XIV. PASIONES
VOLUBLES
El idilio de antaño
Soy el rostro de la familia; la carne perece, yo sobrevivo, proyectando peculiaridades y huellas a través de los tiempos, y brincando de un lugar a otro por encima del olvido. El rasgo heredado por el tiempo que puede en una curva o en la voz o los ojos burlar el lapso humano de duración: ése soy yo, la porción eterna del hombre, que no atiende las llamadas de la muerte.
THOMAS HARDY, «Herencia»
«Río arriba, más allá de la saliente de piedra, verás unos pequeños guijarros blancos en el sendero que lleva al bosque. Síguelos. No muy lejos por el sendero llegarás a un lugar donde el agua gotea de la roca. Desde encima de la roca se ve un paisaje de pinos. Espérame allí. Vendré a ti». El hombre se sentó y prestó atención mientras recordaba la risa de ella y pensaba en sus claras indicaciones, en este lugar secreto. Mientras así pensaba continuó tallando el caballito de marfil del tamaño de su puño. Pensó que ese día le entregaría su regalo.
¿Cuántos millones de hombres y mujeres se han amado a lo largo de tantas estaciones que nos precedieron? ¿Cuántos de sus sueños se cumplieron? ¿Cuántas veces nuestros antepasados se encomendaron a las estrellas para un cambio de suerte, o agradecieron a los dioses por la paz que les daba dormirse acurrucados uno en brazos del otro? Algunas veces, mientras recorro las salas del Museo Norteamericano de Historia Natural, me maravilla pensar en las grandes historias de amor que continúan vivas en los pequeños caballitos de marfil, en las cuentas de concha, en los pendientes de ámbar y en las antiguas herramientas, huesos y piedras que hoy reposan en las vitrinas de los museos.
¿Cómo amaban nuestros antepasados?
Tenemos una clave cierta sobre la naturaleza de la sexualidad en épocas lejanas: las vidas de los pueblos tradicionales que hoy habitan el mundo. De modo que elegí dos para escribir sobre ellos, los !kung del desierto de Kalahari y los mehinaku de la Amazonia. El motivo principal de mi elección es la vívida descripción que los antropólogos Marjorie Shostak y Thomas Gregor hicieron de sus actitudes y conductas sexuales[541].
Ninguna de las dos culturas refleja lo que era la vida hace 20.000 años, cuando nuestros antepasados de Cro-Magnon habían empezado a desarrollar una moral y a tener inquietudes, a adorar deidades y a obedecer, a tallar mujeres de grandes pechos y a dibujar vaginas en los muros de húmedas cavernas subterráneas. Pero las sociedades tradicionales contemporáneas comparten entre sí ciertos patrones de conducta sexual. Esos temas, esas similitudes, esos patrones básicos de idilio, se observan también en otras sociedades del mundo, y por lo tanto debieron de evolucionar cuando amanecía la humanidad moderna, y tal vez muchísimo antes.
LA SEXUALIDAD EN EL KALAHARI
Los primeros recuerdos sexuales de Nisa se refieren a sus padres, acostados junto a ella en su pequeña choza de troncos y paja, apenas lo suficientemente grande para que pudieran dormir dentro de ella. Si Nisa fingía dormir podía observar a sus padres «hacer la tarea». Papi se mojaba la mano con saliva, ponía el líquido en los genitales de mami y se balanceaba sobre ella. Algunas veces, durante una excursión al bosque en busca de vegetales, la madre dejaba a Nisa a la sombra de un árbol y se iba a copular con otro hombre. Una vez Nisa se impacientó tanto que gritó a su madre a través de los matorrales: «¡Le voy a contar a papá que ese hombre ha hecho el amor contigo!».
Nisa sabía mientras era pequeña que el sexo era una de esas cosas que hacían los grandes y que tenía reglas que ellos a menudo rompían.
Tras ser destetada, Nisa dejó de acompañar a la madre en sus expediciones de recolección. Los !kung dicen que los niños caminan demasiado despacio y que sólo sirven para complicar la vida. En lugar de acompañar a la madre, Nisa se quedaba en el campamento y jugaba con sus compañeras. Sin embargo, a menudo los niños salían del círculo de cinco o seis chozas para entrar en el bosque que estaba a cierta distancia y construir una aldea «de mentira». Allí jugaban a que cazaban, recolectaban, cantaban, «se enamoraban», cocinaban, compartían y «se casaban».
«Casarse» consistía en elegir pareja, compartir la «presa» supuestamente cazada con el supuesto «esposo» y practicar juegos sexuales con el cónyuge. Los chicos quitaban a las chicas los delantales de cuero que llevaban puestos, se acostaban sobre ellas, mojaban sus genitales con saliva y apoyaban allí su miembro en una semierección como si estuviesen copulando. Según Nisa comentó a la antropóloga, al principio ella no estaba ansiosa por jugar pero en cambio le gustaba mirar.
Chicos y chicas también se escapaban al bosque para encontrarse y hacer el amor con parejas prohibidas. En general, eran los muchachos quienes iniciaban este juego diciendo: «Seremos vuestros amantes porque ya tenemos esposas en otras chozas por ahí. Nos encontraremos y haremos lo que hacen los amantes, luego volveremos con ellas». Otra variante era «ser infieles». Una vez más eran los muchachos los que tomaban la iniciativa diciendo a las chicas: «La gente nos comenta que os gustan otros hombres». Las chicas lo negaban. Pero los muchachos insistían en que las chicas habían sido infieles y amenazaban con castigarlas para que nunca más tuvieran otros amantes. Según el relato de Nisa, así jugaban interminablemente.
Los padres !kung no aprueban estos juegos sexuales, pero sólo se limitan a reprender a sus hijos y a decirles que «jueguen bien». Con los adolescentes usan esa táctica tan difundida en los Estados Unidos que consiste en mirar en otra dirección.
El primer amor de adolescente de Nisa fue Tikay. Ella y su amigo construyeron una pequeña choza y todos los días jugaban al sexo «haciendo de todo salvo copular». Pero como dijo Nisa: «Yo todavía no entendía qué era el placer sexual, simplemente me gustaba lo que hacía Tikay y disfrutaba jugando con él de ese modo». Nisa tampoco quería compartir a su amante. Se puso furiosamente celosa cuando Tikay decidió «tomar una segunda esposa», y pasó a jugar un día con Nisa y al siguiente con la otra niña.
¿Comenzarían nuestros antepasados de Cro-Magnon a jugar en la infancia a que se casaban y se eran infieles para luego, en la adolescencia, tener sus primeros enamoramientos? Es probable. Los niños norteamericanos juegan a ser médicos, inventan toda clase de pasatiempos un tanto sexuados, y tienen una sucesión de enamoramientos en la pubertad. Estos juegos infantiles y pasiones de adolescentes son bastante comunes en el mundo entero; probablemente comenzaron mucho tiempo atrás.
La vida sexual de Nisa como adulta —sus varios matrimonios y numerosas aventuras— también nos resulta familiar.
Alrededor de los dieciséis o diecisiete años las jovencitas !kung «empiezan la luna», es decir, comienzan a menstruar. A menudo a esta edad se casan con muchachos elegidos por sus padres, si bien algunas lo hacen antes de entrar en la pubertad. Los padres son los que deciden si un pretendiente es o no es aceptable. Por lo general seleccionan a un hombre varios años mayor que su hija. Dado que los jóvenes deben atravesar por ceremonias iniciáticas secretas y también matar un animal de gran tamaño antes de ser considerados aptos para el matrimonio, los novios son normalmente hasta diez años mayores que las novias[542]. Los padres desean además que sus yernos sean buenos cazadores y prefieren hombres responsables y solteros, en lugar de casados en busca de una segunda esposa.
Las jóvenes parecen no expresar ninguna opinión acerca de con quién querrían casarse. Los muchachos, sin embargo, dicen que prefieren mujeres jóvenes, laboriosas, atractivas, simpáticas y fértiles. Y cuando Shostak preguntó a un hombre si se casaría con una mujer más inteligente que él, el hombre respondió: «Por supuesto. Si me casara con ella me enseñaría además a ser más inteligente».
Nisa se casó antes de la pubertad. Sus padres eligieron a un muchacho mayor, pero no más responsable. Como era la costumbre, tras las negociaciones y el intercambio preliminar de regalos, el casamiento se llevó a cabo. A la caída del sol los amigos condujeron a la pareja a la nueva choza construida a cierta distancia del campamento. Cruzaron el umbral llevando a Nisa en brazos y la depositaron dentro, mientras su marido tomaba asiento del lado de fuera de la puerta. Entonces la familia de Nisa y los parientes del novio trajeron brasas para encender fuego nuevo frente a la choza de la pareja, y todos juntos cantaron y danzaron e hicieron bromas hasta bien entrada la noche. A la mañana siguiente tanto el marido como la mujer recibieron de manos de la madre del cónyuge una friega ceremonial con aceite, una celebración normal.
Pero Nisa tuvo una extraña noche de bodas, y un matrimonio que sólo duró unos pocos días de furia. Nisa no había comenzado a menstruar, y tal como es normal entre los !kung, una mujer mayor se acostó con Nisa y el marido para tranquilizar a la joven novia. Pero la dama de compañía de Nisa tenía otras intenciones. Tomó al nuevo marido como amante propio, y traumatizó a Nisa con su ardiente cópula. Nisa no pudo dormir. Cuando dos días más tarde sus padres se enteraron de lo que estaba ocurriendo se pusieron furiosos. Tras anunciar que daban el matrimonio por terminado, abandonaron el campamento con cajas destempladas, llevando a Nisa con ellos.
El segundo matrimonio de Nisa tuvo otros problemas. Entre los !kung la virginidad no es un requisito previo para el compromiso matrimonial. En realidad, Shostak no pudo descubrir una palabra de su idioma que hiciera referencia a ella. Pero muchas veces las niñas jóvenes no consuman los matrimonios en la noche de bodas. Son mucho más jóvenes que sus maridos; tanto, que se comportan con indiferencia y rechazan al novio. Ese era el estilo de Nisa. Sus pechos comenzaban a desarrollarse; no estaba preparada para hacer el amor. Y su forma de negarse a copular fue tan persistente que, después de varios meses, su segundo marido, Tsaa, se hartó de esperarla y la abandonó.
Entonces Nisa se enamoró de Kantla, un hombre casado. Kantla y su esposa intentaron convencerla de que se convirtiera en coesposa. Pero ella se negó. A las mujeres !kung no les gusta compartir el marido. Dicen que los celos respecto a la sexualidad, los sutiles favoritismos y las peleas pesan más que la compañía y las ventajas de compartir las tareas domésticas. Más aún, los tres compañeros a menudo comparten la pequeña choza-dormitorio, de modo que ninguno de los tres dispone de intimidad alguna. A consecuencia de todas estas presiones, apenas un 5 por ciento de los hombres !kung mantienen relaciones conyugales prolongadas con dos esposas a la vez. Los hombres que integran el otro 95 por ciento se divierten enormemente y cuentan historias sobre las complicaciones que surgen en estos ménages á trois.
A Nisa le gustaba su tercer marido. Con el tiempo llegó a enamorarse de él, y le hizo el amor. Según contó a Shostak: «Vivíamos juntos y yo lo amaba y él me amaba a mí. Lo amaba del modo que saben amar los adultos jóvenes; sencillamente lo amaba. Cuando se iba y yo me quedaba sola, lo echaba de menos… Me entregué a él totalmente».
Al poco tiempo, Nisa comenzó a tener amantes secretos. Kantla, su amor de la pubertad, fue el primero de muchos. Algunas veces se encontraba con su amante en el monte mientras el marido estaba lejos, cazando o de viaje; otras veces lo recibía en su choza mientras estaba sola. Si visitaba a algún pariente también tenía amantes en los otros campamentos.
Estos encuentros eran tan apasionantes como peligrosos; a menudo eran también emocionalmente dolorosos. Los !kung creen que si una mujer hace el amor con un amante mientras está embarazada, abortará al hijo. Nisa abortó un feto después de una aventura con un amante. Pero de todos modos buscó tener más amantes. Y algunos la llenaron de celos y de ese intolerable sentimiento de angustia que sufren las personas cuando son rechazadas.
Al morir prematuramente su joven marido, Nisa se convirtió en una mujer sola con hijos pequeños. Su padre y demás parientes le daban carne y ella parecía decidida a criar a su familia sin la ayuda de un nuevo cónyuge. El progenitor solo no es un fenómeno exclusivo del mundo occidental.
Hasta que un día Besa, uno de los amantes de Nisa, después de perseverar por mucho tiempo, la convenció y ella se casó por cuarta vez. Nisa y Besa discutían constantemente, en general sobre su vida sexual. Como Nisa le dijo a la antropóloga Shostak: «Besa era como un muchacho joven, un niño casi, que constantemente quiere hacer el amor con su mujer. Y a ella terminan doliéndole los genitales». «Eres como un gallo», le gritaba a su marido. «Una vez por noche está bien; una vez es suficiente; …pero tú, ¡en una noche eres capaz de matar a una mujer con tanto sexo!»[543] Y a partir de ahí las discusiones se volvían cada vez más violentas.
Pero Nisa y Besa vivieron juntos varios años, y ambos tenían aventuras extramaritales. Una vez Besa siguió las huellas de Nisa. Ella había ido a juntar leña y sus rastros se unían a los de un hombre. A poca distancia Besa encontró a su esposa descansando bajo un árbol junto a su amante. Los amantes comenzaron a temblar cuando vieron la expresión de Besa. Tras largas y amargas acusaciones, el airado Besa los condujo de regreso al campamento, donde el jefe condenó tanto a Nisa como a su enamorado a ser azotados. Nisa se negó a aceptar el castigo, afirmando con arrogancia que prefería que le pegaran un tiro. A continuación se alejó majestuosamente. Su compañero recibió el castigo: cuatro azotes fuertes.
Aquí tenemos, entonces, los patrones de sexualidad humana de los !kung, patrones que se asemejan a los de las culturas occidentales: juegos infantiles, enamoramientos adolescentes, ensayos de apareo entre jóvenes, y luego una serie de matrimonios y aventuras a lo largo de los años reproductores. Todos estos patrones de comportamiento eran probablemente comunes hace 20.000 años, en la época en que nuestros antepasados pintaban murales de bestias en estampida en las oscuras cavernas de Francia y España.
Los !kung también tienen todo tipo de códigos sexuales, otro elemento fundamental del juego humano del apareamiento. A diferencia de la enorme mayoría de los pueblos tradicionales, los !kung no sienten temor alguno ante la sangre menstrual u otros fluidos del cuerpo. Piensan que las mujeres deben abstenerse de participar en una cacería mientras sangran. Hombres y mujeres por lo general también evitan hacer el amor en el momento de mayor flujo menstrual. Pero si desean tener un niño, los cónyuges reinician la cópula durante los últimos días. Ellos creen que la sangre menstrual se combina con el semen para formar a la criatura.
Y a los !kung les encanta hacer el amor. «El sexo alimenta», afirman. Piensan que si una niña crece sin aprender a disfrutar del coito, su mente no se desarrollará normalmente y luego andará por allí comiendo pasto. «La falta de suficiente sexo puede ser mortal», sostienen categóricamente.
Sin embargo, las mujeres tienen quejas concretas acerca de los genitales masculinos. No les gusta que el pene del hombre sea demasiado grande porque produce dolor, o que eyacule demasiado semen porque es sucio. De modo que las mujeres hablan entre ellas del tamaño y contenido de los penes de sus hombres. Y exigen orgasmos. Si un hombre «termina su trabajo», debe seguir haciéndole el amor a la mujer hasta que su propio trabajo también esté terminado. Se supone que las mujeres deben quedar sexualmente satisfechas.
Los hombres, por supuesto, también tienen opiniones claras sobre lo que constituye un buen coito. Uno de ellos sintetizó una mala experiencia de este modo: «Esta mujer la tiene tan ancha que parece la boca de un herero[544]. Yo flotaba dentro de ella pero no sentía nada. No sé cómo habrá sido para ella, pero a mí me duele la espalda y estoy agotado». Los hombres se preocupan también por su comportamiento. Cuando no logran tener erecciones se medican.
A los !kung les encanta besarse en la boca, pero no practican el sexo oral. «La vagina quemaría los labios y la lengua del hombre», explica Nisa. Tanto hombres como mujeres se masturban de vez en cuando. Todos bromean acerca de la sexualidad. Una reunión puede convertirse en un torneo de comentarios ingeniosos, bromas y burlas procaces. Los sueños eróticos son considerados buenos. Y las mujeres chismorrean interminablemente acerca de sus amantes mientras recolectan vegetales en compañía de amigas íntimas.
Sin embargo, hay algunas reglas estrictas de etiqueta sexual. Hombres y mujeres siempre hacen todo lo posible por ocultar sus aventuras a los cónyuges. Sienten que las relaciones furtivas golpean en zonas delicadas: un «corazón ardiente». Como los cónyuges sienten celos, es prudente ocultar las pasiones que uno siente para evitar la violencia en el hogar. De modo que los amantes tratan de encontrarse en lugares seguros, lejos de ojos indiscretos y lenguas malintencionadas. Dicen que su amor por el cónyuge es algo diferente. Cuando se deja atrás el tórrido deseo sexual de comienzos del matrimonio, es frecuente que marido y mujer se vuelvan excelentes amigos y formen una relación de características filiales.
El quinto marido de Nisa desempeñó este papel. Ella dice: «Peleamos y nos amamos; discutimos y nos amamos. Así vivimos». Mientras tanto, Nisa sigue escapándose al monte con su primer amor, Kantla, así como con otros hombres.
¿Sentirían nuestros antepasados hace 20.000 años la misma avidez sexual que Nisa? ¿Jugarían los niños a juegos eróticos y sentirían los adolescentes las mismas pasiones mientras perseguían venados a través de las praderas de Francia y España? ¿Se casarían tras horrendos rituales iniciáticos en las cavernas subterráneas? Y, como Nisa, ¿se divorciarían y volverían a casarse cuando las cosas no resultaban bien, mientras continuaban encontrándose de vez en cuando con sus amantes para una tarde divertida en algún rincón oculto?
Probablemente sí, ya que las escapadas sexuales de los pueblos tradicionales que habitan lejos de los áridos matorrales del África meridional no son muy diferentes de los de Nisa y sus amigos. Ambas culturas evidentemente reflejan un mundo erótico y romántico que surgió muchos años antes de la época contemporánea.
AMOR EN LA JUNGLA
«El buen pescado se pudre, pero el sexo, en cambio, es siempre divertido», explicó Ketepe, un hombre perteneciente a la tribu mehinaku, que habita en el centro del Brasil, en el corazón de la Amazonia, al antropólogo Thomas Gregor. Ketepe tiene una esposa a la que dice querer. Le gusta llevarla junto con sus hijos en largas excursiones de pesca para estar juntos. Cuando los niños se duermen y Ketepe intenta copular con ella en su hamaca, invariablemente algún vecino se levanta para avivar el fuego o sale a hacer sus necesidades: el hogar no es un lugar privado que estimule el erotismo. Es más, Ketepe a menudo está demasiado ocupado para encontrarse con su esposa por la tarde y hacer el amor en el huerto de la familia. Dice que la vida en la aldea es muy caótica.
Ketepe abandona su hamaca al amanecer. Algunas veces él y su esposa van hasta el río para bañarse juntos, y se detienen por el camino para conversar con otras parejas. Pero la mayor parte de las veces se une a alguno de los grupos de pesca que salen de la aldea al alba. Su esposa se queda en casa para dar de comer a los niños y realizar otras tareas domésticas, cosas de mujeres. Para el mediodía Ketepe está de regreso, entrega el pescado a su esposa y se reúne con sus amigos en la «casa de los hombres», situada en el centro de la plaza de la aldea.
Las mujeres tienen prohibida la entrada en la casa de los hombres. Ninguna de ellas entró jamás, ya que aquí, ocultas en un rincón, están guardadas las flautas sagradas. Si una mujer accidentalmente contempla esos objetos sagrados, los hombres la acecharán en la selva y la violarán por turno, una práctica común en varias sociedades de la región amazónica.
La casa de los hombres es un lugar alegre. Además de bromear, contar historias obscenas y chismorrear, los hombres tejen canastos, trabajan en sus flechas o se decoran el cuerpo con pinturas que preparan para «la hora de la lucha», a media tarde. Luego, tras el esfuerzo, los gruñidos, el polvo levantado y los gritos de aliento que en general provocan las competencias, tanto los vencedores como los vencidos se retiran a sus casas con techo de paja, dispuestas en círculo alrededor del campo de juego de la plaza. Aquí Ketepe se sienta junto al fuego con su familia, come rebanadas de pan de mandioca sobre el cual dispone porciones generosas de un sabroso guisado de pescado y juega con sus hijos hasta la hora en que todos se dirigen a sus respectivas hamacas y se abandonan al sueño.
Los mehinaku son gente muy laboriosa. Las mujeres trabajan entre siete y nueve horas por día en el procesamiento de harina de mandioca, en el tejido de hamacas, el hilado y devanado de algodón, en la búsqueda de madera para el fuego y en el traslado de barriles de agua desde el arroyo vecino. Los hombres trabajan bastante menos. La pesca, el intercambio, echar una mano en el huerto de la familia y participar en los numerosos rituales locales les ocupa apenas unas tres horas y media por día, salvo cuando hay sequía, ocasión en la cual trabajan duramente limpiando la tierra y dejándola en condiciones para la nueva plantación de mandioca.
Pero los aldeanos también se dedican ávidamente a otra actividad que les absorbe mucho tiempo: el sexo. Afirman: «El sexo es el condimento que da vigor y vida». Y sazonan liberalmente su vida cotidiana con sexo.
Poco después de empezar a caminar, los niños mehinaku se integran en los grupos que juegan en la plaza. Mientras las criaturas se revuelcan y forcejean en el campo de juego, los adultos bromean diciendo, por ejemplo: «Mira, mira, mi hijo está copulando con tu hija». Los niños aprenden rápidamente. Cuando crecen, igual que los niños !kung, juegan a «casarse».
Los niños y las niñas cuelgan hamacas de los árboles que hay detrás de la aldea y mientras ellas simulan encender el fuego o juegan a hilar algodón, los niños juntan grandes hojas. Ellos traen «peces de mentiras» que orgullosamente presentan a las esposas para que los cocinen. (Esto, como se recordará, es una forma simbólica de cortejar por medio de alimentos). Entonces, después de que la pareja comió, comienza otro juego: el de «tener celos». Ya sea el varón o la niña se dirigen a hurtadillas al monte seguidos de cerca por el celoso «cónyuge», que cuando descubre a su pareja en una supuesta traición finge ponerse furioso.
Los niños de más edad han observado a sus padres copulando en el huerto de la familia y a menudo abandonan sus inocentes juegos por actividades sexuales más serias y adultas. Sin embargo, si los padres descubren a sus hijos jóvenes tratando de aparearse, los castigan sin piedad, de modo que los niños aprenden temprano en la vida a ser prudentes.
Los despreocupados días de la sexualidad infantil terminan de repente cuando los niños alcanzan más o menos los once o doce años de edad. A estas alturas, las estrictas reglas de decoro sexual exigen que los varones cumplan con un máximo de tres años de reclusión. El padre levanta un muro de estacas y hojas de palmera en un extremo de la casa de la familia y cuelga la hamaca de su hijo detrás de dicha barrera. Allí el adolescente pasará la mayor parte de su tiempo, y tomará medicinas que garanticen su crecimiento. El adolescente debe hablar suavemente, cumplir severas restricciones dietéticas y, sobre todo, evitar todo encuentro erótico. No obstante, hacia el final de su permanencia comienza a escabullirse y tener aventuras.
Cuando el padre se entera de alguna de estas aventuras, derriba el muro. El muchacho se ha convertido en un hombre, está listo para hacer prolongadas excursiones de pesca por su cuenta, está preparado para acondicionar un huerto y buscarse una esposa.
A partir de ese momento los jóvenes tienen libertad para permitirse las aventuras amorosas, aventuras que se convertirán en parte normal de su vida de adultos. Los jóvenes se encuentran con sus enamoradas en el bosque y copulan[545]. Dedican escaso tiempo a los juegos preparatorios[546]. Si una pareja encuentra un lugar adecuado, donde haya un gran tronco caído, puede que hagan el amor sobre él en la posición convencional, es decir, con el hombre sobre la mujer. Pero los troncos confortables son escasos, el suelo está a menudo embarrado y los insectos pican. De modo que los amantes normalmente hacen el amor sentados frente a frente, la mujer sobre el hombre, con las piernas enroscadas alrededor de las caderas de su amante.
Otro recurso muy difundido es que el hombre se arrodille sobre la mujer y pase las piernas por debajo del cuerpo de ella a fin de mantener sus muslos, nalgas y parte inferior de la espalda separados del suelo, mientras ella levanta la mitad superior colgándose con ambos brazos del cuello de su amante. A los amantes también les gusta el coito realizado dentro de aguas tranquilas. Afirman que estar cubiertos hasta el pecho es la profundidad que permite la palanca perfecta. Y si disponen de poco tiempo, los amantes pueden copular de pie: la mujer rodeará la cintura de su amante con una pierna mientras él la alza ligeramente en el aire.
El coito termina inmediatamente cuando el hombre eyacula. A pesar de que los mehinaku no tienen una palabra para nombrar el orgasmo femenino, tienen plena conciencia de que el clítoris se agranda durante la cópula y de que es la sede del placer femenino. Comparan los genitales femeninos con una cara: el clítoris es la nariz, que «husmea a los amantes». Pero si es normal o no que las mujeres tengan orgasmos es un dato que los antropólogos desconocen.
Enseguida de terminada la cópula los amantes vuelven a sus respectivas casas por diferentes caminos, no sin antes intercambiar pequeños regalos. El pescado es moneda corriente para el sexo. Tras una expedición de pesca ocurre con frecuencia que el hombre se detenga a las puertas de la aldea, que aparte el más carnoso de los pescados y que lo envíe a una amante por medio de un mensajero. Además, le entregará un segundo pescado cuando se encuentren. Por otra parte, es normal que los amantes intercambien recuerdos entre sí, por ejemplo un huso para hilar, una canasta o alguna pequeña alhaja de concha. Esta sexualidad adolescente es tan común, que cuando una joven atraviesa la plaza central manchada con la pintura del cuerpo de algún amante, a nadie se le mueve un pelo. Los mehinaku no consideran que el sexo prematrimonial en los bosques tenga nada de malo.
Pero los padres se ponen furiosos si una hija soltera queda embarazada. De modo que al completarse el período de reclusión de las niñas, que comienza con la primera menstruación y dura por lo menos un año, la casan. El día del casamiento es muy especial. El nuevo esposo instala su hamaca en casa de la novia y le ofrece una abundante cantidad de pescado. Ella prepara una partida de pan de mandioca especialmente dulce. Y durante varios días los amigos y parientes intercambian más regalos y recuerdos.
Los mehinaku consideran que los despliegues de amor romántico son una tontería, y de mal gusto, de modo que se espera que los recién casados sean reservados. Creen que pensar demasiado en un ser amado puede atraer a víboras venenosas, jaguares y espíritus malévolos. Sin embargo, los recién casados comparten una hamaca de gran tamaño y pasan los días bañándose juntos, conversando y haciendo el amor en los bosques que rodean la aldea. Los jóvenes casados también se ponen celosos si descubren al cónyuge en una aventura.
Las aventuras extramatrimoniales suelen comenzar poco después del casamiento. Algo que los mehinaku consideran esencial en los encuentros es lo que llaman «hacer la del cocodrilo». El hombre que estableció un vínculo con una mujer se queda esperándola en un «lugar de cocodrilos», ya sea en el bosque detrás de su casa, en uno de los senderos que surgen como radios de la plaza central, cerca de los huertos o de los lugares de baño. Cuando la mujer pasa por el lugar, su pretendiente le tira besos para llamarle la atención, y cuando la tiene más cerca, la invita a acostarse con él. La mujer puede hacer lo que el hombre le pide o concretar una cita para más adelante. Los hombres dicen que las mujeres son «mezquinas con sus genitales», aunque nosotros pensaríamos lo contrario. Tamalu, la mujer más promiscua de la aldea, tiene catorce amantes. Como promedio, todo hombre mehinaku tiene cuatro amantes independientes.
Gregor informa que los vínculos extramatrimoniales cumplen una función social valiosa: dar cohesión a los aldeanos. Los mehinaku piensan que el semen hace a los bebés y que son necesarias varias eyaculaciones para formar uno. Según informan los hombres, hacer un bebé es un «proyecto de trabajo colectivo», algo parecido a una excursión de pesca. Por esa razón cada amante está convencido de que la criatura de la que está embarazada una mujer es en parte suya. Algunas veces ocurre que un hombre reconoce como propio al bebé de un rival y ayuda en la crianza del niño[547]. Pero los esposos se ponen celosos; como ellos dicen: «Se valoran mutuamente los genitales». De modo que el verdadero padre de una criatura rara vez se revela. Dicha creencia acerca de la forma en que se conciben los bebés vincula silenciosamente a hombres y mujeres en una compleja red de parentescos.
Probablemente a consecuencia de todas estas veladas conexiones sexuales, los adúlteros pocas veces resultan castigados o golpeados. En los mitos de los mehinaku los esposos infieles son golpeados, descuartizados, hasta asesinados. Pero en la vida real sólo los recién casados arman un escándalo o se enfrentan con el cónyuge por una infidelidad, por razones comprensibles. Los aldeanos a menudo se burlan de los esposos celosos y los llaman «martín pescador», porque dichos pájaros aletean sin rumbo, chillando y protestando. Rara vez un hombre está dispuesto a correr el riesgo de que su dignidad se vea ridiculizada de este modo.
Ello no quiere decir que hombres y mujeres con cónyuges inestables no sufran; la tensión sexual con frecuencia acaba en divorcio. La discordia matrimonial se mide con especial claridad en función del lugar donde duermen los cónyuges. Si los esposos colgaron sus hamacas a pocos centímetros una de otra es probable que sean razonablemente felices. Estas parejas suelen conversar de los acontecimientos del día cuando sus hijos se quedan dormidos, y hasta copulan en una de las dos hamacas. Cuando sus peleas suben de tono, cuelgan sus hamacas más alejadas una de otra; a veces llegan a dormir uno a cada lado del fuego del hogar. Y si la esposa se enfurece, hasta puede tomar un machete y cortar las ataduras de la hamaca del esposo, lo cual suele iniciar el divorcio.
Si bien algunas mujeres solteras con niños pequeños viven en la aldea, la enorme mayoría de los adultos vuelve a casarse. Lo tienen muy claro: el hombre necesita una esposa que busque leña para el fuego, prepare la mandioca y remiende su hamaca, así como alguien que lo acompañe y haga el amor con él. Como los !kung y muchos otros pueblos, los mehinaku cumplen metódicamente con la estrategia reproductora humana mixta de casarse, cometer adulterio, divorciarse y volver a casarse.
Coincidiendo también en eso con los !kung, a los mehinaku les encanta el sexo, una preocupación que se manifiesta en sus miles de creencias. Tanto el pescado como la mandioca, sus dos fuertes, tienen connotaciones sexuales. Cuando las mujeres rallan los tubérculos de mandioca, una actividad que las ocupa la mayor parte del día, los aldeanos dicen que están copulando. El sexo es el cañamazo donde se tejen las bromas diarias. Hombres y mujeres con mucha frecuencia se gastan bromas sobre asuntos sexuales. Las mujeres se pintan el cuerpo, se depilan el vello del pubis y usan un taparrabos que les cubre los labios vulvares y las nalgas a fin de subrayar sus genitales. Los mitos de los mehinaku, sus canciones y rituales, su actividad política, su forma de vestir y su rutina cotidiana están profundamente saturadas de simbolismo sexual.
Sin embargo, en su sexualidad existe una fuerte corriente de miedo subyacente. Gregor piensa que los hombres mehinaku padecen de una fuerte angustia de castración. En un estudio que realizó sobre los sueños de los mehinaku, descubrió que al 35% de los hombres les preocupaba la posibilidad de que su miembro viril fuera mutilado o triturado, un porcentaje mucho más alto del verificado en los hombres norteamericanos. Los mehinaku también sienten pánico a la impotencia, y por muy buenas razones. La murmuración y el chismorreo son males endémicos en esta aldea de apenas ochenta y cinco personas, y el grado de virilidad de un hombre es información que rápidamente se vuelve pública. Por lo tanto, tener dificultades para copular por la mañana, al anochecer puede haberse transformado en «angustia de rendimiento».
Por otra parte, los hombres sienten terror ante la sangre menstrual de las mujeres. Afirman que, en cuanto la mujer comienza a sangrar, la oscura y maloliente secreción se apresura a contaminar los recipientes con agua, el guisado de pescado, el jugo de mandioca y el pan. Creen que si este veneno llega a penetrar bajo la piel de un hombre, se convertirá en un cuerpo extraño y causará dolores hasta que un brujo, por medio de artes mágicas, lo extraiga. De modo que no es raro ver a una esposa arrojar en la selva la harina de mandioca obtenida mediante todo un día de trabajo si una mujer en la casa comienza a menstruar al atardecer.
Los mehinaku afirman que el sexo detiene el crecimiento, debilita al hombre, inhibe su capacidad para luchar y pescar y atrae a los espíritus malignos. Hasta pensar en copular mientras se está de viaje puede ser peligroso para la salud.
Estas creencias intimidan de tal modo a algunos hombres que llegan a la impotencia o se abstienen. Otros, en cambio, dejan a un lado la cautela y plantan sus semillas siempre que pueden y dónde sea. Gregor opina que, en general, los mehinaku son gente llena de preocupaciones. Piensan que el exceso de sexo o las relaciones en momentos prohibidos o con una compañera inapropiada a causa de la relación de parentesco pueden causar enfermedades, lesiones o la muerte. Gregor define las aventuras amorosas de este pueblo como «pasiones ansiosas», definición que, a nuestro juicio, resulta insuficiente.
RADIOGRAFIA DE LA SEXUALIDAD HUMANA
¿Son las escapadas de Ketepe en los bosques junto al Amazonas muy diferentes de los encuentros de Nisa y Kantla en el desierto de Kalahari? Seguramente nuestros antepasados de Cro-Magnon crecieron en una atmósfera cargada de sexo. De pequeños jugaron a copular, en la adolescencia tuvieron que someterse a ceremonias de iniciación que anunciaban su condición sexual adulta[548], e ingresaron en un laberinto de matrimonios y aventuras impregnados de pasión, reglas y supersticiones.
Seguramente, por la noche los niños de Cro-Magnon se amontonaban sobre alfombras de piel de oso, dentro de chozas construidas con huesos de mamut, y oían los movimientos y la respiración pesada de sus padres. Por la mañana los veían sonreírse mutuamente. En ocasiones, después de que el padre dejaba el campamento para salir de caza, veían cómo la madre desaparecía detrás de la colina con un hombre que la admiraba y le hacía regalos. Y como los niños de muchas otras culturas, los que tenían más picardía estaban al tanto de en qué andaban sus padres y podían recitar los nombres de los amantes clandestinos de casi todos los adultos de la comunidad. Sin embargo, probablemente no lo comentaban.
Al llegar a los diez años de edad, los jóvenes de Cro-Magnon deben de haber comenzado sus propias incursiones en la sexualidad y el amor[549]. Las niñas pequeñas pueden haber escapado al río con los varones para bañarse y jugar a «casarse» y a «tener celos». Probablemente se movían en grupo, y al alcanzar la adolescencia —bastante antes de la pubertad— muchas empezaban a jugar al sexo en serio[550]. Mientras algunas amaban a un compañero y luego a otro, seguramente también estaban las que eran fieles a un solo amor.
Al entrar en la adolescencia invertían horas en la decoración de sus propios cuerpos —tal como hacen las adolescentes en muchas culturas—, trenzándose el cabello, tejiendo guirnaldas de flores para tener buen olor, colocándose brazaletes y pendientes, y decorando sus túnicas y polainas con pieles, plumas, cuentas y ocre amarillo. Entonces, a la luz del fuego de las hogueras, se pavoneaban y alardeaban frente a sus compañeras.
En algún momento de la prepubertad nuestros antepasados de Cro-Magnon comenzaban los importantes rituales de la madurez que culminaban en las cavernas subterráneas. Aquí accedían al mundo espiritual y danzaban y cantaban en ceremonias destinadas a enseñarles a ser valientes e inteligentes. Y a medida que maduraban, las chicas se iban casando con los muchachos mayores que habían demostrado su capacidad para cazar.
Cuando en la primavera los venados comenzaban su migración anual, la pareja de «recién casados» y sus amigos deben de haber encendido hogueras de ramas secas a fin de provocar las estampidas de estas bestias, a las que entonces conducían hasta el borde de profundos barrancos al pie de los cuales se estrellaban. A continuación carneaban a las enormes bestias y volvían a casa con grandes pedazos de carne. En torno a un gran fuego comentaban los momentos más emocionantes de la caza. Entonces algunos de ellos se escabullían al monte, lejos de la luz, para abrazarse y acariciarse.
En los meses de verano la mujer posiblemente teñía el cuero del oso atrapado por su marido, asaba el pescado obtenido en el arroyo, y volvía a casa de sus excursiones de recolección para informarle de dónde pastaban los caballos y dónde las abejas fabricaban la miel. El marido mostraba a su mujer el lugar donde había descubierto un grupo de nogales y un buen lugar para pescar. Juntos recolectaban frambuesas y moras. Y luego, al atardecer, buscaban rincones ocultos donde descansar.
En el otoño pueden haber realizado juntos algunas excursiones hasta el lugar de la playa donde las olas caían con fuerza. Allí trocaban pieles de zorro por conchas de color violeta y piedras doradas, y se encontraban con viejos amigos y parientes. Luego, cuando el invierno comenzaba a hacer sentir su furia, probablemente pasaban largas horas dentro de la casa, perforando cuentas, tallando estatuillas y relatando historias.
Algunos hombres y mujeres se casaban más de una vez. Algunos tenían amantes extramatrimoniales. Pero todos conocían la esperanza y el miedo y sabían lo que era el amor porque en el fondo de sus corazones tenían grabada una vieja inscripción, el patrón que rige los vínculos humanos. Como lo describió Thomas Hardy: «Ese aire de familia, lo eterno en el hombre que no atiende a la llamada de la muerte».
Esta naturaleza humana fundamental iba a verse severamente puesta a prueba por lo que ocurrió después. Hace unos 10.000 años, la más reciente edad de hielo había terminado, y había dado lugar al deshielo interglacial actual. La tierra empezó a calentarse. Los glaciares que avanzaban sobre el planeta llegando tan al sur como a la moderna ciudad de Londres, se retiraron hacia el norte, y las vastas praderas que cubrían Eurasia desde Europa hasta la porción meridional del mar de la China se cubrieron de kilómetros y kilómetros de tupidos bosques. Desaparecieron los mamuts y rinocerontes lanudos, así como muchos otros mamíferos, que fueron reemplazados por venados, ciervos, jabalíes y otros animales modernos que aún habitan los bosques europeos. Ahora hombres y mujeres se vieron forzados a cazar animales más pequeños, a pescar más peces, a matar más aves y a buscar muchos más vegetales en la selva[551].
A corto plazo, algunos de ellos iban a establecerse y echar raíces, y aprenderían a domesticar tanto las semillas como a las bestias salvajes. Con esto, los antepasados de los hombres y mujeres occidentales modificarían las características del matrimonio al introducir dos nuevas ideas: «honrarás a tu esposo» y «hasta que la muerte nos separe».