gris, pero la llevaba con garbo, ceñida a la cintura con un cinturón de colores bordado a mano.

—Te traigo la comida, hermana. No es un banquete, pero tampoco está tan mal. Es sólo un tentempié. Mañana comerás mejor. Me llamo Ellie. ¿Por qué no dejas todo eso en el rincón y así podré poner la bandeja en la mesa?

Barbara despejó la mesa y Ellie dejó la bandeja.

—La recogeré por la mañana, de modo que tienes tiempo, hermana. Nos veremos en la cárcel.

—Gracias —dijo Barbara.

La negrita salió y cerró la puerta con llave. Su acento cordial y cariñoso conmovió a Barbara, la cual sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Llevaba casi tres horas en la cárcel y nada de lo que le había ocurrido era como ella imaginaba. Y es que, según comprendía ahora, la cárcel es como la guerra, que no puede uno imaginársela. Hay que sufrirla. Y durante aquellas tres horas había aprendido sobre el presidio y los presos más que en toda una vida de lectura. Algún día escribiría un libro sobre todo ello y por lo menos sabría lo que escribía.

Miró la bandeja. Hasta este momento no había sentido hambre. Le habían quitado el reloj junto con todo lo demás, pero calculó que serían casi las nueve. No había comido desde las siete de la mañana, y sólo café y tostadas. Ahora, de pronto, sintió un hambre atroz. En la bandeja había dos gruesos bocadillos de jamón y queso, una fuente de col en vinagre, un trozo de pastel moreno y una jarrita de café con leche y azúcar. Se lo comió todo, bocadillos, col y pastel. El único cubierto era una cuchara y casi sin darse cuenta se encontró lamiéndola.

«¡Qué diferencia supone un estómago lleno!», pensó. ¿Quién dijo que con estómagos llenos no se hacen revoluciones? Tal vez la máxima afectara también a las preocupaciones. A pesar del café, se le cerraban los ojos. Se desnudó y se puso el pijama. Al parecer, Suzie le dio el más grande que tenía. Sobraba tela por todas partes.

«Bueno, ¡a hacer puñetas!», pensó. Apagó la luz, se metió en la cama y al momento se quedó dormida de agotamiento.

Durmió mucho mejor que en noches anteriores, por los efectos acumulados de la tensión nerviosa y el cansancio, hasta que un golpe dado en la puerta la despertó. La celda estaba iluminada por una ventana alta. Había dormido tan profundamente, que de momento no supo dónde estaba y sintió pánico al verse en aquella pequeña celda. Luego giró la llave en la cerradura y entró Ellie con otra bandeja.

—El desayuno hermana —dijo—. ¿Qué tal has dormido?

—Como un leño.

—Bien. Ahora, limpieza y aseo personal. Luego, haces la cama y lo dejas todo bien doblado al pie, sábana, mantas y funda de almohada. Aquí tienes el desayuno. Dejo esta bandeja y me llevo la otra.

—¿Eres una prisionera, Ellie?

—Con todas las de la ley. Prisionera de las buenas, hermana. Llevo aquí siete largos años.

—¡Cielo santo! ¿Por qué?

—Por asesinato —respondió Ellie con indiferencia—. Estaba casada con un canalla que nos pegaba a mí y a los niños un día sí y otro también, hasta que no pude resistir más, agarré su pistola y le dije: «Si vuelves a ponerme la mano encima, te mato, bestia». Y le maté.

Se encogió de hombros.

—Pero esto es una prisión federal.

—Él era soldado, hermana. Conque aquí me tienes. Pero ya no importa. Agua pasada. Come y recoge. Luego vendrá a verte el ayudante del médico.

—Ellie, ¿cómo es que te dan las llaves? —preguntó Barbara con curiosidad.

—Esto no son celdas propiamente dichas —respondió Ellie agitando el manojo de llaves—, sino cuartos de aislamiento. Si consigues salir de aquí, aún estás dentro del edificio. Si sales del edificio, aún estás dentro del muro, y en la torre hay un guardián con una ametralladora. Y si consigues pasar el muro, aún estás en una isla. La idea de escapar es tan tonta como la de tomar potingues.

—No pensaba en escapar —rió Barbara.

—Bueno, da gusto verte reír. Anoche parecías la máscara de la muerte. Pobrecilla, ¿qué has hecho? ¿Has matado a alguien, traficabas en drogas o pasabas cheques sin fondos? Desde luego, no tienes pinta de fulana.

—Cometí un desacato al Congreso.

—¿Un qué? —Ellie sacudió la cabeza—. Otro día me lo cuentas. Ahora tengo trabajo.

Barbara se limpió los dientes y se sentó ante el desayuno. Había un bol de puré de avena con azúcar que ya estaba frío. Barbara tomó un par de cucharadas y dejó el resto. Comió el panecillo con mantequilla y se tomó el café. Luego se lavó la cara, se peinó, se vistió e hizo la cama. Entre los efectos de tocador no había lima de uñas, ni siquiera un trozo de papel que pudiera doblar en forma de triángulo para limpiarse las uñas.

—Esto es ridículo —dijo en voz alta—. Estoy en la cárcel, apesto a DDT y a desinfectante, tengo el pelo hecho una calamidad y me preocupo por las uñas.

Otra vez sonó un golpe en la puerta. La voz de Ellie preguntó:

—¿Estás presentable, hermana?

—Dentro de lo que cabe.

Se abrió la puerta y entró en la celda un hombre moreno, de cejas muy pobladas y hombros caídos.

—Me llamo Gallo y soy el ayudante del médico —dijo—. Le tomaré los datos y luego irá a revisión. Siéntese ahí, en la cama. —Él se sentó en la silla y abrió una carpeta.

—¿Nombre?

Casi no la había mirado.

—Barbara Cohen.

—¿Casada?

—Viuda.

—Entonces Cohen es el apellido de su marido. ¿Apellido de soltera?

—Lavette.

Barbara lo deletreó.

Él la miró atentamente por primera vez.

—Necesito su dirección y la de su familiar más próximo.

Barbara se las dio.

—¿Nombre y dirección del médico de la familia, si lo tiene?

—Milton Kellman, «Hospital Monte Sión», San Francisco.

Él dejó de escribir y volvió a mirarla.

—No es usted el tipo corriente. No figura en mi cuestionario, pero ¿puedo preguntarle por qué está aquí?

—No me importa responder, ya que parece preocuparles mucho. Estoy aquí por desacato al Congreso.

—¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo; pero de eso hace mucho tiempo.

—La muela de la justicia muele despacio, pero muele muy fino.

—Desde luego. Enfermedades contagiosas. Yo las iré diciendo y usted contesta sí o no.

—¿Varicela?

—Sí.

—¿Sarampión?

—Sí.

—¿Difteria?

—No. Me vacunaron.

—¿Tosferina?

—No.

—¿Paperas?

—Sí.

—¿Sífilis?

—No —respondió Barbara en voz baja.

Él la miró.

—Tengo que preguntar. ¿Gonorrea?

—No.

—Estamos en la cárcel, Mrs. Cohen. Esto no es una organización de muchachas exploradoras.

—¿Por qué diablos no se limita a hacer su trabajo y deja ya de pedirme disculpas? Sé perfectamente que estoy en la cárcel. ¿O se cree que he venido de asistenta social? —se enfadó Barbara.

Él la miró sin pestañear, con la estilográfica en el aire.

—Perdone —dijo ella entonces—. No acostumbro perder los estribos.

El hombre se encogió de hombros.

—Sigamos —dijo.

Cuando terminó el interrogatorio, él cerró la carpeta y salió de la celda dando un portazo, sin añadir ni una sola palabra. Al poco rato entró Ellie.

—Le has puesto furioso, hermana. Vale más que tengas cuidado. Ahora tienes que ir a revisión.

—¿Me llevo las cosas?

—No, déjalas aquí. Nosotras las llevaremos cuando te asignen la habitación. Este edificio es de Administración y Orientación. Tienes que estar aquí tres semanas, antes de pasar al alojamiento definitivo. Pero no irás a una celda, sino a una habitación, aunque no es mucho mejor. Ahora desnúdate y ponte la bata.

El médico era un hombre delgado, frío e indiferente. Se llamaba Sutter. Llevaba una chaqueta blanca y Barbara observó que tenía el cuello sucio y las uñas negras.

Palpó la cicatriz del vientre y preguntó:

—¿Una cesárea?

—Sí.

—¿La criatura nació viva?

—Sí.

—Échese en esa mesa.

—¿Por qué? —preguntó Barbara.

—Le haré una pélvica.

—¿Un examen vaginal?

—Si quiere llamarlo así.

—No es necesario —dijo Barbara.

—¿Qué dice?

—Que no tengo nada en la vagina ni escondo drogas. Estaré aquí seis meses y no sé por qué tiene que examinarme.

—Será preferible que eso lo decida yo.

Cambió una mirada con la enfermera, una mujer rubia y gruesa.

—Es norma de la cárcel —dijo la enfermera.

—¡No quiero! —exclamó Barbara.

—No tengo intención de obligarla —dijo el doctor Sutter mirándola con hostilidad—. Esto no es un campo de concentración. Pero constará en su historial. Es su segundo día de cárcel y empieza usted con mal pie, Barbara.

Barbara estaba en la celda, recogiendo sus cosas, cuando se abrió la puerta y entró una mujer alta y morena con ojos azules y uniforme de oficial. La recién llegada cerró la puerta y se quedó mirando fijamente a Barbara.

—Soy la capitán Cooper —dijo—. Tengo entendido que te has negado a someterte a una exploración pélvica. ¿Por qué?

—Porque no soy adicta ni traficante de drogas —respondió Barbara—. Estoy aquí por desacato al Congreso. Eso les da derecho a encerrarme, pero no a hurgarme en la vagina.

—Estás muy segura de ti misma, ¿verdad?

—¡Oh, no! No, señora; estoy deprimida, amargada y asustada. También estoy indignada porque no he cometido ningún crimen…

—Ahórrate los discursos —interrumpió la capitán Cooper—. No soy ni juez ni jurado, sino oficial de una prisión federal. Ahora escucha bien, Barbara, has cometido una estupidez en tu segundo día de cárcel que podría costarte el descuento por buena conducta. No tolero rebeldías. Hay unas reglas. Una cárcel se administra con reglas. Tú que eres una mujer educada deberías comprenderlo. Por esta vez pase y puedes estar contenta. A mí no me impresiona tu mundo. La próxima vez que crees problemas tendrás tu merecido. Ya has visto que aquí somos civilizados, pero tratamos con criminales. Tenemos celdas de aislamiento y tenemos otros medios. Ahora recoge tus cosas y ven conmigo.

Barbara, cargada con sus pertenencias, siguió a la capitán Cooper por el pasillo de las celdas de aislamiento. Se cruzaban con otras reclusas que miraban a Barbara con curiosidad. Más allá, en el corredor, había puertas abiertas por las que se veían pequeñas habitaciones de dos metros y medio por poco más de tres con una cama, una pequeña cómoda, mesa y silla. En cada habitación había una ventana sin barrotes. La capitán Cooper dijo, señalando una de ellas:

—Entra aquí. Durante las próximas tres semanas, ésta será tu habitación. La tendrás siempre limpia y ordenada. Harás la cama en cuanto te levantes y procurarás que no haya polvo ni suciedad. La puerta nunca se cierra con llave. Es el período de orientación, durante el cual aprenderás el reglamento y costumbres de la institución.

—Gracias —dijo Barbara.

—Ya veremos —dijo la oficial, mirándola a los ojos.

Una potente campana anunció el almuerzo. Annie Lou Baker, que ocupaba la habitación contigua a la de Barbara, le dijo en el pasillo:

—No está mal esto. He estado en sitios mucho peores.

—¿Dónde está Rosalie? —preguntó Barbara.

—Han vuelto a llevarla a la celda de anoche, gritando como una condenada. Esa chiquilla lo está pasando mal de verdad.

Ellie se acercó y les dijo que la siguieran. Se unieron a ellas unas doce mujeres más de la sección de orientación y Ellie las llevó al comedor que estaba en otro edificio. Barbara experimentó una grata sensación al salir al aire libre y recibir en la cara la limpia y fresca brisa del mar y divisar a lo lejos una ancha franja del Pacífico. En las películas de cárceles que había visto Barbara había largos pasillos de celdas con barrotes y largas mesas con presos de uniforme a rayas comiendo con aire torvo. Con gran alivio, comprobó que aquel comedor parecía el de un internado femenino, un poco basto, eso sí, con mesas para cuatro y un mostrador de autoservicio en un extremo. Al parecer, las reclusas podían sentarse donde querían, excepto las nuevas, que tenían reservada una zona aparte.

La comida era abundante. El almuerzo consistía en salchichas de Francfort, choucroute, patatas y judías verdes, pan, mantequilla, café y jalea de fruta. Ellie dijo en voz baja a Barbara y Annie Lou:

—No os sirváis más de lo que vayáis a comer. No les gusta tirar la comida.

Barbara no tenía apetito, pero haciendo un esfuerzo tomó una frankfurter y judías verdes. En el comedor las reclusas charlaban y algunas reían. «No es horrible —pensó Barbara—. Estar aquí es denigrante, pero eso es todo. Aprenderé cosas que nunca hubiera aprendido. Además, no voy a estar aquí siempre».

Después del almuerzo, las reclusas que estaban en período de orientación tenían media hora de patio. En la pared del lado del mar no había puertas ni barreras. Barbara vio pasar un gran barco blanco que había zarpado del puerto de Long Beach. Resultaba extraño e increíble estar allí, encerrada en aquella pequeña península, aunque no maltratada, sí manipulada, controlada y desposeída de todo lo que quería. Hacía mucho, mucho tiempo, durante la huelga portuaria de San Francisco de 1934, Barbara trabajó en una cantina de auxilio a los huelguistas. Nadie sabía quién era. Había gastado toda su asignación en comida para la cantina. Los estibadores la querían y uno se enamoró de ella. Se llamaba Dominick Salone y un día, furioso, le dijo:

—Para ti es muy fácil. Tú puedes entrar y salir. Tú te tomas la vida como un juego. Juegas a ser pobre. Para mí no es un juego. Yo no tengo salidas.

Por fin Barbara comprendía plenamente lo que él quiso decir. Allí tampoco había salidas. Era una verdad sobrecogedora, algo que ella no podría explicar a nadie, ni dentro de la cárcel ni fuera de ella. Entonces empezó a comprender que las mujeres que estaban allí tampoco tuvieron en su vida otra salida. Las cárceles eran para los pobres, para los fracasados, para los amargados y los desesperados; nunca podría hacer comprender a los de fuera lo que significaba ser pobre. No estaba segura de saberlo; pero cuando saliera ya lo sabría, porque ya empezaba a intuir que no era sólo cuestión de dinero; era algo que afectaba la mente, y el corazón, y el espíritu.

Aquella tarde, Barbara y Annie Lou hicieron unas pruebas de inteligencia y aptitud, pruebas ridículas; el mero hecho de hacerlas ya era una humillación.

Después de cenar, le dieron papel y sobres y en su cuartito Barbara escribió sus primeras cartas desde la cárcel. La primera fue para Sam.

Mi queridísimo Sammy: La abuela te leerá esta carta y será como si yo te hablase. Tengo mucho trabajo y aún tardaremos algún tiempo en volver a vemos. Pero cada semana te escribiré un cuento, un cuento para ti solo, y te lo mandaré. Ya sé que no será como contártelo en persona, porque cuando te tengo a mi lado tú me diriges.

Pero estoy segura de que, si le enseñas, la abuela también sabrá cambiar los cuentos como más te guste. Siempre estoy pensando en ti porque te quiero mucho. Cuando cierro los ojos, te veo como si te tuviera delante. Tú puedes hacer lo mismo. Cierra los ojos, piensa en mí y así me verás. Se necesita un poco de magia, pero tú siempre has tenido mucha magia. Te mando todo mi amor y muchos besos.

En su carta a Jean y Dan escribió:

Aquí me tenéis, a punto de pasar mi segunda noche en la cárcel. No es tan malo como imaginaba y estoy segura de que comparada con la penitenciaría del Condado de Los Ángeles (me refiero a una conversación que tuvimos hace tiempo papá y yo) esta cárcel es muy civilizada. Las cartas pasan por censura y me han dicho que no está permitido dar detalles concretos sobre la cárcel. Por tanto, procuraré mantenerme en un plano general. No estamos en celdas, sino en habitaciones, y por la noche no se cierran las puertas con llave. La comida es aceptable y cuartelera y no creo que vaya a tener más problemas que el de combatir el aburrimiento y la soledad. En el poco tiempo que llevo aquí, he oído varias veces la expresión de «hacer tiempo». Por lo visto, ésta es la tarea principal. En casa, cuando escribo, el tiempo parece volar. Nunca tengo tiempo para todo lo que quiero hacer. Aquí ocurre lo contrario. El tiempo es tu enemigo. El tiempo es interminable. Pero ¿por qué os hablo de esto? Como si no tuvierais bastantes preocupaciones.

Os mando una carta para Sammy. No quiero que le contéis mentiras, pero tampoco quiero que ahora sepa esto. Todavía no podría afrontarlo. Cuando pueda, yo misma se lo diré. Mientras tanto, haced que piense que estoy trabajando en otro sitio, un sitio al que no puedo llevarle.

Ahora, peticiones. Quisiera una suscripción al Chronicle. Aquí se pueden recibir periódicos. Por lo menos, será un lazo de unión con mi ciudad. También me gustaría leer el último libro de Faulkner, Réquiem por una mujer. Tiene que venir directamente del editor, por lo que habrá que mandar un cheque.

Cuando sepa el horario y normas de visita, os lo diré. Mientras, lo único que puedo pedir y que permita el reglamento son cartas. Conque hacédselo saber a quienes pueda interesar, en especial a Sally, a Joe, a Eloise y a todos los de Higate. También quiero estar al corriente de la marcha de esa gran empresa que ha de poner las delicias del arte moderno al alcance de los bárbaros de Bay Area. Papá, al venir pasamos por delante de tus viejos astilleros, ahora con un aspecto triste y abandonado. Os mando todo mi cariño. No sé qué sería de mí sin vosotros.

Al día siguiente, Barbara fue llamada al despacho de Mrs. Roberts, directora social, una mujer pequeña de aspecto severo y ojitos oscuros que la estudiaron atentamente.

—Cohen, Barbara —dijo por fin—. ¿Eres judía, Barbara? Te lo pregunto porque tenemos oficios religiosos, y aunque ahora no hay presas judías, podemos traer a un rabino.

—Mi marido era judío. Yo no lo soy.

—Ah, comprendo. ¿Eres viuda? ¿Divorciada?

—Viuda.

—La asistencia a la capilla es facultativa. Puedes ir o no. Pero muchas de las chicas encuentran un gran alivio espiritual.

—Comprendo.

—Ésta es una cárcel en la que se trabaja, Barbara. Según se desprende de tus antecedentes, eres persona educada y estoy segura de que comprenderás que sería una lástima derrochar el dinero de los contribuyentes trayendo a la gente a una institución como ésta y dejando que los desmoralizara la ociosidad. Aquí todo el mundo trabaja, a fin de inculcar hábito del trabajo en el recluso. —Mientras hablaba, hojeaba una carpeta. Sin levantar la vista, dijo—: Tienes un cociente muy alto. Poco corriente. Dice aquí que eres escritora. ¿Qué escribes?

—Fui corresponsal durante la guerra. Después he escrito novelas.

—¿Con este nombre?

—No; uso mi apellido de soltera, Barbara Lavette.

—Barbara Lavette. —Mrs. Roberts arrugó la frente—. No; me parece que no he leído ninguna. Bien, lo natural sería ponerte en la sección de Educación. Tenemos muchas dificultades para encontrar personas capacitadas entre las reclusas. Pero no puede ser. Tenemos instrucciones de Washington: nada de rojos en el departamento de Educación.

—¿Rojos? Yo no soy roja, Mrs. Roberts.

—Eso no tengo que decirlo yo. Personalmente, no creo que nadie que esté en su sano juicio pueda pensar en derrocar a este Gobierno por la fuerza, pero, como te digo, no me incumbe opinar sobre ello.

Barbara suspiró y guardó silencio.

—Lo cierto es que no te imagino sentada delante de una máquina de coser. ¿Sabes coser?

—No mucho.

—¿Entiendes algo de horticultura? Somos prácticamente la única prisión federal que no tiene granja; pero tenemos un huerto y un invernadero y andamos un poco escasas de gente. A las chicas no les gusta la horticultura.

Barbara no tenía ni la menor idea de horticultura —en su casa, se limitaba a regar las macetas—; pero la idea de poder trabajar al aire libre, al sol del sur de California, cerca del mar, le hizo mentir sin vacilar:

—¡Oh, sí, mucho! Precisamente seguí un curso de horticultura en el Sarah Lawrence —dijo, confiando en que no se les ocurriera preguntar en el colegio.

—¿Entiendes de hortalizas?

—Naturalmente.

—Es una suerte. Lo propondré a la junta. Mientras, aún te quedan unos días en régimen de orientación, hasta que te asignemos a un equipo de trabajo.

—¿Puedo utilizar la biblioteca? —preguntó Barbara—. ¿Tienen ustedes biblioteca?

—Y muy buena. Pide a Ellie que te acompañe. Es la muchacha de color encargada de la sección de orientación.

En la biblioteca, Barbara encontró tres libros sobre horticultura, que leyó de cabo a rabo. Dos días después, a la hora del desayuno, Ellie le dijo:

—Preséntate en el huerto. Hermana, te va a doler la espalda.

Sally Lavette despertó con un terrible dolor de cabeza y con la boca amarga y estropajosa. Se incorporó en la cama y miró con asombro y repugnancia al hombre que dormía a su lado. Le dio un codazo en un costado y, cuando él despertó con un aullido de dolor, le preguntó ásperamente:

—¿Quién carajo eres tú?

Él se sentó en la cama. Estaba desnudo bajo las sábanas.

—¡Coño, Sally! Jerry Donner. Anoche…

—¡A la mierda anoche! —gritó ella—. Ahora mismo te vistes y te largas o llamo a la Policía y le digo que me has violado.

—¡Tú estás chalada!

Ella abrió el cajón de la mesita de noche, sacó un revólver y le apuntó.

—Contaré hasta treinta. Antes de terminar quiero que estés fuera de esta casa, o por tu madre que voy a cometer homicidio justificado. Y te juro que sería un alivio.

—Está bien, tranquila, que ya me voy. —Se puso los pantalones, la camisa y la americana, metió la corbata, los calcetines y el slip en los bolsillos, se calzó los zapatos y salió corriendo. Ella le oyó bajar la escalera. Había llegado a veintidós. Dejó de contar y arrojó con rabia la pistola de agua de su hija al otro extremo de la habitación.

—¿Qué es lo que te pasa, Sally? —murmuró—. ¡Ese reptil! ¡Ese repugnante hijo de su padre! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Sentía asco de sí misma. Recordó la frase de Groucho Marx: «No desearía pertenecer a un club que me contara a mí entre sus miembros», y la aplicó a su caso: «No desearía que me encontraran muerta al lado de alguien que se acostara con Sally Lavette».

—¡No; no lo desearía!

Se duchó, se lavó el pelo y se sentó bajo el secador, mientras trataba de decidir si debía ir al médico y hacerse la prueba de Wasserman. Había terminado una película hacía dos días; pero estaba citada con Hargasey y su agente a las once. Después, almuerzo con Fay Killens que hacía la columna de chismes de Hollywood para la United Press. No tenía ni idea de la hora que era. Las persianas estaban cerradas, y las cortinas, echadas. Mientras estaba en el secador, entró Jovida, el ama de llaves, que descorrió las cortinas y entreabrió las persianas. Entró el sol.

Sally desconectó el secador y preguntó:

—¿Qué hora es, Jovida?

—Las diez. Ha llamado Mr. Hargasey. Dice que procure ser puntual.

—Que se vaya a la porra Mr. Hargasey. ¿Qué pasó aquí anoche?

—Una gran fiesta.

—¿Yo estaba muy borracha?

Jovida se encogió de hombros.

—¿Dónde está la niña?

—En su cuarto, jugando.

Sally cerró los ojos y asintió con un leve escalofrío. May Ling se había convertido en una criatura callada y seria. Con cuatro años y medio, tenía un aire grave de persona mayor, casi sin alegría. Era delgada, con el pelo liso y negro y un cutis como alabastro traslúcido.

—Aquí está el correo —dijo Jovida.

Había un sobre del Ejército con matasellos de Corea. Sally echó las otras cartas sobre la cama y rasgó aquel sobre.

Estimada Mrs. Lavette —decía la carta—. No es fácil escribir una carta como ésta. William Clawson, que fuera capellán del cuarto regimiento de la Séptima División, falleció esta mañana en nuestro hospital, a consecuencia de las heridas recibidas. Yo le prometí que, si moría, le comunicaría a usted la noticia, al tiempo que le transmitía la expresión de su profundo y sincero afecto. Yo no tuve ocasión de tratarle, pero me pareció un hombre honrado y cabal. No sé qué más podría decirle. Firmaba el Comandante médico, L. V. Cotton.

Sally sostenía la carta con manos temblorosas. Deseaba desesperadamente una copa, y con el mismo afán, deseaba no beber. No había vuelto a ver a Billy desde aquella noche en que él fue a su casa, y de aquello hacía ya mucho tiempo. ¿Y cuánto tiempo hacía que ella no iba a Higate, ni veía a sus padres, ni hablaba con Adam y Eloise? Todo parecía haberse detenido. Su vida había encallado en una dimensión intemporal. Trató de volver a leer la carta, pero se le nublaba la vista. Dejó el papel y se enjugó las lágrimas. Luego la releyó, cogió el teléfono y llamó al dispensario. Una parte de su mente reparó en que no estaba llorando, y entonces se dijo: «Las lágrimas vienen del corazón. Mi corazón es como un trozo de hielo, ¿por qué iba a llorar?».

Frank González contestó al teléfono.

—Hola, Sally —dijo con una voz un poco rara, como si ella fuera una extraña.

—¿Está Joe?

—No. —Un titubeo—. Joe se fue a Napa, a ver a la familia. Billy Clawson ha muerto. Lo mataron en Corea.

—¿Por qué no me avisasteis?

—No lo supimos hasta ayer.

—Ayer era ayer y hoy es hoy. ¿Qué especie de canallas sois vosotros dos?

Sally colgó violentamente el teléfono. Por fin rompió a llorar. Se enjugó las lágrimas, se vistió y sacó una maleta del armario. Con la maleta a medio hacer, se fue al teléfono y llamó a la «Pacific Coast Airlines». Le dijeron que podían ponerla en el vuelo de las doce.

Desde la puerta, llamó a Jovida que subió las escaleras corriendo.

—Prepara una maleta para May Ling; nada elegante, ropa de diario y unos jerseys. Nos vamos a Napa.

—¿Para cuánto tiempo?

—No lo sé.

—¿Qué le digo a Mr. Hargasey?

—Dile lo que quieras, me da lo mismo.

En el avión, May Ling dijo:

—Estoy contenta de ir a Higate. Me gusta.

Estaba sentadita al lado de Sally con su flequillo negro, como una niña bien educada.

—Creí que no te acordarías.

—Pues me acuerdo —dijo May Ling—. ¿Estará papá?

—No lo sé. Él fue ayer, como tiene siempre tanto trabajo, quizá ya se haya marchado.

—Ojalá no.

Sally no contestó. No sabía si deseaba verle o no. Seguramente, él ya estaría otra vez camino de Los Angeles, y sin duda esto sería lo mejor para todos. Hacía seis meses que no veía a Joe, y en sus últimas entrevistas no tenían nada que decirse. Eran como dos extraños que estuvieran casados.

En el aeropuerto de San Francisco, Sally alquiló un coche para ir a Napa. Había transcurrido más de un año desde la última vez que estuvo en su casa y no podía recordar por qué se había mantenido apartada. Toda su vida se retraía ahora a su memoria. En Norteamérica, lo más importante que uno podía ser, después de Presidente, era artista de cine. Y quizás, incluso, se daba más importancia al artista que al presidente. Eran los dioses y diosas de la época y, como dioses y diosas, se recogían en sus templos, lejos de los fieles. Cuando salían, iban acompañados de un murmullo de cuchicheos y movimientos de cabeza, amén de otros actos de culto. Ahora Sally regresaba al lugar del que había salido y, poco a poco, empezaba a recordar. Atravesó la ciudad, el Golden Gate, el Condado de Marin por entre las oscuras colinas que acunaban la carretera y, finalmente, Sonoma.

—Es muy bonito esto —dijo la niña de pelo negro que iba a su lado—, ¿verdad, mamá?

Hacía mucho, mucho tiempo, antes de que May Ling pudiera entender las palabras, Sally le hacía versitos fáciles.

—«Sally hace pastel, relleno de miel. No sé cocinar, mas me gusta mirar…». No; me parece que no era así.

—Pues está muy bien —aprobó May Ling.

Hacía meses, años quizá, que no pasaban juntas tanto rato. Sally sacudió tristemente la cabeza, sin recordar cuándo fue la última vez.

—Ya estamos en el Valle —dijo.

—Sí; ya lo sé.

¿Lo sabía? Era una chinita muy lista. De todos modos, sólo era una cuarta parte china, el resto era una mezcla de las nacionalidades más diversas: inglesa, irlandesa y escocesa, italiana, judía y francesa. De todo ello había en esta niña tan formalita.

Cruzaron la verja de las bodegas. May Ling bajó del coche y se paró delante de un enorme airedale, recibiendo impasible en la cara los lengüetazos del animal. Sally entró en casa de su madre y se fue directamente a la cocina. Segundos después estaba en brazos de Clair. ¿Estaba Joe todavía? En aquel momento pensaba que todo era fácil si una podía recordar, si una podía sentirse a sí misma. Clair le dijo que sí, todavía estaba allí. No pensaba marcharse hasta el día siguiente. La niña las miraba atentamente.

—Tú y Billy —dijo Clair—, ¿os queríais? ¿Qué pasó?

Clair siempre fue así, directa y sin tapujos.

—Creo que él me quería. No sé; me parece que no sé nada de nada. ¿Dónde está Eloise?

—En su casa.

—Te dejo a May Ling.

Sally fue a casa de Eloise.

—Todos mueren —susurró Eloise—. El mundo está loco. Era mi hermano y casi no le conocía. He llorado mucho, pero he llorado por el niño que yo recuerdo.

—Te comprendo.

—¿Cómo era en realidad? ¿No es triste que tenga que preguntarte a ti cómo era mi hermano?

—Era el hombre más generoso que he conocido —respondió Sally—. Era diferente. No sé si me comprendes.

—Creo que sí.

—Era ajeno a este mundo, pero procuraba aceptar las cosas del mejor modo. No sé cómo explicarlo.

Sally se echó a llorar, sollozando violentamente.

Eloise esperó.

—Ni siquiera me enteré de que hubiera vuelto a alistarse en el Ejército —sollozó Sally—. Él se fue y todo el mundo se olvidó de mí. ¿Por qué me olvidaron? Yo no quería hacer daño a nadie.

Eloise, adivinando sólo a medias lo que había en el fondo de aquella pena, la abrazó y trató de consolarla. Sally estaba viva. Los muertos no sufrían. Eloise casi no llegó a conocer a su hermano. Durante los años transcurridos entre las dos guerras, sólo le vio un par de veces. La gente se reía de él.

—¿Por qué se reían todos de Billy? —preguntó casi con desesperación.

—Yo nunca me reí —dijo Sally.

—Parecía estar huyendo de algo.

—Sí.

Se quedaron un rato en silencio. Luego, Sally dijo que quería lavarse la cara.

—Joe está aquí —dijo Eloise, levantando la voz para dominar el ruido del agua.

—Sí, ya lo sé.

Sally se secó la cara frotándosela furiosamente con la toalla.

—Estás muy guapa —dijo Eloise por decir algo; no soportaba aquel silencio—. No necesitas maquillaje. Supongo que en las películas, sí.

Ya no era Sally, sino una artista de cine. Los confusos sentimientos de Eloise, de pesar, tristeza y culpabilidad, quedaban ahora disminuidos por la impresión de tener en su casa una famosa estrella de cine. Si la muerte de su hermano la había alterado, esta circunstancia la alteraba todavía más.

—¡Yo soy Sally! —exclamó ésta secamente—. Soy tu cuñada y me importan un pimiento las películas.

—Estás enfadada. ¿Tengo yo la culpa? Perdona.

—No, mujer, no. Tú no. —Abrazó a Eloise y le dio un beso—. Tú eres igual que Billy y Adam es el hombre más afortunado del mundo. A veces me parece que es el único hombre afortunado.

—Joe también lo es —dijo Eloise tímidamente.

—¿Por qué? ¿Por estar casado con un mal bicho?

Eloise no podía con ella. Sally movió tristemente la cabeza.

—¿Puedo ayudarte? —apuntó Eloise.

Bruscamente, Sally se sintió invadida por una mezcla de envidia y furor, aunque más que nada, envidia, ante aquella mujer dulce y solícita que no podía soportar ver sufrir a nadie.

—No te preocupes; en seguida se me pasará. El volver a casa me ha trastornado. Pero tú no lo entenderías. Tengo que estar sola un rato, nada más.

—Pero te quedarás, ¿verdad? ¿O te irás en seguida?

—No lo sé.

Sally salió de casa de Eloise casi huyendo. Era, la casa que Adam había construido para su esposa, de piedra de cantera para que armonizara con los viejos edificios de las bodegas, con butacas tapizadas de cretona floreada, visillos de batista suiza con motitas bordadas y alfombras de ganchillo, una discreta versión del hogar americano ideal. Pero Sally se obligó a analizar su desdén y rectificar su actitud. Eloise no era tontita. Probablemente entendía de arte moderno más que cualquier persona que Sally pudiera conocer; más que Jean, que fue su maestra. «¿Qué me pasa? —se preguntó Sally—. ¿Estoy celosa? ¿Asustada?».

Aún no había visto a su padre ni deseaba verlo en aquel momento. Jake y Adam estaban en una de las bodegas. Sally empezó a subir la cuesta, entre hileras de cepas cubiertas de hojas nuevas. Al mirar atrás, abajo, vio a Clair con May Ling y los dos hijos de Eloise. Le pareció que su madre la llamaba, pero no estaba segura; de todos modos, no hizo caso del eco de voces y siguió subiendo hacia un bosquecillo de eucaliptos que Jake y Clair habían plantado casi treinta años antes.

Al llegar arriba, vio a Joe sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco de uno de los árboles.

Sally le miró sorprendida. Momentáneamente, había olvidado que también él estaba en Higate. Pero la sorpresa de Joe fue mayor que la de ella y la miraba sin decir nada, como si temiera que a la primera palabra fuera a desvanecerse.

Ella se acercó.

—Hola, marido. —Joe parecía aún incapaz de hablar—. Cuando me enteré de que Billy había muerto, tomé un avión hasta San Francisco y alquilé un coche para venir. He traído a May Ling.

Joe asintió lentamente y se puso en pie. Sally observó que tenía mal semblante; estaba pálido y demacrado y había adelgazado.

—¿Te llamó Frank? —preguntó.

—No; recibí una carta del médico que atendió a Billy. Él le pidió que me escribiera —dijo deliberadamente—. ¡Pero esto es fantástico! Hace meses que no nos vemos y ni siquiera me dices: Hola, me alegro de verte.

—Me alegro de verte.

—Ahora que te he apuntado.

Dio media vuelta.

—¿Adónde vas?

—Abajo, a recoger a la niña y a casa. Aquí estoy de más.

—Espera —dijo Joe—. Espera, haz el favor. Hablemos un poco por lo menos. No puedes presentarte así y luego salir corriendo. No puedo soportarlo. Anda, quédate.

Ella titubeó.

—Sally, te quiero más que a nada en el mundo. Si ahora te vas, se me va la vida contigo. No lo digo porque sí. Es la verdad y tú sabes lo que me cuesta decir estas cosas.

Ella no se movió. Joe se acercó y la rozó suavemente con la mano.

Luego la abrazó. Sally se apretó contra él susurrando:

—¡Oh, Joey, estúpido canalla mío! Nunca me hiciste nada malo, aparte de destrozarme la cochina vida.

—Supongo que tienes razón —reconoció él. Permanecieron abrazados sin hablar. Luego, él dijo—: Vamos a sentarnos, a ver si conseguimos poner las cosas en claro.

Él volvió a sentarse con la espalda apoyada en el árbol y Sally se acurrucó a su lado, haciéndose abrazar. Pero no acudían las palabras y permanecieron en silencio mientras caía la tarde y el aire empezaba a refrescar.

—Lo repito mentalmente una y otra vez —dijo él—; pero me doy cuenta de que no podrías dejarlo.

—No sé qué me pasa, Joey. Por más que trato de explicármelo a mí misma, no encuentro la respuesta. Lo único que sé es que cuando por la mañana voy a los estudios me siento viva, y yo necesito sentirme así. Otras personas, no sé; pero yo soy así. Lo demás, los admiradores, el bombo, la fama, me importa un pimiento. Te lo juro. Pero leer un guión y verlo con el pensamiento y saber que tú puedes convertirte en el personaje… Todo lo demás y Beverly Hills puede irse a la mierda. Pero, Joey, yo adoro hacer cine. ¡Me encanta!

—¿Quieres que nos divorciemos?

—No. ¡Pero qué tonto, qué tonto eres! Te quiero. Quiero vivir contigo, acostarme contigo, hacer el amor contigo. Eso es lo que quiero.

—¿En Beverly Hills?

—¿Y eso qué importa, Joey? ¿Es que alguno de tus pacientes sufrirá más porque tú vivas en Beverly Hills?

—… donde tú pagas los impuestos, el servicio y la hipoteca. Sally, yo cobro cien dólares a la semana. Frank, lo mismo. ¿Tengo que dejar que tú me mantengas?

—¿Y tan terrible sería eso? Ahora me dan medio millón de dólares por cada película, no porque lo valga, tú vales diez veces más que yo; pero así funciona este negocio. Podría dar al dispensario la mitad de lo que gano y aún me sobraría para vivir. No necesito dinero. Siempre llevo tejanos y camisas de algodón. Me visten los estudios.

—Y vives en una casa de cien mil dólares.

—¿No quieres probar, Joey?

—Quedémonos aquí unos días y tratemos de conocernos otra vez, ¿quieres, Sally?

—Sí.

—Después ya veremos.

Hacia el final de su quinta semana de cárcel, pocos días después de su primer día de visita, invadió a Barbara una auténtica depresión, algo que nunca había experimentado. Había conocido momentos de angustia, de ansiedad, de dolor; pero no aquello. Comía lo estrictamente indispensable para no morir de hambre. Se apoderó de ella una absoluta indiferencia, y el mundo que la rodeaba se convirtió en un lugar lóbrego y disparatado. Cuando no estaba trabajando en el huerto o en el invernadero, permanecía echada en la cama mirando al techo. Al segundo día de aquel estado, Annie Lou Baker entró en su cuarto y arrimó la silla a la cama.

—Mira, bonita —dijo la negra—, te ha dado el mal de la dejadez y si no procuras sacudírtelo pronto, vas a pasarlas moradas. Viene siempre con las visitas. Gracias a Dios que no hay nadie que se acuerde de mí. Lo malo de ti es que desde que llegaste has estado luchando contra el tiempo. Y así no se vence al tiempo. Tienes que mirar a esas pájaras y decir: «Ellas son ellas y yo soy yo». No te dejes convencer por las buenas palabras de esas pindongas que se las dan de señoras. No son señoras. ¿Qué iba a hacer una señora en este agujero? Lo malo de ti, Bobby, guapa, es que la vida no te ha dado coscorrones. Y que tienes clase y así cuesta mucho vencer al tiempo. Pero, niña, ya has pasado cinco semanas de esos seis meses. ¡Seis meses! Yo me los comía sin sentir; claro que yo soy negra, y tú no, y eso cuenta mucho. Otra cosa, tienes que dejar de pensar que eres una víctima. Eso te consume. Yo sí que podría compadecerme. Figúrate que ese chulo me pide que le lleve tres fulanas a Las Vegas y resulta que cruzar la frontera del Estado con chicas de la vida es delito federal. ¿No te jode? Y aquí me tienes a mí con dos años. Necesito descanso. No le des más vueltas, chica.

—Ya se me pasará —dijo Barbara.

—Sólo si tú quieres. ¿Quién vino a visitarte?

—Mi padre.

—¿El fulano alto del pelo blanco?

—Sí.

—Eso es lo que te hunde. Cada vez.

Cuando Annie Lou se fue, Barbara empezó a preguntarse si no tendría razón su compañera. No se daba cuenta de que Annie Lou la había hecho reaccionar, que su mente estaba ocupada y que el negro pozo en el que había caído empezaba a iluminarse. Lo importante no era lo que pensara ni lo que se preguntara, sino que fuera capaz de pensar y preguntarse. Recordó el día de visita y la tensión con que lo esperaba. Ellie la había advertido:

—Hermana, los días de visita son como los hombres. En lugar de ayudar, te caen encima.

Barbara no estaba de acuerdo. La víspera no pudo dormir. Tenía tantas ganas de ver a su padre, de hablar con él, de oír de sus labios todas las novedades, de que le hablara de Sammy, de su casa, de la ciudad… del mundo.

Pero la reacción y la depresión empezaron incluso antes de que llegara Dan y cuando, al fin, le tuvo a su lado, no podía pensar más que en los astilleros vacíos. La idea la asaltó bruscamente: los grandes astilleros en los que Dan Lavette había construido unos barcos que ayudaron a ganar la guerra a los aliados y, en la misma isla, en el mismo lugar su hija era crucificada. Desde luego, Barbara no lo formuló así conscientemente. Era lo bastante sensata como para reconocer que la guerra habría seguido el mismo rumbo sin los astilleros de Dan Lavette y que, si hacían falta barcos, otros los hubiera construido y era también lo bastante ecuánime como para no considerarse una mártir crucificada. De todos modos, la imagen cruzó por su mente y dejó huella, y al ver a Dan sintió tanta pena de sí misma, que tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas, y aunque se decía que la pena era por su padre, aquello no era sino pura y simple autocompasión. Y así empezó la depresión.

Dan y Barbara estaban sentados en la sala de visitas. No se estaba mal. Él le tomó una mano, se la acarició, la miró.

—¿Te encuentras bien, Bobby? —preguntó escrutándole la cara.

—Sí, papá. Perfectamente.

—¿Es muy horrible?

—No; es bastante soportable. Mejor de lo que imaginé.

—¿Y la comida?

—Buena. Bastante buena.

Cuando regresó a San Francisco, Dan dijo a Jean:

—Lo más triste es que no preguntaba nada.

—¿No te ha preguntado por Sammy?

—No, hasta que yo le hablé de él. Y tampoco preguntó por ti ni por Joe. Me parte el alma, Jean. ¿Qué diablos pasa? ¿Qué tiene? ¿Qué le han hecho?

—No creo que le hayan hecho nada y, por lo me cuentas, no me parece un lugar en el que martiricen a la gente. Barbara debe de estar triste y deprimida, y con razón. ¡Pobre! Quiero ir a verla, Dan. La próxima vez iré contigo. Si por lo menos nos dejara llevar a Sam…

—No sé si ganaríamos algo.

Empezó el día de visita y fue agravándose hasta que Barbara dejó de ir a trabajar y se quedó en la cama. La oficial Davenport fue a su habitación.

—No estás enferma, Barbara. El médico dice que no te pasa nada.

—El médico es idiota —murmuró Barbara.

—¿Qué dices?

El tono de voz de la oficial Davenport hizo que varias reclusas que pasaban por el corredor se quedaran escuchando cerca de la puerta entreabierta.

—¡Que el médico es imbécil!

—Y yo digo que estás fingiendo.

—Lárguese y déjeme en paz.

—¿Qué? —La oficial Davenport separó las piernas y se puso en jarras—. Escúchame bien, pécora de alcurnia. Si hay algo que aborrezco más que los rojos, son los rojos ricos. Ya estoy harta de tus aires de superioridad. Esto no es un internado de señoritas. Conque a formar o sabrás lo que es bueno.

A lo que Barbara respondió:

—¡Váyase a hacer puñetas!

El auditorio del corredor prorrumpió en risas y aplausos. La Davenport explotó, la depresión de Barbara hizo crisis y la capitán Cooper le dijo después:

—Esta vez no hay vuelta de hoja. Barbara, estás pidiendo que te castigue y comprobarás que puedo manejar perfectamente la situación.

Durante las dos semanas siguientes, Barbara fregó inodoros y experimentó con su trabajo una malsana satisfacción. Comparada con los efectos de la depresión, aquella tarea era una delicia. Desde luego, si se comparaba con otros tipos de trabajo, distaba de ser placentera; pero, a pesar de todo, le reportó ciertas ventajas. Su condición de fregona de inodoros, unida a su actitud con la oficial Davenport, le valieron el respeto de sus compañeras. Hasta entonces, sólo Annie Lou y Rosalie Conte se habían mostrado afectuosas y naturales con Barbara. Las demás se mantenían a distancia. No se fiaban. La veían distinta, por su forma de hablar, sus modales y hasta por el modo en que se peinaba. Su mismo delito era diferente e incomprensible. El altercado con la Davenport hizo que se derrumbaran las paredes que la separaban de las demás, y el brío con que fregaba la porcelana y sacaba brillo a los grifos de los lavabos le granjearon el respeto general. La limpieza de inodoros era el trabajo más aborrecido de todos y, no obstante, día a día, limpiando inodoros, Barbara fue recobrando el equilibrio. Y no volvió a ocurrir. Salió de la depresión con el espantoso recuerdo de haberse sentido lo bastante desesperada como para que la tentara el suicidio. Hizo que estallara la burbuja de autosuficiencia que la había envuelto toda la vida.

Un día, una de las reclusas descubrió que la Barbara Lavette que había escrito un libro que estaba en la biblioteca de la prisión, era Barbara Cohen, su compañera, alias la Reina del Inodoro. Era el primer libro de Barbara, el relato de sus peripecias en Francia y Alemania. El libro pasó de mano en mano hasta que se cayó a pedazos. Tal vez sus compañeras se hubieran sentido intimidadas, violentas u hostiles frente a una escritora; pero la circunstancia de que Barbara tuviera que bregar con las manchas amarillas del interior de las tazas de los retretes la acercaba al resto de la población reclusa. Barbara empezó a darse cuenta de que un leve barniz de penología moderna no convierte automáticamente una cárcel en un internado para señoritas. Barbara era la única reclusa condenada por desacato al Congreso, y para ella fue una pequeña victoria ganarse la simpatía y la confianza de asesinas, ladronas, prostitutas, madamas, falsificadoras y drogadictas.

Si un año antes alguien le hubiera dicho que un día haría abstracción de todos los juicios morales de la civilización y se sentiría halagada de que unas criminales la aceptaran y le brindaran su amistad, Barbara habría rechazado la idea, y aun en el caso de que Barbara hubiera estado preocupada por el papel de la mujer en la sociedad —que no lo estaba—, ni conocía ni comprendía a las mujeres delincuentes. No había vivido ni podía imaginar siquiera un medio en el que la tercera parte de la población era negra, otra tercera parte, mexicana, y el resto, caucásica, con el denominador común de la pobreza y la ignorancia.

La oficial Davenport buscaba más inodoros. Encontró uno que llevaba años abandonado.

—Quiero que brille —dijo a Barbara.

Barbara tardó cuatro horas; pero lo dejó brillante. Con los detergentes, la lejía y las semanas que había pasado cavando en el huerto, las manos se le habían puesto rojas y ásperas; pero salió triunfante de su lucha contra los inodoros. La capitán Cooper volvió a destinarla al huerto.

—Pero en lo sucesivo ten cuidado —le dijo—. Te has destacado por rebeldía. Aún no sé si aplicarte el descuento por buena conducta. ¿Tú qué dices?

—Es asunto suyo. A estas alturas, ya me tiene sin cuidado. No pueden retenerme más de seis meses.

—En tu lugar, yo no sería insolente. No vale la pena.

—No deseo hacer méritos para una medalla —dijo Barbara—. En serio, me importa un rábano lo que hagan conmigo. Limpiaré retretes o fregaré suelos. Lo que ustedes quieran.

—¿Qué mosca te ha picado, Barbara? Ésta es una institución francamente buena. Dentro de las cárceles, es de lo mejor del mundo.

—Lo cual no dice mucho en favor del mundo, ¿no le parece? Hace cinco mil años, alguien descubrió que si uno hace algo que a los que mandan no les gusta, se construye una celda y se le encierra, y en todo este tiempo ni se ha modificado ni se ha mejorado el sistema.

—¿Conoces tú un sistema mejor?

—No; pero éste es un asco.

Barbara recibió carta de Sally.

Dice Joe que no quieres visitas —escribía Sally—. No comprendo por qué. Tengo muchas ganas de verte. Joe y yo estamos haciendo un intento desesperado para salir adelante y vivimos juntos en la casa de Beverly Hills, pero no es fácil. Parece una bobada hablarte de nuestros problemas cuando él tuyo es tan grave. De todos modos, no perdemos la esperanza y seguimos intentándolo. He empezado otra película y estoy tratando de mentalizarme para dejar el cine cuando la termine. Pero no sé si podré, Bobby, porque soy una egoísta.

La carta se prolongaba a lo largo de cinco páginas de apretada escritura. Mientras la leía por la noche en su cuartito, Barbara trataba de compenetrarse con Sally, Joe y sus problemas; pero estaba todo tan lejos… Sally le hablaba de la muerte de Billy Clawson, y Barbara sintió un vivo pesar por tanto sacrificio estéril, aunque apenas había tratado a Billy Clawson y, con lo poco que lo trató, le juzgó mal. ¡A cuánta gente había juzgado mal! ¡Qué poco sabía de la vida, a pesar de sus muchos viajes!

La noche antes, una reclusa llamada Reba Fleming, condenada por falsificar cheques de la Seguridad Social, entró en la habitación de Barbara después de que se apagaran las luces y se metió en la cama. Reba era una rubia rolliza, de unos cuarenta y cinco años. A Barbara no le era simpática, pero trataba de disimularlo. La mayoría de las reclusas no disimulaban y Reba vivía sumida en una perpetua autocompasión. Barbara despertó bruscamente y encontró en su cama a Reba que la acariciaba y le suplicaba que fuera buena con ella. Un mes antes, Barbara hubiera reaccionado con indignación y repugnancia. Ahora sólo deseaba poder satisfacer la desesperada necesidad de cariño de aquella mujer gordita y pesada.

En esto pensaba, con la carta de Sally en la mano. Tendría que contestarla, pero ahora no, no esta noche. Esta noche escribiría a sus padres, que insistían en ir a verla los dos.

Me cuesta tanto deciros que no vengáis —escribió—. En realidad, no sé cómo explicar que no quiero recibir más visitas. Cuando supe que tendría que ir a la cárcel, lo más importante para mí era saber si podría recibir visitas. Aquí hay mujeres que nunca reciben visitas y da mucha pena ver lo que eso les hace sufrir. Pero la verdadera causa de su pesar es que no tienen a nadie que quiera venir a verlas. Mi caso es diferente. Yo tengo fuera de aquí a mucha gente que me quiere. Imagino que los dos sabéis lo mucho que os quiero y que no pensaréis que si os digo que no vengáis es por falta de cariño. Esto tengo que pasarlo yo sola. Las visitas lo hacen todo más difícil. Yo trato de olvidar el mundo exterior. —Hizo una pausa y añadió—: He hecho muchas amigas. Aunque parezca extraño, nunca me había sentido tan identificada con las mujeres. No sé si esto persistirá fuera de aquí, pero ahora es agradable.

Con el tiempo, las mujeres recurrían a ella cada vez más. Barbara era su terreno neutral, su árbitro, su mentor. Cuanto más la mortificaban las celadoras, más la querían sus compañeras. Poco a poco, las mujeres se habían dado cuenta de que Barbara estaba allí porque quería, que sólo con decir unas palabras hubiera podido conservar la libertad. Ella no había hablado de ello, pero se corrió la voz. Aquellas mujeres no necesitaban que les dieran muchas explicaciones acerca de lo que eran los informadores. Ellas lo sabían perfectamente. Acudían a Barbara con sus problemas, sus disputas, sus ilusiones, sus culpas y sus historias. Al fin y al cabo, ella era escritora, y escuchar a los demás era no ya una vocación, sino una obligación.

Y ella escuchaba, escuchaba un sórdido e interminable relato de pobreza, de desengaño, de amores traicionados, de amores rechazados, de palizas del marido o de los padres, de prostitución, de proxenetismo, de asesinato, de todas las formas imaginables de brutalidad. Escuchaba.

Se marchitó su espléndida belleza juvenil. A los treinta y cinco conservaba la lozanía de los veinticinco. A los treinta y seis aparentaba su edad. Tenía la cara curtida por el sol de las horas pasadas trabajando en el huerto, más delgada y marcada por las primeras arruguitas en torno a los ojos. Estaba sana. Después de aquel primer conato de depresión, no volvió a sentirse enferma; y, si no era feliz, por lo menos, tenía paz de espíritu.

Jean sostenía que, a su edad y después de lo que había vivido, ya nada podía sorprenderla, pero después tuvo que reconocer que, cuando vio entrar en la galería de arte a Lucy Sommers Lavette, la esposa de su hijo, se quedó atónita. Eloise, que estaba sentada ante una mesita, trabajando en el catálogo, levantó la mirada y vio la expresión de Jean; después dijo que, de haber acompañado a la imagen un efecto sonoro, seguramente habría pensado que había llegado el segundo terremoto.

Por fortuna, Dan no estaba. Había ido con Sam al muelle de Pescadores, a pulir los metales del barco de Dan —o, por lo menos, eso pensaba Jean, ya que no se le ocurría qué podían estar haciendo durante tantas horas en un barco amarrado al muelle—. Dan no había vuelto a ver a Tom ni a su mujer desde la escena del despacho, y Jean no sabía cómo reaccionaría si se encontrara cara a cara con alguno de ellos.

Jean tuvo que admitir que el aspecto de Lucy había cambiado, para mejorar, desde luego, ya que, según ella, era imposible que empeorase. Llevaba el pelo corto, iba maquillada por una mano profesional y el vestido de angorina beige era un Balenciaga muy acertado.

Jean la saludó afablemente, con el toque justo de condescendencia, como para recordarle que en otros tiempos un Sommers y un Seldon podían tratarse en horas de oficina, pero no era fácil que alternasen en la esfera social.

—¿Qué te trae por aquí, Lucy? —preguntó Jean.

—La curiosidad, supongo. Y la pintura. Todo el mundo habla de tu galería de arte.

—¿Qué dicen? —preguntó Jean.

—Lo siento, pero la gente piensa que te has adelantado a tu tiempo.

—Eso es lo bueno, adelantarse al tiempo. ¿Quieres comprar algún cuadro, Lucy?

—Pues el caso es que Tom y yo estamos empezando a comprar. Creemos que estaría bien tener un Picasso. O un Cézanne.

Jean y Eloise intercambiaron una mirada.

—Por desgracia, nosotras no tenemos ningún Cézanne —dijo Jean—. Están muy escasos. Tal vez se venda alguno en Nueva York o en París, aunque no tengo noticias de ello. Tenemos un Picasso muy interesante, eso sí. Creo que lo pintó en mil novecientos doce, cuando trabajaba con Braque. Por aquel entonces, él y Braque componían cuadros que consistían en superficies planas superpuestas en un fondo diverso. Es algo muy experimental, pero hermoso, si sabes captarlo. Si no me equivoco, inventaron el collage, ¿verdad, Eloise?

—Eso creo. Sentaron las bases para los dadaístas que les siguieron.

—¿Por qué no lo traes? —pidió Jean.

Eloise fue a la sala del fondo y volvió con una tela de unos sesenta por ochenta, que puso en un caballete.

Lucy la miró atentamente unos instantes y luego preguntó:

—¿Qué es eso? Bueno, quiero decir, ¿qué representa?

—No es así como hay que mirarlo —respondió Jean con tolerancia—. Tiene que verse en términos de espacio y colorido, composición de espacio y color…

Se interrumpió y miró a Eloise.

—Tiene una marcada influencia de Braque —dijo Eloise con énfasis.

—¡Oh, sí, desde luego! Naturalmente, Lucy, mucho depende de la visión de cada cual, quiero decir si está o no está educada. Yo nunca vendería ese cuadro a la esposa de cualquier advenedizo, que probablemente se pondría hecho una fiera al verlo. Pero Tom creció entre buenas pinturas o, por lo menos, así me gusta creerlo. Mi instinto me impulsa a regalártelo, pero, desgraciadamente, tengo que contar con Eloise, mi asociada. Conoces a Eloise, ¿verdad?

—Nunca la había visto —respondió Lucy secamente.

—De todos modos, es un cuadro soberbio.

—¿Cuánto pedís por él?

—Trescientos mil dólares —respondió Jean plácidamente.

Eloise se volvió de espaldas, estrujándose las manos.

—¡No lo dirás en serio! —exclamó Lucy.

—Completamente en serio.

—No lo entiendo. No lo entiendo en absoluto, a no ser que me hayas tomado por una imbécil. La semana pasada leí que en Park Bernet, de Nueva York, se vendieron tres Picassos, el más caro, por treinta y siete mil dólares.

—Guapa, hay Picassos y Picassos.

—Desde luego, no tengo intención de pagar trescientos mil dólares por esa birria.

—Comprendo —dijo Jean con suavidad—. Nunca debe comprarse un cuadro que a uno no le guste y, después de ver tu reacción, yo soy la primera en decir: No, Lucy; no es para ti.

Lucy salió de la galería con aire ofendido, y Jean y Eloise se miraron largamente. Por fin, Eloise dijo:

—Eres una mala persona, Jean. Muy mala persona.

—¡Ja! —exclamó Jean—. ¿Mala persona yo? La paja en el ojo ajeno. ¿Quién es la que se ha ido tan decidida y con tanta desfachatez ha sacado ese ridículo collage de Braque?

—Yo esperaba que tú le dijeras que no teníamos ningún Picasso, pero que Braque estaba muy identificado con él en aquella época.

—Si sigues diciendo mentiras, te crecerá la nariz, Eloise. ¿Acaso has dicho tú que era un Braque?

—Tú eres la directora, Jean, tú le diste las explicaciones y tú le pediste trescientos mil dólares. ¿Y si llega a comprarlo? ¿Y si se queda con él? ¿Se lo hubieras vendido?

—¿En cuánto lo tenemos tasado?

—En catorce mil. Pero contéstame a esto: ¿no me has dicho que trajera el Picasso?

—Ninguna de las dos es de fiar, me parece. ¿Que si se lo hubiera vendido? Me parece que sí. Sólo para ver lo que ocurría cuando la mierda pegaba en la sartén, como diría Dan con su prosa inimitable. En fin, quizá sea mejor así. No tenemos los trescientos mil, pero conservamos la integridad.

Aquella noche, Barbara no pudo dormir. Ella no pensó que fuera a estar tan nerviosa, pero las otras se lo advirtieron.

—Es una noche muy mala —dijo Annie Lou—. Esa noche piensas que te vas a morir.

Así fue. Barbara temía quedarse dormida; podía morirse mientras dormía y no enterarse siquiera.

Las horas eran interminables. Durante aquellos meses, el tiempo fue su enemigo; ahora, en un último espasmo de ira y rebelión, parecía haberse detenido. Y Barbara, intimidada, deponía su actitud de reto y suplicaba que acabara la noche. La rendición le trajo un semiletargo. Cuando despertó, el cielo ya estaba gris de amanecer. Se levantó, hizo la cama por última vez, se lavó, se peinó y salió al patio, andando sin ruido por entre los barracones oscuros. Cruzó el campo de deportes hasta el muro del mar y se quedó contemplando el brumoso amanecer. Pasó lentamente un remolcador arrastrando una barcaza. Un hombre que iba en la barcaza la saludó agitando la mano y ella le devolvió el saludo. Sentía en la cara la brisa fresca y limpia del mar. A la luz del día, iban disipándose sus temores. Se miró las manos. Se había arreglado cuidadosamente las uñas: estaban cortas, pero limpias. Ya no tenía la piel roja ni agrietada, sino morena y curtida. La víspera, la peinaron las chicas del salón de belleza que aprendían peluquería y estética. En el dedo meñique llevaba un anillo de plata, regalo de Ellie, que se empeñó en que lo aceptara. Barbara oyó pasos a su espalda, se volvió y vio a la capitán Cooper que venía hacia el muro y se quedaba mirando al puerto. Al cabo de un momento, la Cooper le dijo:

—Bueno, Barbara, no es el peor lugar del mundo, ¿verdad?

—Es una cárcel.

—Sí; tenemos cárceles y ni tú ni yo podemos remediarlo. Pero me gusta pensar que ésta es mejor que la mayoría.

—Sin duda.

—Ha sido para ti una extraña experiencia, ¿no?

—Muy extraña.

—Aunque te parezca raro oírmelo decir, quiero que sepas, Barbara, que me alegro de que te mandaran aquí y no a otra prisión.

—Gracias.

—Toma el desayuno y pasa por la portería. Allí te darán tu ropa y el cheque.

—¿Un cheque?

—Aunque pequeño, pagamos un salario. Aquí no se hacen trabajos forzados. ¿Viene alguien a recogerte?

—Mi padre. Le dije que viniera a las diez.

—Tienes tiempo.

La Cooper le tendió la mano y Barbara se la estrechó.

Barbara recogió su cesta de ropa en el mostrador de la entrada y volvió lentamente a su habitación. Un grupo de reclusas la esperaban, haciendo caso omiso de la oficial Hurley.

—¡Circulen! —ordenaba la Hurley—. Vamos, ¡fuera de aquí si no queréis que dé parte!

Las mujeres abrazaban a Barbara.

—Cierra el pico y vete a la porra, Hurley —susurró Annie Lou mientras daba un fuerte abrazo a Barbara—. ¿Qué carajo hago yo sin ti, bonita? Tú eras la única blanca negra de este antro.

—¡Fuera todo el mundo! —gritó la Hurley—. ¡Último aviso!

—La echaré de menos, oficial Hurley, y también a la oficial Davenport —dijo Barbara—. Pero soñaré con ustedes. Estarán en todas mis pesadillas.

Era un chiste malo, pero a las chicas les gustó y se fueron riendo.

—No te rindes, ¿eh? —dijo la Hurley—. Bromista de presidio hasta el fin.

—Hasta el fin.

—Bueno, no olvides que has estado aquí, Excelencia. Puedes contárselo a tus amigos del gran mundo de San Francisco.

—Se lo contaré —dijo Barbara y, sin poder contenerse, añadió—: Y les diré algo más. Les diré que yo he cumplido mi condena, y usted, por el contrario, sigue aquí con cadena perpetua.

Entró en su cuarto dando un portazo, furiosa por haberse dejado provocar. Pero en seguida se le pasó el enfado y la invadió una especie de melancolía.

—¡Ay Dios! —exclamó—. ¿Pues no siento tener que marcharme de aquí? ¿Estaré loca? —Sin embargo, Barbara sabía que allí había encontrado algo que no había podido hallar en ningún otro sitio—. Bueno, ya terminó. Esto es lo que importa.

Se quitó por última vez la ropa de la cárcel y la metió en la funda de la almohada. Luego se puso la blusa blanca y el traje de franela gris que llevaba al llegar. La ropa le estaba holgada. Según la báscula, sólo había perdido unos gramos; sería que se le habían endurecido las carnes. Se preguntaba si, después de meses de andar con aquellos zuecos, podría calzarse ahora. Los zapatos le estaban ajustados, pero no le molestaban. Aunque costaba trabajo acostumbrarse otra vez al tacón alto.

Cuando se miró al espejo, le pareció que veía a una desconocida.

—Barbara —dijo muy seria—, vas a tener que acostumbrarte a lo que eres ahora. Has cumplido tu condena, has pagado tu deuda a la sociedad. No pienso pedir disculpas.

Cuando Barbara salió a la portería, Dan estaba esperándola y la abrazó.

—Pobre papá —susurró ella—, nunca te lo puse fácil, ¿verdad?

Mientras iban en coche hacia el transbordador, Dan dijo:

—El coche es alquilado. Lo dejaremos en el aeropuerto y tomaremos el avión de las doce. Sammy está con Jean. Nos esperan en tu casa. Es lo que tú querías, ¿no?

—Exactamente lo que quería, papá. Perfecto.

Minutos después de las dos, Barbara abría la puerta de la casa de Green Street y entraba en la sala. Jean leía un libro a Sam que estaba sentado en el sofá a su lado. Al ver a Barbara, el niño saltó al suelo y fue hacia ella. De pronto se paró y la miró fijamente, arrugó la cara y se echó a llorar. Ella se puso de rodillas y lo abrazó.

—¿No volverás a marcharte?

—Nunca más. Nunca más, mi vida.