XII. CASI
HUMANOS
Génesis del parentesco y de la adolescencia
Descender de antepasados importantes es algo realmente deseable, pero la gloria les pertenece a ellos.
PLUTARCO, Moral
Fuego.
A partir de su descenso de los árboles, nuestros antepasados deben de haber corrido a lagos y arroyos cada vez que los volcanes escupían bolas de roca incandescente o cuando los rayos lamían la pradera y las llamas se propagaban por los pastizales. A través de la llanura todavía ardiente, pisando con cuidado entre las brasas, probablemente volvían atrás recogiendo en su camino liebres, lagartos, colmenas caídas y semillas, y luego se deleitaban con el sabor de la comida asada.
En la entrada de las cavernas, donde el excremento de búhos, murciélagos, tigres de largos colmillos y demás habitantes de las mismas se acumulaba en ricos depósitos, las llamas pueden haber ardido durante días y tal vez semanas, y poco a poco los antiguos se acostumbraron a dormir junto a estas brasas e incluso a alimentar las ávidas llamas con ramas secas, hasta que el paso de alguna presa, la promesa de distantes frutales en flor o la escasez de agua forzaban al pequeño grupo a dejar atrás el brillo cálido y protector.
El fuego acompañaba a la humanidad, como enemigo cuando se descontrolaba y como amigo cuando cedía. Pero cuando nuestros antepasados descubrieron la forma de controlar las llamas, de trasladar brasas dentro de un cráneo de babuino o envueltas en hojas carnosas, el fuego se convirtió en su fuerza más importante. Mediante el fuego podían endurecer la madera para fabricar lanzas más mortíferas. Quemando musgo podían hacer humo y así sacar a los roedores de sus madrigueras o conducir a los conejos hacia las trampas. Haciendo hogueras podían mantener alejados a los sigilosos depredadores nocturnos de las presas a medio consumir. Y con ramas encendidas podían sacar a las hienas de sus cuevas para usurpar sus refugios y dormir dentro del haz de luz. Ahora, tanto los heridos como los machos y hembras entrados en años, las hembras encintas y los niños pequeños podían permanecer en el campamento. Porque había un campamento. Liberados de la dependencia total del sol, nuestros antepasados podían alimentar las brasas y holgazanear al alba, reparar las herramientas al atardecer y revivir los hechos del día hasta avanzada la noche.
Esta innovación era sólo una parte de los adelantos logrados por nuestros antepasados hace un millón de años, con lo cual también abrían la puerta a profundos cambios en la sexualidad.
Tal vez no sepamos nunca con certeza cuándo la humanidad comenzó a controlar el fuego. Los antropólogos no se ponen de acuerdo[481]. Pero lo que podría ser la más antigua prueba de un campamento con fuego la encontramos en la caverna de Swartkrans, en Suráfrica, donde los antropólogos C. K. Brain y Andrew Sillen recientemente descubrieron doscientos setenta restos de huesos de animales chamuscados[482].
Ellos informan que los fósiles se quemaron a una temperatura entre 200 y 800 grados centígrados. Este es el espectro térmico generado hoy por un fuego de campamento armado con ramas de los árboles malolientes. Quizá alguien haya recogido ramas secas de los muchos árboles malolientes que cubrieron esta zona durante milenios, y haya disfrutado de las ventajas del fuego casi un millón y medio de años atrás. Y una vez que nuestros antepasados comenzaron a hacer hogueras, repitieron la operación una y otra vez. Más de veinte niveles diferentes de restos de hogueras se superponían en Swartkrans, lo cual nos remite a nuestro atávico amor por el fuego.
¿Qué «gente» era la que se calentaba las manos y quemaba estos huesos en la caverna de Swartkrans?
Entre los restos encontrados aparecen partes de esqueletos de Australopithecus robustus primitivos, los cuales desaparecieron hace aproximadamente un millón de años. Pero también los Homo erectus habitaron la región. Y Brain piensa que fueron estos homínidos más avanzados quienes arrojaron ramas en las hogueras. ¿Por qué? Porque los homínidos Homo erectus eran mucho más inteligentes y más orientados hacia la humanidad.
Esa «gente» aparece en los registros de restos fósiles encontrados en el desfiladero de Olduvai, Tanzania, en Koobi Fora, Kenia, y en el valle del Río Orno, en Etiopía meridional, con una antigüedad de 1,8 millones de años. Pero el yacimiento más elocuente de Homo erectus es Nariokotome III[483].
Aquí, entre áridos sedimentos situados cerca de la orilla del lago Turkana, en Kenia, un individuo joven murió entre los matorrales hace casi 1,6 millones de años. El aspecto robusto del cráneo y la forma de las caderas indican casi con seguridad que se trataba de un varón[484]. Debía de tener unos doce años de edad y medía poco menos de un metro setenta en la fecha de su muerte. Si hubiera sobrevivido, posiblemente habría superado el metro ochenta. Sus manos, brazos, caderas y piernas eran muy semejantes a los nuestros. El pecho era un poco más redondeado que el de los hombres modernos, y tenía una vértebra lumbar más. Pero si este joven, vestido con ropas actuales, hubiese golpeado la puerta del lector con una máscara en la víspera de Todos los Santos (Halloween), con seguridad no habría reparado en él.
En cambio, si se hubiese quitado la máscara, el lector habría salido corriendo. La mandíbula prominente y los dientes enormes, la protuberante estructura ósea sobre los ojos, la frente plana y recesiva, el grueso cráneo y los abultados músculos del cuello habrían paralizado hasta al policía de la esquina. Sin embargo, el muchacho era razonablemente inteligente. Tenía una capacidad craneal de 900 centímetros cúbicos, mucho mayor que la de Twiggy o sus contemporáneos australopitecinos y muy poco por debajo del promedio humano actual de 1.000 a 2.000. Los cráneos de los Homo erectus posteriores muestran capacidades craneales aún mayores, que llegan hasta los 1.300 centímetros cúbicos.
Resulta interesante destacar que a los chimpancés les gusta fumar cigarrillos y tienen gran habilidad para encender fósforos y apagar la llama de un soplo[485]. De modo que es probable que el Homo erectus, con una capacidad craneal muchísimo mayor que la de los chimpancés, supiera cómo manejar el fuego y abanicar las llamas en la caverna de Swartkrans más de un millón de años atrás. Con sus avanzados cerebros, estos creativos animales empezarían a construir los aspectos sociales y sexuales de nuestro mundo humano actual.
En primer lugar, el Homo erectus creó herramientas sofisticadas.
Mientras los primitivos residentes de la caverna de Swartkrans habían fabricado rudimentarias herramientas de cristal de roca —simples trozos de roca gastados por el agua y partidos de un golpe a fin de sacarles filo—, el ingenioso Homo erectus comenzó a apartar las delicadas escamas desprendidas de las piedras mayores. Probablemente empleaban estas pequeñas escamas para cortar, tajear, raspar o cavar. Sin embargo, resultan aún más impresionantes sus grandes hachas de mano, de piedra, que miden de quince a dieciocho centímetros. Se las llama hachas de mano achelenses, porque las primeras se descubrieron en la localidad de St. Acheul, Francia. Con un extremo romo y redondeado, y cuidadosos cortes en ambos laterales hasta formar en el otro extremo una punta ahusada, dichas herramientas tenían aspecto de almendras, peras o lágrimas de piedra.
Como pelotas de golf en una trampa de agua, las hachas de mano se hallaron desparramadas a lo largo de antiguos arroyos y ríos, en bancos que atravesaban canales, en las márgenes de los lagos, en pantanos y ciénagas del África meridional y oriental, así como junto a diversos cursos de agua de Europa, la India e Indonesia. De modo que, si bien algunas pueden haberse empleado para cavar alrededor de los vegetales que crecían junto a las orillas, desde hace tiempo se piensa que el Homo erectus primitivo utilizaba las herramientas fusiformes principalmente para arrancar el cuero y desarticular animales muertos junto al agua, así como para separar la carne del hueso, cortar los tendones y partir los huesos para extraerles la médula.
Éste pudo muy bien haber sido el destino de un cachorro de rinoceronte cuyos restos fueron encontrados junto al lago Turkana, en lo que 1,5 millones de años atrás era un lago fangoso y poco profundo. Se hallaron varias hachas de mano achelenses en los alrededores. Y siete huellas de pie de un individuo Homo erectus quedaron marcadas en el barro de las cercanías[486]. Quizá el individuo, que medía más o menos un metro sesenta y pesaba unos 60 kilos, vadeó silenciosamente las aguas hasta el lugar donde la bestia retozaba, y la mató.
Fuego. Herramientas sofisticadas. Cazar animales de mayor tamaño. Actualmente, los antropólogos piensan que estos antepasados también tenían residencias permanentes a las que regresaban, campamentos en los que pasaban días o semanas[487]. En síntesis, los hombres y mujeres Homo erectus habían comenzado a perfeccionar los elementos esenciales del estilo de vida cazador-recolector. Con estos progresos, los fundamentos de nuestra forma de vida humana, de nuestra sexualidad y de nuestra concepción del amor iban a emerger a corto plazo. Sin embargo, nuestro cerebro en expansión creó algunas complicaciones que aceleraron el recorrido de dicho camino.
NACIDOS ANTES DE TIEMPO
A partir de la década de los sesenta, los antropólogos consideran que en algún momento de la evolución de los homínidos el cerebro se volvió tan grande en proporción con el canal pelviano de la madre que la mujeres comenzaron a tener dificultades con los partos de criaturas con grandes cerebros. En síntesis, con sus cabezas expandidas no podían salir. Esta conflictiva estrechez es conocida como el dilema obstétrico[488]. La solución de la naturaleza fue que los partos se produjeran antes, en una etapa anterior del crecimiento fetal (feto más pequeño), para que el desarrollo cerebral se completara a posteriori, en la vida posnatal[489]. Como lo resume Ashley Montagu: «Si no hubiesen nacido en el momento en que lo hacían, no habrían nacido nunca»[490].
En realidad nacemos antes de tiempo: el bebé humano recién nacido es apenas un embrión. Todos los primates dan a luz criaturas inmaduras, y el grado de inmadurez va en aumento de monos a simios, y de simios a humanos. Pero los bebés humanos nacen aún más inmaduros que los de nuestros parientes más cercanos, una característica conocida como inmadurez o altricialidad secundaria[491]. El recién nacido humano tarda entre seis y nueve meses en adquirir las respuestas químicas de hígado, riñones, sistema inmunológico y tracto digestivo, las reacciones motoras y el desarrollo cerebral del que otros primates disponen poco después del nacimiento.
Los científicos calculan que nuestros antepasados comenzaron a dar a luz bebés muy inmaduros cuando el cráneo del adulto alcanzó una capacidad de 700 centímetros cúbicos, es decir, hace casi un millón de años, en tiempos del Homo erectus[492],
Esa adaptación tuvo grandes repercusiones en los patrones humanos de conducta en las áreas del matrimonio, el sexo y el amor. En particular, las criaturas indefensas debieron de aumentar enormemente la «carga reproductora» de las mujeres Homo erectus, estimulando más aún la elección del enamoramiento, el apego y la monogamia. Entonces, el tener un consorte estable era todavía más decisivo para la supervivencia de la indefensa criatura[493].
La antropóloga Wenda Trevathan considera que las complicaciones de esta estrechez del canal pelviano en el parto también estimularon el surgimiento de la primera profesión femenina especializada: la de comadrona partera. En su libro Human Birth: An Evolutionary Perspective (El nacimiento humano: una perspectiva evolucionista), Trevathan analiza el parto humano desde la perspectiva de observadora conductista. Propone, por ejemplo, que cuando una madre humana acaricia a su recién nacido, este gesto proviene no sólo de la necesidad psicológica de establecer vínculos, sino también de la costumbre de los mamíferos de lamer al recién nacido para estimularlo a que respire y a que cumpla otras funciones biológicas. Debido a que los recién nacidos humanos vienen al mundo cubiertos de un fluido cremoso conocido como vernix caseosa, tal vez las madres que acaban de dar a luz heredaron el hábito de acariciarlos de las que los frotaban para que este gel grasoso lubricara la piel y los protegiera de virus y bacterias. Trevathan también destaca que, al margen de que sean diestras o zurdas, las madres sostienen al recién nacido con el brazo izquierdo, directamente sobre el corazón, probablemente porque los latidos calman al niño.
De todavía mayor pertinencia para nuestra historia, Trevathan piensa que en tiempos del Homo erectus los partos se habían vuelto tan difíciles que las mujeres necesitaban de alguien que cogiera al recién nacido. Así habría aparecido la tradición humana de la comadrona. Quizá esas ayudantas también quedaban relacionadas con el bebé, ampliándose de este modo el círculo de adultos que se sentían responsables del niño[494].
Nuestros antepasados Homo erectus se enfrentaron con otra carga monstruosa: los adolescentes. A partir de las características de los dientes antiguos, los antropólogos infieren a qué velocidad crecían nuestros antepasados. Parecería que en cierto momento, entre un millón y doscientos mil años atrás, el proceso humano de maduración se volvió más lento. En ese momento no sólo las mujeres daban a luz bebés muy inmaduros, sino que también se hizo más larga la infancia[495].
Démosle la bienvenida a la aparición de la adolescencia, otra característica exclusiva del animal humano, una divergencia que lo distingue claramente de nuestros parientes, los simios. El chimpancé tiene una infancia bastante similar a la de los pueblos cazadores-recolectores, de unos cuatro años. Pero el primer molar de los chimpancés aparece aproximadamente a los tres años, y entran en la pubertad más o menos a los diez años de edad. Nuestro primer molar no aparece hasta los seis años. Y es frecuente que las niñas de los pueblos cazadores-recolectores no tengan la menarquía hasta los dieciséis o diecisiete años; los varones también atraviesan una prolongada adolescencia. En realidad, los seres humanos no cesan de crecer físicamente hasta cerca de los veinte años.
Lo que resulta más sorprendente es que los padres continúen suministrando casa y comida a los hijos adolescentes. Cuando la madre chimpancé desteta a su bebé, éste pasa a procurarse su propia comida y arma su propio nido todas las noches. El chimpancé joven todavía permanece cerca de la madre la mayor parte del tiempo. Pero en cuanto dejan de mamar, la madre del simio se desentiende de la alimentación y la habitación de sus crías. No ocurre así con la humanidad. A los cinco años un niño humano apenas podría desenterrar una raíz; aun el niño más adelantado de una sociedad cazadora-recolectora sería incapaz de procurarse comida y de sobrevivir hasta pasada la adolescencia. De modo que los padres continúan criando a sus hijos unos diez o doce años más después del destete[496].
Por lo tanto, la infancia humana se volvió el doble de larga que la de chimpancés y otros primates.
¿Por qué el proceso de maduración humana se hizo tan prolongado? Creo que para ganar tiempo, tiempo en la niñez que permita descubrir pautas de supervivencia en un mundo cada vez más complejo. Los varones necesitaban aprender dónde buscar piedras adecuadas, cómo y exactamente dónde golpearlas para quitarles una arista y para darles la forma correcta para arrojarlas. Los varones debían observar a los animales, aprender cuándo y dónde las hembras daban a luz a sus crías, qué animales conducían los rebaños, cómo cambiaban los vientos y las estaciones, qué presa seguir, cómo seguir un rastro, cómo acorralar y atacar a la presa, cómo descuartizarla y dividir los pedazos.
Las niñas tenían aún más que aprender: cómo transportar el fuego, dónde crecían las matas de bayas, qué plantas evitar, dónde buscar los huevos de las aves, cómo eran los ciclos vitales de cientos de plantas diferentes, dónde se refugiaban los animales pequeños y dónde se asoleaban los reptiles, y qué hierbas eran mejores para los resfriados, las gargantas doloridas y los estados febriles. Todo este aprendizaje implicaba prueba, error e inteligencia. Quizá los jóvenes también tenían que memorizar largos cuentos, historias ejemplares que les proporcionaban información acerca del clima, de los hábitos de las plantas y los animales que los rodeaban.
Además, debían aprender las sutilezas del juego del apareamiento. Con la evolución de la adolescencia pudieron disponer de todos esos años adicionales para experimentar en las artes del cortejo, la sexualidad y el amor: aspectos cruciales de la vida en un mundo socializado en el cual hombres y mujeres necesitaban aparearse para compartir su comida y criar a sus hijos en equipo.
AMOR FRATERNAL
A medida que se expandía el cerebro y las mujeres comenzaban a parir criaturas indefensas con una larga adolescencia por delante, la presión sobre los padres debió de aumentar, dando pie al desarrollo de otra característica humana: el parentesco.
Muchos animales, incluso todos los grandes primates, reconocen el parentesco biológico y tienden a favorecer a tíos, sobrinos y aun a parientes más lejanos. De modo que las raíces del parentesco humano están profundamente incorporadas desde nuestro más distante pasado de mamíferos. Pero cuando nuestros antepasados comenzaron a dar a luz criaturas indefensas que necesitaban casi veinte años para madurar, estas nuevas presiones debieron de acelerar la evolución de una de las más importantes invenciones sociales humanas: los parientes formales con funciones específicas, la argamasa de la vida social humana tradicional.
Se podría decir que la aparición de los adolescentes dependientes obligó a los padres a permanecer juntos por más tiempo a fin de satisfacer sus necesidades. Pero, como ya subrayé en el capítulo V, los divorcios tienden a acumularse en el cuarto año de matrimonio, es decir, la duración aproximada de la primera infancia. En ninguna parte del mundo es característico que las personas permanezcan unidas hasta completarse la adolescencia de sus hijos y que después, sistemáticamente, se separen.
Como nuestros antepasados no adoptaron la estrategia reproductora de permanecer juntos para criar a sus hijos adolescentes, la naturaleza dio un paso creativo dando lugar al fenómeno humano del parentesco. ¡Qué recurso tan ingenioso!: una red de individuos emparentados y no emparentados, enlazados en una trama formal de lazos y deberes, una alianza eterna e inquebrantable dedicada al cuidado mutuo de sus descendientes, del ADN común. ¿Cómo ocurrió esto, y qué relación guarda con la evolución del matrimonio, el adulterio y el divorcio?
La naturaleza de los primeros grupos humanos de parientes y la evolución de nuestros exclusivos sistemas de parentesco concentran algunas de las más antiguas polémicas antropológicas. Un aspecto esencial del debate es qué vino primero, si la cultura matrilineal o patrilineal, es decir, si nuestros antepasados rastreaban sus orígenes en función de la herencia materna o de la paterna. Analizaremos esta polémica en el capítulo XV. Por ahora sólo quiero puntualizar una cosa.
Entre los chimpancés comunes, los machos emparentados suelen permanecer juntos para defender a la comunidad, mientras que es característico de las hembras abandonar el grupo en la pubertad para buscar pareja en otra parte. Por lo tanto, los hermanos comparten la vida adulta y las hermanas tienden a dispersarse. He aquí la semilla de la cultura patrilineal, el sistema de parentesco basado en los lazos masculinos. Entre los babuinos de la sabana ocurre lo contrario. Los grupos de hembras emparentadas se trasladan en conjunto, mientras que al llegar a la edad adulta los machos se apartan a fin de integrarse en otras manadas. He aquí el origen de la cultura matrilineal. ¿Qué pretendo demostrar con esto? Como la estructura de parentesco varía entre los primates, es imposible formular una hipótesis fundamentada acerca de los lazos de parentesco de las manadas homínidos tempranas.
Pero hay una excepción. Tal como ya lo expuse, los machos y las hembras ancestrales comenzaron a relacionarse y desplazarse en conjunto por la llanura tan pronto como descendieron de los árboles, unos cuatro millones de años atrás. Ahora puedo agregar que las parejas viajaban dentro de grupos mayores, cuyos miembros estaban sólidamente unidos a través de lazos formales de parentesco.
Cómo las vagas nociones viscerales de parentesco se convirtieron en reglas concretas es un tema sobre el que sólo podemos hacer suposiciones. De pequeña, la niña antigua probablemente esperaba que el amigo especial de su madre compartiera la carne con ella, que la protegiera y la tomara en sus brazos cuando lloraba. El vínculo específico que tenía con él se transformaría en el de «hija-padre». La niña tenía la obligación de ayudar en la crianza de sus hermanos pequeños, un deber definido que se convertiría en el lazo «hermana-hermano». Y a las hembras que estaban generalmente cerca de su madre con el tiempo las llamaría «tías».
Con el desarrollo de la caza de animales de mayor tamaño, la intensificada división del trabajo entre sexos y las vicisitudes de criar a los bebés indefensos hasta completada la adolescencia, nuestros antepasados comenzaron a visualizar categorías de individuos, cada una con responsabilidades, tareas específicas y funciones sociales implícitas. Y con la evolución de los sistemas de parentesco, nuestros antepasados debieron de empezar a definir quién podía aparearse con quién. Como se verá en el próximo capítulo, en ese momento surgieron las reglas sexuales.
FUERA DE África
Nuestros antepasados Homo erectus también comenzaron a desparramarse por todo el globo. Algunos antropólogos piensan que los primeros homínidos aparecieron en Europa hace dos millones de años[497]. En algunos puntos al norte del mar Mediterráneo se encontraron herramientas que se calcula tienen una antigüedad aproximada de un millón de años. A esas alturas, nuestros mayores indudablemente habían avanzado también hacia el éste, llegando a Java. Hace unos 500.000 años llegaron también al norte de China. En realidad, se han hallado sus cráneos y huesos, así como sus herramientas, en yacimientos de toda Eurasia que se remontan a 500.000 años atrás.
No conocemos la razón por la cual nuestros antepasados abandonaron África. Tal vez porque podían hacerlo. Un millón de años atrás la temperatura de la Tierra había vuelto a descender mucho. Al norte, en Europa y Asia, la nieve se acumulaba en las tierras altas durante los inviernos más largos y fríos, y se derretía menos cantidad de nieve durante los fríos días y noches del verano. A lo largo de los siglos las capas de hielo se convirtieron en costras glaciales de más de un kilómetro de altura. Luego la fuerza de gravedad volteó estas fortalezas de hielo de las altas cumbres, y dio pie de este modo a la formación de valles, cambió grandes masas rocosas de lugar, arrancó árboles y extendió el crudo clima hacia el sur. Cada espasmo de frío se prolongaba durante varios miles de años.
Con cada golpe de frío intenso era mayor la masa de agua de los mares que se convertía en hielo. De modo que imperceptiblemente el nivel del mar bajó unos ciento cincuenta metros y dejó al descubierto grandes puentes terrestres, caminos que conducían hacia el norte.
No sólo podían nuestros ancestros caminar ahora hacia el norte, tal vez tuvieron que hacerlo. A medida que se volvieron más hábiles en el arte de la caza, probablemente necesitaron ampliar sus horizontes y buscar presas en las tierras del norte[498]. Por otra parte, las grandes antorchas con las que podían cazar y protegerse, así como las herramientas más eficaces para carnear las presas, les permitían obtener más carne, lo cual facilitó la supervivencia de más niños. De modo que cuando un pequeño grupo aparecía en la caverna Swartkrans, otro ya estaba instalado allí; de lo contrario, el grupo que llegaba se apoderaba de las higueras y de los estanques de cangrejos. Por último, el estallido de conflictos entre vecinos o entre integrantes de un mismo grupo podrían haber derivado en el hecho de que subgrupos o comunidades enteras abandonaran la región natal.
Sea cual fuere la causa de la migración, poco a poco nuestros antepasados empezaron a explorar los nuevos ríos formados en los valles y las nuevas vías de salida de África. Avanzando no más de quince kilómetros por generación, en menos de veinte mil años habrían llegado a Pekín.
Y eso es precisamente lo que hicieron.
La más importante reserva de pruebas está en Dragón Bone Hill, un yacimiento ubicado a unos cuarenta y cinco kilómetros de Pekín, un lugar bien conocido por los antropólogos con el nombre de Zhoukoudian. Aquí los cazadores de fósiles venían encontrando huesos arcaicos desde siglos atrás, tesoros que vendían a los químicos locales. Estos, a su vez, molían los fragmentos hasta convertirlos en un polvo de sabor agrio que luego pregonaban como elixires medicinales. En 1927, después de oír hablar de estas expediciones, el anatomista canadiense Davidson Black organizó su propia peregrinación a la zona.
Desde entonces, más de una docena de cráneos, unos ciento cincuenta dientes y fragmentos de más de cuarenta individuos Homo erectus fueron desenterrados en Dragón Bone Hill, junto con huesos de cerdos salvajes, elefantes, rinocerontes, caballos, así como cientos de herramientas de piedra. Curiosamente, algunos cráneos de homínidos habían sido destrozados en la base, como si les hubiesen extraído el cerebro.
¿Canibalismo?
Esta es la explicación aceptada. Hombres y mujeres Homo erectus acampaban en el lugar, tal vez en el otoño, época en que los mamuts y mastodontes, rinocerontes, ciervos y antiguos caballos pasaban a todo galope junto al campamento buscando un clima más cálido y húmedo en las tierras del sur. En este punto, hace aproximadamente 500.000 años, algunos individuos Homo erectus se alimentaron con carne de otros individuos, ya fuera como un ritual destinado a honrar a amigos muertos o para execrar a sus enemigos[499].
Mientras algunos de nuestros mayores seguían a los ciervos, bueyes almizcleros, bisontes, alces gigantes y otras bestias de gran tamaño en su travesía en dirección a China del norte, unos 500.000 años atrás, otros se trasladaron en pequeños grupos rumbo al sur, hacia Java, donde dejaron sus restos junto al vaporoso río Solo. Otros muchos comieron cerca del mar de Galilea hace unos 700.000 años. Y otros, en diversos momentos que oscilan entre los 400.000 y los 200,000 años atrás, acamparon y abandonaron sus desperdicios en Hungría, Francia, Inglaterra, Gales y España[500].
¿Qué ocurrió entonces con la sexualidad, el amor y la vida cotidiana de los hombres y mujeres que merodeaban en torno a los hipopótamos en el lago Turkana, de los que comían y dormían en Zhoukoudian, así como de todos esos antiguos que dejaron sus huesos, herramientas y desechos en los alrededores de las dunas de Argelia, las tundras de España, las llanuras de Hungría, las estepas de Rusia, los bosques de Inglaterra y las junglas de Java entre 1.600.000 y 200.000 años atrás?
Probablemente, los hombres valoraban a las mujeres por su trabajo como recolectores y madres. Estas mujeres debían de estar familiarizadas con cada planta de artemisa, con cada árbol azucarero. Seguramente conocían hasta el más mínimo matorral de habichuelas, cada hilo de agua resbalando por las rocas, todos los huecos, cuevas y senderos en cien millas a la redonda, aun en llanuras aparentemente tan uniformes como el océano Pacífico. La mayoría de las mañanas las mujeres debían de dejar el campamento con sus niños dentro de bolsas de piel sujetas a la espalda. Y cada atardecer regresaban con nueces, bayas, madera para el fuego, y a menudo información acerca de rebaños, agua, enemigos y parientes. Los hombres contaban con las mujeres para la supervivencia.
Las mujeres deben de haber apreciado el coraje de sus hombres en la caza, así como sus regalos de bocados, trozos y costillas de carne asada, y su protección contra los enemigos. Las mujeres necesitaban las pieles de los animales carneados para confeccionarse chales y mantas, los cráneos como recipientes, los huesos para herramientas y los tendones para fabricar cuerdas y cordeles.
Seguramente, por la noche, al volver al campamento a alimentar el fuego, hombres y mujeres sonreían y bromeaban al relatarse los acontecimientos del día. Sin duda flirteaban unos con otros a través de la niebla humeante del fuego mientras chupaban los huesos y comían bayas.
Y es probable que mientras la oscuridad de la noche cerraba su cerco, se deslizaran uno junto a otro a la luz de los rescoldos y que a veces se besaran y ya tarde se durmieran abrazados. Pero lo que estas personas soñaban, a quién amaban o qué pensaban mientras se quedaban dormidos es algo que se desvaneció con la luz de sus hogueras.
No eran réplicas antiguas de la gente actual. No pintaban osos ni bisontes en los muros de las cavernas. Ninguna pequeña aguja de hueso sugiere que cosieran sus atavíos. Ningún amuleto indica que adoraran al sol, a las estrellas o a algún dios. No dejaron tumba alguna. Pero eran casi humanos. Tenían grandes cerebros. Alimentaban el fuego. Daban a luz bebés muy indefensos, como hoy lo hacemos nosotros. Los inmaduros adolescentes iban tras uno de sus padres o detrás de ambos y del resto del grupo. Los ancianos y los jóvenes estaban íntimamente relacionados en una compleja red de parentesco. Y la hoguera se había vuelto sinónimo de «hogar».
Hace 300.000 años, algunos antepasados nuestros habían comenzado a adoptar formas arcaicas del hombre y la mujer modernos. Ahora nuestro mundo sexuado tomaría una forma definitivamente humana.