Segunda parte

—No me gusta tratar con judíos —dijo Mr. Kennedy. Era un hombre alto y grueso, con el vientre abultado sobre el cinturón. Llevaba sombrero tejano y traje de algodón blanco mojado de sudor—. Son unos agarrados. —Cerraba el puño para mayor énfasis—. Dinero, siempre dinero. Yo me la juego al venderle esos aviones, Mr. Cohen. Supongamos que usted los saca del país. Eso lo prohíbe la ley. He repasado las leyes últimamente. Soñé que Dios me decía: «Véndeles esos aviones». Pero estaba despierto. Mi esposa puede confirmarlo. Dice que estaba sentado en la cama con los ojos abiertos. Unos ojos como platos. Así que me dije: es palabra de Dios. Pero Dios respeta el derecho del hombre a hacer sus negocios como mejor le convenga mientras no despelleje al cliente. Y a usted no le despellejo. ¿No sabe lo que cuesta ahora cada uno de esos aviones?

Se hallaban sentados debajo del toldo de hojalata situado frente al almacén de Kennedy de materiales para la construcción, cara al desierto que tremolaba por el calor. Bernie se enjugó el sudor de la frente y dijo con suavidad:

—Yo no trato de estafarle, Mr. Kennedy. —Levantó la cartera—. Aquí hay ciento diez mil dólares en billetes de cincuenta y de cien sin marcar. Vamos a hablar claro. Usted no aceptaría un cheque. Dijo que tenía que ser en efectivo.

—Oiga, ¿es que me acusa de hacer transacciones ilegales?

—No, no, no. De ninguna manera. De todos modos, no encontraría usted muchos clientes dispuestos a pagar en dinero contante y sonante sin anotarlo en los libros. Este dinero no figura en los libros de nadie. No encontraría fácilmente una ocasión parecida. Y, cada día que pasa, esos aviones se estropean bajo el sol del desierto. Vaya si se estropean. Preguntamos a la «Lockheed» cuánto costaría ponerlos a punto. Ciento cincuenta mil cada uno, Mr. Kennedy, esos armatostes son ataúdes volantes.

—Pues parecen estar deseando ir de funeral —rió Kennedy—. ¿Cuál es su proposición, Mr. Cohen?

—Hemos reclutado a otros cinco radiotelegrafistas y dos navegantes. Llegarán a Barstow antes de medianoche, pero tenemos que pagarles. Doscientos a cada uno, lo que hace mil cuatrocientos en total. Luego, la factura del hotel para los demás y la comida y no tenemos ni un céntimo más que lo que hay en la cartera. De manera que si usted se mantiene en ese precio, tendremos que dejarlo, pagar las cuentas y buscar en otro sitio.

—¡En otro sitio! ¿Dónde van a encontrar aviones como éstos a este precio? No los hay.

—Me han hablado de dieciséis «C-46» de carga cerca de San Diego. No tienen tanto radio de acción, pero están en mucho mejor estado.

—Cohen, eso es un farol.

Bernie se encogió de hombros y esperó.

—¿Y si se lo dejo en ciento nueve mil?

—No habría nada que hacer.

—¡Puñeta, cómo me revienta hacer tratos con judíos! ¿Cuánto pretende sacar de esa cartera?

—Necesitamos tres mil dólares para gastos. Le doy ciento siete mil dólares. Es mi última oferta. ¿Lo toma o lo deja?

—No se ponga chulo conmigo —replicó Kennedy, irritado—. ¿Cómo sé yo que ese dinero es limpio? Estamos en Barstow, no en Los Ángeles. ¿Y si llamo al sheriff y le digo que tiene usted ahí un maletín lleno de dinero de dudosa procedencia? El sheriff es amigo mío.

—Llámele. —Bernie se encogió de hombros—. Yo sé de dónde ha salido el dinero. Si usted quiere que el sheriff lo compruebe, por mí no hay inconveniente.

—¡Cochino hijo de perra…!

—Es su negocio, Mr. Kennedy.

—¿De verdad piensa llevar esos aviones a Tierra Santa, Cohen?

—Usted sabe que eso es ilegal, Mr. Kennedy —dijo Bernie con paciencia—. Tiene que estar enterado de la declaración de Truman número dos siete seis. Me lo dijo usted mismo. Usted sabe que la ley nos prohíbe sacar esos aviones del país.

—Eso es lo que dice mi abogado.

—Exacto. Ahora supongamos que estando usted bajo juramento le preguntan: ¿Sabía adónde iban esos aviones? Lo único que puede decir es que su plan de vuelo especificaba Melville, Nueva Jersey. Lo cual es perfectamente legal. Vamos a ver, ¿cerramos el trato en ciento siete mil?

—Hijo, le sacaría usted sangre a una piedra. —Movió afirmativamente la cabeza—. Trato hecho. Me ha exprimido y yo he picado.

Aquel mismo día por la tarde, Dan llamó por teléfono a Barbara para decirle que él y Jean cenaban fuera y si quería acompañarles.

—Me gustaría, papá, pero Bernie quedó en llamarme esta noche y no puedo salir de casa. Además, no sé si a estas horas podría encontrar niñera.

—Lástima. Esperaba poder verte.

Parecía deprimido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Barbara.

—Estupendamente.

—Entonces, ya que yo no puedo salir de casa, ¿por qué no venís después de cenar? Os daré postre y café y charlaremos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Dan.

—Está bien. Hasta luego.

Barbara colgó el teléfono con una viva inquietud. Había algo en la voz de su padre… ¿O era su imaginación? Súbitamente, una idea la sobrecogió y subió corriendo a la habitación de Sam. El niño dormía tranquilo. Volvió a bajar y se dejó caer en la silla situada frente al teléfono. ¿Por qué no llamaba Bernie? Sólo hacía dos días que se había marchado y, de pronto, en aquel momento, le parecía una eternidad. No le había echado de menos hasta entonces; a decir verdad, al quedarse sola con su hijo y dueña de su tiempo sintió alivio. Ahora, por alguna razón que no podía explicarse, su talante había cambiado. Cuando se casó con Bernie, la gente se preguntaba qué había visto en aquel ex sargento sin dinero; pero Dan le dijo entonces: «Has encontrado a un hombre, Bobby; te comprendo». Pero no era cuestión de hombría, valor o decisión. Él era una persona recta y sincera que la quería de verdad y que no se parecía a casi ninguno de los hombres que ella conocía. «Es como es —se decía—. ¡Maldito seas, Bernie, llama ya de una vez!».

Casi como si respondiera a su conminación, el teléfono empezó a sonar y Barbara levantó el auricular antes de que terminara la primera señal.

—¿Bernie?

—Hola, Bobby, ¿cómo estás? ¿Cómo está Sam?

—Los dos estamos bien. Muy bien. Sam está durmiendo, y yo, sentada delante del teléfono, tratando de hacer que suene. ¿Dónde estás, Bernie?

—En Barstow. Todo marcha bien. Hemos cerrado el trato de los aviones y los chicos han estado trabajando en ellos todo el día.

—Me aterran esos aviones. ¿Tú crees que volarán?

—Como pájaros. Puedes estar segura.

—¿Y tú cómo te sientes?

—Estupendamente. Os echo de menos a ti y al niño. ¡Y cómo! Pero necesitaba esto. Se me estaba pudriendo el alma. No tiene nada que ver contigo, Bobby, ni significa que no te quiera, créeme.

—Lo comprendo.

—Vuelvo a sentirme vivo. Es una grata sensación.

—Conozco esa sensación, Bernie.

—También siento remordimiento.

—Déjate de remordimiento. Termina pronto y vuelve entero.

—Eso pienso hacer —dijo él—. Todo va viento en popa. Ahora tenemos un radiotelegrafista en cada avión. Esto era lo que más me preocupaba. Sólo nos faltan dos navegantes, pero ya nos arreglaremos.

—¿Cuándo os vais?

—Mañana al amanecer. Hace buen tiempo en todo el país y estaremos en Nueva Jersey antes de las cuatro, hora del Este. Escucha, Bobby, no tuve ocasión de hablar con tu padre. Estaba tan ofuscado con la operación, que no me paré a pensar en la enormidad de lo que pedíamos y él me dio ciento diez mil dólares sin pestañear siquiera. ¡Eso es portarse!

—Sí; a mí me pareció espléndido.

—Pero ¿por qué, Bobby? ¿Sabes por qué lo hizo?

—A medias. Es un hombre extraño y ha tenido una vida extraña. No actúa como la mayoría de la gente.

—Y que lo digas. ¿Le darás las gracias? Quiero que comprenda que no olvidaré eso.

—Intentaré hacérselo comprender, Bernie.

—Te quiero, Bobby. A mi manera, estúpido y neurótico, pero te quiero.

—Estimo eso en lo que vale. Tú también tienes cosas que yo admiro, Cohen. No muchas, pero algunas, sí.

—Pensaré en eso. Que Dios te bendiga.

Barbara colgó el teléfono, se apoyó en el respaldo de la silla, estiró las piernas y cerró los ojos. Aquella noche daría las gracias a Dan. «Papá, quiero darte las gracias por ser tan idiota como mi marido». No; así no. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Para pagar una deuda contraída con Mark Levy? Esto era una romántica estupidez. No se podía pagar deudas a los muertos. Debía de haber otras razones, profundas e imperativas. Barbara se preguntó si alguna vez habría comprendido a su padre y los motivos que lo guiaban. ¿Lo conocía realmente? Recordaba un incidente muy antiguo, ocurrido poco antes de que él y Jean se divorciaran. Él la invitó a cenar fuera, los dos solos. Le tendía la mano, desesperadamente, como el que se está ahogando; pero Barbara no se daba cuenta. Ella sólo veía que aquel hombre, su padre, había traicionado a su madre y tenía una amante china. Barbara recordaba muy bien cómo la aterraba aquella situación. Era años antes de que conociera a May Ling y aprendiera a quererla. Entonces sólo sentía repulsión de adolescente. Y, para colmo de vejación —así le parecía entonces—, su padre la llevó a «Gino's», el restaurante en el que solía comer con May Ling, cuyo propietario alabó su belleza de modo extravagante y estuvo hablando con su padre en italiano, lo cual despertó en Barbara temores y resentimientos de carácter étnico. Y ella se revolvió contra su padre como una gata furiosa, arañándole, insultándole, hundiéndole.

El recuerdo hizo que se le saltaran las lágrimas. La imagen de aquel hombre fuerte, magnífico, joven todavía, que con sus manos y su cerebro había conquistado a una ciudad orgullosa e intolerante, acobardado ante el ataque furioso de una colegiala imbécil, le resultaba casi insoportable. ¡Qué poco sabía y qué poco comprendía ella entonces!

Eran casi las ocho. «Basta de este tema», se dijo Barbara. Lo hecho, hecho estaba. Disponía casi de una hora antes de que llegaran sus padres, tiempo suficiente para producir una página de prosa, si no inmortal, por lo menos, aprovechable. Entró en el estudio y se sentó a la máquina.

Faltaba poco para las diez cuando llegaron Dan y Jean. Pocas veces había visto Barbara a su madre tan plácida y satisfecha. Llevaba un vestido nuevo de tafetán azul porcelana y negro, de cuello alto, manga larga y falda fruncida. El gran cuello le enmarcaba los hombros. Barbara la miró con franca admiración y suspiró:

—¡Si yo pudiera tener ese aspecto alguna vez!

A lo que Jean respondió:

—Vamos, niña, yo no soy más que una vieja que trata de disimular. Tú no necesitas disimulos. Nunca adivinarías dónde hemos cenado. Hemos retrasado el reloj hasta el comienzo de todo. En el «Palace», bajo la cúpula de cristal. Oh, reconozco que la cocina ha decaído mucho, pero ya ves. No habíamos estado allí desde mil novecientos once, ¿imaginas? Mil novecientos once y estamos en el cuarenta y ocho.

Dan se dejó caer en una silla. Barbara lo vio cansado, muy cansado. Miraba a Jean con una ligera sonrisa, como se mira a una criatura adorada, sin pedir más que el derecho a estar a su lado, a mirarla. Al advertirlo, Barbara trató nuevamente de comprender cómo podía su padre amar a dos mujeres tan intensa y tan largamente y volvió a pensar que Dan Lavette era un hombre enigmático.

—Aquella noche, él llevaba su smoking —continuó Jean.

—El primero que tuve —dijo Dan.

—Y la primera vez que lo llevaba en una de nuestras citas, Bobby. Ya se lo había puesto otra vez, para ir a una fiesta que dábamos en casa. Por eso se lo hizo, para cenar con los distinguidos Seldon de Nob Hill. Él, un pequeño advenedizo del Tenderloin.

—Papá nunca fue pequeño —protestó Barbara—. Él nació grande.

—Gracias —dijo Dan sacando un cigarro—. ¿No os molesta?

—Preferiría que no fumaras —repuso Jean—. Bueno, si insistes. Lo cierto es que fue nuestra primera salida, que Dan iba de smoking y que me llevó a cenar al «Palace». Y una cena del «Palace» de mil novecientos once, hija, alimentaría hoy a una familia de cinco personas durante una semana. Siete platos, todos con nombre francés y Dan Lavette, a sus veintidós años…

—Aún soy incapaz de entender un menú en francés —murmuró Dan.

—… tan sofisticado. Estoy segura de que pensó que si me ponía morada de tanto comer podría hacer conmigo lo que quisiera. ¿Te acuerdas, Danny, trucha de río, ciervo, codorniz, etcétera, etcétera? Nunca olvidaré la expresión de su cara mientras nos iban trayendo platos y más platos. En aquella época, una cena no era un ágape, sino una prueba de resistencia.

Dan soltó una carcajada. Entonces, Barbara vio que la risa se convertía en una mueca de dolor. Se le cayó de la mano el cigarro que iba a encender y, al agacharse para recogerlo, se quedó doblado.

—Papá, ¿qué te ocurre? —gritó Barbara.

Jean corrió a abrazarle.

—Danny, ¿estás bien? ¿Qué te pasa?

—Tengo un dolor horrible —jadeó él—. Algo que me desgarra aquí dentro. Y el brazo. Me parece que será mejor llamar al médico.

Barbara nunca había visto reaccionar de aquel modo a su madre, siempre tan serena y tan fría: May Ling la llamaba la dama de nieve. Aterrorizada, se asía a Dan que murmuraba:

—Estoy bien, Jeanie. Estoy bien.

Barbara llamó al doctor Kellman y lo encontró en su casa. Después de escuchar su descripción de lo que ocurría, indicó:

—Por lo que me cuentas, parece un ataque al corazón. Pero no os alarméis. Dan es fuerte. Ahora mismo llamo a una ambulancia y voy para allá. ¿Dónde está?

—Sentado en un sillón.

—Ayudadle a tenderse en el suelo. Pero que no se mueva. Yo voy en seguida.

Barbara colgó el teléfono.

—Mamá —dijo con voz neutra—, hazme el favor de dominarte. Papá se pondrá bien. Dice el doctor Kellman que le ayudemos a tenderse en el suelo. Papá —dijo a Dan—, yo te sostendré mientras mamá retira el sillón.

—Puedo levantarme —dijo Dan.

—Ya lo sé; pero lo haremos a mi manera. —Barbara le sujetó por las axilas, asombrada de su propia fuerza y le ayudó a echarse en el suelo mientras Jean retiraba el sillón. Luego dijo a su madre, que la miraba temblando, con el maquillaje escurriéndosele por la cara—: Mamá, sube a buscar una manta de mi cama. Aprisa. —Puso un almohadón debajo de la cabeza de su padre—. ¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

—Fatal. ¿Qué ha dicho el médico? ¿Es un infarto?

—O el «Palace Hotel» que se venga por tu mala opinión de su comida. ¿Qué puede saber él?

La cara de Dan volvió a crisparse de dolor. Alargó la mano y asió con fuerza la de Barbara.

Jean bajó con la manta y entre las dos arroparon a Dan. El doctor Kellman llegó al cabo de diez minutos, seguido al poco rato de la ambulancia. Jean se apoyaba en Barbara mientras el equipo de la ambulancia se llevaba a Dan en la camilla, aplicándole oxígeno con una botella portátil.

—Yo te llevaré conmigo al hospital —dijo el doctor Kellman a Jean—. No sabremos nada a ciencia cierta hasta que hayamos hecho algunas pruebas. Supongo que es un infarto y espero que sea leve, pero, como te digo, no lo sabremos hasta después.

—Sam no puede quedarse solo —dijo Barbara tristemente—. Llamaré a Eloise a primera hora de la mañana. Tú me llamarás desde el hospital, ¿verdad?

—Desde luego. —Jean vaciló—. ¿Aviso a Tom? No sé qué hacer.

—Eso puede esperar.

—Tú llama a Joe.

—Sí —convino Barbara—; pensaba hacerlo.

Jean y el médico se fueron y Barbara cerró la puerta. Experimentó un momento de pánico: primero, su marido; ahora, su padre. Era como si una fuerza extraña quisiera quitarle a sus seres más queridos, los hombres que, según afirmaba el mundo, eran la pared protectora detrás de la que debe mantenerse toda mujer. «En fin —suspiró—, yo nunca he sido de las que se escudan detrás de las paredes y, de todos modos, mis paredes nunca fueron muy sólidas. En realidad, hasta he perdido la costumbre de llorar». Se fue hacia el teléfono para llamar a su hermano Joe.

Joseph Lavette tenía ahora treinta y un años y era hijo de Dan y May Ling. Cuando Joseph tenía diez años, May Ling, incapaz de seguir soportando su situación de amante de Dan, se trasladó a Los Angeles. Dos años después, Jean y Dan se divorciaban, pero aún debían transcurrir otros dos años antes de que Dan y May Ling se casaran. Dan hizo cuanto estuvo en su mano para ser verdadero padre para aquel niño mestizo. Joe Lavette fue a la Universidad, estudió Medicina, fue llamado a filas, hizo su período de internado y residencia en el Sur del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial y poco después de licenciarse se casó con Sally Levy, la hermana de Adam. Hacía dos años que vivían en Los Angeles, donde Joe trabajaba en una clínica gratuita.

Joe cogió el teléfono y Barbara le explicó lo ocurrido.

—Son más de las once. Si encuentro avión, estaré ahí esta misma noche. ¿A qué hospital lo han llevado?

—Al «Monte Sión». Post esquina Scott, cerca de aquí.

—Sé dónde está. ¿Tú podrías alojarme en tu casa esta noche, Bobby?

—Desde luego.

—Si no hay avión, llamaré al hospital para hablar con Kellman y estaré ahí por la mañana.

Al colgar el teléfono, Barbara se preguntó: «¿Se lo digo a Bernie?». Decidió que sería inútil, del mismo modo que había decidido que sería inútil hablarle de la citación del comité del Congreso.

Barbara se sentía incapaz de acostarse. Sabía que no podría dormir. Trató de leer, pero no conseguía concentrarse y después de pasar media docena de páginas sin poder retener ni una sola frase dejó el libro y puso la radio. Giró el mando hasta encontrar una emisora que daba noticias, por si decían algo de Bernie y los aviones. Un congresista estaba hablando de la necesidad de los Estados Unidos de hacer acopio de armas atómicas. Barbara cerró la radio, asqueada. Una y otra vez, tendía la mano hacia el teléfono y desistía. Se quedó dormida, pues eran las dos y media cuando el agudo timbre del teléfono la sobresaltó. Era Joe.

—Estoy en el hospital, Bobby. Papá se salvará. Saldrá de ésta.

—¿Estás seguro, Joe?

—Casi completamente seguro. Todo lo seguro que se puede estar en estos momentos. Está en cuidados intensivos y en una tienda de oxígeno, pero las constantes vitales son buenas. Ha sido un infarto bastante fuerte y tendrá que guardar cama una temporada, pero es fuerte como un toro y se repondrá. ¿Te he despertado?

—No estoy en la cama, Joe. Te espero.

—Ahora acompañaré a Jean a su casa y le daré algo para calmarla. Está deshecha. Luego iré para allá.

—Gracias, Joe. Y gracias por venir.

—No es que yo haya hecho algo. Kellman es muy bueno. De todos modos, me siento mejor estando aquí.

Barbara volvió a dormirse. Eran más de las tres cuando Joe llamó a la puerta. Se quedaron en la cocina tomando café casi hasta el amanecer. Barbara contó a Joe lo de Bernie y también lo de la citación.

—Las desgracias nunca vienen solas. Pobrecilla.

—Yo no lo veo así —repuso Barbara—. Nuestro matrimonio no funcionaba. Las cosas iban de mal en peor. Es muy triste ver cómo se hunde un matrimonio cuando odias a tu marido. Pero si le quieres como yo quiero a Bernie, entonces es horroroso, Joe. Y por lo que se refiere a la citación, Harvey Baxter dice que no hay por qué preocuparse. Evidentemente, alguno de los miembros de ese Comité Antinorteamericano sabrá leer lo suficiente como para leer mi libro y enterarse de lo que me pasó en Europa, y dice Harvey que citar a la gente célebre, aunque no es que yo lo sea, y organizar un número de circo. A decir verdad, este asunto me produce cierta excitación. Me siento como cuando fui a Alemania en mil novecientos treinta y nueve, un poco asustada y un mucho curiosa por ver a la fiera en su caverna.

—¿Lo sabe papá?

—Sabe lo de Bernie, desde luego, pero no lo de la citación. Tú eres el único a quien se lo he dicho además de Harvey Baxter. Supongo que cuando vaya a Washington vendrá en todos los periódicos, pero hasta entonces no quiero preocuparme y, desde luego, no creo que a papá le convenga enterarse ahora.

Con diez años de guerras a sus espaldas, Bernie Cohen no era piloto, ni navegante, ni radiotelegrafista, por lo cual iba de pasajero en uno de los diez grandes «C-54» que, uno a uno, fueron despegando de la pista del desierto. Volaban con la proa hacia el sol, que acababa de asomar por el horizonte. El avión de Bernie estaba pilotado por un tal Jerry Fox, un muchacho delgado, pelirrojo y pecoso que aparentaba dieciocho años, tenía veintiséis y había servido en la Décima Fuerza Aérea. El navegante, que también hacía las veces de radiotelegrafista, se llamaba Al Shlemsky y era un hombre moreno y taciturno de treinta años, nacido en el distrito de Williamsburg de Brooklyn, que se fue a Palestina a los dieciséis años y que, al igual que Bernie, sirvió en el Ejército británico. Después de la guerra volvió a Palestina y se alistó en el Irgún, organización terrorista que mandaba Menachem Begin. Fue capturado por las fuerzas de ocupación británicas y estuvo prisionero en la prisión central de Jerusalén durante siete meses.

—Estaba allí cuando ahorcaron a Dov Gruner —indicó a Bernie, mientras sus ojos oscuros parecían mirar hacia dentro—. Colgaron a cuatro de los nuestros: Gruner, Drezner, Alkochi y Kashani. No podíamos creer lo que estaba ocurriendo. Eran soldados que luchaban por su patria. Y a nosotros siempre se nos dijo que los ingleses eran civilizados. El día en que los fueron a buscar a la celda para ahorcarlos, les oímos cantar el Hatikvah. Alguien nos gritó lo que ocurría y todos nos pusimos a cantar. Éramos noventa cantando el Hatikvah en aquella asquerosa cárcel. Recuerdo que yo lloraba mientras cantaba. Un mes después, me soltaron y vine a los Estados Unidos para ver a mi madre que se estaba muriendo. Es gracioso, ella era una sencilla judía ortodoxa, amable y pacífica que no comprendía qué había ido a hacer yo a Palestina. No supe explicárselo. Luego me enteré de que estos chicos de la Haganah buscaban pilotos y navegantes y aquí estoy.

Jerry Fox, el piloto, era diferente. Él se divertía enormemente.

—Nunca había volado en una de estas cafeteras —dijo a Bernie—, pero son un encanto. Son más manejables que los «17-G» y aquí no hay nadie que me grite. Hice veintidós salidas con los «17-G». Yo te aseguro, Cohen, que esto es mucho mejor que West Covina. ¿Has estado en West Covina?

Bernie movió negativamente la cabeza.

—Tienes suerte. Está en las afueras de Los Angeles. Allí vive mi familia. Papá tiene una ferretería. Cuando me licenciaron, volví al Colegio Universitario de Pomona. Los finales de semana tenía que ayudar en la tienda. Aquello me consumía. A mí lo único que me gusta es volar, pero cualquiera encuentra trabajo con diez mil pilotos en paro. Entonces se presentó esto. Con tal de volar con este armatoste, hasta pagaría. Lo más gracioso es que tampoco soy tan judío. Mi padre lo es; pero mi madre es irlandesa y a mí me educaron como católico. Colegio parroquial y demás… Y aquí estoy, camino de Palestina. Si no es el colmo.

Bernie, sentado en el lugar del copiloto, con las montañas Rocosas debajo y los otros aviones alineados a derecha e izquierda, pensó que si hacía una semana alguien le hubiera dicho que ahora estaría allí, hubiera desechado la idea como un sueño disparatado.

Sally Lavette, la esposa de Joe, era una mujer extraordinaria, afirmación que el propio Joe hubiera sido el primero en corroborar. En primer lugar, a los trece años decidió que se casaría con Joe, contra viento y marea. Por aquel entonces, él trabajaba durante el verano en las bodegas de Higate. A los trece años, Sally era una jovencita delgada, pecosa y rubia, que deploraba su carencia de busto y rellenaba el sostén con algodón. A los veinte, cuando se casó con Joe, Sally era una muchacha alta, esbelta, rubia y con los ojos azules, que no necesitaba rellenos. A los catorce dedicaba a Joe sonetos que copiaba de Elizabeth Barrett Browning y firmaba alegremente Sally Levy; a los veinte, publicó su primer libro de poesías que fue aclamado por la crítica y le reportó un beneficio de ochenta y seis dólares nada menos. Era lista, vivaz, cáustica, impetuosa y romántica. Cuando se casó, comunicó a su marido que pensaba darle diez hijos y, tras el nacimiento del primero, redujo la cifra a tres.

Sally tenía muchas ilusiones, una de ellas, la de vivir en San Francisco en una casa parecida a la de Barbara, a quien adoraba, y, a poder ser, a poca distancia. Y en esa casa instalaría Joe su consultorio. Aquél era el sitio ideal para un médico. Pero Joe tenía otros planes, lo cual fue causa de su primera pelea en la que se enfrentaron el temperamento explosivo y apasionado de ella y la fría testarudez de él, seguida de una reconciliación lacrimosa. Joe tenía sus propios planes, planes que había madurado durante su larga y penosa permanencia en el Pacífico. Él quería abrir una clínica en East Los Ángeles, zona llamada «el Barrio» y habitada por inmigrantes mexicanos o «chicanos», como se llamaban ellos en el sur de California. No quería oír hablar de Russian Hill ni de un lucrativo consultorio en San Francisco. Joe no conservaba buenos recuerdos de la ciudad y no había olvidado las historias que le contaba Feng Wo, su abuelo, del odio contra los chinos que existía en la ciudad. Él se había criado en Los Ángeles y sentía por la ciudad un cariño que Sally no podía comprender.

Joe pidió una donación a la Fundación Lavette, con la que compró un viejo almacén de ladrillo de una sola planta en Boyle Avenue y formó sociedad con Frank González, antiguo condiscípulo de la Facultad y compañero del Ejército. Entre los dos convirtieron el viejo almacén en una clínica de barrio, con salas de reconocimiento, rayos X, una sala de operaciones para cirugía menor y unas cuantas camas para urgencias. Cobraban unos honorarios casi simbólicos a los que podían pagar, y a los que no podían, les atendían gratuitamente. Para González, un chicano serio, bajo y moreno, aquella clínica era la ilusión de su vida hecha realidad, y miraba a Joe Lavette como los Apóstoles debían de mirar al Maestro. Sally, que estaba convencida de que su marido era casi un santo, aceptó la situación y procuró adaptarse. Hasta que nació la niña, pasaba varias horas al día detrás del mostrador de Recepción de la clínica. Joe y ella habían comprado una casa muy pequeña cerca de Silver lake, un lugar de East Los Angeles que no era un lago, sino un gran estanque de cemento rodeado de una cadena a modo de valla e hileras de casas lúgubres. Sally no se acostumbraba a aquel lugar. Joe opinaba que tenían que vivir en East Los Ángeles y, mientras formara parte del barrio, lo mismo daba un lugar que otro. Sally, que había vivido siempre en el valle de Napa, encontraba Silver Lake horrendo, aún más que la zona de la clínica.

Sally aún mantenía en la Recepción un turno de dos días a la semana. Se llevaba a la niña y la dejaba en el cochecito al lado de su escritorio. Era una madre tranquila y sin manías y May Ling, una niña plácida y contenta. A la mañana siguiente a la que Joe se fuera a San Francisco para estar con su padre, Sally puso a la niña y la cuna plegable en el coche y se dirigió a la clínica. La mayoría de sus poesías las había escrito sentada ante la mesa de Recepción. Aquel lugar la fascinaba, repelía e irritaba; pero Sally tenía la facultad de verse desde el exterior y, a sus ojos, la imagen de la futura poetisa más importante del país, todavía desconocida, trabajando en una clínica de Boyle Heights, resultaba romántica e interesante. No conocía muy bien al padre de Joe, pero le era simpático y la idea de que pudiera estar muriéndose la entristecía, dentro de lo que cabía desde luego. Se alegró cuando González le dijo que Dan se salvaría.

—Joe me llamó —explicó.

—¿Y por qué no me llamó a mí?

—Eran más de las dos. A mí me llamó para pedirme que viniera temprano para sustituirle. Ya conoces a Joe. A ti no te llamaría de madrugada.

—Sí; ya conozco a Joe.

—La niña se ha dormido —dijo González—. ¿Por qué no la pones en la sala de rayos X? Allí nadie la molestará.

—No, gracias; no quiero exponerla a radiaciones.

—Sally, cuando el aparato no funciona no hay radiación.

—Eso es lo que tú dices.

González suspiró y desistió de convencerla. Horas después, Sally llevó a May Ling al despacho de Joe para darle el pecho. Cuando nació la niña, el médico sugirió que la criase con biberón, que entonces era lo más corriente; pero Sally se negó. Por primera vez en su vida estaba satisfecha del tamaño de sus pechos y no quería hacer nada para reducirlo. Por fin podía usar sujetadores del ochenta y cinco y librarse de su complejo de mujer lisa.

Hacia las nueve había mucha actividad en la clínica, y a mediodía el trabajo disminuía. Entonces, una de las enfermeras, Jessica Tamal o Roberta Syznick, relevaba a Sally para que pudiera dar de mamar a May Ling. Mientras daba el pecho a la niña en el despacho de Joe, alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿Sally? Me han dicho que estabas aquí. Soy Billy Clawson. ¿Puedo entrar?

—¿Billy Clawson? No lo creo. Pasa, pasa.

Él entró en el despacho y cerró la puerta. Luego, al verla, se quedó cortado y fue a salir otra vez.

—Será mejor que vuelva luego.

—¡Por Dios, Billy! —exclamó Sally con impaciencia—. ¿Es que nunca habías visto mamar a una criatura? ¿O está prohibido a los clérigos? No seas tonto, tu hermana está casada con mi hermano, de modo que somos de la familia. Siéntate. En seguida termino.

Él tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada. Se sentó y volvió la cara, para dejar a Sally fuera de su campo visual. Ella nunca le había visto vestido de aquel modo, con jersey de cuello alto, pantalón de algodón y unos zapatos viejos. Siempre le pareció un poco ridículo, una caricatura de hombre inofensiva y amable, sin hostilidad ni ambición; ahora pensó que nunca le había mirado realmente o, si le había mirado, no le había visto. Tenía la cara larga y una mata de pelo castaño. «No es guapo —pensó—, pero resulta simpático, con esos ojos oscuros y solitarios». Ésta fue su descripción: ojos solitarios. La frase le gustaba. Las palabras, y en especial los adjetivos, siempre fascinaron a Sally.

Billy Clawson le dirigía miradas furtivas. Ella contempló el pecho que May Ling empezaba a soltar, chupando ya mecánicamente, sin ganas, con la cara sonrosada y los ojos cerrados, y se dijo que bien valía alguna que otra mirada furtiva, pues era bonito y redondo. Sally se cubrió y puso a May Ling en el cochecito.

—Al fin y al cabo, yo no tuve lo que se dice pecho hasta los diecisiete años —dijo a Billy—. Y nunca comprenderé por qué han de taparse las mujeres lo mejor que tienen. —Se abrochó el sujetador y la blusa—. Claro que fue idea de los hombres. Hatajo de hipócritas y santurrones…

—¿Siempre dices cosas tan fuertes?

—En realidad, tú y yo no habíamos conversado nunca, Billy. Te advierto que hoy estoy muy modosa. Dime, ¿qué te trae por aquí? Éste es el último lugar del mundo en el que esperaría encontrarte. Esto es Boyle Heights, Los Ángeles, «el Barrio», los bajos fondos. ¿Sabes que curamos más heridas por arma blanca que ningún otro dispensario de la ciudad?

—He venido a ver a Joe y me dicen que está en San Francisco porque su padre ha tenido un infarto. Lo siento mucho. A Mr. Lavette no lo he visto más que un par de veces y me pareció un hombre con mucha personalidad y una gran vitalidad. A estas personas no las imaginas enfermas.

Sally le sonreía.

Billy movió la cabeza, confuso.

—Perdona —dijo Sally—. Es que me hace gracia tu modo de hablar, no creas que soy insensible a la desgracia ajena, Billy. Aprecio mucho a Dan Lavette. Además, dice Joe que ya está mejor. ¿Has almorzado?

Billy movió negativamente la cabeza, todavía más confuso.

—Aquí tengo un bocadillo enorme —dijo Sally, abriendo el paquete—. Jamón y queso con pan de centeno. Toma la mitad, haz el favor. También he traído un termo de café porque no soporto el que hacen aquí. Anda, que no podría con todo.

Aquél era su primer encuentro mano a mano con Sally Lavette, y Billy no estaba preparado para ello. Aceptó el medio bocadillo porque no sabía cómo decir que no.

—¿Puedo serte útil en algo? —preguntó Sally—. Quiero decir, si es que has hecho el viaje para ver a Joe. Estoy segura de que él regresará esta misma noche.

—Bueno, en realidad no sé —respondió Billy, incómodo—. Aunque en realidad tal vez será mejor que hable contigo en lugar de marear a Joe. Se me ha ocurrido que quizá yo pudiera ser útil aquí, hacer algo que justificara mi existencia. ¿Te parece una estupidez? Soy un sacerdote episcopaliano que no soporta poner los pies en una iglesia. Bueno, es la primera vez que lo digo. Por lo menos, en voz alta.

—Pues ya lo ves, Dios no te ha fulminado.

—A veces pienso que ojalá lo hiciera. Lo malo es que no creo mucho en Él. No creo en nada. Yo no quería hacerme sacerdote, pero mi madre se empeñó. Decía que era la forma de impedir que me movilizaran. Y acabé de capellán en el Pacífico. Dos años de pesadilla, desde Guadalcanal hasta el fin. Pero desde que me licenciaron no he hecho nada. Absolutamente nada. Veo pasar los días, vegeto.

Sally le miraba con asombro. Aquél no era el mismo hombre con el que ella había hablado media docena de veces, al que Joe se refería con tanto desprecio. «¿Qué me pasa? —pensó—. ¿Por qué soy incapaz de ver a las personas como son en realidad? Yo no soy poeta sino una bruta».

—Yo admiro mucho a Joe —prosiguió él—. Me parece que lo que hace es formidable. Tiene un significado. Nada de lo que yo hago lo tiene. Mi padre quiere meterme en el negocio. No puedo explicarle por qué la idea me parece sin sentido. Mi madre desearía verme ocupando un cargo en una iglesia. Ella sueña con la catedral de la Divina Gracia. Yo preferiría ser un estibador del puerto antes que dejarme encerrar en semejante trampa.

—¿Por qué no lo eres?

—¿El qué?

—Estibador del puerto.

—Sabe Dios. Seguramente, porque me falta valor y porque no quiero quitarle el trabajo a alguien que lo necesita más que yo. Se me ha ocurrido que yo podría hacer algo aquí. No necesito dinero. Tengo más que suficiente.

—¿Sabes lo ingrato que es este trabajo? —preguntó Sally.

—No; en realidad, no.

—¿Y qué podrías hacer, Billy? Te falta preparación.

—Estuve dos años en el Pacífico, Sally. ¿Imaginas que en aquellas islas infernales necesitaban capellanes? Ellos querían sanitarios, de modo que durante la mayor parte del tiempo que pasé allí fui enfermero voluntario. Es la única preparación que he recibido. Aquí nadie me conoce. No me gusta decir que ello significaría mucho para mí, pero así es.

Sally le miraba fijamente.

—¿Es que no vas a decir nada?

—Hablaré con el doctor González. Es el socio de Joe.

—¿Puedo hablar yo con él? —preguntó Billy.

—No; ¿por qué no vuelves después, Billy? O, mejor aún, llámame por teléfono. Te daré el número. Te invitaría a quedarte a dormir en nuestra casa; pero es muy pequeña.

—¡Oh, no, no! No es necesario. Iré a un hotel. Luego te llamo. Seguro.

Cuando Billy se hubo marchado, Sally habló con González acerca de su proposición.

—Vamos, tú quieres burlarte de mí —dijo González—. ¿Un sacerdote episcopaliano? ¿Y eso qué es? ¿Lo mismo que un sacerdote católico? Creí que tenían ministros.

—Viene a ser lo mismo. Pero éstos pueden casarse. Lo cierto, Frank, es que el pobre está desesperado.

—Ya lo vi. ¿Y qué puede hacer aquí?

—Aquí hay más trabajo del que podemos hacer. Podría relevarme en Recepción, para que yo tuviera tiempo de ser madre y escritora. Ya sabes cómo se pone esto algunos días. Dice que estuvo en Sanidad. Tiene que saber algo.

González movió la cabeza.

—No se trata de eso. Esto es «el Barrio». No se quedará más de un día.

—Ten en cuenta que pertenece a una de las familias más ricas de Oakland y que tú y Joe tenéis la clínica más pobre de California.

—Oye, oye, que nos defendemos. Pagamos los sueldos. De todos modos, ¿dices que tiene pasta?

—Su padre la tiene. No sé lo que tendrá él.

—Sally, ¿tú sabes lo que podríamos hacer con otros diez o veinte mil dólares? Hablaré con Joe.

—Y de paso quizá salves un alma.

—Eso es otro cantar. —La miró fijamente—. Eres una buena chica. Sólo que a veces te pasas un poco.

—¿A qué te refieres?

—Piénsalo.

Cuando, a la mañana siguiente, poco después de las nueve, Barbara llegó al hospital, su madre estaba ya en la sala de espera. Jean le dijo que Dan dormía.

—¿Cómo está?

—Dicen que mejor. ¿Con quién está el niño?

—Con Eloise. ¿Ha venido Joe esta mañana?

—Sí. Ya ha regresado a Los Ángeles.

—¿Cuándo podré verle?

—Cuando despierte, supongo. —Jean hacía un esfuerzo por hablar con naturalidad—. Creo que se pondrá bien. Yo lo he pasado fatal, Bobby. Me gustaría que lo comprendieras.

—Lo comprendo.

—Sí. Quizá mejor que yo, porque lo único que yo era capaz de pensar anoche es que si él moría todo habría terminado para mí. Eso es egoísmo. Pero yo siempre he sido una egoísta, ¿no?

—No esperes que te ayude a compadecerte de ti misma, mamá. Cuando alguien muere, el que sufre es el que sigue viviendo, no el muerto. Yo creo que quieres mucho a papá, más de lo que tú te atreves a reconocer. Entonces es natural que pienses que si él muriera todo habría terminado para ti. Pero no habría terminado.

—¡Tú siempre tan segura de ti misma! —explotó Jean inesperadamente en un tono en que nunca había hablado a Barbara—. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que mi vida no ha sido un lecho de rosas y que yo me la he complicado cuanto pueda complicársela una persona?

—Se me ha ocurrido, sí.

—Haber recuperado a ese hombre estos años me ha traído una pequeña dosis de felicidad. Al cabo de treinta años de tristeza. Las cosas fueron mal desde el principio sin que ninguno de los dos supiera cómo ni por qué.

Jean siguió hablando, vertiendo amargura, real o falsa. Era aquélla una faceta de su madre que Barbara no conocía ni estaba dispuesta a admitir. Durante tres décadas, Jean Lavette fue, en su esfera, la mujer más hermosa de San Francisco, o así la consideraban sus selectas amistades. Y ella se movía y vivía en aquella esfera muy feliz y contenta. ¿O era sólo pose y teatro? Barbara nunca vio a su madre compadecerse a sí misma de aquel modo. Era algo denigrante para la fría, austera y altiva Jean Lavette que estaba muy por encima de aquellas sensiblerías. ¿O no? Ahora exhibía su dolor ante su hija, miles de noches de indescriptible soledad, amistades vacías, risas sin alegría. Barbara estaba fría. De pronto sintió el deseo de estar lejos de allí. En algún lugar del mundo debía de haber realidad. Las quejas de Jean la irritaban y su irritación le hacía sentir remordimiento. Se alegró cuando la enfermera entró a decirles que ya podían ver a Mr. Lavette.

Cuando entraron en la habitación de Dan, Jean parecía otra. Barbara se quedó atónita ante la transformación de una mujer quejumbrosa, displicente y cincuentona, en una esposa serena, joven y atractiva. Interiormente le dedicó un gran ¡viva! Jean era asombrosa. «¡Bendita sea!», pensó Barbara al verla besar a Dan con calma y decirle:

—Tú no haces las cosas a medias, Danny. Me diste un buen susto.

—Pues el que yo me llevé… —contestó él con voz débil—. Hola, Bobby, ¿qué te parece el viejo?

—No tienes mal aspecto, papá. En absoluto. ¿Cómo te encuentras?

—Según Joe, ha sido un ataque suave. Lo peor es que me van a tener varias semanas en cama. Pero lo resistiré.

Minutos después, Jean pidió disculpas y salió de la habitación.

—¿Adónde va? —preguntó Dan.

—A llorar un poco, imagino —respondió Barbara—. Nunca había visto llorar a mamá. Ni yo ni nadie, hasta anoche. Ella nunca se permitió ese placer. Yo voy a echarme a llorar de un momento a otro; pero eso nunca fue un problema para mí. Está muy asustada. Y es que te quiere mucho. ¿Lo sabías? Una pregunta tonta, supongo.

—No es una pregunta tonta. En realidad, nunca estuve seguro. Cuando murió May Ling, creí que la vida ya no tenía sentido. Ya nada me importaba. Luego, cuando encontré a tu madre, después de tantos años, empecé a vivir otra vez. Lo nuestro ha sido extraño. Anoche creí que me moría. No quería morir. Era bueno vivir.

El vuelo a través de todo el país fue mucho mejor de lo que Bernie esperaba. El tiempo, propicio en marzo a las tormentas repentinas, estuvo sereno como en junio. Los aviones volaban a la vista unos de otros, en una formación bastante aceptable. Daban la información que se les pedía y no encontraron tropiezos.

Aterrizaron en Dodge City, Kansas, para repostar. En todas partes se cobraban viejas deudas. Hacía más de treinta años, un judío llamado Glazer y un irlandés llamado Sweeney habían introducido de contrabando en Dublin cuatro cajas de rifles y municiones. Ahora, el hijo de Sweeney, que ganaba bastante dinero con los negocios del petróleo y conservaba viva la antipatía hacia los ingleses y el recuerdo de la deuda que su padre había contraído con su socio, les envió cuatro camiones-cisterna de combustible de aviación a un aeropuerto comercial de poco tránsito situado a unos veinticinco kilómetros de Dodge City.

Joe Sweeney, corpulento, barrigón y de unos cincuenta años, tenía en el coche una excelente botella de ginebra irlandesa, de la que él y Bernie bebieron sendos vasos de papel.

—¡Lo que yo daría por ir con vosotros! —dijo Sweeney—. Eso es tener un ideal, hijo, mientras que yo no tengo más jodido ideal que emborracharme dos veces a la semana y dármelas de muy hombre.

Cuando despegaron los aviones, Bernie lo vio de pie en la pista, agitando los dos brazos. El viaje continuó sin incidentes, y a última hora de la tarde sobrevolaban el aeropuerto de Nueva Jersey, desde donde les daban instrucciones para el aterrizaje.

El primero en tomar tierra fue el aparato de Bernie. Jerry Fox hizo uno de esos aterrizajes en los que casi no se nota en qué momento dejas de volar.

—¡Tesoro! —murmuró el piloto—. ¡Qué maravilla, qué finura!

Mientras bajaban, Bernie vio a un grupo de hombres en el extremo de la pista. Dos de ellos se acercaron corriendo mientras el avión se movía aún.

El aeropuerto, situado entre los pinares arenosos del sur de Nueva Jersey, no era grande ni estaba bien equipado. Tenía dos pistas en forma de aspa, tres hangares y una torre de control de madera. Cerca de los hangares había media docena de aparatos pequeños. Para el aterrizaje, Fox utilizó la pista en toda su longitud y luego, haciendo un viraje, situó el avión en una placa de estacionamiento asfaltada. Los dos hombres corrían desgarbadamente pero con tesón, como si trataran de interceptarlo. Bernie vio a otro grupo de hombres salir del hangar y dirigirse hacia el avión. Acababa de aterrizar el segundo «C-54» y el tercero se disponía a hacerlo.

Los motores del avión de Bernie todavía funcionaban.

—¡Deja espacio para los otros! —gritó Bernie a Fox. Luego corrió hacia la parte posterior del avión y abrió la puerta.

El primero de los dos hombres le gritaba algo que, con el estruendo de los motores, él no entendía. El avión se detuvo y Bernie saltó al suelo.

El que corría, un hombre calvo y de mediana edad, jadeó casi sin aliento:

—¿Dónde está Brodsky?

Bernie señaló a los aviones que entraban.

—¿Quién es usted?

—Cohen. Por el momento, yo dirijo la operación.

—¿Bernie Cohen?

—Sí.

Llegó el segundo hombre. Era pequeño, moreno, vivaz y venía resoplando.

—Soy Jack Feinstein —dijo el calvo, entregando a Bernie un billete de un dólar—. Tenga. No hay tiempo para explicaciones. Confíe en mí.

Bernie tomó el billete.

—Confíe en mí —repitió Feinstein respirando entrecortadamente. Sacó unos papeles del bolsillo interior y puso a Bernie una pluma en la mano—. No pregunte. Firme aquí. Confíe en mí.

Los papeles se agitaban movidos por el viento que levantaban los aviones al aterrizar.

—¿Qué diablos tengo que firmar? —preguntó Bernie—. ¿Y quién es usted?

—Feinstein. Abogado de la Haganah. Mire —dijo señalando a los cuatro hombres que avanzaban hacia ellos—. El FBI y la Aduana. Tiene usted que firmar antes de que lleguen. Es una factura de venta. Por un dólar y otras valiosas razones, usted vende estos diez aviones a don Luis Montego, de las Líneas Aéreas de Panamá. ¡Por su madre, no se quede ahí parado! ¡Confíe en mí!

Brodsky corría hacia ellos. Los cuatros hombres se encontraban a menos de cincuenta metros y andaban de prisa.

—¡Es Feinstein! —gritó Brodsky—. Es amigo.

—Firme, señor, firme ya —le instó Montego.

Bernie firmó.

—Ponga sus iniciales aquí y aquí —dijo Feinstein.

Bernie estampó sus iniciales. Feinstein entregó los papeles a Montego en el instante en que llegaban los cuatro hombres. Aterrizó el último avión. Brodsky, Jerry Fox y Herb Goodman se unieron al grupo.

Los cuatro desconocidos, con traje oscuro y cara seria, se encararon con el grupo de pilotos, navegantes y radiotelegrafistas. Uno de ellos exhibió una insignia.

—Fenton, Aduanas de los Estados Unidos. Traigo una orden de incautación de esos aviones. Ello significa que no se puede descargar material alguno, entrar en ellos ni moverlos de donde están.

—Permítame ver la orden —dijo Feinstein, tratando de respirar con normalidad.

—¿Usted quién es?

—Feinstein, abogado.

—¿Abogado de quién?

—De don Luis Montego, de Líneas Aéreas de Panamá.

—No sé qué pinta en este asunto —replicó el funcionario de Aduanas, sacando un papel del bolsillo—. Ahí está la orden. Decreto dos siete siete seis del presidente Truman que coloca los aviones comerciales bajo la jurisdicción del Consejo de Control de Aprovisionamientos.

—Sólo aquellos aviones que salen del país con supuestos fines militares —dijo Feinstein.

Otro de los cuatro hombres sacó una placa.

—Bently, F. B.I. Según nuestros informes, esos aviones fueron adquiridos ayer a un tal Cary Kennedy, de Barstow, California, por Bernie Cohen, con propósito de sacarlos de los Estados Unidos.

—¡Mira lo que nos ha hecho el bueno de Kennedy! —susurró Bernie a Brodsky.

—¡Hijo de su madre!

—Pues los aviones aún están aquí —señaló Feinstein—. No tienen ustedes derecho a confiscar la propiedad privada de un ciudadano de los Estados Unidos.

—No quiera dárselas de listo, Feinstein.

—Es más, los aviones no pertenecen a Cohen, sino a mi cliente, don Luis Montego de Líneas Aéreas de Panamá. En otras palabras, pertenecen a una Compañía comercial extranjera y cualquier tentativa de confiscarlos traerá problemas. El señor Montego dispone de todas las autorizaciones y licencias de exportación que exige la ley. ¿Quiere usted enseñarles la factura, señor Montego?

Sonriendo, Montego entregó a Bently la factura que acababa de firmar Bernie. Bently la miró, la pasó a sus acompañantes y dijo ásperamente:

—No cuela, Feinstein. Sabemos muy bien qué uso se pretende dar a esos aviones. No cuela.

Brodsky dio un codazo a Bernie. Dos hombres pegaban a las colas de los aviones unas tiras adhesivas en las que se leía: líneas aéreas de panamá.

—¡Dejen eso inmediatamente! —gritó el de Aduanas. Y, volviéndose hacia los del FBI—: ¿No van a hacer nada? Eso es un subterfugio. Un subterfugio vil y chapucero.

—Ya conocen ustedes la ley —dijo Feinstein—. Necesitan una orden judicial para anular la licencia de exportación del señor Montego. Cuando encuentren ustedes a un juez federal, obtengan un mandamiento que prohíba el envío de esos aviones a Panamá y nos lo traigan, nosotros lo cumpliremos. Mientras, resistiremos por todos los medios a nuestro alcance cualquier tentativa de impedir la salida de estos aviones.

—¿Piensan ustedes consentir que se salgan con la suya? —preguntó Fenton a Bently.

—Vamos a buscar un teléfono. Ya verán.

Cuando los cuatro hombres se fueron, Brodsky presentó a Feinstein y a Bernie. Los pilotos y navegantes hacían corro, sonriendo muy satisfechos. Se acercó a ellos un tal Condon, un hombre flaco y preocupado que era director del aeropuerto.

—Tienen ustedes todas mis simpatías —dijo—. Pero va a haber jaleo.

—Vivir trae jaleo.

—Es posible. Lo importante es saber si podrán repostar y despegar antes de que oscurezca. Pueden estar seguros de que van a traer esa orden judicial.

—Eso creo yo también. Probaremos.

Feinstein llevó a Bernie, Brodsky y Montego al otro lado de las pistas, donde había dejado el coche. Les dijo que Montego tenía una abuela judía.

—Si buscas bien, te das cuenta de que la mitad de la gente de este mundo es judío. A propósito, Luis irá con vosotros a Panamá. Tiene allí esperando a un equipo que arrancará los asientos y convertirá los aviones en transportes de mercancías. —Al llegar al coche sacó una llave, abrió el maletero y depositó en el suelo dos maletas de piel que había en el interior—. Ahí van dos millones de dólares —dijo—. Buen dinero. Diez «Messerschmitt» y todas las municiones que den por el resto. Administradlo bien, chicos.

—¿Y ha dejado todo ese dinero en el coche, así, sin más? —inquirió Bernie.

—¿Qué esperaba, un furgón blindado? El maletero estaba cerrado con llave.

Bernie y Brodsky cogieron una maleta cada uno.

—Nunca estaremos tan cerca como ahora de ser millonarios —dijo Brodsky.

Tres horas después, mientras el sol se ponía por detrás de los pinares, los aviones despegaron, sin que hubieran vuelto los hombres de la Aduana ni los del FBI.

Sarah Levy fue a ver a Dan al hospital. Le llevó un tarro de nueces, una caja de pastas hechas por ella y un ramo de rosas amarillas.

—Lo que menos falta aquí son flores —dijo, mirando en derredor—. Con todas las que tienes podrías poner una tienda.

—Sí. Un hombre nunca sabe su valoración en flores hasta que se muere.

—Pero tú no te has muerto, Danny. Y no me gusta verte ahí echado, compadeciéndote de ti mismo. Has tenido suerte.

Él no la contradijo. Comprendió que pensaba en Mark, su marido, el socio y mejor amigo de Dan, muerto hacía casi veinte años de una angina de pecho. Era el sino de los hombres de su clase, luchar y afanarse por el dinero y el poder y luego, sin saber cómo, ¡se acabó! Y, para Sarah, años interminables de soledad y espera. ¿Espera de qué? ¿Qué esperaba tan pacientemente? ¿Qué esperaría Jean? ¿Cuántos años tendría Sarah? ¿Setenta? Poco le faltaría. Era una mujer delgadita de pelo blanco y cara arrugada. Su cutis, antes tan blanco y fino, había abandonado la lucha hacía ya mucho tiempo. Dan recordaba claramente a la muchacha que se había casado con Mark, aquella muchacha rubia, con una larga trenza recogida en la coronilla. Había pasado medio siglo. Diez años tenía Dan cuando Mark se casó. Y Mark, veinte. Un día, Dan fue con su padre a la tienda de aparejos que tenía en el muelle de Pescadores el viejo Moe Levy, el padre de Mark, que había llegado a California después de atravesar todo el país en una carreta de buhonero, comerciando con los indios. Sarah acababa de llegar. Era una muchachita de diecinueve años que estaba sola en el mundo y venía de Lituania, con una etiqueta colgada del cuello, a casarse con un desconocido. Asustada, a miles de kilómetros de una patria a la que no volvería, oyendo hablar una lengua incomprensible, parecía un hermoso animalito aterrorizado.

—Has tenido suerte, Danny —repitió ella.

—Eso creo.

—Si dejas el tabaco y las copas, puedes durar veinte años más.

Hablaba con frases hechas. ¿Pensaría así también? ¿Había renunciado a las preguntas que no tienen respuesta? ¡Cómo le apetecía un cigarro! ¡Un buen habano, fresco y aromático!

—¿Ha venido Joe?

—Estuvo aquí la primera noche.

—Es un buen muchacho, un muchacho excelente. ¡Lo que Mark se hubiera alegrado de ver a un hijo tuyo casado con su nieta! Pero mi Sally es una chica muy especial. Acabaría con la paciencia de un santo.

—Saldrán adelante.

—Eso espero. ¿Jean ha estado aquí?

—Jean está siempre aquí. He tenido que echarla.

Dan sabía que Sarah no transigía con Jean, que no podía hacerse a la idea de que, después de la muerte de May Ling, hubieran vuelto a vivir juntos. Dan se dio cuenta de que estaba deseando que Sarah se marchara, que le dejara en paz y sintió remordimiento. ¿Qué le pasaba a la gente? En tiempos él adoraba a Sarah. Hacía mil años.

—Estás fatigado —dijo ella.

—Un poco.

—Te dejaré descansar, Danny. No te preocupes por nada. Cúrate pronto.

Sonó el teléfono, y Barbara, que esperaba nerviosa e impaciente, agarró con fuerza el auricular. La telefonista le preguntó si aceptaba una llamada de un tal Bernie Cohen, de Panamá, con cobro revertido.

—Sí, sí, naturalmente.

Sonó la voz de Bernie, disculpándose.

—No había otra forma de poder hablar contigo desde aquí, Bobby.

—Ya lo sé. No importa, Bernie. Me alegro de que me llames. ¿Estás bien?

—Muy bien. ¿Y tú y Sammy?

—Fuertes, sanos y solos.

—No estés sola. Es cuestión de días. A lo más tardar dentro de dos semanas salgo de Palestina.

—¿Qué haces en Panamá, Bernie?

—Estoy en el aeropuerto de Tucumán. Es la ruta, cariño. Los chicos de Nueva York hicieron todos los planes. Salimos de Nueva Jersey con el sheriff pisándonos los talones. El FBI y la Aduana. Aquí repostamos y seguimos viaje a las Azores y Checoslovaquia, donde recogeremos la carga que hay que llevar a Palestina.

—Bernie… —Barbara vaciló—, Bernie, ¿tienes que seguir hasta el final? ¿No pueden continuar sin ti?

—No puedo dejarlos ahora. Bobby, te he llamado porque no quería que te enterases por la radio y empezases a preocuparte.

—¿Enterarme de qué?

—Hemos perdido un avión. Cayó al mar. Tres hombres excelentes, Jesse Levine, Bob Sanders y Al Green. Si yo los dejase ahora, los demás se desmoronarían. No puedo.

—Pero tú decías que eran unos aviones muy buenos.

—Y lo son. Ése tuvo una avería en el motor y se cayó. Es normal.

—Podría volver a ocurrir.

—Pero no ocurrirá.

—Tres hombres han muerto.

—No estamos seguros. Quizá los hayan recogido. Dimos por radio su posición. Existe la posibilidad.

Ella no dijo nada y se hizo un silencio hasta que él preguntó:

—¿Estás ahí, Bobby?

—Estoy angustiada. Es algo que no había dicho nunca. Pero me parece que estás tentando a la suerte.

—Bobby, no me pasará nada.

Barbara colgó el teléfono, se sentó y se quedó mirándolo. Cuando, una hora después, sonó el timbre de la puerta, ella seguía en la misma postura. Era Jean.

—¿Cómo está papá?

—Creo que mucho mejor —contestó su madre—. ¿Qué estabas haciendo?

—Contemplando el teléfono. Ha llamado Bernie.

—¿Dónde está?

—En Panamá.

Barbara contó a su madre lo sucedido.

—¿Puedo beber algo?

—¿Has comido?

—A medias. Pero no tengo hambre. ¿Hay coñac?

Barbara miró a su madre, que bebía despacio.

—A propósito de hombres —dijo Jean—. Vienen en dos tamaños.

—No lo sabía.

—Ya es hora de que te enteres. Es por los juegos, que son lo que los distingue de los animales. Los animales no juegan.

—¿Ni los cachorros?

—En realidad, no. Fíjate en el león. La leona sale de caza, busca la comida, pare a los hijos y los cría. El león no hace nada. Pavonearse y fornicar, nada más.

—No tengo ganas de hablar de leones —repuso Barbara—. Mi mundo amenaza ruina. Hace una semana, estaba casada con un hombre formal y taciturno que tenía un taller de reparaciones de automóviles que no daba dinero. Ahora tengo a mi padre en el hospital con un infarto, y a mi marido, en Panamá con nueve aviones viejos. ¿Qué has querido decir con eso de que vienen en dos tamaños?

—No importa —suspiró Jean, volviendo a servirse coñac.

—Tienes todos los derechos a emborracharte —dijo Barbara—. No te preocupes, puedes pasar la noche aquí.

—¿Me has visto borracha alguna vez? ¿Y de coñac? No.

—Importa, sí. No soporto a las personas enigmáticas. Además, ya es hora de que hablemos.

—¿De los hombres?

—Adelante.

—Los hombres juegan a sus juegos. Es una preocupación infantil. En realidad, sólo hay dos clases de hombres. Todos empiezan igual. Jugando, pero unos continúan toda la vida con sus juegos y los otros los dejan. Sin embargo, ni unos ni otros se hacen adultos. Modestamente, puedo considerarme una autoridad en la materia, porque me casé con un hombre de cada clase. John Whittier es de los que dejan de jugar. En un momento dado, perdió el interés. Los hombres como Dan y como Bernie continúan el juego. Tú eres igual que yo y por eso hiciste un matrimonio igual de estúpido.

—Gracias, mamá.

—No trato de meter cizaña —dijo Jean—. Yo me enamoré de Dan Lavette hace cuarenta años. Si muere, yo no seré más que una ruina. Pero veo las cosas como son. En fin, me parece que estoy diciendo muchas tonterías, ¿no?

—Sí y no.

—¡Cómo me gustaría que no fueras tan buena y tan sensata! Trata de ser una niña durante diez minutos. ¡Dime que me quieres y que existo!

—Te quiero, pero quedaría muy ridícula haciendo de niña pequeña. Tengo treinta y cuatro años y muchos problemas. He de ir a Washington dentro de una semana para comparecer ante el Comité de la Cámara sobre Actividades Antiamericanas.

Jean dejó la copa de coñac encima de la mesa y miró fijamente a Barbara.

—No entiendo nada. ¿De qué hablas? —Y añadió—: ¡Imposible! Imposible y ridículo. Eres una Seldon.

Barbara se echó a reír.

—Mamá, te quiero. En serio. Conque soy una Seldon. Nací Barbara Lavette, y por mi matrimonio soy Barbara Cohen. Sin embargo, soy una Seldon. Muy sencillo. Pero no tanto.

—¿Vas a decirme qué sucede?

Barbara le habló de la citación y de su conversación con Harvey Baxter.

—Pero eso es asunto mío. Ni tuyo ni de papá. No quiero que él se entere. No quiero que se entere nadie todavía y me parece que estarás de acuerdo en que mientras esté en el hospital será mejor no decirle nada.

—Sigo sin entenderlo. ¿Es por lo de Bernie?

—No; es cosa mía. Yo no soy una simple ama de casa que escribe libros cuando tiene que dar de mamar al niño. He vivido mucho.

—Has vivido, sí. ¿Y qué harás con Sam?

—Sólo estaré fuera unos días.

—Me lo llevaré a casa, desde luego.

—No; tú querrás estar con papá. Lo llevaré a Higate y lo dejaré con Eloise y Adam. Estarán encantados.

—¡Ni hablar de eso!

—Eres una mujer asombrosa, mamá —dijo Barbara—. Yo te hablo en tono de superioridad, pero eso es una estupidez. De todos modos, no es de fondo. En el fondo, creo que eres extraordinaria y te quiero mucho.

Bernie pensaba que volar de noche era salirse de la realidad cotidiana y pasar a otro mundo. Tiempo y espacio se diluían y el rugido de los cuatro motores ahogaba los demás sonidos de la vida. No obstante, más allá de los motores los cercaba el silencio, y sonidos y silencio coexistían. Debió de quedarse dormido, porque Jerry Fox le sacudía suavemente.

—He conectado el piloto automático, Bernie. Siéntate un rato a los mandos. —Le señalaba los indicadores que debía vigilar—. Schlemsky estará a tu lado. No tienes que preocuparte de nada.

Fox se arrellanó en la butaca y se quedó dormido casi inmediatamente a los mandos. Schlemsky canturreaba:

Twilight soon will fade, nobody's left at the masquerade

Frente a ellos se aclaraba el borde del mar y empezaba a insinuarse una corona luminosa. Al poco rato, Bernie distinguía las siluetas de los otros aviones, diseminados en formación irregular.

—¿Estás contándolos? —preguntó Schlemsky.

—Estamos todos.

—Todos no. Sólo nueve.

—Sólo nueve —asintió Bernie.

—Hay que despertar a Fox.

Cuando despertaron a Fox, asomaba por el agua el borde incandescente del sol. Una hora después, uno a uno, los aviones tomaban tierra en el anchuroso aeropuerto de las Azores.

Les esperaba Phil Kramer, un contable de Nueva York, de cara redonda, calvo, con gafas de montura dorada y dos plumas y un lápiz en el bolsillo del pecho. Era un hombrecillo pulcro, minucioso y ordenado que todo lo anotaba en una libretita. Estrechó la mano a Bernie y a Brodsky, escribió el nombre y la dirección de Bernie para futura referencia y preguntó por el dinero.

—Está guardado en los aviones.

—No es grano de anís, ¿comprenden? Dos millones de dólares no son grano de anís. Hubo que llorar mucho para reunirlos.

—El dinero está seguro —le dijo Brodsky.

—Sólo veo nueve aviones.

—¿No se ha enterado? Perdimos uno volando hacia Panamá.

—Es terrible. Terrible. ¿Y la tripulación?

—No sabemos nada.

—Procuraré enterarme. Llevo aquí tres días. Por eso no sabía nada. Está todo a punto para que repostéis. ¿Necesitáis dormir? Podría encontraros alojamiento para esta noche.

—Hemos dormido por turnos. Creo que será preferible despegar en cuanto carguemos el combustible. No sé hasta dónde llega el brazo del FBI, pero durante la guerra esto era aeropuerto americano, ¿verdad?

Bernie seguía intranquilo.

—Ahora es portugués, no hay que preocuparse —repuso Kramer—. He untado un poco aquí y allí. El combustible está pagado y he encargado la comida al restaurante. Que los chicos pidan lo que quieran. ¿Alguno habla checo?

—No lo sé —contestó Brodsky—. Pero nos defendemos con el francés, aunque Bernie, mejor que yo. Allí hablará francés, supongo.

—Probablemente. A lo que iba es que hay que regatear mucho. Si se descuidan, les chuparán la sangre.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño revólver calibre treinta y ocho, que manejaba con torpeza y repugnancia.

—¿Qué es eso? —preguntó Bernie.

—No llevan armas, ¿verdad?

Ellos movieron negativamente la cabeza.

—Hemos pensado que, con dos millones en efectivo, deben tener un arma a mano.

—Una excelente idea —admitió Bernie con una amplia sonrisa—. Excelente en verdad. —Guardó el revólver en el bolsillo de la americana—. Pero no creo que tengamos que preocuparnos. Yo me encargo de una de las maletas, y Brodsky, de la otra. En un avión no hay donde esconderse.

Cuando despegaban, cuatro horas después, Bernie vio a Kramer que, de pie ante el edificio del aeropuerto, hacía anotaciones en su cuadernito.

—Ese hombre tiene razón, Bernie —dijo Schlemsky—. Si hay tipos que por cincuenta dólares asaltan una gasolinera, tienes que reconocer que un millón es muy tentador. Y en este viaje vienen chicos muy lanzados.

—Es como matar a alguien —dijo Bernie—. Tienes que hacerlo de pronto o pensarlo mucho tiempo. Nadie se ha unido a esta misión para robar un millón o dos y nos movemos tan aprisa que nadie va a tener tiempo de hacer planes.

Al anochecer entraban en el espacio aéreo checo y recibían instrucciones de aterrizar en un aeropuerto militar situado en los alrededores de Pilsen. Cuando tomaron tierra, la pista estaba iluminada y un hombre uniformado que estaba de pie en un jeep les gritaba en francés y les hacía señas para que le siguieran hasta una zona de estacionamiento. Bernie se puso nervioso al distinguir a un centenar de soldados cerca de la zona de estacionamiento. Brodsky le había asegurado que en Checoslovaquia les esperarían hombres de la Haganah. Cuando, por fin, saltó del avión, iluminado por unos focos que le cegaban, Bernie tenía un nudo en el estómago. Había oído contar los hechos más extraordinarios acaecidos al otro lado del llamado telón de acero, y entonces se le ocurrió que para aquella gente nada más fácil que incautarse de los aviones y del dinero. Oprimió fuertemente el asa del maletín. Brodsky le gritaba algo que no entendía. Se acercaban soldados armados con metralletas, mientras los pilotos, los navegantes y los radiotelegrafistas se agolpaban alrededor de él, guiñando los ojos y haciendo pantalla con las manos, muy nerviosos por encontrarse en tierra enemiga —o que podía serlo—. Brodsky llegó hasta Bernie, con el otro maletín y el otro millón de dólares. Le seguían dos hombres fornidos con chaquetas de cuero.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Bernie.

—Todo va bien.

Dos oficiales checoslovacos se unieron al grupo.

—Hemos llegado en plena revolución —susurró Brodsky—. No sé qué ocurre exactamente, pero están escamados.

Uno de los oficiales checos dijo en francés:

—Tenemos que registrar los aviones.

—Adelante —dijo Bernie—. Están vacíos.

—Ya lo veremos. —Gritaron varias órdenes y unos cuantos soldados se acercaron a los aviones.

Uno de los hombres con chaqueta de cuero preguntó a Bernie:

—¿El dinero está en los maletines?

Tenía un acento muy marcado.

Brodsky lo presentó. Dov Benash. El otro se llamaba Zvi Kober.

—Los dos son de la Haganah —dijo Brodsky.

—Nosotros esperar aquí —dijo Benash—. Ahora llevarnos el dinero.

—Por el momento, el dinero se queda aquí —dijo Bernie.

Kober se expresaba mejor, incluso con acento británico.

—¿Quieres decirle a éste quiénes somos, Brodsky?

—Se llama Cohen, Bernie Cohen —dijo Brodsky—. Él es quien manda la operación, no yo, y me parece que tiene razón. Nos quedaremos con el dinero hasta que veamos la mercancía.

—Pero tú ya nos conoces. ¿No te fías de nosotros?

—Con dos millones de dólares por medio, no me fiaría ni de mi madre. No os preocupéis. No nos moveremos de aquí. ¡Que nadie se aleje! —gritó a los pilotos.

Era evidente que los oficiales checos no entendían el inglés. Escuchaban y miraban. Bernie exhibió sus documentos de identificación.

—Tengo entendido que ya les habían avisado —dijo en francés—. Ustedes nos esperaban.

El oficial asintió con frialdad.

—Mis hombres están cansados y tienen hambre. Necesitan algo de comer y un sitio para dormir. Aquí Irving Brodsky. Yo me llamo Bernie Cohen. También tenemos hambre y estamos cansados. ¿No podríamos sentarnos en algún sitio para hablar?

Kober dijo a Bernie en francés:

—Menos humos, Cohen. —Y, al oficial—: ¿Podemos pasar a la sala de espera, coronel? No son ustedes los únicos que recelan. Él tampoco se fía. Pero tenemos el dinero y estamos dispuestos a hacer la transacción. Y si pueden darles algo de comer a esos hombres, se lo agradeceríamos. —Luego dijo en inglés—: ¿Lleva dinero, Cohen? ¿Americano?

—¿Cuánto?

—Bastará con veinte.

Bernie sacó el billetero y dio a Kober un billete de veinte dólares. El oficial checo miraba sin pestañear, al igual que su compañero.

—Salen baratos —susurró Brodsky.

Kober pasó el billete al checo con un apretón de manos. Fue una maniobra transparente y los hombres de la expedición que la observaron empezaron a sonreír.

—Vamos a la sala —dijo Kober—. Mire, Cohen, tienen que fiarse de Dov y de mí. Somos lo único que tienen. —Bajó la voz—. No se preocupe de esos dos fantasmas. No son nadie. —Cruzó el campo a la cabeza del grupo de hombres—. Yo tampoco le conozco a usted. Tenía que haber diez aviones y sólo hay nueve.

—Uno cayó al mar.

—Perra suerte.

Recorrieron el campo en toda su longitud. La sala, como ellos la llamaban, le pareció a Bernie un parador barato de carretera. Al otro lado se divisaban las siluetas de unas fábricas.

—Los talleres «Skoda» —explicó Kober—. Estamos en un momento muy delicado. Me parece que los comunistas se han hecho los amos. O lo serán muy pronto. Benes se tambalea y nadie quiere exponerse. Ni siquiera estoy seguro de si nuestro trato está en pie, porque, dejando aparte el dinero, este país es un vivero de antisemitas.

—Nadie le hace ascos a dos millones de dólares.

—El dinero ya lo tienen, Cohen. El dinero está en Pilsen y nosotros también. Nos tienen bien atrapados, no se le olvide.

Un pelotón de soldados les habían acompañado hasta la sala y se habían quedado en la puerta. Ellos eran los únicos ocupantes de la sala. Los pilotos empezaron a acosar a Bernie.

—Cohen, estamos muertos de hambre.

—¿Qué hacen ésos ahí fuera?

—¿Se come o no se come?

—¿Dónde nos alojamos?

—¿Qué pasa? ¿Estamos arrestados?

—Por lo visto, no basta con veinte —dijo Kober.

Bernie sacó cuarenta dólares, que Kober entregó a Benash. Éste salió de la sala. Media hora después, regresaba acompañado de dos soldados que transportaban una caja de botellas de cerveza y un cesto lleno de pan con salchicha.

Bernie, Brodsky y Goodman se sentaron a una mesa con los dos hombres de la Haganah. Las salchichas estaban duras, el pan, rancio, y la cerveza, caliente; pero el hambre les hizo pasar por alto la calidad de la comida.

—¿Qué hacemos? —preguntó Bernie a Kober—. ¿Esperar?

—Eso. Esperar. Ya saben que estamos aquí.

—¿Y cuándo dormimos?

—Sabe Dios. Por lo menos, en esta cochina barraca no hace frío. Quizá podamos instalarnos aquí mismo. Hay un lavabo ahí detrás, de modo que los hombres pueden usar el retrete.

—¿Y con quién hemos de tratar? ¿Con el Ejército?

—No estamos seguros —dijo Benash—. Es difícil determinarlo a ciencia cierta. Quizás el Ejército, quizás el Partido Comunista, quizá la Policía Secreta.

—Con alguien habrán hablado —insistió Bernie.

—Un tipo flaco, un tal Lovazch —dijo Kober—. Anda metido en muchos negocios. Es un paisano, pero cuando habla él, los coroneles se ponen firmes. Eso me hace sospechar que quizá sea del partido, comisario o cosa por el estilo. El Ejército interviene, porque esto es un aeropuerto militar anejo a los talleres «Skoda» que han sido nacionalizados. A nosotros nos lo presentó Max Selnik, que es un director de cine francés que conoce a un montón de gente rara. Max es judío, y por eso se tomó la molestia de organizar todo el asunto. La Haganah compra armas a los checos desde hace tiempo, pero ésta será la operación más importante que se ha hecho hasta la fecha. Dice Brodsky que usted es un experto en armas —añadió mirando a Bernie.

—Las he usado. Combatí en España y luego estuve seis años en el Ejército inglés.

—¿Es comunista?

—No; lo siento.

—Lástima. A uno de los suyos le harían más caso. ¿Conoce las armas alemanas?

—Un poco. Pero no sé ni una jota de fusiles checos.

—No se preocupe, no nos venderán fusiles checos. Nos endosarán la chatarra alemana que recogieron después de la guerra.

—No todo es chatarra —repuso Bernie—. No si está en condiciones aceptables.

—¿Podría usted determinarlo?

—Por lo que se refiere a las armas, sí. Respecto a los «Messerschmitt», nada.

—Dov es mecánico. Él se encargará de revisarlos.

—¿Qué es lo que más necesitan? —preguntó Bernie.

—Armas pequeñas. Rifles y metralletas. Y morteros. Artillería ligera, a ser posible. Pero supongo que tendremos que tomar lo que nos den. Si nos dan algo.

Llevaban casi tres horas en la sala y nadie parecía acordarse de ellos. La mayoría de los hombres estaban tumbados en el suelo. Algunos dormían. Otros jugaban a las cartas. Unos cuantos seguían comiendo pan con salchichas. La mayoría de los que estaban despiertos fumaban, la atmósfera estaba cargada de humo. En un extremo de la sala había un mostrador con un extraño espejo barroco detrás. Evidentemente, aquello había sido un bar o un comedor. En la pared situada detrás del mostrador se veían aún algunos rótulos con precios. Había en la sala cuatro mesas. En tres de ellas se jugaba al póquer. Bernie, Brodsky, Goodman y los hombres de la Haganah, estaban sentados alrededor de la cuarta, con los maletines debajo de la mesa entre dos pares de sensibles pies. Bernie escuchaba adormilado la descripción que Kober hacía de la situación política en Checoslovaquia. Circulaban rumores de que Jan Masaryk, el ministro de Asuntos Exteriores, había sido asesinado por los izquierdistas radicales hacía dos días.

—Dicen que se cayó por la ventana de su despacho en el palacio Czernin —explicó Kober—. Si eso es verdad, se necesita ser torpe. Pero yo no lo creo. Han arrestado a miembros del Gobierno tanto de derechas como de izquierdas, aunque parece que la izquierda quiere cargarle el mochuelo a la derecha y, al parecer, estamos en vísperas de un golpe de mano comunista. Aunque a nosotros eso no nos interesa. Lo importante para nosotros es conseguir los aviones y las armas y largarnos de aquí.

Entonces Bernie vio a dos hombres entrar en la sala. Uno era muy grueso y vestía de paisano. Su cara roja y sudorosa descansaba sobre una doble papada y venía enjugándose la frente con un pañuelo. Tenía el pelo escaso y rubio; los ojos, azules y pequeños, y una curiosa boca de cupido. Llevaba traje gris, camisa blanca, corbata negra y un brazal de luto.

—Ése es Lovazch —susurró Kober—. El brazal es por Masaryk. Tienen un peculiar sentido del humor. Es un cerdo ladino. —El otro hombre llevaba uniforme y tres hileras de medallas en el pecho. Era alto, con el cabello gris y andaba con la espalda erguida en actitud marcial—. No sé quién es —dijo Kober.

Lovazch, al ver a Kober y a Benash, condujo a su acompañante hasta su mesa. Bernie requisó dos sillas de la mesa de póquer más próxima.

—¡Por todos los santos, Cohen! —exclamó Al Levine, uno de los pilotos—. ¿Pretende que dé las jodidas cartas de pie?

—¡A callar! —susurró Bernie—. Ahí vienen los peces gordos que esperábamos.

Lovazch hizo una rígida inclinación cuando Kober le presentó a Cohen, Brodsky y Goodman.

—Les presento al general Anulko —dijo Lovazch en inglés con un fuerte acento. Luego habló al general en checo. Bernie captó los apellidos de ellos cinco y la palabra Haganah.

—Cohen y Brodsky hablan francés —dijo Kober.

—Hablaremos en inglés, ¿sí? El general no habla francés.

—¿No quieren sentarse? —inquirió Bernie.

—¿Sí? Muchas gracias. —Se sentaron—. ¿Traen dinero?

—Traemos dinero —afirmó Kober.

—¿Cuánto?

—Dos millones. Americano.

—¿Dónde?

—De eso hablaremos después —dijo Kober.

—¿Cómo? ¡Ah… vamos, nada de evasivas, como dicen ustedes! O me dejan ver el dinero o me voy.

Kober y Bernie se miraron.

—Enséñele el dinero —dijo Bernie—. ¿Qué puede importar?

Kober se encogió de hombros. Benash movió afirmativamente la cabeza. Tenía cara de halcón, la piel tostada y las facciones duras, con unos ojos que eran como dos pequeñas hendiduras. «O mucho me equivoco, o tiene un revólver en el bolsillo, y el dedo, en el gatillo —pensó Bernie—. Es un asesino y, como todos los asesinos, está un poco loco. Nada le gustaría tanto como meter a Lovazch una bala en el cuerpo, y eso sería lo único que nos faltaría». En voz alta, dijo:

—Yo mando la operación, señor Lovazch. —Kober y Benash le miraron sorprendidos y guardaron silencio—. Ante todo, deseo expresar mi gratitud a la gran democracia popular de Checoslovaquia y, desde luego, a usted. El dinero no es nada, puramente, un símbolo. Lo que importa es la lucha por la libertad.

Bernie sonrió, movió la cabeza afirmativamente y sacó un maletín de debajo de la mesa. Brodsky hizo otro tanto y colocaron los dos maletines encima de la mesa. Estaban tal como se los entregara Feinstein. No habían sido abiertos. Bernie pensó entonces que acaso no contuvieran dinero. ¿Hasta dónde se podía confiar? ¿Por cuántas manos habrían pasado antes de llegar a Feinstein? ¿Qué extraña fuerza los mantenía unidos en aquella misión? Bernie siempre pensó que nada había en el mundo tan fuerte como la codicia de los hombres; pero, evidentemente, la voluntad de crear algo sobre un trozo de desierto a orillas del Mediterráneo era aún más fuerte que la codicia. Tropezó con la mirada de Irv Brodsky, cuya leve sonrisa parecía sugerir que tal vez él estuviera pensando lo mismo. Por extraño que parezca, los maletines no estaban cerrados con llave; sólo hubo que soltar los cierres y desabrochar las correas. Mientras él y Brodsky abrían los maletines, sus compañeros de mesa se levantaron. Los dos maletines estaban llenos hasta rebosar de prietos fajos de billetes de cien y quinientos dólares. Como si aquel dinero poseyera una fuerza magnética, las partidas de póquer se interrumpieron, las voces callaron y, lentamente, todos los expedicionarios se congregaron alrededor de la mesa. Una voz exclamó con reverencia: «¡Qué parida!».

Bernie pensó que la exclamación era gráfica y elocuente.

—¡Ya vale, chicos! —exclamó secamente—. Circulen, por favor. Todos habéis visto un dólar antes de ahora. Olvidadlo. Tenemos que hablar de negocios.

Se fueron de mala gana, arrastrando los pies. Bernie cerró los maletines.

—¿Quiere contarlo? —preguntó a Lovazch.

—No hace falta —repuso el gordo, enjugándose la frente. Sacó un cuadernito—. Según lo convenido, ustedes pagan cada compra.

—Ni hablar —replicó Kober secamente.

—¿No sería más práctico pagar cuando carguen la mercancía? —preguntó Bernie.

—Tienen que confiar en mí —dijo Lovazch—. Yo me fío de ustedes y ustedes se fían de mí.

—Cuando hayan cargado la mercancía.

—Me lo ponen muy difícil. ¿No sabe usted, señor Cohen, que en Checoslovaquia estamos viviendo momentos muy difíciles? No me aprieten demasiado. Tengo autoridad para embargarles los aviones y el dinero. Sería una lástima, ¿no?

Permanecieron unos momentos en silencio, y luego Bernie solicitó hablar en privado con sus compañeros.

—Desde luego —admitió Lovazch—. Desde luego.

Los cinco hombres se dirigieron al extremo opuesto de la sala y se pusieron a deliberar.

—Teníamos un convenio —susurró Kober.

—Olvídenlo —dijo Bernie—. Él y el gilipollas del general van a rebañar el dinero, no me cabe duda. ¿Y si les mandamos a la mierda? ¿Hay aquí personas decentes con las que se pueda hacer un trato?

—¿Habla en serio?

—Lo importante es: ¿hará la entrega? —susurró Brodsky.

—Eso sí; pero al precio que le dé la gana. Estamos en sus manos y él está en las nuestras. Yo propongo que le demos lo que nos pida y nos larguemos cuanto antes. Si nos empeñamos en no pagar hasta que carguen la mercancía, lo dejamos en descubierto y ese gordinflón de mierda no lo consentirá.

Volvieron a la mesa.

—Cerramos el trato —dijo Bernie.

—Ah, ya veo que es usted hombre sensato, Cohen. Empezaremos por los «Messerschmitt». Diez aparatos.

—Los aviones están desmontados y preparados para cargar —dijo Kober—; pero sólo podemos llevarnos nueve. Durante el viaje perdimos uno de nuestros aviones de transporte.

—Ustedes pidieron diez y pagarán diez.

—No podemos llevarnos diez —terció Bernie—. ¡Santo Dios, tenemos en Palestina a un puñado de hombres que de un momento a otro estarán luchando por la subsistencia! Cada dólar significa algo para ellos.

—Por favor, nada de invocar a Dios. Ustedes pidieron diez aviones, ustedes pagan diez. Sesenta mil cada uno, seiscientos mil dólares en total.

—¡El precio que nos dieron era cincuenta mil! —exclamó Brodsky.

—Los precios han cambiado.

—¿Qué, señor Lovazch? ¿Quiere usted sacar tajada?

—Yo no soy judío, señor Cohen. Ustedes son judíos. Ustedes sacarán tajada. Pero no a mí. ¡Oh, no! Yo no regateo. Muy judío eso de regatear. Nosotros les ofrecemos la vida y ustedes regatean. —Frunció sus labios de querubín en una mueca de repugnancia—. ¡Qué asco! Basta de regateo o ahora mismo me marcho de aquí y ustedes y sus judíos se van al infierno. ¿Comprendido?

Bernie asintió. El rostro de Benash estaba todavía más frío y tenso. Kober sonreía amigablemente. Bernie, que estaba a un lado, le susurró en un hebreo chapurreado:

—Que Benash no haga tonterías.

Sin dejar de sonreír, Kober dijo a Benash en hebreo:

—Dov, si haces un disparate, te mato. Te lo juro.

—Sólo tengo una pistola —respondió Benash en hebreo—. Si tuviera un cuchillo, le arrancaría el corazón a ese cerdo.

—Hablen en inglés —ordenó Lovazch.

—Desde luego —dijo Bernie—. Aceptamos el precio.

—Entonces venga el dinero —replicó Lovazch, escribiendo en el cuaderno.

—¿Ahora?

—Naturalmente. Hacemos un trato. El dinero cambia de manos.

—Irv —dijo Bernie—, cuenta seiscientos mil.

Brodsky contó el dinero. El mero acto de la entrega de aquella enorme suma de dinero hizo que los aviadores que escuchaban la conversación se pusieran de pie y se acercaran a la mesa.

Lovazch consultó la libreta.

—Tengo rifles rusos, muy buenos, tres mil, doscientos veinte.

—Nada de rifles rusos —replicó Bernie con firmeza—. Tengo entendido que disponen de rifles alemanes.

—Los rusos son excelentes.

—¡Cierra el maletín, Irv! —gritó Bernie a Brodsky—. ¡A la mierda! Hemos venido a comprar, no a dejarnos robar. Ustedes pueden quitarnos el dinero, pero tendrán jaleo. La mayoría somos ciudadanos americanos. ¡Si ustedes creen que pueden meter en la cárcel o matar a treinta ciudadanos americanos como si nada, pruébelo, Lovazch! Conque ustedes cargarán los nueve «Messerschmitt» y nosotros nos iremos… ¡Y a ver quién nos lo impide!

Su voz había ido subiendo de tono hasta convertirse en un bronco rugido. Brodsky y Goodman le miraban con asombro. Kober sonreía y, por primera vez, los labios de Benash esbozaban una leve sonrisa. Los pilotos estaban radiantes.

Lovazch abrió las manos con las palmas hacia arriba.

—¿Quién habla aquí de robar?

El general dijo algo en checo. Lovazch le contestó. El diálogo se prolongó durante varios minutos. Luego, Lovazch repitió:

—¿Quién habla de robar? Simplemente, les he sugerido armas rusas. El Ejército Rojo es el mejor del mundo. ¿Creen que hacen la guerra con horquillas de heno? ¿Quieren armas alemanas? Muy bien. Hablemos de armas alemanas. ¿Qué desean?

—«Volksturm Geschuss» —dijo Bernie.

—¡Ah! «Volksturm Geschuss». ¿Y por qué no «Mauser»? Puedo venderles cinco mil «Mauser».

—¿Qué diablos es un «Volksturm Geschuss»? —preguntó Kober.

—Una carabina ligera. Nueve libras y media. Calibre cuarenta y cuatro, con cargadores de treinta cartuchos. Es un arma formidable. Y es lo que queremos —dijo a Lovazch.

—Pero le costará cara, Mr. Cohen, le costará cara. —Consultó la libreta—. Podemos vender doscientas, no más. Cien dólares cada una.

Bernie hizo una seña a Brodsky, que sacó veinte mil dólares.

—¿Municiones?

Sesenta cargadores para cada una.

—Necesitamos más que eso. Por lo menos, el doble.

Brodsky sacó más dinero.

—Quiero «Schmeizers» —dijo Bernie.

—¡«Schmeizers», «Schmeizers»! —exclamó Lovazch—. ¿Y por qué no piden brillantes?

Brodsky le dio un leve codazo.

—Fusiles ametralladores —explicó Bernie—. El arma más recomendada que se conoce. Setecientas cincuenta descargas por minuto.

—Nada de «Schmeizers» —replicó Lovazch—. Schluss. Fuera «Schmeizers».

—¿Por qué?

—¿Pagarían mil dólares por cada uno? ¿Sí?

Kober movió negativamente la cabeza.

—Compre los «Mauser» —susurró a Bernie.

Las negociaciones prosiguieron durante otra hora. Veintidós ametralladoras ligeras «NG42», cinco mil rifles «Mauser», un surtido de pistolas «Lüger». El dinero estaba apilado delante de Lovazch y del general, que no podía apartar los ojos de él. Permanecía inmóvil con su fría mirada fija en los billetes americanos.

—Quiero una prima de cincuenta mil dólares —pidió Lovazch al fin—. Servicios de aeropuerto, combustible, carga…

—¡Cincuenta mil dólares! —exclamó Brodsky.

—¿Cómo llaman ustedes a esto? —sonrió Lovazch—. Sacar tajada, sí. Cargaremos esta noche. Deben despegar al amanecer. Digan a los judíos de Palestina que somos buenos negociantes. Que seamos marxistas no significa que no sepamos utilizar las técnicas capitalistas. —Mientras Lovazch hablaba, el general volvía a meter el dinero en los maletines. Tenía la manía del orden. Apilaba pulcramente los billetes, acariciándolos con dedos largos, finos y cuidados—. No es que quiera darles prisa —continuó Lovazch—. Nuestro país se encuentra en plena revolución. Yo soy amigo de los judíos. Otros no lo son. Conque cuanto antes se marchen, mejor para ustedes.

—¿Cuándo empezarán a cargar? —preguntó Bernie.

—Dentro de una hora.

—Queremos comprobar la carga.

—¿No se fían de mí?

—Son dos millones de dólares —repuso Bernie—. Queremos comprobar la carga.

Lovazch se encogió de hombros.

—Como gusten.

Él y el general se levantaron y cogieron un maletín cada uno. Lovazch sonrió y movió afirmativamente la cabeza.

—Como gusten. Les veré en los aviones.

Los dos hombres dieron media vuelta y se fueron.

Se hizo un largo silencio seguido de un torrente de exclamaciones y juramentos de los pilotos.

—¿Queréis callaros ya? —gritó Bernie.

—¡Nos han tomado el pelo! —exclamó uno.

—Puede que sí y puede que no. Quiero que tratéis de dormir. Si hemos de despegar al amanecer, tenéis que descansar.

—¿Dónde? ¿En el suelo?

—En el suelo, sí. No os prometimos una fiesta campestre. Si el día de hoy ha sido malo, el de mañana será peor. De manera que procurad dormir. O, por lo menos, estad callados. Si uno no puede dormir, quizás el de al lado sí pueda.

Kober canturreaba entre dientes. Benash había sacado del bolsillo de la chaqueta un «Colt» del cuarenta y cinco y estaba comprobando el tambor.

—¿Piensas abrirte paso a tiros? —le preguntó Bernie.

—Tal vez.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Brodsky a Bernie.

—Que traerán la mercancía y la cargarán en los aviones —dijo Bernie—. Él quiere tenernos lejos de aquí por la mañana porque ha hecho un gran negocio a costa nuestra. Pero nosotros no podemos hacer nada más que comprobar la mercancía durante la carga.

—Es usted un optimista —observó Kober.

—No, Kober. Ese hombre está cometiendo un fraude. No sé quién más puede intervenir en el asunto aparte el general, pero es lógico suponer que si nosotros armamos jaleo o lo arma él, se le estropea el negocio. Hemos pagado el doble de lo que vale la mercancía; pero, de todos modos, llevamos muchas cosas. Y tenemos los nueve «Messerschmitt».

—Si nos los entrega.

—Veremos. —Bernie miró a Goodman—. Procura dormir un poco, Herb. Tú eres navegante. Nosotros cuatro que somos simples pasajeros nos encargaremos de vigilar la carga. ¿Qué les parece? —preguntó a los otros.

Benash volvió a guardar el revólver en el bolsillo. Los cuatro hombres salieron de la sala y cruzaron el campo. Había focos portátiles que iluminaban el lugar en el que estaban aparcados los aviones. Se acercaban dos camiones haciendo marcha atrás, cargados con las piezas de los «Messerschmitt». Había en los alrededores un centenar de hombres, la mitad, de uniforme, y los más, con ropas de trabajo.

—Bien —dijo Kober—, nuestro Lovazch parece ser hombre de palabra.

—¡Cerdo antisemita! —escupió Brodsky.

—Bonita manera de demostrar tu gratitud.

Pocos minutos después llegó Lovazch y la carga continuó hasta casi el amanecer. Kober y Benash permanecieron junto a los aviones, mientras Bernie y Brodsky regresaban a la sala. Faltaba poco para el amanecer, una fúnebre luz gris bajo un cielo plomizo. Empezaba a lloviznar. Los pilotos, sin afeitar y con los huesos doloridos por haber dormido en el suelo, estaban nerviosos y de mal humor.

—Vamos, chicos —dijo Bernie con suavidad—. Mañana podremos tomar el sol. Una cama blanda, buena comida y todo el día para tumbarse en la playa.

Se dirigieron a los aviones bajo la lluvia. Sentado en el sillón del copiloto, al lado de Al Schlemsky, Bernie consiguió mantenerse despierto durante el despegue. Pocos minutos después, cuando aún no habían dejado atrás las nubes y salido al cielo inundado de sol, él ya se había quedado dormido. Cuando despertó llegaban ya al aeropuerto de Tel-Aviv.

El mismo día en que recibió el cable en el que Bernie le decía que había llegado sin novedad a Tel-Aviv, Barbara almorzó con Jean en «Jack's», de Sacramento Street. El cable de Bernie, aunque muy breve, rebosaba satisfacción. «Una gran historia para ti y para Dan. Dale un beso de mi parte. Pronto regresaré y no más congojas por ser un pobre mecánico». Nada que indicara cuándo exactamente pensaba regresar. Aquella misma mañana, Barbara había asistido a una reunión del Consejo de Administración de la Fundación Lavette, y por la tarde debía mantener una entrevista con Harvey Baxter, su abogado.

Barbara fue la primera en llegar al restaurante. Cuando vio entrar a Jean, no necesitó preguntarle cómo seguía Dan. Jean volvía a ser la de antes, majestuosa con un traje de chaqueta Chanel en lana mohair gris perla y una blusa azul que armonizaba con sus ojos y con el forro de la chaqueta.

—Se nota que papá está mucho mejor —observó Barbara.

Jean asintió.

—El mismo de siempre. Me ha pedido que le pase un puro de contrabando. Yo le he dicho que tendrá que dejar de fumar y me ha contestado con esa ordinariez de que una mujer no es más que una mujer, pero que un buen cigarro es un placer. Empezó siendo un golfillo de los bajos fondos y ha vuelto a sus orígenes. Será seguramente estar en la cama lo que le da esa frescura. Si los hombres no fueran tan patéticos, no me costaría nada despreciarlos a todos. ¿Y se puede saber cómo te has vestido?

—Pues ya lo ves, un conjunto de jerséis y una falda.

Jean movió tristemente la cabeza.

—Unos jerséis que se caen de viejos y una falda decrépita. ¿Cuándo aprenderás a vestir como es debido?

—Cualquiera sabe. ¿Quieres beber algo?

—Sí. Un «Martini» bien seco. Quiero celebrar que no estoy viuda, un estado horrendo. ¿Qué sabes de Bernie?

—Me encantan tus asociaciones de ideas. He recibido un cable de Tel-Aviv. Llegó sano y salvo con nueve aviones. Misión cumplida. A juzgar por el cable, está loco de contento.

—Entonces bebamos las dos para celebrarlo. Es un hombre extraordinario. ¿Cómo lo conociste, Bobby? Nunca has entrado en detalles.

—¿No te lo he contado? —Barbara se interrumpió para pedir las bebidas—. No; no creo que te lo haya dicho. No es lo que se suele contar a una madre.

—No creo que nada de lo que puedas decirme me escandalice. Cada generación imagina que la que le ha precedido no ha perdido la inocencia infantil. Desde luego, en cada generación hay inocentes; pero yo no he sido uno de ellos. A propósito, ayer vi a Tom y le dije que Dan había sufrido un ataque al corazón. Me parece que se conmovió.

Barbara lo dudaba. No le era difícil seguir el rumbo de los pensamientos de su madre. Era menos duro tener un hermano homosexual que un hijo homosexual.

—Se casa, ¿lo sabías?

—No. —Barbara dudó. Una no podía hablar de ciertas cosas con su madre—. Con Lucy Sommers, supongo.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Suelen salir juntos. ¿Sabes? —dijo al cabo de un momento—. A Tom podría perdonárselo casi todo, menos que no haya intentado hacer las paces con papá. Es… es imperdonable.

—Dan no le ha dado facilidades.

Se acercó al camarero y encargaron la comida. Después, Jean trató de recordar cómo había empezado la conversación.

—Me preguntabas cómo conocí a Bernie. Naturalmente que puedo contártelo. Me cuesta trabajo creer que no te lo haya contado ya. Claro que entonces yo era mucho más joven. Ya sabrás que él trabajaba en las bodegas de los Levy…

—No; no lo sabía.

—De eso hace mucho tiempo, en el año veintidós o veintitrés. Era un crío. Después siguió visitándolos de vez en cuando hasta que se alistó en la brigada «Abraham Lincoln». Todo lo hacía por un motivo. Trabajaba en las bodegas porque quería aprender a cultivar la vid para poder plantar viñas cuando fuera a Palestina. Era un huérfano que se había creado su tierra soñada en Palestina, donde todos los males encontrarían remedio. Estudió Agricultura porque quería ser agricultor en Palestina. Se alistó en las brigadas para aprender a combatir. Cuando los Levy me escribieron a París para avisarme de su llegada, mencionaban en su carta que Bernie estaba en la «Brigada Lincoln». Desde luego, entonces aún no le conocía. Pero cuando Marcel, el periodista francés de quien yo estaba enamorada, fue enviado a España por su periódico para hacer un reportaje sobre la «Brigada Lincoln», yo le di el nombre de Bernie. Simplemente, como un contacto. Marcel encontró a Bernie y, cuando llegó la terrible retirada por el Ebro, Bernie le salvó la vida. Cruzó el río remolcándolo y lo llevó a cuestas durante kilómetros y kilómetros. Marcel me lo contó en una carta que me escribió desde el hospital de Toulouse. Poco antes de morir —añadió Barbara lentamente—. Me parece que esto tampoco te lo había contado. La herida de la pierna se infectó y él no permitió que se la amputaran. Cuando yo llegué a Toulouse y le convencí, ya era tarde. Murió de gangrena.

—No hables de ello.

—Ahora ya no duele. Marcel era un hombre estupendo. Feo, con una cara muy larga y huesuda, pero fantástico. Nunca he conocido a nadie como él. Siempre estaba alegre y alegraba al que estaba a su lado. Me siguió por los Campos Elíseos una tarde. Me dijo que si desaparecía de su vida quedaría hundido para siempre. Eso fue sólo el principio. Vivimos juntos mucho tiempo. Íbamos a casarnos. ¿No lo sabías?

—Sí; lo sabía —confesó Jean en voz baja.

—Era muy diferente de Bernie. Es raro, ¿verdad? Aunque tú me habías preguntado por Bernie. Ocurrió varios meses después. La guerra civil española había terminado, y las Brigadas Internacionales se dispersaron. Bernie cruzó los Pirineos y pasó a Francia, vendió el rifle por unos cuantos francos y, a trancas y barrancas, consiguió llegar a París. Iba a ver a Marcel. Y es que Marcel sólo sabía hablar de la maravillosa muchacha americana con la que iba a casarse. Bernie no sabía que Marcel había muerto y fue a buscarle a la redacción de Le Monde, donde trabajaba. Allí le dieron la noticia y la dirección de mi casa. Y ahora ya lo sabes. Sonó el timbre de la puerta y cuando abrí me encontré frente a ese gigantón desaliñado, vestido con camiseta de manga corta y pantalón de algodón y con una barba de dos días. Estuvimos hablando, le llevé a cenar, me acompañó a casa, se duchó y se afeitó, yo le lavé la ropa y luego nos acostamos. Ahí lo tienes. Me parece que me enamoré un poco de él al verle en la puerta, tan triste, lastimoso y torpe. O tal vez yo necesitara desesperadamente querer a alguien y ser querida, o quizás él fuera todo lo que me quedaba de Marcel o el que le salvara la vida hizo que en cierto modo yo los asociara. ¡Era tan cariñoso y amable! ¡Y yo necesitaba tanto a alguien que fuera cariñoso y amable conmigo…! Así es como conocí a Bernie Cohen.

El camarero les sirvió la comida. Jean apenas probaba bocado. Barbara pensó que nunca había visto a Jean comer con apetito. Tal vez por eso tenía aquella figura tan esbelta y la piel de la cara tan tensa sobre los huesos.

—No sabía con exactitud cuánto tiempo pasó entonces contigo —dijo Jean.

—Se fue a la mañana siguiente. Antes de que yo despertara. Me dejó una nota en la que me decía que estaba sin blanca, que me quería y que no deseaba vivir a mis expensas. Y no volví a verle hasta que se presentó aquí un día, más de seis años después. Había estado en Palestina, con el Ejército inglés. Seis años de soldado.

—¿Y tú seguías enamorada de él?

—No; yo estaba enamorada de un sueño romántico que tenía. Pero luego fui conociéndole. No es difícil conocerle. Es sencillo y sin doblez. Pero también muy complicado. Y no es un intelectual. Su complicación es distinta.

Jean asintió.

—¿Por qué no comes un poco? No me gusta verte ahí sentada, cortando la comida y sin probar bocado. Yo tengo hambre, y al mirarte siento remordimiento. ¿He sido una niña gordita?

—En absoluto. Yo casi nunca como a la hora del almuerzo, Bobby.

—Pues dentro de mí tiene que haber una niña gorda y glotona. ¿Has ido al psiquiatra alguna vez, mamá? Quiero decir si te han hecho el psicoanálisis.

—¿De dónde has sacado esa idea? No.

—No te enfades. Estamos en plan de confidencias, ¿no? Sólo pensaba en lo mucho que has cambiado.

—¿Que yo he cambiado? No sé. Siempre he sido una hija de millonario mal criada. Mientras en España ocurrían esas cosas, yo no tenía más que una ligera idea de lo que pasaba. Sólo me preocupaba de mí misma. Ni durante la guerra hice gran cosa.

—Sin embargo, puedes decirlo.

—¿Qué?

—Me refiero a que tú te ves tal como eres. Que siempre juzgas si lo que haces está bien o mal.

—¿Es eso una virtud?

—No lo sé —contestó Barbara, incómoda—. Yo intento mirarme a mí misma, pero no consigo distanciarme lo suficiente. Es como si me faltara algo y no hago más que preguntarme si acabaré de madurar algún día y cuándo.

—Tú eres una persona muy madura —dijo Jean—. La más madura que conozco.

—Eso es una hermosa ilusión. Opino que tiene mucho mérito engañar a la propia madre. Las dos somos hijas de millonario mal criadas; pero tú pareces haberte hecho a la idea. Yo, no.

Irv Brodsky porfiaba para que Bernie se quedara en Palestina y se uniera a la Haganah.

—No tienes idea de cómo te necesitamos. Desde la declaración de las Naciones Unidas, los árabes están furiosos y los ingleses maldito el caso que nos hacen. No piensan más que en mantenerse al margen y preparar la marcha. Han matado a más judíos durante estos últimos meses, que en veinte años. Tú y yo nos habíamos preparado para esto. En toda Palestina no hay ni veinte hombres que sepan de tácticas militares y de la guerra moderna tanto como tú. ¿Cómo puedes ser capaz de marcharte? ¿Cómo vas a darnos la espalda? ¿Te acuerdas de Hyam Kadar?

Bernie recordaba vagamente el nombre. Hyam era un muchacho delgado y moreno, con el pelo rizado.

—Estaba en el kibbutz con nosotros en el treinta y nueve —explicó Brodsky—. Le mataron hace tres días. Iba en un convoy que trataba de abrirse paso hasta Jerusalén. Los árabes bloquearon con troncos el desfiladero de Bab el-Wad y los mataron a todos. Casi tres mil árabes contra un puñado de los nuestros. Y eso, todos los días. ¿Cómo diablos puedes dejarlo ahora?

—No lo dejo porque nunca estuve en ello —dijo Bernie—. Ni estoy. Voy a cumplir cuarenta y dos años. Soy mecánico de automóviles y tengo un taller en San Francisco. Estoy casado. Tengo una esposa encantadora que no es judía y que soporta mi demencia por razones que no alcanzo a comprender. A estas alturas, todavía no sé con exactitud cómo me he metido en esto. Supongo que no podía soportar la idea de pasar los próximos diez años en el taller. Pero ya he saldado mi cuenta. Obtuve el dinero para los aviones y he llevado a término la misión. Ahora se acabó. Tengo una mujer y un hijo que me esperan. Estoy harto de guerra.

Bernie, Brodsky y una mujer llamada Lena Polda estaban sentados en la terraza de un café en el Dizengoff de Tel-Aviv. Hacía sol. El aire era tibio y suave. Los hombres iban en mangas de camisa y las mujeres llevaban vestidos de verano. Los niños jugaban en la calle. No se oían sonidos de guerra ni fuego de fusiles. Lena Polda era una mujer morena y adusta de unos veinticinco años. Era prima de Brodsky en cuarto o quinto grado y trabajaba de contable en Tel-Aviv. La madre de Brodsky, que aún vivía en el Grand Concourse del Bronx de Nueva York, la había llamado por teléfono para que averiguara si su hijo estaba vivo o muerto. Era casi un milagro que hubiera podido hablar con Tel-Aviv en marzo de 1948. Lena fue al aeropuerto y allí estaba cuando aterrizaron los nueve aviones. Dos días después, almorzó con Bernie y Brodsky. Hasta entonces había hablado poco. Su inglés era bastante bueno, pero tenía un fuerte acento. Había nacido en Polonia, en Vilna, y a los diecisiete años fue internada en un campo de concentración por los nazis. Allí vio ir a sus padres a la cámara de gas y fue utilizada como prostituta por los guardianes del campo. Logró sobrevivir, y en 1945 emigró a Palestina.

Ahora, inesperadamente, rompió a hablar para decir a Bernie:

—¿Qué deuda es esa que ha saldado, Mr. Cohen? ¿Quiere decir que ha cumplido con su obligación?

—Más o menos. Es un decir.

—Dígame, ¿qué deuda?

—Lo que Bernie quiere decir es que ha luchado en dos guerras, en la de España y en la última.

Ella extendió la mano para mostrar el número tatuado en el antebrazo.

—Ya. Entonces, ¿yo también he saldado mi deuda?

Bernie asintió lentamente.

—¿Y ya puedo irme a casa?

—Su casa está aquí. La mía, no.

—¿No? Seguro que no. —Se puso en pie—. Tengo que volver al trabajo. Gracias por el almuerzo.

Cuando ella se hubo marchado, Brodsky dijo:

—No te ofendas, es una mujer rara. Como todos los que han estado en los campos de concentración.

Permanecieron en silencio, incómodos. Bernie dijo al fin:

—Tiene gracia. Cuando era niño, siempre soñaba con venir aquí. Odiaba a Hitler, pero no me alisté en la brigada porque fuera antifascista. Me alisté para entrenarme para esto, e incluso cuando llegamos aquí la primera vez, en el treinta y nueve, me pareció que venía a la patria. Y ahora lo único que deseo es volver junto a Barbara y el niño. Comprendo lo que siente Lena. Pero yo no puedo sentir como ella, de manera que es inútil que trates de convencerme, Irv.

—Está bien. ¿Y qué piensas hacer? Esta semana no saldrá de aquí ni un solo avión. Imposible.

—Lo sé. He reservado pasaje en un barco que zarpa de Haifa rumbo a Nápoles. En Nápoles puedo tomar un avión hasta Londres, y de allí, a casa.

—¿Cuándo?

—Dentro de tres días.

—De acuerdo. Mira, nosotros tenemos que ir en coche a Haifa. Yo me quedaré en nuestro viejo kibbutz. ¿Por qué no vienes con nosotros, paras allí una hora, ves las mejoras y luego sigues hasta Haifa? Llegarías con tiempo de sobra.

—¿Quiénes van contigo?

—Dov Benash y Zvi Kober. Los dos están en una unidad de la Haganah con base en Haifa. Salimos mañana por la mañana.

A la mañana siguiente, cuando Bernie despertó en la pequeña habitación que compartía con Brodsky en el destartalado edificio de estuco de Allenby Road que se llamaba pomposamente «Hotel Shalom», de momento no supo dónde se encontraba. Hacía calor y el sol entraba por las ventanas sin cortinas. Momentáneamente, por una pirueta de la memoria, Bernie se sintió transportado a los meses pasados en el norte de África. Tuvo un momento de pánico; la vida y el tiempo saltaban atrás, y durante aquel momento su vida con Barbara fue un sueño. Medio dormido aún, gimió de angustia.

—¿Está bien? —le gritó Brodsky, que se afeitaba en el lavabo.

—Sí; estoy bien.

Habían sucedido tantas cosas y tan aprisa… Era como un sueño: los aeropuertos de Kansas y Nueva Jersey, el de Panamá, el de las Azores, el gordo de Lovazch, que les había estafado en el precio de las armas y, luego, el final, tan insulso y frío, un hombre llamado Yigal Allon, alto, delgado, rubio, con un aire de juvenil altivez le estrechaba la mano casi con indiferencia, «buen trabajo, Cohen» y se quedaba impasible, como si fuera tan normal que un hombre de San Francisco llamado Dan Lavette regalara ciento diez mil dólares para comprar diez viejos aviones y que él, Bernie Cohen, recorriera medio mundo para llevarlos a Palestina, cargados de armas y de «Messerschmitt». Pero aquello encajaba con todo lo demás. ¿En qué otro tiempo o lugar se manejarían dos maletines repletos de billetes como si no contuvieran más que camisas, pantalones y ropa interior? Allí había una fuerza que convulsionaba el espíritu, una fuerza que alcanzaba a gentes de los más apartados lugares del mundo y, durante un día o una semana, las transformaba, como le había ocurrido a él o quizá las hacía regresar a la adolescencia y salir en busca de aventuras o perseguir los sueños de la juventud. Pero ahora Bernie se sentía estafado y desengañado. Su afán de aventuras era imaginario. Cierto que Brodsky le había pedido que dirigiera la operación, pero él habría podido negarse, y Brodsky habría terminado satisfactoriamente el trabajo. ¿Qué esperaba él de Yigal Allon, jefe del Palmach, fuerza de choque de aquella minúscula y desesperada nación que muy pronto tendría que luchar por la supervivencia? ¿Que le abrazara e hiciera un discurso diciendo que Cohen era su salvador?

—¿Estás seguro de que no te pasa nada? —preguntó Brodsky—. Será mejor que te levantes, porque dijeron que estarían abajo a las siete y media.

Bernie se vistió, se afeitó e hizo su maletín de mano, que contenía dos camisas, sucias ya las dos, ropa interior y calcetines. Brodsky le vio quedarse pensativo un momento, sosteniendo en la mano el revólver que Kramer, el contable, le había dado en las Azores. Se lo entregó a Brodsky.

—¿Qué es esto?

—Me lo dio Kramer, aquel tipo bajito que nos esperaba en las Azores. Dijo que el dinero necesitaba protección. A mí ya no me hace falta y aquí cualquier arma puede ser útil.

Brodsky guardó el revólver en el bolsillo y bajaron la escalera. Mientras Brodsky pagaba la cuenta, Bernie salió a la calle. El jeep estaba delante del hotel. Benash y Kober, en el asiento delantero, comían pescado frito de una grasienta bolsa de papel, que acompañaban con pedazos de pan; era un pan redondo, que partían con los dedos.

—Pique —dijo Kober—. Pescadito y chips, pero sin chips. No tan bueno como el de Londres, pero aceptable. El pan es excelente.

Bernie metió la mano en la bolsa y Benash partió un trozo de pan y se lo dio. Al primer mordisco, Bernie sintió un hambre voraz.

—Hay para todos —dijo Kober.

El pescado estaba frío, pero bueno. Brodsky salió del hotel, se acercó a ellos y aceptó pescado y pan. Bernie señaló cuatro cajas de madera que había en el jeep.

—Es nuestra parte del botín —explicó Kober—. Cuarenta «Mauser» y dos cajas de municiones. Lo llevamos a Haifa. Tal vez haya jaleo durante el viaje, de modo que será mejor que cojáis un arma cada uno y os llenéis los bolsillos de municiones. —Benash tenía dos rifles a su lado y una pistola en el cinturón—. Esa caja está abierta.

El jeep arrancó. Conducía Kober. Bernie y Brodsky iban en el asiento de atrás. Los «Mauser» tenían una gruesa capa de grasa. Bernie sacó una camiseta del maletín y él y Brodsky limpiaron las armas y las cargaron.

Fueron hacia el Norte por la carretera de la costa, al llegar a Natanya viraron al interior y siguieron hacia el Norte por Hadera. Hasta entonces, el día había sido increíblemente tranquilo. No habían visto ni siquiera una patrulla británica; no encontraron más señales de guerra que los restos de tres camiones incendiados, al lado de la carretera. Al Este, las montañas estaban aún cubiertas de bruma matinal. Hombres y mujeres que trabajaban en los campos con el fusil al hombro les saludaban con la mano, y árabes con albornoz vigilaban sus rebaños de cabras y ovejas con indolente indiferencia. Aquel paisaje sereno y apacible producía en Bernie la sensación de algo muy conocido, como si nunca se hubiera marchado de aquel lugar extraño y misterioso. Una vez se dejaban atrás las turbulentas calles de Tel-Aviv con sus casas de estuco, el viajero se sentía fuera del tiempo.

Pararon a almorzar en Hadera y luego tomaron hacia el Nordeste por la carretera de tierra que discurría al pie del Monte Carmelo en dirección a Nazaret. Desde el punto en que la carretera cruzaba las vías del tren, había poco más de veinte kilómetros hasta el kibbutz de Benyuseff, en el que Bernie y Brodsky habían trabajado en 1939 y en el que Brodsky seguía viviendo. En 1942, Brodsky se casó, y al mes de la boda su mujer moría del disparo de un francotirador árabe. Él no había vuelto a casarse. Era la primera vez que hablaba de ello.

—Un día me dijo que te conocía como si fueras un viejo amigo —dijo Brodsky—. Sólo por lo que yo le había contado de ti. Estaba segura de que vendrías. En fin, es la vida. Ya verás, el lugar está desconocido. Doscientos naranjos y casi veinte hectáreas de trigo y cebada. Y vacas, más de veinte vacas. Guardería, escuela. Y yo, que soy el perito agrónomo. ¿Te lo imaginas, Irv Brodsky del Grand Concourse esquina Calle Ciento Sesenta y Tres del Bronx, perito agrónomo? Fui seis meses a una escuela en Tel-Aviv, pero casi todo lo saco de los libros. Cada noche me quedo hasta las tantas leyendo a Weber y Batchelor.

—¿Quiénes son Weber y Batchelor?

—Eminencias en el cultivo de cítricos, de tu California.

—¿Y podrías decirme qué es el Grand Concourse? —preguntó Kober—. Suena a esas fiestas americanas con puestas de largo masivas.

—No es más que una grande y fea calle del Bronx.

Después de cruzar las vías tuvieron que ir despacio. La carretera estaba sembrada de baches causados por las lluvias de la primavera. En algunos trechos, Kober tenía que poner el jeep en primera y avanzar a paso de tortuga. El paisaje había cambiado. Se encontraban en una región de ondulantes colinas salpicadas de aldeas árabes formadas por chozas de piedras y barro. La tierra no estaba cultivada. Rocas blanquecinas asomaban de las pedregosas laderas. Las cabras habían devorado la vegetación de raíz, y sólo algún que otro olivar mitigaba la aridez del monte. Pasaron ante las ruinas de una antigua construcción de la que sólo se mantenía en pie una columna. Cuando llegaron a la vista de un pueblo, hombres, mujeres y niños corrieron a encerrarse en las casas.

—Eso no me gusta nada —dijo Brodsky, que cogió el «Mauser», accionó el cerrojo y comprobó la carga.

—¿No puede ir más aprisa? —preguntó Bernie a Kober.

—No sin destrozar este cacharro. Es una reliquia. Abrid bien los ojos por si hay francotiradores. Somos cuatro y estamos armados. No creo que quieran exponerse mucho. ¿Cuánto falta?

—Unos quince kilómetros.

No oyeron el disparo. En el parabrisas apareció un agujero con una corona de grietas en forma de tela de araña. La bala rebotó en la plancha del jeep, entre Bernie y Brodsky. Kober detuvo el vehículo.

—¿Por qué paras?

El segundo disparo sí lo oyeron. La bala pasó silbando sin tocar el jeep.

—Están ahí delante —indicó Benash—. A ochocientos o novecientos metros. —Señaló el orificio del parabrisas.

—Más cerca no habría hecho grietas —asintió Bernie—. Mala puntería.

—Puede mejorar.

Kober viró hacia la derecha y sacó el jeep de la carretera, lanzándolo hacia el abrigo de unas peñas. Oyeron por lo menos otros cinco disparos, de los cuales sólo uno dio en el jeep. Ya estaban a cubierto. Kober se volvió a mirar a Bernie.

—Bueno, amigo, usted es el estratega. Tienen mala puntería, pero eso es normal a ochocientos metros. Esa bala —dijo señalando el parabrisas— ha podido volarle la cabeza. La mayoría de esos desgraciados no tienen más que «Lee-Einfields» o «Martinis» de una sola bala, de modo que ahí tiene que haber por lo menos media docena. Y esto no es más que el principio. Todos los que hayan oído los disparos vendrán corriendo al festín.

—Entonces demos la vuelta y regresemos al último kibbutz.

—¿Y cómo llego a mi casa yo? —protestó Brodsky.

—Tú vienes con nosotros a Haifa —le dijo Kober—. Me alegro de que Cohen sea más sensato que heroico. Odio las discusiones.

Hizo girar el contacto, pero el motor no respondió.

Bernie saltó a tierra y levantó el capó.

—¡Jesús! —exclamó.

Una bala había perforado el radiador y se había alojado en la batería. El radiador chorreaba, y el conductor de la batería estaba roto.

—¿Se puede arreglar?

—Quizás en dos o tres horas.

—¿Y no hay manera de poner en marcha el maldito cacharro?

—No. —Bernie miró en derredor. En lo alto de la colina, a unos cien metros de donde estaban, había una cabaña de pastor de piedras y barro, abandonada y sin techo—. Vamos allá. Ahí podemos hacernos fuertes.

—Podríamos intentar llegar a pie hasta el kibbutz —dijo Brodsky—. Ellos también van a pie. Está lejos, pero les llevamos ventaja.

—¡Ni hablar! —gruñó Kober—. Después de oír esos disparos, todo el que tenga un arma tratará de darnos caza. No necesitan más que un par de balas. Si tratamos de escapar corriendo, seremos un blanco perfecto.

—Yo no dejo las armas —dijo Benash—. Vosotros haced lo que queráis, pero yo no les dejo las armas.

—Pues vámonos ya —dijo Bernie—. Vámonos antes de que se nos echen encima.

Se colgó el rifle del hombro y levantó una de las cajas de municiones. Pesaba por lo menos cincuenta kilos. Con la caja en brazos empezó a subir la ladera. Los otros le siguieron. Brodsky consiguió levantar la otra caja de municiones, pero Kober y Benash sólo pudieron llevar una caja de rifles entre los dos, por lo cual hubo que dejar la otra en el jeep. En el momento en que salieron a terreno descubierto, las balas empezaron a batir el polvo alrededor de ellos. Con aquella carga no podían correr y el camino era cuesta arriba. A Bernie le parecía tener plomo en los pies. Cuando, por fin, recorrió aquellos cien metros y se dejó caer, jadeando, dentro de la choza, le pareció que había transcurrido una eternidad. El único herido fue Benash. Una bala le había desgarrado el brazo. Él protestaba diciendo que no era nada. Bernie le vendó la herida con el pañuelo para contener la hemorragia. Luego, Benash se dispuso a salir otra vez.

—¿Adónde diablos vas?

—Hay veinte rifles en el jeep.

—Ésos ya no están a ochocientos metros. ¿Quieres usar la cabeza y echar un vistazo?

Dos árabes acababan de rodear el saliente de la colina. En el mismo instante en que Bernie señalaba hacia ellos, los árabes descubrieron el jeep y echaron a correr. Benash levantó el rifle y disparó. Uno de los árabes cayó. El segundo se paró, vio a Benash en la puerta de la choza y disparó su arma sin apuntar. Benash hizo fuego por segunda vez. El árabe echó la cabeza hacia atrás y se desplomó.

Benash murmuró unas palabras en hebreo y dijo a Bernie:

—Voy a buscar los rifles.

—¡No!

—¡A la mierda, yanqui! —exclamó Benash y se lanzó cuesta abajo saltando con pie seguro.

—¡Ojalá sólo fueran dos! —dijo Kober.

Los tres hombres permanecían agachados en la puerta de la choza, vigilando. Benash llegó al jeep, se colgó los «Mauser» de los hombros y empezó a subir. Otro árabe asomó por el saliente. Casi sin pensar, Bernie levantó el rifle y disparó. El hombre cayó. Por lo más profundo de su mente cruzó este pensamiento: ¡Válgame Dios, he matado a un hombre! Del dintel de la puerta saltaron fragmentos de piedra. Kober y Brodsky se echaron al suelo. Bernie permaneció de pie. Ahora los árabes disparaban desde los dos flancos, y tres de ellos acababan de subir a lo alto de la peña que protegía el jeep. Benash se encontraba a unos treinta pasos de la choza cuando fue alcanzado. Avanzó unos metros dando traspiés y dejando una estela de rifles y cayó de bruces. Bernie corrió hacia él y se lo cargó sobre los hombros con un solo movimiento rápido y convulsivo. Desde que salió de la choza hasta que volvió a ella con Benash no transcurrió ni medio minuto; pero a Bernie le pareció interminable. Despacio, un paso y otro hasta llegar a la choza, donde Brodsky y Kober, agachados en la puerta, vaciaban los cargadores de los rifles. Bernie sintió impactos de bala en el cuerpo de Benash. Éste fue alcanzado dos veces más; pero la primera bala que le había atravesado el cuerpo de lado a lado ya era mortal. Cuando Bernie lo dejó en el suelo de la choza ya estaba muerto.

Brodsky y Kober, echados en la puerta, mantenían un fuego constante, entre una nube de humo.

—Dov ha muerto —les dijo Bernie.

—¡Pobre diablo cabezota!

—¿Contra quién diablos disparáis? —preguntó él—. ¿Es que podéis verlos?

—No.

—Pues entonces no malgastéis municiones.

Dejaron de disparar y, girando sobre sí mismos, se apartaron de la puerta.

—Nos sobran municiones, amigo —replicó Kober—. Durarán más que nosotros.

La choza no tenía techo y las paredes eran muy bajas. Estando de pie, Bernie podía mirar por encima. Se veían árabes a lo lejos, pequeñas figuras. Contó hasta treinta.

—Hemos sido unos estúpidos —dijo Kober—. Usted es forastero, pero Brodsky y yo debimos ser más precavidos.

—Yo pasé por aquí hace seis meses y estaban mansos como corderos —dijo Brodsky.

—Pues ahora, de mansos, nada.

—¿Nos atacarán? —preguntó Bernie.

—¿De día? No. ¿Para qué? Vendrán de noche, nos echarán unas granadas y finis.

—¿Tienen granadas?

—¡Oh, sí! Entre los mufti y los ingleses, están bien abastecidos. Es lo malo de ser judíos, Cohen. Nadie nos traga.

—Entonces hemos de salir de aquí antes de que anochezca. Supongo que esperarán a que esté bien oscuro.

—Empieza a gustarme, Cohen —dijo Kober—. Al verle pensé: otro cerdo presumido; pero tengo que reconocer que me gusta su estilo. —Miró a Brodsky—: Anímate, Irv. Lo mejor o lo peor aún está por llegar. En uno o en otro sentido, será un cambio. Y bien venido sea. ¿Habéis notado cómo huele esto? A excremento de cordero. Lo recogen y lo usan de combustible.

—¿Y el pobre Benash?

—¿Qué pasa con Benash? No podemos enterrarlo ni podemos llevárnoslo. Nuestras posibilidades son tan pequeñas, que no podemos ni llorarle.

—¿Tienes algún inconveniente en que rece el Kaddish? —preguntó Brodsky con amargura.

Kober movió negativamente la cabeza mirándole con gesto de sorpresa. Cogió el rifle y se apostó en la puerta. Los árabes habían empezado a disparar otra vez. Atardecía, y las colinas proyectaban largas y oscuras sombras que ocultaban a los árabes. El paisaje tenía matices de terciopelo. El sol ponía en las cimas un tinte color de rosa. Bernie cerró los ojos de Benash, y Brodsky le cubrió la cara con el pañuelo. Bernie comprendió que los dos estaban pensando, lo mismo, que los árabes castraban los cadáveres de los judíos, les sacaban las tripas y, a veces, les cortaban la cabeza. El fiero halcón había volado. Muerto, Benash tenía cara de niño. De vez en cuando, una bala hacía saltar astillas de piedra de la puerta.

—Irv, apártate —ordenó Bernie con suavidad.

Brodsky se retiró de delante de la puerta y entonó la oración de difuntos oscilando suavemente como Bernie había visto hacer, muchos años atrás, al rabino Blum, el hombre que le sacó del orfanato y le educó. El rabino Blum nunca mató a un ser vivo, ni siquiera a un insecto. Él era de otro mundo. Vivía en la Tierra como un forastero. ¿Qué le había dicho Kober hacía un momento? «Usted es forastero, Cohen». Escuchaba el Kaddish con profunda tristeza. Demasiado tarde. Tarde para todo.

—Responded amén —dijo Brodsky en el antiguo arameo en que estaba compuesta la oración.

—Amén —dijo Bernie.

Kober estaba inmóvil. Fuera arreciaban los disparos. Aún faltaban por lo menos dos horas para la puesta del sol.

—Conteste al fuego, Kober —ordenó Bernie con voz ronca y áspera. Están alzando el gallo.

Kober no se movió. Brodsky se acercó a él andando a gatas y dijo a Bernie:

—Está muerto.

Tenía un balazo en la frente. Había muerto instantáneamente y en silencio.

—Nos tienen rodeados —dijo Brodsky con voz neutra—. No hay salida, Bernie.

Con la culata del rifle, Bernie hizo saltar una piedra de la pared de atrás.

—Tú encárgate de la parte trasera —ordenó a Brodsky—. Yo me pondré en la puerta. Dispara continuamente. Quizá Kober tuviera razón y no nos atacarán hasta la noche. Procuraremos escurrirnos antes.

Cuando el «Mauser» de Bernie dejó de disparar, Brodsky se quedó escuchando, esperando volver a oírlo. Él disparaba por la tronera abierta por Bernie. Disparaba sin apuntar. No se veía nada, sólo humo y las sombras del anochecer. Pero el arma de Bernie seguía callada.

—¡Oh, Dios mío! —susurró Brodsky—. ¡Bernie! ¡Bernie, no me dejes solo! —gritó.

Corrió hacia Bernie, que estaba tendido delante de la puerta y lo sacudió. Después se puso en pie, frente a los tres árabes que estaban delante de la puerta. Apenas tuvo tiempo de verlos antes de que ellos dispararan a quemarropa. Su cuerpo quedó cruzado sobre el de Bernie.