III

LA MUJER ACUSADA

Son muy pocas las mujeres que no se han encontrado, al menos una vez en su vida y a causa de un hecho incontestable, frente a una interrogación aguda, precisa, tajante, una de esas preguntas hechas despiadadamente por sus maridos y que, de sólo oírlas, producen un escalofrío y cuya primera palabra penetra en el corazón como lo haría el acero de un puñal. De ahí viene este axioma: Todas las mujeres mienten. Mentira oficiosa, mentira venial, mentira sublime, mentira horrible; pero es obligación mentir. Admitiendo esta obligación, ¿no hay que saber mentir bien? Las mujeres mienten admirablemente en Francia. ¡Nuestras costumbres les enseñan tan bien la impostura! La mujer, en sí, es tan ingenuamente impertinente, tan bonita, tan graciosa, tan sincera en la mentira… reconoce hasta tal punto su utilidad para evitar, en la vida social, los choques violentos que no resistiría la felicidad, que les es necesario como la guata en que acolchan sus joyas. Así, la mentira se convierte para ellas en el fondo del idioma, y la verdad no es más que una excepción; la dicen, del mismo modo que son virtuosas; por capricho o por especulación.

Hay también algunas mujeres que, según cual sea su carácter, mienten riendo; otras mienten llorando; las hay que asumen una expresión grave y unas cuantas se enfadan.

Después de haber empezado por fingir insensibilidad ante los homenajes que más les halagan, con frecuencia terminan mintiéndose a ellas mismas. ¿Quién no ha admirado su apariencia de superioridad en el momento en que tiemblan por los misteriosos tesoros de su amor? ¿Quién no ha estudiado su desparpajo, su facilidad de palabra, su libertad de espíritu en las más graves coyunturas de la vida? En ellas no hay nada de falso: en tales momentos, el engaño fluye del mismo modo en que la nieve cae del cielo. ¡Después, con qué arte descubren la verdad ajena! ¡Con qué finura emplean la lógica más irreprochable, respecto a la pregunta apasionada que les proporciona siempre algún secreto del corazón de un hombre lo bastante ingenuo como para proceder a interrogarlas! Hacer preguntas a una mujer, ¿no equivale a entregarse a ellas? ¿No se enterará de todo lo que se desea ocultarle, y no sabrá callar sin dejar de hablar? ¡Y aún hay hombres que tienen la pretensión de luchar con la mujer parisién! Con una mujer que sabe esquivar las puñaladas, diciendo: «¡No seáis curioso! ¿Y qué os importa eso? ¿Para qué queríais saberlo? ¡Ah, estáis celoso! ¿Y si no quisiera responderos?». Se trata, en fin, de una mujer que posee ciento treinta y siete mil maneras de decir que NO, e inconmensurables variaciones para decir SÍ.

El tratado del no y del es una de las más bellas obras diplomáticas, filosóficas, logográficas y morales que nos quedan por hacer. Pero para dar cima a esta obra diabólica, acaso haría falta tener ingenio andrógino. Así, nunca será intentada. Además, de entre todas las obras inéditas, ¿no es ésta la más conocida, la mejor practicada por las mujeres? ¿Habéis estudiado jamás el porte, el aplomo, la desenvoltura de una mentira? Examinadlos.

Madame Desmarets estaba sentada en el rincón derecho de su coche, y su marido en el rincón izquierdo. Habiendo conseguido reponerse de su emoción a la salida del baile, madame Jules fingía una actitud tranquila. Su marido no le había dicho nada, ni nada le decía aún. Jules miraba por la ventanilla los negros lienzos de pared de las casas silenciosas, ante las que pasaban; pero de pronto, como impulsado por un pensamiento acuciante, al doblar una esquina, examinó a su mujer, que parecía tener frío, a pesar de la gruesa pelliza con que se envolvía; encontró que tenía un aspecto pensativo, y quizás estuviese verdaderamente pensativa. De todas las cosas que se comunican, la reflexión y la gravedad son las más contagiosas.

—¿Qué te ha dicho, pues, monsieur de Maulincour para afectarte tan vivamente? —le preguntó Jules—. ¿Y qué quiere que vaya yo a saber a su casa?

—Nada podrá decirte en su casa que yo no pueda decirte ahora —respondió ella.

Después, con esa finura femenina que siempre deshonra un poco a la virtud, madame Jules esperó otra pregunta. El marido volvió la cabeza hacia las casas y continuó estudiando las puertas cocheras. ¿No revelaría sospecha, desconfianza, una nueva interrogación? Sospechar de una mujer es un crimen en amor; Jules ya había dado muerte a un hombre sin haber dudado un solo instante de su mujer. Clémence no sabía todo cuánto había de auténtica pasión, de reflexión profunda, en el silencio de su marido, del mismo modo como Jules ignoraba el drama admirable que oprimía el corazón de su Clémence. Entretanto, el coche continuaba cruzando el París silencioso, transportando a dos esposos, a dos amantes que se idolatraban y que, dulcemente reclinados, juntos sobre cojines de seda, estaban sin embargo separados por un abismo. En esos elegantes cupés que vuelven del baile entre medianoche y las dos de la madrugada, cuántas escenas curiosas se desarrollan, limitándonos únicamente a los cupés cuyas linternas iluminan la calle y el coche, aquellos que tienen los vidrios transparentes, los cupés, en sí, del amor legítimo, en los que las parejas pueden pelearse sin temor a que los transeúntes las vean, porque el estado civil da derecho a enfurruñarse, a pegarse y a abrazar a una mujer yendo en coche y en todas partes. ¡Así, cuántos secretos se revelan a los ojos de los peatones nocturnos, de esos jóvenes que han ido al baile en coche pero que, por la razón que sea, han tenido que regresar a pie!

Era la primera vez que Jules y Clémence se sentaban cada uno en su rincón. El marido, generalmente, solía arrimarse a su mujer.

—Hace mucho frío —dijo madame Jules.

Pero su marido no la oyó. Se dedicaba a estudiar los oscuros carteles que figuraban sobre las tiendas.

—Clémence —le dijo por fin—. Perdóname la pregunta que voy a hacerte.

Se acercó a ella, la enlazó por el talle y la atrajo hacia sí.

«¡Dios mío, ya estamos!», pensó la pobre mujer.

—Bien —dijo entonces en voz alta, saliendo al paso de la pregunta—, tú quieres saber lo que me decía monsieur de Maulincour. Te lo diré, Jules, pero no lo haré sin terror. Dios mío, ¿es posible que tengamos secretos el uno para el otro? Desde hace un momento te veo luchando entre la conciencia de nuestro amor y unos vagos temores; pero nuestra conciencia está clara y sus sospechas deben de parecerte tenebrosas, ¿no es cierto? ¿Por qué no permanecer en la claridad que tanto amas? Cuando te lo haya contado todo, tú desearás saber más; y, sin embargo, ni siquiera yo misma sé lo que ocultan las extrañas palabras de ese hombre. Además, quizás habrá entonces, entre vosotros, un lance fatal. Preferiría que ambos olvidásemos este mal momento. Pero, de todos modos, júrame que esperarás a que esta singular aventura se explique de manera natural. Monsieur de Maulincour me ha declarado que los tres accidentes de los que tú ya has oído hablar: la piedra que cayó sobre su criado, el eje roto de su cabriolé y su duelo a causa de madame de Sérizy, fueron el resultado de una conjuración que yo tramé contra él. Después me amenazó con explicarte el interés que yo tengo en asesinarlo. ¿Comprendes algo de todo esto? Mi inquietud y mi emoción fueron causadas por la impresión que me produjo la vista de su cara, que mostraba una expresión de locura, de sus ojos extraviados y sus palabras violentamente entrecortadas por la emoción íntima. Lo tomé por loco. Esto es todo. Ahora, debo decirte que no sería mujer si no me hubiese dado cuenta de que, desde hace un año me he convertido, como se dice, en la pasión de monsieur de Maulincour. Él solamente me ha visto en el baile y las cosas que me decía eran insignificantes, como todas esas frases que se dicen en los bailes. Quizá quiere desunirnos para que me encuentre un día sola e indefensa. ¿Ves?, ya frunces el ceño. ¡Oh, odio cordialmente al mundo! ¡Somos tan felices sin él! ¿Por qué tenemos que ir en busca de la gente? Jules, te lo suplico, prométeme olvidar todo esto. Mañana sabremos, sin duda, que monsieur de Maulincour ha enloquecido.

—¡Qué cosa tan singular! —murmuró Jules al apearse del coche, bajo el peristilo de su escalinata.

Ofreció la mano a su esposa y ambos subieron a sus habitaciones.

Para desarrollar el hilo de esta historia en toda la verdad de sus detalles, para seguir el curso de todas sus sinuosidades, conviene, al llegar aquí, divulgar ciertos secretos del amor, deslizarse bajo el artesonado de un dormitorio, no desvergonzadamente, sino a la manera de Trilby, para no espantar a Dougal ni a Jeannie, para no asustar a nadie, conservando la castidad que corresponde a nuestra noble lengua francesa, sin ser más atrevido que lo fuera el pincel de Gérard en su cuadro de Dafnis y Cloe.

El dormitorio de madame Jules era un lugar sagrado, en el que sólo podían penetrar ella, su marido y la doncella. La opulencia tiene hermosos privilegios y los más envidiables son los que permiten desarrollar los sentimientos en toda su amplitud, fecundarlos mediante la realización de sus infinitos caprichos, rodearlos de aquel esplendor que los engrandece, de aquellas búsquedas que los purifican, de aquellas delicadezas que aún los hace más atractivos.

Si el lector detesta las comidas sobre la hierba y los ágapes mal servidos, si experimenta placer viendo un mantel adamascado, de blancura deslumbradora, unos cubiertos de plata sobredorada, unas porcelanas de pureza exquisita, una mesa recamada de oro, con magníficos cincelados, iluminada por bujías diáfanas, y después, bajo unos globos de plata blasonados, los milagros de la cocina más exquisita; para ser consecuente, deberá abandonar entonces la buhardilla bajo tejado y las modistillas de las calles; abandonar las buhardillas, las modistillas, los paraguas, los chanclos articulados, las gentes que pagan sus comidas con tarjetas de abono; y luego debe comprender el amor como un príncipe que sólo alcanza la plenitud de su gracia sobre las alfombras de la Savonnerie, bajo la claridad opalina de una lámpara marmórea, entre paredes discretas y cubiertas de seda, ante una chimenea dorada, en una estancia aislada del ruido de los vecinos, de la calle y de todo, por medio de persianas, de postigos, de ondulantes cortinas. Necesitará espejos en los que bailan las formas, y que repiten hasta el infinito a la mujer que querríamos que fuese múltiple, y que el amor multiplica a menudo; luego, divanes bien bajos; luego un lecho que, parecido a un secreto, se deja adivinar sin revelar su presencia; luego, en aquella coquetona estancia, pieles para los pies desnudos, bujías bajo vidrio entre muselinas colgantes, para leer a cualquier hora de la noche, y flores que no marean y telas cuya finura hubiera satisfecho a la propia Ana de Austria.

Madame Jules habría realizado aquel delicioso programa, pero esto no era nada; cualquier mujer de gusto hubiera podido hacer otro tanto, pese a que, en la disposición de aquellos objetos había un sello personal que daba a este adorno o a aquel detalle caracteres inimitables. Hoy, más que nunca, reina el fanatismo de la personalidad, de la individualidad. Cuanto más tiendan nuestras leyes a una imposible igualdad, más nos alejaremos de ellas por las costumbres. Así, las personas ricas ya comienzan, en Francia, a mostrarse más exclusivas en sus gustos y en las cosas que les pertenecen, que lo fueran hace treinta años.

Madame Jules sabía a lo que este programa la comprometía y en su casa todo armonizaba con un lujo que tanto se avenía con el amor. El contigo pan y cebolla, o el pasión y barraca, son frases propias de hambrientos que, de momento, se conforman con el pan moreno, pero que, convertidos en sibaritas, se aman de verdad y terminan por echar de menos las riquezas de la gastronomía. El amor siente horror por el trabajo y la miseria. Prefiere morir a vivir con estrechez.

La mayoría de las mujeres, al regreso del baile, impacientes por acostarse, tiran a su alrededor sus ropas, sus flores marchitas, sus ramilletes, cuyo aroma ya se ha apagado. Dejan sus zapatitos bajo una butaca, andan sobre los coturnos flotantes, se quitan los peines y deshacen sus trenzas sin el menor cuidado. Poco les importa que sus maridos vean corchetes, alfileres dobles, artificiosos botones que sostenían elegantes edificios del tocado o el aderezo.

¡Ya no hay misterio!: todo cae entonces ante el marido, para el que desaparecen los afeites. El corsé, casi siempre objeto de precauciones, allí se queda, y la doncella, medio dormida, olvida llevárselo. Los huecos de ballena, en fin, las sisas provistas de tafetán engomado, los trapos mentirosos, los bisoñés vendidos por el peluquero, toda la mujer falsa completa está allí desperdigada. Disjecta membra poetae: la poesía artificial, tan admirada por aquéllos para quienes fue concebida y elaborada, la bella mujer, está esparcida por todos los rincones. Al amor de un marido que bosteza, se presenta entonces una mujer auténtica que también bosteza, que aparece en un desorden falto de elegancia, tocada con un gorro de dormir arrugado, el mismo de la víspera, el mismo del día siguiente.

—Porque, en resumidas cuentas, mi señor marido, si queréis que arrugue todas las noches un bonito gorro de dormir, dadme más dinero para mis gastos.

Así es la vida. Una mujer será siempre vieja y desagradable para su marido, pero siempre linda, elegante y bien vestida para el otro, para el rival de todos los maridos, para la sociedad que calumnia o hace trizas a todas las mujeres.

Inspirada por un auténtico amor, pues el amor, como todos los demás seres, posee instinto de conservación, madame Jules obraba de manera muy distinta, encontrando, en los constantes beneficios de su dicha, la fuerza necesaria para realizar sus minuciosos deberes, que no hay que rehuir jamás, pues perpetúan el amor. Estas atenciones, estos deberes, proceden, sin duda, de una dignidad personal que sienta maravillosamente bien. ¿No son halagos? ¿No es esto respetar en sí mismo al ser amado? Así, pues, madame Jules prohibió a su marido la entrada en el tocador donde se despojaba de su atavío de baile, y de donde salía vestida para la noche, misteriosamente ataviada para las secretas fiestas de su corazón.

Al entrar en aquella habitación, siempre elegante y graciosa, Jules encontraba a una mujer coquetonamente envuelta en un elegante peinador, con los cabellos sencillamente recogidos en gruesas trenzas sobre la cabeza; pues, al no temer el desorden, ella no privaba al amor la vista ni el tacto. Una mujer mucho más sencilla y más bella entonces que lo fuera a los ojos del mundo; una mujer que se había reanimado en el agua y cuyo artificio consistía, únicamente, en ser más blanca que sus muselinas, más fresca que el más fresco de los perfumes, más seductora que la más hábil de las cortesanas, siempre tierna en sí y por lo tanto, siempre amada. Esta admirable comprensión del oficio de mujer fue el gran secreto de Josefina para agradar a Napoleón, como antaño lo fuera el de Cesonia para agradar a Cayo Caligula y el de Diana de Poitiers para agradar a Enrique II. Pero si este secreto fue remunerador, con creces, para mujeres que ya contaban siete u ocho lustros, ¡qué arma no había de ser en manos de mujeres jóvenes! Los maridos experimentan entonces con delicia la dicha de su felicidad.

Al volver a su casa, después de aquella conversación que la dejó helada de espanto y que aún suscitaba en ella las más vivas inquietudes, madame Jules puso un cuidado particular en su aseo para la noche. Quiso ponerse encantadora, y lo consiguió. Se ajustó al talle la batista del peinador, entreabrió el corsé, dejó caer sus cabellos negros sobre sus hombros torneados; el baño perfumado que tomó le dio un perfume embriagador; metió los pies desnudos en zapatillas de terciopelo. Segura de sus atractivos, se acercó con paso menudito y cubrió con las manos los ojos de Jules, que encontró pensativo, en batín, con el codo apoyado en la chimenea y un pie en la barra. Le dijo entonces al oído, calentándolo con su aliento y mordisqueándole la oreja:

—¿En qué pensáis, señor?

Después, abrazándolo diestramente, lo rodeó con sus brazos para arrancarlo a sus malos pensamientos. La mujer que ama posee toda la inteligencia de su poder; y cuanto más virtuosa es, más eficaz en su coquetería.

—En ti —respondió él.

—¿Sólo en mí?

—¡Sí!

—¡Oh, vaya tan arriesgado!

Fueron a acostarse. Antes de dormirse, madame Jules pensó:

«Decididamente, monsieur de Maulincour será causa de alguna desgracia. Jules está preocupado, distraído y abriga pensamientos que no me revela».

Alrededor de las tres de la madrugada, madame Jules se despertó a causa de un presentimiento que se apoderó de ella durante el sueño. Tuvo la percepción a la vez física y moral de la ausencia de su marido. No notaba el brazo que Jules le pasaba bajo la cabeza, aquel brazo en el que dormía dichosa, apacible, desde hacía cinco años, y que no fatigaba jamás. Hasta que de pronto una voz le dijo: «Jules sufre, Jules llora…».

Levantó la cabeza, se incorporó, encontró frío el sitio de su marido y lo distinguió sentado ante el fuego, con los pies sobre la pantalla de la chimenea, con la cabeza apoyada en el respaldo de un butacón. Jules tenía las mejillas húmedas de llanto.

La pobre mujer saltó con presteza de la cama y corrió a sentarse sobre las rodillas de su marido.

—¿Qué tienes, Jules? ¿Por qué sufres? ¡Habla, dímelo! Háblame, si de veras me quieres.

En un momento le dirigió un diluvio de frases, que expresaban la más profunda ternura.

Jules se puso a los pies de su esposa, le besó las rodillas y las manos, y le respondió, vertiendo nuevas lágrimas:

—¡Mi querida Clémence, soy muy desgraciado! Amar no consiste en desconfiar de nuestra amante, y tú eres mi amante. Te adoro y al propio tiempo siento sospechas… Las palabras que ese hombre me ha dicho esta noche se me han clavado en el corazón; han quedado clavadas en él, a pesar mío, trastornándome. Veo aquí algún misterio. En fin, y te lo digo con sonrojo, tus explicaciones no me han satisfecho. Mi razón me arroja una luz que mi amor me hace rechazar. Es un combate terrible. ¿Podía permanecer allí, sosteniéndote la cabeza y sospechando que abrigaba unos pensamientos desconocidos para mí?… ¡Oh, te creo, te creo! —exclamó vivamente, viéndola sonreír con tristeza y abrir la boca para hablar—. No me digas nada, no me reproches nada. La menor palabra de reproche me mataría, viniendo de ti. Además, ¿podrías decirme una sola cosa que ya no me hubiese dicho yo desde hace tres horas? Sí, desde hace tres horas te veo dormir, tan bella, y admiro tu frente tan pura y serena. ¡Oh, sí, tú siempre me has dicho todo lo que piensas! ¿No es verdad? Sólo yo existo en tu alma. Al contemplarte, al hundir la mirada en tus ojos, lo veo todo. Tu vida es tan pura como tu mirada. No, no hay secretos tras de esos ojos tan transparentes.

Se levantó para besarla en los ojos.

—Déjame decirte, amor mío, que desde hace cinco años, lo que aumentaba cada día mi felicidad era saber que no abrigabas ninguno de esos afectos naturales que, a veces, arrinconan un poco el amor. No tenías hermana, padre, madre ni compañía, y así, yo no estaba por encima ni por debajo de nadie en tu corazón: remaba en él como único amo y señor. Clémence, repíteme todas las dulzuras que me has dicho tan a menudo; no me regañes y consuélame, pues soy desdichado. Sí, efectivamente, tengo que reprocharme una odiosa sospecha, pero tú no tienes nada en el corazón que te queme. Dime, amada mía, ¿podía continuar así junto a ti? ¿Cómo es posible que dos cabezas que se hallan tan perfectamente unidas puedan permanecer sobre la misma almohada, cuando una de ellas sufre y la otra está tranquila?… ¿En qué piensas? —exclamó bruscamente, al ver a Clémence soñadora, abstraída y sin poder contener el llanto.

—Pienso en mi madre —respondió ella con tono grave—. Tú no sabrías conocer, Jules, el dolor de tu Clémence, obligada a recordar el último adiós de su madre, oyendo su voz, la más dulce de las músicas; y al pensar en la solemne presión de las manos heladas de una moribunda, al sentir la caricia de las tuyas en un momento en que me abrumas con las pruebas de tu delicioso amor.

Levantó a su marido, lo tomó entre sus brazos, lo estrechó contra su pecho con una fuerza nerviosa muy superior a la de un hombre, le besó los cabellos y lo regó con sus lágrimas.

—¡Ah, quisiera que me destrozaran por ti! Dime, repíteme que te hago feliz, que soy para ti la más bella de las mujeres, que soy mil mujeres para ti. Eres amado como ningún hombre lo será jamás. No sé qué quieren decir las palabras deber y virtud. Jules, te amo por ti mismo, soy dichosa al amarte, y te amaré cada vez más hasta exhalar mi último suspiro. Siento orgullo de mi amor, me creo destinada a no experimentar más que un sentimiento en mi vida. Lo que voy a decirte es espantoso, tal vez: estoy contenta de no tener hijos y no los deseo. Me siento más esposa que madre. ¿Dices que sientes temores? Escúchame, amor mío, prométeme que olvidarás, no esta hora en que se mezclan la ternura y las dudas, sino las palabras de ese loco. Jules, lo quiero así. Prométeme que no lo verás más, que no irás a su casa. Tengo la convicción de que, si das un paso más en este dédalo, rodaremos en un abismo en el que yo pereceré, pero con tu nombre en los labios y tu corazón en mi corazón. ¿Por qué me pones tan alta en tu alma y tan baja en realidad? ¡Cómo, tú que otorgas crédito a tantos de su fortuna, no querrás hacerme la limosna de una sospecha; y en la primera ocasión de tu vida en que puedes demostrarme una fe sin límites, me destronas de tu corazón! ¡Puesto a elegir entre un loco y yo, crees al loco!… ¡Oh, Jules!…

Se interrumpió, apartó los cabellos que le caían sobre la frente y el cuello y después, con tono desgarrador, añadió:

—He hablado demasiado; bastaba con una palabra. ¡Si tu alma y tu frente conservan una nube, por curiosa que sea, debes saberlo bien: moriría a causa de ello!

No pudo contener un estremecimiento y palideció.

—¡Oh, mataré a ese hombre! —se dijo Jules tomando en brazos a su esposa y llevándola al lecho conyugal—. Durmamos en paz, ángel mío —agregó en voz alta—. Lo he olvidado todo, te lo juro.

Clémence se durmió, consolada por estas dulces palabras, repetidas aún con mayor dulzura. Después Jules, viéndola dormida, se dijo:

«Ella tiene razón: cuando el amor es tan puro, una simple sospecha lo mancilla. Para esta alma tan fresca, para esta flor tan tierna, una mancha, en efecto, debe de ser la muerte».

Cuando entre dos seres que experimentan un mutuo afecto y cuya vida se intercambia en todo momento, se interpone una nube, aunque luego se disipe, deja en el alma trazas de su paso. O bien la ternura se hace más viva, como la tierra es más bella después de la lluvia, o bien la sacudida sigue resonando, como un trueno lejano en un cielo puro; pero es imposible volver a la vida anterior, y es necesario que el amor crezca o disminuya. A la hora del desayuno, los esposos se tuvieron aquellas mutuas atenciones en las que entra un poco de afectación. Eran esas miradas que rebosan una alegría casi forzada, y que parecen el resultado del esfuerzo hecho por personas que se afanan en engañarse mutuamente. Jules abrigaba dudas involuntarias y su mujer experimentaba temores ciertos. Sin embargo, seguros uno del otro, habían conseguido dormir. ¿Aquella situación violenta se debía a una falta de fe, al recuerdo de su escena nocturna? Ni ellos mismos lo sabían. Pero se habían amado y se amaban con demasiada pureza para que la impresión, cruel y bienhechora a la vez, de aquella noche no dejase algunas trazas en sus almas; ansiosos ambos por hacerlas desaparecer y deseosos de ser el primero en arrojarse en brazos del otro, no podían evitar pensar en la causa primera de su primera desavenencia.

Para unas almas amantes no existen penas, el dolor aún está lejos; pero puede haber una especie de aflicción difícil de describir. Si existen relaciones entre los colores y las agitaciones del alma; sí, como dijo el ciego de Locke, el escarlata debe de producir a la vista los efectos que le produce una charanga al oído, resulta permisible comparar esta melancolía, de rechazo, con las tonalidades grises. Pero el amor entristecido, el amor al que le resta un verdadero sentimiento de su dicha momentáneamente turbada, produce reacciones que, aunque tienen que ver a la vez con el dolor y la alegría, son totalmente nuevas. Jules estudiaba la voz de su esposa, espiaba sus miradas con el sentimiento joven que lo animaba en los primeros días de su pasión por ella. Los recuerdos de cinco años de felicidad ininterrumpida, la belleza de Clémence, la ingenuidad de su amor, borraron prontamente los últimos vestigios de un dolor intolerable.

Al día siguiente era domingo, día en que no había Bolsa ni negocios; los dos esposos pasaron el día juntos, profundizando más que nunca en sus corazones, parecidos a dos niños que, en un momento de miedo, se aprietan uno contra el otro y se abrazan, juntándose por instinto. En la vida conyugal existen estos días completamente dichosos, debidos al azar y que no tienen relación con la víspera ni con el día siguiente; son flores efímeras… Jules y Clémence disfrutaron deliciosamente de aquel día, como si hubiesen presentido que era el último de su vida amorosa.

¿Qué nombre dar a ese poder desconocido que apresura el paso del viajero sin que la tempestad se haya manifestado aún; que hace resplandecer de vida y belleza a un moribundo pocos días antes de su muerte y le inspira los más risueños proyectos; que aconseja al sabio atizar la lámpara nocturna cuando le iluminaba perfectamente; que hace temer a una madre ante la mirada demasiado profunda dirigida a su hijo por un hombre perspicaz? Todos sufrimos esta influencia en las grandes catástrofes de nuestra vida pese a no haberle dado nombre ni haberla estudiado: es más que el presentimiento pero aún no es la visión.

Todo fue bien hasta el día siguiente. El lunes, Jules Desmarets, obligado a ir a la Bolsa a la hora acostumbrada, no salió de casa sin ir antes a preguntar a su esposa, de acuerdo con su costumbre, si deseaba utilizar el coche.

—No —repuso ella—. El tiempo es demasiado malo para salir a pasear.

En efecto, llovía a cántaros. Monsieur Desmarets se dirigió a la Bolsa y a la Tesorería, alrededor de las dos y media. A las cuatro, al salir de la Bolsa, se dio de manos a boca con monsieur de Maulincour, que lo esperaba con la perspicacia febril que inspiran el odio y la venganza.

—Señor, tengo informes importantes que comunicaros —dijo el oficial tomando al agente de Cambio y Bolsa por el brazo—. Escuchad, soy un hombre demasiado leal para recurrir a los anónimos, que turbarían vuestra paz, y prefiero hablaros. En fin, podéis creer que, si no se tratase de mi propia vida, de ningún modo me inmiscuiría en la vida privada de un matrimonio ni me creería con derecho a hacerlo.

—Si lo que tenéis que decirme concierne a madame Desmarets —respondió Jules—, os ruego, señor, que os calléis.

—Si me callase, señor, podríais ver dentro de poco a madame Jules sentada en el banquillo de la audiencia de lo criminal al lado de un presidiario. ¿Queréis ahora que me calle?

Jules palideció, pero su bello semblante recuperó prontamente una calma aparente; después, llevándose al oficial bajo uno de los colgadizos de la Bolsa provisional donde entonces se encontraban, le dijo con una voz que velaba una profunda emoción interior:

—Señor mío, os escucharé, pero habrá entre nosotros un duelo a muerte si…

—Consiento en ello —exclamó monsieur de Maulincour—. Tengo por vos la mayor estima. Habláis de muerte, señor, y sin duda ignoráis que vuestra esposa quizá me hizo envenenar el sábado por la noche. Sí, señor mío, desde antes de ayer ocurre en mí algo extraordinario: los cabellos me destilan interiormente, a través del cráneo, una fiebre y una languidez mortales, y sé perfectamente qué hombre tocó mis cabellos durante el baile.

Monsieur de Maulincour refirió entonces, sin omitir detalle, el amor platónico que sentía hacia madame Jules y los pormenores de la aventura con que comienza este relato.

Cualquiera lo hubiera escuchado con tanta atención como el agente de Cambio y Bolsa; pero el marido de madame Jules estaba en su pleno derecho de mostrarse más sorprendido que otro cualquiera. Entonces demostró su temple, experimentando más sorpresa que abatimiento. Convertido en juez, y juez de la mujer adorada, halló en su alma la rectitud del juez, lo mismo que su inflexibilidad. Amante todavía, pensó menos en su vida destrozada que en la de aquella mujer: escuchó, no su propio dolor, sino la voz lejana que le gritaba: «¡Clémence no sabe mentir! ¿Por qué habría de traicionarte?».

—Señor —dijo el oficial de la guardia al terminar su relato—. Seguro de haber reconocido el sábado por la noche al Ferragus que la policía cree muerto, en el pretendido monsieur de Funcal, puse inmediatamente sobre su pista a un hombre inteligente. Al regresar a mi casa me acordé, por una feliz casualidad, del nombre de madame Meynardie, citada en la carta de esa Ida, la presunta amante de mi perseguidor. Provisto de este único informe, mi emisario pronto me dará cuenta de esta espantosa aventura, pues tiene mayor habilidad para descubrir la verdad que la propia policía.

—Señor —respondió el agente de Cambio y Bolsa—, no sé como agradeceros esta confidencia. Me habláis de pruebas, de testigos; bien, los esperaré. Trataré valientemente de descubrir la verdad de este extraño asunto, pero me permitiréis que dude hasta que me haya sido demostrada evidencia de los hechos. De todos modos, recibiréis una satisfacción, pues debéis comprender que la necesitamos.

Jules regresó a su casa.

—¿Qué tienes? —le preguntó su esposa—. ¡Tienes una palidez que espanta!

—Hace un tiempo frío —repuso él, penetrando con paso lento en aquella habitación donde todo hablaba de dicha y de amor, aquella estancia tan tranquila donde se preparaba una mortífera tempestad.

—¿No has salido, hoy? —prosiguió maquinalmente en apariencia.

Se sintió impulsado sin duda a hacer esta pregunta por el último de los mil pensamientos que se habían enrollado secretamente en una meditación lúcida, aunque activada precipitadamente por los celos.

—No —contestó ella con falso acento de candor.

En aquel momento, Jules entró en el tocador de su esposa y distinguió unas gotas de agua en el sombrero de terciopelo que ella se ponía por las mañanas. Jules era hombre violento, pero también lleno de delicadeza, y le repugnaba poner a su esposa frente a un mentís. En tal situación, todo ha terminado para siempre entre ciertos seres. Sin embargo, aquellas gotas de agua fueron como un fulgor que le rasgó el cerebro.

Salió de su habitación, descendió a la portería y dijo al portero, después de cerciorarse de que estaban solos:

—Fouquereau, cien escudos de renta si dices la verdad; el despido si me engañas, y nada si, habiéndome dicho la verdad, hablas de mi pregunta y de tu respuesta.

Se interrumpió para ver bien al portero, que puso bajo la luz de la ventana y prosiguió:

—¿Ha salido la señora esta mañana?

—La señora ha salido a las tres menos cuarto, y creo haberla visto volver hará cosa así como media hora.

—¿Juras que esto es cierto, por tu honor?

—Sí, señor.

—Tendrás la renta que te he prometido; pero si hablas, acuérdate de mi promesa: entonces lo perderás todo.

Jules volvió junto a su esposa.

—Clémence —le dijo—, deseo poner un poco en orden la contabilidad de la casa, así es que no te ofendas por lo que voy a preguntarte: ¿No te he entregado cuarenta mil francos desde principio de año?

—Más —dijo ella—. Cuarenta y siete.

—¿Y recuerdas bien en qué los has empleado?

—Desde luego —repuso ella—. En primer lugar, tenía que pagar muchas facturas pendientes del año pasado…

«Así no sabré nada —dijo Jules para su capote—. Enfoco mal el asunto».

En aquel instante entró el ayuda de cámara de Jules para entregar una carta a su amo, que éste abrió para aparentar serenidad; pero la leyó con avidez así que vio la firma.

Muy señor mío:

En interés de vuestra paz y de la nuestra, me tomo la libertad de escribiros sin tener el gusto de conoceros; pero mi situación, mi edad y el temor de alguna desgracia me obliga a rogaros que tengáis indulgencia en la enojosa coyuntura en que se encuentra nuestra desolada familia. Monsieur Auguste de Maulincour nos da pruebas, desde ha unos días, de alienación mental, y tememos que turbe nuestra felicidad con las quimeras que ha expuesto al señor comendador de Pamiers y a mí, durante un primer acceso, de fiebre. Queremos preveniros, pues, de su enfermedad, que sin duda aún es curable, pero que tiene efectos tan graves e importantes para el honor de vuestra familia y el porvenir de mi nieto, que cuento con vuestra total discreción. Si el señor comendador o yo, señor, hubiésemos podido trasladamos a vuestra casa, nos hubiéramos visto dispensados de escribiros; pero no dudo de que tendréis en cuenta el ruego que os hace una madre, de quemar esta carta.

Recibir la seguridad de mi perfecta consideración.

Madame Rieux, baronesa de Maulincour.

—¡Cuántas torturas! —exclamó Jules.

—¿Pero qué te pasa hoy? —le preguntó su esposa, demostrando viva ansiedad.

—He llegado ha preguntarme —respondió Jules— si eres tú quien me ha hecho llegar este aviso para disipar mis sospechas —repuso, arrojándole la carta—. ¡Juzga, pues, cuáles serán mis sufrimientos!

—¡Desdichado! —dijo madame Jules, dejando caer la misiva—. Lo compadezco, pese al mal que me ha causado.

—¿Sabes que me ha hablado?

—¡Ah, has ido a verlo a pesar de tu promesa! —dijo ella, llena de terror.

—Clémence, nuestro amor está en trance de perecer y estamos más allá de todas las leyes ordinarias de la vida; dejemos, pues, las pequeñas consideraciones en medio de los grandes peligros. Escucha, dime por qué has salido esta mañana. Las mujeres se creen a veces con derecho a decirnos pequeñas mentiras. ¿No es cierto que a veces se complacen ocultándonos los placeres que nos preparan? Hace un momento, sin duda me has dicho una palabra por otra, un no por un sí.

Entró en el tocador y salió de él con el sombrero en la mano.

—¡Aquí tienes! Sin que pretenda hacer de Bartolo, tu sombrero te ha traicionado. ¿Me negarás que estas manchas son gotas de lluvia? Eso quiere decir que has salido en fiacre y que has recibido estas gotas de agua al ir en busca de un coche, al entrar en la casa donde has ido, o al salir de ella. Pero una mujer puede salir de su casa por motivos harto inocentes, incluso después de haber dicho a su marido que no saldría. ¡Hay tantas razones para cambiar de parecer! ¿No es uno de vuestros derechos el de tener caprichos y antojos? No estáis obligadas a ser consecuentes con vosotras mismas. Puedes haber olvidado algo, un favor que hacer, una visita, o una buena acción. Pero nada impide a una mujer decir a su marido lo que ha hecho. ¿Quién puede enrojecer en el seno de un amigo? Pues bien, no es el marido celoso quien te habla, Clémence mía, sino el amante, el amigo, el hermano.

Se arrojó apasionadamente a sus pies.

—Habla, no para justificarte, sino para calmar mis horribles sufrimientos. Sé muy bien que has salido. Dime, pues: ¿qué has hecho? ¿Adónde has ido?

—Sí, he salido, Jules —respondió ella con voz alterada, aunque con semblante tranquilo—. Pero no me preguntes nada más. Espera con confianza; sin ella, te crearías remordimientos eternos. Jules, Jules mío, la confianza es la virtud del amor. Te lo confieso, en estos momentos me siento demasiado turbada para contestarte; pero no soy una mujer artificiosa y te amo, como tú sabes.

—¿En medio de todo lo que puede quebrantar la fe de un hombre y despertar sus celos, entonces ya no soy el primero en tu corazón, yo no soy como tú misma?… ¡Pues bien, Clémence, aún prefiero creerte, creer en tu voz, creer en tus ojos! Si me engañases, merecerías…

—¡Oh, mil muertes! —dijo ella, interrumpiéndole.

—Yo no te oculto ninguno de mis pensamientos, y tú, tú…

—¡Silencio! —dijo ella—. Nuestra felicidad depende de nuestro mutuo silencio.

—¡Ah, quiero saberlo todo! —exclamó él en un violento acceso de rabia.

En aquellos momentos se oyeron gritos de mujer y los chillidos de una vocecilla agria llegaron desde la antecámara a oídos de ambos esposos.

—¡Entraré, os digo! —decía la voz—. ¡Sí, entraré, quiero verla y la veré!

Jules y Clémence se precipitaron en el salón y vieron que la puerta se abría de pronto con violencia. Apareció una joven, seguida por dos criados que dijeron a su amo:

—Señor, esta mujer quiere entrar aquí a pesar de que se lo hemos prohibido. Le hemos dicho que la señora no estaba en casa. Ella ha contestado que sabía muy bien que la señora había salido, pero que acababa de verla regresar. Nos amenaza con quedarse a la puerta de la casa hasta que la dejemos hablar con la señora.

—Retiraos —dijo monsieur Desmarets a los criados.

—¿Qué queréis, señorita? —dijo después, volviéndose hacia la desconocida.

Dicha señorita era un tipo de mujer que solamente se encuentra en París. Se hace en París, como el barro, como el adoquinado de París, como el agua del Sena que se fabrica en París en grandes depósitos, a través de los cuales la industria la filtra diez veces antes de servirla en garrafas provistas de etiqueta, en las que brilla clara y pura, de fangosa que era. La criatura en cuestión también es verdaderamente original. Captada veinte veces por el pincel del pintor, por el lápiz del caricaturista, por la plombagina del dibujante, escapa a todos los análisis, porque es inaprensible en todas sus facetas, como lo es la naturaleza, como lo es el fantástico París. En efecto, se presenta sujeta al vicio por un radio, y se aleja de él por los otros mil puntos de la circunferencia social. Además, sólo deja adivinar un rasgo de su carácter, el único que la hace censurable: oculta sus bellas virtudes y se jacta de su ingenuo libertinaje desvergonzado. Incompletamente traducida en los dramas y los libros en que ha sido puesta en escena con toda su poesía, nunca será auténtica más que en su desván, porque siempre será calumniada o alabada en cualquier otra parte. Cuando es rica, se la envidia; cuando es pobre, es incomprendida. Y no podría ser de otro modo. El número de sus vicios es excesivo, lo mismo que el de sus buenas cualidades; está demasiado cerca de una asfixia sublime o de la risa deshonrosa; es demasiado bella y demasiado fea; personifica demasiado bien a París, al que proporciona porteras desdentadas, lavanderas, barrenderas, mendigas, a veces condesas impertinentes, actrices admiradas y cantantes aplaudidas; incluso dio en otros tiempos dos casi reinas a la monarquía. ¿Quién sería capaz de apresar a semejante Proteo? Es toda la mujer, menos que la mujer y más que la mujer. Un pintor de costumbres sólo puede captar ciertos detalles de este vasto retrato, el conjunto y el infinito.

Era una griseta de París, pero la modistilla en todo su esplendor; la griseta en fiacre, joven, feliz, bella, fresca, pero griseta al fin y modistilla con uñas y tijeras, atrevida como una española, huraña como una inglesa gazmoña que reclamase sus derechos conyugales, coqueta como una gran dama, pero franca y dispuesta a todo; una verdadera leona surgida del pisito cuyos visillos de calicó rojo, su mueble de terciopelo de Utrecht, la mesita del té, su servicio de porcelana pintada, su confidente, su alfombrita de moqueta, su reloj de péndola de alabastro y sus bujías bajo campana de vidrio, su habitación amarilla, su muelle edredón había soñado tantas veces, en una palabra: las alegrías que colman la vida de las grisetas: la sirvienta (que en su juventud también ha sido griseta, pero de bigote y galones); los espectáculos, las castañas a discreción, los vestidos dé seda y los sombreros que estropear; en fin, todas las felicidades calculadas en el taller de la modistilla, menos el ajuar (que sólo aparece en las imaginaciones del taller como el bastón de mariscal en los sueños de un soldado). Sí, aquella griseta sentía un afecto verdadero por todo aquello, o a pesar de un afecto verdadero; del mismo modo como otras lo obtienen a menudo mediante una hora al día, como una especie de impuesto pagado, con despreocupación, bajo las garras de un viejo.

La joven que se hallaba en presencia de los esposos Desmarets llevaba el pie tan descubierto por su calzado, que apenas se veía una ligera línea negra entre la alfombra y su media blanca. Este calzado, cuyo diseño ha sabido trazar tan bien la caricatura parisién, es una gracia exclusiva de la griseta de París; pero, aún se revela mejor a los ojos del observador por el cuidado con que sus vestiduras se adhieren a sus formas, que dibujan netamente. La desconocida vestía un traje verde, con camisolín, que dejaba adivinar la belleza de su corsé, entonces perfectamente visible, pues su chal de casimir de Ternaux, que caía hasta el suelo, sólo estaba sujeto por los dos extremos, que ella retorcía, inquieta, en los puños. Tenía el rostro fino, mejillas sonrosadas, tez blanca, ojos chispeantes, frente abombada, muy prominente, cabellos cuidadosamente alisados, que escapaban de su sombrerito en gruesos bucles que le caían sobre el cuello.

—Me llamo Ida, señor. Y si ésa es la madame Jules con quien deseo hablar, aprovecho la ocasión para decirle todo lo que tengo contra ella. Está muy mal hecho, cuando todo va bien y se vive en una casa tan bien puesta como ésta, querer quitar a una pobre chica como yo un hombre con el que he contraído matrimonio moral, y que habla de reparar sus faltas casándose conmigo por lo civil. Hay bastantes hombres jóvenes y apuestos en el mundo, ¿no es verdad, señor?, para divertirse sin tener que venir a quitarme un hombre de edad, que es toda mi felicidad. ¡Yo no tengo una casa lujosa como ésta, pero tengo mi amor! Detesto a los hombres guapos y al dinero, soy toda corazón, y…

Madame Jules se volvió hacia su marido:

—Permitidme, señor, que no siga oyendo a esta mujer —dijo, volviendo a su habitación.

—Si esta dama está con vos, me he tirado una plancha, por lo que veo; pero me importa un pepino —prosiguió Ida—. ¿Por qué va a ver a monsieur Ferragus todos los días?

—Os equivocáis, señorita —dijo Jules, estupefacto—. Mi esposa es incapaz…

—¡Ah, con que ahora resulta que estáis casados! —dijo la modistilla manifestando cierta sorpresa—. Entonces aún es mucho peor, señor, ¿no es verdad?, que una mujer que tiene la dicha de estar casada en legítimo matrimonio, sostenga relaciones con un hombre como Henri…

—¿Pero qué Henri? —dijo Jules, agarrando a Ida por un brazo y arrastrándola a la pieza contigua, para que su mujer no oyese nada.

—Pues, monsieur Ferragus, naturalmente…

—¡Pero si ha muerto! —dijo Jules.

—¡Qué va a haber muerto! Anoche fui con él a Franconi, y después me acompañó a casa, como era su obligación. Además, vuestra señora podrá daros noticias frescas de él. ¿No ha ido a verlo a las tres? Lo sé perfectamente: la he esperado en la calle, gracias al soplo que me ha dado un hombre muy amable, un tal monsieur Justin, que usted quizá conoce, un vejete que lleva dijes y corsé, y que me previno, diciéndome que tenía a una tal madame Jules por rival. Este nombre, señor, es muy conocido entre los nombres de guerra. Disculpadme, puesto que es el vuestro, pero aunque madame Jules fuese una duquesa de la Corte, Henri es tan rico, que podría satisfacer todos sus caprichos. A mí sólo me interesa defender lo mío y tengo derecho a hacerlo, pues yo amo a Henri de verdad. Fue mi primer amor y me juego mi dicha y mi felicidad futura. No tengo miedo a nada, señor; soy una chica honrada y nunca he mentido ni robado nada a nadie. Aunque mi rival fuese una emperatriz, iría a verla bien de cara; y si me quitaba a mi futuro marido, sería capaz de matarla, por emperatriz que fuese, porque todas las mujeres guapas son iguales, señor…

—¡Basta, basta! —dijo Jules—. ¿Dónde vivís?

—En la rue de la Corderie-du-Temple, n.° 14, señor. Ida Gruget, corsetera, para serviros, pues hacemos muchos para caballero.

—¿Y dónde vive el hombre que llamáis Ferragus?

—Pero, señor —repuso ella, pellizcándose los labios—, sabed que no es un hombre así, a secas. Es un señor quizá más rico que vos mismo. ¿Mas por qué me pedís sus señas, si vuestra mujer las sabe? Me ha prohibido que las dé a nadie. ¿Tengo acaso la obligación de responderos?… No estoy, gracias a Dios, ni en el confesionario ni en la comisaría, y no dependo más que de mí.

—¿Y si yo os ofreciese veinte, treinta, cuarenta mil francos para que me dijeseis dónde vive monsieur Ferragus?

—¡No, no amiguito, asunto concluido! —dijo la joven, añadiendo un gesto popular a esta singular respuesta—. No existe cantidad que me pueda obligar a decirlo. He tenido mucho gusto en saludaros. ¿Por dónde se sale de aquí?

Jules, aterrado, dejó partir a Ida, sin pensar en detenerla. El mundo entero parecía haberle caído encima, y, sobre su cabeza, los cielos se rasgaban y se hundían.

—El señor está servido —le dijo su ayuda de cámara.

El ayuda de cámara y el secretario esperaron en el comedor durante un cuarto de hora, sin que viesen llegar a los señores de la casa.

—La señora no comerá hoy —fue a decirles la doncella.

—¿Qué le pasa, Josefina? —le preguntó el ayuda de cámara.

—No lo sé —le respondió la interpelada—. La señora no hace más que llorar y va a acostarse. Parece ser que el señor tenía un asuntillo en París, y se ha descubierto en muy mal momento, ¿entendéis? Yo no respondería de la vida de la señora. ¡Todos los hombres son tan torpes! Siempre le hacen escenas a una sin tomar ninguna precaución.

—Nada de eso —repuso el ayuda de cámara en voz baja—. Al contrario, es la señora quien… en fin, ya me comprendéis. ¿Qué tiempo tendría libre el señor para esas aventuras, si desde hace cinco años no ha dormido una sola noche fuera de la habitación de la señora, que baja a su gabinete a las diez y sólo sale de él al mediodía, para almorzar? Su vida, en fin, es conocida, es regular, mientras que la señora sale casi todos los días, a las tres, nadie sabe dónde.

—Y el señor también —dijo la doncella, saliendo en defensa de su señora.

—Pero va a la Bolsa, señora mía.

—Le he dicho ya tres veces que la comida está en la mesa —prosiguió el ayuda de cámara después de una pausa—, y es como si hablara con la pared.

Entró Jules.

—¿Dónde está la señora? —preguntó.

—La señora va a acostarse, tiene migraña —respondió la doncella adoptando un aire importante.

Jules dijo entonces, dirigiéndose al servicio con mucha sangre fría:

—Podéis quitar la mesa; voy a hacer compañía a la señora.

Y entró de nuevo en la habitación de su mujer, a la que encontró llorando, pero ahogando sus sollozos con el pañuelo.

—¿Por qué lloráis? —le dijo Jules—. No tenéis que esperar de mí ni violencias ni reproches. ¿Por qué habría de vengarme? Si no habéis sido fiel a mi amor, eso quiere decir que no habéis sido digna de él…

—¡Qué no he sido digna!

Estas palabras, repetidas, se oyeron a través de los sollozos, y el acento con que fueron pronunciadas hubiera enternecido a cualquier otro hombre que no hubiese sido Jules.

—Para mataros, quizás haría falta amaros más de lo que os amo —prosiguió él—, pero no tendría valor para ello, antes me mataría, dejándoos con vuestra felicidad y con… ¿con quién?

No terminó la frase.

—¡No habléis de mataros! —exclamó Clémence, tirándose a los pies de Jules para abrazárselos.

Pero él quiso librarse de aquel abrazo y sacudió a su mujer, arrastrándola hasta la cama.

—Soltadme —le dijo.

—¡No, no, Jules! —gritaba ella—. Si no me amas, moriré. ¿Quieres saberlo todo?

—Sí.

La levantó, la abrazó violentamente, se sentó en el borde del lecho y la retuvo entre sus piernas; después dijo, mirando con ojos secos aquella hermosa cabeza que había adquirido el color del fuego, pero surcada por las lágrimas:

—Vamos, dímelo.

Los sollozos de Clémence recomenzaron.

—No, es un secreto de vida o muerte. Si lo dijese, yo… No, no puedo. ¡Piedad, Jules!

—Tú me engañas siempre…

—¡Ya no me tratas de vos! —exclamó la joven—. Sí, Jules, puedes creer que te engaño, pero pronto lo sabrás todo.

—Pero ese Ferragus, ese presidiario que vas a ver, ese hombre enriquecido por el crimen, si no te pertenece y tú tampoco le perteneces…

—¡Oh, Jules!…

—¿Es tu bienhechor desconocido, el hombre al que debemos nuestra fortuna, como ya se ha dicho?

—¿Quién lo ha dicho?

—Un hombre al que maté en duelo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Una muerte ya!

—Si no es tu protector, si no te da oro, si eres tú quien se lo lleva, vamos a ver, ¿es acaso tu hermano?

—Bien —dijo ella—. ¿Y si así fuese?

Monsieur Desmarets cruzó los brazos.

—¿Por qué me lo habríais ocultado? —repuso—. ¿Así, tu madre y tú me engañasteis? Además, ¿se va a visitar a un hermano todos los días, o casi todos los días, eh?

Su esposa se había desvanecido a sus pies.

—Ha muerto —dijo Jules—. ¿Y si me hubiese equivocado?

Se avalanzó al cordón de la campanilla, llamó a Josefina y tendió a Clémence sobre la cama.

—Esto será mi muerte —dijo madame Jules, recuperando el conocimiento.

—Josefina —exclamó monsieur Desmarets—, id a buscar al doctor Desplein. Después iréis a casa de mi hermano, para rogarle que venga lo antes posible.

—¿Por qué vuestro hermano? —preguntó Clémence.

Jules ya había salido.

Por primera vez después de cinco años, madame Jules se acostó sola en su cama, y se vio obligada a dejar entrar a un médico en su sacrosanta habitación. Fueron dos dolores muy vivos. Desplein encontró muy mal a madame Jules; jamás emoción violenta alguna había sido tan intempestiva. No quiso hacer juicios prematuros, dejando su diagnóstico para el día siguiente, después de recetar algunos medicamentos que nadie fue a buscar, pues los intereses del corazón habían echado al olvido todos los cuidados físicos.

De madrugada, Clémence aún no había podido conciliar el sueño. Se hallaba absorta por el sordo murmullo de una conversación que ya duraba desde hacia varias horas entre ambos hermanos; pero el espesor de las paredes no permitía que llegasen a su oído las palabras que hubiesen podido revelar el objeto de aquella larga conferencia.

Monsieur Desmarets, el notario, se fue al poco rato. La calma de la noche unida a la singular actividad de los sentidos que infunde la pasión, permitieron entonces a Clémence oír el rasgar de una pluma y los movimientos involuntarios de un hombre ocupado en la tarea de escribir. Los que suelen pasar las noches en vela y observan los distintos efectos de la acústica en medio de un profundo silencio, saben que, a menudo, es fácil percibir un leve rumor en el mismo sitio donde un murmullo igual y continuado era imposible de discernir. A las cuatro de la madrugada, el rumor cesó. Clémence se levantó inquieta y temblorosa. Después, descalza, sin peinador, sin pensar en el frío sudor que la cubría ni el estado en que se encontraba, la pobre mujer consiguió abrir la puerta intermedia sin que chirriase. Vio a su marido profundamente dormido, con una pluma en la mano. Las bujías brillaban sobre las arandelas de los candeleros. Clémence avanzó lentamente y leyó en un sobre ya sellado:

MI TESTAMENTO.

Se arrodilló como ante una tumba y besó la mano de su marido, que inmediatamente despertó.

—Jules, amigo mío, suelen concederse algunos días a los criminales condenados a muerte —dijo, mirándolo con ojos encendidos por la fiebre y el amor—. Tu mujer inocente únicamente te pide dos. ¡Déjame libre durante dos días y… espera! Después, moriré dichosa y al menos tú llorarás mi muerte.

—Te los concedo, Clémence.

Y mientras ella besaba las manos de su marido en una conmovedora efusión amorosa, Jules, fascinado por aquel brillo de la inocencia, tomó su cabeza entre sus manos y la besó en la frente, avergonzado de sufrir aún los efectos de aquella noble belleza.

Al día siguiente, después de tomarse una horas de reposo, Jules entró en la habitación de su esposa, obedeciendo maquinalmente a su costumbre de no salir de casa sin antes verla. Clémence dormía. Un rayo de luz pasaba por las rendijas más elevadas de las ventanas, para caer sobre el rostro de aquella mujer abrumada por el pesar. El dolor ya había alterado su frente y la roja lozanía de sus labios. La mirada de un amante no podía equivocarse ante el aspecto de algunas manchas de la piel, amoratadas, y ante la palidez enfermiza que sustituía la tonalidad regular de las mejillas y la blancura mate de la tez, dos fondos puros sobre los que se reproducían ingenuamente los sentimientos de aquel alma tan bella.

«Cómo sufre —se dijo Jules—. ¡Pobre Clémence, que Dios nos proteja!».

La besó dulcemente en la frente. Ella se despertó, vio a su marido y lo comprendió todo; pero como no podía hablar, le tomó la mano y sus ojos se bañaron en llanto.

—Soy inocente —dijo, terminando su sueño.

—¿No saldrás? —le preguntó Jules.

—No, me siento demasiado débil para abandonar la cama.

—Si cambias de parecer, espera a que regrese —le dijo Jules.

Y bajó a la portería.

—Fouquereau, vigilaréis la puerta con la mayor atención; quiero saber qué personas entran y salen de mi casa.

Después Jules tomó un fiacre, se hizo conducir al hotel de Maulincour y preguntó por el barón.

—El señor está enfermo —le dijeron.

Jules insistió en verlo, dio su nombre y, a falta de monsieur de Maulincour, quiso ver al vidame o a la viuda. Esperó unos instantes en el salón de la vieja baronesa, que fue a su encuentro para decirle que su nieto estaba demasiado indispuesto para recibirlo.

—Conozco la naturaleza de su enfermedad, señora —respondió Jules—, por la carta que me habéis hecho el honor de escribirme, y os ruego que creáis…

—¿Yo, escribiros una carta, señor? —exclamó la viuda interrumpiéndole—. Yo no os he escrito ninguna carta. ¿Y que me hacen decir, señor mío, en esa carta?

—Señora —contestó Jules—, como tenía intención de visitar hoy mismo a monsieur de Maulincour y devolveros esa carta, he creído que podía conservarla pese a la petición que contiene al final. Hela aquí.

La viuda tocó la campanilla para que le trajesen sus antiparras, y, cuando hubo echado una ojeada al papel, manifestó la mayor sorpresa.

—Señor —dijo—, mi escritura está tan perfectamente imitada que, si no se tratase de un asunto reciente, yo misma me engañaría. Mi nieto está enfermo, en efecto, señor; pero su razón no se ha alterado en ningún momento. Somos juguete de algunos individuos perversos; sin embargo, no consigo adivinar qué finalidad tiene esta impertinencia… Vais a ver a mi nieto, señor, y comprobaréis que se halla en pleno uso de sus facultades mentales.

Y llamó de nuevo para que preguntasen al barón si podía recibir a monsieur Desmarets. El ayuda de cámara volvió con una respuesta afirmativa. Jules subió a ver a Auguste de Maulincour, a quien encontró sentado en una butaca junto a la chimenea y que, demasiado débil para levantarse, lo saludó con un gesto melancólico; el vidame de Pamiers le hacía compañía.

—Señor barón —dijo Jules—, tengo que deciros algo muy particular y desearía hacerlo a solas.

—Señor —respondió Auguste—, el comendador está enterado de todo el asunto y podéis hablar ante él sin temor.

—Señor barón —prosiguió Jules con voz grave—, habéis turbado, habéis casi destruido mi dicha, sin tener derecho a ello. Hasta el momento en que sepamos quién de nosotros puede exigir o debe conceder una reparación al otro, tenéis la obligación de ayudarme a avanzar por el camino tenebroso en que me habéis metido. Vengo, pues, para que me digáis cuál es la morada actual del ser misterioso que ejerce tan fatal influencia sobre nuestro destino, y que parece tener a sus órdenes poderes sobrenaturales. He aquí la carta que recibí ayer, después de hablar con vos.

Y Jules le mostró la carta apócrifa.

—¡Ese Ferragus, ese Bourignard o ese monsieur de Funcal es un demonio! —exclamó Maulincour después de haberla leído—. ¿En qué espantoso laberinto me he metido? ¿Adónde iré a parar? Cometí un error, señor —dijo, mirando a Jules—, pero la muerte es ciertamente la mayor de las expiaciones, y mi muerte se aproxima. Así, pues, podéis pedirme lo que deseéis; estoy a vuestras órdenes.

—Señor barón, debéis de saber dónde vive el desconocido; aunque me costase toda mi fortuna actual, estoy absolutamente decidido a penetrar este misterio; y, en presencia de un enemigo tan cruel e inteligente, los momentos son preciosos.

—Justin os lo dirá todo —respondió el barón.

Al oír estas palabras, el comendador se agitó en su silla.

Auguste tocó la campanilla.

—Justin no está en casa —exclamó el vidame con una precipitación que decía muchas cosas.

—Bien —dijo Auguste con vivacidad—, nuestros criados saben dónde está; un hombre montará inmediatamente a caballo para ir en su busca. Vuestro ayuda de cámara está en París, ¿no es verdad? Pues lo encontraremos.

El comendador parecía visiblemente turbado.

—Justin no vendrá, amigo mío —dijo el anciano—. Ha muerto. Quería ocultarte este accidente, pero…

—¿Ha muerto? —exclamó monsieur de Maulincour—. ¿Ha muerto? ¿Cuándo? ¿Y cómo?

—Sucedió anoche. Había ido a cenar con antiguos amigos, sin duda se embriagó y sus amigos, ebrios como él, lo dejaron tendido en la calle, y un enorme carruaje lo atropelló…

—El presidiario no lo ha dejado escapar. Lo ha matado al primer intento —dijo Auguste—. Conmigo no ha tenido tanta suerte; ha tenido que intentarlo cuatro veces.

Jules se puso sombrío y pensativo.

—Así, no sabré nada —dijo el agente de Cambio y Bolsa después de una larga pausa—. ¡El castigo de vuestro ayuda de cámara quizás ha sido merecido! ¿No se ha excedido en su cometido al calumniar a madame Desmarets ante esa Ida, cuyos celos despertó para lanzarlos sobre nosotros?

—¡Ah, señor, en la cólera que me dominaba, le entregué a madame Jules!

—¡Señor mío! —exclamó el marido, vivamente irritado.

—¡Oh, ahora, señor —respondió el oficial reclamando silencio con un gesto—, estoy dispuesto a todo! Lo hecho ya no tiene remedio, y no me digáis nada que mi conciencia ya no me haya dicho. Esta mañana espero a uno de los más célebres profesores de toxicología para saber cual será mi suerte. Si estoy destinado a experimentar mayores sufrimientos, mi resolución ya está tomada: me saltaré la tapa de los sesos.

—¡Habláis como un niño! —exclamó el comendador, asustado por la sangre fría con que el barón pronunció aquellas palabras—. Vuestra abuela moriría de pena.

—Así, señor —dijo Jules—, ¿no existe ningún medio de saber en qué lugar de París habita ese hombre extraordinario?

—Creo, señor —respondió el anciano—, que oí decir al pobre Justin que monsieur de Juncal residía en la Embajada de Portugal o en la del Brasil. Monsieur de Juncal es un gentilhombre que pertenece a ambos países. En cuanto al presidiario, está muerto y enterrado. Vuestro perseguidor, sea quien sea, me parece lo bastante poderoso para que lo aceptéis bajo su nueva forma hasta el momento en que tengáis el medio de confundirlo y aplastarlo; pero actuad con prudencia, mi querido señor. Si monsieur de Maulincour hubiese seguido mis consejos, nada de todo esto se hubiera producido.

Jules se retiró fríamente, pero con cortesía, sin saber qué partido tomar para dar con el paradero de Ferragus.

En el momento de entrar, el portero le dijo que la señora había salido para ir a echar una carta en el buzón situado frente a la rue de Ménars.

Jules se sintió humillado al percatarse de la prodigiosa inteligencia con que el portero abrazaba su causa, y la destreza con que adivinaba los medios de servirlo. El celo de los inferiores y su habilidad particular para comprometer a los amos que se comprometían ya le eran conocidos, y se daba cuenta del peligro que representaba tenerlos por cómplices en lo que fuese; pero sólo pudo pensar en su dignidad personal en el momento en que se encontró tan súbitamente envilecido. ¡Qué triunfo para el esclavo, incapaz de elevarse hasta su amo, hacer caer al amo hasta él! Jules se mostró brusco y duro. Otro error. ¡Pero sufría tanto! Su vida, hasta entonces tan recta y tan pura, habíase vuelto tortuosa; a la sazón tenía que mentir y mostrarse solapado. Y Clémence también mentía y obraba con doblez. Aquellos instantes fueron de momentáneo disgusto y repugnancia. Perdido en un abismo de pensamientos amargos, Jules permaneció maquinalmente inmóvil a la puerta de su casa. Tan pronto quería huir, abandonar Francia, entregándose a ideas desesperadas, para dejar su amor bajo las ilusiones aún de la incertidumbre, tan pronto buscaba el medio de sorprender la respuesta que aquel ser misterioso daría a la carta que Clémence había echado al correo, y que no dudaba estuviese dirigida a Ferragus. Después se ponía a analizar los singulares avatares por que pasó su vida, desde su matrimonio, preguntándose si la calumnia que había lavado con sangre no sería acaso una verdad. Por último, volviendo a la respuesta de Ferragus, se decía:

«Pero este hombre tan profundamente hábil, tan lógico en sus menores actos, que ve, que presiente, que calcula y que incluso adivina nuestros pensamientos, ¿responderá a la carta? ¿No es más lógico que Ferragus emplee medios en armonía con su poder? ¿No enviará su respuesta por medio de un hábil bellaco, o quizás en un joyero traído por un hombre honrado que ignorará lo que transporta, o en el envoltorio de unos zapatos que una empleada entregará inocentemente a mi mujer? ¿Y si Clémence y él se entienden?».

Y así desconfiaba de todo y recorría los campos inmensos, el mar sin riberas de las suposiciones hasta que, después de haber flotado algún tiempo entre mil decisiones contradictorias, se encontró más fuerte en su casa que en ningún otro lugar, y resolvió vigilar en su casa, como una hormiga león en el fondo de su embudo de arena.

—Fouquereau —dijo al portero—, he salido, si alguien viene a verme. Si alguien quiere hablar con la señora o entregarle algo, tú darás dos campanillazos. Después me mostrarás todas las cartas que lleguen, sean para quien sean.

«Así —pensó al subir a su gabinete, que se encontraba en el entresuelo— saldré al paso de las finuras de maese Ferragus. Si envía a un emisario astuto, que pregunta si estoy en casa a fin de saber si la señora está sola, al menos no se burlará de mí como si fuese un necio».

Se pegó a los cristales de su gabinete, que daban a, la calle, y, apelando a una última estratagema inspirada por los celos, resolvió hacer subir a su secretario a su coche para enviarlo a la Bolsa en su lugar, con una carta para un agente amigo suyo, al que explicaba sus compras y sus ventas, rogándole que lo reemplazase. Aplazó sus más delicadas transacciones para el día siguiente, riéndose de alzas y bajas y de todas las deudas europeas. ¡Gracioso privilegio del amor! Todo lo aplasta, todo lo hace palidecer: el altar, el trono y el libro mayor.

A las tres y media, en el momento en que la Bolsa se halla en plena actividad, Jules vio entrar en su gabinete a Fouquereau, radiante.

—Señor, acaba de venir una vieja, pero muy atildada y compuesta. Ha preguntado por el señor, ha parecido contrariada de no encontrarlo en casa y me ha entregado esta carta para la señora.

Presa de febril angustia, Jules rasgó el sello de la carta, pero acto seguido cayó en su butaca, agotado. La carta era un galimatías; era imposible leerla sin poseer la clave. Se trataba de una carta cifrada.

—Vete, Fouquereau.

El portero salió.

—Es un misterio más profundo que el de la mar, en el lugar donde la sonda se pierde. ¡Ah, esto es amor! Sólo el amor es tan sagaz y tan ingenioso como el hombre que ha escrito esta carta. ¡Dios mío, mataré a Clémence!

En aquel instante una feliz idea brotó en su cerebro con tanta fuerza que casi lo iluminó físicamente.

En los días de su laboriosa miseria, antes de contraer matrimonio, Jules había tenido un verdadero amigo. La excesiva delicadeza con que supo tratar la susceptibilidad de un amigo pobre y modesto, el respeto con que lo rodeó, la ingeniosa destreza con que lo obligó noblemente a participar de su opulencia sin hacerlo enrojecer, aumentaron su amistad. Jacquet permaneció fiel a Desmarets, pese a la fortuna de éste.

Jacquet, hombre probo e íntegro, trabajador de costumbres austeras, había ascendido lentamente en el Ministerio que consume mayor cantidad de bribonería y probidad a la vez. Empleado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, estaba encargado de la parte más delicada de los archivos. Jacquet era en el Ministerio una especie de luciérnaga que iluminaba durante sus horas de trabajo las correspondencias secretas, descifrando y clasificando los despachos. Ocupaba una situación más elevada que un simple burgués y en el Ministerio convivía con los más altos funcionarios subalternos. Su existencia transcurría en la oscuridad, en una oscuridad que lo hacía feliz y lo ponía a salvo de los reveses, satisfecho de pagar en óbolos su deuda con la patria. Teniente de alcalde de su distrito, gozaba, como dicen los periódicos, de todas las consideraciones debidas a su cargo. Gracias a Jules su posición mejoró mediante un buen enlace matrimonial. Patriota anónimo, ministerial de hecho, se contentaba con lamentarse, al amor de la lumbre, sobre la marcha del Gobierno. Por lo demás, Jacquet era, en su casa, rey bonachón, un hombre de paraguas, que pagaba a su mujer una comisión de la que él nunca se aprovechaba. En fin, para terminar el retrato de este filósofo sin saberlo, diremos que aún no había sospechado, ni debía sospecharlo jamás, todo el partido que podía sacar de su posición, al tener por amigo íntimo a un agente de Cambio y Bolsa y al conocer todas las mañanas los secretos de Estado. Aquel hombre, sublime a la manera del soldado desconocido que muere salvando a Napoleón por un ¿quién vive?, seguía en el Ministerio.

A los diez minutos, Jules se encontraba en el despacho del archivero. Jacquet le ofreció una silla, puso metódicamente sobre la mesa su visera de tafetán verde, se frotó las manos, tomó su tabaquera, se levantó haciendo crujir sus omoplatos, abombó el pecho y dijo:

—¿Qué casualidad os trae por aquí, monsieur Desmarets? ¿Qué queréis de mí?

—Jacquet, tengo necesidad de ti para adivinar un secreto, un secreto de vida y muerte.

—¿No tiene que ver con la política?

—De ser así, no es a ti a quien se lo preguntaría —dijo Jules—. No, es un asunto conyugal sobre el que te exijo el silencio más profundo.

—Claude-Joseph Jacquet, mudo de profesión. ¿Es que no me conoces? —dijo su amigo, riendo—. Mi método es la discreción.

Jules le mostró la misiva, diciéndole:

—Debes leerme este billete dirigido a mi mujer…

—¡Diablo, diablo, mal asunto! —dijo Jacquet examinando la carta, como un usurero hubiera examinado un efecto negociable—, ¡Ah, es una carta de cuadrícula! Espera un momento.

Dejó a Jules solo en el gabinete, para regresar a los pocos instantes.

—¡Esto es una bobería, amigo mío! Está escrito con una vieja cuadrícula que utilizaba el embajador de Portugal durante el ministerio de monsieur de Choiseul, cuando fueron expulsados los jesuitas. Aquí tienes.

Jacques sobrepuso un papel agujereado, cortado regularmente como uno de esos encajes que los confiteros ponen sobre sus peladillas, y Jules pudo leer entonces con facilidad las frases que quedaban al descubierto:

No tengas más inquietudes, mi querida Clémence; nadie turbará ya nuestra dicha, y tu marido depondrá sus sospechas. No puedo ir a verte. Por enferma que estés, debes hallar fuerzas y valor para venir a verme, encontrarás las fuerzas necesarias en tu amor. Mi afecto por ti me ha obligado a someterme a una cruel operación, y me es imposible moverme de la cama. Ayer me cauterizaron varios puntos de la nuca y los hombros, y la cauterización ha sido larga y dolorosa. ¿Comprendes? Pero pensando en ti, el sufrimiento me ha sido leve. Para desbaratar todas las pesquisas de Maulincour, que ya no nos perseguirá por mucho tiempo, he abandonado el techo protector de la Embajada y estoy al abrigo de toda sospecha en la rue des Enfants-Rouges, número 12, en casa de una anciana señora llamada madame Etienne Gruget, la madre de esa Ida que pagará muy cara la locura que ha cometido. Ven mañana, a las nueve de la mañana. Estoy en una habitación a la que sólo se entra por una escalera interior. Pregunta por monsieur Camuset. Hasta mañana. Te beso la frente, querida mía.

Jacquet miró a Jules con una especie de terror honrado, que encerraba una auténtica compasión, y profirió su exclamación favorita:

—¡Diablo, diablo! —en dos tonos diferentes.

—La cosa está clara, ¿verdad? —dijo Jules—. Y a pesar de todo, en el fondo de mi corazón hay una voz que aboga por mi mujer, y que domina a la de todos los dolores que me producen los celos. Sufriré hasta mañana el más horrible de los suplicios; pero finalmente, mañana, entre nueve y diez, lo sabré todo, y seré feliz o desgraciado para siempre. Piensa en mí, Jacquet.

—Mañana a las ocho estaré en tu casa. Iremos juntos allí y yo te esperaré, si quieres, en la calle. Puedes correr algún peligro y es necesario que esté a tu lado un amigo fiel que te comprenda con media palabra y de quien puedas fiarte. Cuenta conmigo.

—¿Incluso para ayudarme a matar a alguien?

—¡Diablo, diablo! —dijo Jacquet vivamente, repitiendo, por así decir, la misma nota musical—. Tengo mujer y dos hijos…

Jules estrechó la mano de Claude Jacquet y salió. Pero regresó precipitadamente.

—Olvidaba la carta —dijo—. Además, esto no es todo: hay que sellarla de nuevo.

—¡Diablo, diablo! La has abierto sin sacar la impresión del sello, pero éste, por fortuna, se ha partido muy bien. Vamos, déjamela, te la llevaré secundum scripturam.

—¿A qué hora?

—A las cinco y media…

—Si yo aún no hubiese vuelto, entrégala al portero, diciendo que es para la señora.

—¿Me necesitarás mañana?

—No. Adiós.

Jules no tardó en llegar a la plaza de la Rotonde-du-Temple, donde dejó su cabriolé y siguió a pie la rue des Enfants-Rouges, donde examinó la casa de madame Etienne Gruget. Allí debía aclararse el misterio del que dependía la suerte de tantas preguntas; allí estaba Ferragus, y en Ferragus desembocaban todos los hilos de aquella intriga. La reunión de madame Jules, de su marido y de aquel hombre, sería sin duda el nudo gordiano de aquel drama que ya había hecho correr la sangre y en el que no debía faltar la espada que desata los vínculos más fuertemente apretados.

Aquella casa pertenecía al género de las llamadas en París cabajoutis. Este nombre, muy significativo, es el que el pueblo parisién da a esas casas compuestas, por así decir, de incrustaciones de taracea. Casi siempre son habitaciones primitivamente separadas, pero reunidas por la fantasía de los diferentes propietarios, que las han agrandado sucesivamente; o casas comenzadas, abandonadas, vueltas a construir y terminadas; casas desgraciadas que han soportado, como algunos pueblos, diversas dinastías de amos caprichosos. Ni los pisos ni las ventanas tienen estilo, como suele decirse; todo casa mal, incluso los adornos exteriores. Este tipo de construcción es a la arquitectura parisién lo que la leonera a la habitación, o sea: un verdadero revoltillo en el que se arrojan en mescolanza los objetos más heterogéneos.

—¿Madame Étienne? —preguntó Jules a la portera.

Dicha portera estaba instalada al amparo del gran portal, en uno de esos gallineros que parecen cajitas de madera montadas sobre ruedas y bastante parecidos a las garitas que la policía ha construido en todas las paradas de coches de punto.

—¿Cómo? —dijo la portera dejando su labor de calceta.

En París, los diferentes temas que concurren para formar la fisonomía de una parte cualquiera de la monstruosa ciudad armonizan admirablemente con el carácter del conjunto. Así, ya se llame portero, conserje o suizo, nombres por los que se conoce ese músculo esencial del monstruo parisién, siempre será conforme al barrio del que forma parte, y a menudo lo resumirá. Bordado en todas sus costuras, ocioso, el portero tiene aire de rentista en el barrio de Saint-Germain, se muestra contento en la Chaussée-d’Antin, lee los periódicos en el barrio de la Bolsa y tiene una profesión en el barrio de Montmartre. La portera es una antigua prostituta en el barrio de la prostitución; en el Marais, es de costumbres irreprochables, desabrida y caprichosa.

Al ver a Jules, aquella portera tomó un cuchillo para remover la ceniza del brasero, que estaba casi apagado; después le dijo:

—¿Pide usted por madame Etienne, o sea madame Etienne Gruget?

—Sí —dijo Jules, adoptando un aspecto casi de enojo.

—¿Qué hace trabajos de pasamanería?

—Sí.

—Bien, señor —dijo, saliendo de su jaula, poniendo la mano sobre el brazo de Jules y conduciéndolo al fondo de un largo y angosto pasillo, abovedado como una bodega—, subid por la segunda escalera del fondo del patio. ¿Veis las ventanas donde hay alhelíes? Allí está madame Etienne.

—Gracias, señora. ¿Creéis que está sola?

—¿Por qué no habría de esta sola? Es viuda.

Jules subió con presteza por una escalera muy oscura, cuyos peldaños tenían callosidades formadas por el barro endurecido que dejaban los inquilinos al ir y venir. En el segundo piso, vio tres puertas, pero ningún alhelí. Afortunadamente, sobre una de aquellas puertas, la más aceitosa y negra de las tres, leyó estas palabras, trazadas con tiza: Ida vendrá esta noche a las nueve.

—Aquí es —se dijo Jules.

Tiró de un viejo cordón de campanilla ennegrecido, oyó el ruido ahogado de una campanilla resquebrajada y los ladridos de un perrillo asmático. La manera como los sonidos resonaban en el interior denunciaba un piso abarrotado de cosas que no dejaban subsistir el menor eco, rasgo característico de las viviendas ocupadas por obreros y por pequeñas familias, faltas de sitio y de aire. Jules buscó maquinalmente los alhelíes y acabó por descubrirlos en el apoyo exterior de una ventana corredera, entre dos molduras. Flores: un jardincito de dos pies de largo y de seis pulgadas de ancho; y trigo: toda la vida resumida, pero también todas las miserias de la vida. Frente a aquellas flores raquíticas y los soberbios tallos de trigo, un rayo de luz, que caía del cielo, como por gracia divina, hacía resaltar el polvo, la grasa y el extraño color propio de los tugurios parisienses: mil y una suciedades que encuadraban, envejecían y manchaban las paredes húmedas, las barandillas carcomidas de la escalera, los bastidores desvencijados de las ventanas y las puertas que en otro tiempo fueron rojas.

A los pocos instantes, una tos de vieja y los pesados pasos de una mujer que arrastraba penosamente unas zapatillas de orillo anunciaron a la madre de Ida Gruget. La anciana abrió la puerta, salió al descansillo, levantó la cabeza y dijo:

—¡Ah, es monsieur Bocquillon! ¡Vaya, pues no lo es! ¡Cómo os parecéis a monsieur Bocquillon! ¿Sois su hermano, quizá? Hacedme el favor de entrar, señor.

Jules siguió a la mujer a una primera pieza, donde vio, pero todo hacinado, jaulas, utensilios domésticos, fogones, muebles, platillos de barro llenos de comida para el perro y los gatos, un reloj de madera, mantas, grabados de Eisen, hierros viejos amontonados, mezclados, confundidos hasta formar un cuadro verdaderamente grotesco, la verdadera leonera parisién, a la que ni siquiera faltaban algunos números del Constitutionnel.

Jules, dominado por un pensamiento de prudencia, no escuchó a la viuda Gruget cuando ésta le dijo:

—Entrad aquí señor, os calentaréis.

Temiendo que Ferragus le oyese, Jules se preguntó si no valdría más concluir en aquella primera pieza el trato que venía a proponer a la vieja. Una gallina que salió cacareando de un camaranchón lo arrancó a sus secretas meditaciones. Jules había adoptado una resolución. Siguió entonces a la madre de Ida a la habitación caldeada, donde les hizo compañía el perrillo asmático, personaje mudo que trepó sobre un viejo taburete. Madame Gruget habló con la fatuidad propia de una «media miseria» al decir que su visitante se calentaría. Su puchero ocultaba completamente dos tizones casi apagados. La espumadera estaba tirada por el suelo, con el mango entre las cenizas. La repisa de la chimenea, adornada con un Niño Jesús de cera, encerrado en una caja cuadrada de vidrio con una orla de papel azulado, estaba abarrotada de lanas, de bobinas y de útiles necesarios para la pasamanería. Jules examinó todos los muebles del piso con una curiosidad llena de interés, manifestando, a pesar suyo, una secreta satisfacción.

—Bien, señor, ¿así, queréis encargaros de la venta de mis muebles? —le dijo la viuda sentándose en la butaca amarilla con asiento de rejilla que parecía ser su cuartel general.

En aquella butaca guardaba simultáneamente, el pañuelo, la tabaquera, la labor, las legumbres a medio limpiar, las antiparras, un calendario, galones de librea empezados, un juego de naipes grasientos y dos noveluchas, todo ello metido en un hueco. Aquel mueble sobre el que aquella vieja bajaba por el río de la vida, se parecía al bolso enciclopédico que llevan las mujeres cuando van de viaje, y que contienen un compendio de su casa, desde el retrato del marido hasta el agua de melisa para los mareos, peladillas para los niños y tafetán inglés para los cortes.

Jules lo examinó todo. Miró con mucha atención la cara amarillenta de madame Gruget, sus ojos grises, sin cejas y desprovistos de pestañas, su boca desdentada, sus arrugas de negras tonalidades, su cofia de tul rojizo, con adornos de encaje, plegados, más rojos aún, y sus faldas de indiana, agujereadas, sus gastadas zapatillas, el brasero quemado, la mesa sobrecargada de platos y sederías, de labores de algodón y lana, en medio de las cuales se elevaba una botella de vino. Después dijo para sus adentros:

«Esta mujer tiene alguna pasión, algún vicio secreto. Ya es mía».

—Señora —le dijo en voz alta, haciéndole un signo de inteligencia—. Vengo a encargaros unos galones…

Después bajó la voz y prosiguió:

—Sé que tenéis en vuestra casa a un desconocido que ha tomado el nombre de Camuset.

La vieja lo miró de pronto, sin demostrar el menor asombro.

—Decidme, ¿puede oírnos? Sabed que se trata de vuestra fortuna.

—Señor —respondió ella—, podéis hablar sin temor, porque aquí no hay nadie. Pero aunque tuviese a alguien allá arriba, le sería imposible oíros.

«¡Ah, esa vieja astuta sabe responder perfectamente! —se dijo Jules—. Será fácil ponemos de acuerdo».

Y prosiguió:

—Ahorraos el trabajo de mentir, señora. En primer lugar, sabed muy bien que yo no deseo haceros el menor daño, ni a vuestro inquilino que aún sufre los efectos de la cauterización, ni a vuestra hija Ida, corsetera y amiga de Ferragus. Como veis, estoy al corriente de todo. Tranquilizaos, no soy de la policía y no deseo nada que pueda ofender vuestra conciencia. Una señora joven vendrá mañana aquí, entre nueve y diez, para hablar con el amigo de vuestra hija. Yo quiero verlo y oírlo todo, sin ser visto ni oído por ellos. Vos me proporcionaréis el medio de conseguirlo y yo recompensaré este servicio mediante la suma de dos mil francos en efectivo y seiscientos francos de renta vitalicia. Mi notario preparará la escritura ante vos esta misma tarde; yo depositaré este dinero en sus manos y él os lo entregará mañana, después de la entrevista a la que deseo asistir, y durante la cual adquiriré las pruebas de vuestra buena fe.

—¿No podría esto perjudicar a mi hija, mi querido señor? —preguntó ella, dirigiéndole miradas de gata inquieta.

—En lo más mínimo, señora. Aunque, por otra parte, parece ser que vuestra hija no se porta nada bien con vos. Amada por un hombre tan rico y tan poderoso como Ferragus, debería disponer de los medios de haceros más feliz de lo que parecéis ser.

—¡Ah, mi querido señor! Ni siquiera me da un mísero billete para ir al Ambigú o a la Gaieté, adonde ella va siempre que quiere. ¡No hay derecho! Y pensar que vendí para ella mis cubiertos de plata y ahora tengo que comer, a mi edad, en cubiertos de metal alemán, y todo para pagarle el aprendizaje y darle un oficio con el que se haría de oro, si quisiera. Pues en esto se parece a mí: tiene unas manos de plata, es de justicia declararlo. Al menos podría darme sus vestidos viejos de seda, sabiendo que a mí la seda me gusta tanto. Pues no, señor; va al Cadran Bleu, donde se pagan cincuenta francos por cabeza, pasea en coche como una princesa, y se burla de su madre, que en realidad le importa un bledo. ¡Dios mío, qué juventud tan casquivana nos ha salido! Si es obra nuestra, no merecemos ningún elogio. Pero cuando una es madre no tiene más remedio que ocultar las locuras de una hija, y yo la he tenido siempre pegada a mis faldas, quitándome el pan de la boca para darle siempre lo mejor. Hasta que un día una se cansa, pues ella sólo sabe venir, hacerme cuatro carantoñas y decirme: «Buenos días, madre». Con esto considera que ha cumplido todos sus deberes hacia la autora de sus días. Pero cuando tenga hijos ya verá lo que es esa mala mercancía, que una quiere de todos modos.

—¿Cómo? ¿No hace nada por vos?

—Tanto como nada, no señor, yo no digo esto; si no hiciese nada, ya no podría hablar de que hace poco. Me paga el alquiler, me da leña y me pasa treinta y seis francos al mes… ¿Pero usted cree, señor, que a mis cincuenta y dos años de edad, con la vista cansada, debería trabajar aún? ¿Además, por qué no quiere saber nada de mí? ¿Se avergüenza de tenerme por madre? ¡Pues que lo diga, caramba! A decir verdad, no se merecen nada esas criaturas que os olvidan así que han cerrado la puerta.

Se sacó un pañuelo del bolsillo y un billete de la lotería cayó al suelo, pero ella lo recogió al instante, diciendo:

—¡Es el recibo de mis imposiciones!

Jules adivinó en seguida la causa de la prudente parsimonia de que se quejaba la madre de Ida, y estuvo más que seguro de que la viuda Gruget daría su aquiescencia al trato propuesto.

—Bien, señora; ¿aceptáis, pues, mi oferta?

—¿Habéis dicho, señor, dos mil francos al contado y seiscientos de renta?

—Señora, he cambiado de parecer, y sólo puedo prometeros trescientos francos de reata vitalicia. Esto me parece más conveniente para mis intereses. Pero os daré cinco mil francos en dinero contante y sonante. ¿No lo preferís así?

—¡Vaya, señor, claro que sí!

—Viviréis con mayor desahogo y podréis ir al Ambigu-Comique, a Franconi y adonde deseéis, en fiacre.

—¡Ah, Franconi no me gusta; además, allí no se puede hablar! Pero, señor, si acepto, lo hago porque esto será muy ventajoso para mi hija. Así no tendré que depender más de ella. ¡Pobrecilla! Después de todo, no me disgusta que se divierta. ¡La juventud tiene que divertirse, señor mío! Así, pues, si me aseguráis que esto no perjudicará a nadie…

—A nadie —repitió Jules—. Pero, vamos a ver. ¿Cómo pensáis hacerlo?

—Esta noche, señor, daré a monsieur Ferragus una pequeña infusión de adormidera, para que duerma como un bendito, el pobre hombre, bien lo necesita, teniendo en cuenta sus sufrimientos, pues sufre de un modo que da pena. ¿Pero queréis explicarme a qué viene eso de que un hombre sano se queme la espalda para quitarse un tic doloroso que sólo le atormenta cada dos años? Volviendo al asunto que nos ocupa, os diré que tengo la llave de mi vecina, cuyo piso está encima del mío y que tiene una pieza cuya pared es medianera con la del dormitorio de monsieur Ferragus. Mi vecina se ha ido a pasar diez días al campo. Si hacemos un agujero, durante la noche, en este muro medianero, los oiréis y los veréis a vuestro gusto. Soy amiga íntima de un cerrajero, un hombre muy amable que habla como un ángel y que me hará ese trabajillo, sin rechistar ni decir nada a nadie.

—Decidle que se ganará cien francos; id esta misma tarde al bufete de monsieur Desmarets, notario… Aquí tenéis sus señas. A las nueve la escritura estará preparada, pero… ¡ni media palabra a nadie!

—Estad tranquilo. Seré una tumba. Hasta la vista, señor.

Jules volvió a su casa, casi calmado por la certidumbre que tenía de que, a la mañana siguiente, lo sabría todo. Al llegar a su casa, encontró en la portería la carta con el sello perfectamente reparado.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó a su mujer, a pesar del hielo que los separaba.

¡Es tan difícil renunciar a las costumbres del corazón!

—Bastante bien, Jules —contestó ella con coquetería—. ¿Quieres comer conmigo?

—Sí —respondió él, entregándole la carta—. Toma, Fouquereau me ha entregado esto para ti.

Clémence, que estaba pálida, se ruborizó extraordinariamente al ver la carta, y aquel súbito sonrojo causó el más vivo dolor a su marido.

—¿Es la alegría —dijo, riendo—, o es un efecto de la espera?

—¡Oh, son muchas cosas! —dijo ella, mirando el sello.

—Os dejo, señora.

Y bajó a su gabinete para escribir a su hermano sus intenciones acerca de la constitución de la renta vitalicia destinada a la viuda Gruget. Cuando volvió, encontró su cena preparada en una mesita, junto a la cama de Clémence, y Josefina, dispuesta a servir.

—¡Si estuviese levantada, con qué placer te serviría la cena! —dijo su esposa, cuando Josefina los dejó solos—. ¡Oh, incluso de rodillas! —prosiguió, mesando los cabellos de Jules con sus manos marfileñas—. Noble y querido corazón mío, has sido muy bueno y generoso conmigo hace un momento. Me has hecho más bien, con tu confianza, que el que me podrían hacer todos los médicos de la tierra con sus recetas. Tu delicadeza femenina, pues sabes amar como una mujer, ha vertido en mi alma un bálsamo desconocido, que ya casi me ha curado. Hay una tregua. Jules, acércame la cabeza para que te dé un beso.

Jules no pudo negarse al placer de abrazar a Clémence. Pero no lo hizo sin una especie de remordimiento íntimo: se encontraba pequeño ante aquella mujer, a quien siempre se sentía tentado de creer inocente. Ella mostraba una especie de alegría triste. Una casta esperanza brillaba en su rostro apenado. Ambos parecían igualmente afligidos por verse obligados a engañarse y hubiera bastado una caricia más para confesárselo todo, incapaces de resistir a sus dolores.

—¿Mañana por la noche, Clémence?

—No, señor, mañana al mediodía lo sabréis todo y os postraréis de hinojos ante vuestra esposa. Oh, no, no te humillarás, no, te lo perdono todo, porque no eres culpable de nada. Escucha, ayer me diste un golpe terrible, pero mi vida tal vez no hubiera sido completa sin esta angustia; será una sombra que aún realzará más los días celestiales que nos esperan.

—Me estás embrujando —exclamó Jules— y me causarás remordimientos.

—Mi pobre amigo, el destino es más alto que nosotros y yo no soy cómplice de mi destino. Mañana saldré.

—¿A qué hora? —preguntó Jules.

—A las nueve y media.

—Clémence —prosiguió monsieur Desmarets—, toma todas las precauciones posibles, consulta al doctor Desplein y al viejo Haudry.

—Sólo consultaré a mi corazón y a mi valor.

—Te dejo libre y vendré a verte al mediodía.

—¿No me harás un poco de compañía esta noche? Mis sufrimientos han cesado…

Después de terminar sus asuntos volvió junto a su esposa, impulsado por una atracción irresistible. Su pasión era más fuerte que todos sus dolores.