IV
¿DÓNDE SE PUEDE MORIR?
Al día siguiente, alrededor de las nueve, Jules se escapó de su casa, corrió a la rue des Enfants-Rouges, subió y llamó a la puerta de la viuda Gruget.
—¡Ah, veo que tenéis palabra! Sois puntual como la aurora. Pasad, señor —le dijo la vieja pasamanera al reconocerlo—. Os he preparado una taza de café a la crema, para el caso de que… —prosiguió cuando hubo cerrado la puerta—. Crema de verdad, ¿eh?, una jarrita que yo misma he visto ordeñar en la vaquería que tenemos en el mercado de los Enfants-Rouges.
—Gracias, señora, pero no quiero nada. Llevadme a…
—Bien, bien, mi querido señor. Venid por aquí.
La viuda condujo a Jules a una habitación situada encima de la suya, y donde le mostró triunfalmente una abertura grande como una moneda de cuarenta sueldos, practicada durante la noche en un lugar que correspondía a los rosetones más altos y más oscuros del papel que revestía las paredes de la habitación de Ferragus.
Dicha abertura se encontraba, en ambas piezas, encima de un armario. Los ligeros desperfectos causados por el cerrajero no dejaron trazas en ningún lado del muro medianero, y era dificilísimo distinguir en la oscuridad aquella especie de aspillera. Pero Jules se vio obligado, para mantenerse allí y para ver bien, a adoptar una posición muy fatigosa, inclinado sobre una escalerilla que la viuda Cruget colocó en el lugar conveniente.
—Ahora está con un señor —dijo la vieja, retirándose.
Jules distinguió, en efecto, a un hombre ocupado en curar un rosario de llagas causadas por varias quemaduras practicadas en los hombros de Ferragus, cuya cabeza reconoció, según la descripción que le había facilitado monsieur de Maulincour.
—¿Cuándo crees que estaré curado? —le oyó preguntar.
—No lo sé —respondió el desconocido—, pero en opinión de los médicos, aún harán falta siete u ocho curas.
—Bien, hasta esta noche —dijo Ferragus tendiendo la mano al desconocido, que acababa de colocarle la última venda.
—Hasta esta noche —respondió el interpelado, estrechando cordialmente la mano de Ferragus—. Deseo verte pronto libre de tus sufrimientos.
—En fin, los papeles de monsieur de Funcal nos serán entregados mañana, y Henri Bourignard ya está muerto y bien muerto —repuso Ferragus—. Las dos cartas fatales que nos han costado tan caras ya no existen. Volveré a ser un hombre entre los hombres, un ser social, y valgo muy bien el marino que se han comido los peces. ¡Dios sabe si es por mí por lo que me hago conde!
—Pobre Gratien, nuestra cabeza más firme, nuestro hermano querido; tú eres el benjamín de la banda, y lo sabes.
—¡Adiós! Vigilad bien a Maulincour.
—Estate tranquilo sobre ese punto.
—¡Eh, marqués! —gritó el viejo presidiario.
—¿Qué?
—Ida es capaz de todo, después de la escena de anoche. Si se ha tirado al agua, te aseguro que no la pescaré, pues así guardará mejor el secreto de mi nombre, el único que posee; pero vigílala, porque al fin y al cabo es una buena muchacha.
—Bien.
El desconocido se retiró. Diez minutos después, Jules oyó, no sin un estremecimiento febril, el susurro peculiar producido por unas ropas de seda y reconoció los pasos de su mujer.
—Hola, padre —dijo Clémence—, mi pobre padre, ¿cómo estáis? ¡Qué valor el vuestro!
—Acércate, hija mía —respondió Ferragus tendiéndole la mano.
Y Clémence le presentó la frente, que él besó.
—Vamos a ver, ¿qué tienes, mi pobre pequeña? ¿Qué nuevas penas?…
—¿Penas, padre mío? Esto será la muerte de vuestra hija, que tanto amáis. Como os escribí ayer es absolutamente necesario que vuestra cabeza, tan fértil en ideas, encuentre el medio de ver hoy mismo a mi pobre Jules. ¡Si supieseis lo bueno que ha sido conmigo, a pesar de sus sospechas, tan legítimas en apariencia! Padre mío, este amor es mi vida. ¿Queréis verme morir? ¡Ah, cuanto he sufrido ya! Y tengo el presentimiento de que mi vida está en peligro.
—¿Perderte, hija mía —dijo Ferragus—, perderte por la curiosidad de un miserable parisién? Pegaría fuego a París. ¡Ah, tú sabes lo que es un amante, pero no sabes lo que es un padre!
—Padre mío, me asustáis cuando me miráis así. No pongáis en la balanza dos sentimiento tan distintos. Yo tenía un esposo antes de saber que mi padre vivía.
—Si tu marido fue el primero que depositó besos en tu frente —respondió Ferragus—, yo fui el primero que depositó lágrimas en ella… Tranquilízate, Clémence, ábreme tu corazón. Te quiero tanto que me basta saber que eres dichosa para que yo también me sienta dichoso, aunque tu padre no sea casi nada en tu corazón, mientras que tú llenas el suyo.
—¡Dios mío, cuánto bien me hacen estas palabras! Aún os amo más y siento como si robara algo a Jules. Pero, mi buen padre, pensad en lo que es la desesperación. ¿Qué le diré dentro de dos horas?
—Criatura, ¿he esperado acaso tu carta para salvarte de la desdicha que te amenaza? ¿Y qué ha sido de aquellos que quieren destruir tu felicidad o interponerse entre nosotros? ¿No has reconocido nunca la segunda providencia que vela por ti? ¿No sabes que doce hombres rebosantes de fuerza e inteligencia forman un cortejo alrededor de tu amor y de tu vida, dispuestos a todo para salvaros? ¿Existe un padre capaz de jugarse la vida para ir a verte durante el paseo, para ir a admirarte en tu cunita cuando estabas en casa de tu madre, durante la noche? ¿Este padre, que sólo ha encontrado fuerzas para vivir en el recuerdo de tus caricias infantiles, en unos momentos en que un hombre de honor hubiera debido matarse para escapar a la infamia? Este padre soy yo, en fin, yo que sólo respiro por tu boca, yo que sólo veo por tus ojos, yo que sólo siento por tu corazón, yo que sería capaz de defender con las garras de un león y con el alma de un padre a mi único bien, mi vida, mi hija… Pero desde que murió aquel ángel que era tu madre, yo sólo he soñado con una cosa, con la felicidad de presentarte como hija mía, de estrecharte en mis brazos ante la faz del cielo y de la tierra, con dar muerte al presidiario… (Se produjo una ligera pausa). De darte un padre —prosiguió—, de poder estrechar sin avergonzarme la mano de tu marido, de vivir sin temor en vuestros corazones, de decir a todo el mundo, al verte: «¡Esta es mi hija!». ¡La dicha, en fin, de ser padre plenamente!
—¡Oh, padre mío, padre mío!
—Después de muchas penalidades, después de registrar medio mundo —continuó Ferragus—, mis amigos me han encontrado una nueva piel de hombre, que voy a ponerme. Dentro de pocos días seré monsieur de Funcal, un conde portugués. Te aseguro, mi querida hija que a mi edad muy pocos tendrían la paciencia de aprender el portugués y el inglés, que ese diablo de marino sabía a la perfección.
—¡Padre mío querido!
—Todo está previsto y dentro de algunos días, Su Majestad Juan VI, rey de Portugal, será mi cómplice. Así, sólo debes tener un poco de paciencia, pensando que tu padre ha tenido mucha. Mas para mí era muy sencillo. ¿Qué no haría yo para recompensar tu abnegación durante tres años? ¡Venir a consolar tan religiosamente a tu anciano padre, arriesgando tu felicidad!
—¡Padre mío!
Y Clémence tomó las manos de Ferragus para besarlas.
—Vamos, ten aún un poco de valor, mi Clémence; guardemos el fatal secreto hasta el final. Jules no es un hombre ordinario; sin embargo, no podemos asegurar si su gran temple y su amor extremado determinarán cierto menosprecio por la hija de un…
—¡Oh! —exclamó Clémence—, habéis leído en el corazón de vuestra hija; es el único temor que tengo —agregó con un tono desgarrador—. Este pensamiento me deja helada. Pero, padre mío, pensad que he prometido decirle la verdad dentro de dos horas.
—Pues bien, hija mía; dile que vaya a la Embajada de Portugal, a ver al conde de Funcal, tu padre: yo le esperaré allí.
—¿Y monsieur de Maulincour, que le ha hablado de Ferragus? ¡Dios mío, padre; siempre engañar, siempre… qué suplicio!
—¿A mí me lo dices? Pero esperemos aún unos días, y ya no existirá un solo hombre que pueda desmentirme. Además, monsieur de Maulincour ya no se encuentra sin duda en estado de recordar nada… vamos, locuela, seca tus lágrimas y piensa que…
En aquellos momentos un grito terrible resonó en la estancia en que se hallaba monsieur Jules Desmarets:
—¡Mi hija, mi pobre hija!
El clamor atravesó la diminuta abertura practicada encima del armario, y llenó de terror a Ferragus y madame Jules.
—Vete a ver que ocurre, Clémence.
Clémence descendió con rapidez por la escalerilla, encontró abierta de par en par la puerta del piso de madame Gruget, oyó los gritos que resonaban en el piso superior, subió por la escalera y se dirigió, atraída por los sollozos, a la habitación fatal, oyendo estas palabras, antes de penetrar en ella.
—¡Habéis sido vos, señor, con vuestras imaginaciones, el causante de su muerte!
—¡Callaos, miserable! —decía Jules, tapando con el pañuelo la boca de la viuda Gruget, quien se puso a gritar:
—¡Al asesino! ¡Socorro!
En aquel instante entró Clémence, vio a su marido, lanzó un grito y huyó.
—¿Quién salvará a mi hija? —preguntó la viuda Gruget tras de una larga pausa. ¡Vos la habéis asesinado!
—¿Y cómo? —preguntó maquinalmente Jules, estupefacto al haberse visto reconocido por su mujer.
—Leed, señor —exclamó la vieja, deshecha en llanto—. ¿Qué renta puede consolarme de esto?
Y tendió la siguiente misiva a Jules:
¡Adiós, madre mía! Te dego cuanto tengo. Te pido perdón por mis culpas y por el último dolor que te causo al poner fin a mis días. Henry, a quien hamo más que a mí misma, mea dicho que yo era la causa de su desgrasia, y puesto que me rechasa y que e perdido todas mis esperanzas de establecerme, e disidido aogarme. Iré más abajo de Neully para que no me pongan en la Morgue. Si Henry lla no me odia después de aberme dado muerte, ruegale que aga enterrar a una pobre chica cuyo corasón solo ha pal pitado por él, y ce me perdone, pues e y echo mal de meterme en lo que no meimporta. Cuídale bien sus cemaduras. Como a sufrido el pobresillo. Pero yo tendré el valor que el a tenido para caute rizarse. As que lleven los corsés terminados a mis dientas. Y ruega a Dios por tu ija.
IDA.
—Llevad esta carta a monsieur de Funcal, en esa habitación. Si aún hay tiempo, es el único que puede salvar a vuestra hija.
Y Jules desapareció, huyendo como el hombre que ha cometido un crimen. Le temblaban las piernas. Su corazón, dilatado, recibía oleadas de sangre, más cálidas y copiosas que en ningún otro momento de su vida, expulsándolas con fuerza desusada. Las ideas más contradictorias combatían entre sí en su espíritu, y, sin embargo, un solo pensamiento las dominaba. No había sido leal con la persona que más amaba, y le era imposible transigir con su conciencia, cuya voz, que aumentaba a causa de la iniquidad cometida, correspondía a los gritos íntimos de su pasión, durante las cruelísimas horas de duda que antes lo habían agitado. Durante gran parte del día, erró por París, sin atreverse a volver a su casa. Aquel hombre, íntegro y honesto, temblaba ante la perspectiva de encontrarse de nuevo ante el rostro irreprochable de aquella mujer calumniada injustamente. Los crímenes lo son con relación a la pureza de las conciencias, y el hecho que, para un corazón determinado, no pasa apenas de ser una falta baladí, adquiere las proporciones de un crimen para algunas almas cándidas. ¿El término candor, en efecto, no tiene un alcance celestial? ¿Y la más ligera mancha que mancille las blancas vestiduras de una virgen no hace de ellas algo innoble, como lo son los harapos de un mendigo? Entre estas dos cosas, la única diferencia es sólo la que separa la desdicha de la falta. Dios no mide nunca el arrepentimiento, no lo olvida y es necesario, tanto para borrar una mancha como para hacerla olvidar toda una vida.
Estas reflexiones abrumaban a Jules con todo su peso, pues las pasiones, como las leyes humanas, no perdonan, y su razonamiento es más justo, al apoyarse sobre una conciencia sensible como un instinto.
Desesperado, Jules regresó a su casa; pálido, abrumado por la sensación de su culpabilidad, pero sin poder ocultar, a pesar suyo, la alegría que le causaba la inocencia de su mujer. Entró en su habitación con el corazón palpitante, la encontró acostada y con fiebre. Sentándose junto a ella le tomó la mano, la besó y la bañó con sus lágrimas.
—Ángel mío —le dijo, cuando estuvieron solos—, lloro de arrepentimiento.
—¿Y de qué? —repuso ella.
Al decir estas palabras, inclinó la cabeza sobre la almohada cerró los ojos y permaneció inmóvil, conservando el secreto de sus sufrimientos para no asustar a su marido: delicadeza de madre, delicadeza de ángel. En aquella frase estaba toda la mujer. El silencio fue muy largo. Jules, creyendo que Clémence dormía, fue a interrogar a Josefina acerca del estado de su señora.
—Madame volvió medio muerta, señor. Fuimos a buscar al doctor Haudry.
—¿Ha venido? ¿Y qué ha dicho?
—Nada. Señor, no pareció muy contento; ordenó que no se quedase nadie junto a la señora, salvo la veladora, y ha dicho que volvería esta noche.
Jules volvió a entrar de puntillas en la habitación de su esposa, se sentó en un sillón y permaneció ante la cama, inmóvil, sin quitar la vista de los ojos de Clémence; cuando ella alzaba los párpados, lo veía inmediatamente, y entre sus pestañas dolorosas se escapaba una tierna mirada, llena de pasión, exenta de reproches y de amargura, una mirada que caía como una ráfaga de fuego sobre el corazón de aquel marido noblemente absuelto y a quien seguía amando la criatura que él mataba. La muerte era, entre ambos, un presentimiento que se hundía igualmente en sus corazones. Sus miradas se unían en una misma angustia, de igual modo como antes sus corazones se unieran en un mismo amor, igualmente sentido, igualmente compartido. Ya no había interrogantes sino horribles certidumbres. En la mujer, generosidad perfecta; en el marido, espantosos remordimientos; en el alma de ambos, finalmente, la misma visión del desenlace, un idéntico sentimiento de la fatalidad.
Hubo un momento en que, creyendo a su mujer dormida, Jules la besó dulcemente sobre la frente y dijo, después de contemplarla largo rato:
—Dios mío, déjame a este ángel el tiempo suficiente para que yo pueda redimirme de mis culpas mediante una larga adoración… Como hija ha sido sublime; como esposa, no hay palabras para calificarla.
Clémence levantó la mirada y Jules vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Me haces daño —dijo ella, con voz débil.
Al anochecer llegó el doctor Haudry y rogó al marido que se retirase durante su visita. Cuando el médico salió, Jules no le hizo ni una sola pregunta; le bastó con un gesto.
—Llamad a consulta a aquellos de mis colegas en quienes tengáis más confianza; puedo haberme equivocado.
—Pero, doctor, decidme la verdad. Soy un hombre y sabré escucharla; además, tengo el mayor interés en saberla, para ajustar unas cuentas…
—Madame Jules está herida de muerte —respondió el galeno—. Tiene una enfermedad moral que ha hecho grandes progresos y que complica su situación física, ya tan peligrosa, pero aún más agravada por las imprudencias que ha cometido: levantarse descalza de noche; salir cuando yo se lo había prohibido, como ayer, a pie, y hoy, en coche: como si hubiera querido matarse. Sin embargo, mi diagnóstico no es irrevocable; cuenta con su juventud y una energía nerviosa sorprendente… Habría que jugarse el todo por el todo, utilizando un reactivo violento; pero yo no quiero asumir la responsabilidad de prescribírselo y ni siquiera quiero aconsejárselo; y, durante la consulta, me opondré a su empleo.
Jules volvió a la habitación de la enferma. Durante once días, con sus noches, permaneció junto al lecho de su esposa, durmiendo únicamente de día, con la cabeza apoyada a los pies de la cama. Nunca hubo hombre que llevara más lejos que Jules el celo de sus cuidados y la abnegación. No toleraba que nadie hiciese el más pequeño servicio a su esposa; le sujetaba constantemente la mano entre las suyas, como si así quisiera infundirle la vida. Hubo incertidumbres, falsas alegrías, días buenos, una mejoría transitoria, crisis y por último las horribles mutaciones de la muerte que vacila, que duda, pero que ataca.
Madame Jules encontró siempre las fuerzas necesarias para sonreír a su marido; lo compadecía, al saber que pronto estaría solo. Fue una doble agonía: la de la vida y la del amor, pero la vida se debilitaba y el amor se acrecía. Hubo una noche espantosa, en que Clémence sufrió el delirio que siempre precede a la muerte, en quienes son jóvenes. Habló de su feliz amor, habló de su padre, contó lo que le había revelado su madre en el lecho de muerte y las obligaciones que aquélla le había impuesto. Entretanto se debatía, no con la vida, sino con su pasión, que no quería abandonar.
—Dios mío —decía—, haced que él no sepa que quisiera verlo morir conmigo.
Jules, incapaz de resistir aquel espectáculo, estaba en aquel momento en el salón contiguo, y no pudo oír una súplica a la que hubiera obedecido.
Cuando la crisis hubo pasado, madame Jules recuperó en parte sus fuerzas. Al día siguiente aparecía de nuevo bella y tranquila; conversó y demostró cierta animación, mostrándose arreglada y compuesta como suelen arreglarse las enfermas. Después manifestó deseos de estar sola durante todo el día, y alejó a su marido de su lado, con uno de esos ruegos hechos con tanta insistencia, que se atienden como los de los niños. Además, Jules tenía necesidad de aquel día. Fue a visitar a monsieur de Maulincour, para reclamarle el duelo a muerte que ambos habían convenido. Tuvo grandes dificultades en llegar hasta el causante de sus desdichas; pero, al saber que se trataba de un lance de amor, el vidame se inclinó ante los prejuicios que siempre habían regido sus acciones, e introdujo a Jules en las habitaciones del barón. Monsieur Desmarets buscó con la vista al barón de Malincour.
—¡Sí, ahí está! —dijo el comendador, indicándole a un hombre sentado en un sillón cabe la chimenea.
—¿Quién es, Jules? —dijo el moribundo con voz cascada.
Auguste había perdido la única cualidad que nos hace vivir: la memoria. Ante su aspecto, Desmarets retrocedió horrorizado. Le era imposible reconocer al elegante pisaverde en aquel ser sin nombre en ningún idioma, según dijera Bossuet. Se trataba, en efecto, de un cadáver de cabellos blancos; de huesos apenas recubiertos por una piel arrugada, marchita y reseca; de ojos blancos y sin movimiento; la boca espantosamente entreabierta, como la de los locos o de los libertinos víctimas de sus propios excesos. Ya no existía el menor rastro de inteligencia en la frente ni en sus rasgos; y en sus fláccidas carnes, ni rubor, ni apariencia de circulación sanguínea. Era, en fin, un hombre disminuido, efímero, en el estado ya de esos monstruos que se conservan en el Museo, en frascos de alcohol. Jules creyó entrever sobre aquella cabeza el terrible rostro de Ferragus, y tan cumplida venganza sorprendió su propio odio. El marido de Clémence halló piedad en su corazón para los tristes restos de lo que antaño fuera un apuesto joven.
—El duelo ya ha tenido lugar —dijo el comendador.
—¡Habéis matado a mucha gente! —exclamó Jules con tono desgarrador.
—Y a seres muy queridos —agregó el anciano—. Su abuela se muere de pena y probablemente yo la seguiré a la tumba.
Al día siguiente, el estado de madame Jules empeoró de hora en hora. Aprovechó un momento en que recuperó las fuerzas para tomar una carta que tenía bajo la cabecera, la ofreció vivamente a Jules y le hizo una seña fácil de comprender: quería darle, con un beso, su último aliento; él lo recibió y ella murió en sus brazos. Jules se desplomó medio muerto, y lo llevaron seguidamente a casa de su hermano. Cuando su hermano le oyó deplorar, en medio de las lágrimas y el delirio, su ausencia de la víspera, le dijo que, aquella separación, había sido vivamente deseada por Clémence, quien no quiso que fuese testigo del aparato religioso, tan terrible para las imaginaciones tiernas, que despliega la Iglesia al administrar los últimos sacramentos a los moribundos.
—No hubieras podido resistirlo —le dijo su hermano—. Ni siquiera yo pude soportar aquel espectáculo; en tu casa todos lloraban. Parecía una santa. Sacó fuerzas de flaqueza para despedirse de todos nosotros y aquella voz, que oíamos por última vez, nos desgarraba el corazón. Cuando pidió perdón por los disgustos involuntarios que podía haber dado a los que la sirvieron, se escuchó un grito mezclado con sollozos, un grito que…
—¡Basta! —exclamó Jules—. ¡Basta!
Quiso estar solo para leer los últimos pensamientos de aquella mujer que el mundo había admirado y que había pasado como una flor:
Amado mío, este es mi testamento. ¿Por qué no se hace testamento para los tesoros del corazón, como para los de los demás bienes? ¿No era mi corazón todo mi bien? Aquí no quiero ocuparme más que de mi corazón: él fue toda la fortuna de tu Clémence, y todo lo que ella puede dejarte al morir. Jules, aún me amas y esto me hace morir dichosa. Los médicos explican mi muerte a su manera, pero sólo yo conozco su verdadera causa. Te la diré, por pena que esto te produzca. No querría llevarme, en un corazón que te pertenece totalmente, un secreto que te hubiese ocultado, cuando muero víctima de una discreción necesaria.
Jules, he sido criada y educada en la más profunda soledad, lejos de los vicios y las mentiras del mundo, por la amable mujer que tú conociste. La sociedad hizo justicia a estas cualidades convencionales, gracias a las cuales una mujer agrada en sociedad; pero yo gocé, en secreto, de un alma celeste y pude amar a la madre que convirtió mi infancia en una alegría sin sombra de amargura, sabiendo muy bien por qué la quería. ¿No era esto amar doblemente? Sí, yo la amaba, la temía, la respetaba y nada pesaba en mi corazón, ni el respeto, ni el temor. Yo lo era todo para ella y ella lo era todo para mí. Durante diecinueve años plenamente dichosos y despreocupados, mi alma, solitaria en medio del mundo que bullía a mi alrededor, sólo reflejó la imagen más pura, que era la de mi madre, y mi corazón sólo palpitó para ella y por ella. Era de una piedad escrupulosa y me complacía en permanecer pura ante Dios. Mi madre cultivaba en mí todos los sentimientos nobles y altos. ¡Ah, cuanto me place manifestártelo, Jules! Ahora sé que he sido joven y que vine a ti virgen de corazón.
Cuando salí de aquella profunda soledad, cuando por primera vez alisé mis cabellos, adornándolos con una corona de flores de azahar; cuando añadí con complacencia algunos nudos de raso a mi vestido blanco, pensando en el mundo que iba a descubrir y que tenía curiosidad por ver; entonces, Jules, reservé exclusivamente para ti esta inocente y modesta coquetería, pues, a mi entrada en el mundo, tú fuiste el primero a quien vi. Tu rostro se destacaba sobre todos los demás; quedé prendada de tu persona; tu voz y tus maneras me inspiraron favorables presentimientos; y cuando acudiste, cuando me hablaste, con el rubor en el rostro, y con voz temblorosa, aquel momento me inspiró sensaciones que aún me hacen palpitar al escribirte, hoy que pienso en ellas por última vez. Nuestro amor fue al principio la más viva de las simpatías, para ser pronto mutuamente adivinado y luego compartido, del mismo modo que, después, hemos experimentado de igual manera sus innumerables placeres. A partir de entonces, mi madre ocupó sólo un segundo lugar en mi corazón. ¡Yo se lo decía y aquella adorable mujer, sonreía! Después fui tuya, toda tuya. Esta fue mi vida, toda mi vida, mi querido esposo. Y he aquí lo que me queda por decirte.
Una noche, pocos días antes de morir, mi madre me reveló el secreto de su vida, no sin derramar ardientes lágrimas. Te amé aún mucho más cuando supe, antes que el sacerdote encargado de dar la absolución a mi madre, que existían pasiones condenadas por el mundo y por la Iglesia. Mas, ciertamente, Dios no debe mostrarse severo al juzgar el pecado de almas tan tiernas como la de mi madre; sólo que aquel ángel no podía decidir su corazón por el arrepentimiento. Amaba mucho, Jules, era todo amor. Así, yo recé todos los días por ella, sin atreverme a juzgarla.
Entonces supe la causa de su viva ternura maternal; supe entonces que había en París un hombre para quien yo era toda la vida y todo el amor; que tu fortuna era obra suya y que también te amaba; que vivía al margen de la sociedad, que llevaba un nombre maldito y que esto lo apenaba más por mí y por nosotros, que por sí mismo. Mi madre era todo su consuelo y, cuando mi madre murió, yo prometí sustituirla. Con todo el ardor de un alma cuyos sentimientos nada había falseado aún, sólo vi la felicidad de endulzar la amargura que llenaba de dolor los últimos momentos de mi madre, y me comprometí a continuar aquella obra secreta de caridad, de caridad de corazón.
La primera vez que vi a mi padre fue junto al lecho donde mi madre acababa de expirar; cuando él alzó sus ojos llenos de lágrimas, halló de nuevo en mí todas sus esperanzas muertas. Yo había jurado que no mentiría pero que guardaría silencio, y este silencio, ¿qué mujer hubiera sido capaz de romperlo? Esta ha sido mi falta, Jules, una falta que expío con la muerte. Dudé de ti. Pero el temor es algo tan natural en la mujer y en especial en la mujer que sabe todo lo que puede perder… Temblé por mi amor. Me pareció que el secreto de mi padre sería la muerte de mi felicidad, y cuanto más amaba, más miedo tenía. No me atrevía a manifestar este sentimiento a mi padre, para no herirlo, y, en su situación, cualquier herida resultaba dolorosa. Pero él, sin decírmelo, compartía mis temores. Aquel corazón tan paternal temblaba por mi dicha tanto como yo temblaba, y no se atrevía a hablar, obedeciendo a la misma delicadeza que me hacía muda. Sí, Jules, creí que un día quizá no podrías amar a la hija de Gratien tanto como amabas a tu Clémence. De no haber sido por aquel profundo terror, ¿te hubiera ocultado algo, a ti, que estabas totalmente en mi corazón? El día en que aquel odioso, aquel desdichado oficial, te habló, me vi obligada a mentir. Aquel día, conocí el dolor por segunda vez en mi vida, y aquel dolor fue en aumento, hasta este instante, en que hablo contigo por última vez. ¿Qué importa ahora la situación de mi padre? Ya lo sabes todo. Con ayuda de mi amor, hubiera vencido la enfermedad y soportado todos los sufrimientos, pero no sabría ahogar la voz de la duda. ¿No será posible que mi origen altere la pureza de tu amor, lo debilite, lo disminuya? Este temor, nada puede destruirlo en mí.
Esta es, Jules, la causa de mi muerte. No sabría vivir temiendo una palabra o una mirada; una palabra que quizá no dirás nunca, una mirada que no me dirigirás jamás; pero ¿qué vamos a hacerle?, la temo. Mi consuelo es saber que muero amada. Sé que desde hace cuatro años, mi padre y sus amigos han removido cielo y tierra para mentir al mundo. A fin de darme un nombre honorable, han comprado un muerto, un nombre, una fortuna; y todo para resucitar a un vivo; todo para ti, para nosotros. Nosotros debíamos ignorarlo todo. Pero mi muerte evitará, sin duda, esta mentira a mi padre, pues morirá cuando sepa que he muerto. Adiós, pues, Jules, mi corazón está aquí intacto. ¿No es ya dejarte toda mi alma, el hecho de expresarte mi amor en la inocencia de su terror? No hubiera tenido fuerzas suficientes para hablarte, y las tengo para escribirte. Acabo de confesar a Dios las faltas de mi vida; he hecho promesa solemne de ocuparme únicamente del Rey de los Cielos, de ahora en adelante; pero no he podido resistir al placer de confesarme con aquél que, para mí, lo es todo sobre la tierra, ¿Quién podrá perdonarme este último suspiro, entre la vida que fue y la vida que será?
Adiós, pues, Jules, amado mío; me presento ante Dios, cuyo amor es siempre sin nubes y ante quien tú también comparecerás un día. Allí, bajo su trono, juntos para siempre, podremos amarnos por los siglos de los siglos. Esta es la única esperanza que puede consolarte. Si soy digna de precederte, te seguiré desde allí por la vida, mi alma te acompañará y te rodeará, pues tú aún permanecerás en este bajo mundo. Que tu vida sea santa, pues, para que no dejes de venir a mi lado. ¡Puedes hacer tanto bien sobre la tierra! ¿No crees que es una misión angélica, para un ser que sufre, la de derramar la alegría a su alrededor, dando lo que no tiene? Te dejo a los desgraciados, únicamente de su sonrisa y de sus lágrimas no he de sentirme celosa. Hallaremos un gran encanto ejerciendo estas dulces y buenas acciones. ¿No crees que podremos vivir aún juntos si quieres mezclar mi nombre, mezclar a tu Clémence, en estas buenas acciones?
Después de haber amado como nos hemos amado, no hay más que Dios, Jules. Dios no miente, Dios no engaña. Adora a Dios únicamente, este es mi deseo. Cuídale bien en todos cuantos sufren, alivia las ovejas doloridas de su Iglesia. Adiós, alma querida que yo llené: te conozco y sé que no amarás dos veces. Así, pues, voy a expirar feliz, consolada por el pensamiento que hace dichosas a todas las mujeres. Sí, mi tumba será tu corazón. ¡Después de la infancia que te he contado, mi vida ha transcurrido en tu corazón! Una vez muerta, tú ya no me sacarás nunca de él. ¡Qué orgullosa me siento de esta vida única! ¡Sólo me habrás conocido en la flor de la juventud y te dejo una añoranza sin desencantos! ¡Qué muerte tan dichosa, Jules!
Tú que me has comprendido tan bien, permíteme que te pida, aunque sin duda esto es superfluo, que cumplas una fantasía de mujer, la promesa de unos celos cuyo objeto somos. Te ruego que quemes todo cuanto nos perteneció, que destruyas nuestra habitación, que aniquiles todo cuanto pudiera ser un recuerdo de nuestro amor.
Una vez más, adiós, el último adiós, lleno de amor, como lo será mi último pensamiento y mi postrer aliento.
Cuando Jules hubo terminado de leer esta carta, experimentó uno de esos frenesís cuyas espantosas crisis es imposible describir. Todos los dolores son individuales y sus efectos, no se someten a regla fija alguna: hay hombres que se tapan los oídos para no oír nada; mujeres que cierran los ojos para no ver nada; existen también almas grandes y magníficas que se lanzan al dolor como a un abismo. En materia de desesperación, todo es auténtico. Jules huyó de casa de su hermano y volvió a la suya, pues deseaba pasar la noche junto a su esposa y ver hasta el último instante a aquella celestial criatura.
Mientras andaba con la falta de interés por la vida propia de las personas que han alcanzado el último grado de la desdicha, comprendió aquellas leyes del Asia que ordenan que los esposos no deben sobrevivirse. Quiso morir. Aún no estaba abrumado; le dominaba la fiebre del dolor. Llegó sin impedimento y subió a aquel aposento sagrado; vio a su Clémence en el lecho de muerte, bella como una santa, con los cabellos partidos sobre la frente y aplastados sobre los lados, con las manos juntas, envuelta ya en la mortaja. Los cirios iluminaban a un sacerdote que rezaba, a Josefina llorando en un rincón, arrodillada y, después, junto a la cama, a dos hombres. Uno de ellos era Ferragus. Permanecía de pie, inmóvil, contemplando a su hija con los ojos secos; hubiérase dicho que su cabeza era de bronce: no vio a Jules. El otro era Jacquet, Jacquet, para quien madame Jules había sido constantemente buena. Jacquet experimentaba hacia ella una de esas respetuosas amistades que regocijan el corazón sin perturbarlo, que son una pasión dulce, el amor sin sus deseos y sus tempestades; y había venido para pagar religiosamente su deuda de lágrimas, decir largos adioses a la mujer casada, besar por primera vez la frente helada de aquella criatura que convirtió, tácitamente, en hermana suya.
Todo estaba silencioso en la estancia. No había allí ni la terrible muerte de la Iglesia, ni la pomposa muerte que cruza las calles; no, era la muerte deslizada bajo el techo doméstico, la muerte conmovedora; eran las pompas del corazón, el llanto hurtado a todos los ojos.
Jules se sentó al lado de Jacquet, oprimiéndole la mano y, sin pronunciar palabra, todos los personajes de esta escena así permanecieron hasta la madrugada. Cuando el alba hizo palidecer la luz de los cirios, Jacquet, previendo las escenas dolorosas que iban a sucederse, se llevó a Jules a la habitación contigua. En aquel instante, el marido miró al padre y Ferragus miró a Jules. Aquellos dos dolores se interrogaron, se sondearon y se comprendieron con aquella mirada. Un destello de furor pasajero brilló en los ojos de Ferragus.
«¡Tú la has matado!», pensó.
«¿Por qué desconfiasteis de mí?», parecía responderle el esposo.
Aquella escena fue parecida a la que tendría lugar entre dos tigres que reconociesen la inutilidad de una lucha, después de haberse examinado tras una momentánea vacilación, sin ni siquiera rugir.
—Jacquet —dijo Jules—, ¿te has ocupado de todo?
—De todo —respondió el jefe de negociado— pero en todas partes se me anticipaba un hombre, que daba órdenes y lo pagaba todo.
—¡Me arranca a su hija! —exclamó el marido en un violento acceso de desesperación.
Se lanzó a la habitación de su esposa, pero el padre ya no estaba en ella. Habían puesto a Clémence en un ataúd de plomo y unos obreros se aprestaban a soldar la tapa. Jules volvió impresionadísimo por aquel espectáculo y los golpes del martillo que manejaban aquellos hombres le hicieron romper en llanto sin que se diese cuenta.
—Jacquet —dijo—, de esta noche terrible me ha quedado una sola idea, pero es una idea que quiero realizar a cualquier precio. No quiero tener a Clémence en un cementerio de París. Quiero incinerar sus restos, recoger las cenizas y guardarlas. No me digas nada sobre lo que te pido, pero haz lo que sea para convertirlo en realidad. Voy a encerrarme en su habitación y permaneceré en ella hasta el momento de mi partida. Únicamente tú entrarás aquí para darme cuenta de tus gestiones… Vete, no regatees esfuerzos.
En el transcurso de la mañana, madame Jules, después de haber sido expuesta en una capilla ardiente a la puerta de su mansión, fue llevada a Saint-Roch. La iglesia estaba totalmente cubierta de negros crespones. El lujo funerario que acompañaba a aquel entierro atrajo a mucha gente, pues en París todo es espectáculo, incluso el dolor más sincero. Hay personas que salen a la ventana para ver llorar a un hijo que sigue los restos mortales de su madre, y hay otras que buscan un buen lugar para ver cómo rueda una cabeza sobre el patíbulo. Ningún pueblo del mundo tiene ojos más voraces. Pero los curiosos se sorprendieron particularmente al ver las seis capillas laterales de Saint-Roch cubiertas también de negro. Dos hombres enlutados asistían a un oficio de difuntos en cada una de las capillas.
En el coro, únicamente se observó la presencia de monsieur Desmarets, el notario, y Jacquet; y fuera del recinto, los domésticos. Los fisgones acostumbrados a curiosear en las iglesias, no sabían explicarse semejante pompa y tan escasa parentela. Jules no quiso que a la ceremonia asistiesen personas indiferentes.
El oficio de difuntos se celebró con la sombría magnificencia de las misas fúnebres. Además de los celebrantes ordinarios de Saint-Roch, se reunieron en el templo trece sacerdotes procedentes de diversas parroquias. Es posible que el Dies irae no hubiese producido jamás en aquellos cristianos, por casualidad reunidos para curiosear, pero ávidos de emociones, un efecto más profundo, más nerviosamente glacial, que la impresión que les causó aquel himno, en el momento en que ocho voces de chantres acompañadas por las de los sacerdotes y las voces de los niños del coro lo entonaron alternativamente. De las seis capillas laterales, otras doce voces infantiles se elevaron, dolorosas y desgarradoras, para mezclarse tristemente a aquel canto. De todas partes de la iglesia surgía el terror. Por doquier los gritos de angustia respondían a los gritos de espanto. Aquella música espeluznante acusaba dolores desconocidos al mundo y amistades secretas que lloraban a la muerta. Jamás, en ninguna religión humana, los terrores del alma, violentamente sustraída al cuerpo y tempestuosamente arrebatada a presencia de la fulmínea majestad de Dios, fueron expresados con tanto vigor. Ante aquel clamor de los clamores deberían humillarse los músicos y sus más apasionadas composiciones. No, nada puede competir con este canto que resume las facciones humanas y les imprime una vida galvánica más allá de la tumba; llevándolas, aún palpitantes, a presencia del Dios vivo y vengador. Aquellos clamores infantiles, unidos al renovar de las voces graves, compendiando en aquel cántico de la muerte la vida humana en sus aspectos todos; recordando los sufrimientos de la cuna, acrecidos con todos los dolores de otras edades, con los graves acentos de la madurez, con la voz temblona de los viejos y de los sacerdotes; tan estridente armonía, llena de relámpagos y de rayos, ¿no hablaba a las imaginaciones más osadas, a los corazones más inertes e incluso a los filósofos? Al oírla, parecía que Dios hiciera tronar los ámbitos. No hay bóveda ninguna de iglesia que sea fría; todas tiemblan, todas hablan, todas derraman miedo con la potencia de sus ecos. Los fieles creen ver cómo se alzan innumerables muertos, tendiéndoles las manos. Ya no es un padre, una mujer, ni un niño quienes yacen bajo el negro paño; es la humanidad surgiendo del polvo. Es imposible juzgar a la religión Católica, Apostólica y Romana, mientras no se ha experimentado el dolor más profundo al llorar a la persona añorada, que yace bajo el cenotafio; mientras no se han experimentado todas las emociones que rebosan entonces del corazón, traducidas en aquel himno de la desesperación, por aquellos gritos que abruman el alma, por aquel espanto religioso que se engrandece de estrofa en estrofa, que asciende, girando, hacia el cielo y que espanta, empequeñece, transporta el alma y deja un sentimiento de eternidad en la conciencia, en el momento en que expira el último verso. Nos hemos enfrentado con la gran idea del infinito y, entonces, todo calla en la iglesia. Nadie dice una palabra; ni siquiera los propios incrédulos saben lo que tienen. Solamente el genio español ha podido inventar estas majestades inauditas para el más inaudito de los dolores.
Terminada la suprema ceremonia, doce hombres enlutados salieron de las seis capillas y fueron a escuchar en torno al féretro el canto de esperanza que la Iglesia hace oír a las almas cristianas antes de ir a inhumar la forma humana. Después, cada uno de aquellos hombres subió a un coche negro; Jacquet y Desmarets subieron en el decimotercero; los servidores siguieron a pie.
Una hora después, los doce desconocidos estaban en la parte alta del cementerio que el pueblo llama del Pere-Lachaise, todos en círculo alrededor de una losa a la que se hizo descender el féretro, ante una multitud de curiosos que acudieron de todos los rincones de aquel jardín público. Luego, después de unas breves oraciones, el sacerdote tiró unos puñados de tierra sobre los restos mortales de la joven; y los sepultureros, después de solicitar su propina, se apresuraron a colmar la fosa antes de ir a otra…
Aquí parece terminar el hilo de esta historia, pero quizá sería incompleta si, después de dar un ligero croquis de la vida parisién, si, después de haber seguido sus caprichosas ondulaciones, diésemos al olvido los efectos de aquella muerte. La muerte, en París, no se parece a la muerte en ninguna otra capital, y muy pocas personas conocen el calvario por que tiene que pasar el auténtico dolor, al enfrentarse con la civilización y la administración parisién. Por otra parte, es posible que Jules y Ferragus XXIII interesen lo bastante al lector para que encuentre el desenlace de su vida teñido de frialdad. Muchas personas, en fin, desean enterarse de todo y querrían, como dijo el más ingenioso de nuestros críticos, saber incluso por qué procesos químicos arde el aceite en la lámpara de Aladino.
Jacquet, hombre administrativo, se dirigió naturalmente a las autoridades para obtener el permiso de exhumar el cuerpo de madame Jules a fin de proceder a su incineración. Fue a visitar al prefecto de policía, bajo cuya protección duermen los muertos. Aquel funcionario quiso una petición, una instancia. Hubo que comprar una hoja de papel sellado, dar una forma administrativa al dolor; hubo que servirse del argot burocrático para expresar los deseos de un hombre abrumado, al que le faltaban palabras; hubo que traducir fríamente y exponer al margen, el objeto de la petición:
El peticionario
solicita la incineración
de su esposa.
Ante esto, el jefe encargado de elevar un informe al consejero de Estado, prefecto de policía, dijo, al leer aquel apostilla en la que se expresaba claramente, como él había requerido, el objeto de la demanda:
—¡Pero esta cuestión es muy grave! No podré terminar mi informe antes de ocho días.
Jules, al que Jacquet se vio obligado a mencionar esta demora, comprendió lo que había querido decir Ferragus cuando dijo que pegaría fuego a París. Nada le parecía más natural que aniquilar aquel receptáculo de monstruosidades.
—Hay que acudir al ministro del Interior —dijo a Jacquet— y hacer que tu ministro le hable.
Jacquet se dirigió al Ministerio del Interior y solicitó una audiencia que le fue concedida, pero a quince días fecha. Jacquet era un hombre obstinado. Pasó de negociado en negociado y llegó hasta el secretario particular del ministro, al que hizo visitar por el secretario particular del ministros de Asuntos Exteriores. Gracias a estas altas protecciones, consiguió una audiencia furtiva para el día siguiente, a la que se presentó con una tarjeta de presentación del autócrata de los Asuntos Exteriores dirigido al bajá del Interior, y que en opinión de Jacquet le permitiría abordar el asunto directamente. Preparó razonamientos, respuestas perentorias, sofismas; pero todo fue en vano.
—Esto no me concierne —dijo el ministro—. Este asunto concierne al prefecto de policía. Por otra parte, no existe una ley que dé al marido la propiedad del cuerpo de su esposa, ni a los padres la de los cuerpos de sus hijos. ¡Esto es muy grave! Además, las consideraciones de utilidad pública exigen que no se proceda a la ligera. Esto podría perjudicar a los intereses de la ciudad de París. En fin, aunque el asunto dependiese directamente de mí, tampoco podría decidirme hic et nunc, necesitaría un informe.
El informe es en la administración actual lo que es el limbo en el Cristianismo. Jacquet conocía la manía de los informes y no esperó aquella ocasión para lamentarse por aquella ridiculez burocrática. Sabía que desde que la cosa pública se vio invadida por el informe, revolución administrativa que fue consumada en 1804, no había existido un solo ministro capaz de tener una opinión, de decidir el asunto más insignificante, sin que esta opinión o este asunto hubiesen sido aechados, cribados y expulgados por los emborronadores de papel, los chupatintas y las sublimes inteligencias de sus negociados.
Jacquet (hombre digno de tener a un Plutarco por biógrafo) reconoció que se había equivocado en la manera de llevar aquel asunto, haciendo lo imposible al haber querido proceder legalmente. Bastaba sencillamente, con trasladar los restos de madame Jules a una de las tierras de Desmarets y allí, bajo la complaciente autoridad de un alcalde pueblerino, satisfacer el dolor de su amigo. La legalidad constitucional y administrativa no puede parar nada; es un monstruo estéril para los pueblos, para los reyes y para los intereses particulares; pero los pueblos únicamente saben deletrear los principios escritos con sangre; en cambio, las desdichas de la legalidad serán siempre pacíficas, pues se limita a aplanar una nación.
Jacquet, hombre amigo de la libertad, regresó de la entrevista pensando en los beneficios de la arbitrariedad, pues el hombre sólo juzga las leyes a la luz de sus pasiones. Después, cuando se vio en presencia de Jules, se vio obligado a engañarlo, y el desgraciado, presa de una fiebre violenta, guardó cama durante dos días.
El ministro habló, aquella misma noche, durante un banquete ministerial, de la fantasía de un parisién, que quería quemar a su mujer al estilo de los romanos. Los círculos de París se ocuparon entonces por un momento de los funerales antiguos. Como las cosas antiguas estaban de moda, algunos opinaron que sería bonito restablecer la pira funeraria para los grandes personajes. Este parecer tuvo sus detractores y sus defensores. Unos decían que había un número excesivo de grandes hombres y que esta costumbre encarecería la leña de la calefacción; que dado un pueblo tan inconstante en sus gustos como el francés, sería ridículo ver cada trimestre un Longchamp de antepasados paseados por las calles en sus urnas. Y además, si las urnas tenían valor, había la probabilidad de encontrarlas en el rastro, llenas de venerables cenizas, donde las habrían llevado los acreedores, gente acostumbrada a no respetar nada. A esto, otros respondían diciendo que los antepasados estarían allí más seguros que en el Pére-Lachaise, pues tarde o temprano, la villa de París tendría que decretar una noche de San Bartalomé contra sus muertos, que ya invadían el campo y amenazaban con hacerse, un día, amos de las tierras de la Brie. Todo se limitó, en fin, a una de esas fútiles e ingeniosas controversias de París, que con demasiada frecuencia abren heridas muy profundas. Afortunadamente para Jules, él ignoró las conversaciones, las frases ingeniosas y los chistes que su dolor proporcionaba a París.
El prefecto de policía se sorprendió de que monsieur Jacquet hubiese acudido al ministro para evitar la lentitud y la prudencia policíacas. La exhumación de madame Jules era una cuestión policíaca, y por lo tanto, la administración de policía trataba de responder lo antes posible a la petición, pues bastaba una demanda para que la administración se hiciese cargo de un asunto; y una vez así sucedía, las cosas iban muy lejos. La administración puede elevar cualquier asunto hasta el consejo de Estado, otra máquina muy difícil de poner en movimiento.
Al segundo día, Jacquet hizo comprender a su amigo que debía renunciar a su proyecto; que, en una ciudad en que el número de lágrimas bordadas en los paños negros se halla sujeto a tarifa, en que las leyes admitían hasta siete clases de entierros, en que se vendía a peso de oro la tierra de los muertos, en que el dolor se explotaba y se retenía por partida doble, en que las plegarias de la Iglesia costaban caras, en que la parroquia intervenía para reclamar el precio de algunos hilillos de voz añadidos al Dies irae, todo cuanto se salía de los carriles administrativos señalados para el dolor, resultaba imposible.
—Esto hubiera sido —dijo Jules— uña alegría dentro de mi desgracia; había acariciado el proyecto de ir a morir lejos de aquí, y deseaba tener a Clémence entre mis brazos en la tumba. No sabía que la burocracia pudiese meter sus uñas incluso dentro de nuestros féretros.
Los dos amigos se dirigieron al cementerio. Una vez llegados a él, encontraron, como a la puerta de los espectáculos o en la entrada de los museos, o como en el patio de las diligencias, unos cicerones que se ofrecieron a guiarlos por el laberinto del Pére-Lachaise. Les era imposible saber donde yacía Clémence. ¡Terrible angustia!
Fueron a consultar al portero del cementerio. Los muertos tienen su portero y hay horas en que no están visibles. Habría que resolver de arriba abajo todas las ordenanzas municipales para obtener el derecho de venir a llorar de noche, en el silencio y la soledad, sobre la tumba donde reposan los restos de un ser amado. Hay horas de invierno y horas de verano.
De todos los porteros de París, el de Pére-Lachaise es sin duda el más afortunado. En primer lugar, no tiene que tirar de ningún cordón; luego, en vez de una portería, dispone de toda una casa, de un establecimiento que no llega a ser un Ministerio, aunque tenga un gran número de administrados y numerosos empleados, aunque este gobernador de los muertos cobre un buen sueldo y disponga de un poder inmenso del que nadie puede quejarse, cometa o no arbitrariedades a su antojo. Su casa no es tampoco una empresa comercial, aunque disponga de oficinas, lleve una contabilidad, extienda recibos y calcule gastos y beneficios. Tal hombre no es portero, ni suizo ni conserje; la puerta que recibe a los muertos está siempre abierta de par en par; y aunque haya monumentos que conservar, tampoco es un conservador; se trata, en fin, de una anomalía indefinible, de una autoridad que participa de todo y que no es nada, una autoridad situada, como la muerte que la hace vivir, al margen de todo. Sin embargo, este hombre excepcional depende de la ciudad de París, ser quimérico como la nave que le sirve de emblema, criatura o ente de razón movido por mil patas raramente unánimes en sus movimientos, de manera que, sus empleados, son casi inamovibles. Este guarda de cementerio es, pues, el portero que ha llegado al estado de funcionario, insoluble por la disolución.
Sin embargo, su puesto no es una sinecura: no deja inhumar a nadie sin un permiso, debe presentar cuentas de sus muertos, indica en aquel vasto cenotafio los seis pies cuadrados donde los ciudadanos depositarán un día todo cuanto aman, todo cuanto odian, desde un amante a un primo. Sí, desde luego, todos los sentimientos de París terminan tras de aquella puerta, donde fórmanse administrativos. Este hombre lleva registros para enterrar a sus muertos, que se encuentran, simultáneamente, en sus tumbas y en sus listas. De él dependen celadores, jardineros, sepultureros, ayudantes. Es todo un personaje. Los llorosos parientes no le hablan, de momento. Sólo comparece en los casos graves: un muerto tomado por otro, un muerto asesinado, una exhumación, un difunto que renace. El busto del rey reinante preside su sala, y quizá guarda en un armario los antiguos bustos reales, imperiales y casi reales, en un armario que es una especie de pequeño Pére-Lachaise para las revoluciones. Es un hombre público, en fin, un hombre excelente, buen padre y buen esposo, epitafio aparte, Pero… ¡cuántos sentimientos diversos han desfilado ante él bajo la forma de coche fúnebre; cuántas lágrimas ha visto, auténticas o falsas; cuanto dolor ha visto bajo tantas caras y sobre tantas caras; ha visto seis millones de dolores eternos! Para él, el dolor no es más que una lápida de once líneas de grosor y cuatro pies de alto por veintidós pulgadas de ancho. En cuanto a los pésames, son los gajes de su oficio; no almuerza ni cena jamás sin enjugar la lluvia de una inconsolable aflicción. Es bueno y tierno para todos los demás afectos: es capaz de llorar por algún héroe de melodrama, por monsieur Germeuil, el del Mesón de los Adrets, el hombre de los pantalones color mantequilla clara, asesinado por Robert Macaire; pero tiene el corazón osificado cuando se trata de muertos auténticos. Los muertos son cifras para él; su profesión consiste en organizar la muerte. Y por último, tres veces por siglo se encuentra con una situación en que su papel se convierte en algo sublime, y entonces él es sublime en todo momento: en tiempos de peste.
Cuando Jacquet lo abordó, aquel monarca absoluto regresaba encolerizado.
—¡Había ordenado —gritaba— que se regasen las flores desde la rue Masséna hasta la plaza Regnaud-de-Saint-Jean-d’Angély! ¡Os habéis burlado de mí! ¡Voto a sanes, si a los parientes se les ocurre venir hoy que hace buen tiempo, la emprenderán conmigo; gritarán como energúmenos, dirán horrores de nosotros y nos calumniarán!…
—Señor —le dijo Jacquet—, desearíamos saber dónde está enterrada madame Jules.
—¿Madame Jules, qué? —preguntó el imponente personaje—. En ocho días hemos tenido a tres madame Jules… ¡Ah! —exclamó, interrumpiéndose y mirando hacia la puerta—. Aquí está el cortejo del coronel de Maulincour; id a buscar el permiso… ¡Un entierro de primera, pardiez! —prosiguió—. Hace pocos días llegó el de su abuela. Hay familias en que parece que se produce una liquidación por fin de temporada. ¡Qué enclenques son estos parisienses!
—Caballero —le dijo Jacquet, dándole un golpecito en el brazo— la persona de quien os hable es madame Jules Desmarets, la esposa del agente de Cambio y Bolsa.
—¡Ah, ya lo sé! —replicó él, mirando a Jacquet—. ¿No era un entierro en el que había trece coches de luto, y un solo pariente en cada uno de los doce primeros? Fue algo tan raro, que nos sorprendió…
—¡Señor mío, tened cuidado! Monsieur Jules está aquí conmigo, puede oíros y lo que decís me parece algo inconveniente.
—Perdón, señor, tenéis razón. Disculpadme, os tomaba por herederos… Señor —prosiguió, consultando un plano del cementerio—, madame Jules está en la calle del Mariscal Lefevre, bloque número 4, entre mademoiselle Raucourt, de la Comedia Francesa, y monsieur Moreau-Malvin, un carnicero muy rico, para el que hemos encargado un panteón de mármol blanco, que verdaderamente será uno de los más hermosos de nuestro cementerio.
—Señor mío —dijo Jacquet, interrumpiendo al portero—, estamos como antes…
—Es verdad —respondió él, mirando a su alrededor—. ¡Jean! —gritó a un hombre que estaba cerca— acompañad a estos caballeros a la fosa de madame Jules, la esposa de un agente de Cambio y Bolsa. Ya sabéis, al lado de mademoiselle Raucourt, la tumba donde hay un busto.
Y los dos amigos partieron, acompañados por uno de los celadores, pero no llegaron al camino escarpado que conducía a la avenida superior del cementerio sin haber rechazado más de veinte proposiciones que diversos contratistas de talleres de marmolistas, de cerrajeros y de escultura fueron a hacerles con una gracia melosa.
—Si el señor desea construir algo, podríamos hacérselo muy barato…
Jacquet se las arregló para evitar que su amigo escuchase aquellas palabras, muy dolorosas para un corazón sangrante, y así llegaron a aquel lugar de reposo eterno.
Al ver aquella tierra recién removida y en la que los albañiles habían hundido piquetes para señalar el sitio de los bloques de piedra necesarios al cerrajero para instalar la verja. Jules se apoyó en el hombro de Jacquet, incorporándose de vez en cuando para dirigir largas miradas a aquel rincón de tierra donde tenía que dejar los restos del ser por quien aún vivía.
—¡Qué mal está aquí! —dijo.
—Pero si no está aquí —le respondió Jacquet—; está en tu recuerdo. Anda, vamos, deja este odioso cementerio, donde los muertos están engalanados como las mujeres para ir al baile.
—¿Y si la sacásemos de aquí?
—¿Crees que es posible?
—Todo es posible —exclamó Jules—. Vendré aquí con ella —dijo, después de una pausa—. Hay sitio.
Jacquet consiguió apartarlo de aquel recinto, dividido como un tablero de ajedrez por verjas de bronce, por elegantes compartimientos que encerraban tumbas engalanadas con palmas, inscripciones, lágrimas, tan frías como la piedra que emplean los desolados parientes para esculpir su dolor y sus armas. Había frases afectuosas grabadas en negro, epigramas contra los curiosos, concetti, adioses espirituales, citas señaladas a las que sólo asistiría una persona, biografías altisonantes, adornos de oropel, andrajos, lentejuelas. Aquí tirsos, allá, hierros de lanza; más lejos, urnas egipcias; acullá, algunos cañones; por doquier, los emblemas de mil profesiones; todos los estilos, en fin: árabe, griego, gótico; frisos, óvalos, pinturas, urnas, genios, templos, infinidad de siemprevivas marchitas y de rosales muertos. ¡Es una infame comedia! Es aún todo París con sus calles, sus rótulos, sus industrias, sus hoteles; pero visto a través de unos gemelos invertidos: un París microscópico, reducido a las pequeñas dimensiones de las sombras, de las larvas de los muertos: un género humano al que sólo resta de grande su vanidad.
Después Jules distinguió a sus pies, en el valle alargado del Sena, entre los ribazos de Vaugirard y de Meudon entre los de Belleville y Montmartre, el verdadero París, envuelto en el velo azulado de su humareda, y al que la luz del sol volvía diáfano entonces. Abarcó con una mirada furtiva aquellas cuarenta mil casas y dijo, señalando el espacio comprendido entre la columna de la plaza Vendóme y la cúpula dorada de los Inválidos:
—Me ha sido arrebatada por la funesta curiosidad de esa gente que se agita y se empuja para empujarse y agitarse.
A cuatro leguas de allí, a orillas del Sena, en una modesta aldea asentada en la ladera de una de las colinas dependientes del largo cinturón montañoso, en el centro del cual se agita el gran París, como un niño en su cuna, tenía lugar una escena de muerte y de dolor, pero exenta de todas las pompas parisienses, sin acompañamiento de hachones ni de cirios, sin coches enlutados, sin rezos católicos, la muerte pura y simple. He aquí los hechos. El cuerpo de una joven encalló aquella mañana en el margen escarpado del río, entre el limo y los juncos del Sena. Unos obreros que iban a sacar arena la descubrieron al subir a su frágil embarcación.
—¡Toma! Nos hemos ganado cincuenta francos —dijo uno de ellos.
—Es verdad —dijo el otro.
Y se acercaron a la muerta.
—Es una joven muy hermosa.
—Vamos a hacer la declaración.
Y los dos obreros, después de cubrir el cadáver con sus chaquetas, fueron en busca del alcalde del pueblo, quien se sintió harto incomodado por tener que escribir la declaración, exigida por la ley, para casos parecidos.
La noticia del hecho se difundió con prontitud telegráfica, tal como sucede en los lugares donde las comunicaciones sociales no tienen ningún obstáculo, y donde las maledicencias, los chismes, las calumnias y los cuentos sociales, que son la comidilla de todos, no dejan lagunas de un hito al siguiente. Pero las personas que no tardaron en llegar a la alcaldía, sacaron al alcalde de su confusión, convirtiendo el atestado en una simple partida de defunción. Gracias a estas personas, el cadáver de la joven fue identificado como de mademoiselle Ida Gruget, corsetera, que vivía en la rue de la Corderie-du-Temple, número 14. Intervino la policía judicial; llegó la viuda Gruget, madre de la difunta, provista de la última carta de su hija. Mientras la madre gemía desconsoladamente, un médico certificó la muerte debida a asfixia por inmersión, y asunto concluido.
Una vez terminada la encuesta, concluido el atestado, las autoridades permitieron que se diese sepultura a la modistilla aquel mismo día, a las seis de la tarde. El cura del lugar se negó a recibirla en la iglesia y a rezar un responso por ella. Entonces Ida Gruget fue amortajada por una vieja campesina, colocada en un vulgar ataúd de tablas de pino, y transportada después al cementerio a hombros de cuatro mozos, seguida por algunas lugareñas furiosas, que se contaban los detalles de aquella muerte, comentándolos con una sorpresa a la que se mezclaba la conmiseración. La viuda Gruget fue caritativamente retenida por una vieja señora, que la impidió reunirse al triste acompañamiento de su hija.
Un hombre que cumplía una función triple, pues era campanero, bedel y sepulturero de la parroquia, cavó una fosa en el camposanto de la aldea, de muy reducidas dimensiones y situado a espaldas de la iglesia; una iglesia muy conocida, una iglesia clásica, adornada por un campanario cuadrado de techo puntiagudo recubierto de pizarra, sostenido exteriormente por angulosos arbotantes. Detrás del ábside se encontraba el camposanto rodeado de paredes en ruinas y lleno de montículos; en él no había mármoles ni visitantes pero había, ciertamente, en cada surco, llantos y nostalgias verdaderas que no tuvo la pobre Ida Gruget, enterrada en un rincón, entre zarzas y hierbajos. Cuando el ataúd descendió a aquel camposanto tan poético por su simplicidad, el sepulturero no tardó en quedarse solo, cuando caía la noche. Mientras llenaba de tierra la fosa, descansaba de vez en cuando, para mirar el camino por encima del muro; con la mano apoyada en la azada, contempló el Sena, que le había traído aquel cuerpo.
—¡Pobrecilla! —exclamó un hombre que apareció de pronto.
—¡Me habéis asustado, señor! —dijo el sepulturero.
—¿Han dicho una misa por la que enterráis?
—No, señor. El señor cura no ha querido. Es la primera persona enterrada aquí que no es de la parroquia. Aquí todos nos conocemos. ¿Tal vez el señor?… ¡Toma, ya se ha ido!
Habían transcurrido algunos días cuando un hombre vestido de negro se presentó en casa de Jules y, sin mediar palabra, depositó en la habitación de su esposa una gran urna de pórfido, sobre la que Desmarets leyó estas palabras:
INVITA LEGE,
CONJUGI MOERENTI
FILIOLAE CINERES
RESTITUIT
AMICIS XII JUVANTIBUS,
MORIBUNDUS PATER.
—¡Qué hombre! —dijo Jules, sin poder contener el llanto.
Bastaron ocho días al agente de Cambio y Bolsa para dar cumplimiento a todas las últimas voluntades de su esposa, y para poner en orden sus asuntos; vendió su cartera al hermano de Martín Falleix y partió de París mientras la administración aún seguía discutiendo si era lícito que un ciudadano dispusiera del cuerpo de su esposa.