Primera parte
Cohen, un hombre corpulento de cuarenta y tres años, estaba impacientándose, lo cual era el preludio de perder los estribos y emprenderla con todo el que estuviera cerca, cosa que empezaba a ocurrir con excesiva frecuencia. Cosas pequeñas, insignificantes, le sacaban de sus casillas. Cuando pensaba en las cosas grandes que le habían sucedido sin hacer mella en él, comprendía que algo le corroía por dentro. Inconscientemente, seguía un proceso que pasaba de la ira reprimida, a la frustración y a la irritación. Ahora explotó con la pobre mujer que tenía delante.
—¡Por todos los santos del cielo, Mrs. Melcher! Estoy tratando de explicarle por qué le pasa eso. ¡Es que usted se carga el embrague! Un embrague no es una cosa hecha por Dios, como el anca de un caballo. Es un mecanismo para conectar y desconectar el motor y la transmisión. Hay una palanca recubierta por una y otra cara de un material abrasivo. Usted va siempre con el pie en el pedal y eso no puede ser. Lo que le hace falta es aprender a conducir. Eso ya le había ocurrido antes y volverá a ocurrirle.
La mujer se puso blanca y susurró:
—No tiene usted derecho a hablarme de ese modo. No tiene derecho. Cohen se la quedó mirando. «¡Ay, Dios!», pensó. Gómez, uno de los mecánicos, escuchaba atónito. Entonces bajó la voz y se disculpó.
—No tiene derecho a hablarme así —repetía Mrs. Melcher, a punto de echarse a llorar, como si no fuera capaz de encontrar otras palabras.
—Perdone. Se lo arreglaremos y mañana estará listo.
Cohen dio media vuelta y cruzó el taller en dirección al retrete, cerró la puerta con el pestillo, bajó bruscamente la tapa de la taza y se sentó con la barbilla apoyada en los puños apretados. Alguien había escrito en la puerta, entre obscenidades sin gracia: «Erase una vez un ermitaño llamado Dave que tenía en su cueva a una muchacha muerta. Él decía: “Ya sé que soy un puerco, pero la de dinero que ahorro”». Cohen miraba lo escrito sin entenderlo. Aquello no estaba allí la víspera. De pronto, todo lo que se había acumulado en su interior explotó. Abrió la puerta de un puntapié y gritó a los mecánicos:
—¡Quiero que pintéis este maldito retrete! ¡Hoy mismo! Y al primer pedazo de cerdo que escriba en las paredes, lo pongo en la calle.
Se metió en el despacho, que estaba separado de la nave del taller por una mampara de vidrio. Los mecánicos le miraban con asombro. Él se sentó detrás del escritorio sintiendo peso en el estómago. Respiró profundamente, miró la carpeta y se preguntó si estaría haciéndosele una úlcera. Sería lo que le faltaba. Una úlcera o un ataque al corazón. Era un hombre corpulento y musculoso, y la última vez que le habían hecho una revisión el médico le dijo que por su constitución física era propenso a sufrir una afección coronaria.
Gómez abrió la puerta del despacho con cautela.
—Eh, Bernie, ¿pasa algo malo?
Cohen le miró sin responder. Gómez era el encargado del taller, un chicano pequeño, huesudo y competente.
—¿Es en serio eso de que hay que pintar el cagadero, Bernie? Estamos de trabajo hasta los topes.
—Olvídalo.
—No te enfades con esas tías chifladas. Hay dos individuos que preguntan por ti.
—Recíbelos tú.
—Quieren verte a ti.
—¿Para qué?
—No lo sé. —Gómez abrió los brazos—. ¿Qué te pasa, Bernie? Aquí tienes a un buen equipo. Nosotros cumplimos y tú nos tratas a patadas. Por todo tengo que discutir contigo. Esos hombres no quieren una reparación. Quieren hablar con Mr. Cohen. Conque tú los recibes y yo vuelvo a lo mío, ¿eh?
Cohen asintió. Gómez salió del despacho, y a los pocos momentos se abrió la puerta y entraron los dos hombres. Uno era pequeño, de pelo rubio y unos treinta y cinco años. Tenía los ojos azules, un bigote descolorido y una cicatriz que le cruzaba la mejilla desde la sien hasta la barbilla. El otro era más joven, de veintitrés o veinticuatro, calculó Cohen, fornido, con la cara redonda y sonrosada como un bebé. Se quedaron frente a Cohen, y el de la cara redonda preguntó:
—¿Es él?
—El mismo —asintió el rubio.
—Es un cacho bestia, grandote como un gorila.
Cohen dio la vuelta a la mesa, les miró un momento más y estrechó al rubio en un abrazo de oso. El de la cara redonda les miraba moviendo afirmativamente la cabeza.
Cohen le soltó.
—Te presento a Herbie Goodman —dijo el rubio—. Herbie, aquí tienes a Bernie Cohen.
Se estrecharon las manos.
—Eres toda una leyenda —dijo Herbie—. Lo que se dice una leyenda.
—¿Cómo habéis dado conmigo? —preguntó Cohen.
—Tenemos nuestros propios métodos. Te quedarías con la boca abierta si te los contara.
El hijo de Barbara nació seis meses después de que ella se casara con Bernie Cohen y se convirtiera en Barbara Lavette Cohen o, como se apresuró a consignar la columna de chismes del periódico, Barbara Seldon Lavette Cohen. La puntualización tenía miga, ya que la familia Seldon pertenecía al selecto círculo que constituía la sociedad de San Francisco desde hacía casi cien años, período que ahora, en 1948, abarcaba toda la historia de la ciudad. Los chismorreos empezaron cuando el padre de Barbara, Dan Lavette, hijo de unos inmigrantes italianos, cortejó a la hija del banquero Thomas Seldon y contrajo matrimonio con ella. Años después, Jean Seldon, la hija del banquero y madre de Barbara se divorció de Dan Lavette, se casó con el riquísimo John Whittier, se divorció de éste y ahora vivía con su primer ex marido, circunstancia que, en las cenas y cócteles mundanos, constituía el tema de conversación más sabroso que San Francisco había conocido en mucho tiempo. La boda de Barbara Lavette, hija de Jean y Dan, con un tal Bernie Cohen, un mercenario prácticamente indigente, desconocido y sin familia —y, para colmo, judío—, estimuló deliciosamente los comentarios. Cuando, seis meses después de la boda, Barbara dio a luz un niño en el «Mount Zion Hospital», sin que se hiciera ni la más leve tentativa para disimular, las murmuraciones subieron de tono.
Barbara se sentía indiferente por completo a todo ello. Cuando rememoraba épocas de su vida, tenía la sensación de haber cubierto las etapas con retraso. Su niñez fue larga y solitaria; su adolescencia se prolongó hasta más allá de lo normal y conservó la inocencia hasta después de iniciados los estudios universitarios. Le parecía que nunca había marchado a la hora adecuada. Tuvo su primer y único hijo en 1946, a los treinta y dos años. El doctor Kellman, el médico que la atendió, decía que treinta y dos años no era una edad excesiva para empezar a tener hijos. Barbara era una mujer alta, fuerte y sana, y Kellman le aseguró que el parto no presentaría dificultades.
Barbara no quiso anestesia. Hasta el último mes, el embarazo fue relativamente fácil, y dijo a su marido:
—Tal vez tenga otro hijo, o tal vez no…
—O dos o tres —sugirió él.
—El caso es que quiero vivir plenamente la experiencia. Quiero saber qué es lo que ocurre y cómo ocurre.
—¿Para ponerlo en un libro? ¡Qué disparate!
—Yo escribo acerca de lo que sé. Y no es un disparate.
Bernie estaba con ella cuando empezaron los dolores e insistió en permanecer a su lado hasta el fin. Al cabo de dos horas, cuando, a cada contracción, los gemidos de Barbara se hacían más y más agudos, el doctor Kellman convenció a Bernie para que saliera de la habitación. Doce horas después, cuando Barbara estaba ya exhausta y loca de dolor, el médico se convenció de que su abertura pélvica era demasiado estrecha y la criatura no podría pasar por el cuello del útero. Le hizo una cesárea y vino al mundo un niño de cuatro kilos y medio.
Ahora, quince meses después, Barbara estaba en el cuarto del niño de la casa de Green Street enseñando a su hijo a pronunciar correctamente la palabra camión. El niño se llamaba Samuel Thomas Cohen, Samuel por Sam Goldberg, el que fuera abogado de Barbara, a quien ella quería mucho, antiguo dueño de la casa victoriana en la que ahora vivían, y Thomas, por el abuelo Seldon. El pequeño Samuel era un niño robusto y sano de cabello castaño, ojos azules y con cinco dedos en cada mano y otros cinco en cada pie, que era todo lo que Barbara deseaba.
Aquella noche, mientras daba de cenar a Samuel al tiempo que le administraba una modesta dosis de lingüística, Barbara espiaba el sonido de la puerta del vestíbulo que le diría que Bernie había vuelto, eso si decidía cenar en casa en lugar de quedarse trabajando hasta las diez, las once o las doce. Otra parte de su cerebro estaba ocupada planeando la manera de pasar la velada sin discusiones ni disgustos, al tiempo que reconocía que tales planes habían fallado lastimosamente otras noches. Durante los últimos meses se había dicho a sí misma una y otra vez que su matrimonio se iba a pique, y una y otra vez se lo había negado.
Había esperado para casarse hasta los treinta y dos años y luego lo había hecho, como solían decir los que la conocían, con el tipo menos adecuado del mundo.
«He esperado —se decía—. No he ido a ciegas. He visto naufragar muchos matrimonios. Conozco los defectos de este hombre y conozco también sus cualidades. No me hago ilusiones sobre el matrimonio. He visto demasiados nidos de amor convertidos en pozos de serpientes como para no comprender que, en el mejor de los casos, el matrimonio es algo casi imposible. Pero los dos somos personas adultas y los dos hemos sufrido nuestro calvario particular. Saldremos adelante».
Más o menos lo mismo le dijo a su madre; pero sus palabras sonaban huecas, y su madre la miró pensativa y contrariada. Jean Whittier, a sus cincuenta y ocho años, era todavía una mujer muy hermosa. Ya no las tomaban por hermanas ni Jean trataba de disimular las arrugas ni las canas; pero tenían la misma estatura y el mismo porte. Jean había visto fracasar dos matrimonios, y los dos, suyos.
—Tal vez salgáis adelante y tal vez no —dijo Jean.
—Lo deseo con toda mi alma —confesó Barbara.
—Él tiene que desearlo también con la misma fuerza. ¿Y de dónde va a sacarla? Tú eres una escritora de éxito. Eres famosa en todo el país. El que hayas puesto todo tu dinero en una fundación benéfica no cambia demasiado las cosas. Tú tienes dinero. Todo eso hace que él se sienta disminuido.
—Todo eso ya está explicado.
—Lo que importa es que esté resuelto.
El niño dijo algo que tenía un cierto parecido a «camión», Barbara le dio la última cucharada y le entregó el camión. En aquel momento oyó cerrarse la puerta. No eran más que las seis.
—¡Hola, Bobby! —gritó Bernie—. Ya estoy aquí.
Su voz tenía una nota de animación, entusiasmo y excitación que no sonaba en ella desde hacía mucho tiempo.
La víspera, Bernie llegó casi a las doce. Barbara en ningún momento pensó que pudiera haber otra mujer. El marido infiel no vuelve a casa con la ropa de trabajo, grasa en las uñas y el cuerpo molido. Tenía sus problemas, pero no era uno de ellos la existencia de otra mujer.
Barbara estaba en su estudio, escribiendo. Al oír el sonido de la máquina, él abrió la puerta y se quedó en el umbral. Ella se levantó y fue a abrazarlo, pero Bernie dio un paso atrás.
—Estoy puerco.
—Te preparo el baño.
—Estoy demasiado cansado para tomar un baño.
—Bernie, no puedes meterte en la cama de ese modo.
—¿Por qué no? Soy un cochino mono grasiento. ¿Qué puede importar?
—Nada de eso. Tienes uno de los mejores talleres de reparaciones de la ciudad y lo llevas muy bien.
—Preferiría que no me esperases levantada. Trabajo hasta las tantas y luego nos ponemos a discutir por tonterías. Y estoy demasiado cansado para discutir.
Esto, la noche antes. Hubo otras parecidas. Cada vez, Barbara sentía frío en los huesos, trataba de dominarse, se decía que todo el mundo puede decir cosas desagradables; pero con la mayoría de la gente se podía hablar.
—No estoy levantada porque te esperara, Bernie —respondió ella con calma—. Lo que ocurre es que durante el día apenas me queda tiempo para trabajar. No es que no quisiera esperarte; pero es una buena hora para escribir. Sam es muy absorbente…
Como tantas otras noches, pero hoy, aquella voz vibraba de entusiasmo. Barbara puso al niño en el parque y bajó corriendo la escalera. Bernie la abrazó con fuerza. Luego se disculpó.
—Hecho un marrano, como siempre. ¿Y el niño?
—En el parque. Acabo de darle la cena.
—Magnífico. Ahora mismo le digo quién manda aquí y luego me tomo un baño. No tardo ni quince minutos. ¿Qué hay de cena?
—Pollo, patatas, guisantes, ensalada…
—¡Superior!
Mientras él subía rápidamente las escaleras, ella le miró desconcertada y contenta, pero también un poco intranquila. Aquél no era el hombre con el que había vivido durante los últimos seis, siete u ocho meses; no era el hombre taciturno, deprimido y malhumorado que se sentía preso en su propia trampa. Ella le siguió. Su visita al niño había sido breve, pues ya estaba en el baño.
Cuando Barbara hubo acostado a Sam, Bernie ya estaba vestido y esperándola.
En la mesa, Barbara dijo con suavidad:
—Hoy has tenido un buen día, ¿verdad, Bernie?
—Uno de los mejores.
—Me alegro.
Se quedó esperando que él le dijera qué había ocurrido.
—No he estado muy simpático últimamente, ¿verdad?
—No mucho. No. Creo que lo comprendo.
—¿Estás segura, Bobby? —Dejó de comer y la miró—. Muchas veces me he dicho que te quiero tanto como un hombre puede querer a una mujer. Pero no es cierto. Te quiero tanto como soy capaz de querer. Te quiero desde el día en que nos conocimos en París. Y he sido fiel a ese amor.
—Lo sé —admitió ella en voz baja.
Empezaba a sentir en el estómago una punzada de miedo. Bernie estaba de buen humor, pero aquélla tampoco iba a ser una noche tranquila. Sus palabras le hicieron recordar aquel día de 1939 en que él llamó a la puerta de su apartamento de París. Ella abrió y se encontró frente a un hombre enorme, con un pantalón de algodón y una camiseta de manga corta, sin afeitar. La guerra civil española había terminado. Las Brigadas Internacionales se habían disuelto. Bernie Cohen, ex voluntario de la brigada «Abraham Lincoln», a la sazón sin trabajo, había cruzado los Pirineos y llegado a París andando y en autostop. Barbara recordaba incluso lo primero que pensó entonces: «¡Qué tipo tan raro! Como un oso con la nariz larga». Pero luego le miró a los ojos, unos ojos azul pálido, grandes e inocentes como los de un niño. Mirabas esos ojos y no podías pensar en hipocresías ni en desconfianza.
Ahora, aquellos ojos estaban fijos en ella, muy abiertos, infantiles. Casi como los del pequeño Sam. Este hombre no había crecido. Las mujeres maduran; es algo que llevan en las glándulas, en el cuerpo, en su energía vital; pero los hombres pueden sufrir las más atroces pruebas y siguen siendo irnos niños de cuerpo grande.
—¿Qué ha sucedido hoy, Bernie? ¿Por qué no me lo cuentas?
—Bueno, ya va, ya va. Verás, es una de esas cosas que tienen su historia, que no ocurren porque sí, como lo nuestro que tampoco fue porque sí. ¿Te acuerdas cuando te dejé en París?
—Me acuerdo.
—Bueno, me fui hacia el Sur, eso ya te lo he contado. Y que en Marsella me encontré con Irv Brodsky. ¿Recuerdas?
—Que también había estado en las Brigadas Internacionales —asintió Barbara—. Sí, Bernie, me acuerdo.
Él la miró interrogativamente. Había algo en el tono de ella que le desconcertaba.
—¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Irv Brodsky. Un veterano de la guerra de España que había nacido en el Bronx de Nueva York. Él había llegado a Marsella en barco desde Barcelona y los dos nos pusimos a trabajar para unos franceses que hacían viajes clandestinos de Marsella a Palestina. Frente a las costas de Palestina nos hundieron, pero conseguimos llegar a tierra y fuimos a parar a un kibbutz cerca de Haifa.
Barbara asintió. Había oído muchas veces la historia.
—No estaba seguro de si te acordarías. Brodsky y yo éramos muy amigos. Estuvimos trabajando varios meses en el kibbutz y organizamos un sistema de defensas. Te cuento todo esto para darte una idea de conjunto —dijo con cierto nerviosismo—. Me parece que ya te dije que los del kibbutz decidieron que me alistara en el Ejército inglés y me hiciera piloto. Bueno, entonces vi por última vez a Brodsky… hasta hoy.
—¿Hoy le has visto? ¿Dónde?
—A eso iba, Bobby. Hoy, a la hora del almuerzo, él y otro, un tal Herb Goodman, se han presentado en el taller. Ya puedes figurarte lo que he sentido al ver a Brodsky después de tantos años.
—¿Quieres decir que han entrado en el taller por casualidad?
—¡Oh, no! Brodsky me había seguido la pista.
—¿Qué quieres decir?
—No es tan difícil. Los de la brigada «Lincoln» tienen una oficina en Nueva York y allí guardan las direcciones de la mayoría de nosotros; yo estoy suscrito al boletín y les mando dinero de vez en cuando. Ellos le dieron la dirección del taller y él y Herb Goodman fueron a verme.
—¿Sólo para saludarte? —inquirió Barbara, después de una pausa^. ¿Han hecho un viaje tan largo sólo para eso?
—Si no me equivoco, a ese Herb Goodman no lo conocías.
—Exacto. Y si no me equivoco yo, te has enfadado. ¡Vaya por Dios, una vez que no me siento como un trapo sucio tú te enfadas!
—No estoy enfadada. —Y añadió para sí—: Sólo estoy asustada.
—¡Tengo un taller de reparaciones! —exclamó él—. ¿Te has parado alguna vez a pensarlo? ¿Qué es lo que yo hago? Soy un mono grasiento, tanto si lo aceptas como si no. Trabajo doce, catorce o dieciséis horas al día para poder pagar la nómina y la hipoteca. Ni siquiera gano lo suficiente para mantener esta casa. Lo haces tú.
—Eso no es verdad.
—Llego a casa tan cansado, que no puedo ni abrazarte y decirte que te quiero. Estoy demasiado cansado para hacer el amor. O tal vez sea que me odio tanto a mí mismo, que ni eso resulta ya.
—¿Quieres postre? —preguntó Barbara en voz baja—. Tenemos helado.
Él se recostó en el respaldo de la silla y la miró sonriente.
—Te quiero, Bobby, ¿lo sabes? A veces me dan esos ramalazos, pero la verdad es que te quiero. Lo que ocurre es que para mí no es suficiente quererte y tener un taller de reparaciones. No sé por qué. La verdad es que me consumo. Esta misma mañana estaba seguro de que se me estaba haciendo una úlcera. No tengo más que cuarenta y dos años. No soy viejo. Sin embargo, tengo la impresión de que ya todo lo he dejado atrás y ya no me espera nada.
—¿Y hoy eso ha cambiado? —preguntó Barbara.
—Sí.
—¿Quieres helado?
—Desde luego.
Ella abrió el frigorífico. De espaldas a Bernie, mientras sacaba el helado de la bandeja y lo ponía en una fuente, preguntó:
—¿Quiénes son esos dos hombres, Brodsky y…?
—Goodman. Los dos son miembros de la Haganah, la organización de defensa de los judíos de Palestina. Son norteamericanos, pero viven allí. Ahora han venido en una misión especial.
—¿Qué clase de misión?
Le sirvió el helado y él empezó a comer mirándola con sus ojos claros e infantiles.
—Es un secreto, Bobby.
—Soy tu mujer.
—De acuerdo. Va a traer jaleo la resolución de la ONU que autoriza la creación de un Estado judío en Palestina. Puede ser cuestión de semanas o de meses, pero lo cierto es que habrá guerra con los árabes, y lo que más necesitan ahora los judíos son aviones. No sé cómo, han conseguido hacer un trato con los checos. El embargo les impide sacar material de los Estados Unidos. Los checos piden dos millones en efectivo y en Nueva York reunieron el dinero. Todo, de tapadillo. No podían acudir a ninguna de las fuentes normales. Ahora hay que llevar el dinero a Checoslovaquia, recoger los aviones que estarán desmontados y llevarlos a Palestina. El FBI ha recibido informes y está vigilando la operación con ojos de lince.
—¿Y por qué han ido a verte, Bernie? ¿Para reanudar una antigua amistad?
Él había terminado el helado. Se levantó, se acercó a ella, se inclinó y le dio un beso. Ella no se movió. Le parecía que se le había parado la sangre en las venas y que se le helaba el corazón. Él se acercó al fogón y cogió la cafetera.
—¿Te sirvo café? —preguntó.
Cuando se casaron, él disponía de unos tres mil dólares, su paga del Ejército inglés más lo que había podido reunir jugando a los dados. Sería un ciudadano respetable, honrado y trabajador. Pidió prestados otros cinco mil, y con ocho mil dólares y una gran hipoteca compró el taller. Iba a trabajar por la mañana y regresaba por la noche.
Sirvió dos tazas de café.
—Hay diez «C-54» en un campo de los alrededores de Barstow. Son cuatrimotores grandes de los que se usaban para el transporte durante la guerra. El que ahora los tiene los compró por sesenta y cinco mil, excedente de guerra. Pide ciento diez mil. Si podemos conseguirlos, quitaremos los asientos y los usaremos para transporte. Volaremos con ellos a Checoslovaquia, recogeremos los aviones y los transportaremos a Palestina.
Él se quedó mirándola. Se hizo un silencio.
Por fin, ella preguntó:
—¿Has dicho «volaremos», Bernie?
Él asintió lentamente.
—¿Cuándo has tomado esa decisión?
—Bobby, ¿es que no me ves? ¿No te das cuenta de lo que me ocurre? Me estoy hundiendo. Lo he intentado, bien sabe Dios que lo he intentado. Hace dos años que voy todos los días a ese maldito taller. No tiene objeto. Ya has visto cómo estoy desde hace seis meses. ¿Así quieres verme siempre?
—Te quiero —susurró ella—. Te quiero, Bernie. No me fue fácil llegar al matrimonio. Nos tomamos el uno al otro para lo bueno y para lo malo.
—Yo no te dejo. Yo te quiero. Tenemos un hijo. Los dos sabemos lo que es el sufrimiento. Lo nuestro no fue una alegre aventura.
Dominándose y eligiendo sus palabras cuidadosamente, Barbara dijo:
—Que no me dejas. ¿Qué es lo que haces entonces?
—Se trata de algo que tengo que hacer, Bobby. Cierto, lo de Brodsky ha venido de improviso; pero desde hace un año no pasa un solo día sin que piense en todo lo que está sucediendo allí. Ahora he decidido lo que voy a hacer. Les ayudaré a encontrar el dinero para comprar los aviones y organizaré el transporte. Durante diez años de mi vida he sido soldado. Allí valgo mi peso en oro, allí me necesitan. Eso es, me necesitan. Combatí por la República Española y durante seis años luché por los malditos ingleses. Y ellos no me necesitaban. Había otros veinte millones de hombres. Allí todos cuentan. Soy judío. A veces se te olvida.
—Tú no dejas que lo olvide, Bernie.
—Y tampoco te dejo. Tal vez tardemos unos meses en arreglar las cosas, pero las arreglaremos. Habrá paz y yo estaré en un lugar que ayudé a crear. Tendré una función. Mi vida adquirirá un sentido. Entonces tú y Sam podréis reuniros conmigo.
Ella movió negativamente la cabeza.
—No. Mi lugar está aquí, Bernie, en San Francisco. Yo también tuve mis sueños románticos. Y aquí está también tu lugar.
—Entonces volveré. Haré lo que tenga que hacer y volveré.
—Tiene gracia —dijo Barbara—, mucha gracia. —Hacía esfuerzos para contener las lágrimas y mantener firme la voz—. No se te ocurre venir y decirme: Mira, vamos a hablar de esto, vamos a estudiar los pros y los contras. No me preguntas qué me parece, qué es lo que a mí me gustaría. Por Dios, Bernie, somos marido y mujer. Pero no, me dices que te vas a otra maldita guerra como si se tratara de cruzar la calle para comprar cigarrillos. ¿Eso es todo lo que supone para ti? ¿No habremos tenido bastante con dos guerras? ¿Y si te matan?
—No me matarán. Dentro de unos meses estaré de vuelta.
—¡Maldito seas! —exclamó ella. Apartó la silla hacia atrás, salió de la cocina, subió las escaleras corriendo, entró en el dormitorio y se echó sobre la cama. Oyó los pasos de él que la seguían y cerró los ojos, apretando la cara contra la colcha.
—Bobby, Bobby —dijo Bernie, inclinándose sobre ella—. Te quiero y por nada del mundo te haría sufrir. —Se tendió a su lado y acercó la cabeza a la de ella.
—No te vayas —suplicó Barbara—. Por lo que más quieras, Bernie, no me dejes sola otra vez.
Eloise era una mujer tímida. Ésta era una de las cualidades que más apreciaba en ella su marido, Adam Levy. Era rubia, de cutis blanco y rosa, cabello largo y ondulado, complexión pequeña, dulce, muy vulnerable y, a primera vista, parecía tontita. La impresión era totalmente falsa; no sólo era una persona sensible y despierta, sino muy culta, y llevaba camino de convertirse en una de las primeras autoridades en arte moderno de la zona de la Bahía. Adam y su esposa vivían en el valle de Napa, en la casa que él había construido en los terrenos de la hacienda de Higate, los viñedos de la familia; pero Eloise iba a San Francisco dos días a la semana, donde dirigía la galería de arte moderno que Jean Whittier había instalado en la antigua mansión Lavette de Russian Hill. Adam la acompañaba casi siempre y ambos pasaban la noche en la habitación que Jean había puesto a su disposición en Russian Hill.
Eloise padecía una afección conocida con el nombre de Cluster Headache, poco conocida en los años cuarenta, en que se diagnosticaba como una forma de jaqueca. Es una de las enfermedades más dolorosas que se conocen y le causaba constantes y atroces sufrimientos, que ella soportaba sin quejarse y con sorprendente ánimo. Su marido la quería y ella le adoraba. Era una adoración que nacía de un contraste. Su primer marido, con el que se casó en 1941, fue Thomas Lavette, hermano de Barbara. El matrimonio duró cinco años que ella recordaba como una terrible pesadilla. La única cosa buena que le deparó aquel primer matrimonio fue su hijo, Freddie, que ahora tenía seis años.
Al día siguiente de que los dos hombres del Haganah entraran en el taller de Bernie Cohen, otros dos hombres se presentaron en Higate preguntando por Eloise Levy. Eran tan parecidos como dos hermanos gemelos, salvo que uno de ellos usaba lentes con montura dorada. Los dos llevaban traje de mezclilla gris y sombrero Panamá, a pesar de que estaban en el mes de marzo. Los dos tenían las facciones regulares, la cara inexpresiva y los modales corteses e impersonales. Pedro, un trabajador chicano, les indicó la casa de Adam. Éste estaba trabajando en la planta embotelladora, y Freddie se hallaba en el colegio. Los dos airedales que Eloise consideraba sus amigos y protectores, saludaron a los recién llegados con agudos ladridos, que la hicieron acudir a la puerta. Los dos hombres le mostraron sus credenciales de agentes de la Oficina Federal de Investigación.
—Estoy segura de que hay algún error —dijo Eloise—. No sé qué puede querer de mí el FBI. —De todos modos, estaba asustada, y al ver a Pedro a unos metros detrás de los hombres, le gritó—: Pedro, haz el favor de avisar a Adam.
Los dos hombres se presentaron. El que dijo llamarse agente Williams preguntó:
—¿Podemos pasar?
—Me parece que no —respondió Eloise con inesperada firmeza, contenta de que los dos perros se hubieran colocado uno a cada lado—. Por lo menos, hasta que llegue mi marido.
—¿Es usted Eloise Levy?
—Sí.
—¿Conoce bien a Barbara Cohen?
—Desde luego. Es hermana de mi primer marido y excelente amiga mía.
—Desearíamos hacerle unas preguntas sobre ella.
—¿Por qué?
—Se está haciendo una investigación. Por su propio interés, debe usted colaborar.
—Me niego a añadir una sola palabra hasta que llegue mi marido.
Lo dijo levantando la voz, y los airedales gruñeron amenazadoramente.
Williams extendió las manos.
—Como quiera.
Momentos después, Adam llegaba a la casa corriendo. Jake Levy, su padre, le seguía pesadamente. Adam era un hombre alto y delgado con unos ojos muy azules en una cara pecosa y siempre quemada por el sol y una cabeza larga y estrecha, coronada por una mata de pelo color naranja. Jake Levy, el dueño de los viñedos y bodegas, era corpulento y musculoso, de cuarenta y nueve años. Fue Adam el que preguntó ásperamente qué diablos querían.
—Han venido a hacernos preguntas sobre Barbara —indicó Eloise.
Jake, que llegaba en aquel momento, lo oyó y preguntó a los dos hombres:
—¿Quién diablos son ustedes?
Ellos le mostraron sus credenciales y empezaron a presentarse, envarados y correctos.
—Me importa un rábano cómo se llamen —les interrumpió Jake—. Han entrado en una propiedad privada sin autorización. De modo que ya se están largando de aquí.
—Me sorprende su actitud, Mr. Levy —dijo Williams—. Actúa usted como si no supiera lo que está pasando en el país, lo cual es poco probable, o como si formara parte de ello.
—¿Qué? ¿Qué diablos está diciendo? ¿Es que va a llamarme comunista a mí?
—El término es suyo, no mío.
Jake le sonrió de oreja a oreja.
—Son ustedes unos títeres, ¿no le parece? La última vez que vinieron a esta casa fue en 1922. Entonces se llamaban agentes de la Ley Seca. Para mí eso es lo que siguen siendo. Conque largo de aquí. Y de prisa.
—¿Es su última palabra, Mr. Levy?
—Mi última palabra, amiguito.
Los dos agentes subieron al coche y se fueron, Adam los vio partir con gesto de preocupación.
—¿Estás seguro de haber obrado bien? —preguntó a su padre.
—Me revuelven el estómago.
—¿Por qué investigarán a Barbara? —preguntó Eloise.
Adam movió negativamente la cabeza.
—¡Comunistas! —exclamó Jake con repugnancia.
Al día siguiente, Bernie almorzó con Brodsky y Goodman en el restaurante de Gino de Jones Street. Era la primera vez en varios meses que Bernie rompía la rutina del bocadillo y el café, ingeridos en el despacho del taller. Respiraba satisfecho. Sólo estar en aquel pequeño restaurante italiano con vistas a la Bahía le causaba una viva excitación. Se había liberado del trabajo que se le acumulaba en el taller. De pronto le tenía sin cuidado. Durante toda la mañana había estado dando vueltas al tema de sus relaciones con Barbara, su amor a Barbara, su resentimiento hacia Barbara. Antes de salir de casa, mientras tomaba café en la cocina, estuvo observándola. Barbara ponía las cosas del desayuno en la mesa. Llevaba su sencilla bata de lana azul celeste con la elegancia con que hubiera podido lucir un traje de noche. No tenía maquillaje; casi nunca lo usaba. Y se había peinado rápidamente su ondulada melena color castaño claro. De vez en cuando, la mirada de sus grandes ojos grises tropezaba con la de él, pero sin acusación ni reproche. Él la conocía bien y sabía que no habría más discusiones ni recriminaciones; que había asumido la situación. Le correspondía decidir a él, y su muda presencia era el argumento más elocuente que ella podía aducir. Porque no era sólo una mujer hermosa; era la mujer más extraordinaria y excitante que él había conocido en su vida. Sus modales, su porte, su sinceridad y su hermosura exenta de sensiblería se ganaban a la gente.
Para Bernie, eso era lo más difícil de superar. Aunque él no se daba cuenta, Barbara le atraía por su integridad. Él mismo estaba lleno de contradicciones: un niño huérfano en busca de cariño y seguridad, un judío que sólo fue capaz de asumir su condición de tal comprometiéndose con el sueño de Palestina cuando era todavía muy joven y se alistó en las Brigadas Internacionales de España para aprender el juego de la guerra y luego tuvo que jugarlo durante siete interminables años. Nunca reconoció ser un mercenario. «Yo no soy un asesino», dijo una vez a Barbara. Y era verdad. Sin embargo, durante siete años practicó y dominó el arte de matar. «No puedes condenar a los soldados —argumentó con Barbara—. Hicimos lo que teníamos que hacer». Y ella aceptó el argumento. Los hombres hacían lo que tenían que hacer; era la única explicación que podían darse a sí mismos.
Bernie dijo a Brodsky:
—Podéis contar conmigo.
Brodsky no estaba convencido. Goodman, ajeno a la conversación, devoraba un gran plato de espaghetti.
—Te necesito, Bernie —dijo Brodsky—. La operación se ha complicado de tal modo, que ya no sé cómo ingeniármelas. Figúrate, encontrar a diez pilotos judíos que sepan manejar cuatrimotores y estén dispuestos a dejar su empleo y lanzarse a esta aventura. Imposible. Sólo he encontrado a siete judíos.
—¿Y los demás?
—Dos irlandeses y un italiano. El italiano me preocupa. Massetti se llama, voló en la aviación italiana y jura que tiene una abuela judía. Quiere purgar las culpas de Mussolini. Quizá sirva, pero me parece que nunca ha pilotado cuatrimotores. Y si es los navegantes, peor. Tengo sólo cuatro, lo cual significa que tendremos que volar en formación. No tenemos copilotos. ¿Estás seguro de que no sabes pilotar un avión, Bernie?
—Seguro.
—En el treinta y nueve se decidió que te alistases para aprender a volar.
—Ya hemos hablado de eso otras veces. Me pusieron en Infantería. ¿Y dónde están los pilotos?
—Ésa es otra. Los tenemos en un hotel de Hollywood. Con ellos están cuatro chicos de la Haganah. No sé cuánto tiempo podremos retenerlos. Uno de los irlandeses, McClosky, es un alcohólico y hay que sacarlo de allí antes de que se mate a fuerza de beber. Herbie regresa hoy mismo. Oye, tú —dijo a Goodman—, ¿te importaría dejar de comer y prestar atención a lo que hablamos?
Goodman le miró, ofendido, con el tenedor en el aire.
—Estoy escuchando —dijo.
—Además —continuó Brodsky—, el de los aviones está chalado. Dice que tiene una oferta de una Compañía aérea sudamericana de un cuarto de millón por esos aviones, pero que quiere vendérnoslos a nosotros porque Dios le dijo que no habrá paz en el mundo hasta que los judíos vuelvan a la tierra prometida. Eso es lo que dice. A mí me parece que lo que ocurre es que no tiene permiso de exportación y ni siquiera sé cómo se hizo con los aviones. En estas operaciones con excedentes de guerra hay mucho lío.
—¿Has visto los aviones? —preguntó Bernie.
—Los hemos visto. Herbie dice que están bien.
—¿Tú eres piloto?
—Navegante —respondió Herbie—. Estuve en la Décima Fuerza Aérea.
—¿Y las licencias de exportación? ¿Piensas obtenerlas?
—Pues claro que no —respondió Brodsky—. Todo el asunto es ilegal. Si se huelen algo, nos hemos caído.
—Entonces, ¿cómo vas a sacar los aviones del país?
—Muy sencillo. Volando. Tenemos a un tipo en Bakersfield que trata en gasolina de aviación. Dice que puede proporcionarnos los camiones para llenar los depósitos. Es judío y dice que está dispuesto a darnos el combustible. Hay otro en Nueva Jersey, un tal Schullman, que dispone de un aeropuerto para aviones particulares y de transporte y que haría la vista gorda. Nosotros cruzamos el país de costa a costa, volando en paralelo a las rutas comerciales, aterrizamos en Nueva York, repostamos y despegamos.
—¿Con qué rumbo?
—Todavía no se sabe; pero tenemos gente estudiándolo en Nueva York.
—Confío en que te des cuenta de que el plan es disparatado —dijo Bernie.
—Sí. Pero ¿qué se le va a hacer? Todo lo que hacemos en Palestina es disparatado o imposible. Y lo hacemos. La Haganah puede disponer de unos cuarenta mil hombres, pero no tenemos armas para todos. No disponemos ni de un solo avión que merezca ese nombre. Y de un momento a otro habremos de enfrentarnos con ciento cincuenta mil soldados árabes, con ejércitos de verdad, con tanques, ametralladoras y aviones. ¿Te das cuenta de la falta que nos hacen los hombres como tú, Bernie? Estás considerado uno de los mejores artilleros que los ingleses tenían en África.
—Tonterías.
—Quizá. De todos modos, conoces el paño. Y tienes autoridad. Podrías tener a raya a esta cuadrilla.
—¡Para el disco! Pienso ir, de todos modos.
—Gracias, Bernie. Por lo que se refiere al dinero…
—Probaré. Lo que no entiendo es por qué no podéis acudir a las fuentes normales. Aquí y en Los Angeles hay infinidad de judíos ricos. Todos darían algo.
—¿Estás seguro, Bernie? Esos donativos no se pueden declarar. No desgravan impuestos. Reunir los dos millones en Nueva York fue como arrancar muelas al granito. Nos llevó siete meses. No podemos recurrir a los que recaudan donativos para Palestina. No podemos exponernos a que nos hagan preguntas. No es fácil y el tiempo se acaba.
Jean Whittier, la madre de Barbara, empezó su vida con el nombre de Jean Seldon, hija de Thomas Seldon, fundador del «Banco Seldon», que por aquel entonces tenía ya dieciséis sucursales en California. En el Estado, sólo el gigantesco «Banco de América» le aventajaba. El control del Banco había pasado a manos de su hijo Thomas, y en aquellos momentos Jean y su primer ex marido, Dan Lavette, llevaban una plácida y pecaminosa convivencia. Las complicaciones legalistas la obligaban a conservar el apellido de su segundo ex marido. Además, como ella solía decir, hubiera quedado raro vivir con un hombre cuyo apellido fuera idéntico al suyo sin estar casada con él. Jean y Dan residían en el último piso de la casa de Russian Hill, que Dan había mandado construir para ella treinta y cinco años antes, a los pocos meses de matrimonio. Jean había convertido la planta baja en una galería de arte con la que pretendía, sin gran éxito, inducir a los ciudadanos de San Francisco a apreciar el arte moderno. En aquel momento la galería estaba temporalmente cerrada al público y en ella se encontraban Jean, Eloise y Adam Levy, Barbara y el pequeño Sam que, sentado en el regazo de su madre, trataba denodadamente de destruirse el pulgar con sus ocho rudimentarios dientes.
—Yo le daría un chupete —dijo Jean—. Eso que hace no puede ser bueno para el dedo.
—Sí, mamá —repuso Barbara—. Se me olvidó. Salí de casa corriendo, intrigada por esa cosa tan horrible que había sucedido.
—Es algo horrible —dijo Eloise—. Espantoso.
—A mí no me lo parece. Dos agentes del FBI que preguntaban por mí. Tal como están hoy las cosas, en que todo el mundo ve comunistas a la vuelta de cada esquina, deben de andar haciendo preguntas acerca de miles y miles de personas. Para eso les pagan. Pero ojalá Jake no les hubiera echado con cajas destempladas y hubierais podido enteraros de qué es lo que buscan.
—Jake es mucho Jake —terció Adam—. Yo también estaba furioso. Es su aspecto y su manera de presentarse. Son unos hijos de su madre fríos y maliciosos. ¿Y por qué tenían que preguntar por Eloise? ¿Por qué buscarla a ella?
—Seguramente porque es más fácil intimidar a una mujer que a un hombre —dijo Barbara.
—¿No tendrá algo que ver con Bernie? —preguntó Jean.
—¿Por qué con Bernie?
—Bueno, por la vida que ha llevado, ¿no? Lo de España, luego Palestina, el contrabando, el Ejército inglés. No acabo de entender qué hizo durante todos esos años.
—Hizo lo que la mayoría de la gente. Luchar contra el fascismo.
—Lo cual no está precisamente muy bien visto estos días.
—Me parece que todos exageráis. No tengo nada que ocultar —replicó Barbara con firmeza, mientras se preguntaba si había algo de verdad en sus palabras.
En realidad, tenía mucho que ocultar y nunca se le había dado bien el disimularlo. Era casi hora de almorzar y Jean sugirió a Adam que llevara a Eloise al puerto a comer marisco y que pasaran la tarde en la ciudad.
Cuando Barbara se levantaba para marcharse, Jean dijo:
—Me gustaría que te quedaras. Tengo avena y puré de manzanas y mi montón de cosas para Sam, y tú y yo podremos hablar.
—No tengo ganas de hablar, mamá.
—Hazme ese favor.
Barbara suspiró y movió afirmativamente la cabeza. Adam y Eloise se marcharon.
—Eres muy mandona, mamá —protestó Barbara—. Das órdenes a todo el mundo y tratas a personas adultas como si fueran criaturas.
—Eso ya lo sabía. De todos modos, vamos a hablar. Te conozco bien, tesoro, y no quiero pasar la noche en blanco preguntándome qué es lo que te ocurre.
—Tú nunca has hecho tal cosa.
—No voy a discutir eso. Vamos a preparar el almuerzo para tu hijo.
Mientras daba de comer a Sam, Barbara contó a Jean lo que había ocurrido entre ella y Bernie.
—Es un secreto —respondió Barbara—. No es frecuente confiar tanto en la discreción de una madre. Pero yo confío en ti. Si llega a saberse, tendrán muchos problemas.
—¿Y crees que es por eso por lo que el FBI anda investigando?
—No; aún es demasiado pronto. Además, si fuera por eso, ¿no preguntarían por Bernie?
—No lo sé, Bobby —contestó Jean—. En resumidas cuentas, ¿de qué se trata? ¿Es que quiere dejarte? ¿Es un pretexto todo ese plan disparatado?
—Cualquier cosa sería un pretexto. No es que no me quiera. Creo que me quiere todo lo que él es capaz de querer. Es dulce como un cordero. Al verle jugar con Sammy, cualquiera diría: ¡Qué hombre tan cariñoso y tan feliz! Pero no es feliz. Se está consumiendo.
—¿Por qué? ¿Por ir a Palestina?
—Quizá sea eso lo que se dice a sí mismo. Pero es otra cosa. Busca la aventura, la libertad, la heroicidad. O quizá no. En realidad, no sé qué es lo que le mortifica. Un día me preguntó por qué seguía publicando mis novelas con el nombre de Barbara Lavette, si me avergonzaba del apellido Cohen. ¿Te imaginas? Traté de hacerle comprender que el nombre de un escritor es como una marca de fábrica, el compendio de su obra. Pero la verdad es que vivimos de lo que yo gano. Y eso es algo que a él no se le va de la cabeza. Todo lo que rinde el taller se va en pagar los préstamos y los intereses de la hipoteca, y él se da cuenta de que yo limpio la casa, hago la comida, cuido de Sammy y, además, escribo.
—Realmente, no sé cómo te las arreglas.
—No es difícil. Tengo tiempo suficiente. Pero eso le amarga la existencia. Desde hace meses veo cómo se hunde nuestro matrimonio y es algo que te parte el alma. Y no es que él se muestre desagradable o malhumorado. Es que se ahoga. La culpa la tengo yo, porque si hubiera tenido un ápice de sentido común, no me hubiera casado con él. Y lo más gracioso es que yo le quiero casi como a Sammy, como se quiere a un niño. No conoces a un hombre hasta que te acuestas con él, y entonces le conoces como nadie. Si me lo propongo, puedo impedir que se vaya.
—¿Lo harás?
A Barbara se le saltaban las lágrimas. Negó con un movimiento de la cabeza.
—No; no serviría de nada. Eso sólo nos destruiría a los dos.
—¿Crees que volverá?
—Si no le matan, sí; volverá. Él se cree indestructible. Con tantos años de guerra, nunca tuvo ni un rasguño. Pero eso…
Sammy vio las lágrimas y percibió el tono de la voz de su madre y se echó a llorar. Jean lo tomó en brazos y Barbara entró en el baño para lavarse la cara. Cuando volvió, Jean dijo:
—Está también lo del dinero. Debe de ser una de las razones por las que han acudido a él. ¿Dónde puede encontrar ciento diez mil dólares?
—Creo que se los pedirá a papá —respondió Barbara—. ¿Crees que se los dará?
Jean lo pensó un momento.
—Quizá sí. Es posible. Pero hace ya tiempo que renuncié a predecir lo que va a hacer Dan Lavette.
Los periodistas que entrevistaban a Dan Lavette solían calificarlo de leonino. El término le divertía. El hombre está dentro de sí y, como no sea actor o político, casi nunca sabe cuál es la imagen que da al mundo exterior. Podría decirse que es aún menos lo que sabe de su yo íntimo. Tiempo atrás, antes de que muriera May Ling, la esposa china de Dan Lavette, en algunos momentos él creía conocerse, por lo menos en cierta medida, y en ningún caso se sintió un personaje leonino. Por el contrario, se sentía tan confuso y desconcertado como el que más. Sin embargo, era verdad que ahora, a los sesenta años, podía describírsele como leonino. Era un hombre corpulento, de casi un metro noventa, y durante los últimos años había engordado. Su espeso y rizado cabello se había vuelto completamente blanco, tenía la cara y el cuello más anchos, y por encima del cinturón se le abultaba ligeramente el abdomen.
Dan se había convertido en un personaje legendario para todos los habitantes de la zona de la Bahía. Cuando un periodista se encontraba sin tema para su crónica, Dan Lavette era como una mina; siempre había algo que contar sobre él. Te podías referir a su juventud, cuando sacaba su flota marisquera del muelle de Pescadores y combatía a los piratas del pescado con una escopeta de dos cañones, o cuando, antes de la Depresión, construyó un imperio financiero con Mark Levy, su socio; o a su matrimonio con Jean Seldon, o a su divorcio y posterior matrimonio con May Ling, o a sus años de pobreza, en los que pescaba caballa en una barca que fondeaba en San Pedro; o al increíble astillero que construyó en Terminal Island durante la guerra. Todo servía, y lo mejor de Dan Lavette era que siempre resultaba noticiable. Ni él ni Jean, su ex esposa, se tomaban molestia alguna por disimular que vivían juntos, situación que, en 1948, todavía causaba escándalo. Dan poseía una flota de petroleros que ocupaban ya un lugar destacado en el comercio y, siempre fiel a sus principios, instaló las oficinas centrales de su Compañía naviera en Oakland, en Jack London Square. La circunstancia de que su hijo Thomas —con el que no se hablaba desde hacía años— estuviera asociado con John Whittier, el segundo ex marido de Jean, en la Compañía naviera más importante de la Costa Oeste, no hacía sino acrecentar el interés de la información.
El que Bernie Cohen acudiera a Dan no se debía únicamente a razones de parentesco. Aunque no se hubieran conocido, si Cohen hubiera preguntado si existía en toda la zona de la Bahía quien pudiera ayudarle en la descabellada empresa en que se había metido, sin duda le habrían recomendado a Dan Lavette. Bernie, sentado en el despacho de Dan, escuchaba a su suegro con cierto nerviosismo.
—Tengo que saber a qué atenerme —decía—. Hace dos años que te casaste con mi hija y nunca me has pedido ni un céntimo y te has matado a trabajar en ese maldito taller. Ahora me dices que si te doy ciento diez mil dólares. Casi me da gusto oírlo. ¿Existe alguna posibilidad de que vuelva a ver ese dinero?
—Pues yo diría que no. Podría darte un recibo firmado por Brodsky en su calidad de representante del Haganah; pero si te dijera que te lo van a devolver, te engañaría miserablemente.
—Así que es una obra de caridad.
—Pero no desgrava impuestos.
—Además, eso. Eres un hombre extraño, Bernie, pero no estás loco. Por lo menos, no mucho más loco que la mayoría de nosotros. ¿De dónde sacas que yo vaya a picar?
—Eres mi única posibilidad. No tengo a nadie más a quien acudir.
—¿No pensarás que te debo algo por haberte casado con mi hija?
—No; soy yo quien está en deuda.
—Y ahora te propones dejarla durante uno, dos o seis meses. ¿Ella lo sabe?
—Lo sabe.
—¿Y le gusta la idea?
—¿Tú qué opinas, Dan? No; no le gusta. Pero no me dirá que no me vaya.
—¿Y el taller?
—Gómez, el encargado, lo llevará. Es un buen hombre y puedo confiar en él. Si conseguimos los aviones y si todo sale según está previsto, podría estar de regreso dentro de tres semanas.
—¿De verdad lo crees así?
Bernie se encogió de hombros.
—No; podría llevarnos unos meses.
Dan sacó una caja de cigarros de un cajón.
—¿Fumas? Habanos auténticos.
Bernie movió negativamente la cabeza. Dan cortó la punta del cigarro y lo encendió.
—Diez «C-54» por ciento diez mil dólares. Vivimos en un mundo demente, Bernie. La fábrica de Willow Run costó al Gobierno cinco millones o más. La pusieron en venta como excedente de guerra y un individuo la compró por setenta mil dólares. Había una nave llena de cajas de tornillos de plata que valían diez veces más de lo que él pagó por la fábrica. Nadie lo sabía. Yo fundé la primera línea aérea de esta costa. Fue allá por el veintiocho. Volábamos con trimotores «Ford», gansos de hojalata los llamaban. Uno solo valía más que esos diez «C-54». Por cierto, ¿qué te hace pensar que estarán en condiciones de volar?
—Los han probado.
—Todo el plan me parece un gran disparate. No sé si Barbara te habrá dicho alguna vez lo que yo pienso de la guerra. He hecho dos fortunas con dos guerras. Es el juego más sucio, canalla, sangriento y asqueroso que ha inventado el hombre. No hay buenos ni malos. Es un abyecto burdel.
—Completamente de acuerdo —repuso Bernie con suavidad—. He pasado en ella diez años de mi vida. Pero ¿qué podemos hacer, Dan? ¿Dejar que nos maten? Eso de ser judío es algo muy especial. A las otras víctimas las eligen al azar. A nosotros se nos elige específicamente. Sin esos aviones, los árabes nos aniquilarán. Hitler mató a seis millones de los nuestros. ¿Es que no tiene que acabar algún día? No hay otra manera de introducir aviones de combate en Palestina. —Movió tristemente la cabeza—. No sé por qué te molesto con estas cosas. Tú no eres judío.
—No; tienes razón. Y deja que te diga, Bernie, que si en un momento de chifladura te diera ese dinero, no sería por ti ni por tu causa. Yo no creo en las causas. Yo soy un negociante cínico y duro de pelar sin un ápice de idealismo; pero una vez tuve un socio que fue como un hermano. Más que un hermano. Se llamaba Mark Levy. Quizá Barbara te haya hablado de él. Era judío y aún tengo una deuda con él. Tal vez ésa sea la forma de pagar una deuda a un muerto. O tal vez no. Déjame pensarlo.
—El tiempo se acaba, Dan.
—Mañana te contestaré.
Cuando Cohen se hubo marchado, Dan se quedó pensativo, mirando el humo del cigarro. Luego oprimió el pulsador del intercomunicador y pidió a su secretaria que mandara a su despacho a Stephan Cassala. Cassala era hijo de Anthony Cassala quien, poco después del terremoto de 1906, fundó el «Banco de Sonoma», que quebró en 1929. Stephan, a los cincuenta y tres años, era vicepresidente y director general de la «Lavette Shipping».
—Siéntate, Steve —dijo Dan—, y piensa en lo que voy a decirte.
Stephan se sentó en un sillón de cuero colocado frente a Dan. Era alto, delgado, moreno, de ojos hundidos y cara alargada y taciturna.
—Si yo te pidiera ciento diez mil dólares en efectivo, ¿podrías dármelos sin anotarlo en los libros?
—¿No vas a decirme para qué los quieres?
—No.
—No sería fácil. No disponemos de mucho dinero en caja.
—¿Para qué se saca dinero de caja?
—Para gastos, gratificaciones, contratar a vigilantes a corto plazo y para sobornos. Muchos sobornos. Tú lo sabes, Dan.
—¿Y cómo justificas los sobornos?
—Disimulando, un poco aquí y otro poco allá. Mas para disimular ciento diez mil habrá que hacer muchos juegos de manos.
—¿Podrías hacerlo?
—Si necesitas ese dinero, puedo hacerlo. —Miró a Dan con gesto de preocupación—. ¿Alguien te extorsiona?
—No.
—¿No pagas protección? He oído rumores de que la Mafia ha empezado a operar en Oakland. Dan, si pagas no te dejarán en paz.
—No estoy pagando.
—Me muero de curiosidad.
—Quédate con la curiosidad, Steve. Si no sabes para qué quiero el dinero, un día podrás declarar bajo juramento que no sabías nada.
—¿Ésas tenemos? ¡Qué poco me gusta eso, Dan!
—No te preocupes. Es para una buena causa. Por lo menos, eso me han dicho.
A las once de la mañana siguiente, Dan Lavette, con una abultada cartera en la mano, llamó al timbre de la casa de su hija. Barbara abrió la puerta, le miró asombrada y le abrazó.
—¡Qué estupenda sorpresa, papá!
—Nunca me había presentado en tu casa sin avisar —se disculpó él.
—Pues hubieras tenido que hacerlo. Una vez a la semana por lo menos.
Él entró en el saloncito y dejó la cartera en el suelo. Ella le ayudó a quitarse el abrigo y le preguntó si ocurría algo malo.
—No. O tal vez sí. Según se mire.
—¿Qué es?
—Puede esperar. ¿Dónde está mi nieto?
—Arriba, en el parque, feliz, gordo y contento, a lo que ningún ciudadano de este mundo tiene derecho. Pero Sammy es demasiado joven y demasiado inocente para saberlo.
—¿Está Bernie?
—Está en el taller. Vamos a ver, ¿qué te trae por aquí? ¿Mamá te ha contado algo?
—Antes quiero ver a mi nieto.
Barbara le miró un momento y asintió.
—Está bien. ¿Quieres café?
—Por supuesto.
—Estaré en la cocina.
Le vio subir las escaleras. En otro tiempo las hubiera subido de dos en dos. Ahora lo hacía despacio. Era la primera vez que Barbara se daba cuenta de que su padre envejecía. Hizo un rápido cálculo y llegó a la cifra de cincuenta y nueve. Estar rondando los sesenta no era ser viejo. ¿O sí? Había veces en que sus propios treinta y cuatro le pesaban como siglos. Se quedó escuchando el jovial y estentóreo saludo a su nieto y se preguntó si no asustaría al pobre crío con aquellos gritos. Luego, entró en la cocina a preparar café.
—Está llorando —dijo Dan al entrar.
—O le has asustado o quiere que vuelvas. En cualquier caso, ya se le pasará.
—Yo no asusto a mi nieto. Él me entiende.
—Tú asustas a mucha gente, papá, aunque no lo creas.
—¡Qué va! Si soy un cordero.
—Sí; ya lo sé.
Barbara sirvió el café y padre e hija se sentaron a la mesa de la cocina.
—Bueno —dijo ella—, ¿qué te trae por aquí, aparte de Sammy?
—Y de ti.
—Sí. ¿Qué es? ¿Bernie?
Él asintió.
—¿Fue a verte ayer?
Dan volvió a mover afirmativamente la cabeza.
—¿Y bien?
—Me contó lo que ocurre y me pidió ciento diez mil dólares.
—¿Así por las buenas? —inquirió Barbara con asombro.
—No exactamente. Estuvimos hablando. Dime, Bobby, ¿qué ocurre entre vosotros dos? ¿Hay otra mujer?
—¿Bernie con otra?
Ella movió negativamente la cabeza.
—No es imposible. No hay hombre que sea inmune a eso.
—¿Te parecerá un disparate si te digo que él me quiere, que yo le quiero y que nuestro matrimonio es un desastre?
—No; me parece razonable. No es el primer caso. Nunca te he preguntado cuánto ganas, Bobby. Imagino que el taller no debe de ser precisamente una mina. ¿Saca Bernie algún beneficio?
—Todavía no.
—¿De qué vivís?
—Se supone que yo dirijo la Fundación. Cuando tengo tiempo, asisto a las reuniones. Voy, por lo menos, una vez a la semana y me pagan cuatrocientos cincuenta al mes.
—Principesco.
—Yo lo quise así, papá. No necesito ese dinero. Gané más de treinta mil dólares con mi último libro y espero ganar por lo menos otro tanto con el próximo.
—Vamos, que tú mantienes la casa.
—Bernie trabaja doce o catorce horas al día.
—Eso no arregla nada.
—Pero si él fuera quien ganara el dinero y yo la que lo aceptara, no habría ningún problema —replicó Barbara con irritación—. ¡Oh, qué harta estoy de esa estúpida mentalidad masculina sobre lo que está bien y lo que es correcto!
—Yo no la inventé, ni Bernie tampoco —dijo Dan suavemente—. Nosotros somos, simplemente, producto de ella.
—¡Si ésa no es la postura más autocomplaciente y autosuficiente que he visto en mi vida…! —Respiró profundamente—. No debería enfadarme. Y contigo menos que con nadie, papá.
—Tenías razón. Ha dejado de llorar.
Ella le miró fijamente y se echó a reír.
—¡Oh, y cómo te quiero! Pero eres el hombre más extraño del mundo.
—No creas. Yo los he conocido peores.
—Pero ¿qué hay de Bernie?
—Si yo no le doy el dinero, ¿cambiarán las cosas? ¿Abandonará el plan?
—¿Bernie? Papá, si quiere ese dinero, lo tendrá, aunque tenga que robar un Banco. Volará un furgón blindado o hará cualquier barbaridad. Así es él. Pero me hago cargo de que no puedas dárselo.
—¿Tú quieres que se lo dé?
—No lo sé.
—Pues será mejor que te aclares, Bobby, porque en la cartera que dejé en la sala hay ciento diez mil dólares en efectivo y de ti depende que se quede aquí o que me la vuelva a llevar.
Ella le miró largamente sin poder hablar. Por fin dijo:
—Se ha enfriado el café. ¿Quieres otra taza?
Dan asintió. Ella se acercó al fogón, puso la cafetera en el gas durante un par de minutos y sirvió el café. Luego dijo:
—¿Por qué?
—¿Quieres decir por qué estoy dispuesto a darle ese dinero?
—Sí; eso es lo que quiero decir.
—Es algo muy complicado.
—Tenemos tiempo. Falta casi una hora para la comida de Sammy. Imagino que de aquí a entonces podrás explicármelo.
—Ante todo, el dinero no se lo doy a él, sino a ti —indicó Dan—. Tú puedes dárselo o no, como prefieras.
—Fantástico. ¡Lo único que me faltaba!
—Intentaré explicártelo —dijo Dan—. Nunca os he dado ni un céntimo, ni vosotros me lo habéis pedido.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Me dejas hablar? Aunque yo no sea un lince, me he dado cuenta de lo que os ocurre. Y la cosa no tiene remedio. Puedes decir de Bernie lo que quieras, pero es todo un hombre. No hay muchos como él. Supongo que por eso te casaste con él. Yo le comprendo, quizá no como le comprendes tú, sino a mi manera, y sé que si no hace lo que él cree que tiene que hacer, todo habrá terminado entre vosotros dos. Podréis seguir casados, pero todo habrá terminado. ¿Me equivoco?
Ella no respondió en seguida.
—No —admitió—; no te equivocas.
—Bien. Volviendo al dinero, a mi no me importa un rábano. Nunca me importó. Y de lo que está pasando en Palestina no sé más que lo que leo en los periódicos. Pero sé algo acerca de los judíos y de lo que han tenido que aguantar. El mejor amigo que he tenido era judío. Le debo mucho, él está muerto y así saldo la cuenta. Quizá tú no lo entiendas, pero no sé explicarlo de otro modo. Creo que si hay alguien capaz de salir bien librado de este jaleo, ése es Bernie. Si todo acaba bien y él vuelve a casa, quizá piense entonces que ya ha cumplido. Y otra cosa: me cae bien.
—A mí también —convino Barbara—. ¿Y si no vuelve? ¿Y si le matan?
—Ya lo he pensado. Por eso no puedo tomar la decisión. Te dejo el dinero. Decide tú.
—¿Por qué? —preguntó Barbara, casi con angustia.
—Quizá porque respeto tu criterio. Quizá porque siempre supiste más que yo acerca de las cosas. Estuve hablando de ello con tu madre hasta medianoche, tratando de averiguar qué era lo mejor. No lo sé. Te quiero mucho, Bobby. Si te parece, me llevo ese dinero y nunca más le digo nada a Bernie.
—No, papá —dijo ella—. Déjalo. Y gracias.
La Fundación a la que Barbara se había referido, la fuente de una parte de sus ingresos, era la Fundación Lavette, con oficinas en Leavenworth Street de San Francisco. Tenía una historia interesante. El abuelo de Barbara, Thomas Seldon, había muerto en 1928. En su testamento dejó 382.000 acciones del «Banco Seldon» en fideicomiso a su hija Jean, acciones que, al cabo de doce años, debían pasar a sus dos nietos. En 1940, después de estar cinco años trabajando en Europa, Barbara regresó a San Francisco y decidió instituir con su herencia una Fundación benéfica. Por aquel entonces, su paquete de acciones tenía un valor de más de quince millones de dólares, por lo que el suyo no fue un rasgo sin importancia. Un tanto a regañadientes, Barbara accedió a presidir nominalmente el Consejo de Administración de la Fundación.
Y de esta Fundación hablaba Brodsky en la oficina del taller de Bernie. Cohen respondió que ni pensarlo.
—No me atrevería ni a proponérselo. Se trata de algo más puro que la mujer del César. Esa maldita Fundación es sacrosanta. ¡Santo cielo, Irv, estoy casado con una mujer extraordinaria que tiene un marido que es un canalla! ¿Y si no voy con vosotros? También podríais hacerlo sin mí.
—Pero no sin los aviones.
—¿Por qué no sacáis el dinero de los dos millones que tenéis en Nueva York?
—Porque la operación con esos checos del cuerno es por dos millones de dólares. Nos dan diez cazas «Messerschmitt» de la Segunda Guerra Mundial, y el resto, en armamento ligero. Tú eres el mejor especialista que conozco en armamento ligero.
—¿Cuánto piden por los «Messerschmitt»?
—Cincuenta mil dólares cada uno.
—No.
—Sí. Son amigos nuestros. Y nosotros, ¿qué hacemos? Truman lo ha puesto todo bajo embargo. Podríamos conseguir cazas de excedentes de guerra por cinco mil dólares; pero no hay forma de sacarlos del país. Y si no conseguimos los «C-54»…
—Los conseguiremos.
—¿Cómo?
—Si es preciso, robando un Banco.
—Bromeas —dijo Brodsky.
—Quizá. No sé.
Barbara miraba la gruesa cartera de piel marrón que su padre había dejado en el suelo de la sala, al lado de la puerta. La casa era uno de esos estrechos edificios victorianos de dos pisos que abundan en muchas de las calles que bajan de Russian Hill. Sam Goldberg, el abogado de su padre y después su propio abogado, amigo y protector, la mandó construir en 1892, poco después de su matrimonio. La casa había resistido casi incólume el terremoto y el incendio, y los Goldberg, que no tuvieron hijos, vivieron en ella y en ella murieron, primero, la mujer, y, varios años después, Sam. Barbara compró la casa de la testamentaría. Tenía dos miradores, uno encima del otro, en forma de tríptico. La puerta de entrada, seis escalones por encima del nivel de la calle, estaba flanqueada por columnas de madera de estilo seudomudéjar. Puerta y ventanas tenían recargadas cornisas, cada una de las cuales, al igual que el tejado, descansaba en hileras de dentículos, todas ellas tan trabajadas como las cornisas que sostenían. La fachada era una desenfrenada combinación de estilos jónico, corintio y mudéjar, sobre un fondo de paredes de madera blanca.
Barbara estaba enamorada de la casa. Después de los años pasados en París, y, posteriormente, en el Lejano Oriente y en África como corresponsal de guerra, aquella casa era para ella puerto seguro, refugio y cueva. A mucha gente no le gustaban aquellas casas porque tenían las habitaciones pequeñas, pero a Barbara le agradaban aquella intimidad y recogimiento. Había decorado de nuevo la mayoría de las habitaciones e instalado una cocina moderna; pero en la sala, de paredes verde musgo, todavía estaba la sillería de gutapercha, los muebles oscuros y las cortinas ribeteadas de pasamanería que Sam Goldberg adquirió en el mil ochocientos noventa y tantos.
Barbara, sentada en uno de los bajos y confortables silloncitos, contemplaba la cartera mientras pensaba en sí misma, en su pasado, en su posible futuro y en su matrimonio. No había abierto la cartera. El dinero no le fascinaba, aunque tampoco le repugnaba. Reconocía su utilidad, pero le era indiferente. Durante mucho tiempo, esta frialdad le resultó enigmática y, al fin, la atribuyó al síndrome de ciertas personas que nacen muy ricas. Siendo estudiante en Sarah Lawrence, fue a Nueva York con varias compañeras y, sin pensarlo dos veces, dio un billete de cinco dólares a un mendigo. Nunca olvidaría la escandalizada sorpresa de sus amigas. Ahora miraba una maleta llena de un dinero que tal vez cambiara el destino de seiscientos mil judíos de Palestina. Por el momento, había cambiado el suyo propio. Tenía el triste presentimiento de que si su marido salía de casa con aquella cartera en la mano, ella no volvería a verle.
Pero lo mismo había sentido otras veces respecto a personas queridas sin que sus temores resultaran justificados. Era puramente cuestión de estado de ánimo. Se sentía deprimida, pero la tristeza empezaba a disiparse. Estaba acostumbrada a ser sincera consigo misma, a analizar sus propios sentimientos y admitirlos por deplorables que fueran. Había estado sola en el pasado y se sentía perfectamente capaz de soportar la soledad en el futuro. Si tenía que elegir entre tener un marido taciturno y amargado o quedarse sin marido, por lo menos durante una temporada, era preferible lo segundo. Sus días estaban colmados. Era madre, ama de casa, escritora y presidenta de una importante Fundación benéfica. No se escudaría en un sentimiento de despecho al verse rechazada. Había observado la angustia y desesperación de las mujeres abandonadas y se había prometido a sí misma que ella nunca reaccionaría de aquella manera; de todos modos, creía comprender a su marido lo suficiente como para saber que él no huía de ella. Y, en el fondo de su mente, hurtándose casi a su conocimiento, palpitaba una leve excitación ante la perspectiva de verse dueña de su casa y de su tiempo, de no tener que buscar fórmulas y maneras para manejar a un hombre triste que, ahogado de angustia, se disculpaba por no poder tener una erección.
Cualquiera que fuese la forma en que él concebía su virilidad, ésta se había disipado entre la pequeña casa victoriana y el taller de reparaciones que no rendía. Mientras miraba la cartera del dinero, Barbara se preguntó: «¿Alguna vez he tratado de ver lo que es él realmente? ¿Lo que es de verdad? ¿No será que no he querido aceptar la posibilidad de que un hombre tan dulce y cariñoso como Bernie Cohen que ha sido soldado durante diez años sólo pueda hallar la felicidad en el frente? ¿O acaso tengo el prejuicio de que un judío no puede ser un mercenario?».
No bien se hubo formulado la pregunta, la invadió el remordimiento. «No —se dijo furiosa—; si no puedo comprender lo que un judío sensible piensa y siente acerca de lo que ha sucedido en Europa durante los diez últimos años, es que soy un zoquete». Sintió una viva tristeza y se le llenaron los ojos de lágrimas. Entonces se dijo, más furiosa aún, que aquello era un acceso de abyecta autocompasión y que no iba a tolerarlo.
«Soy una mujer madura y sana —se dijo—. Soy una escritora de éxito. He publicado dos libros bastante aceptables y voy por la mitad del tercero. Tengo familia y amigos y un hijo con un apetito voraz. También tengo un marido encantador que está un poco chiflado. No voy a sentir compasión de mí misma. Haré lo que debo hacer y él hará lo que tenga que hacer. De otro modo este matrimonio no valdría un pito».
Después de esta autodeclaración se sintió mucho mejor. Los berridos de Sam le anunciaron que el niño había despertado de la siesta. Cuando llegó a su habitación, Sam gorgoteaba de risa brincando en la cuna.
—Deberías dar gracias a Dios de que tu madre descienda de una familia de pescadores y mineros altos y fuertes —dijo levantándolo en brazos—. Hay que ver cómo pesas. Estás mojado y, además, hueles.
Acababa de cambiar el pañal al niño cuando sonó el timbre de la puerta. Dejó a Sam en el parque, bajó la escalera y abrió.
Era un hombre fornido, de cara colorada, con traje oscuro y chaleco de punto y nariz bulbosa y veteada.
—¿Mrs. Bernie Cohen? —preguntó.
—¿Sí?
—¿Barbara Cohen, de soltera Barbara Lavette, con domicilio en estas señas?
—Sí. ¿Qué desea?
Él sacó un sobre del bolsillo interior de la americana y se lo entregó.
—Killen, oficial de los tribunales de los Estados Unidos. Una citación, Mrs. Cohen. Acaba de aceptarla.
Con estas palabras, dio medio vuelta, bajó las escaleras y se fue.
Bernie regresó a casa poco después de las cinco y llamó alegremente a Barbara:
—Hola, niña, aquí estoy. ¿Y el enano?
Ella salió de la cocina y le dio un beso.
—Los dos estamos bien, Sammy está arriba. Le di la cena temprano.
—¡Qué lástima! En fin, paciencia.
A lo que Barbara respondió:
Eso es, paciencia.
Él subió al cuarto del niño y ella le oyó saludar al pequeño.
—Está mojado —gritó Bernie.
—Pues cámbiale, en lugar de armar tanto jaleo.
Complacida y asombrada por lo que acababa de decir, Barbara se quedó esperando. Se oyó un grito de dolor y de rabia.
—¡Estoy sangrando! —gritó Bernie—. El maldito imperdible me ha atravesado la mano.
Sam lloraba. Barbara movió la cabeza con satisfacción. Luego, subió las escaleras y puso el pañal al niño mientras Bernie iba a cambiarse sin dejar de apretarse el dedo. Ella acostó al niño, y cuando Bernie bajó, ella le esperaba en la sala con una jarra con «Martini» y dos copas preparadas.
—He estado a punto de llamarte para que buscaras una niñera. Tenía ganas de salir a cenar.
—¿Qué celebramos?
—Sólo que desde hace unos días vuelvo a sentirme como un ser humano.
—Ya lo he notado —dijo Barbara.
—¿Aún estás enfadada?
—No. ¿Por qué iba a estarlo? Tu marido te dice que se va a una aventura demencial. ¿Qué tiene de particular? ¿Por qué enfadarse?
—Bobby, no es una aventura demencial.
—Ni yo estoy enfadada. Bueno, un poco, Bernie. He estado todo el día cavilando. Tú haz lo que tengas que hacer. Pero vuelve entero y pronto, ¿de acuerdo?
—¿Hablas en serio?
Barbara bebió un sorbo de «Martini» y estudió a su marido.
—Sí y no. Bernie, nosotros siempre hemos sido sinceros el uno con el otro, francos y directos. Hay mucha gente que piensa que somos la pareja más disparatada de San Francisco, pero se equivocan. No somos tan diferentes. Lo que ocurre es que yo soy mujer y tú hombre. A veces pienso que ser hombre en este ridículo mundo nuestro es mucho más de lo que se puede pedir a cualquiera. Pero no hay vuelta de hoja. Si yo te impidiera ir, nunca me lo perdonarías.
—Claro que sí.
—Bueno, quizá sí. Pero no estoy segura.
—¿De quién es esa cartera? —preguntó él.
—De mi padre. La dejó ahí.
—¡Ah! Y hablando de la aventura demencial, no sé de dónde vamos a sacar el dinero. Brodsky tiene los nombres de una docena de empresarios judíos a los que podríamos acudir, pero todos cotizan ya por conductos normales. El de los aviones está impaciente. Herb Goodman se ha ido a Barstow para apaciguarle; pero me parece que todo el asunto se está viniendo abajo.
—En esa maleta hay ciento diez mil dólares —dijo Barbara con naturalidad.
—¿Qué?
—Digo que el dinero que necesitáis está en esa maleta.
Él sacudió la cabeza.
—Papá lo trajo esta mañana. Dijo que lo ponía en mis manos, que yo decidiera si te lo daba o no.
—Bromeas.
—¿Por qué no la abres?
Él la miró largamente. Luego dejó la copa, cruzó la sala, cogió la maleta y la puso encima de la mesita de dentro. La abrió y se quedó mirando en silencio los fajos de billetes de cincuenta y cien dólares, pulcramente alineados.
—Así no tendrás que robar un Banco —dijo Barbara suavemente.
Bernie se volvió.
—¿Cómo diantre sabías que había pensado en robar un Banco?
—Pues porque, si existía la posibilidad de hacer un romántico disparate, tú, fatalmente, lo harías. —Le miró fijamente—. ¿Nunca te has preguntado por qué te quiero tanto?
—A veces.
—Te lo diré. Porque, a veces, me haces sentirme maravillosa. Estoy procurando por todos los medios no ponerme sentimental. ¿Cuándo pensáis marcharos?
—Aún puedes decir que no. Tú no eres judía y tu padre no tiene nada que ver en esto.
—Puede que sí lo tenga.
Él se sentó y se quedó mirando la cartera, mientras jugueteaba con la copa. Luego dijo:
—Llamaré a Brodsky y le diré que venga esta noche. Creo que ha llegado el momento de que le conozcas. Nos iremos por la mañana en el «Ford». Diré a Gómez que recoja el coche en Barstow cuando nos hayamos ido, si es que nos vamos. Eso sería dentro de dos o tres días.
—Quiero que estés en contacto conmigo.
—Por descontado. Te llamaré desde Los Ángeles y desde Barstow. Luego, desde donde paremos. —Se acercó a ella y la puso de pie—. No sé qué decir.
—Vuelve pronto. Lo nuestro se arreglará. Nos quedan muchos años, Bernie.
—Cuando hables con tu padre, dile que algún día encontraré la forma de pagar la deuda.
—Él no quiere cobrarla.
—No tardaré. Dos semanas, tres… Te lo prometo, Bobby.
—Haz lo que tengas que hacer y vuelve pronto.
Aquella noche hicieron el amor apasionadamente, como si acabaran de conocerse, como si se hubieran encontrado por azar y cada uno descubriera el más vivo deleite en el otro. Tendida en la cama, sintiendo sus caricias, Barbara recordaba aquella primera vez, tan lejana ya, y percibía la misma timidez que entonces la conquistara; en cada movimiento, el temor a ser rechazado y, en sus manos, un estremecimiento de asombro y placer. Su manera de hacer el amor se parecía a la de un adolescente; en ella había un matiz de incredulidad, sus ademanes pedían disculpa por su cuerpo enorme, velludo y musculoso. Y a ella le gustaba la sensación de fragilidad que experimentaba a su lado, se sentía pequeña, esbelta y femenina. Durante el abrazo, la embargaron a un tiempo el gozo y el furor y cuando él se quedó dormido ella hundió la cara en la almohada y se echó a llorar.
Pero no hubo lágrimas por la mañana cuando despidió a Bernie y a Irv Brodsky. Éste era la antítesis del héroe: enclenque, inseguro, vulnerable. Con una sonrisa de timidez, le dijo que no se preocupara:
—En esto, el único peligro está en ponerse nervioso, y ni Bernie ni yo somos de los que se ponen nerviosos. Juntos hemos pasado muchas cosas desde la guerra de España. Y voy a devolvérselo sano y salvo, puede estar segura.
Se fueron y Barbara entró en la casa. Por la ventana les vio cruzar la calle, un hombre alto y otro bajito, que andaba de prisa para seguir las zancadas de su compañero. No miraron atrás.
Barbara entró en el cuartito del primer piso en el que solía escribir. Buscó en sus carpetas y encontró una carta que Bernie le había escrito en 1941. Era larga, y en ella le explicaba por qué se había ido de París y lo que le había ocurrido durante el viaje a Marsella. No tenía necesidad de leerla; la sabía de memoria, y al tratar de averiguar qué le había impulsado a sacarla, experimentó la extraña y terrible sensación de que aquel hombre, Bernie Cohen, su marido, nunca había estado allí y que lo único que poseía de él era aquella carta.
Barbara trató de pensar en otra cosa, volvió a poner la carta en la carpeta y se fue a vestir a Sam para salir a la calle. Se sentía aliviada, como si se hubiera sacado un gran peso de encima y estaba segura de que a Bernie le ocurría algo parecido. Hacía menos de dos años que se habían casado. Barbara preguntó si algún matrimonio podía ser completamente distinto de los demás y si una mujer de treinta y dos años era ya incapaz de amoldarse a lo que exigía el hombre. O el hombre, a lo que ella deseaba. Era inútil. A pesar de todo, los dos se querían. Si alguno hubiera dicho al otro que no había remedio, que quería divorciarse, hubieran pasado un período muy doloroso. Así era más fácil. La idea la asustó. ¿Más fácil? ¿Por qué no estaba tumbada en la cama sollozando amargamente? ¿Y si no volvía a ver a Bernie? ¿Por qué no se sentía aterrada ante la perspectiva de la soledad? ¿Acaso todos sus sentimientos, sus escritos, sus ideales eran una farsa? Barbara no consideraba que su incapacidad para disimular ante sí misma fuera una virtud. No poseía dotes para engañarse. No se sentía apenada. Ésta era la pura verdad.
Metió a Sam en el cochecito y se dirigió a casa de su madre por Vallejo Street. Hacía una hermosa mañana. La niebla se había consumido y un viento fresco hacía bailar copetes de espuma en la Bahía. Era uno de esos días en los que San Francisco parece crepitar de vivacidad y los transeúntes tienen un garbo especial y respiran más profundamente.
«¡Cómo me gusta esta ciudad! —se dijo Barbara—. Pero hay que haber estado fuera mucho tiempo para apreciarla. Se tiene que haber vuelto a ella».
Cuando Barbara llegó a la galería de arte encontró allí a Billy Clawson, el hermano de Eloise. Iba a ver a su hermana, pero ella no estaba. No era su día de trabajo. Era un hombre de unos treinta años, alto y pálido, que, según había oído decir Barbara, se había hecho sacerdote para no ser movilizado. Ahora, sin parroquia y sin el menor deseo de tenerla, pasaba los días sin hacer absolutamente nada. Los Clawson eran una de las familias más ricas de Oakland, que desheredaron a Eloise cuando ella se divorció de Tom Lavette para casarse con Adam Levy. Lo único bueno que Barbara veía en Billy era que visitaba a su hermana de vez en cuando.
Aquel día llevaba alzacuello.
—Lo hago por esnobismo. Desde luego, soy un farsante; pero ¿no lo son la mayoría de los ministros de Dios? Lo que a mí me redime es que no hago sermones. Eso sí, provocas las más curiosas reacciones en la gente. Los hay que te paran en la calle y se ponen a contarte sus penas.
Saludó a Barbara y se fue. Jean sacó a Sam del cochecito y lo levantó en brazos.
—Pero ¡qué niño tan bueno…! ¿Es que nunca llora, Bobby?
—Desde luego que sí, mamá. ¿Se dedica a algo Bill Clawson?
—No que yo sepa.
—Es raro.
—No tanto. No es el único.
—Mamá, ¿puedo dejarte a Sam? ¿Le darás de comer? Estoy citada para almorzar con Harvey Baxter.
—¿Harvey Baxter?
—Es mi abogado. Se hizo cargo del bufete de Sam Goldberg.
—¿Se ha ido Bernie esta mañana? —preguntó bruscamente Jean.
—Sí.
—No pareces muy trastornada.
—Estoy tratando de superarlo.
—¿Quieres que hablemos de ello?
—Ahora no, te lo ruego.
—Me gustaría —dijo Jean.
—Otro día quizá.
Cuando Barbara llegó a «Gino's», allí estaba ya Harvey Baxter, un hombre de cuarenta y tres años, fornido y serio. Tenía el pelo castaño claro, los ojos pardos, usaba lentes con montura de metal y llevaba ternos de lana gris antracita. Trabajaba en la firma de «Goldberg y Benchly» desde que salió de la Facultad, hacía veinte años y, a la muerte de los dos titulares, se convirtió en el socio principal. Goldberg y Benchly tramitaban casos de derecho civil y mercantil y habían sido abogados de Dan Lavette desde 1910. Ahora actuaban bajo la razón social de «Goldberg, Benchly y Baxter».
Harvey Baxter adoraba a Sam Goldberg tanto como la misma Barbara y consideraba a ésta su personal responsabilidad, heredada de su antiguo jefe.
Preguntó a Barbara por qué no había querido ir a verle al despacho y ella respondió que allí les hubieran interrumpido constantemente.
—Eso no —dijo Baxter—. Ya sabes que nadie me pasa llamadas cuando tú estás allí.
—Aquí, por el contrario, mi querido Harvey, el único que nos interrumpe es Gino, para decirme que estoy muy guapa y hoy necesito oír eso, pues no es precisamente el día más feliz de mi vida. Ayer me entregaron esto.
Sacó del bolso la citación y se la dio.
Mientras Baxter leía lenta y atentamente el documento, Gino se acercó a la mesa.
—¿Quieres que pida por ti? —preguntó Barbara.
—Sí. Cualquier cosa.
Barbara pidió ensalada, espaghetti y chuletas de ternera. Terminada la lectura, Baxter la miró pensativo.
—Ya lo he leído —dijo Barbara.
—Entonces ya sabes de qué se trata. Es una citación para comparecer ante el Comité de la Cámara sobre Actividades Antiamericanas a prestar declaración. Es indignante y, si me permites la expresión, repugnante.
—Te la permito.
—¿Ha recibido Bernie otra citación?
—No.
—Es extraño.
—¿Por qué?
—¿No te das cuenta? Él luchó en España. Conforme están hoy las cosas, eso podría explicarlo. ¿Pero tú? Es indignante.
Barbara se encogió de hombros.
—Creo que Bernie tendría que estar presente en la conversación. Si te han citado a ti es lógico que le citen también a él.
—Eso no —dijo Barbara—. Por lo que he leído acerca de sus métodos, ante todo buscan publicidad. A Bernie nadie le conoce, mientras que yo tengo cierto renombre como escritora y, además, soy hija de Dan Lavette.
—De todos modos, eso no es una explicación. Tú no eres comunista.
—Claro que no.
—¿Perteneces a alguna asociación? ¿Pro derechos civiles? ¿Comités para la liberación de Tom Mooney? ¿Nada por el estilo…?
—No; no soy amiga de asociarme, Harvey.
—Mi consejo es que hablemos de ello con Bernie.
—Está fuera de la ciudad.
—¿Fuera de la ciudad? ¿Dónde? Llamémosle.
—No se puede. No quiero mezclar en esto a Bernie.
—¿Dónde está?
—Perdona, pero no puedo decírtelo.
—¿Sabe lo de la citación?
—No lo sabe y no quiero que se entere.
—Barbara, cuando comparezcas ante el Comité, todo el mundo se enterará.
—Aún faltan diez días. Entonces ya no importará.
—¿Qué es lo que no importará? ¿Tengo que recordarte que soy tu abogado y que todo lo que tú me digas es confidencial?
—Eso ya lo sé, Harvey —dijo Barbara con suavidad—. No es que quiera tener secretos para ti; pero sé cómo piensas y si te digo dónde está Bernie te vas a enfadar tanto que no vamos a poder hablar de otra cosa. Yo no quiero hablar de Bernie. Quiero que hablemos de lo que voy a hacer.
—Es un consuelo.
Llegó el camarero con la comida.
—Ahora haz el favor de comer —dijo Barbara—. Yo estoy hambrienta, y últimamente no suelo comer fuera de casa, me gusta la comida que dan aquí y no me sentiré a gusto si yo como y tú no.
—Eres extraordinaria.
—No, Harvey, en absoluto; tengo hambre, eso es todo. Mientras comemos, tú me explicas este ridículo asunto. Ya he leído lo que les pasó a los escritores y directores de Hollywood. Van a ir a la cárcel, ¿no? ¿Yo también tendré que ir?
—¡No! ¡Por todos los santos, ni pensarlo! Tú no irás a la cárcel.
—No te alteres, Harvey. No me importaría ir a la cárcel… una temporadita. Sería una experiencia fascinante.
—Una experiencia de la que puedes prescindir perfectamente. Ahora deja que te explique…
—No comes nada.
—Yo no tengo hambre, y tú, sí —replicó él con impaciencia—. Come y escucha.
—Sí, Harvey —aceptó Barbara.
Apreciaba mucho a Harvey Baxter. Le recordaba a Sam Goldberg. Tenía su mismo tono de voz y sus mismos modismos. Seguramente, por haber trabajado juntos tantos años.
—El Comité de la Cámara para Actividades Antiamericanas…
—Harvey —le interrumpió ella—, ni siquiera sé lo que es un Comité de la Cámara. Aunque soy escritora, no tengo una gran cultura. Sólo hice un curso de colegio universitario.
—Deberías tomarlo en serio, preocuparte. Yo estoy preocupado.
—Yo también lo estoy, Harvey. Por eso almuerzo hoy contigo.
—Está bien. Ese comité es un comité del Congreso. El Congreso tiene la facultad de formar comités para escuchar testimonios, convocar a los testigos y utilizar sus declaraciones para legislar. Aunque maldito lo que ha legislado este condenado comité.
—Pero ¿cuál es el objetivo, Harvey?
—El antiamericanismo, como dicen ellos.
—¡Qué palabra más tonta! ¿Crees tú que yo soy antiamericana?
—Lo que yo crea no importa. El caso es que este maldito comité tiene mucho poder. En el asunto de los escritores y directores que se llaman los Diez de Hollywood, el comité los acusó de utilizar el medio cinematográfico para hacer propaganda subversiva.
—¿Y por eso van a la cárcel?
—No. Y tampoco es seguro que vayan. Quiero que comprendas claramente que el único delito que puede imputarte un comité del Congreso es el de desacato al Congreso, y la única forma en que puedes incurrir en él es negándote a contestar una pregunta que sea pertinente para su investigación. El desacato al Congreso es un delito menor, que puede ser castigado con la pena de hasta un año de cárcel. No tengo la menor idea de si los escritores y directores de Hollywood son o han sido comunistas, pero esa pregunta les fue formulada y ellos se negaron a contestar. Y hubo también otras.
—¿Por qué?
—Verás, si reconocen ser comunistas, nadie querrá darles trabajo; pero hay otras razones. Por lo que he leído del caso, sus abogados les aconsejaron acogerse a la Primera Enmienda constitucional, aunque probablemente ellos ya estaban decididos a invocarla. Si no me equivoco, la Primera Enmienda reza que el Congreso no puede promulgar leyes para promover el establecimiento de una religión ni para prohibir su libre ejercicio; limitar la libertad de expresión ni la de Prensa; el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a solicitar del Gobierno la reparación de una injusticia. En vista de eso, supongo que ellos mantienen que una investigación de sus creencias, escritos o pensamientos políticos, es una infracción de la libertad de palabra y de Prensa. Desde luego, es una interpretación muy amplia y yo no aconsejaría a un cliente mío que se acogiera a ella. Pero el caso aún está en los tribunales y no existe motivo para creer que irán a la cárcel.
—Me dan ganas de romper el papel y olvidarme del asunto.
—No te lo aconsejo. Eso sería desacato. De todos modos, tu padre y yo conocemos a varias personas influyentes y tal vez consigamos que retiren la citación. O que la anulen.
—¿Cómo?
—Prefiero no decirlo.
—Harvey, ¿quieres decir que podríais sobornar a miembros del comité?
—Eso lo has dicho tú, Barbara, yo no.
—Harvey, haz el favor de no ser tan cauteloso ni legalista. Si lo que quieres decir es que hay que sobornar a alguno de esos cerdos, me opongo. Ni por mi padre ni por nadie. Además, ni mi padre ni mi madre se enterarán de esto hasta que yo se lo diga.
—Me parece que haces mal.
—A mí me parece que no.
—¿No comprendes que la alternativa es ir a Washington y prestar declaración?
—¿Tú vendrás conmigo?
—Naturalmente. Pero deja que te diga una vez más y muy seriamente si crees que pueden hacerte alguna pregunta a la que tengas que negarte a responder.
—Desde luego que no. No irán a preguntarme con quién he dormido, ¿verdad?
—¡Oh, no! Las preguntas tienen que ser pertinentes. ¿Y por lo que se refiere a Bernie? Supongamos que te preguntan acerca de él.
—¿No hay una ley que permite a la esposa negarse a declarar contra el marido?
—No sé si afecta también a las investigaciones del Congreso. Probablemente, sí. De todos modos, me cercioraré.
—No importa. No sé nada de Bernie que no se pueda contar en cualquier sitio.
—¿Y si te preguntan dónde está?
—Dentro de diez días, eso ya no tendrá importancia —respondió Barbara.
Los diez pilotos y los tres navegantes que debían volar con los diez «C-54» hacia el Este se hospedaban en el «Hotel Marypol» de Hollywood, en Hudson Street, entre Hollywood y Sunset Boulevard. Era un edificio viejo y destartalado, una trampa mortal en caso de incendio, cuya clientela se componía de actores sin trabajo y algunos transeúntes. Brodsky lo escogió por su única virtud: era barato, cinco dólares al día una habitación individual y siete cincuenta, la doble. Incluso a este precio, y comprando la comida por su cuenta, los voluntarios debían más de cuatrocientos dólares. Brodsky disponía de ciento ochenta y Bernie vació la caja del taller para cubrir la diferencia.
Mientras iban camino de Los Ángeles, Brodsky trató de convencer a Bernie para que tomara el mando de la operación.
—¿Quién manda ahora?
—Nadie. Eso es lo malo, Bernie. Imagino que puede considerarse una operación del Haganah. Pero el caso es que nadie sabía qué clase de operación iba a ser, porque nadie tenía ni la más remota idea de cuándo y cómo iban a negociar con nosotros los checos. Primero, había que encontrar a alguien que estuviera dispuesto a organizar la venta sin necesidad de arriesgar el cuello. Luego, hubo que buscar los dos millones. Eso llevó seis meses. Después, hallar el modo de llevar el dinero a Checoslovaquia y transportar los «Messerschmitt» a Palestina. Cuando nos enteramos de que estaban en venta los «C-54», me enviaron a comprarlos. Herbie Goodman y tres pilotos vinieron conmigo. A los demás los encontramos aquí. Teníamos nuestros contactos, y los cinco pasamos tres semanas viajando de un lado para otro en busca de gente. Aún no sabíamos de cuántos aviones dispondríamos. Al principio creíamos que eran sólo tres. Por el espacio de carga disponible, calculamos que en cada «C-54» no podremos llevar más que un «Messerschmitt», y desmontado. ¡Si no es un disparate que un país, que de un momento a otro va a estar luchando por su existencia, tenga que pertrecharse de este modo! Pero no sirve darle vueltas. Yo nunca lo consideré una operación militar; pero con diez aviones tiene todas las trazas, ¿no te parece?
—No —respondió Bernie con énfasis—. ¿Estás loco? No sé exactamente qué leyes infringiríamos si realizáramos una operación militar en territorio de los Estados Unidos, pero deben de ser por lo menos veinte. Además, no estamos armados, conque nada de operación militar.
—De acuerdo. De ahora en adelante, tú eres el jefe. ¿Qué tal te sienta?
—De ninguna manera. Tú empezaste esto. ¿Por qué no lo terminas?
—Porque abulto la mitad que tú y no tengo pinta de jefe. En el «Hotel Marypol» hay un puñado de chalados esperando. Sí, son buena gente; pero ¿tú sabes lo loco que se necesita estar para tratar de volar hasta Checoslovaquia con estas cafeteras?
—Me has dicho que los aviones podían volar.
—Desde luego. Herbie y un chico llamado Calvin Council, que es navegante y muy buen mecánico, de El Paso y, por cierto, no es judío, estuvieron tres días inspeccionándolos. Parece que están bien. ¿Qué más puedo decirte? Herbie, hombre, acepta ser el jefe.
Cuando llegaron a Los Angeles, Bernie había accedido a hacerse cargo de la operación. A las siete y media de la tarde aparcaban el coche y entraban en el «Hotel Marypol». Bernie llevaba la cartera con el dinero bien asida. Herb Goodman los esperaba. Les dijo que seis de los hombres estaban jugando al póquer en su cuarto. Los demás habían salido, excepto Seltzer, que vigilaba a Mick White, que estaba emborrachándose en su habitación.
—Primero nos ocuparemos de Mick White —dijo Bernie. Dio la cartera a Goodman—. Hay ciento diez de los grandes ahí dentro, conque no la sueltes. Quédate con nosotros.
Mick White, unos treinta años, pálido, bajo y un poco grueso, miró a Bernie con ojos vidriosos y enrojecidos. Estaba sirviéndose vodka de una botella de medio litro ya casi vacía. La habitación era pequeña y destartalada, con las paredes desconchadas y estaba iluminada por una bombilla que colgaba del techo.
—Desde luego, has dado con lo más bajo —dijo Bernie a Brodsky—. Yo no pondría aquí ni a un perro.
—¿Quién diablos es ése? —preguntó Seltzer, un muchacho con aspecto de matón de barrio que miraba a Bernie con evidente hostilidad. Estaba sentado a caballo de una silla, con un vaso de vodka en la mano.
Había un lavabo pequeño y sucio en un rincón. Bernie cogió la botella a Mick White y la vació por el desagüe. Seltzer se abalanzó sobre él para detenerle y Bernie lo arrojó contra la pared de enfrente de un empujón.
—¡Hijo de perra…! —exclamó Seltzer, lanzándose otra vez sobre Bernie que se volvió hacia él, sujetando la botella de vodka por el cuello. Seltzer se paró en seco.
Bernie era quince centímetros más alto y pesaba veinticinco kilos más. Además, Seltzer reconocía la autoridad. Había pasado cinco años en la aviación.
—Me llamo Bernie Cohen —dijo Bernie suavemente—. Yo mando la operación. Si das un paso más, te estrello la botella en la cabeza. Ello nos costará un piloto, pero ya encontraremos otro. Eres piloto, ¿verdad?
—Puedes estar seguro.
—¿Judío?
—Sí.
Bernie señaló con un movimiento de la cabeza a Mick White, derrumbado en la otra silla de la habitación.
—Él no lo es y eso le disculpa. Pero tú, amiguito, como vuelvas a beber un solo trago antes de que esto termine, te parto en dos con mis propias manos.
Acabó de vaciar la botella.
—Eres un tipo duro —dijo Seltzer.
—Más de lo que imaginas —respondió Bernie—. ¿Qué te parece si nos dejamos de bravatas y de jaleo?
Tendió la mano. Seltzer vaciló un momento y se la estrechó. Luego, Bernie se acercó a White y le preguntó cómo se encontraba.
—No lo bastante bien como para sacudirte. Lo dejaremos para mañana.
—De acuerdo. —Bernie rodeó a White con el brazo, lo levantó de la silla y lo arrastró hasta el lavabo. White se debatía y juraba—. Abre el grifo —ordenó Bernie a Brodsky. A pesar de los forcejeos y protestas de White, Bernie lo mantuvo bajo el chorro de agua durante dos minutos por lo menos—. Dale una toalla.
—¡Asqueroso judío de mierda! —rugió White mientras se secaba la cara.
—¿Eres piloto? —preguntó Bernie.
—Mañana te volaré el culo, pedazo de mastodonte piojoso.
—Ya está bien.
Aquella noche, a las diez, los pilotos, los navegantes y los cinco radiotelegrafistas que Goodman había reclutado en Los Angeles, se reunieron en lo que el «Hotel Marypol» pomposamente llamaba el salón de banquetes. Hacía más de diez años que no se utilizaba para este fin y en él se amontonaban camas rotas, colchones, sillas viejas y lo que quedaba de las mesas de banquete. Lo alquilaron para dos horas por tres dólares. Los voluntarios estaban sentados de cara a Bernie y Brodsky. Lo único que tenían en común era haber combatido en la Segunda Guerra Mundial. Sus edades oscilaban entre los veinticinco y los treinta y cinco. De los pilotos, siete eran judíos, dos católicos y uno baptista. Dos navegantes y un radiotelegrafista no eran judíos. Qué móviles les impulsaban, era algo que Bernie no alcanzaba a comprender. Tal vez quisieran purgar culpas por el holocausto; tal vez buscaran una evasión de la monotonía del tiempo de paz, o la oportunidad de viajar o de volver a volar. O tal vez los móviles de los gentiles eran tan complejos y misteriosos como los de los propios judíos. Ninguno lo hacía por dinero, porque allí no cobraba nadie. Sólo se les garantizaba comida y alojamiento, que por cierto dejaban bastante que desear y el pasaje de vuelta desde Palestina, aunque ni Brodsky ni los demás sabían cómo iban a agenciárselo. Tres de ellos estaban sin trabajo; uno era un director de cine que acababa de conseguir un éxito notable, dos eran actores, uno carpintero, uno era ex policía de Los Ángeles, cuatro estudiantes, dos agentes de seguros y otros dos eran pilotos civiles que habían pedido la baja temporal. Dos de los radiotelegrafistas se dedicaban a reparar televisores. Sorprendentemente, nueve de ellos estaban casados y Bernie se preguntó cuántos serían los que, como él, utilizaban la operación como una puerta de escape, una evasión, una forma de «escurrir el bulto» a la realidad, como decía él. ¿O era esto la realidad? ¿Existía la realidad? ¿Qué le dijo Barbara una vez, que el macho de la especie nunca llega a la madurez? Las guerras eran juegos, la política era juego —juegos mortíferos y aberrantes de niños pequeños en cuerpos grandes—. La gloria, el idealismo y el valor eran etiquetas sin sentido. «De todos modos —se dijo—, alguien tiene que hacerlo». Y, en voz alta, a los demás:
—Me llamo Bernie Cohen. Dentro de lo que cabe, yo dirijo la operación y estoy decidido a llevarla a término. Conque si alguno ha cambiado de parecer, tiene dudas o está preocupado, será mejor que se retire ahora. —Esperó, pero nadie habló—. Entonces conforme. Saldremos a las cinco de la madrugada e iremos a Barstow en coche. Digo a las cinco porque, si todo va bien, pasado mañana despegaremos a las cinco y quiero que mañana por la noche estéis molidos y durmáis. No me importa si hoy no pegáis ojo, siempre que mañana durmáis de un tirón. De este modo disponemos de todo un día para trabajar en los aviones. Aterrizaremos en un aeródromo de Melville, en Nueva Jersey. El parte meteorológico es bueno. Tenemos mapas y esta noche trazaremos el plan de vuelo. ¿Cuántos de vosotros sois mecánicos? —Se alzaron ocho manos—. Muy bien. Aquí no hay categorías. Mañana todo el mundo a ayudar a los mecánicos. Esta noche haced todas las preguntas que se os ocurran. No quiero cabos sueltos.
Tom Lavette, dos años mayor que Barbara, era el primogénito de Dan Lavette. En ciertos círculos de San Francisco se rumoreaba desde hacía tiempo que los dos Lavette, padre e hijo, llevaban casi veinte años sin dirigirse la palabra. Dado que San Francisco no es una ciudad muy grande y que el grupo de hombres que controlan sus negocios es relativamente pequeño, Dan Lavette y su hijo tenían que coincidir periódicamente en determinados actos. En tales ocasiones, ambos respetaban la brecha que los separaba y ninguno hacía nada por reanudar sus relaciones. A veces, Jean porfiaba con Dan:
—Ya sé que es insoportable; pero es joven y es tu hijo.
A lo que Dan respondía simplemente:
—Es verdad.
Y no decía más.
Con el tiempo, Jean dejó de proponer la reconciliación. Ella veía a su hijo periódicamente, aunque no con mucha frecuencia. Aproximadamente una vez al mes, él la llamaba por teléfono y almorzaban juntos.
Después de divorciarse de Dan, Jean se casó con John Whittier, que había heredado la mayor Compañía naviera de la Costa Oeste, la cual creció extraordinariamente durante la guerra. Después de su matrimonio con Jean, celebrado en 1931, Whittier cobró un gran afecto hacia su hijastro, probablemente menos por sus cualidades que por su condición de heredero del «Banco Seldon». Cuando Tom entró en posesión de su paquete de acciones del Banco, Barbara le vendió una parte de las suyas, a fin de que él pudiera disponer de la mayoría absoluta y Tom se asoció con Whittier en una entidad llamada «Great Cal», una de las mayores corporaciones financieras de la Costa.
Con los años, John había ido perdiendo su preeminencia en la empresa. En un principio, veía en Tom a un joven dúctil, bastante brillante y de modales correctos, pero carente de grandes ambiciones y empuje. En esto se equivocaba. Durante los doce años siguientes, Tom conquistó en la corporación una primacía absoluta. Ahora, a los sesenta años, Whittier era un hipocondríaco irritable y obeso que había sufrido un ataque al corazón auténtico y una docena imaginarios. Aunque nominalmente era presidente del Consejo de Administración de «Great Cal», en realidad, era poco más que un símbolo. En las dificultades se recurría a Tom y Tom era quien tomaba las decisiones. En los medios financieros del Oeste, Tom Lavette estaba considerado como uno de los más prometedores jóvenes empresarios surgidos al final de la guerra.
Hacía más de un mes que Jean no le veía cuando él la llamó para invitarla a almorzar en el «Fairmont». Cuando no comía en el club, Tom iba siempre al «Fairmont». Jean le preguntó una vez por qué, en una ciudad que tiene más buenos restaurantes que cualquier otra de su tamaño en América, él comía siempre en el mismo sitio.
—Mamá, yo no como en restaurantes desconocidos —respondió él.
Jean conocía lo suficiente a su hijo como para aborrecerlo; pero no lo aborrecía ni pretendía juzgarlo. Él se mostraba amable y cordial con ella y, además, era atractivo. Esto pensaba Jean ahora, al verle cruzar el comedor. Era más esbelto que Dan, pero con su estatura y su anchura de hombros y con los ojos azules, el cabello rubio y la tez clara de Jean. Ella opinaba que físicamente sus hijos habían heredado lo mejor de sus padres.
Él la saludó cariñoso:
—Mamá, estás soberbia. Aún eres la más guapa del salón.
—¡Qué tontería! Tengo cincuenta y ocho años y no hago nada por disimularlo.
—Ni es necesario.
—¿Qué te hace mostrarte tan amable?
—Siempre lo soy.
—Menos cuando eres una fiera, lo cual ocurre de vez en cuando. De todos modos, me alegro de verte. Siéntate y tomaremos una copa para celebrarlo. Vivimos en la misma ciudad, a pocas calles de distancia y somos casi dos extraños.
—He tenido trabajo, mamá. Mucho trabajo.
—Naturalmente. Te pareces a tu bisabuelo, Thomas, que empezó de minero en el año cincuenta y cuando se dio cuenta de que es muy difícil hacerse rico de verdad extrayendo oro, se hizo usurero y prestaba su oro al trescientos por ciento. Cuando yo era niña y él era ya un banquero que se conformaba con el veinte o el treinta por ciento, el día de mi cumpleaños me daba una moneda de oro de diez dólares; pero le partía el alma desprenderse de ella. Hubieras tenido que ver cómo la acariciaba. Me parece que el viejo chivo sólo tenía una erección cuando contaba el dinero.
—¡Mamá, dices cada barbaridad! —susurró Tom.
—Supongo que sí. Me pregunto qué es lo que te mueve a ti, Tom. Tienes dinero, podrías trabajar menos y disfrutar de la vida.
—Disfruto con lo que hago. No es el dinero. En realidad, el dinero sólo sirve para contabilizar los triunfos.
—Eso no me parece muy original. No sé.
—¿Te has preguntado alguna vez, mamá, quién mueve a este país, quién lo mantiene en marcha, quién hace posible que personas como tú disfrutéis de la vida?
—¡Bravo! Ahora deja de sermonearme y encarga algo de beber y el almuerzo. Luego puedes explicarme por qué estoy aquí.
Cuando les llevaron la comida, Tom dijo sin rodeos:
—John está dándome la lata para que vuelva a casarme.
—¡Oh!
—¿No puedes decir algo más que «oh»?
—¿Hemos de hablar de eso? —preguntó Jean suavemente—. Soy tu madre.
—¿Te violenta el tema? ¿Con quién puedo hablar de ello si no?
—Con un psicoanalista. Y no te enfades.
—¡No!
Jean hizo como si comiera durante unos instantes. No esperaba aquello, ni sabía cómo reaccionar. Por fin dijo, serenamente:
—Está bien, hablemos. Aunque no sé qué puedo decir yo.
—Ni yo tampoco.
La nota de súplica que había en su voz no la escuchaba ella desde hacía muchos años. Aquello la desarmó y reavivó la sensación de culpabilidad nacida del profundo desdén que desde hacía tiempo le inspiraba aquel hombre, su hijo.
—Veamos —dijo Jean con toda la naturalidad de que era capaz—, John Whittier quiere que te cases. No me parece que eso deba importarle a él. ¿Tú quieres casarte?
—Tengo mis planes, mamá, tú lo sabes. Voy a presentarme candidato al Congreso y espero ser elegido. Dentro de seis años, en el cincuenta y cuatro, John y yo estamos seguros de que puedo ser gobernador. Si consigo la designación republicana, con el historial que Earl Warren tiene en este Estado, tengo el cargo seguro.
—¿Y es eso lo que tanto deseas, ser gobernador?
—Es una etapa.
—¿Y después? ¿Después, qué?
—Aún no estoy seguro. El Senado tal vez. John tiene sus ideas sobre la Casa Blanca; pero eso es algo que desea todo buen americano, ¿no?
—Sí; el buen americano —murmuró Jean.
—¿Y por qué no? Tengo una hoja de servicios muy decente, dinero, posición y no soy tonto.
—Desde luego que no —convino Jean—. Estoy tratando de hacerme a la idea. Tom, uno no puede haberse criado en San Francisco y respetar la política y a los políticos. Es un juego repugnante al que se dedican casi únicamente hombres mezquinos. Allá tú con tus sueños. ¿Eso del matrimonio es una idea vaga o has pensado ya en alguien en concreto?
—Sí. Lucy Sommers.
—La hija de Al Sommers —dijo Jean, recordando al antiguo vicepresidente del «Banco Seldon» y a su única hija, una muchacha morena, de piernas largas. Nunca le fueron simpáticos ninguno de los dos, y hacía años que no veía a Lucy—. Es viuda, ¿no?, y sí no recuerdo mal, cuatro años mayor que tú por lo menos.
—Exacto. Pero no importa. Me refiero a la edad. Y mejor viuda que divorciada. Ya tengo bastante con un divorcio a mis espaldas. Cuando pienso en Eloise…
—No hablamos de Eloise.
—No; es verdad. Verás, Lucy y yo hemos hablado de matrimonio. Ella opina, al igual que yo, que existen ventajas concretas para ambas partes. No tiene hijos y vivir sola no resulta agradable para una mujer. Es atractiva y tiene personalidad, es buena anfitriona y, gracias a Dios, a diferencia de Eloise, le gusta serlo.
«Ventajas concretas para ambos —pensó Jean—. ¡Vaya una manera de plantearse el matrimonio!».
—¿Qué opinas de ella? —preguntó Tom.
—Apenas la conozco. Es elegante, desde luego y supongo que eso es lo que tú quieres. ¿Está enterada…? —preguntó, incómoda—. Me refiero a…
—Sé a lo que te refieres, mamá. Le expuse claramente que el sexo no me interesa, que lo nuestro sería un convenio entre personas civilizadas y le pareció bien.
—¿Y la vida sexual de ella?
—Ni la tiene ni, al parecer, desea tenerla.
—Se dan casos —suspiró Jean—. A los dos os costará trabajo.
—Será una boda sencilla, con poca gente. ¿Tú asistirás?
—¿Sin Dan? Me parece que no.
Tom la miró fijamente.
—En tu lugar —sugirió Jean—, yo me iría de viaje. A Francia, a Inglaterra o incluso a las Islas. Podéis casaros allí. Una decisión súbita y romántica y así no tendríais que preocuparos por los periódicos.
Por la noche, Dan le preguntó qué tal había estado el almuerzo y Jean le contó los planes dé Tom.
—¿Está enamorado de ella?
—Me parece que no.
—Entonces, ¿por qué diantre se casa?
—Tu hijo, Dan —dijo Jean serenamente—, es un hombre muy rico e importante. Y, además, es ambicioso. Tú puedes pensar que es un cerdo.
—Nunca he dicho tal cosa.
—Pero lo has pensado. Y no lo es; bueno, no más que otros. Él desea la forma del matrimonio, no la función.
Dan la miró largamente sin pestañear y preguntó:
—¿Estás tratando de decirme que es marica?
—¡Odio esa palabra!
—¿Digamos entonces homosexual?
—¿No lo sospechabas? —Suavemente, añadió—: Danny, no te atormentes con eso. Bastantes disgustos hemos pasado ya. No hurgues en ello. ¡Deseo tanto tener un poco de felicidad antes de que todo termine!
El mismo día en que Jean almorzaba con Tom en el «Fairmont», Barbara llevó a Sam a Huntington Park, situado a poca distancia. Iba a pie, Empujando el cochecito. El niño, sentado de cara a su madre, sonreía al sentir en la cara la brisa fresca y limpia del Pacífico. Barbara no se cansaba de estar con su hijo ni podía hacerse a la idea de que aquel muchachito plácido, alegre y gordinflón, hubiera salido de su vientre. Barbara no tenía las frustraciones de la madre y ama de casa corriente; había vivido intensamente antes de ser madre y ama de casa y para ella Sam era como un milagro. Sabía que no tendría más hijos. A veces escuchaba con curiosidad las conversaciones de las otras madres que acudían al parque, la mayoría, diez años más jóvenes que ella; pero las escuchaba sin identificarse con ellas. Le parecía que siempre había observado y escuchado a un mundo distinto a ella. Seguramente, eso le ocurría por ser escritora. En su nuevo libro, el que estaba escribiendo, trataba de reflejar la vida de mujeres como las que encontraba en Huntington Park.
A Barbara le gustaba más escuchar que hablar. Ella prefería hablar a Sam que recibía con idéntica placidez lo profundo y lo superficial. El niño se aburría muy raras veces, y entonces le bastaba el pulgar o el aro de goma para distraer el aburrimiento.
Aquel día, mientras contemplaban la Fuente de las Tortugas, Barbara explicó a Sam que era una reproducción de una fuente romana que había sido regalada a la ciudad por la familia Crocker. Sam se empeñó en tocar el agua.
—Ya sabes que cuando tocas agua te haces pis. Está bien. Da lo mismo antes que después.
Se sentaron en el borde de la fuente.
—La verdad es que los Crocker no podían soportar que no hubiera algo suyo en el parque. Seguramente, estaban celosos del viejo Collis Huntington. ¿Sabías que era amigo de mi abuelo? El abuelo me contaba que los dos tomaban el tranvía que subía por California Street y luego se iban andando a sus respectivas mansiones. Como lo oyes. Los dos tenían magníficas mansiones aquí arriba en Nob Hill. Ahí estaba la del abuelo. —Señaló el lugar—. Y la de Huntington, ahí. Ya no queda nada. Recuerdo cuando derribaron la casa del abuelo. Fue en el veintiocho o veintinueve. Yo tenía catorce o quince años. Me llevé un gran disgusto. Era una casa muy fea.
Barbara se interrumpió. Sam tenía una expresión de éxtasis.
—¡Ah, ya! Ahora nos iremos a casa y te cambiaré el pañal. —Lo sentó otra vez en el cochecito—. Algún día, si Dios quiere, sabrás hablar y tendremos estupendas conversaciones.
Mientras regresaba a la casa de Green Street, Barbara se preguntaba por qué no se sentía triste ni desgraciada. Su marido se había embarcado en una loca aventura y ella tenía que comparecer ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas, a pesar de lo cual estaba tranquila y relativamente contenta.
«Debo de ser una mujer extraña e insensible», se dijo.