XV. «HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE»
Aparición de la subordinación femenina en Occidente
Prometemos, a partir de este día, para bien y para mal, en la abundancia y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, amarnos y respetarnos, hasta que la muerte nos separe.
Libro de oraciones (1549)
Los golpes secos y sonoros retumbaron en el bosque. Un sauce gigantesco crujió, se balanceó y lentamente se desplomó con estruendo sobre el margen del lago. Truchas, percas, sollos, cachos y bagres se alejaron del lugar a toda velocidad, pasando como saetas bajo los juncos y las hojas flotantes de los lirios de agua que cubrían las orillas del lago. Un jabalí herido y enloquecido de miedo salió corriendo de entre los matorrales. Con sonoros gritos y aleteos, patos, gansos y gallinas levantaron vuelo desde el cañaveral. Entre las espadañas, dos nutrias prestaron atención, paralizadas de sorpresa. Alguien nuevo había llegado al bosque.
Para el año 5000 antes de la era cristiana Europa central estaba cubierta de lagunas, lagos y ríos, restos de enormes glaciares que se habían retirado hacia el norte unos cinco mil años antes. Alrededor de las huellas de los glaciares habían crecido enormes y espesos bosques. Primero fueron abedules y pinos los que cubrieron las praderas. Luego surgieron los robles, olmos, abetos y piceas. Recién unos 5.000 años antes de Cristo, las hayas, los castaños, fresnos y arces poblaron los valles de los ríos. Donde los robles extendían sus ramas, la luz bañaba el suelo del bosque. Allí, los cardos, las ortigas y otros tipos de maleza podían prosperar, y proporcionaban un lujurioso entorno a la vibrante vida selvática. Pero donde se apretujaban las hayas, las gruesas hojas se bebían la luz solar y a sus pies sólo crecían helechos, cebollas silvestres, plantas de ajo y pastizales.
Los gritos de los mamuts y los mastodontes ya no atronaban el aire de la mañana. Habían desaparecido las llanuras, la hierba ondulante, los matorrales achaparrados y el helado aire de la mañana. En su lugar, la luz de agosto danzaba en la cristalina superficie de lagos y lagunas y se reflejaba en las hojas y la corteza de los árboles. Criaturas solitarias, venados, jabalíes, ciervos y tejones, buscaban bocadillos en el suelo del bosque. Corzos y osos marrones merodeaban en los bordes de las mesetas, donde crecían matas de fresas, avellanas, frambuesas y saúco. Los linces perseguían a los conejos por los claros cubiertos de diente de león. El paisaje moderno y toda la fauna que hoy vive en Europa habían aparecido[552].
Otro tipo de gente habitaba también en la región: los granjeros.
Junto a los valles de los ríos de Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia y los Países Bajos, hombres y mujeres habían comenzado a talar árboles y a trabajar la tierra. En algunos claros había una sola casa. En otros puntos habían surgido pequeñísimos villorrios compuestos de cuatro a diez rústicas construcciones de madera de escasa altura. En pequeñas «huertas domésticas» emplazadas frente a la puerta de entrada, estos primeros granjeros europeos cultivaban guisantes, lentejas, amapolas y lino. Tenían ganado domesticado, cerdos, ovejas y cabras, en establos adyacentes a la casa. Los perros dormían a sus pies. Y detrás de sus casas se extendían las plantaciones de trigo.
Nunca sabremos cómo se llevaban los primeros granjeros del sudoeste alemán con los cazadores-recolectores locales. Pero la arqueóloga Susan Gregg tiene una hipótesis que basa en datos ingeniosos[553].
A fin de reconstruir la vida cotidiana en estas riberas, seleccionó una hipotética aldea formada por seis casas, habitadas por treinta y cuatro mujeres, hombres y niños. Luego, tras analizar meticulosamente el paisaje, los objetos de la época y los ciclos vitales del trigo, los guisantes, los cerdos y otras plantas y animales que vivían en la región, Gregg reconstruyó la rutina de trabajo de los primeros granjeros, así como sus métodos de cultivo y pastoreo, y calculó su producción y consumo anuales en carne, leche, granos y vegetales por individuo.
Sus cálculos incluyeron la cantidad exacta de tiempo necesaria para sembrar cada hectárea con trigo antiguo, los tamaños más adecuados para las parcelas y las huertas, y las pérdidas que caracoles, ratones, pájaros y el almacenamiento invernal ocasionaban en las cosechas. A la ecuación le agregó el rendimiento de paja obtenido con cada cosecha, la cantidad de tierra requerida para el pastoreo y el forraje y ramas del bosque necesarios para mantener el número óptimo de ganado de ovejas, cabras y cerdos. También calculó el término medio de vida de estas especies, el número de crías nacidas anualmente, la disponibilidad de bayas, vegetales y condimentos, el tiempo invertido diariamente en cortar leña y muchos otros factores a fin de determinar el mejor estilo de vida de los granjeros.
Su conclusión: plantaban trigo en la primavera y empleaban a trabajadores locales para que los ayudaran a sembrar las tierras.
Gregg opina que a cambio de esto los granjeros entregaban a los braceros contratados carne extra, corderos, terneros y lechones muertos en seguida de nacer, a comienzos de la primavera, cuando los nómadas encontraban más dificultades para sobrevivir. Gregg piensa que luego, en agosto, cuando el trigo maduraba, los granjeros volvían a contratar a los nómadas de la región para que los ayudaran a cortar el grano, juntar la paja y estibarla en arcones, esta vez a cambio de leche. Es posible que también compraran a los nómadas los animales salvajes cazados por éstos, así como pedernales y rocas volcánicas adecuadas para la fabricación de hachas. Lo más importante que obtenían de ellos era información, noticias de otros granjeros, que estos nómadas obtenían durante sus viajes, Gregg piensa que los braceros mantenían buenas relaciones con los granjeros, no sólo por la carne, la leche y el grano, sino también por los campos que abandonaban. Estos claros abrían espacios en la espesura de los bosques donde brotaban nuevos retoños, hierbas y pastos que atraían a los ciervos y cerdos salvajes. De modo que en estos campos de rastrojos la caza debió de ser particularmente abundante. Y lo que es aún más importante, al disponer de productos de granja, los braceros podían encarar algunas de sus largas y arduas expediciones de pesca. También podían comenzar a radicarse en lugares fijos.
Sin duda los antiguos contactos entre granjeros y braceros no eran tan amistosos ni tan simbióticos como los describe Gregg. Seguramente cazadores y plantadores muchas veces tenían enfrentamientos violentos. Pero con el tiempo los últimos prevalecieron. Al establecer códigos y actitudes sexuales respecto a las mujeres que nos serían legados a través de los siglos, estos colonizadores alteraron los antiguos papeles sexuales de manera fundamental.
APARICION DE UNA NUEVA CLASE EN EUROPA
De qué modo y por qué la agricultura arraigó en Europa es un tema ávidamente debatido[554]. Pero el cultivo de la tierra en Occidente se originó en las laderas que se extienden como una herradura de caballo desde Jordania septentrional, a través de Israel, Líbano, Siria y Turquía, hasta el sur cruzando por Irak e Irán, el Oriente Fértil. Aquí, unos 10.000 años antes de nuestra era, en los claros que se abrían en el bosque de pistachos, olivos, enfebros, cedros, robles y pinos, la hierba silvestre crecía y las manadas de cerdos, ovejas y cabras salvajes venían a pastar.
Nuestros antepasados nómadas probablemente cazaban y recolectaban granos en estas praderas desde miles de años antes. Sin embargo, a medida que los veranos cálidos y secos se fueron volviendo más cálidos y más secos y la gente se amontonó en torno a los escasos lagos de agua fresca que quedaban, la disponibilidad de alimento disminuyó. Con el tiempo estas comunidades comenzaron a almacenar los granos obtenidos en el bosque, y en un esfuerzo por incrementar su provisión de cereales silvestres, plantaron las semillas. Los primeros granjeros pueden haber habitado la región del valle del Jordán. Pero unos 8.000 años antes de Cristo habían surgido muchos otros caseríos, y los aldeanos del Oriente Fértil habían aprendido a plantar trigo, centeno y cebada silvestres y tenían rebaños de ovejas y cabras[555]. La piedra fundamental de la civilización occidental había sido colocada.
La agricultura se extendió luego hacia el norte y el oeste. Y en la medida en que la costumbre de plantar cereales y vegetales penetró en Europa a lo largo de las riberas del Asia Menor, el cultivo de la tierra se convirtió poco a poco en un estilo de vida. Durante cuatro millones de años nuestros antepasados habían recorrido el mundo antiguo en una constante búsqueda de alimentos. Ahora el nomadismo se transformaba en algo del pasado. El arqueólogo Kent Flannery sintetiza muy gráficamente la situación: «¿Adónde puede uno ir con una tonelada métrica de trigo?».
El arado. Probablemente no hay una sola herramienta en la historia de la humanidad que haya originado una revolución tan profunda en la vida de hombres y mujeres o que haya estimulado la aparición de tantos cambios en los patrones humanos de conducta sexual y en la concepción humana dél amor como el arado. Nunca sabremos exactamente cuándo apareció el arado. Los primeros granjeros empleaban el azadón o la vara para cavar. Entonces, unos 3.000 años antes de Cristo, alguien inventó el arado primitivo, una herramienta que consistía en una cuchilla de piedra y un mango semejante al del arado.
¡Qué diferentes eran las cosas de este modo!
En las culturas donde la gente trabaja la tierra con azada, las mujeres realizan casi todas las tareas del cultivo. En muchas de esas sociedades las mujeres son también relativamente poderosas[556]. Pero con la aparición del arado —que requería mucha más fuerza— la mayor parte de las tareas de cultivo de la tierra fueron absorbidas por los hombres. Paralelamente, las mujeres perdieron su antiguo y honrado papel de recolectores independientes, suministradoras del alimento nocturno. Y poco después de que el arado se convirtiera en el elemento principal de la producción, en las comunidades agrícolas surgió una doble tabla de valores, es decir, un doble criterio moral que permitía más libertades sexuales al hombre que a la mujer. Las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres.
HONRARAS A TU ESPOSO
La primera prueba escrita de la subyugación femenina en las comunidades agrícolas proviene de los códigos de leyes de la antigua Mesopotamia. En estos códigos, que se remontan al año 1100 antes de Cristo, las mujeres eran descritas como esclavas, posesiones[557]. Un código indicaba que la esposa podía ser sacrificada por fornicación, pero al esposo le estaba permitido copular fuera del vínculo matrimonial, siempre y cuando no violara la propiedad de otro hombre, es decir, su esposa. El matrimonio estaba principalmente destinado a la procreación, de modo que el aborto estaba prohibido[558]. Y si una mujer no producía descendientes, el marido podía divorciarse de ella.
El tratamiento de las mujeres como productoras de niños, o sea, seres inferiores, no era monopolio de los pueblos del Medio Oriente. Estas costumbres surgieron en muchas comunidades agrícolas[559].
En la India, región tradicionalmente agraria, se esperaba que la viuda honesta se arrojara al fuego de la pira funeraria de su esposo, una costumbre conocida como sutí. En la China, cuando las niñas de clase alta cumplían aproximadamente cuatro años, se le vendaban los dedos de los pies —todos salvo el pulgar— doblados hacia abajo. Esto hacía que caminar fuera terriblemente doloroso y que les resultara imposible huir del hogar del esposo. Durante la edad de oro de la antigua Grecia, las niñas de clase alta eran casadas a los catorce años, asegurando que llegaran castas al matrimonio. Entre los pueblos germánicos que invadieron la Roma clásica, las mujeres podían ser compradas y vendidas[560].
«Esposas, someteos a vuestros esposos, que es ése el deseo de nuestro Señor», manda el Nuevo Testamento[561]. Semejante credo no respondía solamente al punto de vista cristiano. En la antigua Sumeria, en Babilonia, Asiria, Egipto, la Grecia clásica y Roma, en toda la Europa preindustrial, en la India, Japón y las comunidades agrícolas de África del norte, los hombres se convierten en sacerdotes, líderes políticos, guerreros, comerciantes, diplomáticos y jefes de familia. La mujer era primero súbdita de su padre y de su hermano, luego de su marido, y por último de su hijo.
En el siglo V antes de Cristo, el historiador griego Jenofonte encapsuló los deberes de la esposa en el siguiente mandato: «Sé por lo tanto diligente, virtuosa y púdica, y dame la necesaria atención a mí, a tus hijos y a tu hogar, y tu nombre será honrado aun después de tu muerte»[562].
No es mi deseo dar a entender que el doble criterio moral que otorga más libertad al hombre que a la mujer sea exclusivo de las culturas agrícolas. En algunas comunidades de la Amazonia que cultivan la tierra (y que emplean la vara de cavar y no el arado) y en ciertas sociedades del África oriental, las mujeres están indudablemente sometidas a los hombres en la mayoría de las situaciones de la vida social. Pero los códigos de valores que someten a la mujer en lo sexual y lo social no se observan en todas las comunidades que crían animales, que cultivan la tierra con azada o que cazan y recolectan como forma de supervivencia, mientras que, en cambio, sí prevalecen en las sociedades que utilizan el arado[563].
Tampoco deseo insinuar que todas las mujeres en las sociedades agrícolas están sometidas a igual grado de restricción sexual e inferioridad social. La condición de las mujeres ha cambiado siglo a siglo. La clase social, la edad, y la situación socioeconómica también incidieron en la posición femenina.
Hatshepsut, por ejemplo, gobernó Egipto en el año 1505 antes de Cristo y hubo varias reinas egipcias poderosas. A diferencia de las amas de casa de la Grecia clásica, que vivían recluidas, las cortesanas eran educadas y muy independientes. En los siglos I y II de la era cristiana algunas mujeres romanas de la clase alta urbana alcanzaron notoriedad como literatas; otras trascendieron en la política. Durante la Edad Media muchas monjas fueron intermediarias del poder dentro de la Iglesia; otras ejercieron enorme influencia en el mundo mercantil. En el 1400 algunas mujeres pertenecientes al mundo islámico del Imperio Otomano eran dueñas de tierras y barcos. Y durante el Renacimiento, una cantidad importante de mujeres inglesas y del continente eran tan cultas como cualquier hombre.
Por otra parte, aun donde el sometimiento de las mujeres es cuidadosamente preservado, no siempre está garantizado el poder informal de los hombres, su influencia en lo cotidiano. Como todos sabemos, la más insípida de las mujeres perteneciente a la clase alta o a un grupo étnico prestigioso puede a veces dominar a un hombre de un estrato social inferior. Las mujeres maduras casi siempre pueden dominar a los hombres más jóvenes. Las mujeres jóvenes y atractivas pueden manipular a los hombres más influyentes que ellas. Las hermanas pueden dominar a los hermanos. Y, desde luego, las esposas pueden gobernar a sus maridos. Aun donde el sometimiento se aplica con especial rigor, los hombres nunca dominaron universalmente a las mujeres; por cierto, no lo hicieron en la Norteamérica agrícola ni en las pequeñas granjas que abrazaban el Danubio varios miles de años atrás.
A pesar de estas excepciones, no cabe duda de que durante nuestro prolongado pasado agrícola la sexualidad femenina se vio seriamente restringida; además, en casi todas las circunstancias las mujeres eran consideradas ciudadanas de segunda. A diferencia de las mujeres de las sociedades nómadas cuya supervivencia se basaba en la recolección y que rutinariamente salían del campamento para trabajar y traer a casa bienes preciosos e información valiosa, que se desplazaban libremente para visitar a amigos y parientes y tenían una vida amorosa independiente, las mujeres pertenecientes a las sociedades agrícolas ocupaban su lugar en la huerta o la casa y cumplían con sus deberes: criar a los hijos y servir al hombre.
Con la incorporación del arado a la agricultura llegó la subordinación femenina y quedaron establecidas las bases del panorama general de la vida sexual y social de Occidente.
Exactamente de qué modo el arado y la vida en las granjas desencadenó los cambios en la sexualidad occidental ha sido objeto de amplios debates durante los últimos cien años. Personalmente, yo propongo como explicación que la vida sedentaria, la necesidad de una monogamia que fuera para toda la vida, el surgimiento de la sociedad de clases, la intensificación de las guerras, así como una peculiar propiedad de la testosterona, la hormona sexual masculina, fueron todos factores de importante participación en el fenómeno. Pero antes de presentar mis argumentos con relación a la hipótesis de la evolución de la subordinación femenina en el pasado de Europa, querría revisar algunas de las principales teorías modernas sobre el tema. Es interesante comprobar que la monogamia para toda la vida es mencionada en cada una de ellas.
Primero, querría recordar al lector que matriarcado significa gobierno por parte de las mujeres; matrilínea, en cambio, alude al rastreo genealógico a través de la línea femenina.
EL DERECHO DE LA MADRE
Uno de los primeros en proponer una explicación para la pérdida de poder por parte de las mujeres fue Johann Jakob Bachofen, un abogado alemán que, en 1861, escribió Das Mutterrecht (El derecho de la madre). En dicha obra Bachofen propuso que inicialmente la humanidad vivía en un estado de promiscuidad sexual en el cual las mujeres tenían exactamente tanto poder como los hombres. Con la invención de la agricultura —por parte de las mujeres—, la sociedad evolucionó a su primera forma de orden social, el matriarcado.
Bachofen sostenía que, como nadie podía tener certeza acerca de qué hombre había engendrado a qué hijo, los agricultores pioneros rastreaban la ascendencia a través de la línea materna: matrilínea. Como las mujeres eran las exclusivas progenitoras de la próxima generación, también se las honraba. Por lo tanto, las mujeres gobernaban: matriarcado. La sociedad reemplazó el «derecho de la madre» por el «derecho del padre» durante la edad heroica en Grecia a causa de la adopción de la monogamia, y a causa también del cambio de los preceptos religiosos. Bachofen basó su teoría sobre la caída de las mujeres en innumerables pasajes de la literatura clásica, textos que remiten a los antiguos mitos, según los cuales las mujeres detentaron otrora gran poder[564].
El concepto del matriarcado primigenio predominó en los círculos intelectuales del siglo XIX. Poco después, el antropólogo norteamericano Lewis Henry Morgan presentó pruebas que demuestran la teoría de Bachofen sobre la decadencia de las mujeres.
Como Morgan vivió con los iroqueses, que rastreaban sus orígenes a través de la línea materna, señaló a dichos indios como una reliquia viviente de la etapa matriarcal original del orden social humano. Igual que Bachofen, Morgan pensó que con el surgimiento de la agricultura, la promiscuidad primitiva se transformó en un orden social matriarcal, y que con el posterior desarrollo de la misma, el matriarcado fue suplantado por el patriarcado. A diferencia de Bachofen, propuso una explicación económica para la evolución del dominio de los hombres.
Morgan pensaba que la propiedad privada estaba en la raíz de la subordinación sexual. Así, en su libro de 1877, Ancient Society (La sociedad antigua), propuso que, en la medida en que los agricultores fueron adquiriendo las tierras de cultivo comunitarias, obtuvieron el poder suficiente para terminar con el dominio de las mujeres. De gran interés resulta el origen del «apareamiento exclusivo», un aspecto básico de la teoría de Morgan. Hasta que no surgió la monogamia permanente —lo cual daba a los granjeros la seguridad de la paternidad— no pudieron éstos arrogarse el poder, y comenzar a legar su propiedad a los hijos varones.
Friederich Engels ahondó sobre el esquema de Morgan, y llegó a su propia fórmula económica acerca de la pérdida de los derechos femeninos. Engels propone que en la primera época de las sociedades agrícolas, la propiedad era patrimonio de la comunidad. Mujeres y hombres vivían en grupos emparentados matrilinealmente más que en núcleos familiares encabezados por hombres. La paternidad era relativamente secundaria; el divorcio y la infidelidad eran cosa de todos los días; las mujeres obtenían por lo menos igual cantidad de productos para la subsistencia que los hombres, y las mujeres gobernaban la extensa familia con la que vivían. Luego, en la medida en que hombres y mujeres comenzaron a sembrar y cosechar, y empezó la cría de animales, el papel de los hombres como granjeros y pastores se fue volviendo más y más importante. Con el tiempo, los hombres surgieron como propietarios de la única propiedad valiosa: el suelo y las bestias. Los hombres utilizaron su poder como dueños del patrimonio para instituir la patrilínea y el patriarcado.
Tal como Bachofen y Morgan lo habían hecho antes que él, Engels consideró que la monogamia —que definió como la estricta fidelidad femenina de por vida a un único cónyuge— fue decisiva en la pérdida del poder de las mujeres. Afirmó que la monogamia evolucionó para garantizar la paternidad. Y como la monogamia estaba reñida con los lazos y obligaciones de la esposa respecto a un grupo más amplio de parientes, la monogamia abrió las puertas de la esclavitud femenina. Engels se refiere a esta transición como «la derrota mundial histórica del sexo femenino»[565].
¿Era el Paraíso Perdido? Los científicos han demostrado ahora que estas teorías estaban en general equivocadas, si bien, a la vez, tenían algo de cierto. El pensamiento moderno empezó con el siglo, cuando los antropólogos comenzaron a observar que ninguna sociedad existente funcionaba como un matriarcado; la mayoría ni siquiera eran matrilineales[566]. A partir de entonces los antropólogos han estudiado muchas sociedades más, y continúan sin encontrar ni una sola cultura matriarcal. Por lo demás, no existen pruebas arqueológicas de que alguna vez en la historia haya habido una sociedad matriarcal en la tierra.
Algunas feministas modernas no están de acuerdo. Arguyen que las figuras femeninas en las vasijas antiguas y las diosas y otros motivos femeninos descubiertos tanto en las sociedades arqueológicas como en las tradicionales contemporáneas son prueba de que originalmente hubo matriarcados[567]. Pero esta línea de pensamiento también se contradice con los datos disponibles. De las 93 sociedades estudiadas por el sociólogo Martin Whyte en la década de los setenta, 83 carecían de creencias populares sobre un período de poder omnímodo de las mujeres. Y en las culturas en que la gente veneraba a diosas mujeres y se hacía referencia a mitos de dominio femenino, no había rastros de supremacía política femenina[568].
Sin embargo, es cierto que en otra época las mujeres tuvieron mucho más poder. Como ya lo analizamos en el capítulo XI, la enorme mayoría de los pueblos cazadores-recolectores son (y probablemente fueron) relativamente igualitarios. Ninguna sociedad cazadora-recolectora, saqueadora o cultivadora de la tierra se maneja con una rígida codificación de la subordinación femenina. Y las mujeres han tenido una posición inferior en sociedades que utilizan el arado en la agricultura[569]. De modo que, si bien posiblemente nunca existieron sociedades matriarcales, Bachofen, Morgan y Engels tenían parte de razón: una relativa igualdad entre los sexos era probablemente la regla en muchas sociedades preagrícolas antiguas, y es verdad que este equilibrio de poder entre los sexos se volvió marcadamente desigual algún tiempo después de que se generalizó el uso del arado.
En los años setenta la antropóloga marxista feminista Eleanor Leacock actualizó todas estas ideas con nuevos argumentos. Sabiamente abandonó la idea del matriarcado femenino. Pero introdujo datos provenientes de todo el mundo para demostrar que en las comunidades prehistóricas hombres y mujeres eran, en realidad, prácticamente iguales (ver capítulo XI). Y formuló la hipótesis de que, en la medida en que los granjeros comenzaron a trocar bienes, a vender artículos comerciables y a monopolizar las redes de comercialización, las esposas de los granjeros quedaron subordinadas a sus esposos[570]. Como sus predecesores Bachofen, Morgan y Engels, Leacock también afirmó que la emergencia de la familia monogámica como núcleo económico vital (en conjunción con la vida sedentaria y la implantación del arado) fue de central importancia en el deterioro de la vida cotidiana de las mujeres.
«GRANDES HOMBRES»
«Todo pensamiento es una hazaña de asociaciones», dijo Robert Frost en cierta oportunidad. De modo que me gustaría tomar prestadas todas estas líneas de pensamiento, agregarles una perspectiva biológica y proponer una hipótesis un poco más completa acerca de la decadencia de las mujeres.
Empecemos, entonces, con lo que tenemos. El arado era pesado, requería ser arrastrado por un animal grande, exigía la fuerza de los hombres. Como cazadores, los maridos habían suministrado los lujos que volvían interesante la vida, satisfaciendo también parte de las necesidades diarias, pero como labradores de la tierra se volvieron esenciales para la supervivencia. Por otra parte, el papel imprescindible de las mujeres como recolectoras perdió importancia cuando nuestras antepasadas comenzaron a depender menos de las plantas silvestres que de las cosechas en la preparación del alimento diario. Durante largos siglos las mujeres habían sido las proveedoras de la sustanciosa comida de cada día, pero ahora pasaron a realizar tareas secundarias, como arrancar la maleza, cosechar y cocinar la cena. En síntesis, los antropólogos coinciden en que, cuando las tareas de labranza de la tierra realizadas por los hombres se hicieron esenciales, el papel primordial en la subsistencia pasaron a desempeñarlo ellos y ya no por mujeres.
Este factor ecológico —la asimetría en la división entre los sexos del trabajo por la supervivencia y el control por parte de los hombres de los recursos vitales de producción— es suficiente para explicar la pérdida de poder social por parte de las mujeres. El que controla la economía familiar gobierna el mundo. Pero hubo además otros factores que concurrieron a determinar la caída de las mujeres. Con el advenimiento de la agricultura del arado, ni el marido ni la mujer pudieron ya divorciarse. Trabajaban la tierra juntos. Ninguno de los cónyuges podía abrir la mitad de los surcos y abandonar la tarea. Habían quedado ligados a la propiedad común, y uno al otro: monogamia permanente.
Se comprende mejor de qué manera contribuyeron el fenómeno del arado y de la monogamia permanente a la decadencia de la mujer si lo observamos conjuntamente con un tercer fenómeno insidioso de la vida de los granjeros: la jerarquía. A lo largo de los milenios los «grandes hombres» deben de haber surgido de entre nuestros antepasados nómadas durante las expediciones de caza, saqueo e intercambio. Pero los cazadores-recolectores tienen poderosas tradiciones de equidad y solidaridad. Para la enorme mayoría de la humanidad, las jerarquías formales no existían. Sin embargo, la organización de la cosecha anual, el almacenamiento de cereales y forraje, la distribución del alimento sobrante, la planificación del comercio sistemático a larga distancia y la representación de la comunidad en las reuniones regionales dieron pie al surgimiento de los líderes.
En los documentos arqueológicos europeos hay algunas pruebas de que ya existían las jerarquías quince mil años atrás. En algunas tumbas se observaron adornos fúnebres mucho más valiosos que en otras. Por lo tanto, cabe inferir que los jefes de aldea habían adquirido poder con el surgimiento de los primeros asentamientos estacionales de estas comunidades no agrícolas. Más aún, unos 5.000 años antes de nuestra era, en los villorrios a lo largo del Danubio, una de las chozas generalmente era de mayor tamaño que las otras, de modo que la estratificación social seguramente ya había comenzado en esa época. Más tarde, con la difusión de la agricultura del arado y la vida sedentaria, la organización política se volvió más y más compleja, y con seguridad también más jerárquica[571].
De modo que aquí estamos ahora, ante el sedentarismo, la monogamia permanente y las jerarquías.
Otro factor que influyó en la pérdida de los derechos sociales y sexuales de la mujer es la guerra. Cuando las aldeas proliferaron y la densidad de población aumentó, la gente se vio obligada a defender su propiedad, y también a ampliar sus territorios cuando podían. Los guerreros se volvieron de incalculable valor para la vida social. Y como subraya el antropólogo Robert Carneiro, en todas las partes del mundo en que luchar contra los enemigos constituye una actividad esencial de la vida cotidiana, los hombres incrementan su poder sobre las mujeres.
¡Qué mezcla más volátil!: la importante función económica que les correspondía a los hombres como labradores, la inevitable necesidad de permanecer juntos los cónyuges dentro de las propias tierras, los aldeanos que necesitaban jefes que organizaran su trabajo, las sociedades que requerían guerreros para la defensa del territorio. He allí el perfecto conjunto de condiciones para que un sexo estableciera su autoridad sobre el otro.
En realidad, eso es exactamente lo que ocurrió. El patriarcado estalló a través de toda Eurasia y echó fuertes raíces en la tierra.
Pero ¿por qué el patriarcado y no el matriarcado? ¿Por qué no fueron las mujeres las que se apoderaron de los resortes del poder? La fuerza física necesaria para manejar el arado y la valentía requerida por la guerra son suficiente respuesta a estas preguntas. Pero creo que al menos un factor más intervino en el florecimiento del patriarcado y la decadencia del mundo femenino: la biología.
En todas las sociedades donde prevalecen las jerarquías, los hombres detentan la mayoría de las funciones de autoridad. En realidad, en el 88% de las 93 sociedades estudiadas, todos los líderes políticos locales e intermedios son hombres; en el 84% de dichas culturas los hombres también ocupan todas las posiciones de mayor autoridad dentro del grupo familiar[572]. Ello no se debe a que a las mujeres se les prohíba el acceso a dichas funciones. En muchas de estas culturas —como en los Estados Unidos, por ejemplo—, a las mujeres se les permite buscar puestos influyentes en el gobierno. Hoy en día, un número cada vez mayor de mujeres se presentan como candidatas. Pero ni siquiera en la actualidad las mujeres tratan de obtener los puestos políticos con la regularidad con que lo hacen los hombres.
A fin de explicar la diferencia de sexo que determina quiénes persiguen y obtienen prestigio y poder político, el sociólogo Steven Goldberg afirma que los hombres están neuroendocrinológicamente condicionados —por la testosterona, que inscribe el sexo en el cerebro fetal— para buscar el poder con más energía que la mujer. Goldberg llama a este impulso el «logro masculino». Por lo tanto, a causa del impulso biológico de obtener una jerarquía más alta, los hombres están más dispuestos a renunciar a su tiempo, placer, salud, seguridad, afecto y recreación a cambio de obtener prestigio, autoridad y poder[573].
Se trata de una idea peligrosa. La mayoría de las feministas seguramente la rechazarán, así como cualquiera que deje de lado los factores biológicos que intervienen en las actividades humanas. Pero como alguien que se toma la ciencia seriamente, no puedo descartar la posibilidad de que la biología desempeñe un papel importante en la adquisición de prestigio. En realidad, existen varias líneas de pensamiento que apoyan dicha conclusión.
Es un hecho que las hormonas fetales determinan sexualmente el cerebro antes del nacimiento. Hay una evidente relación entre la testosterona y el comportamiento agresivo en los animales y las personas[574]. El ocupar altos puestos en la jerarquía también va asociado con altos niveles de hormonas masculinas en hombres[575] y monos[576]. Por último, en muchas culturas las mujeres ocupan puestos de mayor nivel de liderazgo una vez dejados atrás los años de capacidad reproductora[577]. Ciertamente existen motivos culturales para este fenómeno. Aliviadas de las absorbentes tareas de la crianza de los hijos, las mujeres posmenopáusicas se ven en condiciones de asumir actividades fuera del hogar. Pero también puede haber razones de orden biológico para semejante transformación. Los niveles de estrògeno declinan con la menopausia, desenmascarando los niveles de testosterona. La naturaleza ha combinado la química de modo que posiblemente contribuya a este surgimiento del impulso a obtener prestigio y jerarquía.
Puede haber otro elemento químico más en el cóctel. La serotonina, otra de las moléculas del cerebro. Según pudieron demostrar los científicos, el mico macho típico del África del sur con más autoridad en la manada siempre presenta niveles más altos de serotonina en la sangre. Los monos macho que crecen al mando exhiben una elevación natural de los niveles de serotonina en la sangre.
Y cuando la autoridad de un mono declina, sus niveles naturales de serotonina disminuyen[578]. Cuando a un mono macho se le administra serotonina artificialmente su autoridad aumenta, y los monos macho que reciben drogas que inhiben la secreción de serotonina experimentan una disminución de autoridad[579].
Las mismas correlaciones se observan en los seres humanos. Los líderes de las asociaciones estudiantiles presentan niveles más altos de serotonina en sangre que los que no lo son. Lo mismo ocurre con los capitanes de equipos deportivos[580]. Estas simples correlaciones no parecen estar presentes en las mujeres. Los científicos concluyen preliminarmente que en las mujeres y los primates hembra se observa un sistema más complejo no sólo de comportamiento sino también fisiológico en relación con el dominio.
Sin embargo, parece existir una correlación directa entre la testosterona y la jerarquía, así como hay algunas pruebas de que otras sustancias cerebrales contribuyen a la biología de las jerarquías.
«HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE»
De modo que nuestros antepasados se volvieron sedentarios y se pusieron a trabajar la tierra. Se aparearon para toda la vida. Araban, hacían la guerra y comerciaban. Y gradualmente las nuevas tareas de los hombres como encargados de arar y como guerreros se volvieron esenciales para la subsistencia, mientras que la función vital de recolectoras de las mujeres fue perdiendo importancia. Luego, cuando surgió la cuestión de la jerarquía y los hombres forcejearon para obtenerla, el poder formal de las mujeres se desvaneció. Porque los pies de cada granjero estaban ahora metidos profundamente en la tierra. Una mezcla de inmovilidad, funciones económicas asimétricas, monogamia permanente, una incipiente sociedad de jerarquías, el florecimiento de la guerra y, muy posiblemente, una peculiar combinación de testosterona y otros mecanismos fisiológicos pusieron en movimiento los sistemas patriarcales característicos de las sociedades agrícolas. Con el patriarcado, las mujeres se convirtieron en una propiedad que había de ser vigilada, guardada y explotada, lo que promovió el desarrollo de preceptos sociales perversos a los que se alude colectivamente como doble criterio moral o subordinación de la mujer. Estos credos fueron entonces legados a todos nosotros.
La difundida creencia de que los hombres tienen apetitos sexuales más apremiantes que las mujeres, la convicción de que los hombres son menos fieles, la tradición de que la mujer debe llegar virgen al matrimonio y la vieja idea de que en general las mujeres son débiles, estúpidas y dependientes están profundamente arraigadas en la tierra que el hombre rotura con el arado. Sin embargo, de todos los cambios sociales que originó la agricultura, el más espectacular es el de nuestros patrones de divorcio.
Los índices de divorcio fueron muy bajos durante la mayor parte de nuestro pasado agrícola. En las antiguas tierras de Israel, por ejemplo, el divorcio era raro[581]. Los antiguos griegos se permitían prácticamente cualquier experimento en el terreno de la sexualidad, pero estaba prohibida cualquier actividad sexual (como traer a una cortesana al hogar) que pusiera en peligro la estabilidad de la vida familiar[582]. El divorcio estaba permitido para los griegos de la época de Homero, pero era poco frecuente. La disolución matrimonial era infrecuente en la primera época romana, cuando la inmensa mayoría de los ciudadanos eran agricultores. Hasta que no florecieron las ciudades y algunas mujeres se volvieron ricas e independientes —y vivieron en las ciudades—, no subieron notablemente los índices de divorcio en la clase alta[583].
Los primeros padres cristianos consideraban que el matrimonio era un remedio necesario para la fornicación. Para ellos, solteros y solteras, célibes y vírgenes en nombre del Señor eran mucho más puros. Acerca del tema del divorcio sus opiniones estaban divididas. «Lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe», había aconsejado Jesús[584]. No obstante, algunos pasajes de la Biblia enviaban mensajes contradictorios y algunos eruditos piensan que los primeros cristianos tenían el derecho tanto legal como religioso a divorciarse de su esposa por adulterio o por no ser creyente. De todos modos, el divorcio nunca fue común entre los cristianos agricultores, ni antes ni después de la decadencia romana[585].
Cuando los pueblos bárbaros teutónicos invadieron los territorios de Roma, aportaron sus propias costumbres. El divorcio y la poliginia estaban permitidos en las clases gobernantes de la Alemania prefeudal. Los pueblos precristianos celta y anglosajón también permitían el divorcio y un nuevo matrimonio. Considerando los beneficios genéticos que la poliginia tenía para los hombres, no es sorprendente que los que poseían un gran patrimonio tomaran varias esposas. Pero las pruebas disponibles sugieren que, durante las oscuras centurias que siguieron a la caída de Roma, la tasa de divorcio entre los pastores y agricultores europeos era muy baja[586].
Durante el siglo IX el feudalismo se extendió por Europa desde su lugar de origen, Francia. Como era costumbre dentro de este sistema, los señores feudales concedían tierras a sus vasallos a cambio de fidelidad y compromiso militar. Cada vasallo otorgaba luego sus tierras a los arrendatarios a cambio de servicios especiales. En teoría, tanto los vasallos como los arrendatarios «ocupaban» las heredades sin poseerlas, pero en la realidad vasallos y arrendatarios se traspasaban las concesiones —y la tierra— de generación en generación dentro de sus respectivas familias. Durante el feudalismo, por lo tanto, el matrimonio continuaba siendo la única forma de que la mayoría de los hombres y las mujeres pudieran adquirir tierras y asegurarlas para sus herederos.
Las parejas europeas podían hacer anular un matrimonio por adulterio, impotencia, lepra o consanguinidad, lo cual los ricos y los bien relacionados por cierto hacían[587]. Un cónyuge también podía abandonar a su consorte si una corte adecuadamente constituida sentenciaba una separación judicial que les ordenaba vivir separados. Pero este acuerdo traía aparejada una restricción: ninguno de los dos podía volver a contraer enlace[588]. En ese caso, ¿quién iba a ocuparse del patrimonio, las tierras, los animales, la casa? Sin pareja, un agricultor no podía mantenerse apropiadamente. En la Europa feudal sólo los ricos podían permitirse el lujo de divorciarse de sus cónyuges.
La monogamia permanente. Lo que la naturaleza y la economía habían prescripto para los labradores de la tierra fue santificado por los líderes cristianos. Se piensa que San Agustín fue el primer líder de la Iglesia que consideró el matrimonio un sacramento sagrado, pero con el paso de los siglos prácticamente todas las autoridades cristianas coincidieron con este criterio. El divorcio se volvió impensable en cualquier circunstancia para los miembros de la Iglesia católica[589]. A pesar de que la doctrina católica continúa contemplando la posibilidad de anulaciones y separaciones, el matrimonio permanente —un requisito de la vida en las granjas— se convirtió en un mandato emanado directamente de Dios.
Con el desarrollo de las ciudades y del comercio en Europa en los siglos X y XI, las mujeres se hicieron cargo de todo tipo de ocupaciones. En el Londres medieval, en el 1300, las mujeres negociaban en mercancías textiles y alimenticias, y trabajaban como barberas-cirujanas, comerciantes en sedas, panaderas, destiladoras de cerveza, servicio doméstico, bordadoras, zapateras, joyeras, fabricantes de sombreros y artesanas. No resulta nada sorprendente que algunas mujeres, como la esposa de Bath, la concupiscente empresaria de Chaucer, tuvieran cinco maridos sucesivos. Pero ésta no era una mujer corriente. En general, las mujeres trabajaban hombro con hombro con sus maridos y estaban socialmente sometidas a ellos. De hecho, las deudas de comercio de una mujer eran responsabilidad del marido, la mujer no era «una persona libre y legítima»[590]. Como era de prever, el divorcio era poco frecuente en las ciudades medievales europeas.
Este patrón de bajos índices de divorcio persistió. Tras la Reforma, para los protestantes el matrimonio se convirtió en un contrato civil más que en un sacramento. De modo que las mujeres del 1600 que habitaban en países no católicos podían obtener el divorcio de las autoridades civiles[591]. En realidad, los índices de divorcio fluctuaron ostensiblemente durante los siglos siguientes a la exigencia de Cristo de respetar la monogamia permanente. En las regiones donde hombres y mujeres podían interrumpir la convivencia, así lo hacían. Pero los índices de divorcio continuaron siendo notablemente bajos en Escandinavia y las Islas Británicas, en las tierras agrícolas de Alemania, Francia, los Países Bajos, España e Italia, en Hungría y otras culturas europeas orientales, en Rusia, Japón, China y la India, y en las sociedades agrícolas musulmanas del África del norte, hasta que la Revolución Industrial comenzó a erosionar la vida familiar[592].
Cuando uno de los cónyuges moría (y un nuevo matrimonio estaba permitido), el otro volvía a casarse. Los hombres que eran dueños de tierras solían casarse pocos días después de terminado el período de luto. Un nuevo casamiento por parte de las viudas no era bien visto en las culturas agrícolas preindustriales europeas, tal vez porque ello alteraba el esquema de herencia. Pero, aun así, muchas mujeres volvían a contraer matrimonio.
Las realidades de la vida agrícola exigían el apareamiento.
No todos nuestros antepasados labriegos creían en Dios. No todos esos hombres y mujeres formaban parejas felices. A no todos ellos les entusiasmaba tampoco la idea de volver a casarse. Pero la inmensa mayoría de esas personas vivían del sol y de la tierra. Los labriegos estaban uncidos a sus tierras y a sus parejas… para siempre.
Hasta que no surgieron las fábricas detrás de los graneros y establos de Europa y Norteamérica, hombres y mujeres no empezaron a recuperar su independencia. Entonces, los patrones del sexo, el amor y el matrimonio avanzaban rápidamente hacia el pasado.