III
LA FUERZA DE LA SANGRE
Alrededor del mediodía, De Marsay se desperezó al despertar y sintió las punzadas de una de esas hambres caninas que todos los viejos soldados recuerdan haber experimentado al día siguiente de la victoria. Así, vio con agrado a Paul de Manerville, pues nada es más agradable, en este caso, que comer en compañía.
—Bien —le dijo su amigo—, todos nos imaginábamos que te pasarías diez días encerrado con la muchacha de los ojos de oro.
—¡La muchacha de los ojos de oro! Ya no pienso más en ella. ¡Por mi fe, tengo cosas más importantes entre manos!
—¡Ah, te haces el discreto!
—¿Por qué no? —dijo riendo De Marsay—. Querido, la discreción es el más hábil de los cálculos. Escucha… Pero no, no te diré ni una palabra. Tú nunca me explicas nada y no estoy dispuesto a despilfarrar los tesoros de mi política. La vida es un río apto para comerciar. ¡Por todo lo que hay de más sagrado en la tierra, por los cigarros!, te diré que no soy un profesor de economía social puesto a disposición de los imbéciles. Almorcemos. Me resultará más barato darte una tortilla con atún que prodigarte los dones de mi cerebro.
—¿Tú cuentas con tus amigos?
—Querido —le dijo Henri, que raramente desaprovechaba una ironía—, como también podría suceder que, como cualquier hijo de vecino, tuvieses necesidad de discreción, y yo te quiero mucho… ¡Sí, te quiero! Palabra de honor; si por un billete de mil francos pudiese evitar que te levantases la tapa de los sesos, aquí lo encontrarías, pues aún no hemos hipotecado nada allá abajo, ¿eh, Paul? Si mañana te batieses, yo mediría la distancia y cargaría las pistolas, a fin de que te matasen en toda regla. En fin: si otra persona que no fuese yo tuviese la mala idea de hablar mal de ti en tu ausencia, tendría que medirse con el rudo gentilhombre oculto bajo mi piel. Esto es lo que yo llamo una amistad a toda prueba. Pues bien, cuando tengas necesidad de discreción, pequeño, entérate de que existen dos clases de discreciones: la discreción activa y la discreción negativa. La discreción negativa es la de los necios que apelan al silencio, a la negativa, al aire ceñudo, a la discreción de las puertas cerradas, signo de auténtica impotencia. La discreción activa procede por afirmación. Si esta noche, en el círculo, yo dijese: «A fe de hombre honrado, la muchacha de los ojos de oro no valía lo que me ha costado», todo el mundo, cuando yo hubiese vuelto la espalda, comentaría: «¿Habéis oído a ese fatuo de De Marsay, que quería hacernos creer que ya ha conquistado a la muchacha de los ojos de oro? ¡Así pretende librarse de sus rivales; no tiene un pelo de tonto!». Pero esta argucia es vulgar y peligrosa. Por grande que sea el disparate que digamos, siempre habrá necios que se lo tragarán. La mejor discreción posible es la que utilizan las mujeres astutas cuando quieren burlar a sus maridos. Consiste en comprometer a una mujer que no nos importa o que no queremos, o que no hemos conquistado, para conservar el honor de aquella que queremos lo bastante para respetarla. Es lo que yo llamo la mujer-pantalla… ¡Ah, aquí está Laurent! ¿Qué nos traes?
—Ostras de Ostende, señor conde.
—Algún día sabrás, Paul, lo divertido que resulta burlarse del mundo ocultándole el secreto de nuestros afectos. Yo experimento un inmenso placer hurtándome a la estúpida jurisdicción de la masa, que no sabe nunca lo que quiere ni lo que le hacen querer, que confunde el medio con el resultado y que tan pronto adora como maldice, eleva o destruye. ¡Qué felicidad imponerle emociones sin recibirlas, domarla sin jamás obedecerla! Si de algo podemos enorgullecemos, ¿no será de un poder adquirido por nosotros mismos, cuya causa y cuyo efecto, cuyo principio y cuyo resultado somos al mismo tiempo? Pues bien, nadie sabe qué amo ni lo qué quiero. Quizá se sepa que he amado, a quién y lo que habré pretendido, tal como se saben los dramas ya realizados; ¿pero dejar ver mi juego?… ¡Debilidad, engaño! No conozco nada más despreciable que la fuerza burlada por la astucia. Me inicio, riendo, en el oficio de embajador, si la diplomacia es tan difícil como la vida. Lo dudo. ¿Tienes ambición? ¿Quieres llegar a ser algo?
—Pero, Henri, tú te burlas de mí… como si ya no fuese lo bastante mediocre para llegar a ser lo que me propongo.
—¡Bien, Paul! Si continúas burlándote de ti mismo, pronto podrás burlarte de todo el mundo.
Durante el almuerzo, y cuando llegó el momento de fumar los cigarros, De Marsay empezó a ver los acontecimientos de la noche bajo una luz singular. Como muchos espíritus agudos, no poseía una perspicacia espontánea ni penetraba de inmediato hasta el fondo de las cosas. Como en todas las naturalezas dotadas de la facultad de vivir mucho en el presente, de exprimirlo y de devorarlo, su clarividencia requería una especie de sueño para identificarse con las causas. El cardenal de Richelieu era así, lo que no excluía que poseyese el don de la clarividencia, necesario para concebir grandes empresas.
De Marsay reunía todas estas condiciones, pero, al principio, sólo utilizó sus armas en provecho de sus placeres, y únicamente se convirtió en uno de los hombres políticos más sagaces de la época actual cuando estuvo saturado de los placeres en que piensa primero un joven cuando posee oro y poder. Así se endurece el hombre: utiliza a la mujer, para que la mujer no pueda utilizarlo. En aquel momento, pues, De Marsay comprendió que la doncella de los ojos de oro se había burlado de él, al ver en su conjunto aquella noche, cuyos placeres brotaron poco a poco, para terminar fluyendo torrencialmente. Pudo leer entonces en aquella página de efecto tan brillante, adivinando su sentido oculto.
La inocencia puramente física de Paquita, el pasmo de su alegría, algunas palabras de momento oscuras y a la sazón claras, que se le escaparon en medio de su goce, todo le demostró que él había representado el papel de otra persona. Como ninguna de las corrupciones sociales le era desconocida y profesaba una perfecta indiferencia ante todos los caprichos, creyéndolos justificados por el hecho mismo de que podían satisfacerse, no se asustaba ante el vicio, pues lo conocía como si fuese un amigo, pero le hirió haberle servido de pasto. Si sus presunciones eran justas, había sido ultrajado en lo más vivo. Esta sola sospecha provocó su furor y lanzó el rugido de un tigre burlado por una gacela, el grito de un tigre que uniese a la fuerza de la bestia la inteligencia del diablo.
—¿Qué tienes? —le preguntó Paul.
—¡Nada!
—Yo no querría, cuando te preguntasen si tenías algo contra mí, que respondieses un nada semejante: esto requeriría que al día siguiente nos batiésemos.
—Yo ya no me bato —dijo De Marsay.
—Esto aún me parece más trágico. ¿Qué haces? ¿Asesinas, pues?
—Cambias el sentido de las palabras. Ejecuto.
—Mi querido amigo —dijo Paul—, tus bromas son muy lúgubres esta mañana.
—¡Qué quieres! La voluptuosidad conduce a la ferocidad. ¿Por qué? Lo ignoro en absoluto y no soy lo bastante curioso para tratar de averiguar la causa. Estos cigarros son excelentes. Sirve té a tu amigo. ¿Sabes, Paul, que vivo como una bestia? Ya sería hora de que me buscase un destino, de que emplease mis fuerzas en algo que valiese la pena. La vida es una comedia singular. Estoy asustado, y me río de la inconsecuencia de nuestro orden social. El gobierno hace cortar la cabeza a los pobres diablos que han matado a un hombre, y expide patente a unos seres que liquidan, hablando en términos médicos, a una docena de jóvenes cada invierno. La moral se encuentra sin fuerzas para luchar contra una docena de vicios que destruyen a la sociedad y que nadie puede castigar. ¡Otra taza! Palabra de honor: el hombre es un bufón que baila al borde de un precipicio.
Nos habla de la inmoralidad de las Uniones peligrosas. Y de no sé qué otro libro que tiene nombre de doncella de cámara; pero existe un libro horrible, sucio, espantoso, corruptor, siempre abierto, que no se cerrará nunca: el gran libro del mundo, sin contar otro libro mil veces más peligroso, compuesto de todo lo que se susurra al oído entre los hombres, o detrás del abanico entre las mujeres, por la noche, en el sarao.
—Henri, sin duda te ocurre algo extraordinario; esto salta a la vista, a pesar de tu discreción activa.
—¡Sí, claro! Tengo que matar el tiempo hasta esta noche. Vamos al juego… Quizá tendré la suerte de perder.
De Marsay se levantó, tomó un puñado de billetes de banco, los enrolló para meterlos en su cigarrera, se vistió y aprovechó el coche de Paul para ir al Salón de los extranjeros, donde pasó el tiempo hasta la hora de la cena entregado a esas emocionantes alternativas de pérdidas y ganancias, que son el último recurso de los organismos fuertes, cuando se ven obligados a ejercer su fuerza en el vacío. Por la noche fue al punto de la cita y se dejó vendar los ojos con complacencia. Después, con aquella firme voluntad que sólo los hombres verdaderamente fuertes son capaces de concentrar, dirigió su atención y aplicó su inteligencia a la tarea de adivinar por qué calles pasaba el coche. Tuvo la casi certidumbre de que lo habían llevado a la rue Saint-Lazare, y que se detuvo ante la pequeña puerta del jardín de la mansión San Real. Cuando franqueó, como la primera vez, esta puerta, y lo pusieron sobre unas parihuelas transportadas, sin duda, por el mulato y por el cochero, comprendió, al oír crujir la arena bajo sus pies, por qué tomaban tan minuciosas precauciones. Si hubiese estado libre, o si hubiese andado, hubiera podido recoger la rama de un arbusto, estudiar la arena adherida a sus botas; mientras que, transportado por vía aérea, por decirlo así, a un hotel inaccesible, su buena fortuna debía de ser lo que había sido hasta entonces, un sueño. Mas, para desesperación del hombre, sólo se pueden hacer cosas imperfectas, tanto en bien como en mal. Todas sus obras intelectuales o físicas están señaladas por una marca de destrucción.
Había llovido ligeramente y la tierra estaba húmeda.
Durante la noche, algunos olores vegetales son mucho más fuertes que durante el día. Henri, pues, percibió los perfumes de la reseda, recorriendo la alameda por la que le llevaban. Esta indicación debía de iluminarlo en las búsquedas que se proponía hacer para reconocer la casa en que se encontraba el tocador de Paquita. Estudió incluso las vueltas y revueltas que sus portadores hicieron en el interior de la casa, y creyó poder recordarlas.
Se encontró, como la víspera, sobre la otomana y ante Paquita, que le desataba la venda, pero la vio pálida y cambiada. Había llorado. Arrodillada como un ángel en oración, pero como un ángel triste y profundamente melancólico, la pobre niña ya no parecía la criatura curiosa, impaciente y saltarina que tomó a De Marsay sobre sus alas para transportarlo al séptimo cielo del amor. Había algo de tan auténtico en aquella desesperación velada por el placer, que el terrible De Marsay no pudo reprimir una admiración ante aquella nueva obra maestra de la naturaleza, y olvidó momentáneamente el interés principal de aquella cita.
—¿Qué tienes, Paquita?
—Amigo mío —dijo ella—, ráptame esta misma noche. Llévame a cualquier parte donde no puedan decir al verme: «Ésta es Paquita», donde nadie responda: «Vino una joven de mirada de oro, que tiene largos cabellos». Allí te daré cuantos placeres quieras recibir de mí. Después, cuando ya no me ames, me dejarás, yo no me quejaré ni diré nada; y mi abandono no deberá causarte ningún remordimiento, pues un día pasado a tu lado, un solo día, durante el cual te haya podido mirar, me habrá valido por una vida. Pero si me quedo aquí, estoy perdida.
—No puedo abandonar París, mi pequeña —respondió Henri—. No me pertenezco, estoy atado por un juramento de varias personas que son para mí lo que yo soy para ellas. Pero puedo hallarte en París un refugio al que no llegará ningún poder humano.
—No —dijo ella—, olvidas el poder femenino.
Jamás frase pronunciada por una voz humana expresó el terror de manera más completa.
—¿Quién podría llegar aquí, pues, si yo me interpongo entre tú y el mundo?
—¡El veneno! —dijo ella—. Doña Concha ya sospecha de ti… Y —repuso, vertiendo unas lágrimas que brillaron sobre sus mejillas— es muy fácil de ver que ya no soy la misma. Si tú me abandonas al furor del monstruo que me devorará, hágase tu santa voluntad. Pero ven, haz que en nuestro amor existan todas las voluptuosidades de la vida. Además, suplicaré, lloraré, gritaré, me defenderé, quizá me salvaré.
—¿Qué suplicarás, entonces? —preguntó él.
—¡Silencio! —dijo Paquita—. Si obtengo merced, será tal vez a causa de mi discreción.
—Dame mi vestido —dijo insidiosamente Henri.
—¡No, no! —respondió ella con vivacidad—. Continúa tal como eres: uno de esos ángeles que me habían enseñado a odiar y en los que yo no veía más que a monstruos, a pesar de que sois lo que hay de más hermoso bajo el cielo —dijo, acariciando los cabellos de Henri—. Tú desconoces hasta qué punto soy ignorante. No he aprendido nada. Desde la edad de doce años he vivido encerrada sin ver a nadie. No sé leer ni escribir y solamente hablo inglés y español.
—¿Y cómo es posible, pues, que recibas cartas de Londres?
—¿Mis cartas?… ¡Aquí las tienes! —dijo, yendo a sacar unos papeles de un gran jarrón japonés.
Acto seguido tendió a De Marsay unas cartas en que el joven vio con sorpresa unas extrañas figuras, parecidas a las de los jeroglíficos, trazadas con sangre y que expresaban frases llenas de pasión.
—Pero —exclamó al admirar aquellos jeroglíficos, fruto de hábiles celos—, ¿entonces, te encuentras bajo el poder de un genio infernal?
—Infernal —repitió ella.
—En tal caso, ¿cómo has podido salir?…
—¡Ah —exclamó ella—, de ahí viene mi ruina! He puesto a doña Concha entre el miedo de una muerte inmediata y una cólera futura. Sentía una curiosidad endemoniada, quería romper este cinturón de cobre que habían trazado entre la creación y yo, y quería ver lo que eran los jóvenes, pues no conozco a más hombres que al marqués y Cristemio.
Nuestro cochero y el ayuda de cámara, que nos acompañan, son viejos…
—Pero no estabas encerrada siempre, supongo. Tu voluntad requería que…
—Sí —repuso ella—, salíamos a pasear, pero de noche y por el campo, a orillas del Sena, lejos del mundo.
—¿No te sientes orgullosa de verte amada así?
—¡En absoluto! Aunque muy llena, esta vida oculta no es más que oscuridad comparada con la luz.
—¿A qué llamas tú la luz?
—¡A ti, mi bello Adolphe! ¡A ti, por quien daría mi vida! ¡Todas las cosas apasionadas que me han dicho y que yo inspiraba, las experimento por ti! Por momentos no comprendía nada de la existencia, pero ahora ya sé cómo nos amamos y hasta el presente era sólo yo la persona amada; yo, que no amo. Lo dejaría todo por ti; llévame contigo. Si tú quieres tómame como un juguete, pero déjame cerca de ti hasta que decidas romperme.
—¿No tendrás que lamentarlo?
—¡No! —dijo ella dejando que leyese en sus ojos, cuyo tono dorado permaneció puro y claro.
«¿Seré yo el preferido? —se dijo Henri, que, entreviendo la verdad se encontraba entonces dispuesto a perdonar la ofensa en aras de un amor tan ingenuo—. Ya lo veré», pensó.
Si Paquita no le debía cuentas del pasado, el menor recuerdo se convertía en un crimen a sus ojos. Así, tuvo la triste fuerza de pensar en él, de juzgar a su amante, de estudiarla mientras se abandonaba a los placeres más arrebatadores que jamás Pêri, alguna descendida de los cielos, haya podido hallar para su bienamado. Paquita parecía haber sido creada para el amor, con un cuidado especial por parte de la naturaleza. De una noche a la siguiente, su genio de mujer realizó progresos rapidísimos. Fuesen cuales fuesen el poder de aquel joven y su despreocupación en lo tocante a los placeres, pese a la saciedad de la víspera, encontraba en la muchacha de los ojos de oro aquel desarrollo que sabe crear la mujer amante y a la que un hombre no renuncia jamás. Paquita respondía a aquella pasión que sienten todos los hombres verdaderamente grandes por el infinito, pasión misteriosa expresada de manera tan dramática en el Fausto y traducida tan poéticamente en el Manfredo, que impulsaba a Don Juan a registrar el corazón de las mujeres, esperando encontrar en él aquel pensamiento sin límites, a la búsqueda del cual parten tantos cazadores de espectros, que los sabios creen entrever en la ciencia y que los místicos encuentran solamente en Dios.
La esperanza de poseer finalmente el ser ideal por el que la lucha podría ser constante sin fatiga, embelesó a Henri, que por primera vez desde hacía mucho tiempo, abrió su corazón. Sus nervios se relajaron, su frialdad se fundió en la atmósfera de aquel alma ardiente, sus terminantes doctrinas se disiparon y la felicidad le coloreó la existencia, como aquel tocador blanco y rosado. Al notar el aguijón de una voluptuosidad superior, se vio arrastrado más allá de los límites en los que hasta entonces había encerrado la pasión. No quiso verse rebasado por aquella joven, que un amor en cierto modo artificial había adaptado de antemano a las necesidades de su alma y entonces encontró, en aquella vanidad que impulsa al hombre a permanecer vencedor en todo, las fuerzas necesarias para tomar a la joven; pero lanzado también más allá de aquella línea en que el alma es dueña de sí misma, se perdió en esos limbos deliciosos que el vulgo llama, de manera tan necia, los terrenos de la imaginación. Fue tierno, bueno y comunicativo. Casi volvió loca a Paquita.
—¿Por qué no nos vamos a Sorrento, a Niza o a Chiavari, a pasar toda nuestra vida así? ¿No lo quieres? —decía a Paquita con voz penetrante.
—¿Es que tienes necesidad de decirme si quiero? —exclamó Paquita—. ¿Acaso tengo voluntad? No soy nada fuera de ti más que para ser un placer para ti. Si quieres escoger un retiro digno de nosotros, el Asia es el único país donde el amor puede desplegar sus alas…
—Tienes razón —repuso Henri—. Vamos a las Indias, donde la primavera es eterna, donde la tierra siempre tiene flores, donde el hombre puede desplegar la pompa de los soberanos sin que nadie lo critique, como en los estúpidos países en que se pretende realizar la vulgar quimera de la igualdad. Vamos al país en que la vida transcurre en medio de un pueblo de esclavos, en que el sol ilumina siempre un palacio blanco, donde se siembran perfumes en el aire, donde las aves cantan el amor y donde las gentes mueren cuando ya no pueden seguir amando…
—¡Y mueren juntas! —dijo Paquita—. Pero no partamos mañana, partamos al instante…, llevémonos a Cristemio.
—Por mi fe, el placer es el más bello desenlace de la vida. Vámonos al Asia; pero, para partir, criatura, hace falta mucho oro, y, para tener oro, hay que arreglar los asuntos.
Ella no comprendía en absoluto estas ideas.
—Oro lo hay aquí hasta esta altura —dijo, alzando la mano.
—Pero no es mío.
—¿Y eso qué importa? —repuso ella—. Si nos hace falta, tomémoslo.
—No te pertenece.
—¿Qué significa pertenecer? ¿No me has tomado tú? Cuando lo hayamos tomado nos pertenecerá.
Él se echó a reír.
—¡Pobre inocente! No sabes nada de las cosas de este mundo.
—¡No, pero mira lo que sé! —exclamó, atrayendo a Henri sobre ella.
En el mismo instante en que De Marsay lo olvidaba todo y concebía el deseo de apropiarse para siempre de aquella criatura, recibió en medio de su alegría como una puñalada que le atravesó el corazón de parte a parte y lo mortificó por primera vez. Paquita, que le había alzado vigorosamente en el aire, como para contemplarle, exclamó:
—¡Oh, Mariquita!
—¡Mariquita! —rugió el joven—. Ahora ya sé todo lo que aún no acababa de creer.
Se abalanzó hacia el mueble en el que estaba guardado el largo puñal. Afortunadamente para Paquita y para él, el armario estaba cerrado. Su rabia aumentó ante este obstáculo; pero recuperó su tranquilidad, fue en busca de su corbata y avanzó hacia ella con aire tan ferozmente significativo que, sin saber qué crimen le imputaba, Paquita comprendió que iba a morir. Entonces se lanzó de un solo brinco al fondo de la habitación para evitar el nudo fatal que De Marsay quería pasarle alrededor del cuello. Hubo un combate. Por ambas partes, la elasticidad, la agilidad y el vigor fueron iguales. Para terminar la lucha, Paquita tiró entre las piernas de su amante un cojín que lo hizo caer, y aprovechó el respiro que le dio esta ventaja para pulsar el resorte que hacía sonar un timbre. El mulato llegó al instante. En un abrir y cerrar de ojos, Cristemio saltó sobre De Marsay, lo derribó y le puso el pie sobre el pecho, con el talón vuelto hacia la garganta. De Marsay comprendió que si se debatía resultaría aplastado al instante, a la menor señal de Paquita.
—¿Por qué querías matarme, amor mío? —le preguntó ella.
De Marsay no respondió.
—¿En qué te he desagradado? Habla, explícame.
Henri guardó la actitud flemática del hombre fuerte que se sabe vencido: continente frío, silencioso, muy inglés, que revelaba la conciencia de su dignidad gracias a una momentánea resignación. Además, ya había pensado, pese a su arrebato de cólera, que era poco prudente comprometerse con la justicia matando a aquella joven de improviso y sin haber preparado su asesinato de manera que pudiera asegurarse la impunidad.
—Háblame, mi bienamado —prosiguió Paquita—. ¡No me dejes sin un adiós de amor! No querría conservar en mi corazón el espanto que acabas de depositar en él… ¿Hablarás? —dijo, pataleando con cólera.
Por toda respuesta, De Marsay le dirigió una mirada que significaba tan a las claras morirás, que Paquita se precipitó hacia él.
—Bien, ¿quieres matarme? ¡Si mi muerte puede causarte placer, mátame!
Hizo una seña a Cristemio, quien levantó el pie que tenía encima del joven y se fue sin dejar ver en el rostro si la acción de Paquita le merecía buena o mala opinión.
—¡Esto es un hombre! —dijo De Marsay, indicando al mulato con un gesto sombrío—. No hay más abnegación que la que obedece a la amistad sin juzgarla. Tú tienes en este hombre a un verdadero amigo.
—Te lo daré si quieres —respondió ella—. Te servirá con la misma abnegación que a mí, si yo se lo pido.
Esperó un palabra de respuesta y prosiguió, con un acento lleno de ternura:
—¡Adolphe, dime una palabra agradable!… Pronto amanecerá.
Henri no respondió. Aquel joven poseía una triste cualidad, pues se considera como una gran cosa todo cuanto se parece a la fuerza, y los hombres divinizan a menudo las extravagancias. Henri no sabía perdonar. El volverse atrás, que ciertamente es una de las gracias del alma, no tenía sentido para él. La ferocidad de los hombres del Norte, de que la sangre inglesa se halla fuertemente impregnada, le había sido transmitida por su padre. Era inquebrantable en sus sentimientos, ya fuesen buenos o malos. La exclamación de Paquita fue tanto más horrible para él, cuanto que había sido destronado del más dulce triunfo que jamás aumentó su vanidad masculina. La esperanza, el amor y todos los sentimientos se habían exaltado en él, todo había llameado en su corazón y en su inteligencia; y después aquellas llamas, encendidas para iluminar su vida, fueron apagadas por un viento frío. Paquita, estupefacta, no tuvo, en su dolor, más que fuerzas para dar la señal de partida.
—Esto es inútil —dijo, tirando la venda—. Si no me ama, si me odia, todo ha terminado.
Esperó una mirada sin obtenerla y cayó medio muerta. El mulato dirigió a Henri una mirada tan espantosamente significativa, que hizo temblar por primera vez en su vida a aquel joven, a quien nadie negaba el don de una rara intrepidez. «¡Si no la amas como se merece, si le haces el menor daño, te mataré!». Éste era el sentido de aquella rápida mirada.
De Marsay fue conducido con cuidados casi serviles a lo largo de un corredor iluminado por días de sufrimiento, y a cuyo extremo desembocó, por una puerta secreta, en una escalera oculta que conducía al jardín del hotel San Real. El mulato le hizo avanzar con precaución por una avenida de tilos que terminaba ante una portezuela que daba a una calle desierta en aquella época. De Marsay lo observó bien todo. El coche le esperaba pero, esta vez, el mulato no le acompañó, y, en el momento en que Henri asomó la cabeza a la ventanilla para volver a ver los jardines y la mansión, se encontró con los ojos blancos de Cristemio, con el que cambió una mirada. Por ambas partes aquello fue una provocación, un desafío, el anuncio de una guerra de salvajes, de un duelo donde cesaban las leyes ordinarias, en que la traición y la perfidia eran medios admitidos. Cristemio sabía que Henri había jurado dar muerte a Paquita. Henri sabía que Cristemio quería matarlo antes de que diese muerte a Paquita. Ambos se entendieron a maravilla.
«La aventura se complica de una manera muy interesante», se dijo Henri.
—¿Adónde llevo al señor? —le preguntó el cochero.
De Marsay se hizo conducir a casa de Paul de Manerville.
Durante más de una semana, Henri permaneció ausente de su domicilio, sin que nadie pudiese saber lo que hizo durante este tiempo ni dónde habitó. Aquel retiro le salvó del furor del mulato y acarreó la pérdida de la pobre criatura que había puesto toda su esperanza en aquel que amaba, como jamás criatura alguna amó sobre esta tierra.
El último día de aquella semana, alrededor de las once de la noche, Henri se presentó, en coche, a la puerta del jardín de la mansión de San Real. Cuatro hombres le acompañaban. El cochero era sin duda uno de sus amigos, pues se levantó de su asiento, semejante a un atento centinela deseoso de percibir el menor ruido. Uno de los otros tres permaneció frente a la puerta, en la calle; el segundo permaneció de pie en el jardín, apoyado en el muro; y el último, que llevaba un manojo de llaves en la mano, acompañó a De Marsay.
—Henri —le dijo su compañero—, nos han hecho traición.
—¿Quién, mi buen Ferragus?
—No duermen todos —respondió el jefe de los Devoradores—. Esto indica de manera inequívoca que alguno de la casa no ha bebido ni comido… ¿Ves esa luz?
—Tenemos el plano de la casa. ¿De dónde sale?
—No necesito el plano para saberlo —respondió Ferragus—. Proviene de la habitación de la marquesa.
—¡Ah! —exclamó De Marsay—. Sin duda hoy ha llegado de Londres. Esta mujer me arrebatará hasta mi venganza.
Pero si se me ha adelantado, mi buen Gratien, la entregaremos a la justicia.
—¡Escucha! El asunto está concluido —dijo Ferragus a Henri.
Ambos amigos prestaron oído y oyeron unos gritos debilitados que hubieran enternecido a un tigre.
—Tu marquesa no ha pensado que los sonidos saldrían por el tubo de la chimenea —dijo el jefe de los Devoradores, riendo como un crítico encantado de descubrir una falta en una bella obra.
—Solamente nosotros sabemos preverlo todo —dijo Henri—. Espérame. Quiero ver qué sucede allí arriba, para saber cómo resuelven sus querellas domésticas… ¡Por el nombre de Dios! Yo diría que la está asando a fuego lento.
De Marsay subió con presteza por la escalera que ya conocía y reconoció el camino del tocador. Cuando abrió la puerta, experimentó el involuntario estremecimiento que causa al hombre más decidido la vista de la sangre derramada. El espectáculo que se ofreció a sus miradas, además, tuvo para él más de un motivo de asombro. La marquesa era mujer: había calculado su venganza con aquella perfección en la perfidia que distingue a los animales débiles. Había disimulado su cólera para asegurarse del crimen antes de castigarlo.
—¡Demasiado tarde, mi bienamado! —dijo Paquita, moribunda, volviendo sus ojos pálidos hacia De Marsay.
La muchacha de los ojos de oro expiraba ahogada en sangre. Las luces, que estaban todas encendidas, el delicado perfume que flotaba en la atmósfera, cierto desorden en que la mirada de un hombre de buena fortuna podía reconocer las locuras comunes a todas las pasiones, revelaban que la marquesa había interrogado sabiamente a la culpable. Aquel blanco aposento, en el que la sangre se destacaba tanto, revelaba un largo combate. Las manos de Paquita estaban marcadas en los cojines. Por doquier se había agarrado a la vida, por doquier se había defendido y por doquier había sido golpeada. Sus manos ensangrentadas arrancaron jirones de la tela canalada que cubría la pared, prueba de que había luchado mucho tiempo. Paquita debió de intentar trepar al techo: sus pies desnudos estaban marcados a lo largo del respaldo del diván, sobre el que, sin duda, había corrido. Su cuerpo, destrozado a puñaladas por su verdugo, decía con qué encarnizamiento había disputado una vida que Henri le hacía tan cara. Yacía por tierra y, al morir, había mordido los músculos del tobillo de madame de San Real, que aún esgrimía el puñal bañado en sangre. La marquesa tenía los cabellos arrancados, estaba cubierta de mordiscos, varios de los cuales sangraban, y sus ropas desgarradas la mostraban medio desnuda, con los senos arañados. Así, estaba sublime. Su cabeza, ávida y furiosa, respiraba el olor de la sangre. La boca jadeante estaba entreabierta y las aletas de la nariz dilatadas demostraban que se ahogaba. Algunos animales enfurecidos se abalanzan sobre su enemigo, lo matan y, tranquilos en su victoria, parecen haberlo olvidado todo. Hay otros que dan vueltas alrededor de su víctima, la observan temerosos de que se la arrebaten y, parecidos al Aquiles homérico, dan nueve veces la vuelta a Troya, arrastrando a su enemigo por los pies. Así estaba la marquesa. No vio a Henri. En primer lugar, se sabía en la más completa soledad para temer la presencia de testigos; luego estaba demasiado embriagada de sangre caliente, demasiado animada por la lucha, demasiado exaltada para percibir a París entero, si París hubiese formado un círculo a su alrededor. No hubiera ni siquiera sentido el rayo. Ni tan sólo oyó el último suspiro de Paquita y creía que la muerta aún podía oírla.
—¡Muere sin confesión! —la apostrofaba—. Vete al infierno, monstruo de ingratitud; no seas de nadie salvo del demonio. ¡Por la sangre que le has dado, me debes toda la tuya! ¡Muere, muere, sufre mil muertes! Yo he sido demasiado buena, sólo he tardado un momento en matarte y hubiera querido hacerte experimentar todos los dolores que tú me has legado. ¡Yo viviré, viviré desdichada y reducida a amar únicamente a Dios!
Y la contempló.
»¡Está muerta! —se dijo tras de una pausa, haciendo un violento examen de conciencia—, ¡Muerta, ah! ¡Moriré de dolor!
La marquesa quiso ir a tirarse sobre el diván, abrumada por una desesperación que le quitaba la voz, y aquel movimiento le permitió ver finalmente a Henri de Marsay.
—¿Quién eres? —le dijo, corriendo hacia él mientras blandía el puñal.
Henri le sujetó el brazo y de esta guisa ambos pudieron contemplarse cara a cara. Una sorpresa horrible les heló la sangre en las venas, y temblaron sobre sus piernas como corceles asustados. En efecto, los dos Menecmos no se hubieran parecido más.
Ambos pronunciaron las mismas palabras:
—Sin duda, lord Dudley es vuestro padre.
Ambos inclinaron la cabeza afirmativamente.
—Ha sido fiel a la sangre —dijo Henri, señalando a Paquita.
—Su culpa ha sido también insignificante —respondió Margarita-Eufemia Porraberil, que se lanzó sobre el cuerpo de Paquita lanzando un grito de desesperación—. ¡Pobre hija! ¡Oh, quisiera reanimarte! ¡Me equivoqué, perdóname, Paquita!… ¡Tú has muerto y yo vivo! Yo soy la más desgraciada de las dos.
En aquel instante apareció la horrible figura de la madre de Paquita.
—¡Vas a decirme que no me la vendiste para que la matase! —exclamó la marquesa—. Sé para qué sales de tu guarida. Te la pagaré dos veces. Cállate.
Fue a buscar una bolsa de oro en el mueble de ébano y la tiró desdeñosamente a los pies de la vieja. El tintineo del oro hizo que se dibujase una sonrisa en la inmóvil fisonomía de la georgiana.
—Llego a tiempo, hermana —dijo Henri—. La justicia va a reclamarte…
—Nada —respondió la marquesa—. Sólo había una persona que pudiese pedir cuentas de Paquita y era Cristemo. Pero Cristemo ha muerto.
—¿Y esta madre —dijo Henri indicando a la vieja—, no te sacará dinero constantemente?
—Es de un país en que las mujeres no son seres humanos, sino objetos con los que se puede hacer lo que se desee: comprarlos, venderlos, matarlos, utilizarlos para toda clase de caprichos, como aquí nos servimos de los muebles. Además, tiene una pasión que hace capitular a todas las otras y que hubiera aniquilado su amor maternal si hubiese amado a su hija; una pasión…
—¿Cuál? —preguntó vivamente Henri, interrumpiendo a su hermana.
—El juego. ¡Dios te guarde de él! —respondió la marquesa.
—¿Pero quién te ayudará —dijo Henri, indicando a la muchacha de los ojos de oro— a borrar las señales de estos horrores que la justicia no te perdonaría?
—Tengo a su madre —respondió la marquesa señalando a la vieja georgiana, a la que indicó que se quedase.
—Nos volveremos a ver —dijo Henri, que pensaba en la inquietud de sus amigos y sentía la necesidad de partir.
—No, hermano mío —dijo ella—, no volveremos a vernos jamás. Yo vuelvo a España para ingresar en el convento de los Dolores.
—Aún eres demasiado joven y hermosa —dijo Henri tomándola en sus brazos y dándole un beso.
—Adiós —dijo ella—; nada me consuela por haber perdido lo que nos pareció a ambos que era el infinito.
Ocho días después, Paul de Manerville encontró a De Marsay en las Tullerías, en la terraza de los Feuillants.
—Bien, ¿qué ha sido de nuestra hermosa muchacha de los ojos de oro, gran desalmado?
—Ha muerto.
—¿De qué?
—Del pecho.
París, marzo de 1834, abril de 1835.