Tercera parte
Había gente que, para describir a Lucy Sommers, utilizaba el calificativo de austera. Era una mujer morena, arrogante, de cuarenta años, hija única de Alvin Sommers, el que fuera presidente del «Banco Seldon», retirado ya, a sus setenta y nueve años. El ritmo vital varía según las personas; unos viven más intensamente en sus primeros años, y otros, en la edad avanzada. Sommers llegó a presidente del Banco a los sesenta y cinco y, a los setenta y nueve, era un ejemplar correoso que parecía que iba a durar eternamente. Lucy era una mujer de buena figura, alta y elegante. Casi nunca sonreía y ni con el maquillaje ni con el peinado hacía el menor esfuerzo por embellecerse. Era una de esas personas de las que las mujeres que viven pendientes de la moda suelen decir: «En dos horas, con la ropa adecuada y la cara arreglada, yo la convertía en una mujer soberbia». Pero nadie se molestó en proponérselo siquiera.
Cuando entre los escasos centenares de habitantes de San Francisco que se consideraban a sí mismos «la ciudad» se corrió la voz de que Tom Lavette iba a volver a casarse y que la novia era Lucy Sommers, las exclamaciones de incredulidad fueron numerosas y vociferantes. Y es que en todo el medio social no había mujer más diametralmente opuesta a Eloise Clawson, su primera esposa.
Pero Tom se sentía a gusto al lado de Lucy, lo cual nunca le sucedió con Eloise. En algunos aspectos le recordaba a su madre, aunque Lucy sólo se parecía a Jean en la estatura. Eloise era tímida, reservada y, delante de Tom, insegura de sí misma. Lucy era serena, enérgica y, en aquellos momentos, sabía perfectamente lo que deseaba del matrimonio.
—Dicen que no hay que hablar mal de los muertos —dijo a Tom—. No sé por qué. A mí me parece que es peor hablar mal de los vivos. Mi marido ha muerto; pero nada bueno puedo decir de él. Era un animal. Creo que debes saberlo, Tom. No sé si, de haberme casado con otro, hubiera gozado con el acto sexual. Pero él destruyó cualesquiera posibilidades que pudieran existir. Nos separamos al cabo de un año de matrimonio, pero debo decir que el recuerdo persiste. Tú me pides que me case contigo y quiero dejar bien claro la clase de asunto en que te metes.
—Te pido que seas mi esposa, no mi compañera de lecho.
—¿Y no te parece un poco extraño?
—No más extraño que una docena de matrimonios que conozco. La única diferencia es que nosotros ponemos las cartas sobre la mesa.
—¿Tienes una amante? —preguntó ella bruscamente.
—No.
—No me importaría; pero me molestaría que se supiera. No quiero ser el hazmerreír de la gente. Yo te respeto y creo que tú a mí. Los dos somos ricos y ambiciosos. Mi padre es dueño de una hectárea de terreno en Pacific Heights y ha prometido regalármela. Me parece que conoces la propiedad. Tiene una vista magnífica. Quiero que comprendas lo que voy a pedirte.
—Yo ya tengo una casa en Pacific Heights —repuso Tom con cierta timidez.
—Lo sé. No es el tipo de casa que me convence. Además, es la casa de otra mujer. Yo me caso contigo, Tom, porque me gustas. También, porque estoy convencida de que, juntos, podremos triunfar. Para ti el triunfo es sinónimo de dinero e influencia política. Lo comprendo. Pero yo, siendo mujer, tengo mis ilusiones. Yo quiero ser la anfitriona más distinguida de la Costa Oeste y, con el tiempo, también de Washington. No sé si te das cuenta de lo mucho que tú necesitas tener a tu lado a una persona como yo. Me doy cuenta de que nuestras amistades me consideran un poco excéntrica. No me importa. Con el tiempo, una invitación a nuestra casa será como una invitación a la Casa Blanca. La política es más que el protocolo de la mansión del gobernador y la legislatura. La política es una cuestión de poder y de cultivar a la gente que posee ese poder.
Después de esta conversación, Tom modificó su opinión acerca de Lucy Sommers. Casi se volvió atrás de su propósito matrimonial, dividido como estaba entre el temor y la admiración. Por un lado, sentía un peligro inminente y, por otro, le impulsaba el deseo de entregarse a la protección de una mujer fuerte. Al fin pudo más el afán de seguridad.
Tom, después de hablar con su madre, transmitió a Lucy la sugerencia de Jean de que se casaran en el extranjero.
—¡Qué tontería! —exclamó Lucy.
—No lo considero una tontería. Mi madre no asistiría a la boda sin mi padre.
—Pues entonces ya es hora de que hagas las paces con tu padre. Bastantes enemigos tendremos fuera de la familia.
—¡Oh, no, Lucy! Hace veinte años que no nos dirigimos la palabra.
—Ahora está en el hospital. ¿Qué mejor ocasión? Ahora o nunca.
El pasante de Harvey Baxter era un joven que respondía al extraño nombre de Boyd Kimmelman. Era muy sagaz, había servido en un tribunal militar durante la guerra, terminó la carrera de Leyes un año después y mostraba una agresiva sagacidad, que complacía y asustaba a la vez a Baxter. Ahora discrepaba vivamente de una opinión de Baxter.
—Puede estar segura de que le preguntarán si es o ha sido miembro del partido comunista —dijo a Barbara.
Estaban en el despacho de Baxter los dos abogados y Barbara la mañana de la víspera del día en que ésta debía salir para Washington. El pequeño Sam, sentado en su cochecito, con el chupete en la boca, observaba la escena con mirada bonachona.
—Eso no me preocupa —repuso Barbara—. Ni lo soy ni lo he sido. Lo único que tengo que hacer es decir la verdad.
—Exacto —afirmó Baxter.
—¡Oh, no! No, señor, y perdone. No es tan sencillo. Esos granujas tienen todos los triunfos. Supongamos que asistió usted a una reunión de derechos civiles, por ejemplo, una asamblea en defensa de los jornaleros eventuales. Por lo que dice Harvey, estas cosas le interesan. ¿Me equivoco?
—Puede que tenga usted razón, Mr. Kimmelman.
—Llámeme Boyd, Mrs. Cohen. Como diría Harvey, soy demasiado agresivo para tener derecho a que se me respete.
—Está bien, Boyd. Sí, he asistido a reuniones. He asistido a reuniones de derechos civiles y hace dos meses estuve en una en defensa de los escritores de Hollywood. Pero tengo derecho, ¿no?
—¿Hoy? ¡Quién sabe! A lo que iba. Esos gusanos del Comité de Actividades Antinorteamericanas tienen acceso a los archivos del FBI y pueden estar seguros de que todas esas reuniones de protestas están vigiladas por el FBI. Usted no es precisamente una desconocida en la ciudad, Mrs. Cohen. De modo que vamos a suponer que niega bajo juramento haber sido miembro del partido. Luego, aparece uno de sus soplones a sueldo y dice que la vio en una reunión comunista.
—Mentiría.
—¿Podría usted jurar que no se trataba de una reunión organizada por los comunistas?
—¡Por Dios, Boyd —dijo Baxter—, eso no la convierte en comunista!
—¿Puede demostrar que no lo es? ¿Cómo? Supongamos que un soplón lo jura. ¿Qué pruebas podría presentar ella?
—La verdad es que no lo soy —intervino Barbara—. ¿Cómo podría alguien jurar lo contrario? ¿Qué pruebas tendrían?
—Está anticuada —dijo Kimmelman con impaciencia—. Esa gente no monta tribunales de administración de justicia. No les interesan las pruebas ni las normas de procedimiento. Sólo buscan meter ruido, sacar titulares. Y para sacar titulares tienen que crucificar a alguien. Ya sé que usted no es judía, Mrs. Cohen, pero su apellido lo es y, de entrada, va a tener que pechar con eso.
—Vamos, vamos, Boyd —dijo Baxter, irritado—. Tú ves antisemitismo en todas partes.
—Sólo donde lo hay.
—Pero Barbara no puede negarse a contestar una pregunta pertinente. Eso es desacato y no quiero que la acusen de desacato.
—El desacato está considerado un delito leve, punible con un año de prisión, si la citan. El perjurio es grave y puede ser castigado con cinco años. ¿Tú la expondrías a eso?
—Un momento —dijo Barbara—. Esta conversación empieza a sonarme a escena de Kafka. Sentencias de un año o de cinco años… Yo no soy una criminal. No he hecho nada ilegal. Soy un ama de casa de San Francisco, madre de un niño de meses y no tengo intención de ir a la cárcel.
—Ni irás —le aseguró Baxter—. Me parece que Boyd pretende asustarte tontamente. No puedo imaginar que alguien declarara que tú eres comunista.
—Yo sí puedo —aseveró Kimmelman.
—¿Y si lo fuera? —preguntó Barbara—. ¿Me mandarían a la cárcel por ello? Al parecer, me equivocaba al pensar que vivíamos en una democracia.
—Y así es —afirmó Baxter—. Y no consiento que un puñado de fanáticos de Washington pretenda hacerme creer lo contrario. Barbara, si fueras comunista y ellos te lo preguntaran, tú deberías limitarte a decir que sí. Suponiendo que lo desearas. No pueden castigarte por decir la verdad.
—¡Ay Dios mío! —exclamó Kimmelman.
—Boyd, nuestra actitud respecto de la ley es distinta —dijo Baxter—. Yo la considero un baluarte levantado a lo largo de los siglos para defensa de lo mejor de la civilización. Para ti es un antagonista al que debes adelantarte y superar. No, escucha… —dijo para atajar la protesta de Kimmelman—. Ésas son precisamente las cualidades que más aprecio en ti; pero tú eres joven y cínico. Cuando me encuentro ante una situación como ésta, me pregunto qué habría hecho Sam Goldberg. En este caso no me cabe la menor duda. Sam hubiera aconsejado a Barbara que respondiera a todas las preguntas con la verdad y sin evasivas. Yo no comparto tus temores a los soplones ni a la trampa. Sería un disparate que Barbara se negara a contestar a una pregunta por miedo a que le tendieran una trampa.
—De acuerdo —suspiró Kimmelman.
—Estamos aquí hablando de ese ridículo comité cuando lo único que realmente me preocupa es no haber tenido noticias de mi marido —dijo Barbara—. Hace dos días que intento hablar con Tel-Aviv y no hay manera de que me den la conferencia ni recibo contestación a mis cables. Tiene que haber algún medio de comunicar con Bernie.
—La situación es muy confusa —repuso Baxter—. Date cuenta, Barbara, de que hay mucha agitación en Palestina, casi estado de guerra.
—Ya lo sé, y es lo que más me preocupa. Tiene que haber algún medio, Baxter. Tú debes de conocer a gente que pueda hacer indagaciones y recibir respuestas.
Mrs. Cohen —dijo Kimmelman—, yo creo que su marido le habrá enviado varios cables. Si usted no los ha recibido es porque las líneas telefónicas están bloqueadas para las comunicaciones con prioridad. Yo tengo un amigo en la organización sionista de la ciudad que tal vez pueda conseguirnos una clasificación de prioridad. Iré a verle esta misma tarde y trataremos de comunicar con Tel-Aviv. Lo malo es que allí ahora es casi medianoche, por lo que tendremos que esperar un poco. Un primo mío es una especie de oficial de la Haganah, el Ejército judío, y si puedo ponerme al habla con él, quizá consiga noticias. Pero también puedo tardar varios días y es posible que su marido venga ya de camino. Dudo mucho que haya podido salir de Palestina en avión, por lo que habrá tenido que ir en barco hasta Italia o Francia. Quizá le puso un cable y se ha perdido o demorado. ¿Quiere que me entere mientras usted y Harvey están en Washington?
—Se lo agradecería. En cuanto sepa algo, ¿me llamará?
—Desde luego.
El niño se impacientó, y de pronto Samuel Thomas Cohen atronó el despacho con los berridos de un par de robustos pulmones.
—Me lo llevo a casa —dijo Barbara—. Esto es casi una vergüenza en el despacho de un abogado.
—Es un grato sonido de vida —protestó Baxter—. Te recogeré mañana por la mañana a las siete, Barbara, para ir al aeropuerto. No creo que nos quedemos en Washington más de un día.
Una vez en casa, Barbara dio de comer a Sam, lo puso en el coche y se fue con él a las bodegas Higate, en el valle de Napa. Eran las primeras horas de la tarde cuando salió de la autopista 29 y tomó por la carretera de tierra que conducía al grupo de viejos edificios de piedra, cubiertos de hiedra. Una visita a Higate siempre le producía una sensación de amparo y seguridad. Por un lado, el lugar era muy antiguo según la manera de juzgar estas cosas en California. Los primeros edificios habían sido levantados por unos italianos hacia 1870, y posteriormente fueron ampliados y modernizados por los Levy. Y, luego, el cariño y afabilidad de la familia Levy siempre la hacían sentirse a gusto.
Cuando Barbara hubo dejado al pequeño Sam en casa de Eloise, quien se encargaría de atenderlo durante su ausencia, Clair Levy la convenció para que se quedara a cenar en Higate. Sarah Levy, la madre de Jake, había vendido su gran casa de Sausalito y vivía en Higate con su hijo y su nuera. Se sentaron a la mesa Sarah, Jake y Clair, Adam y Eloise, Sally que había llegado de Los Angeles con la niña y Barbara. Sally justificó su visita diciendo que había llevado a la pequeña May Ling para que Sarah pudiera admirarla; pero la verdad era que Sally no quería que su adorada Barbara se fuera a Washington sin verla.
Se reunieron alrededor de la gran mesa en la cocina de alto techo, vigas y azulejos. La mesa, cargada de comida: bandejas de pollo frito, fuentes de patatas, espárragos, brécoles, manzanas asadas, tomates y tres clases de pepinillos, como si aquella abundancia fuera prueba de la existencia de normalidad y cordura. Barbara no sabía si reír o llorar. No sabía lo que Jake Levy había sido años atrás, pero ahora era un típico granjero, corpulento y curtido por el sol y con la suspicacia del granjero hacia la gente de fuera, la gente de Washington, la gente que no cultivaba la tierra ni cosechaba, sino que chupaba la sustancia de América. Le enfurecía pensar que Barbara había sido citada y que tenía que ir a Washington y comparecer ante una inquisición. Clair, aunque más serena, también estaba indignada.
Sorprendentemente, Barbara se puso a la defensiva:
—No va a pasarme nada. En realidad, hasta siento cierta curiosidad. Me digo a mí misma que eso es algo que conlleva el ser escritora, que es parte del precio que hay que pagar por la fama. Y es bueno que me zarandeen un poco. Cuando voy con Sammy al parque y estoy tomando el sol con las otras madres, casi se me olvida que existe otro mundo. De manera que estoy convencida de que esto puede hacerme bien. Sólo que me gustaría tener noticias del chiflado de mi marido. Así estaría más tranquila y podría saborear la experiencia.
—¡También la saborearía yo! —exclamó Jake—. ¡Es un escándalo!
—Yo comprendo perfectamente lo que Bobby quiere decir —declaró Sally—. Si Oscar Wilde no hubiera estado en la cárcel no habría escrito Balada de la cárcel de Reading, ni Bunyan Viaje del peregrino, ni Cervantes, Don Quijote. Y sabíais que Thoreau fue a la cárcel por negarse a pagar impuestos para la guerra contra México y cuando Emerson fue a verle y le dijo: «Henry, ¿qué estás haciendo ahí dentro?», él le contestó: «Waldo, ¿qué estás haciendo tú ahí fuera?». De manera que sé perfectamente lo que Bobby quiere decir; pero, a pesar de todo, me parece repugnante.
—Yo no voy a ir a la cárcel, y me parece que hay temas de discusión mucho más agradables. ¡Qué bueno es este vino! ¿Cómo se llama?
—Papá lo llama chablis —respondió Jake—. Pero no lo es. No hay chablis en California.
—¡Qué tontería! —gruñó Jake—. Es un chablis tan bueno como el mejor que haya salido de Francia.
—Exacto. Chablis es el nombre genérico que se da a los borgoñas blancos que se crían en la región francesa de Chablis. Y éste es mejor que cualquiera de los chablis que yo he probado. Es más suave y tiene más bouquet. Tenlo en la boca un momento, Bobby. No tiene agrura, o apenas. Es un vino de California, un puro california. En realidad, fuera de los valles de Napa y Sonoma no se cultiva una uva que pueda dar esta calidad de vino. Podemos hacer el mejor vino del mundo, pero nuestro complejo de inferioridad nos hace dar nombres franceses a nuestros vinos. Y nosotros no hacemos vinos franceses.
—Bastante trabajo nos cuesta ya venderlos —dijo Jake—. Si no lo llamáramos chablis, no venderíamos ni un hectolitro.
—¿Qué nombre le pondrías tú, Adam? —preguntó Barbara.
—No sé. Cualquier nombre de aquí. A éste lo llamaría eloise.
—Muchas gracias —dijo Eloise—. Pero prefiero no convertirme en vino. Un solo vasito me da una jaqueca espantosa. Sabe Dios lo que ocurriría si le pusieras mi nombre.
—¿Tú nunca bebes vino? —preguntó Barbara.
—Nunca. No me atrevo. A pesar de que me gusta. ¿No es una cruel ironía estar casada con un cosechero y no poder ni probarlo?
Cuando se levantaban de la mesa, Sally, la cogió del brazo.
—Tengo que hablar contigo, Bobby. ¿Ya te vas?
—Sí, y lo siento. Salgo para Washington por la mañana.
—Sólo unos minutos, ¿sí?
Subieron a la antigua habitación de Sally, y ésta cogió en brazos a May Ling.
—¿No es una preciosidad, Bobby? Y para un año es muy lista. Bueno, a los doce meses tampoco le vas a pedir mucho. Yo la encuentro muy chinita, pero dice Joe que no hay chinitos rubios. Aunque, con setecientos u ochocientos millones, es ridículo generalizar.
—Sally, tú no querías hablarme de eso —atajó Barbara.
—No. De mi matrimonio. Mi matrimonio es un desastre. Y de buena gana me echaría a llorar. Porque, ¿cómo puedo estar casada con un hermano tuyo y haber fracasado tan lastimosamente?
—Que sea hermano mío no quiere decir nada. Tú estás casada con Joe. Dime, ¿qué ha ocurrido?
—Que he desaparecido. Que no existo. Hace dos años que nos casamos y yo no existo.
—Bueno, Sally, ¿qué es eso de que no existes?
—Ahora te lo explico. Él está de pie a las seis treinta, y a las siete ya se ha ido a la clínica. A las diez opera en el hospital. Luego, vuelta a la clínica. Y vuelta al hospital. Y otra vez a la clínica. Si hay suerte, llega a casa a las ocho. Si no, a las nueve o las diez, con el tiempo justo de comer algo antes de irse a la cama. ¡Oh, no quiero decir que sea cruel conmigo, ni desconsiderado, ni mezquino! Ya conoces a Joe. No sería malo ni con Adolf Hitler. Le examinaría y le recetaría unas píldoras para la chifladura.
—¿Has hablado con él?
—Naturalmente. Pero no me oye. Yo tengo mi poesía y tengo a May Ling. Según él, eso tiene que llenar mi vida. Lo único que él deja fuera de consideración es el matrimonio. Yo le quiero, Bobby, y esta situación me pone mala.
—Sally, cariño —dijo Barbara—, yo no conozco remedios fulminantes. Quizá no los haya, pero no creo que tu matrimonio vaya a terminar mal. Eso no sucederá a menos que tú así lo quieras. Deja que liquide este estúpido asunto del comité y pueda hablar con calma con vosotros dos. Quizá sirva de algo.
—¿Sí, Bobby? ¿Lo harás?
—Te lo prometo.
Sam dormía en la cuna. Barbara le dio un beso rápido y, después de agradecer efusivamente a Adam y Eloise que se hicieran cargo del pequeño, emprendió el viaje de regreso a San Francisco. El cable había sido echado por debajo de la puerta. Lo abrió, observó que llevaba cinco días de demora y leyó:
Imposible hablar por teléfono. Llegamos bien, compramos mercancía y todos los aviones a salvo en Tel-Aviv. Imposible salir en avión. Reservado pasaje de Haifa a Nápoles. Allí espero poder tomar avión a Londres y a casa. Diez días a lo más tardar. Te quiero. Prometo no volver a dejarte.
Lo firmaba Bernie.
Jean estaba en el pasillo del hospital, delante de la puerta de la habitación de Dan, cuando apareció Tom. Ella, sin poder dominar la sorpresa, le miraba fijamente:
—Mamá, que no soy un fantasma —dijo Tom.
—Eso ya lo sé —repuso ella lentamente.
—¿Cómo está?
—Mucho mejor.
—¿Puedo entrar a verle?
—No quiero trastornarle —dijo Jean—. Ni herirle. Bastante ha sufrido ya. ¿Por qué has venido?
—¡Vaya una pregunta! —protestó Tom—. En lugar de reconocer que lo que hago está bien, te pones en contra.
—No estoy en contra. Estoy preocupada. Hace veinte años que no hablas con tu padre.
—Y que él no me habla.
—De acuerdo, Tommy. No es el momento de hacer recriminaciones. Si entras, nada de eso. ¿Estás preocupado por él?
—Creo que sí —dijo Tom, dudando. La verdad era que no lo sabía.
—Entonces, si entras a verle, tienes que olvidar el pasado. No quiero que le hables de nada que no sea tu preocupación por él.
—Lo procuraré.
—No es suficiente. Quiero tu promesa.
Tom asintió.
—Antes hablaré yo con él. No le convienen las impresiones fuertes. —Ella se volvió hacia la puerta—. Espera aquí. Ahora no vayas a perder el valor y eches a correr.
—Aquí estaré —asintió Tom, mientras pensaba que su madre le trataba todavía como a un niño testarudo.
Dan, incorporado sobre unos almohadones, leía un viejo ejemplar de las Baladas de agua salada, de Masefield. May Ling se lo regaló hacía treinta años con esta dedicatoria: «Para un hombre de agua salada cariñoso y amable». Jean lo encontró entre las cosas de él y se lo llevó al hospital sin mencionar la dedicatoria. El gesto le intrigó; pero Jean tenía muchos rasgos que le intrigaban. Al entrar ella, Dan bajó el libro y dijo:
—Es una lástima que no te gusten los barcos pequeños.
—Depende de lo pequeños que sean. Podría acostumbrarme.
—Un barco de unos diez metros, tipo balandro, algo que pudiéramos manejar entre los dos. Lo construiría yo mismo, bueno no con mis propias manos, pero yo lo diseñaría y seguiría su construcción paso a paso. Sería de teca, nada de esos malditos plásticos de ahora. Y nada de complicaciones. Hay suficiente agua y costas en la Bahía para tener ocupado a un hombre durante años. Te enseñaría a navegar. Es algo que he querido hacer desde el día en que nos casamos y puedes estar segura de que tendrías un buen maestro.
—Es una idea.
—Vamos, Jeanie, ¿te gustaría?
—Antes debes curarte. No te digo que no. Mientras, ahí fuera tienes una visita. Pero he querido avisarte antes de hacerle pasar.
—¿Quién es?
—Tom.
—¿Tom?
—Nuestro Tom. Tu hijo.
En voz baja, Dan dijo:
—No. No lo entiendo. Quiere verme.
—Exactamente. ¿Quieres tú verle a él?
—Quiero verle. Sí.
—Está bien, Danny. Pero el pasado, pasado. De lo contrario, no tendría sentido verle ahora.
—De acuerdo.
—Le diré que entre, pero yo me quedaré fuera —dijo Jean—. Será mejor que habléis a solas.
Dan estaba expectante y nervioso. El corazón le latía con fuerza. Se preguntó si, después de lo sucedido, aquello sería bueno o malo para él. En rigor, no podía decir que llevara veinte años sin ver a su hijo. San Francisco no es una ciudad muy grande, y durante aquellos años había visto a Tom en tres ocasiones, últimamente, de lejos y, con anterioridad, habían estado dos veces en la misma sala de actos públicos. Sus sentimientos hacia Tom eran una extraña mezcla de contradicciones. Por un lado, Tom era un cerdo. Por otro, Dan suavizaba el juicio y reconocía su parte de culpa. Por otro lado, existía la posibilidad de que su hijo fuera homosexual; pero, dado que sus nociones acerca de la homosexualidad eran bastante primitivas, Dan encaraba tal posibilidad con una negativa, atribuyéndola a una apreciación incorrecta de los demás o a una aberración temporal. Entre los defectos de Dan Lavette no figuraba el de la intolerancia; él no alimentaba odios ni rencores. Al fin y al cabo, hacía más de cuarenta años, en una época en la que los chinos eran severamente discriminados por la población blanca de San Francisco, él contrató al padre de May Ling en calidad de contable, y más adelante le nombró director de todas sus empresas. Era tan estricto al juzgarse a sí mismo, que no se atrevía a condenar a los demás. En lo referente a Tom, vivía con un ferviente deseo, el sueño de que un día el muchacho olvidara su encono y su amargura y volviera a él, porque Dan nunca negó a Tom el derecho a despreciarlo. Según su propio criterio, Dan comprendía que había defraudado a sus hijos, y se decía que si Barbara y Joe le habían perdonado, el mérito era de ellos. Cuando entregó los ciento diez mil dólares a Bernie Cohen, fue un pretexto, su explicación de que con ello pagaba una antigua deuda contraída con Mark Levy. La verdad era que su hija había acudido a él con una petición. Él tenía ahora una oportunidad de dar, y esto era lo único que importaba. Sus temores eran los típicos del que ha nacido pobre y ahora tiene una familia influyente. Dan aún medía la generosidad por el valor de lo que se daba.
De manera que cuando Jean le pidió que olvidara el pasado, ella trataba de acallar sus propios recelos. Dan no pensaba en el pasado cuando Tom entró en la habitación. No se daba cuenta de que sonreía un poco y no pensaba sino en que su hijo era un hombre muy apuesto, alto y bien formado, con el tipo del padre y los rasgos faciales y el color del pelo de la madre. A sus treinta y seis años era uno de la media docena de hombres más poderosos de California. A Dan no le impresionaban el dinero ni el poder, pero eran la baza del juego al que él había jugado durante casi toda su vida.
—Hola, papá —saludó Tom, tanteándole. Él también estaba nervioso. Dan alargó la mano y Tom la estrechó. El apretón fue firme—. ¿Cómo te encuentras?
—Bastante bien —respondió Dan—. ¿Sabes?, este hospital es judío, y cuando has tenido un infarto dicen que has pasado el bar-mitzvah, que te has hecho un hombre, vamos. —Las palabras le salieron sin darse cuenta. Dan se dijo que era una estupidez y que no podía haber empezado peor. «¿Por qué no me habré callado?», pensó—. Aunque la expresión debe de ser nueva para ti —añadió tímidamente.
—Claro que no. Pero aquí no viene a cuento. Tú te hiciste hombre en seguida. Son las personas como yo las que tienen que madurar.
Dan le miró fijamente, mientras se preguntaba si le hablaría su hijo con sinceridad. Él recordaba su voz de muchacho. Aquélla era una voz firme y bien timbrada, la de un hombre que se hace escuchar.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Dan—. Ha sido largo.
—Lo sé.
—Acerca una silla. Siéntate.
—Debí traer unas flores —dijo Tom.
—¡Maldita la falta! Aún no estoy muerto. No hacen más que llegar ramos, pero yo los mando a la sala de enfermeras. ¿Sabes lo que debiste traer? ¡Un cigarro!
—Lástima que no se me haya ocurrido. Pero mamá me hubiera matado.
—Seguramente. No hace más que husmear como un sabueso. Tienes buen aspecto. ¿Te cuidas bien?
—Procuro.
—¿Qué tal los negocios? —preguntó Dan sin poder pensar en algo que decir y sin poder decir lo que pensaba, sin poder preguntar si su hijo le quería, si le había echado de menos, si le guardaba rencor, y sin poder preguntar si se sentía feliz, solo, satisfecho de la vida o resentido.
—Los de Washington dicen que vamos a hacernos los amos del mundo, que éste es nuestro siglo. Yo antes creía que los negocios eran cuestión de dinero; pero llega un momento en que el dinero deja de importar y todo el panorama cambia.
—Sé lo que es eso —convino Dan.
—Supongo que dominamos ya una parte del mundo muy considerable. Ahora cabe preguntar: ¿cuál es la próxima etapa?
Dan guardó silencio. No se atrevía a pronunciar las palabras que tenía en la punta de la lengua.
—Pienso presentarme candidato al Congreso —dijo Tom.
—Eso me habían dicho.
—¿Qué te parece la idea?
—Creo que lo conseguirás. ¿Significa eso que piensas dejar a Whittier al frente?
—Ni pensarlo —contestó Tom—. Sé que John no te cae bien. Supongo que tus razones tendrás. No es hombre que despierte grandes simpatías ni antipatías. Es un pesado y un hipocondríaco. Estoy tratando de convencerle de que lo mejor que puede hacer es retirarse y me parece que acabará por hacerme caso. ¿Sabes que pienso casarme?
—Sí; me lo dijo Jean.
—Se llama Lucy Sommers.
—Yo conocía a su padre; pero a ella no la he visto nunca. Estoy seguro de que es una excelente muchacha.
—Una excelente mujer, papá. Tiene un par de años más que yo. Pero no importa.
—Desde luego.
En aquel momento entró Jean. Tom se puso en pie, diciendo que no quería cansar a Dan. Estrechó la mano de su padre, dio un beso a Jean y se fue.
—¿Qué tal? —preguntó Jean.
Dan se encogió de hombros.
—Bien.
—¿Ha estado agradable?
—¡Oh, sí!
—¿De qué habéis hablado?
—De nada.
—Tú también habrás estado agradable, ¿verdad, Danny?
—Me había alegrado tanto de verle…
—Entonces, ¿qué ha pasado?
—Nada. Absolutamente nada. —Luego, Dan añadió, casi con desconsuelo—: Es un perfecto desconocido, Jeanie. Yo esperaba cualquier cosa menos eso. Pero bien mirado, ¿qué más podía esperar?
Al día siguiente, cuando Barbara iba ya camino de Washington, en los periódicos de San Francisco apareció la noticia de su citación. Los titulares del Chronicle rezaban: Escritora de San Francisco, citada a comparecer ante el Comité de la Cámara. Los del Examiner decían: Barbara Lavette Cohen, testigo hostil en caso de subversión. Jean comprendió que Dan acabaría por enterarse y se lo contó antes de darle los periódicos, asegurándole que ni Barbara ni Harvey Baxter estaban preocupados.
—Seguramente querrán interrogarla sobre su viaje a Alemania; pero eso no es un secreto. Barbara ha escrito sobre eso y lo saben miles de personas. Lo peor es todo ese sensacionalismo de los titulares. Pero tú no te enfades, ¿eh, Dan?
—¡Hijos de puta de la mierda! —exclamó Dan—. ¿Qué cuernos pasa, Jean? ¿Qué pasa en este país? ¿Y por qué Barbara no me lo contó? ¿Cuándo empezó todo?
—Hace unos diez días. Y me parece que está bien claro por qué no te lo ha dicho.
—¿Tú lo sabías?
—Sí.
—¿Y no me dijiste nada?
—Danny, ¿es que no lo comprendes?
—Debería tener el mejor abogado de la ciudad.
—La acompaña Harvey Baxter.
—Harvey Baxter es una vieja. Debisteis decírmelo. Yo tengo amigos en Washington. Probablemente hubiera podido arreglarlo.
—Tú no estabas en condiciones de hacer nada, Dan. He hablado con Harvey y él está tranquilo.
—¿Y el niño?
—En Higate, con Eloise y Adam. Anda, no te preocupes. —Era más fácil decir eso que acallar el propio temor.
John Whittier entró en el despacho de Tom y dejó caer un ejemplar del Chronicle encima de la mesa. Whittier, grueso y de cara colorada, parecía enfermo.
—Ya lo he leído —dijo Tom—. ¿Te encuentras bien?
—No lo sé. Es el estómago o un ataque al corazón. Esto es espantoso. Absolutamente espantoso, Thomas.
—Sí.
—Y las primarias, a tres meses vista.
—John, sé contar.
—Bien, ¿qué piensas hacer? Esa maldita hermana tuya no me ha dado más que disgustos desde el día en que conocí a tu madre.
—Lo sé. Uno no puede elegir a los parientes.
—¿Tú sabías esto?
—Hasta hoy, ni una palabra —respondió Tom—. Y estoy tan disgustado, furioso y frustrado como tú.
—Pero ¿por qué no te lo contó? Hubiéramos podido hacer algo.
—Eso tendrías que preguntárselo a ella.
—¿Te han llamado de los periódicos?
—Todavía no. Pero no tardarán.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿La has llamado? ¿Has hablado con ella?
—Supongo que debe de estar camino de Washington. Llamé a su casa y no contestan.
—Bueno, ¿qué es lo que buscan? ¿Ella es comunista? Me lo figuraba…
—No seas ridículo, John.
—¿O será por el judío de su marido? Me han contado de él auténticas barbaridades.
—John, no sé de este asunto más que tú. He hablado por teléfono con el jefe del distrito y con el del Estado de California y no he podido contarles nada. Le dije a Janet que no me pasara más llamadas para poder pensar en el asunto. Ahora te ruego que vuelvas a tu despacho y hagas otro tanto.
Cuando Whittier se fue, Janet Loper, la secretaria de Tom, le dijo por el interfono que le llamaba Mrs. Carter. Carter era el nombre de casada de Lucy Sommers, que, después de la muerte de su marido, había vuelto a usar su nombre de soltera. Antes de aceptar la llamada, Tom tuvo que reflexionar un momento.
—Hablaré con ella —dijo, mientras trataba de coordinar sus ideas—. ¿Desde cuándo eres Mrs. Carter? —preguntó.
—¿He dado ese nombre? Eso te indica cómo tengo la cabeza. Tom, ¿has hecho alguna declaración a la Prensa?
—No; todavía no.
—No les digas nada. Sal del despacho. Te espero a almorzar en «Casper's» dentro de media hora. Es un sitio tranquilo, y seguramente no encontraremos a ningún conocido. Tenemos que hablar de esto antes de que el asunto siga adelante.
—No puedo salir ahora. Todo el mundo quiere hablar conmigo.
—Entonces con mayor motivo. Vamos, confía en mí.
Lucy esperaba a Tom en una discreta mesa situada al fondo de «Casper's», un pequeño restaurante francés escondido en la Leavenworth Street. Él se dejó caer en la banqueta, mirándola sin decir nada.
—¡Pobrecito! —exclamó Lucy—. He pedido que te traigan un escocés. Tenía que hacerte salir de allí. Imagino lo que debe de ser aquello. —Parecía tan serena y segura de sí misma, que Tom empezó a sentirse más sosegado—. ¿Sabes?, me alegro de que podamos afrontarlo juntos. Aunque no creo que sea el fin del mundo, es mejor que pongamos las cosas en claro. Ante todo, ¿es Barbara comunista?
—Eso me ha preguntado John y le he dicho que no fuera ridículo.
—Pero no estás seguro, ¿verdad?
—¡Y yo qué sé! Hablo con Barbara tres o cuatro veces al año. No nos adoramos precisamente. Ha hecho cosas muy raras en su vida.
—El Examiner la llama «testigo hostil». ¿Qué quiere decir exactamente?
—Se lo he preguntado a mi abogado. Al parecer, le han entregado una citación y ella no se ha mostrado dispuesta a colaborar.
—Tal vez tenga la conciencia tranquila.
—Lucy, Barbara ha hecho muchos disparates, como el de renunciar a la fortuna que heredó, para crear la Fundación Lavette; pero nada me había hecho sospechar que pudiera ser roja.
—Vamos a ponernos en lo peor. ¿Qué pensarían los del Partido Republicano? ¿Seguirían dispuestos a designarle candidato?
—Están indecisos.
—Muy bien, Thomas. Hasta que sepamos lo que ocurre en Washington, nada de declaraciones. Yo tengo una casita preciosa en Nicasio, cerca de Marin. Lo mejor será que nos escondamos allí durante un par de días. Así podremos pensar, hacer planes… y conocernos un poco mejor.
Tom la miraba sin pestañear. Le desconcertaba que ella hablara en plural; nadie había decidido por él hasta entonces. Frente a aquella mujer de rasgos enérgicos y elegante, experimentó una sensación de alivio. Era la primera vez en todo el día que alguien proponía un acto positivo.
—Tengo el coche ahí fuera. ¿Quieres que pida el almuerzo?
Tom asintió.
—Uno de mis mayores pesares es el de no haberme hecho masón —dijo Harvey Baxter a Barbara—. Y no es que Sam Goldberg no me lo pidiera. Él fue masón durante cuarenta años.
Estaban en el avión, volando hacia el Este, rumbo a Washington, cuando Baxter expresó su pesadumbre sin venir a cuento.
Barbara le preguntó cómo se le había ocurrido pensar en ello precisamente entonces.
—Podría ser una gran ayuda. Estaba pensando en las cosas que podrían ayudarnos. Podría haber algún masón en el comité, aunque no me parece muy probable. De todos modos, debí unirme a ellos. Mi mujer me lo quitó de la cabeza. Dijo que bastantes cosas nos separaban ya. Tú no conoces a mi mujer, ¿verdad, Barbara?
—Estoy segura de que es muy simpática, Harvey.
—Pero mandona, Barbara. Muy mandona. Como casi todas las mujeres. Con excepción de unas cuantas, como tú. Si yo le digo a mi mujer que me marcho a Palestina, le da un ataque. Y no es que yo me vea embarcado en una empresa tan disparatada. Como abogado tuyo, debo decir que me pareció disparatada —añadió en tono de disculpa—. ¿Lo comprendes?
—Claro que sí, Harvey.
—Incluso un viaje como éste la pone nerviosa. Será que no le gusta que viajemos solos.
—Harvey, tú eres un hombre atractivo.
—¿Lo crees así? Yo le aseguré…
—Naturalmente. Ahora hablemos de lo que nos espera. ¿Será algo parecido a los interrogatorios de los escritores de Hollywood, con periodistas, fotógrafos y demás?
—Creo que no. Estuve hablando con Donald Jay, que es el asesor jurídico del comité y encargado de hacer la mayoría de las preguntas. Me dijo que la sesión se celebrará en cámara.
—¿Qué quieres decir?
—Sin Prensa ni fotógrafos durante la sesión. Será en la sala del comité del edificio de la Cámara. Sólo tú y el comité. Eso indica que no están muy seguros del terreno que pisan. Andan a ciegas. Me parece que les gustaría meterse con toda la clase de escritores y te han elegido a ti porque te consideran más vulnerable.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué a mí?
—Probablemente, por el asunto de los nazis. Pero yo no hago más que definir su posición. No creo que seas vulnerable. Quizá pretendan algo totalmente distinto. No importa. Estoy tranquilo respecto a ti.
—Me alegro. Yo, no. Dime, Harvey, ¿no es esto lo que Boyd llama una vista en la Cámara de la Estrella? Si mal no recuerdo, la Cámara de la Estrella era un lugar en el que en Inglaterra el acusado era juzgado sin defensor y sin jurado. ¿No viene a ser lo mismo?
—¡Oh, no, Barbara! El Congreso funciona a través de los comités. En teoría, este comité fue formado para trazar una legislación que defendiera a los Estados Unidos contra la subversión interna. Por ello está facultado para citar a testigos y tomar declaraciones que le ayuden a estructurar esta legislación. Aunque hasta ahora no han producido legislación alguna. Sus métodos me merecen el más vivo desprecio. Pero la ley ampara sus funciones. No se trata de un tribunal, sino de un comité de investigación y, mientras tú contestes a las preguntas pertinentes con rectitud y sinceridad, no pueden hacerte absolutamente nada. Yo no tengo los temores de Boyd.
—¿Estarás conmigo en la sala?
—Tienen derecho a dejarme fuera, pero no creo que lo ejerzan. Jay estuvo muy amable cuando hablamos por teléfono. Muy comprensivo.
—¿Y qué es lo pertinente?
—Es difícil de prever. Operan dentro de un espectro muy amplio. Habrá que decidir sobre la marcha. Sé que todo esto es desagradable y engorroso, Barbara, pero es corriente en estos tiempos.
—Si tú lo dices…
A causa de la diferencia de tres horas entre costa y costa, era casi de noche cuando el avión aterrizó en Washington. Fueron en taxi al «Shoreham Hotel», en el que Baxter había reservado dos habitaciones. Barbara, pretextando cansancio, se excusó de cenar con Baxter y dijo que tomaría un bocadillo y café en la habitación. Comprendía que otra hora de la conversación de Baxter, acerca de temas histórico-políticos era más de lo que ella podría resistir.
Deshizo la maleta, se preparó un baño bien caliente y se quedó en remojo casi una hora. Echada con el agua hasta la barbilla, cerraba los ojos y daba rienda suelta a la imaginación; luego los abría y se observaba y estudiaba. La cicatriz de la cesárea, tan fea y roja al principio, había palidecido hasta quedar de un discreto color de rosa. Aún tenía buena figura, pechos firmes y la cintura apenas tres centímetros más ancha que hacía diez años. Necesitaba cobrar seguridad en sí misma y aceptaba el placer que le daba la observación de su cuerpo. Seguía siendo una mujer bien formada y atractiva. Imaginó una segunda cicatriz. Aún podía tener otro hijo, y el doctor Kellman le había asegurado que una segunda cesárea no era más peligrosa que un parto normal. Era fácil decirlo. Como a él no tenían que rajarlo. De todos modos, Barbara comprendía que a su edad no podía demorar la decisión, aunque por aquella noche podía esperar. Tendría que hablar con Bernie… y, de Bernie, su pensamiento pasó a Marcel. A medida que pasaba el tiempo, le resultaba más y más difícil aceptar la muerte de Marcel. Era muy fácil imaginar que la separación era momentánea y que pronto podría volver a verle. ¿Era porque Francia era otro mundo, y París un sueño que nunca existió? En sus sueños, Barbara lo veía siempre inundado de sol, una ciudad de hechizo y romanticismo. ¿Cómo estaría ahora, después de la guerra? ¿Volvería ella algún día? ¿Lo deseaba? Marcel estaba enterrado en Toulouse. Era extraño que no deseara volver a Toulouse para visitar su tumba. Ella no era de las que ponían flores en las sepulturas y lloraban sobre las lápidas. El pasado vivía en el recuerdo. Allí estaba para cuando lo necesitara.
Después del baño llamó al servicio de habitaciones y pidió un bocadillo, ensalada y café. Luego leyó el Washington Post, que había comprado en el aeropuerto. Su comparecencia ante el Comité de la Cámara era noticia de primera plana, y en ella se la describía como «la atractiva y rica heredera de San Francisco metida a novelista». El texto era neutro. Incluso los periódicos liberales se abstenían cautamente de definirse, y Barbara comprendió que nadie estaba al amparo de la nube de miedo que proyectaba su sombra sobre el país. ¿Era realmente como en la Alemania de Hitler? Trató de rememorar el Berlín que había conocido en 1939. No; no podía ser. Ella no lo admitía.
Aún no eran las diez y no tenía ganas de acostarse. De todos modos, tampoco iba a dormir en toda la noche… Se sentó ante el escritorio y decidió escribir a Bernie. No sabía dónde enviar la carta; pero era agradable pensar que tal vez él estuviera ya en San Francisco cuando ella regresara. Entonces le entregaría la carta y le diría: «Toma, eso es lo que yo pensaba la noche antes de enfrentarme al tigre en su madriguera».
Mi querido y desarrollado esposo —empezó, y en seguida rompió la hoja con impaciencia. ¿Por qué sacaba a relucir siempre su tamaño? ¿Quizá porque veía en él a un niño asustado que había pasado toda la vida tratando de vencer el miedo?—:
Bernie, amor mío —Así estaba mejor. Continuó—: Aquí me tienes, en un hotel de Washington D. C., tratando de averiguar por qué te engañé. Al principio, me pareció una actitud muy noble no hablarte de la citación que llegó antes de que tú te fueras a esa misión disparatada, porque, si te lo digo, tal vez hubieras decidido no marcharte, para que no tuviera que enfrentarme yo sola al Comité de la Cámara sobre Actividades Antinorteamericanas; pero después de pensarlo mejor, he sacado la conclusión de que no te dije nada por miedo a que no me perdonaras que estropeara tu aventura. Créeme, te conozco y te quiero lo suficiente como para saber lo mucho que deseabas llevar esos aviones a Europa y salvar a los valientes judíos a los que creías haber abandonado al casarte conmigo y poner un taller de reparaciones de automóviles en San Francisco. Pero no creas que no he pasado malos ratos al ver que pasaban días y días y no recibía noticias tuyas. Menos mal que ayer llegó tu cable y he podido venir sin más preocupaciones que la perspectiva de tener que pasar dos días escuchando los consejos profesionales de Harvey Baxter. ¿Por qué hablarán así todos los abogados? En fin, no creo que tú puedas contestarme a eso.
Acerca de por qué me han citado, no tenemos ni la más ligera idea, aunque suponemos que puede tratarse de mi propia escapada, la loca aventura que corrí por mi cuenta en Berlin. Pero, puesto que lo conté todo en un libro que todo el mundo puede leer, no me preocupa en absoluto repetir la historia a los antropoides de aquí. Lo cierto es que ahora estoy en Washington y hoy he salido en la primera plana del Chronicle de San Francisco y del Post de Washington. Soy toda una celebridad, vamos. Al escribir esto, se me ocurre que el pobre Tom va a tener que dar un sinfín de explicaciones a sus padrinos republicanos. ¿Qué pensarán de un candidato conservador que tiene una hermana más rojilla que una rosa? Me parece que lo mejor que puedo hacer para salvar su buen nombre es declarar públicamente que él y yo discrepamos en todo. A fin de cuentas, la carrera de Booth no quedó arruinada porque su hermano asesinara a Lincoln. ¿O sí? Tendré que comprobarlo.
De todos modos, si tú tienes que solazar su espíritu con escapadas tan tontas como la presente, yo, por ser escritora, también he de meter la nariz aquí y allí. Desde luego, se me ocurrió que papá, a través de sus amistades del Consejo de la Marina de Guerra, podría anular la citación; pero él pobre tuvo un ligero ataque al corazón y ahora está en el hospital. Como comprenderás, no puedo ir a marearle con este asunto en su estado. Se pondrá bien, pero no he querido que se enterara de esto hasta que estuviera más fuerte. Y he de confesar que siento curiosidad por ver cómo funciona nuestro propio sistema de represión. Además, aunque te cueste trabajo creerlo, ésta es mi primera visita a Washington. He de comparecer ante el comité a las diez de la mañana y, si no me entretienen mucho, pienso pasar el resto del día haciendo de turista, ya que no tengo que estar en el aeropuerto hasta tas cinco.
Tampoco debes preocuparte por Sam. Nuestro hermoso hijo está en Higate, perfectamente atendido por Eloise. Tenemos estupendos amigos. Harvey Baxter es una bellísima persona, pero un poco bobo. Si me preguntas por qué no he buscado otro abogado, la respuesta es que esas cosas no se hacen. Era socio de Sam Goldberg y algo tiene que saber. De todos modos, siempre tengo él recurso de guiarme por mi sentido común, así que no estoy preocupada, sólo siento curiosidad por descubrir lo que me espera.
Ahora, a la cama, y hazme él favor de estar en casa mañana cuando yo llegue, para que podamos reanudar nuestra monótona y sensata vida.
Deberías sentirte satisfecho de que yo esté dispuesta a mostrarme tan contenta en un mundo tan agobiado por el descontento. Me gusta ser esposa y madre, de modo que si ya te has sacado todos los pájaros de la cabeza, yo no tendría inconveniente en que habláramos de tener otro hijo. Ya sé que no puedo darte la media docena que tú querías, pero dos es un bonito número. ¡Vuelve pronto!
Subrayó las dos últimas palabras.
Stephan Cassala abrió despacio la puerta de la habitación de Dan. Había ido a verle todos los días desde que Dan sufriera el ataque, y hoy traía una cartera y a su hijo, Ralph. Ralph era un muchacho de Veintiún años, bajo y delgado, muy parecido a su padre; cursaba el último año de carrera en la Universidad de Stanford. Era el único hijo de Stephan, circunstancia que la madre de Stephan lamentaba vivamente, a pesar de que Rosa, su otra hija, la había obsequiado con cinco nietos.
—Adelante —dijo Dan.
Stephan advirtió con alivio la firmeza y energía de la voz. El somier estaba levantado y había media docena de periódicos esparcidos sobre la colcha.
—Ralph y yo hemos cenado en la ciudad —dijo Stephan—. Le he traído porque quería verte.
—Me alegro. —Dan estrechó la mano del muchacho. Hacía dos años que no le veía—. Tienes muy buen aspecto.
—¿Cómo se encuentra?
—Muy bien. ¿Qué haces ahora, Ralph?
—Último curso de Física. Me han permitido trabajar por mi cuenta en el método Wilson de la cámara de ionización y me parece que he encontrado la forma de mejorarlo.
—¿Te gusta la Física?
—Es lo que más me gusta.
El joven volvió a estrechar la mano de Dan y se marchó. Stephan dijo entonces, moviendo la cabeza a derecha e izquierda:
—Por más que lo intento, Dan, no consigo entenderlo. No lo creerás, pero lleva camino de ganar el premio Nobel. Veintiún años y sólo dos generaciones lo separan de un oscuro rincón de Sicilia, plagado de ignorancia y superstición. No nos ha ido tan mal.
—¡Qué va! ¿Cómo está Joanna?
Stephan se encogió de hombros.
—¿Cuánto tiempo puede subsistir un matrimonio vacío? Vamos viviendo. De nada sirve hablar de eso. ¿Y tú cómo te encuentras?
—Bastante bien. Otra semana y Jean me llevará a casa. Aunque no sé si aguantaré una semana más de hospital. Tom ha venido a verme.
Stephan, sorprendido, no hizo comentario.
—La cosa no fue tan mal. Ya era hora.
—Sí —convino Stephan—; ya era hora.
—Estaba leyendo lo de mi hija —dijo Dan, señalando los periódicos.
—Sí. A propósito, ayer fui a ver al senador Claybourne que estaba de paso en la ciudad. Tuve que recurrir a toda mi influencia para que me recibiera. Me concedió diez minutos.
—A ese cerdo le dimos diez mil dólares.
—Pues salen a mil dólares el minuto. No es precisamente una ganga. Lo cierto, Dan, es que tiene miedo. Que Dios nos asista, pero McCarthy y ese comité tienen a todo el país con el alma en vilo. Dice que ni él ni nadie del Senado pueden meterse con el comité de la Cámara. No quiere hacer nada. Este asunto de la culpabilidad por asociación se ha convertido en una enfermedad de todos.
—¿Sacaste algo de él?
—Nada. Sugirió que llamaras al presidente. Ni le conoces, ¿no?
—Hablé con él una vez. Lo mismo que otras diez mil personas.
—También fui a ver al juez Fredericks. Su consejo es que descanses y dejes que las cosas sigan su curso. Harán unas preguntas a Barbara, ella contestará, ellos meterán un poco de ruido y ahí terminará todo. El daño que eso pueda hacer a su carrera ya está hecho. De todos modos, ella sobrevivirá. Se me ocurrió la disparatada idea de poner un pleito al comité.
—No tan disparatada.
—Es imposible, Dan. No se puede demandar a un comité del Congreso.
—Me gustaría acorralarlos a todos en un callejón oscuro. Pero no son más que pensamientos ociosos. Me doy el lujo de decir cosas fuertes y maldito lo que puedo hacer por esa criatura. ¿Qué es eso? —preguntó señalando la cartera de Stephan.
—He pensado que podríamos despachar algunos asuntos.
Dan movió negativamente la cabeza.
—No. Olvídalo, Steve. En estos momentos lo que menos me importa son los negocios. Estos días que he pasado metido en la cama he estado cavilando, buscándoles el sentido a mis sesenta años de vida en este mundo y, en mi actual estado de confusión, no podrás sacar de mí nada en claro. A propósito, ¿sabes algo de Bernie?
—No. En casa no hay nadie, y en el garaje no saben nada.
Eran casi las tres de la madrugada cuando, por fin, Barbara se quedó dormida, y a las siete ya estaba despierta y completamente despejada, sin asomo de cansancio, animada por la idea de que, al término de aquel día, hacia las doce, hora de California, estaría de regreso en San Francisco. Jean había insistido mucho en que cuidara su atuendo, ya que siempre consideró a Barbara una feroz enemiga de la moda, por lo que, para complacer a su madre, Barbara consintió en ponerse un traje de chaqueta azul marino, zapatos negros y blusa camisera blanca. Su melena castaño claro, ligeramente ondulada, no presentaba dificultades. La llevaba peinada con raya a un lado y a ras de los hombros. No tardó más que unos minutos en arreglarla. Tenía buen semblante y le bastó una breve mirada al espejo para decidir que la ocasión no requería maquillaje.
Antes del desayuno, Barbara salió a dar una vuelta por los hermosos jardines del hotel, en los que no vio a nadie más que un jardinero negro que podaba unos rosales y que le dio los buenos días.
—Hace una hermosa mañana —dijo Barbara—. ¿Tienen ustedes muchos días como éste?
—Algunos. No muchos en esta época del año. ¿No es usted de por aquí?
—No; soy de California. De San Francisco.
—Eso está muy lejos.
—Sí; muy lejos. Mucho.
Barbara se fue al comedor. Tenía hambre. Harvey Baxter ya estaba allí, inclinado sobre un plato de huevos con tocino. Al verla, se puso en pie de un salto.
—¡Oh, no te levantes, Harvey! Me siento estupendamente. Lucharemos contra el comité de Mr. Drake y venceremos. ¡Adelante y arriba!
—Barbara, por favor, un poco de formalidad. No es el comité de Mr. Drake. Simplemente, él es muy conocido aquí porque es de nuestro Estado. No es que trate de defenderlo. La mayoría de sus actos me parecen deplorables. Pero tienes que tomarlo en serio. Acaban de llamarme del despacho del congresista Hood, el presidente del comité. La sesión será pública. No será filmada ni televisada, pero habrá una mesa de la Prensa.
—¿Qué les ha hecho cambiar de plan?
—No lo sé, y me preocupa. Algo habrán encontrado. Barbara, ¿estás segura de habérmelo contado todo?
—Me parece que sí, Harvey. Pero no te preocupes, por favor.
—Un pequeño rayo de sol. Con esta clase de sesión, yo podré sentarme a tu lado y tú podrás consultarme cuantas veces lo desees.
—Muy bien. Ahora deja que la condenada se desayune como es debido.
Fueron en taxi hasta el edificio del Congreso. Barbara, mirando por la ventanilla, comentó:
—Es una ciudad bastante bonita. Pero una ha visto ya tantas postales…
—No puedo dejar de pensar que Sam Goldberg hubiera sido mucho más minucioso —dijo Baxter, inquieto.
—Supongo que debe de ser el motivo de mi visita lo que me impide sentir emoción. Y tú, Harvey, ya has estado aquí otras veces y por eso no te conmueves. Mira, el Capitolio.
La verdad es que Barbara empezaba a estar impaciente por todo el asunto. Empezaba a disiparse su buen humor de unas horas antes y le irritaba pensar que un puñado de funcionarios de Washington tuvieran el soberano derecho a hacerle cruzar el país para someterla a un interrogatorio, con la amenaza del castigo suspendida sobre su cabeza si se negaba a contestar. El guardián del vestíbulo les tomó los nombres y les indicó la sala a la que tenían que ir. Estaba en la planta baja, al fondo de un corredor, en el que había un grupo de hombres esperando y fumando. Cuando Barbara y Harvey entraron en la sala, los que esperaban la miraron con curiosidad, pero ninguno le dirigió la palabra, y Barbara se preguntó si serían periodistas.
En la sala había ya cinco hombres, tres de ellos sentados a la mesa de la Prensa. Uno estaba frente a una tarima sobre la que había una mesa larga y manipulaba una máquina de estenotipia. El quinto hombre, alto, gris y cadavérico, salió a su encuentro. Tenía los ojos oscuros y pequeños, las cejas hirsutas, las mejillas hundidas y la barbilla larga y puntiaguda. Se presentó a sí mismo como Donald Jay, asesor jurídico del comité. Barbara observó que tenía las uñas negras. Estrechó la mano de Baxter. Barbara se dijo que, si se la tendía a ella, procuraría no rozarla siquiera.
—Siéntense aquí, Mrs. Baxter —dijo Jay señalando una mesita situada frente a la de la Prensa en diagonal.
En la mesa de la Prensa sólo había seis sillas, pero Barbara observó que detrás habían colocado una docena de ellas, para más periodistas o quizá para una pequeña parte del público. La sala no mediría más de unos quince metros de largo por ocho de ancho. Sobre la mesa de la tarima, cinco pequeños rótulos indicaban los nombres de los congresistas que compondrían el quórum: Arthur Hood, Norman Drake, Lomas Pornay, John Mankin y Alvin Bindle. De los cinco, Barbara había oído nombrar únicamente a Drake, que representaba un distrito de la zona de la Bahía.
Pocos minutos después de que tomaran asiento Barbara y Drake, empezó a llegar gente: un policía federal, un tipo gordo con traje oscuro y la placa prendida en la chaqueta; periodistas que ocuparon todas las sillas situadas alrededor de la mesa de la Prensa y otras cuatro, detrás de éstas y, finalmente, por congresistas: Hood, bajo, los labios apretados y unos ojos azul pálido tras unas gafas con montura dorada; Drake, inexpresivo, con la cara redonda e inocente; Pornay, obeso, con rollitos en el cuello y las mejillas color de rosa como un querubín; Mankin, el más viejo de todos, con las mejillas colgando, con cara de basset huraño y, por último, Bindle, joven y guapo y sonriendo nerviosamente. Tomaron asiento, cogieron los lápices que había en cada sitio, miraron a los presentes y se quedaron esperando inexpresivamente.
Finalmente, una vez transcurrido el tiempo que le pareció prudencial, Mankin, arrastrando las sílabas con marcado acento sudeño, dijo:
—Reunión del Comité de la Cámara de Representantes sobre Actividades Antiamericanas, a dieciséis de marzo de mil novecientos cuarenta y ocho. Que conste en acta que hay quórum.
—Se hace constar —respondió Donald Jay.
—¿Está presente la primera testigo?
—Sí, señor.
—Tómenle juramento.
El oficial del tribunal se acercó a Barbara y le presentó una Biblia.
—Apoye la mano derecha en la Biblia —le dijo—. ¿Jura que el testimonio que va a dar será la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
Las palabras sonaron sin entonación ni sentido.
—Lo juro —respondió Barbara.
—Que conste que la testigo ha prestado juramento —dijo Jay.
Se había situado a un lado, para no tapar la visión a ninguno de los congresistas, y se mantenía de pie, con los brazos cruzados.
—¿Querrá la testigo dar su nombre? —preguntó a Barbara.
—Barbara Cohen.
—¿Señora o señorita?
—Señora.
—¿Es ése su único nombre? —inquirió bruscamente Dixon.
—No le entiendo.
—¿Se la conoce por otro nombre? —preguntó Jay.
—Barbara Lavette —respondió ella, titubeando.
—¿Es un seudónimo?
—No; es mi nombre de soltera. Lo uso en mis escritos.
—¿Por qué?
—Porque empecé a escribir antes de casarme y mis lectores me conocían por Barbara Lavette. No me pareció necesario cambiar mi nombre literario. —En un susurro, dijo a Baxter—: Esto es idiota. ¿He de contestar todas las preguntas estúpidas que me hagan?
Baxter asintió.
—Sí, Barbara, por favor.
—¿Cuál es su profesión? —preguntó Jay.
—¿Mi profesión? Acabo de decírselo.
—Sírvase responder.
—Muy bien —suspiró Barbara—. Soy escritora. También soy ama de casa. Y madre. Desempeño las tres profesiones y opino que cualquiera de las tres es más constructiva para la vida de esta nación que la de congresista…
—¡La testigo se limitará a contestar a las preguntas que se le hagan! —la interrumpió Hood.
—Por lo que más quieras —susurró Baxter—, nada de pullas.
—Veo que la testigo tiene sentido del humor —reconoció Jay—. Pero éste no es el lugar más indicado para ejercitarlo. Ahora le ruego que preste atención a mi próxima pregunta. ¿Es en la actualidad o ha sido alguna vez miembro del partido comunista?
Barbara no se paró a pensarlo.
—Ni soy ni he sido nunca miembro del partido comunista.
—Ya —dijo Jay volviéndose hacia Drake.
Éste sacó unos papeles del bolsillo interior de la americana, los extendió sobre la mesa y estuvo estudiándolos durante un rato con los labios fruncidos.
—Mrs. Cohen —dijo Drake—, ¿dónde residía usted en el mes de mayo de mil novecientos treinta y nueve?
«Ya salió», pensó Barbara, casi con alivio.
—Residía en París.
—Ya. ¿Y en calidad de qué? Quiero decir si era turista, estudiante…
—Era periodista. Corresponsal del Manhattan Magazine.
—¿Y cuáles eran sus obligaciones?
—Escribir un artículo semanal. Comentarios sobre modas, libros, estrenos teatrales, exposiciones de arte, cosas así.
—Entonces, ¿no era periodista especializada en temas políticos?
—Me temo que no.
—¿No es verdad que en mayo de mil novecientos treinta y nueve dos comunistas franceses, Claude Limoget y su esposa, Camille Limoget, la convencieron para que realizara una misión comunista?
—Por la forma en que lo dice, es evidente que trata hacer aparecer mi anterior respuesta como una mentira.
—¡Responda a la pregunta!
—Y esa información la han sacado de mi libro —dijo Barbara, casi gritando—. Nunca traté de ocultarlo. Mi libro tuvo mucha difusión. Fue seleccionado libro del mes por el Club de Lectores. Miles de personas saben exactamente lo que ocurrió.
—¿Se niega a responder a la pregunta? —insistió Dixon.
—Barbara, responde, por favor —susurró Baxter.
—No me niego, voy a contestar. Pero puesto que están redactando un acta, no quiero que en ella se indique que han descubierto un secreto en mi vida. —Se sentía furiosa y excitada y se dijo: «Así no. Tranquila, Barbara, tranquila».
—Sírvase contestar a la pregunta —replicó Jay.
—Sí; acepté llevar a cabo una misión. Pero no era una misión comunista.
—¿Cómo la calificaría entonces? —preguntó Dixon—. Dice en su libro que fue usted a Alemania para ponerse en contacto con el partido comunista.
—Claude y Camille Limoget eran comunistas y no trataban de ocultarlo —dijo Barbara a media voz.
—¡Más alto, por favor!
—He dicho que los Limoget eran comunistas. Yo, no. Por eso recurrieron a mí. Me dijeron que el partido comunista francés había perdido contacto con el partido comunista de Alemania, que ese contacto era importantísimo y que, en mi calidad de periodista sin filiación comunista, yo podría entrar en Alemania sin peligro.
—¿Y sin ser comunista estaba dispuesta a entrar en la Alemania nazi con riesgo de su vida, a fin de establecer ese contacto?
—No me pareció que mi vida corriera peligro. Yo era periodista y mi director se mostró encantado con la posibilidad de que le enviara crónicas desde Alemania.
—Pero usted aceptó esa misión por encargo del partido comunista de Francia, ¿no es así? —recalcó Dixon.
—Sí.
—¿Y pudo cumplirla satisfactoriamente?
—No —respondió Barbara en voz baja—. El hombre había muerto.
—¡Más alto, por favor!
—No.
—¿Y a pesar de todo niega haber pertenecido al partido comunista?
—Nunca he pertenecido al partido comunista.
Dixon se echó hacia atrás con una fina sonrisa.
—Todo va bien —susurró Baxter—. Sólo tratan de meter ruido.
Donald Jay descruzó los brazos.
—¿Conoce a Harry Bridge? —preguntó a Barbara.
—Sé quién es. No le conozco personalmente.
—En mil novecientos treinta y cuatro, Mrs. Cohen, durante los incidentes registrados en el puerto de San Francisco en el llamado «Jueves sangriento», ¿trabajó en un puesto de socorro comunista?
—No. No recuerdo ningún puesto de socorro comunista. Yo llevaba material sanitario en mi coche, vendas y demás, y curamos a varios estibadores heridos.
—¿Con quién estaba usted?
—Con un estibador.
—¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo. De eso hace catorce años.
Jay se acercó a la mesa y cogió una hoja de papel.
—Tengo aquí una declaración jurada hecha por un tal Manuel López, estibador de San Francisco. La leeré para que conste en acta: «En julio de mil novecientos treinta y cuatro, en el día conocido por “Jueves sangriento” yo ayudé a instalar un puesto de socorro en una furgoneta en la Calle Segunda de San Francisco. La furgoneta era propiedad de Barbara Lavette, que trabajaba en el puesto de socorro. Yo era entonces miembro del partido comunista y di por seguro que ella lo era también». ¿Desea hacer algún comentario al respecto, Mrs. Cohen?
—Desde luego que sí —contestó Barbara—. Eso es mentira. No conozco a ningún Manuel López ni existía un puesto de socorro propiamente dicho. Era una furgoneta con unas cuantas vendas, yodo y agua oxigenada, y no tenía nada que ver con el partido comunista. Y, desde luego, yo ni era comunista entonces ni lo he sido nunca.
Jay se acercó a la mesa y se puso a hablar en voz baja con los miembros del comité.
—Harvey —susurró Barbara—, ¿qué es esa monstruosidad acerca del tal López?
—¿Estás segura de no haber conocido a nadie de ese nombre?
—Completamente.
—Entonces, por algún oscuro motivo, le habrán obligado a mentir. Me repugna pensar que puedan sobornar a un testigo; pero tal vez lo hayan hecho. Tú no te preocupes. Tus respuestas son claras y sinceras y quiero que sigan siéndolo. Por lo que se refiere a ese Manuel López, si nos enfrentamos a él en un juicio, puedo hacer trizas su declaración.
—¿Un juicio? Yo no soy una criminal, Harvey. ¡Dios mío! ¿Qué es esto?
—Barbara, ten calma. Y no te preocupes. No es tan malo como parece.
—¡Vaya un consuelo, Harvey! —exclamó ella con amargura—. ¡No es tan malo como parece!
Jay se apartó de la mesa y volvió lentamente a su sitio. Sacó un cuadernito del bolsillo y lo estudió con gesto pensativo. Luego, lo cerró con un golpe seco y dijo:
—Mrs. Cohen, ¿conocía usted a un hombre llamado Marcel Duboise?
—Sí.
—¿Cuáles eran sus relaciones con él?
—Le quería. Íbamos a casarnos.
—¿Pero no se casaron?
—No; él murió.
—Ya. ¿A qué se dedicaba?
—Era periodista. Trabajaba para un periódico francés llamado Le Monde[1].
—¿Usted y Marcel Duboise vivían juntos en París?
—¿He de responder a eso? —susurró a Baxter.
—Está en el libro, Barbara. Es del dominio público. Podrías negarte a contestar, alegando que no es pertinente, pero ¿por qué no responder?
—Sí —contestó Barbara a Jay—; vivíamos juntos.
—¿Era comunista Marcel Duboise?
—No.
—¿Estuvo en España con las Brigadas Internacionales, la Brigada Quince, tengo entendido?
—No; estuvo en España en calidad de reportero de Le Monde.
Sintió una tirantez en el pecho. Cerró los ojos y respiró profundamente.
—¿No podríamos hacer una pausa? —preguntó Baxter—. Mi cliente está bajo una gran tensión.
—Si la señora lo precisa —dijo Mankin magnánimamente—, podemos hacer un descanso de quince minutos.
A solas con su cliente en la pequeña sala de visitas, con la puerta cerrada para que no entraran los periodistas, Baxter sugirió pedir el aplazamiento para el día siguiente.
—¡De ninguna manera! —se negó Barbara—. Quiero terminar cuanto antes y marcharme de esta maldita ciudad.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Sí, Harvey; pero ¿qué están haciendo conmigo? Lo han deformado todo y me han convertido en una especie de vesánica agente roja. Y ese asunto de López… ¿Quién puede ser?
—No lo sé y no quiero que te preocupes. En estos momentos no pueden relacionarte con el partido comunista. Esa declaración no tiene ningún valor. Tú dices la verdad y no nos desviaremos de esa línea. No creo que esta investigación abarque mucho más.
Era un pobre consuelo, y Barbara estaba perdiendo ya la escasa confianza que tenía en Harvey Baxter.
—No tiene objeto provocarles —siguió diciendo el abogado—. Drake es un hombre vengativo. Yo en tu lugar respondería con suavidad y aprovecharía los privilegios de que puede valerse una mujer frente a un grupo de caballeros.
Ella le miró fijamente, preguntándose si habría perdido el juicio.
—¿Caballeros?
—Es un decir. Cuanto más te resistas, más agresivos se pondrán. ¿Estás segura de poder continuar?
—¿Cuánto tiempo más?
—Media hora a lo sumo. Supongo que lo de López era el triunfo que se guardaban, por lo que lo peor ya ha pasado.
Los periodistas miraron a Barbara con curiosidad cuando ella y Harvey Baxter volvieron a la sala; pero no hicieron preguntas ni comentarios. Su reserva la desanimó. Los congresistas ya estaban sentados, esperando.
—Todavía está bajo juramento —le recordó Donald Jay.
Barbara advirtió que Pornay hojeaba un ejemplar de su primer libro, el relato de sus experiencias en Francia y Alemania. Jay miró a Pornay y éste movió afirmativamente la cabeza.
—Su marido se llama Bernie Cohen —dijo Jay—, ¿no es así?
—Sí.
—¿Él luchó en España con la «Brigada Lincoln»?
—Sí.
—¿Era la «Brigada Lincoln» una organización comunista?
—No lo sé.
—¿Su marido es o ha sido comunista?
—No tienes que contestar —le dijo Baxter en voz baja.
—Quiero contestar. —Levantando la voz, respondió—: No; mi marido nunca ha sido comunista. Mi marido es y ha sido un ferviente sionista, lo cual no es compatible con la filiación comunista.
Jay se acercó a la mesa y estuvo cuchicheando unos minutos con Drake y Pornay. Luego habló con Mankin, volvió a su sitio, cruzó los brazos y dijo:
—Usted es presidenta del consejo de la Fundación Lavette, ¿no es verdad, Mrs. Cohen?
—¿Es pertinente esta pregunta? —susurró a Baxter—. ¿Tiene que figurar en esto la Fundación?
—No lo sé. Pero si te niegas a responder, Barbara, les darás un pretexto.
—Sí; lo soy —admitió Barbara.
—¿Cuál es el objeto de la Fundación Lavette?
—Es una organización benéfica que presta ayuda financiera a obras de carácter médico, científico y artístico.
Jay volvió a consultar con los congresistas. Luego miró a Barbara con aire pensativo y preguntó casi con indiferencia:
—¿Qué es el Hospital del Sagrado Corazón?
Barbara miró a Baxter que parecía tan sorprendido como ella. El abogado se encogió de hombros y movió afirmativamente la cabeza.
—Es un hospital situado en la ciudad de Toulouse, en Francia —respondió Barbara.
—¿Qué relación tiene usted con ese hospital?
—Marcel Duboise ingresó en él después de ser herido en España. Allí murió —añadió en voz baja.
—¡Sírvase la testigo hablar más alto! —exclamó secamente Drake.
Ella repitió su respuesta.
—Haré la pregunta con otras palabras —dijo Jay—: ¿qué relación tiene actualmente con este hospital?
—¿Qué es esto? —cuchicheó Baxter—. ¿Qué tiene que ver ese hospital? ¿Quieres que pida otro aplazamiento? Quizá deberíamos hablar.
—No, Harvey —susurró ella—. Terminemos de una vez. Lo del hospital está muy claro. —Y a Jay—: En mil novecientos cuarenta y cinco, la Fundación Lavette donó cien mil dólares al Hospital del Sagrado Corazón. Posteriormente se han hecho otras dos donaciones.
—¿Cuál era el fin de esas donaciones?
—Dotar a un pabellón que atendiera a los heridos del Ejército Republicano que habían cruzado los Pirineos y a sus familias. Y ya que esto va a figurar en acta —añadió Barbara— deseo que conste que, antes de hacer las donaciones, consultamos con las autoridades competentes y disponemos de documentos que demuestran que las donaciones estaban dentro del ámbito de acción de la Fundación.
Nadie la interrumpió, y Barbara se felicitó de haber pensado en ello. Estaba serena y hasta tranquila. Ya no le palpitaba con fuerza el corazón. Levantó una mano y la miró. Estaba firme.
—¿Todas esas llamadas donaciones procedían de la Fundación Lavette? —preguntó Jay.
—Sí.
—¿Intervino usted en otras colectas en favor del Hospital del Sagrado Corazón? —inquirió Jay.
—Sí. Se recaudaron unos doce mil dólares mediante una suscripción privada, para la compra de penicilina y otros medicamentos.
—¿La recaudación la hizo la Fundación Lavette?
—No; la Fundación no pide dinero a particulares. La hice yo personalmente.
—¿Cuántas personas hicieron donativos?
Barbara pensó un momento, tratando de recordar.
—Dieciocho o diecinueve.
—¿Alguna de esas personas era comunista?
—No tengo ni la menor idea. Es lo último que se me hubiera ocurrido preguntarles.
Jay volvió a consultar con los congresistas. Luego se hizo a un lado y Drake tomó la palabra.
—Mrs. Cohen, tenga la bondad de dar al comité los nombres de las personas que allegaron fondos a la colecta.
Era lo último que esperaba Barbara. Después comprendió que hubiera debido preverlo desde el principio. Un tortuoso interrogatorio que desembocaba en esto. Debió figurárselo. Era lo mismo de siempre. Todas las investigaciones realizadas por este comité tenían el mismo objetivo: nombres. Nombres eran lo único que les interesaba, nombres que pudieran utilizar para seguir tendiendo su red de miedos y sospechas. Recordó a una anciana de San Francisco de ochenta y dos años que le dio mil dólares porque, le dijo, «esa gente luchó por nuestras convicciones, hija mía. Y ahora están enfermos y desvalidos. No se puede volver la espalda a esas personas». Barbara imaginó a la anciana citada a Washington, declarando ante el comité. Recordó al profesor de Berkeley que le dio cien dólares. Si Barbara daba su nombre al comité, él se encontraría en la calle. No volvería a trabajar en la Universidad de California ni en ninguna otra. Pensó en el doctor Kellman, que le había dado dos mil dólares. ¿Le cerraría las puertas el hospital? ¿Le impediría seguir operando? Ella había leído informes de casos parecidos. Había leído las crónicas de todas las investigaciones realizadas por aquel comité, las había leído con el aire de indiferencia y seguridad con que el ciudadano corriente lee el periódico de la mañana. Ahora estaba en el edificio dé la Cámara en Washington y la pregunta se la hacían a ella.
Harvey Baxter la miraba. «¿Por qué no dice algo?», se preguntó Barbara. Jay la miraba. Drake la miraba sin apartar de su rostro sus pequeños ojillos.
—¡No! —exclamó Barbara.
—Se le pide que dé los nombres de las personas que contribuyeron a la recaudación para el Hospital del Sagrado Corazón —dijo Jay—. Sírvase nombrarlas.
—No —contestó Barbara—. No pienso hacerlo.
—¿Permiten un momento? —dijo Baxter. Y susurró a Barbara—: No puedes negarte a responder, Barbara. Sería desacato. Ni siquiera podemos acogernos a la Primera Enmienda, como los escritores de Hollywood. Aquí no tiene aplicación. Tú has abierto esa puerta y ahora tienes que darles los nombres que te piden.
—¿Y convertirme en soplona? ¿Y entregar a esos cerdos a unas personas que confiaron en mí? ¿Estás en tus cabales, Harvey?
—Tú eres mi cliente y mi deber es defender tus intereses. No consentiré que te expongas a una acusación de desacato por un asunto tan ridículo.
—Harvey, cállate, haz el favor —susurró ella. Y dijo a Jay—: No, Mr. Jay; no pienso darle esos nombres.
—¿Sabe usted que podemos examinar sus libros y anotaciones?
—Todas las anotaciones referentes a esas donaciones las tengo en la cabeza. Pero si hubiera libros y papeles, pueden estar seguros de que los destruiría antes de que ustedes pusieran en ellos las manos.
—¡Ay, Dios mío! —suspiró Baxter—. No digas nada más.
—Mrs. Cohen —dijo Drake—, ¿se da cuenta de que, al negarse a responder a esa pregunta, incurre en desacato ante este comité?
—No sé exactamente lo que eso significa —dijo Barbara hablando despacio—; pero si quiere decir que no les respeto ni a usted ni a sus compañeros, es la verdad.
—¡Hemos terminado con la testigo, Mr. Jay! —gritó Drake, entre un murmullo de risas y comentarios procedentes de la mesa de la Prensa—. ¡Llévensela de aquí!
En el avión, durante el viaje de regreso a California, Barbara descubrió que, en el fondo, compadecía a Harvey Baxter.
—Anímate, Harvey —le dijo—. No es el fin del mundo ni mucho menos. Los dos hemos sido igual de incautos al no imaginar que el interrogatorio tomaría este rumbo.
—¿Por qué no me hablaste de esas donaciones, Barbara? Soy tu abogado.
—No se me ocurrió, Harvey. Nunca hubiera sospechado que les importara que amigos míos hicieran donativos para medicamentos. ¿Quién iba a imaginar que eso estaría mal visto, incluso por esos reptiles?
—Debimos preverlo.
—¿Y de qué hubiera servido? Yo en ningún caso daría esos nombres a semejantes canallas. ¡Pero vamos a olvidarnos de Washington! Nunca, nunca me había alegrado tanto de marcharme de un sitio. No volvería ni aunque me eligieran Presidente. Trasladaría la capital a Omaha, Nebraska o a Tulsa, Oklahoma. ¡Repugnantes y estúpidos hipócritas! Bueno, asunto terminado. Ojalá a Bernie se le haya pasado también la chifladura. ¿No sería fantástico que lo encontrara esperándome en casa? Incluso, tal vez, en el aeropuerto. Mamá sabe el número del vuelo. Sería una estupenda sorpresa.
—Ese asunto no ha terminado, Barbara —dijo Baxter tristemente.
—¿Te refieres a lo del desacato? No pienso preocuparme por eso.
—Pues a mí me preocupa, Barbara.
—Bueno, ¿y qué pueden hacerme? ¿Meterme en la cárcel? ¿Darme unos azotes?
—El primer paso es citarte y estoy seguro de que lo harán. Jay lo dijo claramente. Luego, se somete a la votación del Congreso. Si el Congreso vota en favor de apoyar la citación por desacato, el caso pasa al Departamento de Justicia, que dicta orden de arresto y juicio.
—¿Como si fuera una criminal o una espía rusa?
—No es cosa de risa, Barbara. Si en el juicio se te considera culpable pueden sentenciarte hasta a un año de cárcel. Desde luego, no creo que lleguen a tanto; pero hay que estar preparados para afrontar lo peor. El único rayo de esperanza es que el desacato pueda ser anulado en cualquier momento hasta que el juez dicte sentencia e incluso después.
—Harvey, eres el colmo —dijo Barbara—. ¿Quieres hacer el favor de dejar de ser abogado durante un momento y convertirte en un ciudadano americano corriente? La gente no va a la cárcel por hacer lo que yo he hecho. Ya sé que estamos en una época atroz; pero éste aún es el país en el que yo nací y me crié.
—Supongo que sí —convino Baxter lúgubremente.
—Ahora explica en qué consiste eso de anular el desacato.
—Muy sencillo, Barbara. El desacato se ha producido al negarte a dar esos nombres. No creo que tuvieras que dar los dieciocho. Quizá con tres o cuatro, con el consentimiento de los interesados, desde luego, podrían anularlo. Hablé de ello con Jay y me pareció dispuesto…
—¡Harvey!
—No te enfades.
—Me enfadaré, y mucho, si vuelves a hablar de eso. Si tengo que ir a la cárcel, iré a la cárcel. No me parece probable, pero si es preciso, iré. En este momento, no quiero pensar en ello. Ni hablar de ello.
—¿Y a mí tampoco me darías esos nombres?
—¡No!
—¿Significa eso que no tienes confianza en mí?
—Eso no, Harvey —dijo Barbara, suavizando el tono—. Tengo confianza en ti, Harvey, y creo que has hecho cuanto has podido para protegerme y ayudarme. Te lo agradezco. Pero esto es algo que tengo que decidir yo sola, y no deseo discutir con nadie, ni siquiera contigo ni con Bernie. No quiero que veas en mí a una mujer indefensa. No estoy indefensa, ni soy débil. Ahora hazme un favor: quiero que durante una hora leas tranquilamente el periódico y no me digas nada. Tengo muchas cosas en que pensar. —Le dio una palmadita en la mano—. Y no te preocupes.
Jean los esperaba en el aeropuerto de San Francisco. Hasta que dejaron a Baxter en su casa, Jean sólo habló de Dan, de su rápida mejoría y de lo que había llovido durante los dos últimos días. Había hablado por teléfono con Eloise, quien le había dicho que el hijo de Barbara estaba muy bien, que tenía buen apetito y, al parecer, no echaba mucho de menos a su madre.
Cuando se quedaron solas en el coche, Jean preguntó:
—¿Fue muy malo?
—Bastante. Sacaron a relucir el pasado, cosas que me sucedieron en Francia, y yo reaccioné sentimentalmente. Ahora ya pasó y no quiero pensar más en ello.
—¿Te fue Harvey de alguna ayuda?
—No mucho. No. El pobre hizo cuanto pudo.
—Dan opina que es un idiota.
—No; no es un idiota. Lo que ocurre es que se niega a creer lo que está sucediendo. Es decir, no puede creer que eso le suceda a una Lavette o a una Seldon, o como quiera que nos considere.
—Ni yo tampoco. ¿A mi casa o a la tuya, Bobby?
—A la mía, mamá. Tengo ganas de cambiarme de ropa y tal vez encuentre noticias de Bernie. Imagino que tú no sabes nada, o me lo hubieras dicho.
—No; nada.
Cuando llegaron a la casa de Green Street, Barbara repasó el correo. Nada de Bernie y ningún cable echado por debajo de la puerta.
—Tenía la ilusión de encontrarlo aquí o esperándome en el aeropuerto. En el avión, ensayaba lo que le diría acerca de mi viaje a Washington. Deseaba mostrarme lista y ocurrente. Pensaba en cómo lo contaría Dorothy Parker de haberle ocurrido a ella. Me encanta Dorothy Parker. ¿Por qué no escribiré como ella?
Se sentó en una silla, puso la cara entre las manos y se echó a llorar.
—Tesoro, ¿lloras porque no escribes como Dorothy Parker, o porque no sabes nada del chalado de tu marido?
Jean la miraba con gesto de impotencia.
—Estoy bien, mamá. Sólo cansada. Anoche casi no dormí. Cualquiera pensaría que, después de lo que he pasado en mi vida, esto no había de importarme. ¡Pero fue tan horrible, tanto!
—¿Qué pasó, Bobby?
—¿Tienes un «kleenex»? —Barbara se enjugó las lágrimas con un pañuelito de papel que le dio Jean—. Creí que había superado el síndrome del llanto. No me atrevo a pintarme los ojos, para que no se me hagan churretes en la cara. ¡Oh, yo me portaba muy bien, hasta que salieron con lo de los nombres! Querían que les dijera quiénes contribuyeron en la recaudación para las medicinas destinadas al hospital de Toulouse, y cuando me negué a hacerlo, me acusaron de desacato.
—Yo te di dinero para eso. ¿Por qué no se lo dijiste? No me importaría en absoluto.
—Mamá —dijo Barbara—, por favor, no hablemos de eso. Lo único que necesito ahora es tomar un baño y meterme en la cama. Mañana hablaremos. Iré a recoger a Sam y lo llevaré conmigo al hospital. ¿Estarás allí sobre las cuatro?
La Associated Press había cubierto la investigación del Comité de Washington, y los periódicos más importantes de San Francisco, el Chronicle y el Examiner, publicaban crónicas en primera plana. Hada más de cuatro décadas que los Lavette eran noticia en San Francisco y, desde las nueve de la mañana, el teléfono de Barbara estuvo sonando intermitentemente; pero ella ya estaba camino del valle de Napa, por lo que se libró de las llamadas de los periódicos hasta que estuvo de regreso con Sam a última hora de la tarde.
John Whittier fue menos afortunado. Después de repetir varias veces que no tenía la menor idea de dónde se encontraba Tom Lavette, dio orden de que no le pasaran más llamadas y pasó la mayor parte del día cavilando sobre las calamidades que le había deparado la familia Lavette desde que, diecisiete años atrás, contrajera matrimonio con Jean Lavette. Y en nada contribuyó a calmarle una llamada de Tom Lavette desde Nicasio, que la secretaria decidió pasarle.
—¡Esa hermana tuya es una irresponsable total! —gritó a Tom.
Tom trató de apaciguarle. A continuación, Whittier le preguntó qué diablos pretendía, escondiéndose en Marin County.
Cuando Tom repitió la conversación a Lucy, ella sonrió, y Tom, sin darse cuenta, sonrió a su vez.
—Whittier es un borrico de tomo y lomo. Le tiene miedo a Ronny Brinks, el jefe de la organización republicana de la ciudad.
—Conozco a Ronny —dijo Lucy—. No es nada. Con diez mil dólares podríamos comprar a Ronny y, con otros cinco mil, a su mujer y a sus hijos, Me parece que ya es hora de que pongamos a John Whittier a pastar.
Otra vez hablaba en plural. Pero a Tom ya le gustaba. Lucy había ido al pueblo y comprado los periódicos de San Francisco y Oakland. Leyó las crónicas despacio, en especial, la del Tribune de Oakland, en la que el redactor hacía una vivida descripción de lo ocurrido en la sala durante el interrogatorio.
—¿Cómo ponemos a John Whittier a pastar? —preguntó Tom—. Yo estoy de acuerdo; pero ¿cómo?
—Hay formas amables, y otras, menos amables. Una forma amable sería decirle que necesita descanso y pedirle que se retirara. Otra forma menos amable sería echarle. Papá tiene doce mil acciones de la «Great Cal Shipping». Si vota contigo, tienes la mayoría asegurada.
—Eso, si no tienes escrúpulos, desde luego.
—¿Respecto a Tom? No; ninguno.
—Bien. Entonces, en su momento oportuno, John se tomará un merecido descanso. Y, acerca del asunto ese de Washington, casi me alegro de que haya sucedido.
—¿Por qué? —preguntó Tom, asombrado—. Lo ha estropeado todo.
—¿Estás seguro? Mira, Tom, yo nunca compartí tu entusiasmo por la política. La idea de que los políticos y sus estúpidas legislaciones gobiernan el país es propia de ingenuos adolescentes. Es una ilusión romántica. Este país está gobernado por un sistema construido sobre el dinero y el poder, el establishment, como dirían los ingleses, o sea, el sistema. Pero ¡caramba!, en el fondo, tú eres un Seldon y deberías saberlo. Comprendo que te seduzca la idea de jugar a la política. Es el mejor juego que existe para el hombre que no quiere crecer; pero yo no quiero ver en ti a un niño. Por lo que yo sé de tu hermana, no creo que dé su brazo a torcer, y este asunto lleva trazas de convertirse en una cause célèbre. ¿Qué querrán que hagas tú? ¿Que la critiques públicamente? Eso en nada favorecería tu imagen. No, cariño; es preferible ser dueño de un político que ser político. El juego no tiene más que un nombre, el juego del poder. Y el poder de los políticos es una ilusión.
Tom la miraba con interés.
—Me asombras, Lucy. Posees cualidades que yo ni soñaba.
—¿Cómo tengo que tomar eso?
—Como un cumplido, imagino. Tú y yo nos llevamos bien. Aún no hemos tenido nuestra primera pelea.
—¿Soportarías que te leyera en voz alta? Escucha lo que dice el Tribune de Oakland.
Lucy le leyó la crónica de la investigación.
—¡Pobre Barbara! —exclamó Tom—. La compadezco.
—Ella se lo ha buscado. A los idealistas les encanta sufrir por sus convicciones. Pero yo pensaba más en Norman Drake que en Barbara.
—Es un hijo de su madre, ¿no te parece?
—O mucho me equivoco, o tiene grandes ambiciones. Además, es vecino nuestro, del distrito de la Bahía. Desde hace muchos años, Tom, los de la Costa Oeste estamos en segundo plano. Incluso Texas tiene un papel más importante y eso no me parece lógico. Ya no somos la frontera. Ahora somos la médula del país.
Hizo una pausa y le miró, pensativa.
—Continúa —pidió Tom.
—Sí. Opino que deberíamos hablar con Mr. Drake.
—Es raro; pero quizá sea conveniente —admitió Tom.
Sally decidió quedarse en Higate hasta que Barbara volviera de Washington. Dijo a su madre que no era mucho más difícil atender a dos niños que a uno, por lo que podría ayudar mucho a Eloise. En realidad, Clair no necesitaba que le dieran excusas y estaba encantada de tener cerca a sus dos hijos y a sus nietos. Hacía pocos años que su hijo Joshua había muerto en combate en el Pacífico. Clair tardó mucho tiempo en recuperarse del disgusto, y una gran parte de su ser había quedado dañada para siempre. Dicen que el tiempo mitiga las penas; pero su memoria se conservaba nítida. Al cabo de varios años, aún había momentos en los que los recuerdos la atormentaban atrozmente: la visión de aquel muchacho inteligente y hermoso al que ella dio el ser y educó, desangrado en algún lugar del Pacífico, sepultado en el océano, sin una tumba siquiera que diera testimonio de su paso por este mundo. En estos momentos se encerraba en su habitación a llorar.
Esto no lo sabía nadie de la familia. Clair Levy no era propensa al llanto. Jake, su marido, no recordaba haberla visto llorar, ni siquiera cuando llegó la noticia de la muerte de su hijo. Era una mujer fuerte de cuerpo y de espíritu, alta, angulosa, competente e indiferente a la moda, tras veintiocho años de trabajar en el campo, casi siempre con pantalón vaquero y camisa de algodón, pero todavía de buen ver a sus cuarenta y ocho años y, a los ojos de Jake, tan hermosa como siempre.
Pero, aunque la complacía tener cerca a sus dos hijos, estaba preocupada por Sally y Joe y así lo dijo a Jake.
—A mí me parece que si Sally se ha quedado no es tanto por ver a Barbara y al niño como por alejarse de Joe. Me parece que ese matrimonio no marcha bien y estoy muy preocupada, Jake.
—¿En qué te fundas?
—Lo huelo.
—¡Fantástico! A eso lo llamo yo intuición. ¿Por qué no lo dejamos? Si el matrimonio no marcha, pues no marcha. ¿Cuántos matrimonios estupendos conoces tú? Nuestra hija está bastante chiflada.
—¡Muy bonito! Y Joe es una perla de marido, un mártir.
—Joe es un médico decente, serio y trabajador.
—Y Sally, una criatura preciosa, inteligente y sensible, digas lo que digas.
—No es una criatura; es una mujer, madre de familia.
—Tiene veintidós años y para mí sigue siendo una criatura. Lo malo de ti, Jake, es que estás construyendo un imperio. No ves más allá ni te importa nada más que el negocio. Recuerdo la época en que estabas a matar con tu padre porque él y Dan Lavette hacían fortuna con la guerra. Antes cultivábamos unas cuantas viñas y embotellábamos varios hectolitros de vino. Ahora embotellas miles de ellos y vas casi todos los días al barrio de las finanzas.
—¡Eh, eh, un momento! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué he dicho yo? Que Joe es un muchacho honrado y trabajador…
Clair dio media vuelta y se fue dejando a Jake con la palabra en la boca y moviendo la cabeza con perplejidad.
La impresión de Clair se fundaba en algo más que en el olfato. Sally siempre fue exuberante, aficionada a interminables peroratas seudoliterarias, osada y lenguaraz. Ahora estaba callada y apagada.
La noche en que Barbara se fue, Sally llamó por teléfono a Joe. Lo encontró en el hospital, entre operación y operación.
—¿Qué hay, Sally? No dispongo de mucho tiempo.
—Aún estoy en Higate.
—¿No te parece que deberías volver a casa?
—¿Y a ti qué más te da?
—Eso no tiene sentido.
—Si tú no estás, ¿qué puede importarte dónde esté yo?
—Estoy el mayor tiempo posible —repuso Joe con impaciencia—. Tengo trabajo.
—Ya lo sé.
—¿Qué quieres decir con eso de que ya lo sabes? No estoy de juerga con una pájara. Estoy en el hospital.
—Eso ya lo sé.
—¿Cuándo volverás a casa?
—Esperaré a Barbara y regresaré. Será dentro de dos o tres días. Ayudaré a cuidar a Sam.
—Para eso no te necesitan a ti. Tienen toda una institución en Higate.
—Pero es para hacer vino, no para cuidar de los niños.
—Eso no tiene gracia.
—No trato de ser graciosa —replicó Sally—. Sólo pretendo seguir viva. Tengo veintidós años y trato de seguir con vida.
—Me gustaría que te explicaras mejor.
—Está bien, Joe. No te preocupes. Me iré a casa en cuanto Barbara regrese de Washington.
—Conforme —dijo él—. Ten cuidado.
Sally colgó el teléfono y pensó que su marido ni siquiera había preguntado por su propia hija.
Cuando Barbara llegó a su casa después de recoger a Sam en Higate y pasar por el hospital para ver a su padre, era ya casi de noche y no le hizo ninguna gracia encontrar a un reportero del Examiner apostado en su puerta. Era un agresivo joven que no aceptó la excusa de que estaba fatigada y tenía que cambiar y dar de cenar al niño. Él trató de hacerse simpático admirando la fachada victoriana de la casa.
—Si tanto le gusta —dijo ella—, puede quedarse ahí contemplándola durante una hora. Si para entonces he terminado todo lo que tengo que hacer, hablaremos.
—Oiga, ¿y por qué no puedo esperar dentro?
—Porque no quiero tenerle ahí.
Cuando, más de una hora después, ella abrió la puerta, el joven seguía allí.
—Admiro su insistencia —le dijo—. Pase.
—Es usted una mujer enérgica, Mrs. Cohen. No crea que he venido a crucificarla. Sólo quiero ayudarla.
—Puedo prescindir perfectamente de la ayuda del Examiner.
—Pero yo no de la suya. Si no les llevo algo, estoy listo. He ido al taller para hablar con su marido, pero me han dicho que está fuera de la ciudad. ¿Dónde ha ido?
—Eso no viene a cuento. Pregúnteselo a él cuando regrese.
—Bien, no quiero ser pesado. Después de su experiencia, ¿cuál es su opinión del Comité de la Cámara?
—Pobre, muy pobre.
—Pobre opinión. —Tomó nota—. Estoy de acuerdo con usted. Leí su primer libro. En el frente. Ya sabe, una de esas ediciones en rústica para las Fuerzas Armadas. Me gustó. Aún no he leído el segundo, pero pienso hacerlo. ¿Y esos nombres?
—¿Qué hay de eso?
—Son gente de aquí.
—La mayoría, sí.
—Supongo que no tendrá objeto que le pregunte quiénes son esas personas.
—No.
—¿Qué pasará si el Congreso la acusa de desacato? ¿Irá a la cárcel?
—Espero que no.
—¿Qué opina del partido comunista? Quiero decir si le parecen subversivos, si cree que pretenden derribar al Gobierno con el uso de la fuerza y la violencia.
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Se considera anticomunista?
—Es usted muy listo. Si digo que sí, hago causa común con esos cretinos de Washington y, Si digo que no, tiene usted una declaración sensacional. ¿Sabe lo que le digo? Que será mejor que se marche.
—Vamos, que usted también fue periodista. Tenía que probar. Sólo un par de preguntas más. ¿Qué me dice de su hermano?
—¿Qué quiere que le diga?
—Dicen que es probable que los republicanos lo designen candidato al Congreso. ¿Cómo afecta esto a sus planes? ¿Se llevan ustedes bien?
—Buenas noches, amigo mío —dijo Barbara, mientras lo empujaba hacia la puerta, haciendo caso omiso de sus fervientes protestas.
«Vaya, vaya, guapa —dijo mirándose al espejo, después de cerrar la puerta—, tienes fama de terrible sin haber hecho nada por ganarla».
Por fin pudo leer la correspondencia. Había una carta de su editor dándole ánimos, aunque en el último párrafo expresaba la esperanza de que su próxima novela no fuera «excesivamente política». Barbara subió a la habitación del niño y comprobó con alivio que Sam dormía profundamente. Volvió a bajar y se sentó delante de la máquina de escribir, repasando mentalmente con una viva sensación de culpabilidad los días perdidos; pero las palabras no acudían. Permaneció toda una hora mirando las teclas, mientras su pensamiento estaba en todas partes menos en la hoja de papel que tenía delante. Hacía apenas dos semanas, mientras tomaba el sol con Sam en el parque de Huntington, trabó conversación con una niñera francesa. Barbara estaba muy contenta de poder hablar en francés con alguien. Cuando llevaban ya quince minutos de charla, la niñera le preguntó de qué parte de Francia procedía. No podía creer que Barbara fuera americana y, cuando se convenció de ello, preguntó si también era niñera.
—En cierto modo —admitió Barbara—. La verdad es que me encanta venir aquí con el niño. Soy escritora. Escribo novelas.
—¿Y pierde usted el tiempo con esto? —preguntó la niñera mirándola con expresión de incredulidad.
Barbara no trataba de explicar los quince últimos años. Había vivido tres vidas distintas, y ahora se confesaba a sí misma que deseaba desesperadamente que la tercera continuara. Quería que su mundo continuara tal como estaba, no más ancho que la estrecha casa victoriana de Green Street. Quería tener a su corpulento y taciturno marido en la habitación contigua, escuchando discos de El clavecín bien temperado. Su pasión por Bach era tan incongruente como los demás rasgos de su persona. Poseía más de trescientos discos de música de Bach y podía tararear casi todos los temas desafinando un poco. Ella ya no sentía deseos de viajar ni de hurgar en el pasado. Amaba su pequeño estudio, con las paredes recubiertas de libros. A su modo de ver, había pagado su contribución. El sentimiento de culpabilidad que le produjo heredar quince millones de dólares había sido neutralizado con la creación de la Fundación Lavette. Barbara era lo bastante romántica como para apreciar el valor de su renunciamiento y se consideraba a sí misma un ser humano decente y normal. Casi todas sus amigas de la infancia se habían divorciado o tenían que ir al psiquiatra, y ella estaba decidida a defender celosamente su castillo, la pequeña casa de madera que era su hogar.
Pero todo ello no hacía sino contribuir a que las dos últimas semanas resultaran más inverosímiles. Barbara era persona de carácter alegre, refractaria a la depresión. Ahora, puesto que no podía escribir, decidió dedicarse a pagar las facturas que se habían acumulado desde la marcha de Bernie. A las once, puso la radio para escuchar las noticias.
Ella y Bernie habían hablado de comprar un televisor. La mayoría de sus amistades ya lo tenían, pero Barbara no acababa de decidirse. Que imágenes de gente extraña se colaran en su casa le parecía casi una intrusión. Bernie opinaba de otro modo.
—Pero, mujer, ¿en qué se diferencia de la radio? Yo me acuerdo, y tú debes de acordarte también, de la época anterior a la radio. Siendo niño me construí un aparato de galena. Todo el material me costó siete dólares, y recuerdo la primera vez que pedí al rabino Blum que se pusiera los auriculares. Creí que se enfadaría, pero se entusiasmó como un niño. Me dijo que siempre trató de imaginar a qué nivel se comunicaba Dios con sus criaturas y que ahora, por fin, lo sabía. Desde luego, no dijo quién sería el patrocinador de la emisión. Él no pensaba en esas cosas.
Barbara no esperaba oír su propia voz. Era incapaz de considerarse noticia y ahora se oía a sí misma responder al interrogatorio. Pero lo que más le interesaba era la información de Palestina, que últimamente era de una agobiante monotonía. Los hombres del Mufti habían atacado a un autobús con bombas de mano y ametralladoras. Doce niños judíos y cuatro adultos habían resultado muertos y otras veintidós personas, heridas. La guerra se perfilaba en el horizonte. Los países árabes estaban preparados para invadir el pequeño Estado judío por los cuatro costados. Un kibbutz había sido destruido, y sus treinta y siete ocupantes, hombres, mujeres y niños, aniquilados. La voz del locutor no denotaba emoción, y Barbara pensó que el mundo se había acostumbrado a que mataran judíos. Era lo normal.
—Que Dios me proteja —susurró—. Yo misma empiezo a enfocarlo así. Lo único que siento es alivio de que Bernie ya esté de regreso. ¿Por qué no me siento identificada con ellos en su sufrimiento? ¿Por qué no lloro? Mi marido es judío. ¿Cómo puedo quedarme aquí sentada, escuchando con tanta calma?
Desconectó la radio, apagó las luces y subió las escaleras. Sumergida en la delicia de un baño caliente, se sintió relajada y se quedó traspuesta; pero cuando se metió entre las frías sábanas volvía a estar completamente despierta.
Durante un rato trató de conciliar el sueño; luego desistió y dejó vagar libremente sus pensamientos. Siempre estuvo latente en su subconsciente la idea de que a Bernie le hubiera ocurrido algo. Ahora afloró a la superficie. A pesar de tantos años de guerra, nunca había recibido ni la más leve herida, ni un arañazo. Él le dijo una vez que un soldado indio al que había conocido en el norte de África lo atribuía a su karma. Barbara, sintiéndose un poco ridícula, hizo una visita a la biblioteca para enterarse de qué era el karma, pero no averiguó sino que los budistas lo consideraban el compendio de existencias pasadas que influía en la presente. Puesto que todo ello era ajeno a sus creencias, Barbara no volvió a pensar en aquella idea. Hacía años que no la recordaba; pero aquella noche se aferraba a ella como algunas de sus amigas se aferraban a las lucubraciones de sus horóscopos. A Barbara no le gustaba dormir sola. Sentir a su lado el cuerpo del hombre le infundía una sensación de plenitud; una persona sola era una fragmentación. Despertar a media noche, alargar la mano y palpar un cuerpo, sentir el contacto de unos músculos, la presión de un cuerpo en su cuerpo… así debía ser la noche. La noche era soledad y vacío, sombras y temores.
Por la mañana, Barbara llamó por teléfono a Jean.
—Mamá, ¿podrías quedarte con el niño un par de horas? —le dijo—. Tengo que ver al doctor Kellman en el hospital y, de paso, podría hacer una visita a papá.
—¿Estás enferma?
—No; me encuentro estupendamente. No se trata de una consulta médica, sino de otra cosa.
—Dan sale mañana del hospital y le viste ayer. No es necesario que vayas otra vez.
—Ya lo sé; pero es más conveniente para el doctor.
En el hospital, Dan estaba sentado en la cama, gruñendo por el modo en que el Examiner trataba a su hija.
—¡Cerdos! —exclamó—. De buena gana compraba el periodicucho y los ponía a todos en la calle.
—Mr. Hearst no vende —dijo el doctor Kellman—. Y si no aprendes a mantenerte tranquilo, no te dejo ir a casa.
—¿Cómo está en realidad? —preguntó Barbara al médico, mientras iban hacia el despacho de éste.
—Arreglado para otros veinte años, si se lo toma con calma. ¿De qué se trata, Barbara? Si es de ese dinero que te di para España, para los medicamentos, no me importa un rábano que les des mi nombre.
—No se trata de eso y no quiero hablar de este asunto con nadie, ni siquiera con personas como tú. Es un problema mío y sólo mío.
—Me gustaría ayudarte. —Sentado detrás de la mesa de su despacho, encendió un cigarrillo y la miró interrogativamente. Era un hombre delgado, calvo, de unos cincuenta años. Tenía una sonrisa tranquilizadora, una bonita sonrisa para un médico, según pensó Barbara—. No pareces estar enferma. Preocupada, sí; pero sana.
—¿Has dado dinero alguna vez para ayudar a los judíos de Palestina? —preguntó ella bruscamente.
—Eso sí que no me lo esperaba. Sí; un poco. No el suficiente.
—¿Cómo se hace? Quiero decir si existe alguna organización que tenga contacto con Palestina.
—¿Por qué, Barbara?
—Tengo mis motivos.
—No es un secreto. Se trata del Socorro Judío Unido. Sí; deben de tener contactos con Palestina.
—¿Conoces al que la dirige?
—Sí; se llama Alex Denaman.
—¿Podrías llamarle por teléfono y preguntarle si puede recibirme ahora mismo? Por favor.
—No hay inconveniente. —El médico cogió el teléfono, hizo la llamada y dijo a Barbara—: Te recibirá dentro de media hora. Su despacho está en Market Street. Te anotaré la dirección.
Cuando Barbara entró en el despacho de Market Street, una habitación cuadrada, de tres metros y medio de lado, repleta de archivadores, salió a su encuentro un hombre afable y rechoncho, que le pidió disculpas por el desorden.
—Estoy buscando secretaria —le dijo—. No es que tenga dónde ponerla, pero mi mecanografía… Tenemos voluntarias. ¡Voluntarias! Con eso está dicho todo. Me alegro de conocerla, Mrs. Cohen. Siendo amiga del doctor Kellman… ¿En qué puedo servirla? ¿Ha traído el talonario de cheques? —Al ver la expresión de Barbara, se apresuró a decir—: Perdone. Era una broma. Por favor, tome asiento. —Le ofreció una vieja silla de madera—. Broma sí y no. Necesitamos dinero desesperadamente. Eso, siempre, pero ahora, más que nunca… Pero ése es mi problema, no el suyo. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿O qué puede usted hacer por mí?
—Yo no soy judía —dijo Barbara.
—Me lo figuraba.
—Mi marido lo es. Voy a contarle lo que ha hecho, porque creo que quizá pueda usted ayudarme. Se lo diré confidencialmente si no le importa, porque mi padre está involucrado.
—Descuide. Además de bonita, tiene cara de buena persona. Un momento… ¡Claro! Usted es la Barbara Cohen de la que hablan los periódicos.
Barbara asintió.
—Sí. ¿Eso cambia las cosas?
—No, no. Siga.
Denaman escuchó atentamente, y sin interrumpirla ni una sola vez, lo que Barbara le contó de Bernie y de los diez «C-54». Cuando ella terminó de hablar, el hombre exclamó:
—¡Pero eso es fantástico! Es la primera noticia. ¡Formidable! ¿Está segura de que llevaron los aviones a Tel-Aviv, con los «Messerschmitt» y las armas?
—Sí. Recibí un cable de mi marido en el que me lo confirmaba.
—Debe de ser un gran tipo.
—Lo es. Pero el cable fue enviado hace nueve días. En él me decía que tenía pasaje para un barco que iba de Haifa a Nápoles, donde pensaba tomar un avión hasta Inglaterra y otro avión hasta casa. Pero no he sabido nada más y estoy muy preocupada.
—Quizás haya tenido que esperar en Haifa. Esos barcos no tienen salidas fijas.
—Me hubiera avisado. Le conozco bien.
—Pero eso no es tan sencillo, señora. Yo he tenido que esperar tres, cuatro y cinco días para hablar con Haifa. Eso si puedo hablar. Lo mismo ocurre con los cables.
—Sí, pero hace nueve días.
—¿Qué quiere que haga? Después de oír cómo su padre dio esos ciento diez mil dólares… Estoy mudo de asombro, lo que se dice mudo.
—¿Podría usted averiguar lo que le ha ocurrido a mi marido, si está bien y dónde está?
—Sí; puedo hacerlo. Llamaré a la oficina de Nueva York echándole mucho misterio al caso. Les diré que tiene prioridad doble A uno. Dentro de lo humanamente posible, no aceptaré un no como respuesta. De manera que quizá consigamos algo. Pero usted no se preocupe. Un hombre como su marido… En fin, no se preocupe. Todo saldrá bien.
—Estoy segura de ello —dijo Barbara—. No sé cómo darle las gracias.
—No me las dé todavía. Veremos lo que puedo hacer.
Barbara le dio su dirección y número de teléfono. Cuando se despidió de Denaman, se sentía mucho más tranquila. Cuando subía en el tranvía por California Street, se sonreía de sus propios temores e inquietudes. Si Bernie estaba ya camino de casa, ¿por qué iba a preocuparse por comunicarse con ella? Sería sólo cuestión de días y así podría tener la satisfacción de llamar al timbre y ver su cara cuando ella abriera la puerta. ¡Qué estúpida había sido al incordiar con sus dramas al doctor Kellman y a Mr. Denaman!
Se lo contó a Sam aquella tarde mientras lo llevaba en su cochecito a Huntington Park. Barbara había leído que las madres que se refugian en el monólogo muestran un esquema de conducta francamente neurótico; pero ella no era dada a la cháchara insustancial. A diferencia de Sally, su cuñada, ella no se entregaba a la verborrea desaforada. Por otro lado, puesto que Sam aún no poseía más, se reducía a gorgoritos y dos palabras, una de las cuales era «mamá», y la otra, probablemente, «coca», era el oyente ideal. Aceptó benévolamente las explicaciones de su madre y ella pensó que tal vez un día Sam llegase a ser un excelente diplomático.
—O un mecánico de automóviles. Que tampoco es grano de anís. Saber reparar un coche es la habilidad más útil que se pueda tener en nuestra sociedad, y las dos ramas de mi familia hicieron fortuna trabajando con las manos. Mi padre empezó de pescador, pescaba cangrejos, por eso ahora nunca los come. Es responsable de la muerte de sabe Dios los miles de cangrejos, y es natural que con eso en la conciencia no se atreva a mirarlos a la cara. Es cierto que mi madre nació con una cuchara de oro en la boca, en la mejor esfera de la sociedad de San Francisco, lo cual, traducido, significa dos generaciones de dinero. Es cierto que mi abuelo Thomas era presidente del «Banco Seldon»; pero la familia guarda celosamente el secreto de que el padre del abuelo Thomas era minero, e incluso se rumorea que tenía una sala de baile que no era tal, sino una gran tienda de lona de la que no diré más para no ofender tus jóvenes oídos. Pero no tardó en descubrir que prestar dinero con usura era aún más rentable que la más antigua de las profesiones y así estamos ahora, al cabo de apenas cien años. La abuela sí que pertenecía a una familia muy encopetada, de Boston, y se llamaba Asquith. No la recuerdo muy bien; sólo sé que era una señora muy alta, con la nariz muy larga y delgada. Toda la familia tenemos los huesos grandes. Los de la parte de papá todos eran pescadores, lo cual simplifica mucho las cosas…
Barbara se interrumpió por deferencia a dos ancianas que acababan de sentarse en el banco de enfrente y la miraban con extrañeza.
—Es muy joven —explicó Barbara—; pero tiene un vocabulario muy extenso. Quiero decir que no es tan pequeño como parece.
Barbara se alejó empujando el cochecito y, cuando las perdió de vista, se echó a reír. No sabía por qué, pero, desde su entrevista con Mr. Denaman, se sentía más alegre y confiada. Llevó a Sam a casa, lo bañó, le dio de cenar y lo acostó. Luego se preparó dos huevos revueltos y dos tostadas y leyó el primer capítulo de la última novela de Sinclair Lewis, Sangre de rey. Con un capítulo bastaba. Barbara no compartía el entusiasmo de su padre por Lewis.
Se fue a su estudio y, como todas las noches, trató de trabajar en su propio libro. Aún no había empezado a escribir cuando sonó el timbre de la puerta. No esperaba a nadie y tuvo una grata sorpresa al reconocer a Alex Denaman. Le hizo entrar, saludándole efusivamente; pero, al verle la cara, se quedó cortada.
En seguida se dio cuenta. Denaman no sabía disimular, y Barbara nunca podría olvidar su expresión.
—Pase, por favor —dijo.
No importa lo que sepas. Una parte del cerebro neutraliza la otra parte y la muerte nunca encaja en la experiencia. Sólo la vida forma parte de la experiencia. La muerte es algo que existe sin ser imaginado, es lo inimaginable. A pesar de que ya la había sentido cerca otra vez, seguía siendo la intrusa importuna y malévola. Todas las puertas se le cierran, pero ella entra con las puertas cerradas.
Denaman se quedó de pie en la salita, dando vueltas al sombrero con sus manos gorditas. Era un sombrero gris, muy viejo. Llevaba un abrigo bastante raído, y la piel de los zapatos se cuarteaba bajo el betún. Saltaba a la vista que el cargo de director del Socorro Judío de San Francisco, en 1948, no daba mucho dinero.
—Por favor, dígame todo lo que haya averiguado —dijo Barbara.
Él recordaría después lo amable que era su voz, como si ella le compadeciera.
—Pregunté por su marido, Mrs. Cohen. —Cada palabra tenía un acento dolorido—. Me ha parecido que tenía que venir personalmente.
—¿Ha muerto? —preguntó ella lentamente—. ¿Es eso lo que tiene que decirme?
—Sí.
Se miraron en silencio, largamente. Barbara advirtió que por el momento aún no sentía nada; en su interior se había hecho un gran vacío, como si se hubiera convertido en una concha hueca, frágil, quebradiza. Dio un paso atrás y se sentó.
—¿Quiere que le traiga algo? —inquirió él—. ¿Un vaso de agua?
—No —respondió Barbara en voz baja—; muchas gracias, Mr. Denaman. —Hablaba despacio, pronunciando cuidadosamente las palabras, como una niña—. Siéntese, se lo ruego y cuéntemelo todo. Tal vez esté usted equivocado.
Pensó que era muy raro que se le ocurriera imaginar que podía estar equivocado.
Él se sentó frente a ella, en el borde de la silla, sin dejar de manosear el sombrero.
—¿Seguro que se encuentra bien?
—Sí.
—Hablé con Tel-Aviv. Me dijeron que su marido, con un tal Irving Brodsky y dos hombres de la Haganah se dirigían a Haifa. Eso fue el mismo día o al día siguiente de mandarle el cable. ¿No quiere que avise a alguien? ¿A su madre? ¿Está usted sola?
—Siga, siga usted, por favor.
—Iban en un jeep. Los árabes los atacaron y mataron a los cuatro. El Haganah encontró los cadáveres al día siguiente, pero no pudieron identificarlos. Ayer hicieron prisioneros a varios árabes y les encontraron los objetos que habían quitado a los cadáveres. El billetero de su marido y varios carnets. Hoy mismo, apenas unas horas antes de que yo llamara, un tal Goodman los identificó. Era uno de los que fueron a Checoslovaquia con su marido; no podía equivocarse.
Barbara volvía a sentir la opresión en el pecho. Le costaba trabajo respirar.
—En la cocina, Mr. Denaman, hay una bolsa de papel marrón…
—Comprendo, comprendo —dijo él, alegrándose de poder hacer algo.
Se fue hacia donde Barbara señalaba y al momento volvía con la bolsa.
Ella se la puso en la boca y respiró en su interior un par de minutos.
—Ya pasó —dijo—. Me han dicho… —Tragó saliva y volvió a empezar—. Me han dicho que los árabes torturan a los prisioneros. ¿Sabe usted cómo murió mi marido?
—Lo pregunté. Recibió un balazo en la cabeza y murió instantáneamente.
—Ya.
—Ellos le escribirán y le enviarán sus cosas.
—Sí. —Ahora se le crispó la cara. Por las mejillas le corrían lágrimas.
—¿Puedo llamar a alguien para que le haga compañía?
—No —susurró Barbara.
—¿No quiere que me quede un rato, Mrs. Cohen?
—No. —Se oyó llorar arriba—. Tengo que ir a ver al niño —dijo Barbara—. Será mejor que se marche. Le estoy muy agradecida, Mr. Denaman, pero quiero estar sola.
—Comprendo.
En la puerta, él se detuvo y se volvió a mirarla.
—Buenas noches —dijo Barbara.
Él salió y cerró la puerta.
Barbara subió las escaleras. Sam estaba mojado. Ella le cambió el pañal. Movía las manos maquinalmente, atontada por el dolor. Luego entró en su habitación, dando traspiés en la oscuridad, sin ánimo de encender la luz. Se tumbó de espaldas en la cama, con los ojos abiertos, observando cómo se disipaba la oscuridad a medida que sus ojos se habituaban a la falta de luz. Ya podía verse la mano. Flexionó los dedos delante de los ojos. Esto era vida. Bernie estaba muerto. Nunca volvería. La cama estaría fría noche tras noche. Y vacía. El mundo estaba vacío.