Cuarta parte
El 14 de mayo de 1948, el mismo día en que los ingleses terminaban oficialmente su mandato en Palestina y, por primera vez desde hacía mil años, se creaba un Estado judío, el Congreso de los Estados Unidos hizo un alto en su titánica tarea de legislar para la nación más poderosa de la Tierra y, entre otras trascendentales decisiones, intercaló una votación por la que se acusaba de desacato a una tal Barbara Lavette Cohen por negarse a responder a una pregunta pertinente formulada por el Comité de la Cámara para Actividades Antinorteamericanas.
Harvey Baxter llamó por teléfono a Barbara para comunicarle la noticia.
—No creas que es fácil para mí decírtelo, después de todo lo demás, pero pensé que valía más que lo supieras cuanto antes. Yo tenía mis esperanzas de que el Congreso lo desestimara, pero se votó.
—¿Y eso qué significa exactamente, Harvey?
—Pone la citación por desacato en manos del Departamento de Justicia. Se trata de un delito federal de menor cuantía, lo cual quiere decir que, si te consideran culpable, la sentencia no puede ser superior a un año de prisión. Pero no saques conclusiones precipitadas. No estoy diciéndote que tengas que pasar un año en la cárcel, ni siquiera que tenga que haber juicio. Eso aún no se ha decidido. ¿Por qué no vienes a verme cuanto antes para que hablemos de ello?
Barbara estaba harta de hablar de ello. A pesar de todo, accedió.
—Iré mañana o pasado, Harvey.
No podía concebir la noción de juicio y cárcel. Eran sólo palabras y las palabras, antes tan importantes, habían perdido todo significado. El doctor Kellman le habló compasivamente de los efectos de la depresión.
—Eso pasará —le dijo.
¿Qué pasaría? ¿El qué? «El dolor se irá y yo estaré tan contenta como un ruiseñor», se dijo. Pero ya no sentía dolor, sólo vacío. Todo estaba vacío.
Y no era la primera vez. «He enterrado a dos hombres», pensaba. Pero uno estaba en una tumba que ella quizá nunca pudiera ver. Bernie estaba enterrado en algún lugar de lo que ya era el Estado de Israel. Denaman hizo indagaciones y le dijo que existía la posibilidad de trasladar el cadáver a los Estados Unidos. Sería difícil y laborioso, pero podía hacerse. Barbara dijo que no, que se quedara allí. Así lo hubiera deseado él. Era el lugar al que él había consagrado su vida. Ella no era dada a venerar las tumbas ni a llorar sobre ellas. Nunca volvió a visitar la tumba de Marcel en Toulouse. Lo que quedaba de él y de Bernie estaba en ella misma.
La vida continuaba. Barbara lo sabía ya por experiencia. La vida no se detiene por la muerte. Sam mojaba los pañales, se acostumbraba al orinal a regañadientes, engullía vorazmente su comida, dormía y jugaba en el mundo maravilloso de la infancia y sólo lloraba cuando tenía el pañal mojado o la tripa vacía. Él existía en un mundo completamente vital, un mundo en el que no había muerte. De su padre no sabría más que lo que Barbara le contara y lo que él viera en las fotografías. ¿Qué imagen se haría de aquel hombre corpulento, afable y bondadoso que le había dado el ser? Llevaría apellido judío, pero Barbara sabía que, según la ley judaica, no se le consideraría judío. La carga, el estigma o la honra de ser judío es transmitida por la línea materna.
Después de la horrible primera noche, lloró muy poco. Jean, que nunca fue muy buena en asuntos fúnebres, sugirió encargar un funeral, pero Barbara se negó. Ella era la única persona del mundo que conoció bien al que había sido su marido y no estaba dispuesta a aguantar frases cursis y vacías de condolencia y adulación. Ella misma no idealizaba a Bernie, sino que le veía tal como era. Sólo que de todos los hombres que había conocido, únicamente hubo dos con los que hubiera querido vivir.
Barbara fue educada en la Iglesia episcopaliana, muy cerca de la catedral de la Gracia; mas para ella la religión reglamentada era un recuerdo tan carente de sentido como los cuentos de hadas de su infancia. La última iglesia en la que había estado era la capilla del colegio de Sarah Lawrence. No tenía prejuicios a favor ni contra la religión y no creía en una vida eterna del alma sin el cuerpo, ni la deseaba. Siempre le gustó su cuerpo; era fuerte, sano y hermoso. Un cuerpo que los hombres amaban y admiraban, y ella siempre fue sensible a ese amor y admiración. Cuando se publicó el primer libro de Barbara, el relato de sus experiencias en Francia y en la Alemania nazi, un crítico escribió: «No se debe esperar profundidad de Barbara Lavette. No es una persona profunda. En realidad, es una joven corriente, afable y alegre que afronta un mundo enloquecido, de pesadilla y es eso precisamente lo que da sentido y emoción al libro». El crítico buscaba profundidad y apreció una falta de tristeza y pesimismo, cualidades que a menudo se confunden con aquélla. Barbara no se regodeaba en la tristeza ni en la profundidad. Tuvo varias semanas de una aflicción agobiante y devastadora; pero ella siguió funcionando, cuidando del niño y ofreciendo a la familia y amigos que iban a verla un aspecto sereno y tranquilo. Incluso aquella primera noche pudo decirse: «Bernie ha muerto; pero yo estoy viva y Sam está vivo».
Sin embargo, al cabo de varias semanas se dio cuenta de que una parte de su ser no admitía que Bernie hubiera muerto. No era que dudara de la información. A su debido tiempo, recibió un paquete que contenía el billetero, varias tarjetas y, sorprendentemente, las llaves de un coche; seguramente, las del jeep en el que viajaban. Había también una carta de Herbie Goodman que decía, entre otras cosas: Me revienta escribir sobre ello, porque me parece una falta de consideración, pero opino que debo hablarle de la identificación. No me cabe duda de que era Bernie. No estaba desfigurado. Su expresión era muy serena, por lo que no creo que sufriera. Yo apreciaba mucho a su esposo. Era un hombre valiente y honrado. Sin él, nunca hubiéramos podido hacer lo que hicimos… De manera que no se podía dudar de su muerte. Sin embargo, una parte de Barbara seguía esperando su regreso.
Habló de ello con Clair Levy.
—Sé muy bien lo que es eso, Bobby —le dijo Clair—. A mí todavía me ocurre lo mismo con Josh. A veces, sin saber por qué, me pregunto cuándo volverá y me pongo a calcular cuántos años tiene. Seguramente, eso nos ocurre porque no hemos podido ver la tumba. Aunque en eso tú me ganas. Algún día podrás visitar la de Bernie.
—¿Y entonces sabré que no ha de volver?
—Y, mientras, cada vez que suene el timbre…
—Yo soy una mujer fuerte —dijo Clair—. Ya sabes cómo me crié. De niñeras tenía a prostitutas, y a los doce años sabía más palabrotas que cualquier marinero de la costa de Redwood, y si mi padre estaba una semana sin aparecer, lo cual ocurría con bastante frecuencia, me las arreglaba perfectamente para sobrevivir. Pero cuando Josh murió en el Pacífico, yo morí también. Lo peor del mundo es que se te muera un hijo. Recuerdo que, a pesar de lo que quiero a Jake, yo pensaba: ¿Por qué no ha sido Jake… o yo? Sí; me morí. Estaba vacía. No tenía ganas de vivir, de reír, de hablar ni de despertar por la mañana.
—Conozco esa sensación —dijo Barbara.
—Y no creía que algún día pudiera cambiar. El pensar en cosas alegres me parecía obsceno. Pero ¿sabes?, poco a poco, todo cambió. Yo cambié. No es que la pena se haya ido, pero vivo con ella del mismo modo que Eloise vive con esos terribles dolores de cabeza. Y soy feliz, muy feliz. Lo mismo te ocurrirá a ti, créeme.
—Ya me ha ocurrido —dijo Barbara—. He pasado por ello dos veces. Lo sé porque cuando murió Marcel murió también una parte de mí. Ya se me pasará, Clair.
Poco a poco. Barbara volvió a su vida normal. El volver a escribir fue un proceso lento y doloroso, una especie de tortura, pues la sola imagen de la máquina de escribir la obligaba a buscar en su interior y remover recuerdos. Entonces se dio cuenta de que en realidad no hay escritor que se limite a inventar. Toma algo de aquí y de allí, lima, retoca, desarrolla; pero, siempre, sobre algo que ha entrado en su vida. ¡Y en la vida de Barbara había entrado tanto! Barbara recordaba el día de 1946, poco después de su regreso a San Francisco, tras dos años de viajar en calidad de corresponsal por el norte de África y el teatro de operaciones de China-Birmania-India, cuando acababa de comprar la casa de Sam Goldberg, en que su madre fue a verla y la encontró escribiendo un artículo acerca de la porcelana de Spode para una revista femenina. «¡Porcelanas de Spode!», exclamó Jean con asombro. Entonces necesitaba evadirse de la realidad, y ahora, también. Pero ninguna de las revistas femeninas que la acosaban con sus peticiones antes de la investigación quería ahora un artículo suyo.
Barbara trataba de continuar la novela, pero era casi imposible. Las palabras estaban vacías. No conseguía comunicar sentimiento alguno a lo que escribía. Se entregó con más entusiasmo al trabajo de la Fundación Lavette. El Departamento del Tesoro, para no ser menos que el comité de la Cámara, envió a un equipo de censores de cuentas a examinar los libros de la Fundación y durante dos semanas escrutaron, examinaron, sumaron, restaron y comprobaron. Cuando Barbara preguntó a Harvey Baxter qué buscaban, éste respondió que no tenía la menor idea y que, probablemente, ellos tampoco. Le dijo que no se preocupara, que habían sido muy meticulosos.
El taller de Bernie también le absorbía algún tiempo, de lo que se alegraba. No deseaba conservar el negocio y lo traspasó a Francis Gómez, el encargado, quien le pagaría con los beneficios, si los había. La conmovió su gratitud como la había conmovido el sincero pesar expresado por él y los demás mecánicos por la muerte de Bernie.
—Era una buena persona —dijo Gómez—. Créame, Mrs. Cohen, tenía un modo recto y sincero de tratarle a uno.
Barbara pensó que había peores epitafios.
Cuando, al día siguiente de la votación del Congreso, Barbara fue a ver a Harvey Baxter a su despacho, llevó consigo a Sam. Uno de los efectos de la muerte de Bernie era el afán de no separarse de Sam. Comprendía que con el tiempo pasaría, pero por el momento era un impulso irresistible. El niño había aprendido ya a bajarse del cochecito, y sus ansias de libertad eran cada día más fuertes, por lo cual Barbara lo dejó al cuidado de la secretaria mientras ella hablaba con los abogados.
—Así que ya he sido acusada de desacato —dijo a Baxter—. ¿Es que antes no lo estaba? ¿Qué significan estas pamplinas?
—Ahora es distinto, Barbara. El comité te citó y la Cámara votó la acusación. Antes de la votación no estabas acusada, por así decirlo.
—¿Y ahora?
—Ahora el asunto está en manos del Departamento de Justicia. Según el procedimiento normal, expedirán una orden para tu arresto.
—¡Oh, no, bromeas! —dijo Barbara.
—¡Ojalá fuera así! Pero debes de comprender que esto no es más que un trámite. Comparecerás en el juzgado y luego podrás marcharte, previo depósito de una suma simbólica fijada para fianza, por ejemplo, quinientos dólares. Pero tú no debes preocuparte. En cuanto te entreguen la orden de arresto, si te la entregan, nos llamas y Boyd o yo nos encargaremos de todo. No tendrás que ir a la cárcel ni una hora. Quiero que lo comprendas.
—Eso estoy intentando. Y también intento no volverme loca. Soy un ama de casa, madre y viuda, que vive en los Estados Unidos, en este año de mil novecientos cuarenta y ocho, a la que dicen que va a ser arrestada por el Gobierno. ¿No es monstruoso? ¿Qué es lo que he hecho?
—Mrs. Cohen —contestó Kimmelman—, si me lo permite, me gustaría puntualizar, para que no nos perdamos. Lo que ha hecho usted es muy simple. Proteger a las dieciocho personas que hicieron donativos para comprar medicinas para el hospital de Toulouse. Ésa es una acción buena y valerosa y en tiempo normal merecería el aplauso general y la cosa no pasaría de ahí. Ni hacer una recaudación ni proteger a sus amigos es delito. No tiene nada de malo. Pero éstos no son tiempos normales. El país se ha vuelto loco y todos andamos metidos en una demencial caza de brujas. Le ha tocado a usted. Por qué la han elegido está muy claro para mí, aunque para usted tal vez no lo esté tanto. He leído atentamente las actas del interrogatorio. El tal Manuel López cuya declaración leyó Donald Jay puede ser tanto un hombre de paja del comité o del FBI como un criminal que está comprando la libertad a base de dar nombres al comité. Esos sujetos son insaciables. Si el delito de López era el de haber sido comunista, pronto se le debieron de acabar los nombres. Y tuvo que empezar a inventar. Era estibador, de modo que sabía que ayudó usted a los huelguistas en el treinta y cuatro. ¿Qué mejor nombre que el de Barbara Lavette, hija de Dan Lavette y nieta de Thomas Seldon, la flor y nata de la Costa Oeste, de la clase de los Crocker, los Hearst, los Huntington y los Giannini? Y, por si fuera poco, con el delicioso aditamento de que su apellido de casada es Cohen. No pudieron resistir la tentación. No habían tenido unos titulares así desde el caso de los escritores de Hollywood.
—¿Y por eso van a arrestarme? ¿Por comunista?
—¡Oh, no! A eso respondió usted bajo juramento que ni lo era ni lo había sido nunca. Si quisieran atacar por ahí, la acusación sería perjurio, no desacato. A la pregunta de si era comunista respondió; por tanto, no hay desacato, y ellos saben que una acusación de perjurio nunca podría prosperar. Sería desestimada, y no creo que se atrevieran a hacer comparecer a López. De manera que siguieron probando hasta que dieron con una pregunta que usted no quiso responder. Y eso es desacato, negarse a responder.
—Pero puedes invalidarlo en cualquier momento —terció Baxter—. Es una puerta que siempre queda abierta, Barbara. Seguramente habrá entre todas esas personas tres o cuatro a las que no les importará que des su nombre. Probablemente, ni les citarían.
—Harvey —replicó Barbara con frialdad—, ya te he dicho que no quiero hablar de eso.
—No creo que haga falta volver sobre eso, Mrs. Cohen —dijo Kimmelman—. Lo que importa es que, si vamos a juicio, será un juicio sonado. El hecho de que el delito sea de poca cuantía no le restará importancia. Y, si vamos a juicio, no creo que debamos representarla nosotros. No quiero decir que tengamos que salimos del caso, pero opino que debería representarla un abogado muy distinguido, alguien que impresione al tribunal y que haga que el juez lo piense dos veces antes de dictar sentencia.
—¿Tú estás de acuerdo, Harvey? —preguntó Barbara.
—Sí; creo que sí. Me parece que Boyd se precipita a sacar conclusiones. No estoy seguro de que el caso llegue a los tribunales; pero, de ser así, deberíamos hacernos representar por alguien importante.
—¿Piensas en alguien en particular?
—Pensaba en el juez James Fredericks. Es amigo de tu padre. Se retiró después de una brillante carrera.
—Y es muy impresionante —añadió Kimmelman.
Cuando la niña de Sally Lavette cumplió trece meses, Joe convenció a su mujer para que la destetara y le diera leche de vaca. Sally accedió de mala gana, pues pensaba que por primera vez en su vida su busto había adquirido un tamaño satisfactorio, el propio de cualquier mujer americana. Había leído que, al término de la lactancia, el pecho quedaba reducido a un tamaño inferior incluso al que tenía antes. Joe la convenció de que estaba equivocada, pero el proceso de convencerla dio lugar a una acerba discusión, en la que, como de costumbre, Sally lo dijo todo.
Aquellas discusiones eran cada vez más frecuentes. Y Sally tenía que decirlo todo, porque Joe no replicaba ni se enfadaba, por lo que rehusaba a Sally la oportunidad de llegar a la raíz de lo que la preocupaba. Hacían una extraña pareja. Sally, a los trece años, durante un verano en que Joe, nueve años mayor que ella, estaba trabajando en Higate, declaró que si él se casaba con otra, le mataría. Era una muchachita muy lista y muy romántica, que idealizó a Joe cuanto se pueda idealizar a un hombre. Y el ideal no encajaba con la realidad.
Joseph Lavette era un muchacho serio, formal y realista. También era inteligente. Estaba entre los cinco primeros de su curso, y en el hospital en que operaba se había hecho un nombre por su pericia y su integridad. En el frente del Pacífico adquirió la experiencia de toda una vida en tres años de cirugía de campaña, pero a cambio dejó su juventud, sus fantasías, sus sueños románticos y casi todas sus ilusiones. Él no tenía el optimismo visceral de su hermana Barbara, su indestructible alegría de vivir; cuando volvió del Pacífico, lo único que le atraía de su antiguo mundo era Sally Levy. No era de extrañar que un joven medio chino y medio italiano, moreno y taciturno, se enamorara de Sally, tan alegre, esbelta y elástica como un gamo. Era rubia natural y, aunque ella solía decir que tenía el pelo como la paja, su tono era delicadamente dorado y lo llevaba muy largo y liso. Nunca había sido bonita —tenía los huesos grandes y los hombros anchos, como su madre—, pero de pronto, en un momento de su desarrollo, se transformó y adquirió una belleza exótica, con sus ojos azul pálido muy hundidos bajo unas cejas rectas y sus pómulos altos y prominentes. Vivía con un pie en el mundo y el otro fuera de él. Su imaginación era viva y exuberante y la publicación de su primer libro de poemas, Cantos de Napa, le reportó, si no dinero, sí muchos elogios.
Joe la aceptaba tal como era sólo en parte. No deseaba que cambiara, pero tampoco acababa de gustarle su manera de ser. La guerra no hizo de él un cínico, ni un médico canallesco y pagado de sí mismo, ni un cirujano insensible y ambicioso, sino una especie de santo abnegado que hubiera hecho voto de pobreza. Al principio, Sally se sintió impresionada y admirada; pero con el tiempo, su admiración se agrió con la frustración y la irritación —exacerbada ésta por la imposibilidad de obligarle a pelear—. Con una explosión de furor, Joe hubiera podido limpiar el ambiente. Pero Joe nunca se permitía enfadarse.
Sally no había hecho voto de pobreza. No le gustaba la clínica, no le gustaba trabajar allí y no le gustaba Boyle Heights. No era insensible a la pobreza ni al infortunio de sus vecinos; simplemente, pensaba que tenía derecho a su propia existencia. Al principio trató de compartir la labor de Joe. Trabajaba en Recepción, limpiaba las habitaciones, hervía el instrumental, consolaba a las madres de los niños enfermos y dejaba a su hija para atender a los niños que eran llevados al dispensario. Pero su actitud obedecía a una visión romántica del trabajo de Joe y, cuando el romanticismo se deshizo, como era inevitable, el trabajo se convirtió en una faena ingrata e inútil.
Hubo una noche que Sally no olvidaría nunca. Estaba en el sexto mes de embarazo. Caía sobre Los Angeles una lluvia torrencial, una de esas lluvias tropicales que azotan la ciudad durante el invierno. Sally ayudaba a Joe en el dispensario. Estaban solos, pues Frank González ya se había ido a casa. Poco antes de las doce, llegó a la clínica un grupo de chicanos que llevaba a tres muchachos, uno de dieciséis y dos de diecisiete años, malheridos en una pelea callejera.
Joe le dijo que llamara a una ambulancia y Sally así lo hizo. Hasta el día siguiente no se enteró de que la ambulancia había chocado de frente con un camión. Mientras, Joe examinó a los heridos. Los acompañantes habían desaparecido, como era lógico, ya que seguramente habría una investigación de la Policía. Cuando Sally colgó el teléfono, oyó que Joe la llamaba. Corrió a la sala de curas, dio un grito de horror y se tapó la boca con las manos para no vomitar. En cada una de las dos mesas había el cuerpo ensangrentado de un muchacho. El tercero estaba tendido en el suelo, con el mango de un pico de hielo asomándole el pecho, temblando al ritmo de la respiración. Tenía los ojos abiertos y decía:
—¡Socorro, socorro que me muero…!
Sally dio media vuelta y la voz de Joe le llegó como un trallazo:
—¡No te vayas! Te necesito. Yo solo no puedo con todo.
—¡Es que no puedo!
—¡Claro que puedes y te quedarás!
Al día siguiente, Sally leyó las anotaciones de Joe: «Fórtez, herida de arma blanca, entrada subcostal lado izquierdo, a un palmo del ombligo. Profunda y sucia. Cuerpos extraños en el interior. Cinco centímetros de profundidad. Cuestión inmediata: perforación del bazo. Águila, herida de bala. Orificio limpio en caja torácica, segundo espacio intercostal derecho. Sin orificio de salida. Consciente. Dolor en axila derecha, con parestesias de dedos de la mano derecha. Hubiera debido hacerse radiografía, pero imposible. Suerte. Bala en axila, próxima al plexo braquial. Signos vitales bastante buenos. Tercero, nombre desconocido. Pico de hielo en el corazón. Consciente. Herida punzante parasternal izquierda, tercer espacio intercostal». Eso fue al día siguiente. Ahora Joe le decía:
—Te necesito, Sally.
—No puedo. Tú lo sabes.
—Dame esas tijeras. ¿Has llamado a la ambulancia?
—¡Oye, que estoy de seis meses!
—¿Me das esas condenadas tijeras? —gritó él—. Ese chico que está en el suelo. Que no se mueva. Dile algo —ordenó mientras le cogía las tijeras—. ¿Has llamado a la ambulancia?
—Sí.
—Bien, háblale. Arrodíllate a su lado y háblale. Dile que se esté quieto, que no se mueva. Anda, mujer, tú hablas español mejor que yo.
Sally se arrodilló al lado del muchacho que tenía el pico de hielo clavado en el pecho. Sentía que se iba a desmayar. Durante mucho tiempo tuvo pesadillas. Veía el mango del pico de hielo que se movía al compás de los latidos del corazón. Mientras Joe cortaba la ropa del muchacho herido en el costado, ella se arrodilló en el suelo, murmurando maquinalmente:
—Lo compadezco[2]. Por favor, no se mueva. Pronto estará mejor.
Él acercó la mano al mango del pico y Joe gritó:
—¡Que no lo toque! Dile que si intenta arrancárselo, morirá. Díselo.
—¿Por qué no haces algo por él?
—Porque no puedo. Éste tiene una perforación del bazo y, si no le opero, morirá. De todos modos, por ése no puedo hacer nada. Si tiene el pico clavado en el corazón, necesita una máquina pulmón-corazón. ¡Maldita sea, necesito un hospital! ¿Dónde está esa condenada ambulancia?
—Estese quieto —dijo ella al muchacho—. No debe tocar eso que tiene en el pecho. Se pondrá bien, pero debe estar quieto.
Él estaba llorando y le oprimía la mano.
—Llama a Frank —dijo Joe de pronto—. Dile que venga inmediatamente. —Su voz se hizo más suave—. Y tú vuelve, cariño, te necesito.
Sally huyó de la sala y telefoneó al compañero de Joe. Frank dormía.
—¡Tenemos aquí a tres hombres que se están muriendo! —gritó—. ¡Ven en seguida!
Luego se fue al baño y vomitó. Se quedó un momento de pie en el lavabo, abrazando su abultado vientre, tratando de no temblar, tratando de ahogar las convulsiones del estómago. Volvió al despacho de Joe y llamó otra vez al hospital. Le dijeron que la ambulancia ya había salido. Llamó a la Policía.
Después se obligó a sí misma a entrar de nuevo en la sala de curas.
—Frank estará aquí dentro de diez minutos —dijo, casi con afectación—. He llamado a la Policía.
—¿Cómo te encuentras?
—Creo que estoy bien.
—Éste no puede esperar. Tiene el bazo perforado y, si no se lo extirpo, morirá. Operaremos en cuanto llegue Frank. Tú ya sabes cómo funciona el esterilizador. Frank se encargará de la anestesia, pero necesitaremos tu ayuda, Sally.
Les ayudó. La ambulancia llegó cuando ya era tarde. El muchacho que estaba en el suelo, con el pico de hielo en el pecho, murió. Sally soportó las dos horas siguientes Sin desmayarse ni volver a vomitar, pero el horror de aquella noche no lo olvidaría. No experimentaba satisfacción alguna por socorrer a un ser humano que sufría. Intelectualmente, podía asumir esta actitud; pero en seguida se desmoronaba. No experimentaba ninguna sensación de triunfo al ver realizar con éxito dos operaciones con los escasos medios del dispensario. Era incapaz de compartir aquello con Joe. Sólo podía estremecerse de horror ante la monstruosa estupidez de las peleas callejeras y el sufrimiento que desfilaba por el dispensario.
—Tú y yo somos diferentes —dijo a Joe—. Dos personas distintas.
—Eso lo comprendo —admitió él.
—No; no lo comprendes. Tú sólo ves en mí a tu mujer.
—Bueno, eres mi mujer —dijo él en tono apaciguador.
—Pero tú no eres mi dueño.
—¿Alguna vez he dicho que lo fuera?
—Sí; de cien maneras distintas, y la principal es que todo lo que tú haces es importante, y lo que hago yo, una tontería.
—Yo nunca lo he enfocado así —protestó Joe.
—Naturalmente que dices que no. Si pudieras ver las cosas como las veo yo, eso no ocurriría. Pero tú sólo sabes mirarme con aires de superioridad y condescendencia, y ni siquiera me respetas lo suficiente como para perder los estribos conmigo.
—¿El que yo me enfadara y te gritara cosas feas significaría que te respeto?
—¡A mí me parece que sí! Por lo menos, me sentiría viva. Sabría que existo.
—Sally, reconozco que mi trabajo me absorbe —admitió él—. No es sólo que me guste mi trabajo; es que forma parte de mí. Es mi razón de existir. Ya sé que son muchas horas; pero ¿qué puedo hacer yo? Frank González trabaja tanto como yo y su mujer no se queja.
—Claro que no. Ella es mexicana.
—¡Bravo! No esperaba eso de ti.
—Lo que quiero decir es que ellas no tienen la menor independencia, que siempre las han obligado a callar. Y no soy antimexicana por decir que reprimen a sus mujeres. ¡Oh, dejémoslo! ¿Para qué seguir?
Pocos días después de esta discusión, Billy Clawson llamó por teléfono y preguntó a Sally si podía ir a verla a su casa. Desde su primera visita al dispensario, Billy trabajaba allí sin cobrar y vivía en una pensión de Boyle Heights. Sally no sabía qué pensar de él: ni le gustaba ni dejaba de gustarle. Se dijo que él y Joe eran los dos polos opuestos de lo que ella llamaba «el complejo de Jesucristo». «Joseph es un santo fuerte, enérgico y acongojado. Billy es un santo dulce, amable y acongojado. ¡Valiente pareja!». Aunque obsequioso no era la palabra, se dijo. Billy era dulce y despistado; daba la impresión de haber venido al mundo accidentalmente. A los treinta años tenía la timidez de un muchacho de veinte; al igual que Eloise, su hermana, siempre parecía abrumado por la convicción de la propia insignificancia.
Cuando Billy llegó a la casa de Silver Lake, Sally estaba metiendo a May Ling en un cochecito.
—Nos vamos a dar un paseo —dijo a Billy—. ¿Por qué no nos acompañas?
Él llevaba el mismo jersey de cuello alto que ella le había visto semanas atrás, un pantalón de pana deformado y toscos zapatos de trabajo.
—¡Oh, estupendo! Me apetece un paseo.
Él andaba a su lado, en silencio. Sally empezó a sospechar si el verdadero motivo de su visita no sería éste: el silencio. Ella dijo que hacía buen día y que May Ling estaba muy bien.
—Bueno, Billy, tú dirás si puedo hacer algo por ti.
—Pues no por mí exactamente. Verás, tengo remordimientos por lo de Barbara.
—¿Barbara? ¿Por qué?
—Por todo lo que está pasando, con la muerte de su marido y con ese mal trago de la investigación del comité de Washington. En fin, que siendo ella de la Iglesia episcopaliana y siendo yo cura episcopaliano y siendo amigos, bueno, no íntimos, desde luego; pero he pensado, a ver qué te parece, si no sería un consuelo para ella que yo fuera a San Francisco para charlar con ella.
—¿Con Barbara?
—Sí, con Barbara.
Sally dejó de empujar el cochecito y se volvió hacia Billy.
—Mira, Billy, a mí me pareces muy simpático y muy buena persona; pero no estoy segura de que sea buena idea. Tengo la impresión de que lo que menos desea Barbara en este momento es el consuelo de un clérigo.
—Menos mal —repuso él—. Eso de consolar nunca se me dio bien.
—Me parece que eres injusto contigo mismo. Lo que ocurre es que Barbara es especial. ¿Sabes?, te encuentro un hombre muy extraño.
—Debo de serlo.
—¿Eres homosexual? —preguntó ella llanamente y, al ver que él la miraba atónito, añadió—: No te escandalices, hombre. Opino que es mejor hablar claro para que no haya cuchicheos por ahí. Personalmente, me importa un pito que lo seas o no.
—No, no lo soy —respondió él, hablando despacio—. Imagino por qué lo preguntas; pero no lo soy.
Siguieron andando.
—Lo que yo no entiendo es tu forma de vida —dijo Sally.
—¿Qué tiene de particular?
—Pues que trabajes en el dispensario de enfermero y de portero sin cobrar.
—No necesito paga. Tengo dinero.
—¿Te gusta lo que haces?
—Sí.
—¿Y nunca te preguntas adónde va tu vida? —insistió ella.
—¿Adónde va la vida? —preguntó Billy, sorprendido—. ¿Adónde va la tuya? No es que quiera fisgar en lo que no me importa. Pero es una pregunta extraña.
—A mí no me lo parece. Es una pregunta que yo me hago constantemente. Antes pensaba que la poesía era un buen camino y que sabía adónde iba. Pero la poesía no da prestigio ni dinero; y yo no me siento plenamente viva ni independiente si no tengo suficiente dinero para hacer lo que quiera. Ahora he tomado un nuevo rumbo. Estoy escribiendo un guión para el cine. Eso da dinero. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve vivir a las puertas de Hollywood si no te aprovechas de ello?
—Si necesitas dinero, Sally…
—¡Oh, Billy! —rió ella—. No puedo creer que seas real.
—¿Por qué no?
—¿Ibas a ofrecerme dinero?
—Sí; si lo necesitas.
—Ahora me toca a mí preguntar. ¿Por qué? ¿Por qué tienes tú que ofrecerme dinero?
—Porque te aprecio. Porque eres maravillosa. Porque eres la esposa de Joe —añadió tímidamente.
—¡Ya salió! —exclamó ella secamente.
Siguieron andando en silencio. Sally se había enfadado y él no podía imaginar por qué. Por fin, ella inquirió:
—¿Por qué no das el dinero al dispensario?
—Ya les di algo. Les di cinco mil dólares. No quería hablar de ello.
—Naturalmente —dijo Sally, irónica—. El quinto precepto de la santidad: no hablarás de tus cochinas buenas obras.
Antes de que Dan saliera del hospital, Jean comprendió que su sueño de crear un museo de arte moderno en San Francisco era eso: un sueño y nada más. Por otra parte, quería que la casa de Russian Hill fuera sólo un hogar para ella y para Dan. Pronto cumpliría cincuenta y nueve años. Así se lo dijo a Eloise cuando le comunicó que cerraba definitivamente la galería de arte y volvía a amueblar la casa.
—Quiero que esté lista cuando Dan salga del hospital. No sé cuánto tiempo nos queda; pero me gustaría tener unos cuantos años buenos y normales.
—Lo comprendo, pero lo siento —dijo Eloise—. Eso significaba tanto para mí… No sólo la galería, sino todo ese mundo del arte. Y tú me lo diste a conocer, Jean. Todo lo que he aprendido, todas las clases que he tomado, a ti te lo debo. Te parecerá una tontería, pero siempre imaginé que un día sería esto un gran museo de arte moderno, que tú serías la directora, y yo, tu ayudante o una de tus ayudantes. Estaba segura de que tendrías, por lo menos, media docena.
Estaban en el gabinete de Jean, situado en el último piso de la casa de Russian Hill. En la planta baja había ya decoradores y pintores. Las decisiones de Jean se traducían inmediatamente en obras, y ahora se había propuesto terminar las reformar antes de que Dan viera la casa otra vez.
—Por lo menos, media docena —rió Jean—. No, no, guapa. Las señoras ricas y comodonas nunca son directoras de museo, ni de nada. El diletantismo es enfermedad de los ricos de hoy como la gota lo era en tiempos de la vieja Inglaterra. Pero a ti te habrá servido de algo, ¿no? Has aprendido mucho. Dudo que haya en la ciudad cinco personas que sepan de los modernos tanto como tú.
—Aunque así fuera, no sé cómo voy a usar mis conocimientos. Me siento desorientada y, lo que es peor, ya no tendré ocasión de venir a la ciudad. El valle me gusta mucho; pero esto, Jean… eres la persona más estupenda del mundo.
El elogio conmovió a Jean. Le habían dedicado tantos calificativos —fría, altiva, arrogante, aristocrática, snob, inconmovible— que la simple afirmación de Eloise casi le hizo llorar. ¡Cómo apreciaba a la dulce y tímida Eloise que con tanto tesón trabajó siempre!
—Quiero que escojas un cuadro para ti. El que más te guste. Será mi regalo.
—¡De ninguna manera, Jean! Todos son demasiado valiosos.
—Nada es demasiado valioso.
—¡Que no puedo!
—No querrás ofenderme, ¿verdad?
—No, Jean. No me atrevo.
—Pues yo sí me atrevo. Yo elegiré por ti. Vamos abajo.
Eloise siguió a Jean a la planta baja. Los cuadros estaban almacenados en lo que había sido la cocina, era ahora despacho y muy pronto volvería a ser cocina. Jean escogió un espléndido Mondrian de sesenta y cuatro por noventa.
—Esto no hay que entenderlo. Es la composición de color y espacio más precisa y espléndida que pueda imaginar el hombre, y supongo que a Adam tiene que gustarle más que un Klee, un Kandinsky o cualquiera de los otros, que requieren una base filosófica para ser apreciados.
Eloise movió la cabeza a derecha e izquierda con gesto de desesperanza.
—Jean, es el único. No hay otro Mondrian en San Francisco… ni en toda California. No puedo aceptarlo. Vale miles de dólares.
—Pues vamos a tener que pelearnos y no nos hablaremos nunca más. ¿Tú deseas eso?
—No —respondió Eloise en voz baja.
—Pues basta de discusiones. Te lo llevas y se acabó.
Cuando Dan salió del hospital, las obras estaban casi terminadas. El blanco de escayola de las salas de exposición estaba cubierto por papel y molduras. La casa por la que Jean conducía a Dan con paso lento se parecía mucho a la que habitaban hacía treinta años. Dan, de pie en la sala todavía a medio amueblar, miraba en derredor con la extraña sensación de que el tiempo había hecho marcha atrás. Jean, que le observaba desde varios pasos de distancia, iluminada por la suave luz de las lámparas, parecía aún la muchacha de la que él se enamorara perdidamente hacía una eternidad. Dan nunca fue hombre de muchas palabras, y ahora no sabía qué decir. Jean esperaba. Finalmente, casi con torpeza, él señaló el sofá y dijo:
—Es el mismo. Vaya, el mismo sofá.
Como si ella hubiera hecho un milagro.
—No, Danny, es del mismo estilo, un Lawson hecho por encargo. Ahora bien, si entras en la habitación de ahí al lado, donde tenías el despacho… No; ven conmigo. Tienes que verlo.
Lo llevó de la mano a la pieza contigua, amueblada con mullidos sillones tapizados de cuero. Encima de la repisa, un cuadro bastante primitivo del Oregon Queen, su primer barco.
—¡Que me ahorquen si no es…! —exclamó Dan en voz baja—. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo tenía Sarah Levy. Cuando se enteró de lo que estaba haciendo, se empeñó en regalártelo.
—Un momento —dijo Dan—. Ésta es tu casa. Yo no vivo aquí.
—Ya lo sé. Es lo correcto. Tú tienes tu piso en Oakland y aquí tienes tu casa de citas particular.
—¿Te parece un lenguaje propio de una señora de edad?
—Aún me quedan unos cuantos años buenos, Danny. ¿No te gustaría mudarte aquí?
—¿Mudarme? ¿Y por eso has endomingado tanto la casa, para tentarme?
—Más o menos. Me gustaría que te casaras conmigo.
—¿Qué?
—Ya lo has oído. Acabo de proponerte matrimonio. Reconozco que ya no estoy en edad de concebir, y supongo que, si quisieras, con tu dinero, podrías encontrar a una jovencita; pero yo aún estoy de buen ver, conservo una figura que no está mal y, con intervalos, llevamos casi cuarenta años durmiendo juntos, y ya hemos pasado lo peor y yo creo que te quiero, bueno, me parece…
—¡Un momento! —exclamó él, dejándose caer en una butaca—. Déjame pensar un momento.
—Está bien. ¿Quieres beber algo?
—Sí. Whisky con agua. ¿No habrás mandado traer, junto con los muebles, una caja de cigarros por casualidad?
—Se han acabado los cigarros, Danny. El doctor Kellman dice que basta de cigarros, que estás como nuevo si dejas el tabaco y alguna que otra cosa.
—¿Eso dice? Ya lo veremos.
Jean salió en busca de la bebida y Dan se quedó mirando el cuadro del Oregon Queen. Minutos después, ella volvió con un vaso.
—¿Tú no tomas?
—No; quiero conservar la cabeza despejada. ¿Qué te ocurre, Danny? ¿Fantasmas o un pasado demasiado denso?
—Un poco de cada.
—Dicen que un hombre puede contar con setenta años.
—Si tiene suerte.
—Ya hemos consumido sesenta.
—¡Al cuerno lo consumido! Quizá podamos gozar de los otros diez. Quizá. Yo he tenido un infarto. No soy más que medio hombre. ¿Estás segura de que quieres casarte conmigo?
—Ese medio es mejor que todo lo que he encontrado hasta ahora. Sí. Lo he pensado mucho. Me hubiera gustado que hubiera salido de ti; pero estoy cansada de esperar.
—¿Qué clase de matrimonio?
—De juzgado.
—Joe no va a dejar su trabajo por una boda y Tom sería peor que un divieso —dijo Dan—. Tendremos a Barbara de testigo.
Entonces sonó el teléfono, y Barbara, con voz serena y entonación lenta, les explicó que Bernie había muerto.
Dos meses después, en el Ayuntamiento y sin más testigos que Barbara, Jean y Dan se casaban por segunda vez, y Jean Seldon Whittier se convertía de nuevo en Jean Seldon Lavette.
Thomas Lavette y Lucy Sommers contrajeron matrimonio un mes después, el último sábado de junio de 1948. Los diez días que precedieron a la boda fueron muy agitados para ambos; pero, puesto que pensaban irse quince días a Europa en viaje de novios, querían dejar todos los cabos bien atados antes de partir. John Whittier era el primer asunto pendiente.
Cuando Tom entró en el despacho de Whittier, éste le recibió con una sarta de reproches, señalando que apenas le había visto durante las dos últimas semanas.
—Decisiones sin mí, reuniones sin mí, y ese contrato naval de Milton, un contrato de diez millones de dólares y yo ni siquiera he visto el documento. La primera noticia ha sido una carta de Leonard Milton en la que me da las gracias por el contrato. ¿Qué te pasa, Tom? Todavía soy presidente de la Great Cal. Aún es una empresa Whittier. Todavía no estoy muerto.
—No.
—Por lo menos, en eso estamos de acuerdo.
—No; no me has entendido, John. Ya no es una empresa Whittier sino una empresa Lavette.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Tengo el voto de las doce mil acciones de Alvin Sommers. Nos vendió el paquete a Lucy y a mí como tenedores conjuntos. Esto me da una amplia mayoría. —La voz de Tom era amable; pero el significado de sus palabras era inconfundible.
Whittier le miraba sin pestañear.
—John, John, esto tenía que llegar —dijo Tom—. Tú lo sabías. Estás cansado y no te encuentras bien. Necesitas descansar.
—Creí que ibas a presentarte candidato al Congreso —dijo Whittier lentamente.
—Era una idea descabellada. No me gusta la política.
—¿Qué quieres?
—Quiero que dimitas.
—¿Y tú me sustituyes?
—Sí.
—¡Eres un cochino canalla! ¡Tú y todos los Lavette!
—Eso sobra.
—Yo creo que no.
—Creí que podríamos hablar de esto como señores y viejos amigos —dijo Tom.
—Yo no te considero un señor ni un amigo.
Tom se puso en pie.
—Está bien, John. Si lo quieres así… —En la puerta, se volvió para decir—: He convocado una reunión del Consejo para esta tarde. Puedes asistir o no, como desees. De todos modos, no quiero verte aquí mañana.
—¡Vete a la mierda! —gruñó Whittier.
Tom cerró la puerta.
En la reunión de aquella tarde, Tom fue elegido presidente de la Compañía, y Lucy entró a formar parte del Consejo de Administración. Se modificó el nombre de la Compañía. A instancias de Lucy, en lo sucesivo se llamaría GCS. El nombre de «Great Cal Shipping» le parecía, por un lado, limitativo, ya que las actividades de la empresa no se limitaban a la navegación y, por otro, un poco anticuado. Después de pensarlo, Tom se sentía de acuerdo con ella.
Antes de pasar al segundo asunto de la agenda prematrimonial, Lucy quiso hablar con Tom acerca de la familia Lavette.
—Me alegro de que te reconciliaras con tu padre —le dijo Lucy—. Fue una buena jugada. Pero no creo que debamos frecuentar a tu familia.
—Estás pensando en Barbara.
—Más o menos. También tu hermanastro, Joseph Lavette, resulta molesto con ese dispensario en Los Angeles. Pero la peor es Barbara. Barbara tiene problemas y siempre los tendrá.
—¡Por Dios, Lucy, no creerás que es comunista!
—No sé lo que es. No te pido que rompas públicamente con ella; pero creo que lo mejor es cada uno por su lado. Nada que ver. Y hacerlo constar.
—No he hablado con Barbara ni tres veces en un año. De todos modos, nunca nos hemos entendido.
—¿Te has enterado de que su marido intervino en un asunto de tráfico de armas para el Estado de Israel?
—Sí.
—Barbara tiene que pagar las consecuencias de su tontería, Tom.
Él movió afirmativamente la cabeza.
—¿Sabes a qué me refiero?
—No tienes que convencerme. Bastante me mortificó ese estúpido numerito de Washington.
—Y eso no es más que el principio. Estamos viviendo tiempos muy interesantes. No creo que en los Estados Unidos se haya conocido nada igual. Pero para nosotros no son malos tiempos.
El siguiente asunto de la agenda era Norman Drake. La secretaria de Tom le llamó a Washington y, cuando él le dijo que regresaba a Berkeley al día siguiente, ella le preguntó si querría ir a cenar con Mr. Lavette a San Francisco. Después, cuando la secretaria informaba a Tom de la llamada, al llegar a este punto, él movió la cabeza sonriendo:
—No siga. Le ha dicho que, si quiero verle, que vaya yo a Berkeley.
—Sí —respondió Janet—. ¿Cómo lo sabe?
—Ese granuja es ahora el gallito del lugar. ¿Le dijo que iría?
—Sí.
—Está bien. Podríamos quedar para pasado mañana. Llámele y dígaselo. Y sea muy amable con él. Luego, reserve una mesa para tres, o para cuatro, si quiere traer a su esposa.
—¿En Berkeley? ¿Dónde?
—En el «Frederick's», ¿dónde si no? Mencione a Drake al hacer la reserva y diga que queremos una buena mesa.
Lucy tenía sus dudas acerca de Drake.
—No me fío. Además, su intervención en el asunto de Barbara lo enturbia todo.
—No buscamos a un hombre honrado —repuso Tom.
—Es deprimente. Sólo mirarle te pone de mal humor.
—Lo que importa es que entra en el juego. Todo el que le conoce opina igual. Entra en el juego.
Tom y Lucy fueron los primeros en llegar al restaurante. Tom dio veinte dólares al maître recomendándole que se tratara a Mr. Drake como si fuera un miembro de la realeza. Lucy no conocía bien Berkeley. Nunca había estado en «Frederick's» y sonrió con escepticismo cuando Tom le dijo que su mesa, situada cerca de la puerta del restaurante, era una de las tres o cuatro más solicitadas.
—Si tú lo dices… —sonrió—. De todos modos, el lugar es horrible.
El maître acompañó a Drake hasta la mesa. El recién llegado era un hombre de unos treinta y cinco años, flaco, pero con barriguita y mofletes. Se sentó con gesto de reserva. Había hecho caso omiso de la invitación para que llevara a su esposa e iba solo. Desconfiaba. Su apretón de manos fue fláccido.
—Mi prometida —indicó Tom, presentando a Lucy. La expresión del congresista Drake daba a entender que ponía en tela de juicio la necesidad de que ella tuviera que estar presente en lo que debía ser una entrevista de negocios—. También es mi asociada —explicó Tom, disimulando perfectamente el desdén que le inspiraba aquel sujeto pequeño, de ojitos de zorro.
Lucy tenía razón en lo que decía de la política. Aquel hombre, que tenía un escaño en la Cámara de Representantes, era ruin, ruin de modales y ruin de aspiraciones. No podía sospechar cuáles eran las relaciones entre Tom y su hermana. De haber tenido un ápice de integridad, hubiera rechazado la invitación. Tom se preguntaba qué esperaría de él. ¿Un soborno? ¿Cuánto haría falta para salvar a Barbara? ¿O era demasiado tarde? Lucy decía que ya era tarde, puesto que el Congreso había votado el desacato. Entonces, ¿qué era? ¿Respeto por el dinero? En parte, desde luego. Drake estaba enterado de la influencia de Tom, influencia que el propio Tom apenas empezaba a calibrar. Lucy la conocía mucho mejor.
Tom sintió una oleada de orgullo por tener a Lucy a su lado. ¡Al diablo los que decían que no era atractiva! A él le gustaba. Era una mujer fuerte y, a su modo de ver, muy elegante y con mucha personalidad. No se habían acostado juntos ni tenido contacto físico; pero pensar en ello le excitaba como no le había excitado ninguna otra mujer desde hacía mucho tiempo.
Él pensaba en estas cosas mientras Lucy charlaba con el congresista. Tom pidió bebidas, whisky con agua para todos.
—Ante todo, quiero poner en claro una cosa —dijo Drake inesperadamente—. No puedo hacer absolutamente nada por su hermana. Demasiado tarde. Deseo que sepa usted que cuando el comité la citó yo ignoraba que fuera su hermana. El nombre era Barbara Cohen. Después descubrí quién era. Estuvo insolente y hostil, pero eso no tiene nada que ver. Lo que importa es que puede anular la acusación cuando ella quiera. Lo único que tiene que hacer es contestar a la pregunta y dar los nombres que le pedimos.
Antes de responder, Tom miró a Drake con gesto pensativo. Lucy observaba con interés, mientras se preguntaba cómo actuaría Tom. Por fin, éste dijo:
—Eso depende de mi hermana, ¿no?
Drake pareció sorprendido. Se limitó a asentir.
—Yo no siento un gran aprecio por mi hermana —repuso Tom con voz fría y sin emoción—. Es una mujer hecha y derecha y siempre ha obrado sin consultarme. Yo esperaba a que nos conociéramos un poco mejor, congresista, lo cual hubiéramos conseguido con un par de copas más, pero ya que usted se ha lanzado al agua, yo le seguiré. No le pedí esta entrevista para abogar por mi hermana. Quería hablarle de los Lavette porque me parece que, cuando usted decidió citar a mi hermana, sabía muy poco de nosotros.
Drake, ahora ya a la defensiva, insistió en que no conocía la identidad de Barbara.
—Desde luego —prosiguió Tom—. Pero eso ya es agua pasada. Lo que quiero que quede claro es esto. Soy el presidente y primer accionista del quinto grupo de empresas de este Estado. No me refiero únicamente al «Banco Seldon», sino a un conglomerado que llega a todos los rincones de California y más allá. No creo tener que decir mucho más. En otoño se presenta usted a la reelección. También se dice por ahí que le gustaría ser gobernador. Dudo mucho que el Partido Republicano pudiera elegir sin nuestra ayuda a un gobernador para California.
—No sé a estas alturas qué podría hacer yo por su hermana —dijo Drake, desvalido.
—Nada, lo comprendo. Es una lástima que se haya metido mi hermana de por medio. Pero vamos a hablar de los planes de usted, míster Drake.
Durante la hora siguiente, Tom y Lucy escucharon el ampuloso y autosuficiente monólogo de Norman Drake. Ellos iban dándole de comer y de beber, mientras elogiaban su sagacidad y patriotismo y él, a su vez, se deshacía en lacrimógenas disculpas por su ignorancia.
Finalmente, Tom y Lucy le acompañaron a su casa en el coche, pues estaba demasiado ebrio para conducir. Drake vivía en San Pablo y, cuando le dejaron, estaban exhaustos y, en lugar de regresar a Pacific Heights, decidieron pasar la noche en un hotel. Pidieron habitaciones separadas pero contiguas.
Tom, entusiasmado por la forma en que él y Lucy habían manipulado a Drake, nervioso como un colegial en su primera escapada y perfectamente descansado después del baño, se puso otra vez la camisa y el pantalón, ya que no tenía equipaje, y decidió ir a la habitación de Lucy. Pero ella se le adelantó. Le traía un fajo de revistas.
—Te traigo lectura por si no puedes dormir.
Le miraba con afecto e interés.
—Estás muy guapa —dijo él.
—Muchas gracias, aunque no sea verdad. Me impresionó tu manera de tratar a ese cerdito.
—No seas tan dura con él, Lucy. De ahora en adelante, será nuestro cerdito.
—¿De verdad no te importa lo que le ocurra a Barbara?
—¿Eso te escandaliza?
—No. No tengo ninguna simpatía por tu hermana. La verdad, la considero una pava sentimental. Pero lo que pienso de Drake no es para repetirlo. Es un personaje repugnante. ¿Realmente piensas que está destinado a grandes cosas?
—Si nosotros ayudamos a destinarle. No es una frase muy brillante, pero creo que cuadra.
—Una frase muy feliz.
—Será muy obediente y no creo que muerda la mano que le alimenta. En este momento siente remordimientos por lo de Barbara y no puedo convencerle de que en realidad a mí ese asunto me tiene sin cuidado. Aunque no estoy seguro de querer convencerle.
Lucy se echó en la cama.
—Ven aquí, Thomas —dijo.
—¡Oh!
Él se acercó a la cama y la miró.
—¿A ti te ha hecho el amor una mujer?
—Lucy, tengo treinta y seis años.
—Ah, sí, y tú has hecho el amor a las mujeres. Pero eso no es lo que yo te pregunto. ¿A ti te ha hecho el amor una mujer? —Alargó el brazo y le tomó una mano—. No contestes. Quítate esos ridículos pantalones y échate a mi lado.
De pronto, mientras se desabrochaba el pantalón, él notó que le temblaban las manos como a un adolescente en su primera aventura sexual. Lucy le sonreía. Su cara larga y angulosa tenía cierta belleza. Ella se quitó los zapatos y se desnudó. Era la primera vez que Tom la veía desnuda. Tenía un cuerpo esbelto, musculoso, de caderas estrechas y busto plano. Él temblaba de excitación. Ninguna mujer le había hecho reaccionar así. Por fin, acabó de desnudarse también.
—Échate —dijo ella, haciéndose a un lado—. Échate y olvídate de todo. —Él se tendió a su lado y ella empezó a acariciarle, a palpar y palmear su cuerpo, que temblaba al contacto de sus manos. Cuando él trató de responder, ella susurró—: No, no; éste es mío.
—¿Quieres que apague la luz?
—No; es mejor así.
Cuando él trató de tocarla, ella le apartó las manos, apretándoselas contra el colchón. En su pensamiento, él se veía como un prisionero, como una criatura mimada, y esta noción le causaba un intenso placer erótico; y cuando, por fin, ella se puso encima de él, dejando que su negro cabello le acariciara la cara, con sus pequeños senos colgando y una amplia sonrisa de triunfo en los labios, él culminó con una violencia que le sacudió todo el cuerpo y lo dejó yerto y alelado.
—Después, Lucy le dijo:
—Me parece que nos convenimos mutuamente, Thomas; pero ni yo pienso hacer de esposa celosa ni tú vas a hacer de marido celoso. Será un arreglo interesante.
Tres días después se casaron en San Francisco, en casa del padre de la novia. Puesto que para ambos eran segundas nupcias, la ceremonia fue íntima y sólo asistió la familia: Alvin Sommers, padre de la novia, muy viejo y arrugado, unos tíos de la novia, Dan y Jean Lavette y Barbara. Tácitamente, se acordó que Joe, el hermanastro de Tom, quedara excluido de la fiesta. En realidad, él y Tom ni siquiera se conocían. Alvin Sommers que, a la dimisión de Jean, ocupó la presidencia del «Banco Seldon» no cabía en sí de gozo por aquella boda; la perspectiva de que su familia volviera a controlar la respetable y creciente fortuna de los Seldon le hacía sonreír de júbilo geriátrico. Pero, aparte las alegrías financieras del anciano, la escasa concurrencia se mostró fría y apagada, y las efusiones se limitaron a unos corteses besitos al aire. La reunión se disolvió temprano. Dan y Jean llevaron con ellos a Barbara, para que tomara una copa en su casa y tener unos minutos de charla.
La semana anterior, Barbara había contratado a Anna Gómez, hija de Francis Gómez, el mecánico que se había quedado con el taller de Bernie, para que cuidara de la casa y de Sam. Anna era una muchacha agradable y de fiar, y Barbara la apreciaba; ahora, en que la muerte de Bernie, después de las primeras semanas de agudo dolor, había pasado a ser una realidad permanente y asumida, Barbara comprendía que necesitaba disponer de más tiempo, no sólo para su trabajo sino para organizarse su propia vida.
—¡Qué familia más rara la nuestra! —exclamó Barbara a Jean—. ¡Y qué boda más insípida y deprimente! No creo que pueda llegar a querer a Tom, pero le compadezco sinceramente, sobre todo, en sus momentos de alegría.
Dan les sirvió un coñac. Estaban sentados delante de la chimenea, en el salón de la casa de Russian Hill.
—Yo no le llamaría un momento de alegría —dijo Jean—. Aunque no será mucho peor que la mayoría de los matrimonios.
—Esa mujer es una barracuda —dijo Dan—. Aunque también Tom es bastante piraña.
Barbara se echó a reír.
—¡Bonito símil piscícola! Ya salió mi papá pescador.
—Yo estoy de acuerdo con Bobby —terció Jean—. Tom me da un poco de pena.
—Sabrá defenderse. ¿Sabéis lo de John Whittier?
—No. ¿Qué ha pasado?
—Que Tom le ha echado. Como ahora dispone de los votos de las acciones de Al Sommers, le ha hecho saltar. El viejo Grant Whittier debe de estar revolviéndose en su tumba.
—Pero ¿qué dices?
—Lo queseabas de oír. John Whittier ha saltado de la «Great Cal Shipping» que ahora se llama «GCS Corporation». Tom es su nuevo presidente.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Las noticias corren.
—Tom era su protegido. John le adoraba.
—No creo que John Whittier haya adorado nunca a nadie más que a John Whittier —dijo Barbara.
—Ya sé que tú le odiabas, Bobby, pero él quería a Tom. La idea de asociar el Banco a su Compañía partió de él. ¿Por qué habrá hecho eso Tom? John es viejo y está enfermo.
—Y Tom está impaciente —dijo Dan—. Pero no hay que llorar por John Whittier. Aún le quedan sus acciones y millones suficientes para vivir como un rey.
—¿Crees que habrá sido idea de Lucy?
—Es posible. Ella le ha dado la mayoría. Pero no subestimes a nuestro chico, Jeanie. Es todo un águila.
Un día, mientras jugaba con su hijo en Huntington Park y trataba de enseñarle lo divertido que era atrapar la pelota y volver a lanzarla, Barbara se dio cuenta de que estaba riendo de buena gana.
Había sucedido. La sensación de culpabilidad pasó en seguida. «No hay nada malo en reír», se dijo; pero, al mismo tiempo, estaba segura de que sentirse tan plenamente viva y alegre tenía que ser intrínsecamente pecaminoso. Pero ya había sucedido, y ella no era persona que se sumiera deliberadamente en la tristeza. No sabía cómo se hubiera sentido de no tener a Sam; pero la aterrorizaba la sola idea de que pudiera ocurrirle algo al niño. Sam representaba toda la cordura, toda la razón, toda la luz de su mundo. Ahora sabía que ya no tendría más hijos. Iba a cumplir treinta y cinco años, y aunque pudiera prolongar sus años de fertilidad, aunque estuviera dispuesta a sufrir otra cesárea, no podía pensar en otro matrimonio. Jean abordó el tema con sumo tacto, pero Barbara se negó a hablar de ello.
Pasara lo que pasara, tenía a su hijo, un año y siete meses, quince kilos, que caminaba aferrado a su dedo mientras ella empujaba el cochecito vacío que él desdeñaba ya. La vida continuaba, se renovaba. El sol salía todos los días; soplaba la brisa del Pacífico; era una frase hecha decir que la vida pertenece a los vivos, pero también era una verdad palmaria. Pasaban los tranvías pesadamente y con ruido sordo, y Sam los miraba contento. Cuando Barbara salía sin el cochecito, a pie los dos y, levantando al niño con un brazo, subía al tranvía, el pequeño chillaba de gozo. Barbara daba gracias a Dios por ser alta y fuerte; quince kilos no es un peso ligero. Recorrían todo el trayecto, de un extremo a otro de la línea y Sam gorgoteaba de placer cuando el tranvía coronaba la cuesta y se deslizaba por la pendiente hacia la Bahía que se abría a sus pies. Luego volvían a casa, y Barbara dejaba al niño con Anna mientras ella se sentaba a la máquina.
Estaba escribiendo otra vez, y en su trabajo apreciaba una mayor profundidad y un nuevo vigor. Barbara no era poco imaginativa; pero se sentía incapaz de escribir sobre lo que no había vivido y cuando ensayaba la pura ficción, notaba que su trabajo resultaba insulso y vacío. Aunque le resultaba difícil creer que un día irían a arrestarla y la someterían a juicio en virtud de algo que aún le parecía una pura aberración, el pensamiento no la abandonaba en ningún momento y Barbara sentía la imperiosa necesidad de terminar el libro antes de que ocurriera, si tenía que ocurrir.
Aquel libro se apartaba de la temática de los dos anteriores que trataban de sus experiencias vividas en París y Berlín antes de la guerra y de los años pasados en el norte de África, la India y Birmania. Su nueva novela era una historia de amor aparentemente simple, de un soldado que volvía de la guerra y se instalaba en San Francisco. Desde luego, su editor, que le había rogado encarecidamente que no diera al asunto un tratamiento político, podía estar tranquilo. Le resultó más difícil que cualquiera de sus libros anteriores, y tanto más por cuanto que la muerte de Bernie ocurrió cuando iba por la mitad del libro. Estuvo varias semanas sin poder escribir; ahora cada día avanzaba en el trabajo y estaba segura de que lo que hacía era bueno.
A primeros de julio, Barbara recibió una carta de Herb Goodman, de Israel. Incluía la foto de una tumba, una de muchas iguales que se veían detrás, en las simétricas hileras propias de los cementerios militares. Se le nubló la vista y sintió un nudo en la garganta al mirarla. Estuvo contemplando la foto largo rato, sin poder leer la carta.
Ésta no era larga:
Querida señora Cohen: He pensado que le agradaría tener esta foto de la tumba de Bernie. Está enterrado en un cementerio militar, en un monte cercano a Jerusalén, con otros hombres que cayeron luchando por una patria judía, hombres buenos y valientes. La próxima semana me caso con una sabra, que así se llama a los que han nacido en Israel. Hemos decidido que a nuestro primer hijo, tanto si es niño como niña, le llamaremos Bernie, no sólo porque yo le apreciara, sino porque fue de los mejores. El segundo se llamará Irv, por Irv Brodsky, que murió con Bernie. No sé lo que esto significará para usted, pero imagino que le gustará saberlo. Con la foto le mando un mapa con instrucciones para encontrar la tumba, por si un día viene a Israel y quiere visitarla. Ahora que la guerra ha terminado, los cementerios militares estarán bien atendidos y la tumba estará perfectamente cuidada. No sé qué más decirle, sino que le deseo todo lo mejor. Imagino lo que siente, porque el hermano de mi novia también murió en la guerra y aquí casi todo el mundo ha perdido a alguien. Esperemos que éste sea realmente el fin de la guerra.
Anna entró en la habitación y vio a Barbara llorando, con la carta en la mano.
—¿Malas noticias, señora?
—No; carta de un amigo de mi marido.
Pocos días después, Sally fue a San Francisco a ver a Barbara. Había dejado a la niña con Lola González, la esposa del compañero de dispensario de Joe.
—Tenía que marcharme —dijo a Barbara—. Allí me ahogaba, me consumía, me moría. Soy un desastre, Bobby. No tengo paciencia, y como ama de casa soy una calamidad y hago muy desgraciado al pobre Joe, que es un persona estupenda, maravillosa, que merece algo mucho mejor que yo. Además, estoy desesperada. ¿Puedo quedarme a dormir? Regresaré por la mañana.
—¿No vas a Higate a ver a tus padres?
—No puedo ir allí. Ellos viven felices y contentos, y lo único que les interesa es su precioso vino. Y tampoco puedo soportar estar con Eloise que lo único que le pide a la vida es ser una organización al servicio de mi hermano Adam. ¡Oh, Bobby, estoy desesperada!
—De acuerdo —aceptó Barbara—. Puedes quedarte a dormir, desde luego. Sube al cuarto de huéspedes, guarda tus cosas y toma un buen baño caliente que es la mejor medicina que conozco para las diversas clases de desesperación. Luego cenaremos y charlaremos.
Durante la cena, Barbara dijo:
—Sally, deja ya de tratar de explicar que Joe es una especie de santo de escayola y dime qué ocurre. Joe es mi hermano; pero a ti te quiero mucho, créeme.
—¿De verdad, Bobby, de verdad?
«¡Qué muchacha tan extraña! —pensó Barbara—. Tiene la cara más asombrosa que he visto en mi vida. Un momento es la máscara de la tragedia, y al momento siguiente es la de un divino payaso, con esa boca grande, esos ojos de un azul pálido increíble, y ese pelo tan rubio y largo. Tendría que cambiar de peinado. Pero para decidirse a cortarlo tendría que madurar».
—Sí, mujer.
—Tú sabes lo enamoradísima que yo estaba de Joe…
—No creo…
—¡Bobby!
—Estabas enamorada, sí; pero ¿de Joe? ¿No estarías sólo enamorada?
—No lo sé, Bobby. Pero estoy harta. Quiero mucho a la niña, sí… casi siempre. Es una preciosidad. Pero ¿quién soy yo? ¿Qué soy? Aquella casa me deprime un horror. Cuando Joe llega a casa está tan cansado que no puede ni hablar y cuando hablamos no tenemos de qué. Cuando le leo mis versos él hace como que escucha, pero no. Un día se quedó dormido a media poesía. Nunca hace nada cruel ni mezquino, sé que vive entregado al dispensario. Si tuviera un consultorio particular, podría ganar el dinero a montones. Dicen que es uno de los mejores cirujanos de Los Angeles y hay cirujanos que no tienen ni la mitad de pericia que él y ganan más de cien mil al año y viven en esas grandes mansiones de Beverly Hills…
—¿Y eso es lo que quieres, Sally, dinero y una mansión en Beverly Hills?
—Ya sabes que no es eso, Bobby. Sólo dinero suficiente para tener a alguien que cuide de May Ling y un coche decente en lugar de esa cafetera. Por eso escribí el guión.
—¿Has escrito un guión?
—Lo de la poesía es casi como un servicio público. Me sentí tan contenta cuando me publicaron el libro de poesías. Cobré en concepto de derechos exactamente ochenta y seis dólares y por cada poesía que mando a un periódico o revista me dan diez o quince dólares. Así no hay forma de hacerse rico, ¿no te parece? Y cuando voy al cine y veo esas espantosas películas, estoy segura de que yo sabría hacerlo mejor. Conque he escrito esto. Lo traigo por si quieres leerlo, Bobby. No tardarás más de una hora.
—Pues claro que lo leeré —aceptó Barbara.
—Y luego, ¿sabes?, recuerdo que hace años Joe me dijo que tu padre había construido un yate para un director de Hollywood muy importante.
—Sí; se llamaba Alex Hargasey. Por cierto que vi una película suya hace cuatro meses. El frenesí del deseo se llamaba, ¿o no?
—Ése es el hombre. Si Dan quisiera hacerme el favor de llamarle para pedirle que me recibiera…
—Estoy segura de que lo hará —dijo Barbara—. Luego lo leeré.
El guión no entusiasmó a Barbara.
Lo encontró sensiblero, cursi y carente de impacto dramático. Dijo a Sally:
—La verdad es que yo no entiendo. Es el primer guión de cine que leo en mi vida y no tengo ni la más remota idea de las limitaciones ni de las normas que rigen en esto.
—Pero ¿te ha gustado? Como simple lectora.
Barbara recordaba que hacía muchos años cuando vivía con Dan y May Ling en Westwood y trataba de escribir su primer libro dio a leer varias páginas a May Ling que se mostró sincera e implacable. Aquellas páginas volaron en pedazos y, tras un breve enfado con May Ling, Barbara volvió a empezar su libro, con mejor fortuna esta vez. Pero no podía hacerle eso a Sally. Ella era incapaz de juzgar un guión de cine con una óptica profesional; pero, además, era evidente que Sally estaba alterada.
—Sí; me ha gustado —mintió Barbara tristemente.
—¡Oh, cuánto me alegro, Bobby! ¿Y dirás a Dan que hable con Mr. Hargasey?
—Sí.
Sally se puso en pie de un salto, corrió hacia Barbara y la besó.
—¡Oh, cómo te quiero, Bobby! ¿Y qué me dices de Billy Clawson?
La pregunta era totalmente inesperada.
—¿Qué le pasa?
—Me parece que está enamorado de mí.
A esto Barbara no supo qué responder. Se quedó mirando fijamente a Sally hasta que ésta, incómoda, insistió:
—¿No me has oído? Digo que me parece que Billy Clawson está enamorado de mí.
—Eres la criatura más asombrosa…
—Sé lo que piensas —dijo Sally—. Todos opinan que Billy es un inútil y, algunos, que es homosexual. Pero eso es porque en realidad es incapaz de comunicarse con la gente y por ese complejo de Jesucristo. Quiero decir que a veces parece que se cree Jesucristo y vive en un cuartucho amueblado del barrio y friega los suelos y hace de enfermero en el dispensario…
—¡Un momento! —gritó Barbara—. Sally, ¿quieres callar un momento para que pueda coordinar mis ideas?
Sally suspiró y dijo:
—Está bien, no te pongas así. ¿Qué es lo que he dicho?
—Nada, nada. Ya estaba enterada de lo de Billy Clawson. Me lo dijo Joe. Sé lo que hace en Los Angeles. De Billy personalmente no sé nada. No hemos cruzado más de diez palabras. Pero es hermano de Eloise y a Eloise la quiero tanto como a ti. Os quiero a las dos, aunque reconozco que tú estás completamente loca.
—¡Oh, eso no es justo!
—Quizá no. Pero dime, Sally, ¿tienes un lío con él? También puedes decir que eso a mí no me importa. En realidad, no sé cómo me he metido en esto.
—¡Por todos los santos! ¡Pues claro que no!
—Entonces, ¿qué? ¿Te ha dicho que te quiere?
—No. Es un conejito asustado. Él nunca me diría una cosa así.
—¿Tú le quieres?
—No.
Barbara se puso en pie y empezó a pasear por la habitación.
—No comprendo por qué me cuentas esto, Sally. No es que quiera inhibirme, pero comprende que me pones en una situación muy delicada. Soy hermana de Joe. No sé qué decirte. La verdad es que tampoco conozco ya muy bien a Joe. Antes de que se alistara en el Ejército nos comprendíamos muy bien; pero él ha cambiado. Me doy cuenta de lo que te pasa, pero no puedo ayudarte.
Sally se acercó a Barbara y la abrazó.
—¡Pobre Bobby! Soy una egoísta. Después de todo lo que has sufrido, sólo te faltaba que yo viniera a desahogar mis penas contigo.
—Está bien —murmuró Barbara.
—No, no lo está; nada está bien. El mundo entero está desquiciado. Tú encuentras a Bernie después de todos esos años, y él se va, lo matan y ahora esos cerdos hacen su numerito contigo. Nada está bien.
Se dejó caer en una silla y se echó a llorar. Barbara la miró tristemente.
Stephan Cassala se quedó asombrado del magnífico aspecto que tenía Dan el día en que volvió a su despacho de Jack London Square, en Oakland. Estaba más delgado y tenía todo el pelo blanco, pero lucía un magnífico bronceado por las horas pasadas al sol en la terraza de la casa de Russian Hill y parecía encontrarse en plena forma. Dan había estado demorando la vuelta al trabajo. Por primera vez en su vida se sentía a gusto sin hacer nada. Le bastaba la compañía de Jean. Un día, sentados los dos en la terraza, le dijo:
—Jeanie, te miro y todavía no estoy seguro de tenerte.
—Eso es lo bueno, ¿no?
—¿Qué? ¡Ah, quizá! Pero al cabo de cuarenta años…
—Todavía no son cuarenta.
—Bueno, casi. Después de tanto tiempo, ya tendría que estar seguro de conocerte. Pero no; te miro y, sin darme cuenta, empiezo a pensar en la forma de instalarme en lo alto de la colina y casarme con la hija de Tom Seldon.
—Pues ya te has casado con ella. Dos veces.
—Es verdad. Sí, es verdad.
Ahora estaba de vuelta en la oficina, sin demasiadas ganas de sentarse detrás de su escritorio, paseando inquieto mientras Stephan Cassala le observaba.
—¿Cómo te encuentras, Dan? —le preguntó éste con cautela.
—Muy bien. Será que eso de ver de cerca a la muerte te hace sentirte más vivo. Luego, si consigues darle esquinazo, te consideras un tío con suerte. Supongo que yo la he tenido. ¿Cómo van las cosas?
—Estamos ganando dinero.
—De eso se trata, ¿no? Pero ojalá me interesaran esas cosas. —Se sentó detrás de la mesa y miró a Cassala—. Lo malo, Steve, es que ya no le veo la gracia. No me interesa. No hace falta que te diga cuál ha sido mi vida. Tú has estado siempre a mi lado.
—Sí; siempre juntos, Danny.
—¿Y qué buscaba yo? Mira, durante estas semanas, casi no he hecho más que tumbarme en la terraza a leer. Y Jean no se separaba de mi lado. Yo le decía que saliera y se ocupara de sus cosas, pero ella apenas se movía de allí. Luego, yo me preguntaba: ¿quién diablos es Dan Lavette? ¿Qué quiere? Bueno, quise a Jean y la conseguí, en cierto modo. Después quise a May Ling y la tuve mientras vivió. Ahora vuelvo a tener a Jean y eso es lo que más me importa. La Compañía, ya no.
—Puedes retirarte, Danny, si lo deseas. Yo puedo llevarla solo.
—Es lo que has estado haciendo. —Dan miró el calendario de sobremesa—. ¿Qué es eso?
—Tom llamó para saber si habías vuelto. Vendrá a verte esta tarde. Le cité a las tres. Antes podríamos almorzar juntos tú y yo y hablar de varias cosas.
—¿Qué hay del senador Claybourne?
—El Congreso termina las sesiones a finales de semana y entonces regresará a San Francisco. Dice que estará encantado de recibirte.
—¿Cómo estuvo?
—Cordial. Contribuimos con diez mil dólares a su campaña, de modo que está en deuda con nosotros.
—Yo no te daría ni diez centavos por el agradecimiento de esos malditos políticos. Venden cuando el precio les conviene y cuando nadie puede controlar sus movimientos. En los viejos tiempos, cuando operábamos desde Nueva York y Jimmy Walker era alcalde, llevaban el negocio desde Tamany Hall. Se hacía con todas las de la ley. Tenían una tarifa impresa en ciclostil en la que figuraban todos los crímenes que puedas imaginar, empezando por el asesinato a quinientos dólares. Claro que era la época de la depresión y los precios eran bajos. Pero el soborno a precio fijo resulta más decente. ¿A ti te parece que eso tiene sentido, Steve?
—Imagino que sí, en cierto modo.
—¿Ha dicho Tom por qué quiere verme?
—No.
—¿Qué opinas de él?
—Que es influyente.
—No seas tan cauto.
—Es tu hijo, Dan.
—Sí, ¿verdad?
Después del almuerzo, Dan se sentía cansado. Había comido demasiado. Kellman le había puesto un régimen; pero, lejos de Jean y en un restaurante italiano en compañía de Cassala, Dan no pudo resistir la tentación de saltárselo. Se hinchó de espaghettis y ternera y, al terminar, su moral acabó de desmoronarse y Dan pidió un cigarro al camarero. Por fortuna, en el restaurante no tenían más que una sola caja de tabaco del país, por lo que Dan pudo rechazarla sin gran sacrificio. A las dos y media estaba de regreso en la oficina. El primer día y ya estaba aburrido, indiferente.
Se puso a dibujar un barco en su bloc de notas. En el hospital, Jean se mostró dispuesta a acompañarle a explorar la bahía en el barco de sus sueños. Ahora se preguntó si ella habría cambiado de parecer. A Jean no le gustaban las embarcaciones pequeñas. ¿Acaso porque simbolizaban al pescador con el que se había casado? Quizás esto también hubiera cambiado, como tantas cosas. Dibujó una yola y luego eliminó el segundo mástil. Un solo palo, hasta que pudiera enseñarla a navegar. Cerró los ojos e imaginó a Jean con un pantalón de algodón blanco subido hasta las rodillas, un jersey a rayas y la melena al viento. Al pensar en ella aún sentía el vértigo del deseo. «Tiene cincuenta y ocho años y es como si esta mañana la hubiera visto por primera vez», pensó. Añoró el sentimiento de culpabilidad. Sabía que mientras vivió con May Ling no había podido olvidar a Jean. Había leído no sabía dónde que la escueta verdad de lo que se ha dado en llamar el amor romántico es, sencillamente, la ilusión de que el ser amado posee aquello que nos hace falta. Eso podía decirse de las dos mujeres que habían compartido su vida. Se preguntó si los demás hombres serían como él, si también necesitarían a una mujer para sentirse completos.
Se quedó dormido sin darse cuenta. Le despertó el zumbido del intercomunicador. Su secretaria le dijo que su hijo acababa de llegar.
—Que pase —dijo Dan.
Tom entró en el despacho andando con aplomo. «Al fin y al cabo —pensó Dan—, ya no somos dos extraños. En veinte años habremos hablado tres veces: en el hospital, en la boda y ahora».
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Tom, tras estrecharse las manos.
—Bastante bien. Como antes, más o menos. No me parece haber tenido un ataque al corazón.
—Me alegro.
—¿Qué tal el viaje?
—Corto. No puedo apartarme de esto. La verdad es que me divierte más hacer lo que hago que andar por ahí. A Lucy le ocurre lo mismo.
—Es bueno que al hombre le guste su trabajo —dijo Dan.
—¿Te gusta a ti?
—¿A mí? ¿Si me gusta mi trabajo?
Dan miró a su hijo, pensativo. Hasta entonces, en todas sus conversaciones, Tom había evitado llamarle «padre», «papá» o, simplemente, «Dan». Era como si se hubiera trazado una línea de la que no quisiera pasar. ¿O quizás una vez…? En la boda no, desde luego, fue en el hospital, en su primera entrevista. Dan trataba de recordar mientras miraba a aquel hombre alto y bien parecido que era su hijo. Desde luego, se parecía a Jean, era todo un Seldon. Y, mientras miraba los rasgos físicos del hombre que tenía delante, Dan pensó de pronto: «Si yo tuviera un hijo así…». Pero no; ya era tarde. Tarde para todo, salvo para la cortesía. De todos modos, era algo.
—¿Decías…? —preguntó Dan.
—Si te gusta tu trabajo, dirigir esta línea marítima.
—Es lo único que sé hacer, lo único que entiendo, barcos y navegación. Durante sesenta años no he aprendido nada más. Aunque no es precisamente la Cunard. Operamos con siete petroleros, cuatro de ellos con bandera liberiana. Son buenos barcos y tenemos buenos contratos.
—Pero ¿a ti te gusta?
—No, no mucho. Todo esto empieza a aburrirme, Tom.
—Me alegra oír eso.
—¿Por qué?
—Porque quiero comprar tu Compañía —contestó Tom bruscamente.
Luego se arrellanó en el sillón y se quedó observando a Dan y esperando.
Dan miraba a su hijo sin pestañear. Tardó casi un minuto en responder. La proposición de Tom era totalmente inesperada. No estaba preparado para oír aquello. No pensó que alguien pudiera comprar la Compañía y, mucho menos, su hijo. Finalmente, inquirió:
—¿Hablas en serio?
—Ahora lo veremos —dijo Tom con calma—. Tenéis siete petroleros de dieciséis mil setecientas toneladas de desplazamiento. Fueron construidos en mil novecientos cuarenta y cinco para la Comisión Naval, por lo que son prácticamente nuevos y, además, muy buenos barcos. Tienes contratos con la «Orpheum Oil» y la «Coonstown Oil». Dispones de instalaciones portuarias aquí en Oakland, en Honolulú, en Galveston y en Long Beach. Eres dueño de este edificio y de tres depósitos en Honolulú. Me interesan muy especialmente tus negociaciones con la «Freeway Oil» de Hawai. La compré la semana pasada. Opino que en las Islas está el núcleo de los grandes negocios petrolíferos y supongo que tú estarás de acuerdo conmigo, puesto que les propusiste hace tiempo la fusión.
—Ya veo que traes bien aprendida la lección —dijo Dan.
—Me gusta saber por dónde voy. Hoy en día sólo hay un negocio que merezca la pena y es el petróleo. Whittier era corto y no supo verlo. Lo único que a él le interesaba era la carga seca. Teníamos un petrolero que se incendió y eso le hizo tomarles miedo. Es verdad que ando detrás de los petroleros; pero eso no es más que el principio. Tengo contactos en Alemania. Están reconstruyendo los astilleros y me mandaron los planos de un petrolero de treinta mil toneladas, doscientos veinte metros de eslora y veintinueve de manga y cala once metros a plena carga. ¿Qué te parece?
—Que debe de ser todo un señor barco. —Dan sintió un cosquilleo en la piel al verse a sí mismo con una flota de petroleros como aquél, pero fue una sensación pasajera—. Por el tamaño, como un gran transatlántico. ¿Tú crees que pueda ser práctico?
—Sí; he pedido dos. Además, tengo en arriendo tres mil hectáreas de terreno en Texas. Sondeos. Ahora comprenderás por qué necesito tus petroleros.
—Sí.
Dan volvió a guardar silencio.
—¿Bien?
—¿Cuánto ofreces? —preguntó Dan.
—Sé lo que pagaste por los barcos. Fueron una ganga. Pero ya pasó la época de las gangas. Te daría diez millones por todo. En efectivo, en acciones de la «GCS» o mitad y mitad. Creo que es un buen precio. ¿Qué dices?
—Es un buen precio —dijo Dan lentamente—. Deja que lo piense. Te contestaré dentro de unos días.
Se estrecharon las manos y Tom se fue. Durante los quince minutos siguientes, Dan permaneció sentado, mirando el dibujo del balandro. Luego llamó a Cassala a su despacho.
—¿Cómo fue la entrevista? —preguntó Cassala.
—¿Sabes por qué ha venido, Steve? Quiere comprarnos la Compañía.
—¡Caramba!
—Por diez millones de dólares. Mi hijo no se anda por las ramas.
—¿Qué le has dicho?
—Que lo pensaría. Ante todo, vamos a hablar claro. Cuando viniste, yo te di el diez por ciento. Si se hace la operación, tú te irás con un millón limpio.
—¡Pero Dan, no es posible que hables en serio! ¿Qué harías tú?
—Tal vez nada. Coleccionar sellos. Viajar con Jean. Construir el barco con el que siempre soñé. Estoy cansado de esto, Steve, ha dejado de interesarme. Nada me importa. Tengo dinero suficiente. No me interesa. Desde luego, las hipotecas y los préstamos saldrán de mis nueve millones. Todavía me quedarán más de tres millones que, incluso después de deducir los impuestos, es más de lo que puedo gastar. Por otra parte, Jean no es pobre. Y tú tendrás, deducidos impuestos, tres cuartos de millón. Suficientes para que te dediques a gozar de la vida. Ya sé que te hago una jugarreta, pero ¡caray!, quiero dejarlo.
Cassala se dejó caer en un sillón y se quedó mirando al suelo. Cuando levantó la mirada, tenía lágrimas en los ojos.
—Tú no me haces una jugarreta, Danny. Hace tres años, cuando me llamaste, me salvaste la vida. Ahora voy a ser rico, aunque no sé si eso tiene ya importancia. Pero… no sé, recuerdo los viejos tiempos cuando papá me decía: «Stephan, Dan es tu hermano». Creí que seguiríamos juntos unos años por lo menos.
—Steve, entre nosotros todo seguirá igual. Tú eres el único que queda de la vieja guardia. Todos los demás se han ido.
Derick Claybourne tenía aspecto de senador de los Estados Unidos o, por lo menos, de un senador de los Estados Unidos de los años veinte o treinta. Después de la guerra, empezaba a quedar un poco anticuado. Los senadores ya no eran gordos ni usaban corbatín, sombrero de ala ancha ni traje de sarga negra; pero éstos eran los distintivos de Claybourne y él no los abandonaba; tan característicos como su voz de papel de lija o su cigarro. Ofreció uno de éstos a Dan.
—Setenta y cinco centavos de auténtico habano, Danny. Adelante.
—Muchas gracias, senador; pero lo he dejado. Órdenes del médico.
—¡Y qué saben ellos! Yo tuve mi infarto hace seis años. ¿Te parece que estoy peor por fumar? Estas delicias me mantienen en forma.
—Yo no tengo su fortaleza, senador.
—¡Qué diantre, si no se vive bien, no se piensa bien! Danny, tú me caes bien, desde el primer día. Hace casi veinte años que Al Smith me dijo que fuera a verte, de modo que no necesitas gastar saliva para convencerme. Lo triste es que no puedo hacer nada. Tu hija se ha metido en un buen atolladero. No creas que esos cabritos engreídos del comité de la Cámara me caen mejor que a ti, ¡qué diantre!, pero son la nueva ola. No me preguntes cómo ha podido ocurrir. Todo empezó con esa estúpida orden de Truman por la que se exige a todos los funcionarios federales un juramento de lealtad. Después vino el desmadre. Hasta el último chupatintas empezó a imprimir juramentos de lealtad en su maldito ciclostil, y luego siguieron las escuelas, los colegios universitarios, los jefazos de Hollywood y, ¡por los clavos de Cristo!, hemos llegado a un extremo en que los que mandan son esos berzas del comité y Mr. J. Edgar Hoover. Hay un clima de miedo —dijo lentamente, arrastrando las sílabas—, un clima de miedo, Danny.
—¿Quieres decir que tienes miedo, Derick?
—¿De qué cuernos voy a tenerlo? Soy senador de los Estados Unidos. Pero no hago componendas, Danny, tú lo sabes. No voy a engañarte, se hacen componendas y muchas. Sé de un congresista que se saca diez mil a la semana. No hay trapicheo en el que no se meta. Pero nadie se atreve a tocar nada que huela a rojo. Tienen miedo. El senador McCarthy se ha desmandado y nadie se atreve a pararle los pies. Ni yo mismo. De todos modos, no hay forma de arreglar esto. Tendrías que hablar con el fiscal general y Tom Clark no te escucharía, tratándose de un asunto de esta índole.
—Es amigo tuyo, ¿no?
—No hay nada que hacer, Danny. Quizá se hubiera podido intentar algo antes de que la Cámara lo sometiera a votación; pero ahora ha pasado al Departamento de Justicia. Y allí también se andan con pies de plomo. Mr. J. Edgar Hoover les tiene cagados de miedo y todos van derechos como husos. Ya sé que Barbara no es comunista, Danny, pero ¿por qué no le da la gana de responder a esa dichosa pregunta para que pueda retirarse la acusación?
—No la educamos debidamente —respondió Dan con amargura.
—Tiene sentido del honor —reconoció magnánimamente el senador—. La verdad, Danny, es que hoy en día no puede uno permitirse tener sentido del honor. Tú ya sabes lo que yo opino acerca de esas llamadas cazas de brujas, pero ¡qué diantre!, en lo internacional estamos empeñados en una lucha a vida o muerte. Una lucha a vida o muerte.
—¿Y lo que pueda ocurrirle a mi hija favorece la seguridad internacional? ¿Así es como tú lo ves?
—Danny, ya te he dicho lo que yo veo. No puedo hacer nada.
Aquella noche. Barbara cenó en casa de sus padres. Parecía más interesada en los platos que había preparado Jean que en el fracaso de la gestión de su padre cerca del senador Claybourne.
—No tiene importancia, papá —dijo—. Te quiero mucho y agradezco lo que tratas de hacer por mí, pero preferiría que lo dejaras. Es un plato que yo he guisado y que yo tengo que comer. Aunque reconozco que no sabe tan bien como esto. ¿Qué es?
—Pasta con ricotta: espinacas, queso, ricotta, huevos, perejil y pasta. Un plato de alta cocina italiana.
—No tan alta —dijo Dan—. Yo lo he comido en «Gino's».
—Eso sí que no —replicó Barbara—. Está delicioso. Eres fantástica —dijo a su madre—. Continuamente me sorprendes. Cuando éramos niños, ¿alguna vez guisaste para nosotros?
—Eso no te incumbe —replicó Jean—. Aunque la verdad es que no. La primera vez que lo intenté fue la noche en que tu padre recibió el premio de la Comisión Naval. Le traje a casa y preparé huevos revueltos y tostadas. En realidad, no tiene mucho mérito. Te compras un buen libro de cocina y sigues las instrucciones. Aunque hay que ser rico.
—¿Por qué?
—Porque las tres primeras veces tienen que tirarlo y a la cuarta ya resulta comestible. Pero no creas que me he regenerado, Bobby. Odio la cocina, y la próxima semana empezaré a buscar cocinera. No soy tan distinta de la muchacha que tu padre cortejaba hace treinta y ocho años. ¡Ojalá lo fuera! Entonces quizá comprendiera por qué haces eso.
—Ya hemos hablado muchas veces de este asunto.
—Sí, y me parece que podría adivinar quiénes son esas dieciocho personas. No les ocurriría nada. No hicieron nada malo. Sólo dieron dinero para una causa que les pareció justa.
—A decir verdad, ellos tienen muy poco que ver en este asunto —dijo Barbara—. Es algo entre mi Dios y yo, quienquiera que sea mi Dios. Yo tengo que seguir viviendo con mi conciencia.
—¿Es Tom uno de ellos? —preguntó Dan.
—¿Lo preguntas en serio, papá?
—Naturalmente.
—No; no lo es. Es mi hermano y, sin duda, le aprecio; pero no creo que tenga sangre en las venas.
—¿No eres muy severa con él?
—Procuro no serlo. No es fácil. En cierto modo, para ti Tom es como una nueva amistad. Sólo ha sido hijo tuyo desde que estuviste enfermo; pero hace muchos años que es hermano mío y no es que sea mala persona, vil o canallesco, no; sencillamente, tiene la suerte de carecer del sentido del bien y del mal. Tal vez eso sea lo que se llama una personalidad psicópata. De todos modos, es un síndrome que hoy en día está muy extendido en América.
—Ojalá pudiera decir que te equivocas —repuso Dan tristemente.
—Bobby ha pasado unos meses muy malos —le dijo Jean—; comprendo que sienta amargura. Pero las cosas no son o blancas o negras, hija. Tom ha comprado la línea marítima de Dan. Hizo una oferta muy interesante y la operación ya se ha cerrado.
—¿Y lo has vendido todo? —preguntó Barbara a su padre—. ¿Por qué?
—Porque estaba harto. Perdí el interés. Y él lo deseaba tanto… Quizá tengas razón en lo que dices de él, Bobby, pero es mi hijo y es la primera vez en mi vida que me pedía algo. Quería esos siete petroleros como un niño una bicicleta nueva. La comparación es tonta, pero se ajusta al caso.
—¿Y qué harás ahora?
Dan se encogió de hombros.
—Buscaré algo. Quizá me dedique a conocer a tu madre. Ya es hora de que salgamos a trotar por ahí los dos. No somos tan viejos.
Barbara acababa de dar el desayuno a Sam y estaba vistiéndole para su paseo matinal cuando llamaron a la puerta.
—Termina tú, Anna —dijo—. Yo abriré.
Dejó a Anna poniendo el jersey al niño y ella bajó a abrir.
El que llamaba era un hombre bajo y grueso, con traje oscuro.
—¿Mrs. Barbara Cohen? —preguntó.
—Sí.
Él sacó una carterita de piel y la abrió para mostrarle una placa y una tarjeta de identidad.
—Simmons, oficial de los tribunales de los Estados Unidos. Traigo una orden de arresto contra usted.
Hacía semanas que Barbara esperaba que esto ocurriera; no obstante, la impresionó vivamente. Tardó bastante en reaccionar y hacerse a la idea de que ya había ocurrido.
—Haga el favor de pasar —dijo con toda la calma de que era capaz—. He de llamar por teléfono y en seguida estoy con usted. Tengo un niño pequeño y es preciso que deje instrucciones. ¿Adónde me llevará? —Al oír su propia voz, la escena le parecía irreal. ¿Así actuaba la gente cuando la arrestaban?—. ¿No quiere sentarse? —preguntó al hombre.
Él la miró con extrañeza y movió la cabeza negativamente, miró la habitación y luego otra vez a ella.
—Supongo que puede usted tomarse unos minutos. Luego, iremos al juzgado federal de la Séptima, esquina Mission.
Barbara subió a la habitación de Sam y dijo a Anna que estaría unas horas fuera de casa.
—Llévalo a Huntington Park, Anna, pero por lo que más quieras, no lo sueltes. Últimamente, está muy travieso y retozón. Será mejor que le pongas los tirantes. Él se enfadará, pero yo estaré más tranquila. Si no he vuelto a mediodía, le das la comida: un huevo pasado por agua, una rebanada de pan y fruta.
Luego, bajó la escalera y llamó al despacho de Harvey Baxter.
Baxter no estaba, pero se puso al teléfono Boyd Kimmelman.
—Tranquila, Mrs. Cohen —dijo—. Por Dios, no se asuste. Se trata de un simple trámite. Vaya usted con él, y cuando lleguen al juzgado, yo ya estaré allí. No va a la cárcel ni mucho menos, y estoy seguro de que a mediodía ya estará en casa.
Ella le dio las gracias. Simmons miraba el reloj.
—¿Me pone las esposas, Mr. Simmons? —preguntó Barbara.
—No es necesario. Aquí está la orden —dijo, mostrándole un papel doblado.
—Acepto su palabra. Voy a buscar un jersey.
El coche del oficial estaba delante de la casa. Era negro, con el escudo nacional en la matrícula. Barbara se preguntó si el negro era obligado para el servicio oficial: coche, traje y corbata o era, simplemente, un símbolo con el que se trataba de anunciar a la víctima lo que le esperaba. Sólo tardaron unos minutos en llegar al juzgado, y cuando el coche se detuvo delante de la puerta, Kimmelman saltó de un taxi y corrió a su encuentro.
—Soy Boyd Kimmelman —dijo al oficial—, el abogado de Mrs. Cohen. La semana pasada hablé con el juez Fremont y él dijo que cuando llegara la orden podíamos entrar a verle directamente para depositar la fianza. Ahora está en su despacho.
—Es que… —el oficial titubeaba—. No es el trámite normal. Hay que inscribirla en el registro según el procedimiento normal.
—Oficial, si el juez Fremont lo dice, es procedimiento normal. Si le digo al juez que ha desobedecido usted una orden judicial…
—¿Una orden judicial?
—Una orden judicial la dicta el juez, oficial.
A regañadientes, el oficial consintió que Kimmelman los llevara directamente al despacho del juez Fremont. Fremont era un hombre de unos sesenta años, mejillas sonrosadas, cabello blanco y ojos picaros que miró a Barbara con franca admiración y despidió al oficial con un ademán.
—Deje aquí la orden —dijo—. Yo me encargo de que la prisionera no escape. —Cuando el oficial salió, el juez dijo a Barbara—: Si tuviera veinte años menos, incluso diez, yo mismo la ayudaría a escapar. A cambio de favores, claro. No me mire de ese modo. Soy un viejo verde impenitente. En realidad —dijo dirigiéndose a Kimmelman—, esta preciosidad no es una desconocida para mí. Yo estudié con Sam Goldberg y Adam Benchly antes del terremoto. Goldberg y Benchly… hoy en día ya no se hacen abogados así. —Y a Barbara—: Sam me hablaba mucho de usted, la hija terrible de Dan Lavette. Eso era en el treinta y cuatro, cuando usted militaba con Harry Bridges. Sam la quería como a la niña de sus ojos. Usted fue el último amor del viejo. ¿No lo sabía? —preguntó, al ver la expresión de Barbara—. Hijita, genio y figura… En fin, me parece que me he salido del tema. Me gusta usted, jovencita. Tiene coraje, algo que hoy en día no se estila. Me recuerda los viejos tiempos, pero los viejos tiempos ya se fueron, ¿verdad? —Se volvió de nuevo hacia Kimmelman—. Puede irse a su casa, Boyd. ¡Fianza! —gruñó—. ¡Fianza, por vida de…! ¿Qué mosca les ha picado a los de Washington? ¿Es que se han vuelto todos locos? La dejo en libertad bajo su propia responsabilidad, y cuando vaya a juicio esta majadería, si es que va, tú se lo notificarás para que se presente.
En el corredor, Kimmelman dijo:
—¿Qué le ha parecido, Mrs. Cohen?
—Simpatiquísimo. Y, Boyd, creo que ya es hora de que me llame Barbara.
—Está bien… Barbara.
—Me echaría a llorar. Ha estado tan amable y cariñoso… No tengo que preocuparme, ¿verdad, Boyd?
—¿A qué se refiere?
—Quiero decir que cuando me juzguen, pase lo que pase, no es fácil que el juez Fremont me mande a la cárcel, ¿verdad?
—No. Pero, Barbara, creo que será mejor que lo sepa cuanto antes. El juicio no se celebrará en este distrito federal. Ni en California. Se celebrará en el distrito de Columbia porque el delito se cometió en Washington.
—¡Oh, no!
—Lo siento. Barbara.
—¡Adiós mis ilusiones! ¿Cuándo tendré que ir y para cuánto tiempo?
—Es difícil decir cuándo. Podría ser mañana, aunque no es probable, y podría ser dentro de un mes. Depende de cómo programen y del número de casos. ¿Cuánto tiempo? El juicio no puede durar más de tres o, a lo sumo, cuatro días. Pero ahí no acaba la cosa. Quiero decir que no vaya a creer que, si pierde y la sentencian, tendrá que ir directamente a presidido. Nos queda el tribunal de apelación y, si encontramos una cuestión constitucional, aún nos queda el tribunal supremo. Todo eso podría llevarnos otro año. Siempre suponiendo que pierda. Pero no vamos a juicio para perder. Vamos para ganar. Otra cosa. Pensamos que debe tener a su lado a un abogado defensor de categoría como el juez Fredericks. Es un antiguo amigo de su padre. Sería conveniente que Mr. Lavette fuese a verle para pedirle que se haga cargo del caso. ¿Se lo dirá a su padre?
—Se lo diré —respondió Barbara.
El juez James Fredericks, retirado, pertenecía al pequeño círculo de San Francisco llamado de los Primeros Colonizadores, lo cual significaba que su abuelo Big Bo Fredericks, fue juez de paz en el San Francisco de 1852. Había llegado tres años antes, en el California, vapor de rueda de la «Pacific Mail Steamship Company» en el que se embarcó, junto con varios centenares más de ávidos buscadores de oro, en la costa occidental de Panamá. Dado que no tuvo suerte en las minas de oro, optó por el salario fijo de juez de paz en la trepidante ciudad que en tres años había pasado de los ochocientos a los cuarenta mil habitantes. Ahora, casi cien años después, su nieto residía en una casa de estilo Tudor cubierta de hiedra en Pacific Heights, coleccionaba cerámicas chinas, daba alguna que otra conferencia y redactaba sosegadamente la historia del sistema judicial de California. Era un hombre delgado, de aspecto aristocrático, con su fino pelito blanco peinado en banda sobre un cráneo largo y estrecho. Llevaba mucho tiempo trabajando en Derecho marítimo y conoció a Dan Lavette a través del almirante Land, cuando Dan construía buques de cabotaje en Terminal Island. Trató de mostrarse contento de ver a Dan. Hablaron de los viejos tiempos, de unas cosas y de otras y del caso de Barbara.
—Si me encargara del caso, Dan, sería bajo falsas pretensiones. No estoy capacitado. Hace más de treinta años que no actúo en tribunales. Soy un especialista en Derecho marítimo, sí, y he presidido muchos juicios, pero no estoy muy ducho que digamos en Derecho federal o constitucional. Quizás usted me respete, pero en Washington no sería más que un presuntuoso abogado de California haciendo ostentación de título. Allí no nos quieren. No sería ninguna ayuda, sino más bien todo lo contrario.
—No lo sé —dijo Dan—. Me cuesta trabajo creerlo. Hacia dondequiera que me vuelva, me encuentro con un muro ciego. Nadie quiere involucrarse, nadie… ¡Por todos los santos del cielo, que no se trata del secuestro del hijo de Lindbergh! Ni es un asesinato alevoso. Se trata de una mujer cabal que no quiere hacer de soplona. ¿Es antiamericano? ¿Es un delito? ¿Qué es lo que nos pasa?
—Comprendo lo que siente, Dan —admitió el juez Fredericks—. Pero usted da a entender que tengo miedo y en esto se equivoca. Ya no ejerzo y dispongo de medios de fortuna. No tengo miedo a nada ni a nadie, y ese comité no me inspira más que una viva repugnancia. Estoy tratando de ser franco con usted. ¿Lo ha sido usted conmigo?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Dan con frialdad.
—Quiero decir que viene usted a mí después de haber tomado sus medidas y eso es algo que me desconcierta.
—Me parece que será mejor que se explique.
—No sabe de qué le hablo.
—No, no lo sé.
—Bien. Ese desperdicio humano que nuestro Estado ha elegido para martirizar a la nación, es decir, el congresista Norman Drake, está a sueldo de las empresas Lavette. Les pertenece a ustedes en cuerpo y alma, eso suponiendo que la tenga. Hubiera podido, no ya impedir que este asunto fuera sometido a la votación del Congreso, sino pararlo incluso después. Sólo tenía que apuntar a los del Departamento de Justicia que el comité no deseaba que el caso llegara a los tribunales, y ahí hubiera terminado todo. Por eso, decir que su petición me sorprende es decir poco.
El doctor Kellman había prevenido a Dan contra los accesos de furor. «La cólera es un acto de violencia que se inflige al propio cuerpo —le dijo—. Hay otras maneras. Respira hondo, piensa, reflexiona».
Dan recordó el consejo y trató de controlar la indignación. Consiguió decir con voz serena:
—Dice usted que Drake está a sueldo de las empresas Lavette. Es posible que a Drake no se le pueda calumniar, pero a mí sí se me ha calumniado. Nunca he visto al congresista Drake ni he hablado con él; de modo, juez Fredericks, que aquí se impone una explicación y, si no me la da, no respondo de mí. Veo que no me conoce; si me conociera, no se atrevería a decirme eso.
Siguió un silencio largo y tenso. Dan se puso en pie, y los dos hombres quedaron frente a frente. Finalmente, Fredericks dijo:
—Le ruego que acepte mis disculpas.
—¡Al cuerno sus disculpas! Quiero una explicación.
—De acuerdo. Dos personas, las dos de absoluta confianza, me han dicho que se ha visto juntos a su hijo y a Drake, en el restaurante «Frederick's» de Berkeley, donde se hallaba también la persona que me informó. También se han entrevistado aquí, en San Francisco. En esta última ocasión, su hijo entregó a Drake una suma de dinero, no sé exactamente cuánto. El que facilitó el efectivo a su hijo sólo me dijo que era una cantidad considerable.
—¿Es que tiene montado un servicio de espionaje particular? —explotó Dan—. ¿Qué historias son ésas?
—La verdad. Tengo amigos y oigo lo que se dice por ahí. Si cree que le he insultado, perdóneme. Ya le he presentado mis disculpas. Es lo único que puedo hacer. Creí que usted estaba enterado y por eso me sorprendió saber que su hija había sido arrestada y que va a ser sometida a juicio. Francamente, creí que había mediado un soborno; pero ahora veo que usted no está al corriente de lo que pretende su hijo, sea lo que fuere. Comprenda, pues, que son varias las razones por las que no puedo encargarme del caso de su hija.
Dan respiró varias veces profundamente antes de decidirse a hablar y luego dijo, muy despacio:
—Creo que ahora me toca a mí pedir disculpas. Gracias por recibirme. Siento mucho lo ocurrido.
—También lo siento yo —contestó el juez Fredericks.
Dan subió al coche y se quedó un rato sentado al volante, con los ojos cerrados. «No puedo ir por la vida como un inválido —se dijo—. Eso nunca». El acceso de cólera había pasado, pero todavía estaba indignado; sentía una ira sorda y persistente.
Se dirigió hacia el centro y aparcó el coche al lado de la torre de acero y cristal que albergaba a la «GCS». Encima de la puerta había un brillante rótulo nuevo con letras de casi dos metros. Dan tomó el ascensor hasta la planta de Dirección. También aquí se observaban signos de los nuevos tiempos: alfombras tejidas a medida, cuadros abstractos, una recepcionista con una melena rubia tan reluciente como el teléfono cromado de encima de la mesa.
—Quiero ver a Mr. Lavette —le dijo Dan.
—¿Está citado?
—Soy su padre.
Sin dejarse impresionar por la información, la muchacha dijo a Dan que tenía que hablar con la secretaria de Mr. Lavette. El parentesco influyó y Dan fue introducido en el despacho de una mujer de pelo negro, que se presentó a sí misma como Miss Loper.
—¡Ah, el papá de Mr. Lavette! Nadie lo diría al verle tan joven. —Al ver que aquel hombre alto de pelo blanco permanecía impasible, la mujer añadió rápidamente—: En seguida le recibirá. Está hablando por teléfono.
Tom abrió la puerta que conducía a su despacho.
—Pasa, pasa —dijo—. Ya conoces a Janet, mi brazo derecho. Me alegro de que te hayas decidido a venir. Debí pedírtelo hace semanas, pero he tenido un alud de trabajo. —Cerró la puerta—. Siéntate. ¿Quieres beber algo?
Dan se quedó de pie. Tom se situó detrás de su enorme escritorio con tablero de ébano y se sentó lentamente.
—¿Pasa algo malo? —preguntó, intrigado.
—¿Tú has andado por ahí con Norman Drake?
Tom titubeó. Luego, dijo:
—¿A eso vienes? ¿A preguntarme por Drake?
—Te he hecho una pregunta. ¿Has visto a Drake?
—Sí, efectivamente. Le he visto un par de veces.
—¿Le has dado dinero?
—Ése es asunto personal. No pienso hablar de mis relaciones con él.
—¿Le has pedido que retire las acusaciones contra Barbara?
Nuevamente, Tom vaciló, esta vez más ostensiblemente.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque Barbara puede hacer que se retire la acusación cuando quiera. No tiene más que dejar de hacer de Juana de Arco y responder a la pregunta que le hicieron.
—¿Sabes que ayer la arrestaron?
Tom se encogió de hombros.
—Ella se lo ha buscado.
—Muy bien —dijo Dan—. Eres mi hijo. Eres un cerdo; pero eres mi hijo. Si no lo fueras, quizá te matara aquí mismo. De todos modos, no quiero volver a verte más.
Salió del despacho dando un portazo, pasó rápidamente ante la asombrada Miss Loper y salió del edificio.
Aquella noche contó a Jean lo sucedido, sin omitir nada.
—¿Qué es lo que hicimos mal, Jean? ¿Cómo ha podido ocurrir esto?
—Deja de darle vueltas o te volverás loco, Danny. En esta ridícula sociedad nuestra, nadie está preparado para educar a los hijos, y los ricos, menos todavía. No me gusta la idea de volver la espalda a Tom para siempre; pero me preocupa mucho más el disgusto que tú te has llevado. No te hace ningún bien.
—Estoy perfectamente. Si quieres ver a Tom, yo no tengo inconveniente.
—Ahora no tengo ganas de verle, desde luego. Dentro de seis meses o un año, no sé. Lo que importa es decidir si se lo decimos a Barbara.
—Tengo que decirle por qué Fredericks se niega a encargarse del caso.
—Dale las otras razones. No pongas obstáculos entre ellos, Danny. Bastante pena tiene ya.
Una mañana, una hora después de que Joe saliera hacia el dispensario, sonó el teléfono en casa de Sally. Una voz de mujer que dijo ser la secretaria de Alex Hargasey le preguntó si podría estar a las tres en el despacho de Mr. Hargasey.
—¡Y tanto! —exclamó Sally—. Puede estar segura.
—Estudios «Paramount». La puerta de entrada está en Marathon, al este de Cower. Si baja por Melrose…
—Sí; ya sé dónde está.
—Dejaremos un pase para usted en la garita de la entrada. El guardián le indicará.
Temblando de emoción, Sally puso a May Ling en su sillita del coche y fue al dispensario. El coche era un «Ford» de ocho años, díscolo y caprichoso, y Sally se encomendaba a todos los santos para que no le fallara aquel día.
Eran las diez de la mañana, y el dispensario estaba abarrotado. Sally esperó con impaciencia a que Joe saliera del consultorio. Se sentó a un extremo de la hilera de sillas mirando a las mujeres y niños mexicanos, con algún que otro hombre entre ellos, todos sentados apáticamente, con gesto de resignación, como está la gente en la sala de espera de los dispensarios gratuitos, triste, paciente y callada.
Salió Billy, y su cara se animó al verla.
—¿Por qué no has avisado que estabas aquí?
—Joe se enfada cuando le interrumpo.
—Eso no; Joe nunca se enfada.
—¿Querrías hacerme un gran favor, Billy? Te acuerdas de mi guión, ¿verdad? Lo mandé a Alex Hargasey, a la «Paramount», y ahora quiere verme. Ha llamado su secretaria y ha dicho que vaya a las tres. Habla con Joe, ¿quieres? Necesito a alguien para que cuide de la niña un par de horas. Si pudieras estar en casa a las dos, tendría tiempo de sobra.
Entonces salió Joe, y Sally repitió la explicación.
—¿No estás contento? —preguntó—. ¿Verdad que es emocionante?
—Tenemos mucho trabajo. Necesito a Billy aquí.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¡No puedo creerlo!
—Vamos a mi despacho —dijo Joe—. No quiero hablar aquí.
Billy no había dicho nada; sólo miraba a Sally con muda admiración. Ya en el despacho, Joe dijo:
—Podías haber llamado por teléfono. No tenías por qué traer aquí a la niña.
—Creí que tú estarías en el hospital y que tendría que convencer a Frank para que me dejase a Billy unas horas. Todo esto es ridículo. ¿Tú sabes las posibilidades que hay de que te admitan un guión? Puede que una entre mil. Y pagan cifras enormes, de veinte o treinta mil dólares o más. Ahora tengo esta oportunidad y tú te quedas como si no te importara.
—Pues claro que me importa, Sally. Tienes razón, he sido un poco bruto. A veces me parece que voy a volverme loco. Cada día tenemos más pacientes y el municipio se lava las manos. A nadie le importamos.
—Ya lo sé. Me llevaré a May Ling. Ya habrán visto a otros niños pequeños.
—Ni hablar. Te mandaré a Billy.
Aquella tarde, cuando Billy llegó, Sally todavía estaba peleando con su pelo y con su cara. Se pintó los labios y luego se quitó la pintura, se puso colorete y luego se lavó la cara. Se puso «Kleenex» dentro del sujetador y se lo quitó, furiosa. Se miró el pelo y le pareció paja; siempre lo tendría como la paja. Se miró la cara, aquellos pómulos salientes, los ojos muy azules y hundidos, la boca grande y expresiva, y se dijo que no tenía arreglo. Se cambió tres veces de ropa y, por fin, se decidió por una falda plegada gris, una blusa blanca y una chaqueta de punto gris. «Soy rancia —se dijo—. Siempre lo fui y siempre lo seré». Y a Billy:
—¿Cómo estoy? ¿Una facha? Puedes decirlo tranquilamente.
—Creo que eres la mujer más hermosa que he conocido —contestó él muy serio.
—Y yo creo que estás chiflado. No he debido preguntarte. Billy, tú tienes de mí una idea completamente disparatada. No soy bonita. Soy egoísta y vanidosa y estoy volviendo loco a mi marido.
—¡Oh, no, no! No te disgustes por lo que dice Joe. No puedes imaginar lo que es aquello últimamente. Cuando te fuiste esta mañana trajeron a dos muchachos heridos en una riña a navajazos, sangrando como cerdos. Dos horas tardamos en contener la hemorragia y suturar. Luego, necesitaban sangre y no encontrábamos un hospital que los admitiera para hacerles una transfusión…
—Eso ha sido mi vida durante los dos últimos años —dijo Sally, interrumpiéndole—. Hablemos de May Ling. Ahora duerme. Cuando despierte estará mojada. ¿Sabes cambiar pañales?
—Supongo que sí —sonrió él.
—Luego la llevas a la sala. Dale la cosa para los dientes. No te molestará. Tú sólo vigílala. Ya anda, ¿sabes?
—Nos llevamos bien. No te preocupes.
Sally le abrazó y le dio un beso.
—Eres un ángel. Demasiado bueno para ser verdad.
Billy movió negativamente la cabeza.
—No; soy un desastre.
En la verja de los estudios, el guardián miró con escepticismo el coche de Sally.
—¿En qué puedo servirla, señorita?
—Mr. Hargasey me espera. Soy Sally Lavette.
El hombre miró la tablilla y asintió.
—Tuerza a la derecha, Miss Lavette. Puede dejar el coche junto a la pared. Luego, siga la línea amarilla y verá un edificio con entramado de madera, a la derecha. La recepcionista le indicará dónde está el despacho de Mr. Hargasey.
Cuando Sally aparcaba el coche eran sólo las tres menos diez. Avanzó lentamente por el recinto de los estudios, saboreando cada instante. Era la primera vez que pisaba unos estudios cinematográficos y se sentía hechizada por el ambiente: los grandes platos, la gente que andaba apresuradamente de un lado para otro, caracterizada para cada película, cowboys, indios, hermosas mujeres en traje de noche, hombres de frac andando bajo el sol, dos lindas rubias vestidas de cerilleras. «Me gusta, me gusta esto —pensaba—. Sería estupendo trabajar aquí». En un edificio situado a su izquierda había un rótulo en el que se leía: escritores. «Ahí estaría yo —se dijo—, ahí dentro, trabajando, sintiendo que mi vida tenía sentido. Bueno, veremos, veremos qué dice Mr. Hargasey. Quién sabe, quizás esté ahí dentro mañana mismo, revisando el guión».
Encontró el edificio con entramado de madera. La recepcionista le dijo que el despacho de Mr. Hargasey era el número cuatro, al final del vestíbulo. Cuando Sally empujó la puerta del despacho número cuatro, le temblaba la mano. La habitación era lo bastante regia como para albergar a Mr. Hargasey, pero no era más que el habitáculo de la secretaria, una rubia platino bien redondeada y muy maquillada que se ajustaba a la idea que tenía Sally de lo que debía ser una mujer atractiva.
—¿Es Mrs. Lavette? —inquirió con una sonrisa mecánica—. Siéntese, haga el favor. Mr. Hargasey la recibirá dentro de unos minutos. ¿Quiere ver los papeles?
Sally no tenía ni idea de lo que eran los papeles, pero asintió y la secretaria le dio unos ejemplares del Daily Variety y del Reporter de Hollywood. Sally los hojeó, sintiéndose integrada en aquel mundo maravilloso de las películas. Sonó el teléfono de la secretaria. Sally podía pasar al despacho de Mr. Hargasey.
—Por ahí —le dijo la secretaria, señalando la puerta de comunicación.
El despacho de Hargasey era grande, de siete metros por nueve, totalmente alfombrado en blanco marfil. Había un sofá, dos grandes butacones de cuero negro y una mesa enorme. Hargasey se levantó al entrar ella. Era un hombre fornido, completamente calvo y frisando en los sesenta.
—Siéntese, siéntese —dijo sonriendo y señalando una butaca situada frente a la mesa.
Hablaba con un vago acento extranjero, identificable por una placa de latón que había encima de la mesa en la que se leía: «No basta ser húngaro; también hay que tener talento».
—Conque usted es la nuera de Danny —dijo—. ¡Cuánto me alegro de poder hablar con alguien de la familia de Danny Lavette! Es todo un hombre. ¿Cómo está? Cuente, cuente.
—Tuvo un ataque al corazón.
—¡Oh… no!
—Pero ya está bien, muy bien. Mi marido, es decir, su hijo, es médico y dice que Dan se ha recuperado del todo.
Hablaba precipitadamente, como una boba.
—¿Y su preciosa esposa china? ¿Sigue tan guapa?
—¿May Ling? No. La pobre May Ling murió en Pearl Harbor hace casi ocho años. A mi hijita le pusimos su nombre.
—¡Ah! ¡Qué desgracia! ¡Qué gran pérdida! ¿Le dirá a Danny cuánto lo siento? ¿Sí?
Sally asintió. Se quedó esperando que Hargasey continuara. Él la miraba con interés. El silencio se prolongaba y al fin Sally dijo:
—¿Podríamos hablar de mi guión?
—¿Su guión?
—El que le mandé.
—¡Ah, sí! Desde luego. Un asco.
—¿Qué?
—Usted me pregunta por el guión. ¿Qué quiere que le diga? Es un risco. Hija mía, existe una técnica, una manera, un arte de escribir para el cine. Y es algo que usted no posee. Olvídelo.
Sally le miró fijamente, luego se levantó bruscamente y, apoyándose en la mesa, le dijo:
—¿Y para eso me ha llamado? ¿Para decirme que mi guión es un asco?
—La llamé porque es la nuera de Danny. Yo quiero mucho a Danny.
—¡Quiere mucho a Danny! —exclamó ella, levantando la voz—. ¡Qué emoción! Quiere usted a Danny y por eso me hace concebir esperanzas, monta esta ridícula pantomima y luego no es capaz de decirme qué tiene de malo mi trabajo. ¡Oh, no, sólo que es un asco! ¡Puede usted ser el amigo del alma de Dan, Mr. Hargasey, pero yo no puedo menos que corresponder a sus sentimientos y decirle que es usted un asco, señor mío!
Le miraba temblando de indignación, echando chispas por sus ojos azul celeste. Hargasey la miraba atentamente, sin enfadarse ni alterarse, sólo la miraba.
—Es un… un… —Sally se quedó sin voz.
—Siga, siga usted —dijo Hargasey.
Sally tragó saliva, respiró profundamente y juntó las manos con fuerza, para disimular el temblor.
—Si me da el guión, me voy —susurró.
—Camine —pidió Hargasey.
—¿Qué?
—Dé unos pasos. Es posible, sí.
—¿Por qué?
—Usted quiere su guión. Está bien, camine por el despacho y se lo daré.
—¿Está loco?
—Puede. ¡Quién sabe!
Sally dio dos pasos y se volvió con ojos llameantes.
—¡Váyase usted al cuerno! ¡Encima va a tomarme el pelo! Usted puede decirme que mi trabajo es un asco, pero nada más.
—Quítese el jersey.
—¡No! ¡Deme mi guión!
Hargasey se levantó y dio la vuelta a la mesa. Sally retrocedió.
—Cuidado —le dijo—, aunque me vea flaca soy fuerte. Y soy más alta que usted. Me crié en el campo, con dos hermanos. Conque cuidado con lo que hace.
Él soltó una carcajada.
—¡Oh, Sally, qué encanto de criatura! ¡Las cosas que pasan en Hollywood! ¿Verdad? Y tú te lo crees todo. Eso es lo que tiene de malo el guión. ¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
—¡Qué hermosura! Podrías ser mi nieta. Hay hombres de mi edad que juegan con niñas. Yo no. Quítese el jersey. Quiero verla sin él.
Sus modales eran distintos. Era amable, insinuante, enigmático. Mientras se quitaba la chaqueta, Sally advirtió que su furor se había disipado y se preguntó por qué le obedecía. Él la miró unos momentos, examinándola de pies a cabeza.
—¿Has actuado ya, Sally? ¿Teatro de aficionados o algo por el estilo?
Ella movió negativamente la cabeza.
—No importa. —Se acercó a la mesa y cogió un manuscrito—. Siéntate ahí y lee esto. Hay un personaje que se llama «Lotte». Léelo y piensa en esa mujer.
—Yo no sé actuar. No he actuado en mi vida. Tampoco puedo sentarme ahí a leer. Tengo una niña pequeña en casa. He de volver ahora mismo.
Él señaló el teléfono.
—Llama. ¿Quieres que mande a una enfermera a tu casa? O a mi secretaria. Lo que prefieras.
—No sé qué pretende usted —repuso ella, quejumbrosa.
—Déjame pensar. Llama a tu casa.
—Ni siquiera soy bonita —suspiró Sally tristemente.
—Sally, esta ciudad está llena de muchachas bonitas. Las hay por todas partes. Ahí fuera hay cincuenta caras bonitas. No significa nada, absolutamente nada. Son todas iguales, cortadas por el mismo patrón. Tú tienes eso que tenía la Garbo. Ya sé que no te pareces a ella en nada, gracias a Dios. No es una de mis favoritas. Tampoco eres guapa, pero tienes una cara especial. Y carácter. Eso. De acuerdo, estoy loco. Ahí fuera, cincuenta chicas se arrastran a mis pies, llorando. A ellas debería pedirles que leyeran ese guión. Hazme un favor. Llama a tu casa.
Ella se acercó a la mesa, descolgó el teléfono y empezó a marcar.
—No; primero el nueve y luego marcas el número.
Volvió a marcar. Contestó Billy.
—Billy, ¿podrías quedarte un par de horas más, por favor? ¿O hasta que yo vuelva?
—¿Qué ocurre, Sally? Tienes un tono terrible.
—No, no es terrible. Estoy bien.
—Supongo que no habrá inconveniente en que me quede —inquirió él—. ¿Y qué le digo a Joe? ¿Volverás para la cena?
—¡Oh, sí!
—No te preocupes. Eso de los pañales se me da muy bien.
—Billy, si a las cinco aún no he llegado, en la nevera verás una botella. Caliéntala hasta la temperatura del cuerpo. Y mézclale una taza de «Pablum». Las instrucciones están en la caja. Deja que coma cuanto quiera.
Sally colgó el teléfono y se volvió hacia Hargasey.
—No sé por qué hago esto. Me parece que he perdido el juicio.
—De acuerdo, has perdido el juicio. —Le dio el guión—. Lee.
Ella cogió el manuscrito, se sentó en una de las butacas de cuero y se puso a leer. Hargasey descolgó el teléfono y Sally le oyó decir:
—Ponme con Mike Bordon —y, al cabo de un momento—: Mike, he encontrado a nuestra «Lotte». Quiero que prepares una prueba. —Pausa—. Ya sé que estas cosas no suceden, pero ha sucedido. Tienes que verla. Alta, hombros anchos, un pelo rubio que no es de frasco, parece que acaba de saltar de una carreta. Y cara de ángel enojado. Y personalidad. —Otra pausa—. ¿Que si sabe actuar? Mike, ¿quieres decirme quién diablos sabe actuar en esta cochina industria? Ésta me recuerda a Lauren Bacall, pero tiene algo que para sí quisiera la Bacall. ¿Qué más puedo decirte? Ya la verás. Dentro de una hora.
Eran casi las ocho cuando Sally llegó a su casa. Joe estaba en la cocina y al oírla entrar se levantó rápidamente, salió a su encuentro y la abrazó.
—Estaba preocupado —le dijo—. Creí que me volvía loco. Llamé a los estudios, pero el contestador me dijo que ya habían cerrado por hoy.
—¿No estás enfadado?
—Nunca me enfado contigo, Sally. ¿Es que no sabes lo mucho que te quiero? He pasado muy mal rato.
—¡Oh, Joey, me ha pasado la cosa más estupenda y fantástica que puedas imaginar! Ya sabes que fui a la «Paramount» porque ese Hargasey, el amigo de tu padre, el que le encargó el yate, me había mandado llamar. Creí que me diría que mi guión era maravilloso. Es un hombre muy raro, gordito y calvo como una bola de billar; pero no me dijo eso, sólo quería verme porque como aprecia tanto a tu padre…
—Calma, calma —suplicó Joe, riendo a pesar suyo—. Vamos a la cocina. He hecho café. Te pondré una taza.
Sally esperó hasta que estuvieron sentados a la mesa de la cocina.
—Tú escucha, Joey, y no te rías ni te enfades; pero de entrada él me dice que mi guión es una porquería, que no vale nada y que yo no entiendo ni una jota de escribir para el cine. Bueno, yo me puse furiosa y empecé a gritar y le dije todo lo que pensaba de él. Y él, allí sentado, me miraba. Me miraba y me dijo que caminara y luego me preguntó si había actuado. Yo pensé que se insinuaba y me puse furiosa, pero nada de eso; es un hombrecito muy simpático. Me dio a leer un guión y mandó que me hicieran una prueba allí mismo…
—Un momento, un momento —dijo Joe—. ¿Qué estás diciendo, Sally? ¿No te habrás dejado engañar por ese truco?
—Pero ¿vas a escucharme? No es un truco ni yo soy una idiota ni una niña pequeñita. ¿Quieres saber lo que pasó? Estuve una hora leyendo el guión. Es un Western, nada del otro jueves, pero no está mal. El sortilegio púrpura se llama. Luego, Hargasey me llevó a un local inmenso en el que había nada menos que cuatro platós. Aprovecharon uno de ellos que representaba un saloon del Oeste porque ya estaba preparado, pero aún no se han hecho los decorados para la película porque ni siquiera han empezado. El plató estaba iluminado con focos y había un cámara y otro hombre, el director de producción de Hargasey, Mike Bordon se llama, que me leía las réplicas, pero yo me aprendí de memoria mis frases y luego lo filmaron. Luego me mandaron hacer otras cosas y también las filmaron. Después hablamos. Los dos estuvieron muy simpáticos y me dijeron que volviera mañana, que ya estará revelada la película, el copión dijeron, y Mr. Hargasey me prometió que si doy bien, el papel es mío, porque ya está harto de buscar a alguien que no existe. Él habla así porque es húngaro, pero muy amable. Y dice que no me preocupe por no tener experiencia, que ya me buscará un maestro, pero que tengo talento natural, que no sé lo que quiere decir.
Sally dejó de hablar y miró a Joe. Él la miraba preocupado, con el entrecejo fruncido y la cara crispada.
—¿Joe?
—Yo te quiero tanto…
—Joe, llevas semanas sin mirarme a la cara. A veces me pregunto si te habrás enterado de que existo.
—Es mi manera de ser —repuso él tristemente—. Tú lo sabes, Sally, siempre he sido igual. No significa que no te quiera. Tú eres lo más importante de mi vida.
Impulsivamente, Sally se levantó, dio la vuelta a la mesa y le oprimió la cabeza contra su pecho.
—Tú me llamabas tonto. Lo soy.
—¡Oh, no, no…! Eres el hombre más bueno que conozco. Joey, ¿tú no quieres que lo haga? —Ella le soltó y le miró con los ojos muy abiertos—. Si tú no quieres…
—Tú lo deseas ¿verdad?
—Es como un sueño. Joe, ojalá yo fuera la clase de persona que tú quieres y pudiera estar siempre en casa y tener hijos, y estar aquí cuando tú me necesitaras… pero no puedo, yo no soy así y he sido tan desgraciada…
—Tú lo deseas mucho, ¿no?
—Más que nada en el mundo. —Sally cerró los ojos y se quedó muy quieta un momento, con las manos juntas.
Al verla así, Joe comprendió lo que había ocurrido en los estudios. Sally era como una extraña criatura silvestre criada en cautividad, pero no domesticada ni civilizada.
—Ya nos arreglaremos —dijo—. No te preocupes, Sally. Tú sigue adelante y veremos qué ocurre.
Al día siguiente, cuando Sally volvió a los estudios, Hargasey le presentó a un tal Jack Lesser, de unos cuarenta años, con gafas y bien vestido.
—Lesser es de la agenda William Morris —dijo Hargasey—. Es una agenda artística muy respetable cuyo trabajo consiste en procurar que los actores no sean estafados por gente como yo. Le he llamado porque voy a hacerte una oferta y él te dirá que lo que yo ofrezco no es bastante. Es su trabajo. En realidad podría contratarte por una miseria, pero eres la nuera de Danny y, además, me gustas. De todos modos —dijo a Lesser—, vosotros tendríais que darme dinero encima. Tengo que enseñarla a actuar, a andar, a hablar…
—Me partes el corazón —dijo Lesser y, a Sally—: represento a una excelente agencia, Mrs. Lavette, pero no se deje usted influir por Hargasey. Tiene que contratarme por propia voluntad. Yo le pediré que firme un contrato con nuestra agencia. El dinero que gane lo cobrará a través de la agencia que le deducirá un diez por ciento. ¿De verdad quiere que yo sea su representante?
—Sí. Ya había oído hablar de la agencia William Morris. Sí, me gustaría. Es decir, si Mr. Hargasey opina que voy a necesitar un representante.
—Lo necesitas —afirmó Hargasey—. Puedes estar segura.
El doctor Kellman llamó por teléfono a Barbara para invitarla a ir a su casa al día siguiente por la noche.
—Me gustaría invitarte a cenar, Barbara —le dijo—; pero yo no puedo estar en casa antes de las nueve. ¿A las nueve y media?
—Sí, desde luego. ¿Se trata de papá?
—En realidad, no. Pero ya hablaremos mañana.
Kellman vivía a poca distancia de Barbara, en uno de los nuevos bloques de pisos de Jones Street. Era una fresca y tranquila noche de verano y Barbara fue andando, disfrutando del paseo. Últimamente pasaba demasiadas horas encerrada en su estudio. Recordó con nostalgia el caballo que tenía en Menlo Park, cuando era jovencita, las cabalgadas por la montaña, el galope en el picadero, sintiendo el viento en la cara. Vendió el caballo, Sandy, regalo de su padre, en 1934, como había vendido todo lo que tenía para comprar comida para la cantina en la que trabajó durante la huelga portuaria. Hacía de aquello catorce, casi quince años, y desde entonces no había vuelto a montar. ¿Hubo realmente una época en su vida en la que lo más importante del mundo era para ella Sandy? ¿Qué había sido de su maravillosa, tranquila y fútil niñez? ¿O fue de verdad maravillosa y tranquila? ¿Y qué derecho tenía a quejarse? Había dado y recibido amor, había conocido el dolor y la alegría. Barbara tenía el don de vencer la desesperación casi en el mismo instante de sentirla, y cuando llegó a casa del doctor Kellman, estaba tranquila y contenta y sólo medianamente interesada en el motivo de su llamada.
Por lo que le había dicho su madre, Dan no llevaba una vida apropiada para un convaleciente, y Barbara suponía que el doctor Kellman quería pedirle que usara su influencia con su padre, aunque, desde luego, resultaba extraño que el doctor Kellman se dirigiera precisamente a ella. Tanto mayor fue su asombro cuando, al entrar en el apartamento del doctor Kellman, se encontró rodeada de gente. Pero casi Inmediatamente Barbara comprendió el motivo de la reunión.
Allí estaban las dieciocho personas que habían dado dinero para comprar las medicinas para el hospital de Toulouse: el doctor Kellman y su esposa; el profesor Brady de Berkeley y su esposa; Mrs. Seligman, de ochenta y nueve años, decana de la vieja sociedad de San Francisco; el doctor Montrosa y su esposa; Dave Appelle, contable; Eloise y Adam Levy; dos amigas de la infancia, Ruth y Leslie Adams, hermanas, con sus maridos; el profesor Gladstone, el historiador; Arnold Dell, que trabajaba para el Examiner; la viuda Gifford; Mrs. Abramson; Jed Kenton; Stephan Cassala; el doctor Murphy; Fred Cooper y Carl Anson, del sindicato portuario, todos rodeándola, abrazándola y diciéndole lo contentos que estaban de verla.
Fue muy emocionante, y Barbara tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar. Finalmente, el doctor Kellman dio unas palmadas para imponer silencio y dijo:
—Está bien, señoras y caballeros. Se acabaron los saludos. Tengan la bondad de tomar asiento en las sillas o en el suelo, porque esto no es una reunión social, sino una reunión oficial, y como tal debe ajustarse a un orden. Como sea que he traído a Barbara bajo un falso pretexto, debo empezar por pedirle perdón. ¿Me perdonas?
Incapaz de hablar, Barbara asintió y abrió las manos. Frotándose los ojos y parpadeando, se sentó en la silla que le ofrecían.
—Las bebidas y las pastas, después —dijo el doctor Kellman—. Primeramente, vamos al asunto de la noche, una noche nada fácil de organizar por cierto. Todos ustedes son personas muy atareadas. De todos modos, dado que la idea de convocar esta reunión partió de Mrs. Seligman, le cedo a ella la palabra. Por favor, no se levante —dijo a la anciana que estaba sentada en un ángulo de la sala, apoyada en un bastón—. Puede hablar desde donde está.
—No es que no pueda ponerme de pie —repuso Mrs. Seligman—. Esa ridícula prevención que se tiene contra los viejos… que si achacosos, que si chochos… En fin, sepan ustedes que yo personalmente embauqué a Barbara para que me diera sus nombres. Todos y cada uno de ellos. La invité a tomar el té y, con una sinceridad y una confianza que yo no merecía, habló conmigo del asunto sin la menor reserva. Luego, conspirando con Milt Kellman, decidimos ponernos en contacto con todos ustedes. Como puedes ver —dijo a Barbara—, hay aquí cinco personas que podrían perder su empleo si se revelaran sus nombres. Quedamos trece a los que no nos importa y nos encontramos aquí esta noche para decirte lo orgullosos y agradecidos que estamos porque hayas hecho tanto para protegernos. Pero ya basta. Mañana daremos nuestros nombres a la Prensa y éste será el fin de todos tus problemas.
Sonó un murmullo de aplausos y todos los rostros se volvieron hacia Barbara que se levantó vacilando.
—Tienes la palabra —indicó el doctor Kellman.
—Pero casi no puedo hablar. Lo que de verdad me gustaría es irme a un rincón y llorar a mis anchas. Sois todos tan estupendos… Ésta es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida. Pero no podéis hacer eso.
—Está decidido —terció Mrs. Gifford.
—No, por favor. Trataré de explicarme. Esta idiotez, este desacato al Congreso del que me acusan, es algo que hice yo y que sólo yo puedo remediar. No serviría de nada, ni a mí ni a vosotros, el que vuestros nombres aparecieran en los periódicos. Yo seguiría en desacato.
—Pues da tú nuestros nombres al comité —dijo el doctor Montrosa—. ¿Alguien tiene inconveniente?
Todos movieron negativamente la cabeza, pero Barbara dijo:
—Yo lo tengo, lo siento.
—¿Por qué, Barbara? —preguntó el doctor Kellman.
—Todos sois muy amables y pensáis que trato de protegeros. Bueno, quizás haya algo de cierto en eso, porque yo estoy en deuda con vosotros. Yo os pedí ese dinero, por lo que todo este asunto es responsabilidad mía, no vuestra…
Hubo protestas.
—¡Oh, no!
—Estás equivocada.
—La responsabilidad es de todos.
—Por favor, escuchad. Eso es sólo un aspecto del caso y aparte lo que vosotros penséis, aunque no estuviera en deuda con vosotros, sé lo que me debo a mí misma. Eso es algo que sólo yo puedo decidir, porque tengo que vivir con mi conciencia. Y estoy decidida. No pienso dar los nombres de personas inocentes a ese repugnante comité. No lo haré y nadie podrá hacerme cambiar de parecer. Ya sé que parezco testaruda e inflexible, pero lo he pensado muy bien. Y no significa que no agradezca el que estéis aquí esta noche, pero así están las cosas.
La discusión se prolongó durante una hora, pero Barbara no cedió y, finalmente, se acordó que no se publicarían los nombres. Barbara se fue con Adam y Eloise y, una vez fuera del apartamento, Eloise dijo:
—Bobby, estoy orgullosa de ti. Yo en tu lugar me habría vuelto atrás.
—No lo creo.
—Recuerda que para todo lo que puedas necesitar ya sabes dónde estamos. A menos de una hora de viaje.
Dejaron a Barbara delante de la casa de Green Street. Eran casi las doce. Siempre que Barbara regresaba tarde a casa, al abrir la puerta experimentaba una sensación de carencia, de vacío. La casa no estaba vacía. Dentro estaban Anna y Sam. El vacío estaba en sí misma, y la sensación parecía comunicarse al entorno, como una presencia lúgubre y fantasmal. Encendió las luces de la sala y miró alrededor. La alfombra tejida a mano, el viejo sofá negro de crin que perteneciera a Sam Goldberg, las dos butacas tapizadas de cuero, una a cada lado de la chimenea; decía Bernie que eran las únicas en las que cabía su persona, las revistas de la mesita, todo se impregnó de su soledad.
Subió las escaleras casi corriendo, como si quisiera escapar y entró en la habitación de Sam. La lamparilla estaba encendida. Sam, gordito y plácido, dormía feliz, con su cara sana y colorada. Barbara bajó de puntillas a la sala, pensando en la fantástica panacea que podía ser un niño bien alimentado, segura de que su momentánea depresión estaba vencida y preguntándose si no habría en su carácter alguna grave tara, si no adolecería de insensibilidad y por eso se consolaba tan pronto. «Si yo fuera una persona normal —pensó—, ahora tendría que sentir lástima de mí misma y no es así. ¡Qué gente tan simpática!».
No tenía sueño. Se preparó una taza de té y puso en el tocadiscos las Invenciones de Bach. Se sentó en la butaca favorita de Bernie, bebió poco a poco el té y entornó los ojos escuchando la maravillosa catarata de notas musicales. Se quedó dormida y la despertó el leve chirrido del cambio automático.
Sintió frío y subió al dormitorio. Anna siempre bajaba el calor antes de acostarse y las noches de verano son frescas y húmedas en San Francisco. Barbara se desnudó y se quedó un momento delante del espejo, tiritando. Se palpó los pechos, todavía firmes, y la lisa superficie del vientre, en el que apenas se notaba ya la cicatriz. «¡Qué desperdicios! —murmuró—. ¡Qué estúpido desperdicio!». Luego se puso el camisón y se metió en la cama. Las sábanas estaban heladas. Mientras esperaba que el calor del cuerpo calentara la cama, dijo en voz alta:
—¿Qué te parece, Bernie? ¿Hago bien? —Llorando y riendo a la vez, continuó—: ¡Cómo nos parecíamos! ¿Por qué no me di cuenta antes? Sé lo que dirías tú, con tu estilo inimitable: «¡Que los zurzan a todos!». ¡Tarado, dejarte matar así!
Boyd Kimmelman llamó por teléfono a Barbara y le dijo:
—Por fin han fijado fecha para el juicio. La primera semana de setiembre, juzgado federal de Washington. Pero no dejes que esto te quite el sueño. Recuerda lo que te he dicho. Aunque aquí se vaya todo a paseo y nos caigamos con todo el equipo nos queda el Tribunal de Apelación y el Tribunal Supremo.
—Boyd, a estas alturas, este asunto se ha convertido ya en parte de mi rutina diaria. La verdad es que me alegro de que la espera haya terminado. Es mucho mejor así.
—Tú, Harvey y yo tendríamos que reunimos para discutir la jugada, estudiar el plan de ataque, vamos. ¿Cuándo podrías venir?
—¿Ha de ser pronto, Boyd?
—Cuanto antes, mejor. ¿Mañana por la tarde?
—De acuerdo.
—Bien. Despejaremos el campo y procuraremos disponer de toda la tarde para reconocer el terreno, si hace falta.
Barbara se echó a reír por lo bajo. Maquinalmente había contado las frases hechas. Durante el par de minutos transcurridos desde que contestara al teléfono, había llegado a siete.
—Boyd —dijo—, eres formidable.
—¿Por qué? ¿He dicho algo especial?
—Hasta mañana.
Colgó el teléfono, se fue al estudio y escribió en el dietario: «A las tres, abogados defensores». Movió tristemente la cabeza al leerlo. Le parecía ampuloso y siniestro. Había cometido una transgresión menor. A su regreso de Washington buscó en el diccionario el significado del término. Encontró varias explicaciones: mala conducta, inconveniencia, falta que no llegaba a delito. En algunos lugares, escupir en la acera era una transgresión. O fumar donde estaba prohibido. O decir palabrotas. O pasearse desnuda por las calles de San Francisco. «O no contestar a una pregunta hecha por unos patanes indecentes», añadió.
Pero los diez escritores y directores de Hollywood que también se negaron a contestar preguntas habían sido sentenciados a ir a la cárcel, la mayoría, un año menos un día, de modo que no había que tomar el asunto a la ligera. Cuando Kimmelman llamó. Barbara se disponía a salir con Sam. La víspera había terminado el borrador de su novela. Hacía casi cinco meses que Bernie había muerto. Durante las primeras semanas, creyó que no podría volver a escribir ni a pensar con coherencia. Pero el trabajo estaba hecho. Pensaba pasar el día con Sam en el parque Golden Gate. Jean había quedado en pasar a recogerlos. Luego, los tres almorzarían por ahí. Sería el primer almuerzo de Sam en un restaurante, a los veinte meses de edad.
El timbre de la puerta la hizo salir de su abstracción. Era Jean, a la que Sam recibía con grandes demostraciones de alegría.
—Tú y yo, cogidos de la mano —dijo al niño, llevándolo hacia el coche—. Eres un joven muy guapo. Y muy buen andarín. —El coche era un «Cadillac» descapotable gris perla con todos los adelantos—. Es el regalo de cumpleaños de Dan —explicó a Barbara—. Tiene de todo y lo hace todo. No le falta más que hablar. ¿No es un encanto?
Barbara subió al coche y sentó a Sam en su regazo.
—Este mundo nuestro es una maravilla. Papá te regala un «Cadillac» descapotable en tu cumpleaños y Tom echa a John Whittier de la empresa del abuelo, sin el menor miramiento, lo cual es prácticamente parricidio.
—¿Ya estás enterada?
—¿Queda alguien en la ciudad que no lo esté? Tengo un hermano excepcional. Me recuerda al emperador Calígula, pero con menos escrúpulos todavía.
—Me alegro de no conocer a ese Calígula. Sin embargo, opino que tú y Tom deberíais mantener cierta relación.
—¡Si la mantenemos, mamá! Pero el papel de Caperucita Roja no me va. Mas, continuando con el inventario familiar, mi hermano Joe está haciendo oposiciones a santo, a padre Damián o algo por el estilo en Los Ángeles…
—¿Quién es el padre Damián? Me parece que lo malo de ti, Barbara, es que tienes un exceso de cultura. Eso te viene de leer demasiado. Hijita, los ricos sólo necesitan un mínimo de conocimientos, unos toques de Princeton, por ejemplo, como tuvo tu hermano Tom. Todo lo que sea pasar de ahí puede despertar algo que se llama conciencia. Y respecto a ese padre Damián…
—Yo no soy rica, mamá. Me gano la vida escribiendo libros y artículos para las revistas femeninas; aunque últimamente huyen de mí como de la peste.
—Lo serás cuando muramos Dan y yo, a no ser que vuelvas a darlo todo. Aunque tampoco somos ricos, sino acomodados. Tom sí es rico. La diferencia que existe entre mi hijo y mi padre por un lado y yo por el otro puede definirse con una palabra que usan los ingleses para distinguir a la gente simplemente acomodada como yo y los que son tan ricos y poderosos que dominan. Los ingleses los llaman el establishment, algo así como el «sistema». Y Tom es uno de ellos. Pero yo sigo sin saber quién es el padre Damián.
—Era un sacerdote que se fue a vivir y a trabajar con los leprosos de Molokai, en las islas Hawai.
—¿Joe cuida a leprosos?
—No, mamá; pero la pobreza es una enfermedad peor. Y ahora Sally va a ser artista de cine o algo por el estilo. Y antes de que tú llegaras me llamó mi abogado para decirme que ya se ha señalado fecha para el juicio. Una pequeña delincuente para completar la colección. En conjunto, no puede decirse que no tengamos un buen palmarés, ¿no te parece?
—No podemos contar con el juez Fredericks —dijo Harvey Baxter a Barbara—. Ha rechazado el caso.
—¿Barbara sabe ya por qué? —preguntó Kimmelman.
Por el rabillo del ojo, Barbara vio que Baxter movía vivamente la cabeza.
—No lo necesitamos —dijo Kimmelman—. Yo siempre he dudado de la conveniencia de contar con un defensor distinguido. No es que no podamos contratar a un defensor de fama, Barbara. Ahora mismo puedo nombrarte a media docena de hombres que estarían dispuestos a intervenir y, si tú quieres, Harvey y yo te secundaremos en todo. ¿No es así, Harvey?
—Oh, sí, desde luego. Lo que importa saber, Barbara, es si tienes inconveniente en que te representemos nosotros.
—Harvey, francamente, ¿serviría de algo tener otro abogado?
Baxter movió afirmativamente la cabeza.
—Dejaré que Boyd conteste a eso, Bárbara. Él ha estado husmeando en los libros y se ha dedicado a tu caso.
—Plenamente —admitió Kimmelman—. Pero no se trata de encontrar algo exclusivo, puedes creerme, Barbara. Vamos a enfocarlo de este modo: he hablado varias veces con Washington, con viejos compañeros de armas y parece ser que el juez que entenderá del caso es Lansing Meadows. Me he documentado a fondo sobre él. Tiene sesenta y dos años, es republicano, fue nombrado por Herbert Hoover y nació en Richmond, Virginia. Tiene fama de duro, severo y conservador, no se dejará impresionar por un demócrata californiano y no creo que podamos conseguir que nos represente un republicano preeminente. Es un caso muy curioso, Barbara. Antes de la guerra eran muy pocos los casos de desacato que iban a juicio, y en éstos las sentencias eran raras. Generalmente, todo acababa en una multa bastante fuerte y una sentencia aplazada. El juez Meadows se ha encargado de cinco casos de desacato, el más reciente, en el cuarenta, y en todos ellos impuso una multa y dejó la sentencia en suspenso. Pero ahora ha cambiado el panorama. Todos los casos que llegan a los tribunales a través del Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas terminan en una sentencia de prisión. Parece una locura que una falta pequeña te coloque en semejante situación, pero son los nuevos tiempos. Ahora bien, tanto Harvey como yo creemos que el caso puede ganarse; pero tú debes decidir.
—¿Y si perdemos, Boyd, qué es lo peor que puede ocurrir?
—Un año de cárcel. Pero es lo peor de todo y no creo que lleguemos a eso, en ninguna circunstancia.
—Está bien —dijo Barbara—. No tengo inconveniente en que tú y Harvey me representéis. No quiero otros abogados.
—De acuerdo. Veamos cómo están las cosas. He leído las actas del interrogatorio una docena de veces y no me cabe la menor duda de que la pregunta que te hicieron es pertinente. Digamos que lo no pertinente era la investigación en sí. Eso es otra cosa. Pero si aceptamos la investigación, hemos de reconocer que la pregunta es pertinente. Ellos te la hicieron. Tú te negaste a contestar. Ipso facto, desacato al Congreso. Desde este punto de vista, la cosa no tiene vuelta de hoja. Pero no opino yo así. Existen dos caminos abiertos a la defensa. El primero, demostrar que la citación era improcedente, que tú, Barbara Cohen, no habías cometido acto alguno que pudiera considerarse antinorteamericano y, por consiguiente, no había lugar a la citación. He encontrado un precedente que apoya este planteamiento y en él basaré mi primera jugada, mejor dicho, lo hará Harvey, puesto que él llevará el caso. Lo primero, pues, será presentar una moción para que el caso sea sobreseído. Existe una posibilidad, aunque yo en tu lugar no me haría muchas ilusiones. Si se rechaza la moción, presentaremos otra, aduciendo que no incumbe al comité citarte como testigo para una investigación. No prosperará, pero lo haremos constar en acta.
—No comprendo, Boyd. ¿En qué se basará entonces la defensa propiamente dicha?
—A eso iba. En un caso criminal ordinario, el Estado debe demostrar la culpabilidad del acusado al que, en principio, se supone inocente. Pero aquí, puesto que no existe delito, la Cámara de Representantes ha votado ya la acusación de culpabilidad y la acusada tiene que demostrar su inocencia. Sé que es disparatado, pero trata de no perderte. Tú eres culpable de desacato en virtud de un voto de la Cámara. ¿Cómo establecemos tu inocencia? Sólo podemos hacerlo invalidando la actuación del comité. Es un procedimiento que viola todos los cánones de la ley anglosajona ordinaria y, a mi modo de ver, también es anticonstitucional. Creo que contraviene el espíritu de la Quinta Enmienda que declara que no se podrá obligar a nadie a declarar contra sí mismo. Harvey opina que perdimos la oportunidad de hacerlo y que él debió aconsejarte que invocaras la Quinta Enmienda y ahora se lo reprocha amargamente. Pero en realidad él no tenía por qué decirte que te acogieras a ella. Yo voy a hacer un nuevo planteamiento y trataré de establecer que, fuera invocada o no, la Quinta Enmienda debe aplicarse. Barbara, no sólo es nuestra única esperanza, sino que toca un tema constitucional, que es lo que yo quiero por encima de todo. Porque, si perdemos, podemos apelar hasta llegar al Tribunal Supremo, con la esperanza de que nos escuchen. Ésta es nuestra baza.
—Pero Boyd quiere llamarte a declarar —dijo Baxter—. Y, siendo la acusada, no tienes por qué salir al estrado. Me da miedo.
—Pero, Harvey, tengo que salir. ¿Quién si no? Estoy sola en esto.
—Podríamos llamar a testigos que declarasen sobre tu carácter.
—Vamos, Harvey —dijo Kimmelman—, tienes que aceptar la realidad. Nuestro único testigo es ella. Sin Barbara no hay caso.
La discusión se prolongó hasta casi las cinco. Boyd Kimmelman salió a la calle con Barbara. Mientras bajaban las escaleras, ella dijo:
—Esta tarde, cuando empezamos a hablar, tú preguntaste si sabía por qué el juez Fredericks había rechazado el caso y Harvey te mandó callar por señas.
—No se te escapa nada, ¿eh?
—Por lo menos, lo intento. ¿Por qué no quiere saber nada de nosotros el juez Fredericks?
—Creo que deberías preguntárselo a Harvey.
—Boyd, no te hagas el listo conmigo. Soy una mujer mayor y estoy metida en una ciénaga hasta las rodillas. Quiero saber por qué.
—No es más que un rumor.
—¿Qué rumor, Boyd?
Él suspiró:
—¿Insistes en que te lo diga?
—Naturalmente. ¿Para qué están los abogados? Si no me lo dices tú, me enteraré por otros y mi confianza en ti saldrá mal parada.
—Está bien. Es un asco; pero, si lo pones así, no tengo alternativa, ¿verdad?
—Exactamente. No tienes alternativa.
—Se dice por ahí que tu hermano Tom ha estado metido en trapicheos con el congresista Drake desde el principio.
Barbara se paró y le miró. Estaba en el vestíbulo del edificio, delante de la puerta de la calle. Sintió una bola de hielo en el estómago.
—No puedo creerlo.
—Nosotros tampoco podíamos. Harvey fue a ver al juez Fredericks y el juez lo admitió.
—¿Lo sabe mi padre?
—Supongo que sí; él fue el primero que habló con Fredericks. Lo siento mucho, Barbara.
—Yo soy quien debe sentirlo, Boyd —dijo ella tristemente—. ¡Qué basura! En fin, procura olvidarlo. No hace falta que Harvey se entere de que me lo has dicho.
Barbara, sentada entre Harvey Baxter y Boyd Kimmelman, presenciaba la selección del Jurado. Subió al estrado un negro muy corpulento, correctamente vestido con traje negro, camisa blanca y corbata negra que miró imperturbable a Peter Crombie, el fiscal del Gobierno. Del bolsillo de la americana asomaban cuatro gruesos cigarros.
—¿Nombre? —preguntó Crombie.
—Ephraim Jones.
—¿Profesión?
—Soy enterrador —respondió Mr. Jones.
—Excusado por causa justificada. Puede retirarse.
—¡Qué rapidez! —comentó Barbara—. ¿Cómo han podido averiguar tan pronto que no les convenía?
—Es enterrador —replicó Kimmelman—. Vivimos en la época de la intimidación. ¿Cómo intimidar a un enterrador?
«Eso —se dijo Barbara—, ¿cómo intimidar a un enterrador?». Alicia vio un conejo blanco y cuando el conejo blanco se metió en un agujero del suelo, Alicia le siguió. Desde aquel momento, dos y dos dejaron de sumar cuatro. Barbara, al igual que Alicia, tenía que repetirse constantemente: soy Barbara, tengo treinta y cuatro años, bueno, casi treinta y cinco; mido un metro setenta y peso sesenta kilos. Soy viuda, tengo un hijo de dos años y acabo de escribir una novela que los críticos tacharán de empalagosa y sentimental. En virtud de estos datos puramente anecdóticos, me encuentro actualmente en Washington, distrito de Columbia, capital de la nación más poderosa de la Tierra, en esta espléndida sala de la audiencia federal en la que se hallan formadas todas las fuerzas vivas con el propósito de mandarme a la cárcel.
—Todas esas pamplinas con los jurados no tienen absolutamente ningún sentido —dijo a Kimmelman—. Ya me advertiste, pero acabo de darme cuenta. Ya he sido declarada culpable. Primero, el veredicto y, después, el juicio. ¿Has leído, por casualidad, Alicia en el país de las maravillas?
El juez Lansing Meadows la miraba con severidad. Barbara le sonrió, pero él no le devolvió la sonrisa. «Tiene cara de hurón», se dijo Barbara. Nunca había visto un hurón, pero un día tropezó con la palabra en el diccionario y recordaba haber leído que el hurón es un animal parecido a la comadreja que vive en África y en Europa y se utiliza para cazar conejos. El juez Meadows tenía unos labios finísimos, casi invisibles, la barbilla puntiaguda, la nariz delgada y se peinaba con raya a un lado para taparse la calva. Encima de la mesa, tenía un vaso de agua y, apoyado en el vaso, un gran trozo de hielo que goteaba en el vaso. Cuando el juez tenía sed, lanzaba una mirada a un oficial que se levantaba rápidamente y sostenía el hielo mientras el juez mitigaba la sed y luego volvía a colocar el hielo de modo que siguiera el goteo. El proceso fascinaba a Barbara y le parecía a un tiempo original y único en la Era de la refrigeración eléctrica. Le resultaba difícil mantenerse atenta al desarrollo de los acontecimientos y sus pensamientos vagaban sin cesar. Nada de lo que allí ocurría era tan importante como el haber tenido que separarse de Sam. Estaría cuatro o tal vez cinco días sin verle. Jean se había instalado en la casa de Green Street, a fin de que el cambio en el régimen de vida del niño fuera mínimo. Eloise pidió a Barbara que lo llevara a Higate, pero Barbara pensó que sería más práctico dejar al niño en casa.
Barbara siempre se había sentido vivamente intrigada por su madre. Su padre era más comprensible. Al mirarlo, aún podía ver al muchacho fogoso e intrépido que había convertido una pequeña flota pesquera en uno de los imperios navieros más importantes de los años veinte. Jean era completamente distinta, la arrogante belleza de otro tiempo, ahora más dulce, más comprensiva, más serena y, cada una de estas etapas, una sorpresa.
«No existe auténtica comprensión entre padres e hijos —pensó—. No hay manera de entenderse. Mamá es asombrosa y desconcertante. Un día Sam me preguntará por qué he hecho esto. Mamá sólo me lo preguntó una vez; después, empezó a pensar en la ropa».
—No quiero que te ofendas, Bobby —le dijo Jean—; pero no me parece que el juez ni el jurado vayan a quedar muy impresionados por tu forma de vestir.
—¿Qué tiene de malo mi forma de vestir?
—Hija, a tu edad, una faldita escocesa, un cardigan y mocasines no es precisamente el atuendo de rigueur.
—Mamá, no pienso llevar mocasines cuando vaya a la audiencia.
—Eso espero. Vamos a dar un repaso a tu vestuario, a ver si encontramos algo apropiado. Si no, saldremos de compras.
Barbara pensó que era lo más lógico. Cuando tu hija es sometida a juicio, tienes que ocuparte de que vista como es debido.
—¡Por todos los santos del cielo, Barbara! —le susurró Baxter al oído—. ¿De qué te ríes?
—De mi madre.
—Aquí no. Produce un efecto desastroso.
La imagen conseguida por Jean era la de una maestra de escuela de provincias. Barbara llevaba su grueso cabello castaño recogido en la nuca en un discreto moño, traje chaqueta de lana azul marino, blusa de algodón blanco y zapatos azul marino. Por ella, no se hubiera maquillado; pero Jean le dijo que resultaría sospechoso.
—¿Sospechoso, mamá?
—Bobby, la clase de mujer que no se maquilla…
—¿Clase de mujer?
—Mira, Bobby, si yo formara parte del jurado y te viera allí sin pintar pensaría: «Esa mujer que no se maquilla tiene que ser una radical».
—Mamá, yo casi nunca me pinto.
—Y eres una radical. Ahí lo tienes.
—¿Yo radical? Yo soy un ama de casa corriente.
—Bobby —dijo Jean pacientemente—, lo último que se te podría considerar es un ama de casa corriente.
A última hora de la tarde, se terminó la selección del jurado, siete mujeres y cinco hombres: tres amas de casa esposas de funcionarios del Gobierno, cuatro funcionarias del Gobierno y, de los hombres, uno era conductor de autobús, otro, empleado de Teléfonos y los tres restantes, funcionarios.
—No lo entiendo —dijo Barbara—. Todos los miembros del jurado trabajan para el Gobierno. ¿Quién está de nuestra parte?
—No hay nada que hacer, Barbara. Estamos en Washington.
Los periodistas esperaban a Barbara a la salida de la sala. Los periódicos de Washington la llamaban ya «la rica heredera de San Francisco». No importaba que, cerca de diez años antes, hubiera cedido irreversiblemente a una fundación la casi totalidad de su herencia; heredera había sido y heredera seguiría siendo. Y el que su madre se hubiera divorciado y vuelto a casar con el mismo hombre no hacía sino echar más salsa al caso, al igual que la circunstancia de que Tom Lavette fuera el primer accionista de la «GSC Corporation». Barbara se decía que Estados Unidos es el único país del mundo en que la riqueza es venerada y deplorada al mismo tiempo, dado que la misma ética puritana del trabajo que hace de la acumulación de riqueza una misión sagrada marca su posesión con el estigma de una palmaria depravación.
Aquella noche, en el hotel —esta vez, el «Mayflower»—, Barbara apenas probó bocado de la cena, pese a la insistencia de Baxter que le aseguraba que aquél era uno de los mejores restaurantes de Washington.
—Harvey, la verdad es que estoy aburrida —dijo Barbara—, como lo estaría en una orgía estúpida. La ruindad, la imbecilidad, la malicia fastidian porque denigran el espíritu. La Alemania de Hitler me pareció cruda, brutal y repugnante. Aquí todo está envasado en recipientes esterilizados.
—Vamos, Barbara, no irás a compararnos con la Alemania de Hitler —dijo Baxter—. No se puede y tú lo sabes. Aquí, por lo menos, existe el derecho. Tú estás libre por el simple reconocimiento de tu obligación a comparecer ante el tribunal. Aquí no tenemos una Gestapo.
—¿Quieres decirme entonces por qué estoy aquí?
Los dos hombres la miraron, desconcertados. Ella movió la cabeza, sonriendo.
—Perdonad. Con lo bien que os estáis portando vosotros, a mí me da ahora por despotricar.
—Opino que tienes perfecto derecho a un buen ataque de histerismo —observó Kimmelman—. Si has de sentirte mejor, ¡adelante!
—No va conmigo, Boyd.
—Bien, entonces hablemos de mañana. Harvey y yo hemos repasado el material y él quiere que yo me encargue de la introducción y del interrogatorio, si no tienes inconveniente.
—La verdad es que yo no soy abogado de juicios y me parece que Boyd posee un don natural para eso. Además, él tiene más agilidad mental. Yo soy más denso —reconoció.
—Eso no, Harvey, tú no eres denso. Pero si quieres que hable Boyd, yo no tengo nada que oponer.
Las dos mociones presentadas por Harvey Baxter para que se desestimara la citación por desacato fueron sumariamente rechazadas. El juez Meadows estaba irritado. Barbara observó que tenía poca paciencia.
—Debería usted saberlo, Mr. Baxter —le indicó—. No hay ningún ciudadano de los Estados Unidos que pueda sustraerse a la autoridad del Congreso. Por lo que respecta a pertinencia, ésta se establece durante el interrogatorio del testigo, como usted bien sabe.
—Yo sigo sin enterarme —dijo Barbara a Kimmelman en voz baja.
—La sala era más pequeña de lo que ella esperaba y también más oscura, con apenas una docena de asientos para el público. Dos reporteros seguían el juicio con ojos soñolientos. Había otras cuatro personas que podían ser espectadores, aunque Barbara no comprendía cómo alguien podía meterse en un juzgado federal en un soleado día de setiembre. Goteaba el trozo de hielo del juez que, con cronométrica regularidad, hacía su seña al oficial de color y éste levantaba el hielo para que su señoría bebiera.
El Gobierno llamó a un solo testigo, Donald Jay, consejero del Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas. El interrogatorio fue breve y anodino. Barbara observaba al jurado. Sus componentes mantenían una expresión de indiferencia, como si lo que ocurría en la sala no les afectara en absoluto.
—¿Su nombre, señor? —preguntó a Jay el fiscal del Gobierno, Crombie.
—Donald Jay.
—¿Es usted consejero del Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas?
—Sí.
—¿En el mes de marzo, cuando Mrs. Barbara Cohen compareció ante el Comité en calidad de testigo, efectuó usted el interrogatorio?
—Sí.
—¿Se la citó y tomó juramento?
—Sí, señor.
—¿Y es verdad que, posteriormente, el expresado Comité de la Cámara decidió en votación citar a la testigo por desacato al Congreso y, con posterioridad a esta votación, se sometió a la Cámara de Representantes en su totalidad, aquí en la capital de la nación y que la Cámara en su totalidad votó apoyar la citación por desacato?
Kimmelman protestó. Cuando se efectuó la votación, no estaba presente más que el quórum indispensable. El acta no debe dar la impresión de que el desacato fue votado por toda la Cámara.
Meadows aceptó la protesta e indicó a Crombie que rectificara los términos de la pregunta y así lo hizo el fiscal. Barbara no alcanzaba a comprender que ello tuviera gran importancia.
—¿Tiene en su poder las notas taquigráficas de la investigación del Comité de la Cámara a la que nos referimos?
—Sí, señor.
—Solicito al tribunal permiso para que el testigo utilice estas notas a fin de refrescar la memoria.
—Concedido —dijo el juez Meadows.
—Mr. Jay —continuó Crombie—, a la luz de esta citación de desacato, ¿puede usted repetir la pregunta que originó la transgresión cometida por Mrs. Cohen?
Barbara trató de ahogar la risa. Kimmelman le dio un codazo y protestó.
—Eso sería sacar sus palabras del contexto, Señoría. Solicito que se lea el acta completa.
—Puesto que el acta está a la vista, puede usted solicitarlo cuando repregunte. No veo necesidad de hacerlo ahora.
—No te rías, Barbara —susurró Kimmelman—. Los del jurado no te pierden de vista.
—Transgresión. Es una palabra tan tonta como todo lo demás.
—Es corriente aquí.
—Prosiga, Mr. Jay —decía Crombie.
—El congresista Drake dijo:
«Mrs. Cohen, tenga la bondad de dar al comité los nombres de las personas que allegaron fondos a la colecta.
»Respuesta de la testigo: —No.
»Donald Jay: —¿Sabe que podemos examinar sus libros y anotaciones?
»Respuesta: —Todas las anotaciones referentes a esas donaciones las tengo en la cabeza. Pero si hubiera libros y papeles, pueden estar seguros de que los destruiría antes de que ustedes pusieran en ellos las manos.
»Congresista Drake: —Mrs. Cohen, ¿se da cuenta de que, al negarse a responder a esa pregunta, incurre en desacato ante este comité?
»Respuesta: —No sé exactamente lo que eso significa, pero si quiere decir que no les respeto ni a usted ni a sus compañeros, es la verdad».
Después de lo cual se dio por terminado el interrogatorio.
Crombie miró a Kimmelman:
—Su testigo.
Ahora, al observarla Boyd Kimmelman, Barbara pudo darse cuenta de lo mucho que en él pesaban sus veintinueve años. A ella no le preocupaba que éste fuera el primer caso importante que Boyd defendía ante un juez. Era un muchacho bajo y fornido, de ojos azules y pelo rubio, que mostraba una marcada tendencia a ponerse de punta a pesar del fijador.
Era teatral por naturaleza y Barbara estaba segura de que había pasado horas enteras ensayando sus ademanes. Hizo su primera pregunta sin levantarse:
—Mr. Jay, de acuerdo con el acta que acaba usted de leer, el congresista Drake advirtió a Barbara Cohen que incurriría en desacato si insistía en no delatar a sus amigos…
—¡Protesto! —gritó Crombie—. La inferencia es inadmisible.
—Ah, ¿sí? —preguntó Kimmelman suavemente.
—Debe rectificar los términos de la pregunta, Mr. Kimmelman —dijo el juez—. Y le advierto que no toleraré que esta sala se convierta en una tribuna política.
Kimmelman asintió.
—De todos modos, el congresista advirtió a Mrs. Cohen que estaba cometiendo desacato. ¿Es verdad, Mr. Jay?
—Lo es.
—¿Podría el taquígrafo leer la respuesta de Mrs. Cohen?
El taquígrafo leyó:
—«No entiendo lo que eso significa exactamente…».
—Es suficiente —dijo Kimmelman poniéndose en pie y acercándose a Jay—. Y cuando ella dijo eso, Mr. Jay, ¿no pensó usted que debía explicarle qué significa desacato al Congreso?
—No, señor. Se le hizo una pregunta y ella se negó a responder.
—Pero usted había asistido a muchos interrogatorios, y ella, no; éste era el primero. ¿No consideró necesario explicarle la gravedad de la situación, el significado de una votación de desacato en el Congreso, ni que un día podía verse sometida a juicio y expuesta a una sentencia? ¿No le pareció necesario informarla de esto?
—Tenía a su abogado al lado. La respuesta es no.
Kimmelman se volvió hacia el jurado.
—¿Cuál es la finalidad del Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas, Mr. Jay?
—¡Protesto! —saltó Crombie.
—No se admite —dijo el juez.
—Tiene que autorizar la pregunta —susurró Baxter—. Quiere un sumario limpio, sin puntos que puedan rebatirse.
—Crear una legislación que proteja de la subversión a los ciudadanos de este país.
—Muy laudable. Si no estoy mal informado, el comité fue creado en el mes de mayo de mil novecientos treinta y ocho.
—Eso creo.
—Lo cree. ¿No sabe cuándo se creó el comité para el que trabaja?
—Sí; mil novecientos treinta y ocho.
—Hace diez años. Hace mucho tiempo. Estábamos en una depresión, salimos de la depresión y luchamos en una larga y terrible guerra que, por cierto, se llevó cuatro años de mi vida.
—Puede ahorrarse los detalles biográficos, Mr. Kimmelman —intervino ásperamente el juez Meadows.
—Sí, Señoría. Mr. Jay, durante esos diez largos y azarosos años, ¿cuántas leyes redactó y sometió al Congreso el Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas? ¿Una, dos, diez, o ninguna?
Antes de que Kimmelman acabara de hablar, Crombie ya estaba de pie, protestando. Meadows pidió a los dos letrados que se acercaran al estrado.
—¿Qué espera usted conseguir con ese tipo de preguntas, Mr. Kimmelman? —preguntó el juez en voz baja.
—Me propongo demostrar que este comité ha defraudado el fin para el que fue creado y que ahora, en desafío a la Quinta Enmienda, actúa como Cámara de la Estrella, cuya única finalidad es inducir a los testigos a la autoincriminación o hacerles víctimas del abuso cometido por el comité en el ejercicio de su facultad de acusar por desacato.
—En esta sala, no, Mr. Kimmelman.
—Creo que la Constitución me autoriza a ello, Señoría. ¿Puedo preguntar respetuosamente por qué no?
—Porque aquí no se juzga al comité de la Cámara, Mr. Kimmelman, sino a su cliente. Estoy seguro de que usted no lo olvida.
—De todos modos, con el mayor respeto, Señoría, mi deber es defender a mi cliente y ésta es mi única defensa constitucional.
—Estoy seguro de que sabrá usted encontrar otro enfoque. Recuerde que cuando un abogado con licencia para ejercer en otro Estado, en su caso, en California, defiende un caso ante un tribunal federal del distrito de Columbia, lo hace por un privilegio que le concede el tribunal. Estoy seguro de que no hará usted nada que me induzca a cuestionar ese privilegio, Mr. Kimmelman.
—No, Señoría.
Crombie sonrió y volvió a su mesa.
Kimmelman no tenía más preguntas para Jay y Crombie, magnánimamente, renunció al segundo interrogatorio, como si el simple testimonio de un solo testigo fuese todo lo que requería la ocasión.
El juez anunció que la sesión se reanudaría a las dos.
Durante el almuerzo, Boyd Kimmelman lloraba sin lágrimas.
—¡Soy un genio! —exclamó—. ¡El joven prodigio, decidido a escribir una página gloriosa de la jurisprudencia, el brillante abogado californiano que iba a destruir el comité de la Cámara! ¡Un imbécil, un perfecto imbécil! Y a ti te he hecho un flaco servicio, Barbara. ¡Esa vieja momia indecente!
—Tú no podías prever eso —dijo Baxter—. Has hecho lo que tenías que hacer, Boyd.
—¡Oh, no, no! Debí figurármelo. Era elemental. ¿Por qué no lo vi?
—Pero todavía no ha terminado, Boyd —dijo Barbara—. Sé cómo te sientes; pero ahora me llamarás a declarar…
—No sé.
—¿Por qué no? Dices que lo que ha ocurrido esta mañana nos obliga a descartar la posibilidad de invocar la Constitución. ¿No puede haber en mi testimonio algo que nos permita invocarla?
—No es tan fácil, Barbara —repuso Baxter—. Vaya como vaya el juicio, trataremos de llevarlo al Supremo sobre una base constitucional. No es necesario que aparezca en el sumario. El plan de Boyd era obligar a Meadows a afrontar aquí mismo el planteamiento de anticonstitucionalidad y aceptarlo o situarse en una posición falsa. Pero el juez es zorro viejo y no ha picado. No me gusta la idea de que subas al estrado.
—¿Cuál será el veredicto si no subo?
Como ninguno de los dos hombres respondiera, ella dijo:
—Culpable, ¿no? Pero si declaro, por lo menos tendré una posibilidad.
—Sí, una posibilidad —convino Kimmelman—. Pero, desengáñate, si sales, Crombie te preguntará si eres miembro del Partido Comunista.
—Dijiste que no podía preguntarlo.
—Puede y no puede. Lo preguntará, yo protestaré, el juez apoyará mi protesta; pero el jurado habrá oído la pregunta.
—¿Y es eso tan terrible?
—Opino que sí.
—Y están las actas —añadió Baxter—. Crombie sacará a relucir la declaración de Manuel López. Nosotros protestaremos, pero el jurado lo habrá oído. Además, existe la posibilidad de que el juez acepte la pregunta.
—No puedo creer que no podamos convencer a uno solo de los doce miembros del jurado de que mi proceder es, ni más ni menos, el de una persona decente —dijo Barbara—. Si es así, ¿qué nos ha ocurrido?
—Hay un clima de miedo —murmuró Baxter.
—La mayoría son funcionarios, Barbara; pero la decisión debes tomarla tú. Si no declaras, no tenemos muchas posibilidades. Si declaras, no lo sé. De todos modos, no puedes empeorar las cosas.
—Vamos a arriesgarnos —sonrió Barbara—. Y vosotros, ánimo. Bajo la fría coraza del juez Lansing Meadows tiene que haber una persona de carne y hueso.
Pero, al sentarse en el estrado de los testigos y ver de cerca la inexpresiva cara del juez, Barbara empezó a dudar de su humanidad. «De todos modos, yo que siempre me pregunté qué se siente al subir aquí, ahora ya lo sé. Que es una idiotez. Y si es ese jurado…».
Miró al jurado. Asombroso; ni uno solo de sus miembros sostuvo su mirada. Miraban al vacío.
—Mrs. Cohen —le dijo Kimmelman—, según la declaración de míster Donald Jay, el Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas le pidió los nombres de dieciocho personas y usted se negó a darlos. ¿Es correcto?
—Sí.
—¿Quiénes eran esas dieciocho personas? No le pido sus nombres. Es una pregunta de carácter general, qué relación tenía usted con ellas y qué clase de personas son en el contexto social.
—Son amigos míos. Personas a las que he conocido por residir en San Francisco o por razón de mi trabajo en la Fundación Lavette. Profesionales, médicos, empresarios, maestros, amas de casa, sindicalistas.
—Comprendo. ¿Y a todas las conoce personalmente?
—Sí, a todas.
—¿Cree usted que alguna de estas personas se entrega a actividades subversivas o supone una amenaza para el Gobierno de los Estados Unidos o para nuestras instituciones?
Antes de que Kimmelman terminara la pregunta, Crombie ya estaba protestando.
—Supone una conclusión.
—No conteste a esa pregunta —dijo el juez.
—Está bien. Según la declaración prestada por usted ante el comité de la Cámara, la Fundación Lavette hizo varias donaciones en efectivo al Hospital del Sagrado Corazón de Toulouse, una ciudad francesa. ¿Puede decirnos algo sobre este hospital?
Crombie protestó.
—No se admite. Usted mismo abrió la puerta, Mr. Crombie. —Y a Kimmelman—: Repita la pregunta en otros términos. Aquí no tolero discursos ni declaraciones. Lo guardaremos para el resumen. Haga preguntas específicas.
—¿Cuál fue la primera vez que entró en contacto con ese hospital, Mrs. Cohen? —preguntó Kimmelman.
—En la primavera de mil novecientos treinta y ocho, cuando mi prometido, Marcel Dubois, fue ingresado en él a causa de una herida en una pierna, recibida en España. Era corresponsal del periódico francés Le Monde. Yo me encontraba en París cuando recibí la noticia y me fui a Toulouse inmediatamente. Él murió en ese hospital.
—¿Estuvo bien atendido en el hospital?
—Sí. Los médicos y las monjas eran muy buenos y cariñosos.
—¿Monjas? ¿Era un hospital católico?
—Sí. Estaba atendido por religiosas.
—Comprendo. Dígame, ¿cómo se inició la relación entre la Fundación Lavette y el hospital del Sagrado Corazón?
—El doctor Charles Lazaire, el cirujano que trató de salvar la vida a mi prometido, me escribió a San Francisco para contarme el grave problema que tenían con los refugiados republicanos de España y la falta de medios de que adolecía el hospital. Yo expuse el caso al consejo de la Fundación Lavette y se acordó que destinaríamos unas sumas al hospital para atender a los refugiados republicanos y a sus familias.
—Comprendo. Ahora bien, según su declaración, entre este grupo de dieciocho personas se recaudó una cantidad de alrededor de doce mil dólares, para la compra de penicilina y otros medicamentos. ¿Por qué no se hicieron esas compras a través de la Fundación?
—Por falta de tiempo. Las medicinas se necesitaban urgentemente. Una donación de la Fundación requiere mucho papeleo y, si los fondos se destinan a una organización extranjera, las cosas se complican más todavía.
—¿Cómo fueron recaudados entonces esos doce mil dólares?
—Llamé a varios amigos y les expuse el problema y el dinero se recaudó aquella misma noche.
—Diga, ¿es verdad que hace tres semanas esas dieciocho personas cuyos nombres se niega usted a facilitar al comité de la Cámara se reunieron en el apartamento de uno de ellos en la ciudad de San Francisco?
—Sí.
—¿Había sido usted informada de la reunión con anterioridad?
—No.
—Entonces, ¿fue usted a la reunión sin saber cuál era su finalidad?
—Sí.
Barbara esperaba que Crombie protestara; pero el fiscal escuchaba atentamente. Su ayudante, un muchacho sentado a su lado, le dijo unas palabras al oído. Crombie movió negativamente la cabeza. Era evidente que estaba intrigado por el interrogatorio y quería saber adónde conducía.
—¿Y cuál era el objeto de la reunión?
—Mis amigos conocían mi dilema. Decidieron hacer una declaración a la Prensa dando sus nombres.
—¿Y usted qué les dijo?
Barbara observó que el joven sentado junto a Crombie cuchicheaba otra vez con vehemencia, y nuevamente Crombie le hacía callar con un gesto.
—No conteste a eso —dijo el juez. Y a Crombie—: Mr. Crombie, aquí ha lugar una protesta.
—Prefiero oír la respuesta de la testigo —repuso Crombie.
—Puede responder —dijo el juez.
—Rehusé el ofrecimiento. Les dije que la única forma de salir de este trance era que yo diera los nombres, y eso no pensaba hacerlo. Les di las gracias y les disuadí de su propósito.
—¿Por qué se negó usted a dar esos nombres al Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas si era evidente que las personas implicadas no temían represalias?
—Porque yo tengo que seguir viviendo con mi conciencia —dijo Barbara con suavidad—. Si me convierto en delatora, pierdo algo que me es precioso: la propia estimación. Nadie puede exigirme tal cosa, ni el Congreso ni el comité. Por lo que respecta a esas personas, su peligro debía juzgarlo yo. Yo les había pedido el dinero. La responsabilidad era mía, no de ellos.
—Muchas gracias —dijo Kimmelman—. No haré más preguntas.
Volvió a su mesa. Baxter susurró:
—Excelente, Boyd. Muy bien.
—Sí. Que Dios nos asista ahora.
Crombie se puso en pie y se quedó mirando a Barbara.
—Observa ahora —dijo en voz baja Kimmelman.
—¿Es usted miembro del Partido Comunista, Mrs. Cohen?
—¡Protesto! —gritó Kimmelman.
—Tache esa pregunta —dijo el juez al taquígrafo.
—¿Podemos acercarnos al estrado? —preguntó Crombie.
El juez asintió, y Crombie, Baxter y Kimmelman se acercaron al estrado.
—Esa pregunta fue hecha durante la investigación —dijo Crombie—. Hemos abierto el testimonio. Creo que la pregunta es admisible.
—Ella lo negó —adujo Kimmelman—. Lo negó bajo juramento. Si existen pruebas de lo contrario, ¿por qué no formula el Gobierno acusación de perjurio?
—Lo he preguntado tan sólo para sentar una base. La cuestión se suscitó varias veces en su declaración ante el comité de la Cámara.
—¿Puedo ver esa declaración? —preguntó el juez.
Crombie le entregó el acta impresa y el juez la hojeó. Los otros tres hombres esperaron. Finalmente, el juez dijo:
—Lo siento, Mr. Kimmelman, voy a tener que autorizar la pregunta. Usted podrá volver sobre ello en el segundo interrogatorio.
—Entonces solicito respetuosamente que conste en acta mi protesta.
Crombie pasó lentamente por delante de Barbara y, mirando al jurado, preguntó:
—Mrs. Cohen, ¿es o ha sido usted alguna vez miembro del Partido Comunista?
—No; ni lo soy ni lo he sido.
—¿En mil novecientos treinta y nueve aceptó una misión del Partido Comunista francés que la llevó a la Alemania nazi?
—Protesto —dijo Kimmelman.
—No ha lugar.
—No era una misión…
—Conteste sí o no. ¿Aceptó una misión del Partido Comunista francés en mil novecientos treinta y nueve?
—No puedo contestar con un simple sí o no a esa pregunta.
—¿Era su objetivo ponerse en contacto con el Partido Comunista de Alemania?
Transcurrió un largo momento y el juez dijo:
—Conteste, Mrs. Cohen.
—Sí.
Crombie se encogió de hombros.
—No haré más preguntas.
—¿Cuál era su profesión en mil novecientos treinta y nueve? —preguntó Kimmelman.
—Era periodista. Corresponsal de Manhattan Magazine.
—¿Y entró en Alemania en calidad de periodista, enviada por su revista?
—Sí.
—¿Quiénes eran Claude y Camille Limoget?
—Eran periodistas, amigos de mi difunto prometido.
—¿Qué relación tenían con usted?
—Social. Iban a mi casa y solíamos tener acaloradas discusiones.
—¿Acaloradas discusiones? ¿Por qué?
—Porque ellos eran comunistas, y Marcel y yo, no.
—¿Y no obstante podían ser amigos?
—Entonces eso era posible en Europa, en Francia por lo menos.
—Y puesto que usted tenía que ir a Alemania como periodista, ¿qué le pidieron sus amigos Claude y Camille Limoget?
—Dijeron que todas las comunicaciones entre el Partido Comunista francés y el Partido Comunista alemán estaban rotas. Deseaban saber si quedaba en Alemania una resistencia organizada. Me dieron el nombre de un profesor de la Universidad, Friedrich Wilhelm, de Berlín, y me pidieron que averiguara si él tenía aún contactos con algún movimiento antinazi.
—¿Y lo averiguó usted?
—No. La Gestapo lo había matado.
—Entonces, ¿usted ni tuvo ni buscó contacto alguno con el Partido Comunista alemán?
—No.
—¿Tuvo algún contacto con el Partido Comunista francés?
—No. Los Limoget fueron los únicos comunistas que traté, tanto en el aspecto social como en cualquier otro.
—Así, pues, la noción de que aceptó usted una misión del Partido Comunista francés, ¿es una invención de Mr. Crombie?
Crombie protestó airadamente, y el juez pidió a Kimmelman que modificara la pregunta.
—¿Usted nunca aceptó una misión del Partido Comunista de Francia en el sentido supuesto por Mr. Crombie?
—No.
—Entonces, ¿por qué arriesgó usted su vida, tal como es de suponer, al tratar de establecer contacto con este profesor alemán?
—Porque estábamos en mil novecientos treinta y nueve —respondió Barbara con acento de cansancio—. Porque todo el mundo parecía estar derrumbándose al paso de los nazis. Porque habían matado al hombre a quien yo amaba y porque los despreciaba a ellos y a cuanto representaban.
—Eso es todo. Muchas gracias —dijo Kimmelman.
Boyd Kimmelman no creía en los informes largos y menos en aquel caso, en el que desde el primer instante advirtió la hostilidad del jurado. Existía sólo una línea muy tenue entre irritarlo y buscar un nervio sensible, un residuo de dignidad humana.
—Mi cliente no es una mujer corriente y yo le haría un flaco servicio si afirmara lo contrario —dijo—. Es una persona de principios que siempre ha vivido de acuerdo con ellos. Desciende de una de las familias más antiguas y más ricas de San Francisco. A los veintiséis años heredó un legado de más de quince millones de dólares, que rechazó y destinó a la Fundación Lavette, institución benéfica de ayuda a la investigación científica y médica. Si hago mención de ello, es únicamente para poner de relieve su sentido de la moral y sus principios.
»Mrs. Cohen es viuda. Su marido murió hace seis meses luchando por el Estado de Israel. Tiene un hijo de corta edad, y para ganarse la vida escribe, estando conceptuada como una artista de talento y sensibilidad. En otras circunstancias, un Gobierno agradecido hubiera tenido a gala recompensarla por su altruismo y generosidad. Nunca ha hecho nada de lo que deba avergonzarse. Por el contrario, toda su vida ha honrado a su país.
»Han escuchado ustedes su declaración. En ningún momento ha tratado de eludir su responsabilidad. No ha negado su acto. Se le hizo una pregunta. Se le pidió que diera los nombres de dieciocho personas amigas que habían confiado en ella. Hacerlo hubiera sido renegar de sus principios. No desafiaba a su Gobierno ni discutía los poderes del Congreso; no obraba por terquedad ni altanería; sencillamente, hacía lo que le dictaba su conciencia. Un gran escritor dijo: «A ti mismo serás fiel y de ello se desprende, como la noche sigue al día, que no puedas tratar al prójimo con falsedad». ¿Debe ser condenada y castigada por ser fiel a sí misma y a los más altos principios de la nación? Creo que no y les ruego que, con benevolencia y comprensión, pronuncien el veredicto de inocencia.
Crombie fue aún más breve, como si el caso estuviera tan claro que no necesitara argumentaciones.
—Somos una nación que funciona con la ley y, Dios mediante, seguiremos siéndolo. El Congreso dicta las leyes y, a fin de construir una legislación que favorezca el bienestar, la salud y la protección de esta nación, está facultado para obtener información. La persona que es citada a comparecer ante un comité del Congreso de los Estados Unidos y que se niega a contestar a una pregunta pertinente al asunto tratado y formulada por el Congreso, incurre en desacato al Congreso. Si suprimimos este poder del Congreso, un poder al que no pueden sustraerse ni los más fuertes, atentamos contra el Gobierno democrático.
»¿En qué momento los principios se convierten en arrogancia? ¿Hemos de suponer que sólo tiene principios Mrs. Barbara Cohen? ¿No los tiene nuestro Gobierno? ¿Nuestra Constitución? ¿Y qué son los principios? ¿Acaso cualquiera puede desafiar al Congreso de los Estados Unidos invocando los llamados principios? ¿Se ha querido insinuar que nosotros, la gente corriente, somos inmorales y canallescos?
»Yo rechazo estas insinuaciones. Tampoco me impresiona la circunstancia de que la acusada proceda de una familia rica. El nuestro es un Gobierno del pueblo, no de los ricos, y si los ricos infringen la ley, que no busquen impunidad. Esta mujer, Mrs. Cohen, reconoce arrogantemente su acto de desacato. Ella misma demuestra su culpabilidad. Aquí únicamente se trata de determinar si se negó a responder a una pregunta que le formuló el Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas. Ya hemos visto que sí. A ustedes les incumbe el resto.
Las instrucciones del juez Meadows no fueron menos concisas:
—Ya han oído el testimonio —dijo al jurado—. Se acusa a Mrs. Barbara Cohen de desacato al Congreso de los Estados Unidos. El desacato en una investigación del Congreso, es la negativa a contestar a una pregunta que sea pertinente a la investigación en curso. Por lo que respecta a la negativa de la acusada a responder a la pregunta formulada, las pruebas no dejan lugar a duda. La pregunta fue hecha y ella se negó a responder. Hoy, en su testimonio ante este tribunal, la acusada se ha reafirmado en su actitud.
»Ello reduce a uno solo los extremos a determinar por el jurado: ¿Era la pregunta pertinente a las atribuciones del Comité de la Cámara de Representantes sobre Actividades Antinorteamericanas? En el momento de su fundación, bajo la presidencia del congresista Martin Dies, de Texas, su finalidad era la investigación de organizaciones nazis, fascistas, comunistas y demás consideradas de «carácter antinorteamericano». Hoy agrupamos su objetivo bajo la calificación más amplia de «subversivas». La finalidad de tales investigaciones es la creación de una legislación apropiada para la protección del pueblo de los Estados Unidos.
»Ya han oído las declaraciones. No deben dejarse influir por consideraciones de índole sentimental. La culpabilidad o inocencia de la acusada ha de determinarse únicamente sobre la base de si la pregunta que le fue formulada era pertinente a las funciones del comité de la Cámara. Si consideran ustedes que así es, deberán emitir un veredicto de culpabilidad.
Sumergida en la bañera del hotel, Barbara se dijo que una civilización que proporciona agua caliente sin limitación no puede ser tan mala. «Soy una delincuente condenada —pensaba—. Sin embargo, no noto la diferencia. En realidad, me alegro de que haya terminado esa estúpida farsa de juicio».
El jurado tardó nada menos que veinte minutos en decidir por unanimidad que la acusada era culpable. Luego, Boyd Kimmelman llevó a Barbara al hotel, mientras Baxter se quedaba hablando con el juez en el despacho de éste.
—Necesito un baño —dijo a Kimmelman—. Y ropa limpia. Me siento sucia, incómoda y desaliñada. Nos encontraremos a las siete en el comedor.
—Barbara —dijo él—, estoy deshecho. Te he hundido. Soy un estúpido y un inútil, pero lo que más siento es haberte fallado.
—Voy a hablarte muy en serio, Boyd. Opino que eres un abogado formidable. Cuando hacías el informe, de buena gana me hubiera escondido en un agujero, de la vergüenza que me daba lo que decías de mí. Espero que te hayas dado cuenta de que todo era mentira. No obstante, tuve que admirar tu elocuencia. Papá me contó una vez un cuento de un miembro de una cofradía que se muere y le hacen un funeral. El oficiante se pone a hablar del difunto con tanta emoción y sentimiento y describe sus sufrimientos con tanta compasión, que todos los que le escuchan lloran a lágrima viva. Todos menos uno, que está impasible. El cofrade que está a su lado le pregunta si no le resulta conmovedora la oración fúnebre. «Mucho —responde el hombre—; lo que ocurre es que yo no soy de esta cofradía». ¿Lo comprendes, Boyd? Ninguno de ellos es de la cofradía, ni el juez, ni el jurado, ni Mr. Crombie. Ya hemos ido a juicio y en parte estoy contenta. Voy a formar parte de un interesante grupo de escritores cuyos libros les han hecho ir a la cárcel.
—No hables así, Barbara; todavía no estás en la cárcel. Ni lo estarás, si yo puedo impedirlo.
—Eres un tesoro. —Él era un poco más bajo y Barbara tuvo que inclinarse ligeramente para darle un beso en la frente—. Ahora, al baño.
Antes de entrar en el baño, Barbara llamó por teléfono a su casa. En San Francisco eran las tres de la tarde y Jean acababa de llegar del parque con Sam.
—¿Cómo estás, Bobby? —preguntó.
—Muy bien. ¿Cómo estás tú y mi hijo?
—Tu hijo está en plena forma. Estoy agotada. Criar a los niños es trabajo de jóvenes. Pero nos hemos divertido. ¿Cómo va ese estúpido juicio?
—Terminó. Soy culpable.
—¡Oh, no, Bobby!
—No te preocupes. Por el momento no pasará nada. Todavía no me han sentenciado y, aunque tenga que ir a la cárcel, Harvey dice que las apelaciones pueden llevarnos de uno a tres años. De manera que todavía no voy a la trena.
—¿Cómo puedes bromear con esas cosas?
—¿Y cómo voy a tomarlas en serio, mamá? Me parecía que era Alicia, juzgada por el rey y la reina de corazones. Harvey se enfadaba conmigo porque me daba risa. Él y Boyd estuvieron magníficos. Realmente, son buenos abogados y ahora están desesperados.
—¿Cuándo regresas, hija?
—Mañana, espero. Pero aún falta saber cuándo me sentenciará el juez. Ya te avisaré. Y haz el favor de no preocuparte por mí.
La idea que Jean tenía de Washington era muy mundana y convenció a Barbara para que metiera en la maleta un traje de cóctel de gasa negra. Barbara se lo puso para bajar a cenar, con zapatos de noche de tacón alto y medias negras. La complacía no sentir abatimiento. Se maquilló con esmero y se recogió el pelo en lo alto de la cabeza. Cuando apareció en el comedor, con un retraso de apenas veinte minutos, Baxter y Kimmelman se levantaron y la miraron sin pestañear.
—No es momento de llorar —les dijo—. Estamos sangrando pero no nos doblegamos. Además, tengo hambre.
—Estás preciosa —dijo Kimmelman.
—Eres muy amable, Boyd. No sé cómo estaréis vosotros, pero yo necesito un «Martini» bien fresco. —Hizo una pausa y añadió—: No hablaremos de la ley y el orden ni de tribunales hasta que terminemos las bebidas.
Después de las bebidas y de pedir la cena, Baxter le habló de su entrevista con el juez Meadows.
—Le insinué que California está muy lejos y que el Gobierno no gana nada haciéndonos ir y venir tantas veces y él accedió a dictar sentencia mañana por la mañana.
—¡Qué considerado!
—¿Cómo estuvo? —preguntó Kimmelman—. Quiero decir si se mostró cordial.
—Muy frío, por desgracia. No le somos simpáticos, tal vez por ser de California o tal vez porque nos considera rojos.
—Tú no, Harvey —dijo Barbara—. Para considerarte a ti radical hay que estar mal de la cabeza.
—No sé si tomarlo como un cumplido o todo lo contrario.
—¿Hablaste con él? —insistió Kimmelman—. ¿Hiciste algún elogio de Barbara?
—Lo intenté. Pero él me dijo que era una incorrección insinuar siquiera que yo pudiera influir en él.
—Si se pincha, saca agua helada.
—O vinagre —añadió Barbara—. Bueno, no te aflijas. Lo que sea sonará.
—Lo que hay que tener presente mañana es que esto es sólo el principio. Llevaremos el caso al Tribunal de Apelaciones y, si lo rechazan, al Supremo. Estoy seguro de que el cargo es improcedente.
—¿Qué es lo mejor que puedo esperar? —preguntó Barbara.
—Una sentencia aplazada indefinidamente y una fuerte multa.
—¿Y lo peor?
—¡Sabe Dios! Hace una semana, hubiera dicho que era imposible que un juez competente te mandara a la cárcel.
—Los escritores de Hollywood han ido a la cárcel.
—Sí, ya lo sé.
A las diez de la mañana, Barbara, Baxter y Kimmelman estaban en la sala del juzgado sin más compañía que dos ujieres. Al cabo de quince minutos, entró el juez Meadows.
—¡Todos en pie! —gritó el alguacil.
Meadows se sentó y miró fijamente a Barbara. Luego lanzó una mirada al negro que levantó el iceberg del día mientras el juez tomaba un sorbo de agua helada.
—En estos momentos se piensa en la contrición —dijo Meadows—. Yo no la considero una delincuente, Mrs. Cohen, sino un producto de estos difíciles tiempos que vivimos. Tomando en consideración que es usted madre y viuda, antes de dictar sentencia quiero preguntarle si estaría dispuesta a purgar el desacato. Puede hacerlo compareciendo ante el Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas y respondiendo a las preguntas que ellos estimen conveniente hacerle. ¿Se avendrá a hacerlo?
—No; lo siento —dijo Barbara.
—En tal caso, no me deja alternativa. La sentencio a pagar una multa de quinientos dólares y cumplir seis meses de prisión en una penitenciaría a designar por el Departamento federal de Corrección. Sus abogados ya han interpuesto recurso, por lo que el tribunal la autoriza a permanecer en libertad bajo fianza hasta que se conozca el resultado de la apelación.