VII. FUERA DEL
EDÉN
Una teoría acerca del origen de la monogamia y el abandono
La bestia y el ave se ocupan de la misma carga, las madres les dan abrigo, y los señores protección; los jóvenes se despiden para recorrer aire o tierra, y allí se detiene el instinto, y allí acaban los cuidados; los lazos se disuelven, cada uno procura un nuevo abrazo, otro amor aparece, otra carrera. Y un cuidado más duradero la indefensión del hombre reclama; ese cuidado más prolongado le proporciona lazos más estables.
ALEXANDER POPE, Ensayo sobre el hombre
Comenzaba la estación húmeda en el África oriental, unos tres millones seiscientos mil años atrás. Hacía varias semanas que el volcán Sadimán venía escupiendo nubes de grises cenizas volcánicas y diariamente las praderas que lo rodeaban aparecían cubiertas de una capa de polvillo. Todos los mediodías la llovizna mojaba la ceniza y al atardecer el frío de la tarde la endurecía formando una costra. Sobre ella quedaban marcadas las gotas de lluvia, el relieve de las hojas de acacia y las huellas de antílopes, jirafas, rinocerontes, elefantes, cerdos, gallinas de Guinea, babuinos, liebres, insectos, hienas, gatos de dientes afilados y algunos antiguos parientes nuestros[296].
Tres homínidos primitivos[297], los más antiguos precursores de los que hay registro en la línea que conduce al hombre moderno, eligieron pasar por el lodazal volcánico y dejaron a la posteridad las huellas de sus pies. El de mayor tamaño atravesó la ceniza y a cada paso se hundió unos cinco centímetros. Junto a sus huellas están las de un homínido más pequeño, tal vez una hembra, que apenas superaba el metro veinte. Y dado que un tercer juego de huellas se superpone con las de la criatura más grande, deducimos que un homínido algo más pequeño los seguía, y que fue metiendo cuidadosamente los pies en las huellas del líder. Iban rumbo al norte, hacia un pequeño desfiladero, tal vez para acampar bajo los árboles junto a un arroyo, porque los rastros avanzan unos veinticinco metros hasta el borde del cañón y de repente se detienen.
En 1978, Mary Leakey, la bien conocida arqueóloga y esposa de Louis Leakey, el ahora desaparecido y célebre padre de la paleoantropología Áfricana, descubrió con su equipo las huellas mencionadas en un estrato geológico antiguo sobre el cual se destacaban por efecto de la erosión[298]. Desde mediados de los años setenta, Leakey había estado excavando en una localidad llamada Laetoli, una región al norte de Tanzania a la cual los nativos masai bautizaron así a causa de las lilas rojas que la cubren actualmente. A pocas semanas de comenzar la estación de siembra descubrió este mensaje a través del tiempo. Salvo por pequeñas diferencias, las huellas eran exactamente iguales a las de los hombres y mujeres actuales.
Estos animales pueden haber estado paseando, viajando o eligiendo un rumbo, y pueden haber pasado juntos o en diferentes momentos. Es algo que no se ha podido deducir de los muchos estudios que se han realizado de las huellas. Pero sí es indudable que vivieron y murieron cerca del desfiladero. En otras estaciones de siembra Leakey desenterró una gran cantidad de fósiles de homínidos, en su mayoría cráneos y fragmentos de mandíbula, así como dientes que aparecieron aislados de otros restos y que pertenecieron a más de veintidós individuos que recorrían estas praderas bajo el monte Sadimán hace de 3,5 a 3,8 millones de años[299].
No estaban solos. Al norte, junto a lo que es hoy el río Hadar, en la región Afar de Etiopía, vivía Lucy. El antropólogo Donald Johanson y miembros de su equipo la desenterraron en 1974. Llamada así por la canción de los Beatles «Lucy in the Sky with Diamonds», (Lucy en el cielo con diamantes), Lucy medía en su tiempo un metro cinco centímetros de estatura, pesaba veintisiete kilos y comía su cena a la orilla de un lago poco profundo en lo que entonces era el paisaje irregular y boscoso de Etiopía. Sufría de artritis y murió con poco más de veinte años de edad, aproximadamente tres millones de años atrás[300].
El equipo de Johanson recobró más o menos el 40% del esqueleto de Lucy. Y a pesar de que los dedos de sus pies y manos estaban curvados y eran algo más largos que los nuestros, lo cual indica que Lucy pasaba mucho tiempo en los árboles, los restos de la cadera, rodilla, tobillo y pie confirman que caminaba a dos patas en lugar de a cuatro[301]. Al año siguiente Johanson descubrió los restos parciales de no menos de otros trece individuos, tal vez los amigos de Lucy, que recorrieron los bosques de Etiopía mucho tiempo atrás. Recientemente fueron rescatados los fragmentos de unos quince homínidos más.
No sabemos con exactitud quiénes eran estos homínidos de Laetoli y Hadar. Los especialistas en pisadas de hominoides son conocidos como icnólogos, y ellos piensan, igual que muchos otros antropólogos, que las huellas de Laetoli pudieron ser hechas por un pie como el de Lucy. De modo que asignan a todos estos individuos a la misma especie arcaica, los Australopithecus afarensis, una rama de los homínidos bastante cercana al origen de la línea humana[302].
El aspecto de estos animales era posiblemente semejante al de los chimpancés actuales, con cerebros algo más grandes (pero no mucho más que la tercera parte de los nuestros), órbitas protuberantes bajo las cejas, ojos y piel oscuros, labios delgados, un mentón recesivo, y mandíbulas prominentes con dientes centrales hacia afuera y colmillos afilados. Muchos detalles de sus cráneos, mandíbulas y esqueletos recordaban a los simios, pero sus cuerpos eran notablemente humanos. Y caminaban erguidos. La raza humana había hecho su aparición sobre la Tierra.
¿De dónde venía esta «gente»? ¿Cómo habían hecho sus antepasados la transición hacia la humanidad?
Un momento en la evolución de nuestros antepasados: La escena anterior (Ilustración de Michael Rothman), muestra a miembros de la especie Australopithecus afarensis, nuestros antepasados más antiguos, que habían comenzado a vivir en los bosques y llanuras del África oriental unos cuatro millones de años atrás. Esta «gente» tenía dedos largos (y un poco curvos) en manos y pies, piernas cortas, brazos largos, cerebros pequeños, mandíbulas prominentes y otros rasgos anatómicos que los diferencian de las personas contemporáneas. Pero caminaban erguidos y habían comenzado su marcha hacia la vida humana moderna. Estos individuos posiblemente se desplazaban en grupos de doce a veinticinco amigos y parientes, formaban pareja poco después de la pubertad, compartían los alimentos con el cónyuge, permanecían unidos por lo menos durante la infancia de un hijo (alrededor de cuatro años) y solían separarse cuando el niño tenía edad suficiente para participar en las actividades comunitarias. Entonces era típico que cada uno formara nueva pareja con alguien de otro grupo vecino y diera a luz otros hijos. En capítulos posteriores sostengo que la actual anatomía sexual humana y las emociones sexuales humanas evolucionaron simultáneamente con la estrategia de reproducción de la monogamia en serie y el adulterio clandestino.
LA ENCRUCIJADA
«Dos caminos se abrían ante mí en el bosque, y yo…, yo elegí el menos transitado. Y eso cambió totalmente las cosas». Robert Frost captó ese momento de la vida que irrevocablemente modifica todo lo que viene después. En la evolución humana hubo un momento así, una era en la que nuestros primeros antepasados dieron un paso irreversible que los alejó para siempre de sus parientes que vivían en los árboles, y avanzaron por el camino que los llevaría a la vida social humana tal como la conocemos hoy. Los restos fósiles correspondientes a este surgimiento guardan silencio. El «eslabón perdido» se extravió en el tiempo y entre las piedras. Sin embargo, a lo largo de los siglos, teólogos, filósofos y científicos han urdido teorías acerca de nuestra génesis basadas en delgados hilos de información.
La siguiente es otra versión. Proviene de datos científicos de diversas disciplinas, incluso de lo que se sabe de animales y plantas que tuvieron su apogeo en África oriental millones de años atrás, de las costumbres de simios y monos, de los hábitos de apareamiento de otras especies monogámicas, como zorros y petirrojos, de la forma de vida de los pueblos cazadores y recolectores contemporáneos, y de los patrones de enamoramiento, apego y abandono humano que expongo en este libro. He aquí, pues, una hipótesis acerca de los orígenes del matrimonio, el divorcio y la formación de una nueva pareja.
El período tuvo lugar de cuatro a seis millones de años atrás, digamos cuatro, un poco antes de que los contemporáneos de Lucy dejaran sus huesos y huellas al pie del monte Sadimán. Junto a los lagos azul-verdosos, al borde del agua perezosa de los ríos, bajo los árboles de la selva y las vides trepadoras, se ocultaba la costa. Pero a cierta distancia del agua los árboles de caoba y los árboles de hoja perenne empezaban a ser menos densos y crecían entre montes de árboles silvestres. Y más allá de los montes, al otro lado de las ondulantes colinas de África oriental, se extendía un océano de hierba[303].
Antiguas variedades de elefantes, avestruces, okapis, gacelas, cebras, ñu azules y negros, gamos del chaparral, antílopes, búfalos, hasta caballos primitivos venidos de Asia, recorrían las llanuras. Sus enemigos, leones ancestrales, leopardos y perros salvajes, iban tras ellos. Al amanecer, al caer el sol, a lo largo de todo el día y de toda la noche, estos carnívoros atrapaban a los más débiles de cada manada. Entonces los buitres, hienas, chacales y demás animales que se alimentaban de carroña se encargaban de los restos[304].
Fue hacia este escenario —hacia las vastas extensiones de sabana— que nuestros primeros antepasados se vieron empujados por el retroceso de las selvas. El proceso había comenzado miles de años antes, cuando nuestros predecesores que vivían en los árboles, semejantes a los simios, se aventuraron por primera vez a salir de la jungla y a incursionar en los bulevares de hierba que entretejían su trama en torno a árboles más espaciados[305]. Quizá pequeños grupos de machos recorrieron los bosques buscando carne fresca. Tres o cuatro hembras pueden haber aparecido juntas en el bosque buscando hormigueros de termitas. Y en algún momento comunidades enteras, tal vez hasta treinta individuos —los ancianos, los jóvenes, los osados y los temerosos—, se congregaron bajo las ramas ya despojadas de frutos.
Cuántos siglos pasaron nuestros antepasados en este hábitat de los bosques es algo que nunca sabremos. Pero con el tiempo fueron empujados hacia el borde de estos árboles que se desparramaban. Allí se sentaron a contemplar la llanura. La jungla que habían dejado atrás estaba llena de zonas seguras. Aun en los bosques, donde los árboles estaban más separados, había siempre una vía de escape cerca. En las llanuras cubiertas de hierba no había dónde esconderse. Pero unos cuatro millones de años atrás nuestros antepasados no tenían alternativa: era necesario comer. De modo que posiblemente avanzaron con cautela hacia la hierba, manteniéndose uno cerca del otro durante la marcha.
Si descubrían un bosquecillo de anacardos o un campo de simientes daban gritos para atraer a los menos valientes a la pradera abrasada por el sol. Y los tímidos venían, inducidos por una curiosidad nacida de la necesidad. Al comienzo, nuestros antepasados posiblemente se aventuraban hacia los pastizales sólo en la temporada seca, cuando la selva y las frutas y brotes nuevos del bosque eran difíciles de encontrar. Pero el hambre y la rivalidad debieron de presionarlos. Entonces, como los ratones, como los rinocerontes, como muchas otras especies selváticas, incursionaban en lo desconocido. En las sabanas calcinadas nuestros ancestros posiblemente se apropiaban de huevos de avestruz, aves que empollaban en sus nidos, musarañas, crías de antílope y hasta babuinos desprevenidos, cualquier cosa que les pareciera comestible, incluso animales muertos.
El hombre comedor de carroña. Varios antropólogos han propuesto hace poco que el «acopio oportunista» y la ingesta de carroña precedieron la caza de piezas grandes, que nuestros antepasados llegaron a las llanuras del mundo antiguo para vivir de la caza de pequeños animales y de carroña[306].
PIRATAS DE LA CARNE
Poco tiempo atrás el antropólogo Gary Tunnell puso a prueba esta hipótesis. Usó los recursos de la selva para comprobar si millones de años atrás nuestros antepasados podrían haber sobrevivido por medio de la caza oportunista y la ingesta de carroña[307]. En 1984 Tunnell instaló su carpa en la llanura Serengeti del África oriental. Eligió un área de seis kilómetros cuadrados al sudoeste de Kenia, correspondiente al ecosistema de Serengeti. Compartió el territorio con nueve leones. El objetivo era comer los restos de la cena de los leones en lugar de convertirse en parte de ella.
Por la noche Tunnell dormía al pie de dos altas colinas, rodeado de los árboles en que pernoctaba el grupo local de babuinos. Estos vecinos lo alertaban cuando el león más grande hacía su visita nocturna para husmear a Tunnell y marcar el territorio de su dominio en torno a su carpa. Durante la noche, y nuevamente al amanecer, Tunnell prestaba atención. De este modo pudo saber dónde cazaban los leones de noche. Entonces, a las nueve de la mañana, cuando los leones se quedaban dormidos, recorría una ruta prefijada en busca de carne.
Tunnell siempre encontraba proteínas comestibles: un suido Áfricano imprudente, un topi herido, tres murciélagos dormidos, varios buitres ahitos de comida, diez bagres en un charco a punto de desaparecer, un lagarto de un metro de largo en un pequeño cañón, o el esqueleto de un búfalo, un ñu azul o una gacela Grant cazados horas antes por leones o leopardos. Tunnell no comió nada de lo que encontró. Pero llegó a la conclusión de que con sólo una piedra filosa y un palo con punta un carroñero humano y alguien que lo ayudara a descarnar podían alimentar fácilmente a un grupo de diez, siempre y cuando se mantuvieran fuera del territorio de las hienas, el mayor rival de la humanidad en la obtención de carne.
Del mismo modo que lo hizo Tunnell, los actuales hadza de Tanzania a veces buscan carroña en la estación seca. Escuchan las llamadas nocturnas de los leones y observan el vuelo de los buitres. A la mañana siguiente buscan los restos del festín, avanzan sobre el lugar, espantan a los carnívoros y mediante herramientas sencillas rescatan la carne.
Es improbable que nuestros primeros antepasados terrestres utilizaran herramientas de la manera que lo hacen los hadza, al menos no se descubrió resto alguno de herramientas. De modo que estos primeros antepasados humanos no habrían podido cortar la piel ni las articulaciones ni pirateado grandes pedazos de carne cuatro millones de años atrás. Pero otros primates comen carroña de vez en cuando, y no emplean utensilios[308].
Además, los leones y leopardos generalmente abandonan las piezas atrapadas sin dar cuenta de ellas. Los leopardos ni siquiera cuidan su presa, que queda colgando del árbol donde la estuvieron comiendo[309]. Tal vez nuestros antepasados esperaban hasta que el último felino trastabillaba de sueño, y entonces se deslizaban en silencio hasta la víctima para romperle el cráneo, sacarle el cerebro, deshollarla, quitarle los tendones y buscar restos de carne. En otras ocasiones tal vez arrojaban piedras a los carnívoros mientras comían, para espantarlos por un momento, y les robaban pedacitos de carne antes de darse a la fuga.
Indudablemente nuestros predecesores también se alimentaban con frutas y vegetales, así como con semillas, raíces y rizomas[310]. Como recordarán, las mujeres de los cazadores-recolectores !kung de África meridional juntaban más de noventa variedades de frutas y vegetales, y contribuían con más del 65% de las calorías ingeridas diariamente por la banda[311]. Y las mujeres !kung generalmente salían de expedición sólo dos o tres veces por semana, y dedicaban el resto de su tiempo al esparcimiento, los juegos, a planear rituales y a chismorrear. Las tareas domésticas les llevaban aproximadamente cuatro horas por día[312]. En realidad, debido a la extensión de los territorios de los que disponían, el antropólogo Marshall Sahlins llamó a nuestros antepasados cazadores-recolectores la «primera sociedad opulenta»[313].
Con sólo un palo y una piedra nuestros predecesores podrían haber comido una gran variedad de frutas, nueces y también bayas.
Sin embargo, sus comidas deben de haber sufrido frecuentes interrupciones. A campo abierto es imposible comer sin ser visto. Comer lleva tiempo. Los grandes felinos, enemigos primordiales de los primates, estaban a la altura de los ojos, y la seguridad de las ramas había desaparecido. De modo que, igual que Tunnell, nuestros primeros antepasados posiblemente permanecían donde el pasto estaba corto, mantenían árboles y colinas a la vista y evitaban el pasto alto, los matorrales y las orillas de la selva, donde rondaban los leones. Es posible que también vigilaran a los grupos de babuinos. Cuando estos animales se ponían nerviosos, el estado de alerta era aún mayor. Entonces, cuando un león avanzaba, nuestros antepasados se amontonaban espalda contra espalda, se erguían sobre las patas traseras, agitaban los brazos en alto, arrojaban piedras y pegaban alaridos.
Hicieron una última adaptación, una adaptación que cambiaría irrevocablemente el curso de la historia humana y con el tiempo la vida sobre la Tierra. En algún momento nuestros antepasados comenzaron a alzar y a cargar en sus brazos la comida que obtenían y a almacenarla en un montecillo, una grieta, un hoyo arenoso junto a un lago: un lugar donde podrían comer sin ser molestados por depredadores. Tunnell está convencido de que nunca permanecían en el lugar donde cazaban ni llevaban la comida a donde dormían. En cambio, la juntaban, la trasladaban y «salían a cenar».
Y para trasladar con las manos y salir a cenar es necesario caminar erguido.
«Sólo el hombre ha llegado a ser bípedo», escribió Darwin en 1871[314]. Dedujo que nuestros antepasados se alzaron sobre los pies a fin de usar las manos para arrojar piedras y ramas a los enemigos y atacar a sus presas. El hombre, un cazador, y también un protector de las mujeres.
Desde la época de Darwin hasta aquí, generaciones de científicos se han dedicado a reconstruir este enfoque. En los años sesenta todo el mundo pensaba que nuestros antepasados se pusieron de pie para cargar armas y estar en condiciones de cazar presas grandes como jirafas y cebras, y que esgrimían armas para proteger a sus parejas. En respuesta a esta explicación machista, diversas antropólogas argüyeron en los años setenta y ochenta que nuestros antepasados posiblemente caminaban erectos a fin de juntar y transportar vegetales[315]. La mujer recolectora. Ahora la opinión de los especialistas ha vuelto a cambiar y los antropólogos sostienen que los primeros homínidos caminaban con dos pies para poder reunir y comer carroña[316].
Probablemente todas estas teorías son correctas. Al llevar consigo un palo afilado, los hombres y mujeres primitivos podían desenterrar raíces y tubérculos del suelo. Llevando consigo piedras, podían derribar un suido Áfricano, una cría de antílope o un babuino. Cargando ramas, podían espantar chacales o buitres de la comida. Si disponían de una rudimentaria bolsita de hojas y una cuerda, podían trasladar carne y vegetales a un punto seguro en las rocas o los árboles. El caminar con dos pies también favorece un metabolismo eficaz, necesario para emprender largas y lentas marchas. La cabeza está elevada, lo cual es bueno para avizorar el alimento y a los depredadores. Por último, cuando los primeros seres humanos usaban sus manos para cargar, podían usar las bocas para aullar ante un depredador, alertar a un compañero o dar indicaciones.
¡Qué transformación deben de haber sufrido nuestros antepasados! Es posible que al principio apenas se alzaran momentáneamente sobre sus miembros traseros, que se pusieran de pie manteniendo con dificultad el equilibrio y que avanzaran dando tumbos algunos metros —como hacen los chimpancés—, antes de recuperar la posición cuadrúpeda. Sin embargo, con el tiempo los pulgares de sus pies giraron hasta quedar paralelos a los demás dedos. Además, desarrollaron un arco desde el talón a los dedos y un segundo arco a lo largo de la base de los dedos que, combinados, operaban como trampolines, alargándose y luego encogiéndose con cada paso a fin de propulsar el cuerpo hacia adelante. Con poderosos músculos nuevos en las nalgas, una pelvis que se había ensanchado y achatado, rodillas alineadas con las caderas y fuertes huesos en los tobillos, ya no necesitaban balancearse al caminar. En cambio, recogían casi sin esfuerzo el peso cuando caían hacia adelante y daban el paso humano.
Con el caminar, el acopio y la carga, los antepasados de los abuelos de los abuelos de los abuelos de Lucy encontraron su hogar en la sabana.
Pero yo sostengo que al tranformarse en bípedos se inició una revolución sexual.
Cuando nuestros antepasados vivían en los árboles y las mujeres caminaban a cuatro patas, los recién nacidos se aferraban al abdomen de la madre; a medida que la criatura crecía se montaba sobre su espalda mientras ella se desplazaba sin entorpecimientos. Pero en las praderas las mujeres caminaban erguidas. Ahora tenían que llevar a sus bebés en brazos.
¿Cómo podía una mujer cargar palos y piedras, saltar para atrapar una liebre, salir disparada detrás de una lagartija o arrojar piedras a los leones para obligarlos a abandonar una presa, y además llevar un bebé en brazos? ¿Cómo podía una mujer exponerse al peligro de estar sentada sobre el pasto buscando raíces, acopiando vegetales o atrapando hormigas, y proteger a su hijo? En la selva los niños jugaban entre los árboles. Había rincones seguros por todos lados. En la llanura los niños debían ser cargados y vigilados constantemente porque, si no, podían terminar en la panza de los leones.
¿Quién podría sobrevivir en el desierto australiano llevando una carga pesada y ruidosa durante varios años? Al empezar a caminar con dos pies las madres necesitaron protección y comida extra, o sus crías no sobrevivirían. El momento había llegado para la entrada en escena del esposo y padre[317].
LA PATERNIDAD
La pareja es rara en la naturaleza. El cocodrilo del Nilo, el escuerzo americano, los peces damisela, los langostinos comedores de asterias, las cucarachas de la madera, los escarabajos del estiércol, los escarabajos con cuernos y algunos piojos de la madera del desierto son todos monógamos. El 90% de las aves forma parejas. Pero sólo el 3% de los mamíferos forma parejas a largo plazo con un solo cónyuge. Entre ellos figuran algunas ratas almizcleras, algunos murciélagos, las nutrias sin garras del Asia, los castores, ciertas especies de ratas, las mangostas enanas, distintos tipos de antílopes, los gibones y las siamangas, algunas focas y unos pocos monos sudamericanos, y todos los perros salvajes. Los zorros, coyotes, chacales, el lobo melenudo de Sudamérica y el mapache de Japón forman parejas estables y crían a sus cachorros como «marido» y «mujer»[318].
La monogamia es rara entre los mamíferos porque genéticamente al macho no le conviene permanecer con una sola hembra cuando puede copular con varias y traspasar más genes suyos a la posteridad. De modo que la mayoría de las especies, como los gorilas, tratan de formar un harén.
Lo hacen de diversas maneras. Si un macho puede defender su patrimonio, como por ejemplo el mejor lugar para comer o copular, varias hembras se congregarán a su alrededor dentro de su territorio. Los machos de impala, por ejemplo, compiten entre ellos por los mejores pastos a fin de que sus rebaños errantes de hembras puedan pastar allí. Si los recursos están distribuidos de forma tan pareja en la región que no es preciso defender los territorios, los machos pueden adoptar establemente a un grupo de hembras para viajar con ellas y protegerlas de otros machos que puedan rondar sus fronteras, del mismo modo que hacen los leones. Y cuando un macho no logra hacerse con un harén de un modo u otro, puede demarcar un gran territorio y apropiarse de las hembras que vivan dentro de los límites, algo como la ronda del lechero que recorre el barrio casa por casa. Los orangutanes hacen precisamente esto.
De modo que son necesarias circunstancias muy especiales para que un macho llegue a viajar con una única pareja y que la ayude a cuidar de sus crías.
Desde una perspectiva femenina, el vínculo de pareja tampoco es normalmente adaptativo; un macho puede traer consigo más problemas que soluciones. Las hembras de muchas especies prefieren vivir con otras hembras y copular con sus visitantes; las hembras de elefante hacen esto. Y si una hembra necesita de un macho para tener protección, ¿por qué no viajar en un grupo mixto y copular con varios machos, que es precisamente la táctica de las hembras de chimpancé? Todo un conjunto de condiciones ecológicas y biológicas deben estar presentes en las proporciones adecuadas para que la gratificación supere el costo, y que la monogamia sea la mejor —o la única— alternativa tanto para los machos como para las hembras de una especie.
Sin embargo, una combinación apropiada de estas condiciones está presente en el caso de los zorros rojos y los petirrojos orientales. Y el estudio de sus hábitos sexuales me dio la primera pista importante en la comprensión de cómo evolucionó la monogamia y el divorcio en la humanidad[319].
Las hembras de zorro rojo dan a luz cachorros muy indefensos e inmaduros, un rasgo que se denomina altricialidad[320]. Al nacer, los cachorritos son sordos y ciegos. Y no es sólo que la hembra gesta crías indefensas, además a menudo nacen un mínimo de cinco. Por otra parte, al contrario de las ratas que producen una leche rica y pueden dejar a sus recién nacidos altriciales en el nido mientras ellas buscan comida en otro lado y regresan, la zorra produce una leche pobre en grasas y proteínas, de modo que debe alimentar a sus crías constantemente durante varias semanas. No puede abandonarlas ni un momento.
Qué acertijo ecológico. La hembra de zorro rojo se moriría de hambre si no tuviera una pareja que le trajera alimento mientras se ocupa de sus indefensos cachorritos[321].
Sin embargo, la monogamia también le conviene al macho. Estos animales viven en territorios donde los recursos están muy desparramados. En circunstancias normales el macho no puede apoderarse de un pedazo de territorio tan rico en alimento ni con tan buenos lugares donde anidar como para que dos hembras estén dispuestas a residir en él, compartiendo su atención. La poliginia pocas veces es una alternativa. Pero el macho puede desplazarse con una hembra y evitar que se le acerquen otros machos durante el clímax de su celo (para asegurar la paternidad de los cachorros), y luego ayudarla a criar los bebés altriciales en un pequeño territorio propio[322].
La monogamia es entonces la mejor solución para ambos sexos, y los zorros rojos forman parejas estables a fin de criar a sus hijos. Pero he aquí la clave: los zorros no se aparean de por vida.
En febrero la zorra comienza su danza de apareamiento. Es típico que varios festejantes se peguen a sus talones. En el punto máximo de su celo uno de ellos se convertirá en su pareja. Se besan y lamen las caras, caminan uno junto al otro, marcan su territorio y construyen varias madrigueras mientras termina el invierno. Entonces, después de dar a luz en primavera, la hembra amamanta a sus crías durante casi tres semanas mientras su «marido» regresa todas las noches para darle de comer un ratón, un pescado o algún otro manjar. A lo largo de los vibrantes días y noches de estío, ambos padres hacen guardia frente a la madriguera, entrenan a los cachorros y cazan para la voraz familia. Pero cuando pasa el verano, papá viene cada vez menos a casa. Para agosto el temperamento maternal de mamá también cambia; saca a sus cachorros del nido y ella también parte.
Entre los zorros el apareamiento no dura más que la crianza de los cachorros[323].
La monogamia durante la estación de cría también es común para las aves. La mayoría de las aves forman pareja por la misma razón que los zorros. Como los territorios varían poco en la calidad de los alimentos y de los espacios adecuados para anidar, el petirrojo oriental macho, por ejemplo, rara vez puede construir un nido tan atractivo como para atraer a varias hembras a sus dominios. Pero puede defender un pequeño territorio y cuidar de una sola pareja. Un factor igualmente decisivo es que la hembra de petirrojo oriental da a luz varios pichones altriciales, huevos que requieren incubación, pichones que necesitan alimento y protección. Alguien debe permanecer con las criaturas constantemente. Y como los bebés de petirrojo no maman la teta, los machos están igualmente capacitados para encargarse de ellos.
A causa de estas circunstancias, los petirrojos orientales y alrededor del 90% de más de nueve mil especies aladas forman pareja mientras crían a sus pichones[324].
Pero aquí está la clave otra vez: como los zorros rojos, los petirrojos orientales no forman pareja para toda la vida. Se aparean en la primavera y crían una o más nidadas durante el tórrido calor de los meses de verano. Pero cuando en agosto el último pichón abandona el nido, los padres se separan para unirse a una bandada. El ornitólogo Eugene Morton calcula que por lo menos el 50% de las especies de aves que se aparean monogámicamente lo hacen sólo durante la estación de cria, apenas el tiempo suficiente para que sus pichones maduren[325]. Al año siguiente una pareja puede volver al mismo lugar y aparearse otra vez; pero es más frecuente que uno de ellos muera o desaparezca, y que el otro cambie de pareja.
UNA TEORIA SOBRE LA NATURALEZA DE LA MONOGAMIA Y EL ABANDONO
Nuestros primeros antepasados homínidos tenían varias cosas en común con los zorros rojos y los petirrojos orientales. En la cuna de la humanidad nuestros predecesores sobrevivieron caminando, acopiando, comiendo carroña y cambiando de lugar. Las nueces, bayas, frutas y carne podían encontrarse en distintos puntos de la pradera. Un macho nómada no podía acopiar ni defender suficientes recursos para un harén. Tampoco podía monopolizar el mejor lugar para habitar porque nuestros antepasados copulaban durante el descanso para a continuación seguir el viaje; el mejor lugar sencillamente no existía. Y aun si un macho lograba atraer a un grupo de hembras, ¿cómo podía protegerlas? Cuando los leones no estaban cuidando de su rebaño de «esposas», los solteros podían llegar sigilosamente desde la retaguardia para robárselas. En circunstancias normales la poliginia no era posible[326].
Pero el macho podía caminar junto a una única hembra, tratar de protegerla de los otros machos durante el celo y ayudarla a criar su progenie: monogamia.
El problema femenino era todavía más apremiante. Es poco probable que nuestras primeras antepasadas dieran a luz bebés marcadamente inmaduros, altriciales, como los que procrean las mujeres hoy (véase el capítulo XII), o que engendraran más de uno a la vez.
Ninguno de los simios engendra varios hijos, bebés que se caerían de los árboles. Sin embargo, según decíamos antes, cuando nuestros antepasados se alzaron sobre las piernas, las hembras quedaron sometidas a la carga de sus crías.
De modo que el vínculo de pareja se convirtió en la única alternativa posible para las hembras —un vínculo que, además, era viable para los machos—, y así surgió la monogamia.
Pero ¿qué necesidad había de que los vínculos de pareja fueran permanentes? Tal vez, igual que los zorros rojos y los petirrojos, nuestros antepasados sólo necesitaban formar pareja el tiempo suficiente para que las crías superaran la infancia.
Lo que me hizo pensar esto fue la notable correlación entre la duración de la infancia humana en las sociedades tradicionales, cerca de cuatro años, y la duración de muchos matrimonios, cerca de cuatro años. Entre los !kung tradicionales las madres mantienen a sus hijos cerca de la piel, les dan de mamar a intervalos regulares durante todo el día y la noche, les prestan atención especial cuando el bebé lo requiere y les ofrecen el pecho a modo de chupete. A consecuencia de este constante contacto corporal y esta estimulación del pezón, así como de la gran cantidad de ejercicio físico que realizan las madres y de su dieta baja en calorías, la ovulación se interrumpe y la capacidad de quedar embarazadas de nuevo se detiene durante más o menos tres años[327]. De ahí que los bebés !kung nazcan cada cuatro años. Cuatro años es el período usual de espera entre sucesivos nacimientos de los aborígenes australianos que también practican el amamantamiento continuo[328] y entre los gainj de Nueva Guinea[329]. Los niños también son destetados aproximadamente en el cuarto año por los yanomano de Amazonia[330], los esquimales netsilik[331], los lepcha de Sikkim[332], y los dani de Nueva Guinea[333].
A pesar de que la espera entre nacimientos varía de un pueblo cazador-recolector a otro, y la edad a la que se produce el primer parto, así como el número de hijos previamente dados a luz por una mujer inciden sobre los intervalos entre nacimientos, estos datos han conducido a la antropóloga Jane Lancaster[334] y a otros a concluir que el patrón de cuatro años entre partos —causado por el ejercicio frecuente y el hábito de amamantar continuamente durante todo el día y la noche— era el patrón reproductivo habitual durante nuestro largo pasado evolutivo[335].
De este modo, el pico mundial actual de divorcio —aproximadamente cuatro años— se adecúa al período tradicional entre los nacimientos humanos: cuatro años.
Y ésta es mi teoría, entonces. Tal como en las relaciones de pareja entre zorros, petirrojos y muchas otras especies que se aparean sólo durante el período de crianza, los vínculos humanos de pareja se desarrollaron en un principio para durar sólo el tiempo que lleva criar a un hijo dependiente durante la infancia, es decir, los primeros cuatro años, a menos que un segundo hijo sea concebido.
Seguramente hubo variaciones sobre este tema. Algunas parejas pasaban meses o años después del apareamiento sin concebir un hijo. A menudo el hijo moría en la infancia, con lo cual la cuenta volvía a cero y extendía la duración del vínculo. Algunas parejas probablemente permanecían juntas indiferentes a la esterilidad porque gustaban uno del otro o porque no había otras parejas disponibles. Todo un conjunto de factores debe de haber afectado a la duración de las parejas primitivas. Pero a medida que se sucedían las estaciones, mientras las décadas se convertían en siglos, esos primeros homínidos que permanecían unidos hasta que su criatura era destetada sobrevivían desproporcionadamente, y preparaban el terreno para la monogamia en serie.
La comezón del séptimo año, reformulada como ciclo humano reproductivo de cuatro años, puede ser un fenómeno biológico.
AMISTADES ESPECIALES
Cómo surgió la monogamia en serie es algo sobre lo que sólo podemos hacer suposiciones. Nuestros primeros antepasados probablemente vivieron en comunidades muy semejantes a las de los chimpancés modernos[336]. Todos copulaban con casi todos, salvo con la madre o los hermanos directos. Luego, gradualmente, la monogamia en serie fue apareciendo. Sin embargo, la forma de vida de los babuinos aceituneros nos proporciona un modelo fascinante para la comprensión de cómo evolucionaron el vínculo de pareja, el núcleo familiar y el divorcio en estas hordas primarias[337].
Los babuinos aceituneros viajan en manadas de unos sesenta animales, recorriendo las praderas del África oriental. Cada manada está compuesta por varias familias matriarcales, gobernadas por una hembra rodeada de sus hijos, y a menudo por las hermanas y sus crías. Los hijos varones abandonan el grupo en la pubertad para unirse a grupos vecinos. Igual que las familias humanas de muchos pueblos pequeños, una familia babuina «matrilineal» domina la vida social local; otra familia ocupa el segundo lugar en jerarquía y así sucesivamente. Y todos saben cuál es el lugar de cada uno.
Los machos babuinos participan en la red de vida social a través de «amistades especiales» con hembras específicas. En primer lugar, dichas amistades les proporcionan el acceso a la manada. Ray, por ejemplo, era un macho saludable y atractivo que apareció en la periferia de una manada de babuinos, el Grupo Pumphouse, poco antes de que la antropóloga Shirley Strum comenzara también a rondarlos. Ray permaneció fuera de las actividades del grupo durante varios meses, un solitario. Pero poco a poco se fue haciendo amigo de Naomi, hasta que al final se sentaron juntos para comer y durmieron uno cerca del otro todas las noches. A través de Naomi, Ray trabó amistad con otras hembras y con el tiempo fue aceptado en la manada.
Las amistades especiales tienen otros beneficios. En el punto culminante de su celo la hembra babuina toma como consorte a un único macho, casi siempre un «amigo especial». Otros machos los siguen, los molestan y tratan de distraer al macho para robarle la «novia». Pero si además los consortes son amigos especiales, la hembra tiende a permanecer cerca de su «amante» y dificulta la intención de los machos. Si su amigo especial atrapa una gacela bebé escondida en el pastizal, ella es la primera en obtener un bocado. Su vigilancia también crea una «zona de recreación»: un espacio en el cual ella puede bajar la guardia, jugar con sus crías y comer tranquila.
El macho también obtiene beneficios de una amistad especial. A menudo se convierte en el padre social de las crías de la hembra. Las carga, las cuida, las mima y protege. Pero también las usa. Si otro macho lo amenaza, el macho agarra al pequeño y lo sostiene contra el pecho. Esto detiene el ataque de inmediato. Entre los babuinos, los amigos especiales son camaradas con los cuales se intercambian favores, toma y daca.
Probablemente nuestros antepasados trababan amistades especiales mucho tiempo antes de bajar de los árboles. Como recordará el lector, a menudo los chimpancés van de safari con su pareja. Pero cuando el caminar con dos pies obligó a las hembras a cargar con sus crías a través de pastizales peligrosos, con lo cual pasaron a necesitar de protección masculina, dichas amistades podrían muy bien haberse convertido en relaciones más profundas y durables, el comienzo primitivo del matrimonio humano.
Es relativamente sencillo explicarnos cómo nuestros antepasados homínidos conocían a una futura «esposa». Las bandas formadas por cuatro o cinco hembras, sus amigos especiales y las crías respectivas —un grupo lo bastante grande para protegerse a sí mismo y a la vez lo bastante pequeño para moverse rápidamente— sin lugar a dudas viajaban juntos[338]. Lo más probable es que los territorios de tales bandas se superpusieran. De esta manera una presa pasada por alto por un grupo de «gente» primigenia era atrapada por el siguiente grupo que pasaba cerca.
En muchas especies dé primates, ya sea los machos o las hembras abandonan el grupo natal en la pubertad, de modo que parece razonable pensar que cuando los grupos se cruzaban, los adolescentes a veces cambiaban de residencia. Cuatro millones de años atrás, en las ardientes llanuras de África, los individuos probablemente crecían dentro de una red de varias manadas conectadas sin restricciones. Los jóvenes seleccionaban entre dichos individuos a aquellos con quienes establecerían amistades especiales y luego relaciones de pareja: los primitivos matrimonios homínidos.
Probablemente las hembras se sentían atraídas por los machos que se mostraban simpáticos, atentos y dispuestos a compartir su comida, mientras que los machos puede que se sintieran atraídos por las hembras más sensuales y pertenecientes a familias de prestigio. Durante el estro femenino, su cónyuge seguramente trataba de evitar los avances de los otros machos, quizá no siempre con éxito, machos y hembras probablemente se escapaban a los pastizales con otros amantes siempre que podían. Pero la hembra y el macho apareados recorrían juntos la llanura. Juntos buscaban y comían su comida. Juntos protegían y criaban a sus hijos. Y entonces, una mañana, él o ella abandonaba la banda para viajar con un nuevo amigo especial perteneciente a otro grupo.
ADVERTENCIAS
No pretendo insinuar que nuestros antepasados se tomaban a la ligera la cuestión de abandonarse mutuamente. El «divorcio» debe de haber generado el caos, igual que lo hace hoy. En todo el mundo la gente discute antes de separarse. Hay quienes cometen homicidio o suicidio. Los hijos terminan confundidos, asustados y desplazados. La parentela se enemista. En ocasiones, comunidades enteras acaban involucrándose. Aun entre los primates las redistribuciones en el orden social a menudo originan peleas feroces.
Tampoco afirmo que los niños primitivos eran independientes a los cuatro años de edad, ni en lo nutricional ni en lo emotivo. Pero los niños de las comunidades modernas de cazadores-recolectores comienzan a integrarse en los grupos de juego de diversas edades más o menos para esa época de la vida. Los hermanos mayores, parientes, amigos y las demás personas de la comunidad también participan más en su cuidado. En otras especies a esos hermanos mayores se los llama ayudantes del nido, mientras que los parientes adultos de la madre y sus amigos, que echan una mano en la crianza del niño, son llamados «alopadres». No cabe duda de que estas madres extra, presentes en gran cantidad de otras especies y en todas las culturas humanas, también existían en las bandas prehistóricas.
De modo que, en cuanto la madre dejaba de cargar a su hijo constantemente, o dejaba de darle de mamar noche y día, su urgente dependencia de un protector-proveedor disminuía. Su incipiente «marido» también dependía menos de ella. Para poner a salvo su futuro genético, se había visto obligado a proteger a su progenie hasta que otros pudieran empezar a ayudarlo en la tarea. Sin embargo, en la medida en que el niño salía de la infancia, una vez más estaba en condiciones de responder al imperativo biológico de reproducirse de nuevo. Es posible que los antiguos amantes no necesitaran permanecer en pareja pasada la primera infancia del bebé, a menos que un segundo bebé dependiente naciera.
Por último, tampoco afirmo que todos los machos y hembras de nuestra temprana prehistoria se abandonaran mutuamente en cuanto sus crías empezaban a salir tambaleando de la infancia. En realidad, los datos sobre el divorcio moderno indican la presencia de diversas circunstancias sorprendentes que hacen que la monogamia de por vida sea un fenómeno frecuente, circunstancias que indudablemente también hicieron que nuestros ancestros practicaran el vínculo para toda la vida.
Una circunstancia asociada con los vínculos de pareja estables en las personas es el aumento de la edad cronológica. Como recordará el lector, en todo el mundo las cifras de divorcio disminuyen de modo impresionante después de los treinta años. Quizá cuatro millones de años atrás las parejas entradas en años permanecían unidas a fin de darse apoyo recíprocamente y para ver crecer a sus nietos, y así marcaron pautas para la tendencia humana actual.
En segundo lugar, la monogamia de por vida parece ser común hoy en día en parejas incluidas en las muestras de las Naciones Unidas que tienen tres o más hijos dependientes, un patrón que es muy común en las sociedades tradicionales[339]. Por lo tanto, cuantos más niños se den a luz, más probable será que la pareja permanezca unida. Dicha tendencia quizá también provenga de los remotos días de la humanidad en que los consortes con varios hijos no podían abandonar la familia. ¿Por qué habían de hacerlo? Si los cónyuges eran compatibles —y el apareamiento era conducente a la crianza de varios hijos—, era genéticamente ventajoso para ambos formar una pareja permanente.
En tercer lugar, la monogamia de por vida se pone en práctica por razones ecológicas. El lector recordará que el divorcio es menos frecuente en las sociedades donde hombres y mujeres dependen recíprocamente en lo económico, lo cual es más evidente en las sociedades que trabajan la tierra con arado. El divorcio también es de índices bajos en las culturas que crían animales y en otras sociedades en las que los hombres realizan la mayor parte de las tareas pesadas y controlan recursos importantes de los cuales las mujeres dependen para sobrevivir. Por lo tanto, si ambos sexos dependían por completo de los recursos del otro en aquellos días remotos de la humanidad, la monogamia permanente era probablemente lo normal.
Sin embargo, dudo de que ésta fuera la regla general. Antes de que surgiera el trabajo de la tierra, antes del arco y la flecha, antes de que la «gente» fabricara armas de piedra, nuestros antepasados viajaban en pequeños grupos nómadas de cuatro o cinco parejas, sus hijos y algunos parientes y amigos solteros. La carne era un lujo que se compartía. Las mujeres eran eficientes recolectoras. Y como se verá en próximos capítulos, cada sexo tenía una relativa autonomía económica. De ese modo, cuando los cónyuges terminaban atrapados en un «matrimonio» conflictivo, ya fuera ella o él recogían unos pocos efectos personales y se alejaban; la monogamia en serie era probablemente la regla.
Por lo tanto, la vida monogámica de algunas aves y mamíferos, la conducta de primates no humanos, la vida cotidiana de las personas en las sociedades cazadoras-recolectores como los !kung tradicionales, y los modernos patrones de matrimonio y divorcio de todo el mundo me llevan a pensar que cuando Lucy y sus amigos pasaban caminando por el lodazal al pie del monte Sadimán unos tres millones y medio de años atrás ya habían adoptado nuestra estrategia humana básica mixta de reproducción.
Dicha estrategia reproductora constaba de varias partes. Las parejas jóvenes y sin hijos tendían a vincularse, a separarse y a aparearse de nuevo. Las parejas con uno o dos hijos tendían a permanecer juntas por lo menos el tiempo suficiente para verlos superar la infancia. Luego se «divorciaban» y escogían nuevos cónyuges. Las parejas con tres o más hijos tendían a permanecer juntas de por vida. Las parejas entradas en años tendían a permanecer juntas. Y algunos machos y hembras cometían adulterio mientras tanto. No todo el mundo seguía este guión sobre la reproducción; muchos todavía no lo hacen. Pero debido a que estos patrones se reiteran en todo el planeta, es probable que resulten de una evolución genética.
Probablemente también eran adaptativos.
LA NATURALEZA ROJA EN LOS DIENTES Y EN LAS GARRAS
Cuando le preguntaron por qué todos sus matrimonios habían fracasado, Margaret Mead respondió: «Estuve casada tres veces y ninguna de las tres fue un fracaso». Mead era una mujer fuerte. Pero la mayoría de los norteamericanos idealizan los matrimonios de por vida; para ellos, y para muchos pueblos, divorcio equivale a fracaso. Desde una perspectiva darwiniana, sin embargo, la monogamia en serie de milenios atrás tuvo sus ventajas.
En primer lugar, la variedad. Si los descendientes eran variados en inclinaciones y habilidades, unos cuantos sobrevivirían al impulso persistente de la naturaleza de destruir a los débiles. De igual importancia era que los machos ancestrales pudieran elegir hembras más jóvenes y capaces de dar a luz bebés sanos[340], y las hembras podían elegir a los machos que les proporcionarían mejor protección y más provisiones[341]. Hoy en día estas premisas se mantienen vigentes. Hombres y mujeres a menudo dan a luz un niño con una pareja, y luego otros con un segundo cónyuge. Los hombres continúan casándose con mujeres más jóvenes en segundas nupcias, y las mujeres siguen haciéndolo con hombres que consideran más responsables y más capaces de proveer a sus necesidades. A pesar de que estos reciclajes pueden conducir a conflictos sociales dolorosos, desde un enfoque darwiniano tener hijos con diferentes cónyuges es genéticamente sensato.
Pero ¿les convenía genéticamente a los machos abandonar a sus hijos biológicos para volver a aparearse y tal vez asumir responsabilidades respecto a sus hijos adoptivos? De la misma manera, ¿tenía sentido, desde un punto de vista reproductor, que las hembras ancestrales sometieran a sus hijos a los caprichos de un «padrastro»? El sentido común darwiniano indica que no es adaptativo abandonar el propio ADN para ocuparse del protoplasma ajeno.
Las respuestas a estas preguntas son, en mi opinión, muy sencillas. Las vicisitudes de la relación entre padrastros e hijastros se han complejizado con la vida moderna. En general, actualmente los padres occidentales crían a sus hijos por sí mismos, y los costos de la educación y la recreación son altos. Los chicos quieren bicicletas, estéreos, computadoras, y quieren ir a la universidad. Por lo tanto, hacerse cargo de hijos ajenos puede representar una gran desventaja económica. Pero en nuestro pasado prehistórico, los niños se integraban a los grupos de juegos de edades mixtas al poco tiempo de ser destetados, y sus hermanos, abuelos y otros miembros de la comunidad ayudaban a criar a los niños. El núcleo familiar aislado no existía. Las guarderías eran gratuitas. Y el costo de la educación y la recreación era bajo. De modo que para un macho convertirse en padrastro (pasada la primera infancia del niño) era bastante menos exigente en el pasado. En realidad, es muy común en las sociedades tradicionales de la actualidad, probablemente por estas razones.
Los niños ancestrales posiblemente tampoco sufrían demasiado a causa del divorcio primitivo, en tanto en cuanto el padrastro aparecía en escena cuando él ya estaba integrado en un grupo de juego y en la comunidad en general. Sin embargo, si el padrastro aparecía mientras el niño todavía tomaba el pecho de la madre, las consecuencias para el niño pueden haber sido desastrosas, debido a otra dura realidad de la naturaleza que los leones ilustran muy bien.
Cuando un nuevo grupo de leones machos se apoderan de un territorio y desplazan a sus líderes, matan a todos los leones pequeños que encuentran; desde una perspectiva darwiniana, no les conviene criar cachorros que no engendraron. Al perder a sus hijos, las hembras del territorio rápidamente entran en celo, los nuevos líderes se aparean con ellas, y de ese modo los machos crían cachorros que tienen su propio ADN[342].
Este patrón de infanticidio tiene su atroz equivalente en los seres humanos actuales. Hoy en día, en los Estados Unidos y el Canadá los padrastros también matan hijastros pequeños. Cuando los niños superan los cuatro años de edad el índice de infanticidios disminuye[343]. He aquí, entonces, otro motivo por el cual las hembras ancestrales posiblemente se sentían más libres de cambiar de pareja cuando el hijo había aprendido a caminar y a hablar y se había integrado en la vida de la comunidad.
También puede haber habido ventajas culturales para el primitivo «divorcio» y «segundo matrimonio». Edward Tylor, uno de los padres fundadores de la antropología, afirmó en 1889: «En las tribus de escasa cultura se conoce un solo medio de mantener alianzas, y ese medio son los matrimonios convenidos»[344]. Actualmente, muchos pueblos dedicados a la horticultura en Nueva Guinea, África, Amazonia y otros tantos lugares entregan sus hijos en matrimonio con el objetivo de hacer amistades. Pero los primeros matrimonios no suelen ser duraderos[345]. Aparentemente nadie se preocupa demasiado por estos divorcios. El compromiso de matrimonio se cumplió. La alianza entre los adultos fue cimentada. Los hijos han regresado sin sufrir daños. No nacieron nietos. Y los padres están encantados de recuperar a sus hijos.
Si estas actitudes prevalecían milenios atrás, ¿por qué no volver a casarse? Con cada nuevo apareamiento los lazos sociales se ampliaban a las bandas vecinas. Las costumbres, ideas e información también entraban en circulación.
Es indudable que nuestros primeros antepasados no pensaban en el ADN cuando se abandonaban; la gente continúa siendo bastante indiferente a las consecuencias genéticas de su vida sexual y reproductora. Pero los machos y hembras ancestrales que se abandonaban mutuamente unos cuatro millones de años atrás sobrevivieron desproporcionadamente, y establecieron los patrones primitivos del matrimonio, el divorcio y el nuevo matrimonio que nos fueron legados a través de infinitas noches y días a cada uno de nosotros.
En la película La reina de África, Katharine Hepburn le dice a Humphrey Bogart: «En este mundo, señor Alnutt, fuimos puestos frente a la naturaleza para superarla». ¿Podemos superar nuestra herencia natural?
Por supuesto que sí. Nuestros patrones contemporáneos de matrimonio son testimonio del triunfo de la cultura y la personalidad sobre las tendencias humanas naturales. Casi la mitad de los matrimonios norteamericanos duran toda la vida; aproximadamente la mitad de las personas casadas son fieles a sus cónyuges. El mundo está lleno de gente que se casa una sola vez y renuncia al adulterio. Algunos hombres tienen harenes; algunas mujeres tienen harenes. Prácticamente todas las estrategias reproductoras conocidas —salvo la promiscuidad indiscriminada— es practicada por alguien en alguna parte. Algunos de nosotros incluso elegimos el celibato o renunciamos a tener hijos: la muerte genética. Así de maleable es el animal que somos.
Pero hay voces que susurran en nuestro interior: fuimos hechos para que durante los años fértiles nos apareáramos una y otra vez. ¡Qué mundo forjaría este imperativo sexual!