II
FERRAGUS
Bella cosa es el oficio de espía, cuando se ejerce por cuenta propia y en aras de una pasión. ¿No consiste en concederse los placeres del ladrón sin dejar de ser un hombre honrado? Pero hay que resignarse a hervir de cólera, rugir de impaciencia, a helarse los pies en el barro, a tiritar y a quemarse, a devorar falsas esperanzas. Hay que ir, siguiendo un indicio, hacia un objetivo ignorado, errar el golpe, echar pestes, improvisarse elegías y ditirambos, proferir necias exclamaciones ante un transeúnte inofensivo que contempla atónito a quien las lanza; después, derribar algunas buenas comadres y sus cestos de manzanas, correr, descansar, apostarse ante una ventana, hacer mil suposiciones… ¡Es la caza: la caza en París; la caza con todos sus accidentes, menos los perros, el fusil y los gritos de los cazadores! Estas escenas son sólo comparables con las de la vida de los jugadores. Además, hace falta tener un corazón rebosante de amor y de venganza para emboscarse en París, como un tigre que quiere saltar sobre su presa, y para gozar, entonces, de todos los accidentes de París y de un barrio, prestándoles un interés superior al que ya poseen en abundancia. Y si es así, ¿no hay que tener un alma múltiple? ¿No es esto vivir con mil pasiones, con mil sentimientos juntos?
Auguste de Maulincour se lanzó a aquella ardiente existencia con amor, porque experimentó todas sus desdichas y todos sus placeres. Iba disfrazado por París. Vigilaba en todas las esquinas de la rue Pegevin o de la rue des Vieux-Augustins. Corría como un cazador de la rue de Ménars a la rue Soly, de la rue Soly a la rue de Ménars, sin conocer ni la venganza ni el precio con que serían castigados o recompensados tantos cuidados, tantas idas y venidas y tantas astucias. Sin embargo, aún no había experimentado aquella impaciencia que retuerce las entrañas y provoca el sudor; vagaba con esperanza, pensando que madame Jules no se atrevería, durante los primeros días, a volver al lugar donde fue sorprendida. Así, consagró estos primeros días a iniciarse en todos los secretos de la calle. Principiante en aquel oficio, no se atrevía a interrogar al portero ni al zapatero de la casa frecuentada por madame Jules, pero confiaba en poder crearse un observatorio en la casa situada enfrente del piso misterioso. Estudiaba el terreno, quería conciliar la prudencia y la impaciencia, su amor y el secreto.
En los primeros días del mes de marzo, en medio de los planes que acariciaba para hacer una gran jugada, y al abandonar su tablero de ajedrez, después de una de sus asiduas partidas —que aún no le habían enseñado nada— volvía, alrededor de las cuatro, a su hotel, llamado por un asunto de servicio, cuando lo atrapó, en la rae Coquillére, uno de esos chaparrones que engrasan de repente los arroyos, y cuyas gotas tintinean al caer sobre los charcos de agua de la vía pública. El peatón de París se ve obligado entonces a detenerse inmediatamente, para refugiarse en una tienda o en un café, si es lo bastante rico como para pagar su hospitalidad forzada; o, según la urgencia del caso, bajo un portal, asilo de la gente pobre o desaseada. ¿Cómo es posible que ninguno de nuestros pintores haya intentado reproducir las fisonomías de un enjambre de parisienses agrupados, en tiempo tormentoso, bajo el húmedo portal de una casa? ¿Dónde podría verse cuadro más soñado?
¿No existe, en primer lugar, el peatón soñador o filósofo que observa con placer las líneas trazadas por la lluvia sobre el fondo grisáceo de la atmósfera, como un cincelado parecido a los chorros caprichosos que forman los hilillos de vidrio; o bien los torbellinos de agua blanca que el viento empuja, como un polvo luminoso, bajo los techos; o bien las caprichosas cascadas que surgen de las tuberías espumosas y centelleantes; otras mil naderías admirables, en sí, estudiadas con delicia por los ociosos que callejean, a pesar de los golpes de escoba con que los obsequia el portero?
Hay después el peatón hablador, que se queja y conversa con la portera, cuando ésta se apoya en su escoba como un granadero en su fusil; el peatón indigente, fantásticamente pegado a la pared, sin preocuparse en absoluto por sus harapos acostumbrados al contacto de las calles; el peatón sabio, que estudia, deletrea o lee los carteles sin terminarlos, el peatón risueño, que se burla de las personas a quienes les duele una desgracia en la calle, que se ríe de las mujeres manchadas de barro y hace muecas y visajes a los que están asomados en las ventanas; el peatón silencioso que mira las ventanas de todos los pisos; el peatón industrioso, provisto de una cartera o cargado con un paquete, para quien la lluvia se traduce por pérdidas y ganancias; el peatón amable, que llega como un obús diciendo: «¡Ah, qué tiempo, señores!», y que saluda a todo el mundo; y por último, el verdadero burgués de París, que gasta paraguas, experto en chaparrones, que previo el de marras, salió, a pesar de los consejos de su mujer, y que se sentó en la silla del portero.
Todos los miembros de esta sociedad fortuita contemplan el cielo según su carácter, se van dando saltitos para no llenarse de barro, porque tienen prisa, o porque ven a otros ciudadanos que circulan contra viento y marea, o porque, teniendo en cuenta que el patio de su casa es húmedo y mortal para los que sufren de catarro, como dice el proverbio, escogen el mal menor. Todos y cada uno tienen sus motivos. No queda más que el peatón prudente, el hombre que, para seguir andando, espera a ver algunos espacios azules a través de las nubes desgarradas.
Monsieur de Maulincour se refugió, pues, con toda una familia de peatones, bajo el pórtico de una vieja mansión cuyo patio parecía un enorme tubo de chimenea. A lo largo de aquellos muros enyesados, llenos de salitre y de color verdoso, había tantos plomos y tuberías, y tantos pisos en los cuatro cuerpos del inmueble, que hubiérase dicho que eran las cascadas de Saint-Cloud. El agua chorreaba por todas partes; borboteaba, saltaba, murmuraba; era negra, blanca, azul, verde; gritaba, aumentaba de volumen bajo la escoba de la portera, vieja desdentada, acostumbrada a las tempestades, que parecía bendecirlas y que arrojaba a la calle mil desechos cuyo curioso inventario revelaba la vida y costumbres de cada inquilino de la casa. Había allí recortes de indiana, hojas de té, pétalos de flores artificiales, descoloridos e incompletos; mondaduras de cocina, papeles, fragmentos de metal. A cada escobazo, la vieja descubría el alma del arroyo, aquella hendidura negra, ajedrezada, junto a la cual se afanan los porteros.
El pobre amante examinaba aquel cuadro, uno de los millares de cuadros que el bullicioso París ofrece todos los días, pero lo examinaba maquinalmente, como hombre absorto en sus pensamientos, cuando, al levantar la vista, se encontró, cara a cara, con un hombre que acababa de entrar.
Era, al menos en apariencia, un mendigo, pero no el mendigo de París, engendro que no tiene nombre en los lenguajes humanos; no, aquel hombre constituía un tipo nuevo hecho al margen de todas las ideas que despierta en nosotros la palabra mendigo.
El desconocido no se distinguía en absoluto por aquel carácter genuinamente parisién que, con mucha frecuencia, nos impresiona en los infelices que Charlet ha representado, a veces, con un raro acierto de observación: esas groseras figuras que ruedan por el fango, de voz ronca, nariz enrojecida y bulbosa, boca desprovista de dientes, aunque amenazadora; humildes y terribles y en los que la inteligencia profunda, que brilla en la mirada, parece ser un contrasentido. Algunos de esos vagabundos desvergonzados tienen la tez marmórea, agrietada, veteada; la frente cubierta de rugosidades; los cabellos ralos y sucios, como los de una peluca tirada sobre un mojón. Alegres en su degradación y degradados en sus alegrías, marcados por el sello del libertinaje, lanzan su silencio como un reproche y su actitud revela espantosos pensamientos. Situados entre el crimen y la limosna ya no tienen remordimientos y vagan prudentemente alrededor del patíbulo sin caer en él, inocentes en medio del vicio, y viciosos en medio de su inocencia. A menudo hacen sonreír, pero siempre hacen pensar. Uno de ellos representa a nuestros ojos la civilización encanijada, y lo comprende todo: el honor del presidio, la patria, la virtud; y además la malicia del crimen vulgar y la finura de las fechorías elegantes. El de más allá es resignado, mimo profundo, pero estúpido. Todos tienen sus veleidades de orden y de trabajo, pero se ven relegados al barro por una sociedad que no desea averiguar si puede haber poetas, grandes hombres, gentes intrépidas y organizaciones magníficas entre los mendigos, esos mendigos de París; gente soberanamente buena y soberanamente mala, como todas las masas que han sufrido; habituado a soportar males inauditos, y al que un poder fatal mantiene siempre en el fango. Todos acarician un sueño, una esperanza o una dicha: el juego, la lotería o el vino.
No había nada de esta vida extraña en el personaje pegado con harta despreocupación al muro, ante monsieur de Maulincour, como una fantasía dibujada por un hábil artista detrás de una tela de su taller. Aquel hombre, larguirucho y flaco, cuyo rostro plomizo revelaba un pensamiento profundo y glacial, ahogaba la piedad en el corazón de los curiosos por su actitud llena de ironía y por una torva mirada que denunciaban su pretensión de tratar con ellos de igual a igual. Su cara era de un blanco sucio, y su cráneo arrugado, desprovisto de cabellos, tenía un vago parecido con una porción de granito. Algunos mechones aplanados y grises, situados a ambos lados de la cabeza, caían sobre el cuello de su traje mugriento y abrochado hasta el pescuezo. Se parecía a Voltaire y a Don Quijote; era burlón y melancólico, lleno de desdén y de filosofía, pero medio alienado. Parecía no tener camisa. Gastaba larga barba. Su mala corbata negra, pringosa y desgarrada, dejaba ver un cuello protuberante, muy arrugado, cruzado por venas gruesas como cuerdas. Un gran círculo cárdeno y pardusco se dibujaba bajo cada uno de sus ojos. Parecía tener al menos sesenta años. Sus manos eran blancas y limpias. Calzaba botas destaconadas y agujereadas. Sus pantalones azules, remendados en muchos lugares estaban blanqueados por una especie de pelusilla que les confería un mísero aspecto.
Ya fuese porque sus ropas mojadas exhalasen un olor fétido, o porque aquél fuese su olor en estado normal, aquel hálito de miseria, propio de los tugurios parisinos, del mismo modo como los despachos, las sacristías y los hospicios tienen su olor propio e inconfundible, aroma fétido y rancio, del que nada podría dar idea, lo cierto es que los vecinos de aquel hombre abandonaron sus sitios y lo dejaron solo; él les dirigió, y después al oficial, aquella mirada tranquila y sin expresión, la célebre mirada de M. de Talleyrand, ojeada apagada y sin calor, velo impenetrable, bajo el cual, un alma fuerte oculta profundas emociones y los cálculos más exactos sobre los hombres, las cosas y los acontecimientos. Ningún pliegue de su rostro se hundió. La boca y la frente permanecieron impasibles, pero bajó los ojos con un movimiento de noble lentitud, casi trágica. Todo un drama en el movimiento de sus marchitos párpados.
El aspecto de aquella figura estoica hizo nacer en M. de Maulincour uno de esos ensueños vagabundos que comienzan con una vulgar interrogación y terminan en la comprensión de todo un mundo de ideas.
La tempestad había pasado. Monsieur de Maulincour sólo vio, entonces, de aquel hombre, el faldón de la levita que rozaba el guardacantón; pero, al abandonar aquel sitio, para irse, encontró a sus pies una carta que acababa de caer, y adivinó que pertenecía al desconocido, al ver como volvía a meterse en el bolsillo un pañuelo que acababa de utilizar. El oficial, que recogió la carta para devolvérsela, leyó involuntariamente las señas, escritas con pésima ortografía:
A Mosieur
Mosieur Ferragusse,
Rue des Grans-Augustains, hesquina a la calle Soly.
PARÍS.
La carta no llevaba sello alguno, y la dirección impidió a M. de Maulincour devolverla a su portador; pues son pocas las pasiones que no se vuelven reprobables a la larga. El barón tuvo el presentimiento de la oportunidad de aquel hallazgo y quiso, al conservar la misiva, conquistar el derecho de entrar en la casa misteriosa para ir a devolvérsela a aquel hombre, no dudando que habitaba la sospechosa mansión. Algunos indicios, vagos, como los primeros resplandores del día, ya le hacían establecer una relación entre aquel hombre y madame Jules. Los amantes celosos son capaces de suponerlo todo; y suponiéndolo todo, escogiendo las conjeturas más probables, es como los jueces, los espías, los amantes y los observadores, adivinan la verdad que les interesa.
«¿Será de él la carta? ¿Será de madame Jules?».
Su imaginación inquieta lo asaeteó con mil y una preguntas, pero, al leer las primeras palabras, sonrió.
He aquí, textualmente, en el esplendor de su ingenua sintaxis, en su mala ortografía, el texto de aquella carta, a la que nada se podía añadir y de la que nada había que quitar, como no fuese la propia carta; sin embargo, al transcribirla, hemos creído necesario puntuarla. En el original no existían puntos ni comas ni siquiera signos de admiración; hecho que destruiría el sistema de puntuación por medio del cual los autores modernos han intentado pintar los grandes desastres de todas las pasiones:
Henry:
Entre el número de sacrifisios que me he impuesto hasía vos se encuentra el de no daros notisias mías; pero una boz irresistible me hordena haceros conocer buestros crímenes hacía mi. Se de antemano que buestra alma en durecida en el bicio no se dignara compadeserse de mi. Buestro corason está sordo a la censibilidad. ¿No lo está también a los gritos de la naturaleza? Pero poco importa: devo comunicaros hasta que punto os haveis echo culpable y el orror de la posición en que me habéis ponido. Henry, sabéis todo lo que he sufrido a causa de mi primera falta y abéis podido sumirme en la misma desdicha y abandonarme a mi desesperación y a mi dolor. Sí, digo que, la crencia que tenía de ser amada y estimada por vos, me había dado el balor conque soportar mi suerte. ¿Pero qué me queda oy? ¿No me abéis echo perder todo cuanto tenia de mas cerido, todo cuanto me atraía a la vida: padres, amigos, onor, reputasión, todo os le he sacrificao y no me queda más que el oprobio, la vergenza y, lo digo sin enrogecer, la miseria? Solo faltaba ha mi desdicha la sertidumbre de vuetro desdés y vuetro hodio; haora que ya lo tengo, tendré el balor que mi proyesto exije. He tomado mi desisión y el onor de mi familia lo ordena: así, pues, boy a poner fin a mis sufrimientos. No agais ninguna reflecsion sobre mi proyesto, Henry. Es terrible, ya lo sé pero mi estado me obliga a helio. Sin socorros, sin ayuda, sin un amigo conque consolarme, ¿puedo vivir? No. La suerte lo ha desidido así por esto, dentro de dos dias, Henry, dentro de dos dias, Ida ya no será digna de vuestra estima; pero aseptad el juramento que os ago de tener la consiencia tranquila, pues no he sesado de ser digna de vuestra amistad. O Henry, amigo mío, pues yo no cambiaré nunca para vos, prometezme que vos me perdonareis la carrera que voy abrasá. Mi amor me ha dado balor y me sostendrá en la virtus. Mi corazón, llenó de tu imajen, será para mí un preserbativo contra la seduición.
No olvidéis jamás que mi suerte es obra buestra, y jusgaos. Ojalás el sielo no os castigue por buestros crímenes, le pido buestro perdón de rrodillas, pues comprendo que solo faltaría a mis desdichas el dolor de saveros desgrasiado. Apesar de la miseria en qeme encuentro, me niego ha resibir cualquier especia de socorro de vos. Si vos me hubieseis amado yo abría podido recibirlos como pruevas de a mistad pero mi alma rechasa un fabor probocado por la piedad, y yo sería más covarde resibiendo que el ce me lo propusiese. Tengo que pediros un fabor. No se el tiempo que devo permanecer en casa de madame Merinardie, sed lo bastante jeneroso para no haparecer ante mi. Buestras dos últimas bisitas mean echo un daño del ce me resentiré mucho tiempo; no ciero entrar en detayes sobre buestra condusta sobre el particulás. Vos me hodiais; esta palabra está gravada en mi corasón y loha elado defrio. ¡Ay!, todas mis facultades mea bandonan en el momento en ce tengo mas nesisidas de todo mi balor, Henry, hamigo mió, antes de que aya puesto una barrera entrenosotros, dame una última prueba de tu hestima: escríbeme, responde me dime que tú aun me cieres, aunque no me ames. Apesar de que mis ojos continuan siendo disnos de mirar a los tullos yo no solicito una entrebista: lo temo todo de mi devilidad y de mi hamor, mas por fabor escríveme en ceguida unas palabras, me darán el balor ce nesesito para soportás mi adeversidades. Adiós hautor de tos mismales pero el solo hamigo que mi corazon a escojido y ce no olvidará jamas.
IDA.
Aquella vida de joven engañada, cuyo amor burlado, cuyas funestas alegrías, dolores, miseria y espantosa resignación quedaban resumidos en tan pocas palabras; aquel poema anónimo, pero esencialmente parisién, escrito en aquella mugrienta carta, ejercieron durante un momento su acción sobre M. de Maulincour, quien terminó por preguntarse si aquella Ida no sería acaso una pariente de madame Jules, y si la cita de la noche de la que él fue fortuitamente testigo, no había sido impuesta por un intento caritativo, ¿sería posible que aquel viejo pobre y miserable hubiese seducido a Ida?… Tal seducción hubiera tenido algo de prodigioso.
Mientras se perdía en el laberinto de sus reflexiones, que se entrecruzaban y destruían mutuamente, el barón, llegó cerca de la rue Pegevin y vio un fiacre parado al extremo de la rue des Vieux-Augustins, casi en la esquina de la rue Montmartre. Todos los fiacres parados le decían algo.
«¿Estará ella en su interior?», pensó.
Y el corazón le latió con movimientos cálidos y febriles. Empujó la portezuela provista de cascabel, pero bajando la cabeza y obedeciendo, presa de una especie de vergüenza, pues oyó una voz secreta que le decía: «¿Por qué metes las narices en este interior?».
Subió algunos peldaños y se dio de manos a boca con la vieja portera.
—¿Monsieur Ferragus?
—No sé quién es.
—¡Cómo! ¿No vive aquí monsieur Ferragus?
—En esta casa no hay nadie de este nombre.
—Pero escuchad, buena mujer…
—Yo no soy una buena mujer, señor, soy la portera.
—Pero, señora —prosiguió el barón—, tengo una carta para entregar a monsieur Ferragus.
—¡Ah, si el señor tiene una carta —dijo la portera, cambiando de tono—, la cosa es diferente! ¿Quiere dejármela ver, esa carta?
Auguste le mostró la misiva doblada. La vieja meneó la cabeza con aire de duda, vaciló, pareció como si quisiera abandonar la portería para ir a informar al misterioso Ferragus de aquel incidente imprevisto; después dijo:
—Bien, subid, señor. Ya debéis de saber dónde es…
Sin responder a estas palabras, con las cuales la astuta vieja podía tenderle una celada, el oficial ascendió rápidamente por la escalera e hizo sonar con impaciencia la campanilla de la puerta del segundo piso. Su instinto de amante le decía: «Ella está aquí».
El desconocido del portal, Ferragus o el hautor de los males de Ida, le abrió en persona. Vestía una bata floreada, unos pantalones de muletón blanco, llevaba los pies metidos en unas lindas zapatillas de cañamazo y la cabeza recién lavada. Madame Jules, cuyo rostro se asomaba por la puerta de la segunda pieza, palideció y se dejó caer sobre una silla.
—¿Qué tenéis, señora? —exclamó el oficial abalanzándose hacia ella.
Pero Ferragus extendió el brazo y rechazó vivamente al oficial con un movimiento tan seco, que Auguste creyó haber recibido el golpe de una barra de hierro en el pecho.
—¡Atrás, señor! —dijo aquel hombre—. ¿Qué queréis de nosotros? Vagáis por el barrio desde hace cinco o seis días. ¿No seréis un espía?
—¿Sois vos monsieur Ferragus? —dijo el barón.
—No, señor.
—Sin embargo —repuso Auguste—, debo entregaros este papel, que habéis perdido en la puerta de la casa donde ambos nos hemos refugiado durante la lluvia.
Mientras hablaba y tendía la carta a aquel sujeto, el barón echó disimuladamente un vistazo a la pieza en que lo recibía Ferragus y que le pareció muy bien decorada, aunque con sencillez. Había fuego en la chimenea; junto a ella estaba una mesa servida con mayor suntuosidad de lo que admitían la aparente situación de aquel hombre y lo exiguo del alquiler que pagaba. Después, sobre un confidente de la segunda pieza, que le fue posible ver, distinguió un montón de monedas de oro y oyó un ruido que sólo podía causar el llanto de una mujer.
—Este papel me pertenece y os doy las gracias —dijo el desconocido, volviéndose como para dar a entender al barón que deseaba que se fuese al instante.
Demasiado curioso para prestar atención al profundo examen de que era objeto, Auguste no vio las miradas medio magnéticas por medio de las cuales el desconocido parecía devorarlo; pero si hubiese visto aquel ojo de basilisco, hubiera comprendido lo peligroso de su situación. Demasiado apasionado para pensar en sí mismo, Auguste saludó, descendió y volvió a su casa, tratando de hallar un sentido a la reunión de aquellas tres personas: Ida, Ferragus y madame Jules; ocupación que, moralmente, equivalía a intentar el arreglo de los trozos irregulares de madera de los rompecabezas chinos, sin tener la clave del juego. Pero madame Jules lo había visto, madame Jules frecuentaba aquella casa, y madame Jules le había mentido. Maulincour se propuso ir a visitar a aquella dama, al día siguiente, pues no podía negarse a verlo después de convertirse en su cómplice y estar metido en aquella tenebrosa intriga; ya se las echaba de sultán y pensaba en exigir imperiosamente a madame Jules que le revelase todos sus secretos.
Por aquella época, París sufría la fiebre de la construcción. Si París es un monstruo, seguramente es el monstruo más maniático. Se encapricha de mil fantasías: tan pronto construye como un gran señor, amante de la paleta, como deja la paleta para hacerse militar, vestirse de pies a cabeza de guardia nacional, hacer la instrucción y fumar; de pronto abandona los ejercicios militares y tira el cigarro; después se aflige, hace quiebra, vende sus muebles en la plaza del Châtelet, hace suspensión de pagos; pero, días después, arregla sus asuntos, se pone de fiesta y baila. Un día come azúcar de cebada a manos llenas y a dos carrillos; ayer compraba papel Weynen; hoy, el monstruo tiene dolor de muelas y se aplica un alexifármaco para la tos. Tiene sus manías para el mes, para la estación y para el año, como sus manías para sólo un día.
En aquellos momentos, pues, todo el mundo construía o derribaba algo, aún no sabemos exactamente qué. Había muy pocas calles que no mostrasen andamiajes de largas pértigas, provistos de tablas colocadas sobre travesaños y fijas, de piso en piso, en mechinales; construcción frágil, que se estremece al paso de las berlinas, pero sujeta por cordajes, enteramente blanca de yeso, raras veces a salvo de los choques del vehículo transeúnte por este muro de tablas, cerco obligado de los monumentos que no se construyen. Hay algo de marítimo en estos mástiles, en estas escalas, en estos cordajes y en los gritos de los albañiles.
Pues debe saber el lector que, a doce pasos del hotel Maulincour, se alzaba una de esas efímeras estructuras, ante una casa de piedra tallada en vías de construcción. Al día siguiente, en el momento en que el barón de Maulincour pasaba en cabriolé ante el andamio, dirigiéndose a casa de madame Jules, una piedra de dos pies cuadrados, que había llegado a la parte alta de las pértigas, se soltó de las cuerdas que la ataban, y, girando sobre sí misma, cayó sobre el doméstico, situado en la parte posterior del cabriolé, aplastándolo. Un grito de espanto hizo temblar el andamiaje y a los albañiles; uno de ellos, en peligro de muerte, se sujetaba penosamente a las largas pértigas, como si hubiese sido alcanzado por el sillar desprendido.
La multitud no tardó en congregarse. Todos los albañiles descendieron, gritando, jurando y afirmando que el cabriolé de monsieur de Maulincour había hecho temblar la grúa. Dos pulgadas de diferencia, y la piedra hubiera caído sobre la cabeza del oficial. El ayuda de cámara estaba muerto y el coche medio destrozado. Este suceso fue un acontecimiento para el barrio y los periódicos lo publicaron. Monsieur de Maulincour, seguro de no haber sido el causante del accidente, se querelló. Intervino la justicia. Una vez abierto el sumario, se demostró que un muchacho, armado de una tabla, montaba guardia y gritaba a los transeúntes que se alejasen. Así quedó el asunto. Monsieur de Maulincour perdió a su criado, se llevó un buen susto y tuvo qué guardar cama durante unos días, pues la trasera del coche, al romperse, le produjo contusiones; a éstas se añadió la impresión nerviosa causada por la sorpresa, que le dio fiebre.
El resultado fue que no visitó a madame Jules.
Diez días después de este incidente, y durante su primera salida, se dirigía al bosque de Bolonia en su cabriolé restaurado, cuando, al descender por la rue de Bourgogne, en el lugar donde se encuentra la cloaca, frente a la Cámara de los Diputados, el eje se partió por la mitad, y el barón iba con tal rapidez, que de aquello podía haber resultado que, impulsadas las dos ruedas al juntarse con bastante violencia, le aplastasen la cabeza; pero se salvó de ello gracias a la resistencia que opuso la capota. Sin embargo, recibió una grave herida en el costado. Por segunda vez, en diez días, lo llevaron medio muerto a casa de la compungida viuda.
Este segundo accidente le inspiró cierto recelo y pensó vagamente en Ferragus y madame Jules. A fin de aclarar sus sospechas, guardó el eje roto en su habitación e hizo venir a su carrocero. Cuando éste vino, examinó el eje roto y demostró dos cosas a monsieur de Maulincour:
En primer lugar, que el eje en cuestión no había salido de sus talleres; él no entregaba ningún eje sin grabar toscamente en él sus iniciales, y no podía explicarse por qué medios aquel eje había sustituido al otro; además, la rotura de aquel eje sospechoso se había provocado mediante una cavidad hueca interior, veteaduras y grietas habilísimamente practicadas.
—Señor barón —dijo—, hay que ser muy astuto para preparar un eje de este modelo; se diría que es natural…
Monsieur de Maulincour suplicó al carrocero que no dijese nada a nadie de esta aventura, y se tuvo por debidamente advertido. Aquellas dos tentativas de asesinato fueron urdidas con una habilidad que indicaba la enemistad de personas superiores.
—Es una guerra a muerte —se dijo, dando vueltas en la cama—, una guerra de salvajes, una guerra de sorpresas, de emboscadas, de traiciones, declarada en nombre de madame Jules. ¿A qué hombre pertenece, pues? ¿De qué poder se halla investido ese Ferragus?
Y por último, monsieur de Maulincour, pese a ser un valiente militar, no pudo evitar un estremecimiento: entre todos los pensamientos que lo asaltaron, hubo uno contra el cual se halló sin defensa y sin valor: ¿No intentarían pronto el veneno, sus enemigos secretos?
Dominado por unos temores que su momentánea debilidad, la dieta y la fiebre aumentaban aún más, hizo venir inmediatamente a una vieja, afecta desde hacía muchos años a su abuela; era una mujer que experimentaba hacia él uno de esos sentimientos medio maternales, que son lo sublime de lo vulgar. Sin confiarse enteramente a ella, le encargó comprar en secreto y diariamente, siempre en lugares distintos, los alimentos que le eran necesarios, recomendándole que los guardase bajo llave y se los trajese ella misma, sin permitir a nadie que se acercase a ellos cuando fuese a servírselos.
Adoptó, por fin, las más minuciosas precauciones para evitarse aquel género de muerte. Se hallaba en cama, solo y enfermo; así, pues, tenía tiempo de sobra para pensar en su propia defensa: la única necesidad que es lo bastante clarividente para permitir al egoísmo humano no olvidar absolutamente nada. Pero el desdichado enfermo había envenenado su vida con el temor, y, a pesar suyo, la sospecha teñía todas las horas con sus sombrías tonalidades.
Sin embargo, aquellos dos intentos de asesinato le enseñaron una de las virtudes más necesarias a los hombres políticos: comprendió el alto grado de disimulo que hay que mostrar en el juego de los grandes intereses vitales. Callar un secreto no es nada; pero callarse de antemano, saber olvidar un hecho durante treinta años, si es necesario, a la manera de Alí Pachá, para asegurar una venganza acariciada durante treinta años, es un bello propósito en un país donde existen pocos hombres que sepan disimular durante treinta días.
Monsieur de Maulincour sólo vivía para madame Jules. Estaba perpetuamente ocupado examinando los medios que podía emplear en esta lucha desconocida para triunfar de adversarios desconocidos. Su pasión anónima por aquella mujer se engrandecía con todos aquellos obstáculos. Madame Jules estaba siempre de pie en el centro de sus pensamientos y de su corazón, más atractiva entonces por sus vicios presumidos que por las virtudes seguras que hicieron de ella su ídolo.
El enfermo, deseoso de reconocer las posiciones del enemigo, creyó poder iniciar sin peligro al viejo vidame en los secretos de su situación. El comendador quería a Auguste como quiere un padre a los hijos de su mujer; era hombre fino, hábil y tenía espíritu diplomático. Fue, pues, a escuchar al barón; meneó la cabeza y ambos celebraron consejo de guerra.
El buen vidame no compartió la confianza de su joven amigo, cuando Auguste le dijo que en la época en que vivía, la policía y las autoridades tenían la obligación de conocer todos los misterios y que, si no había más remedio que acudir a ella, se convertirían en valiosísimos auxiliares.
El anciano le respondió:
—La policía, mi querido hijo, es lo más inhábil del mundo, y las autoridades lo más falto de autoridad que existe, en cuestiones privadas. Ni la policía ni las autoridades saben leer en el fondo de los corazones. Lo que se debe pedirles es que, dentro de límites razonables, investiguen las causas de un hecho. Pero las autoridades y la policía son eminentemente inadecuadas para esta misión, pues les falta, esencialmente, aquel interés personal que todo lo revela a quien tiene necesidad de saberlo todo. Ningún poder humano puede impedir a un asesino o un envenenador que lleguen al corazón de un príncipe o al estómago de un hombre honrado. Las pasiones desarman toda policía.
El comendador aconsejó porfiadamente al barón que se fuese a Italia, de Italia a Grecia, de Grecia a Siria, de Siria al Asia, y que no volviese hasta haber convencido a sus enemigos secretos de su arrepentimiento, para firmar así tácitamente la paz con ellos; de lo contrario, debía permanecer en su casa, e incluso en su habitación, donde estaba a salvo de los ataques de Ferragus, sin salir de ellas más que para aplastarlo impunemente.
—Sólo hay que tocar al enemigo cuando se le puede cortar la cabeza —le dijo con gravedad.
Sin embargo, el anciano prometió a su protegido que apelaría a toda la astucia, que el cielo le había dado, para efectuar reconocimientos en terreno enemigo, sin comprometer a nadie, darle buena cuenta de ellos y allanarle el camino de la victoria.
El comendador tenía un viejo Fígaro retirado, un individuo feo y muy ladino, que había sido astuto como un demonio, capaz de hacerlo todo con su cuerpo, como un forzado, alerta como un ladrón, astuto como una mujer, pero hundido en la decadencia del genio por falta de ocasiones, dada la constitución de la sociedad parisién, que ha jubilado a los criados de comedia. Aquel Escapin emérito admiraba a su amo como a un ser superior; pero el astuto vidame añadía, todos los años, una suma bastante elevada al salario de su antiguo ayudante en lances galantes; atención que corroboraba su amistad natural, mediante los vínculos del interés, y que valía al anciano unos cuidados y atenciones que ni la más amable de las queridas hubiera inventado para su amigo enfermo. Fue esta perla de los viejos criados de comedia, resto del siglo anterior, ministro incorruptible, a falta de pasiones que satisfacer, en quien confiaron el comendador y monsieur de Maulincour.
—El señor barón lo echaría todo a rodar —dijo aquel gran hombre de librea convocado a consejo—. Que el señor coma, beba y duerma tranquilamente. Yo me encargo de todo.
En efecto, ocho días después de la conferencia, en el momento en que monsieur de Maulincour, completamente restablecido de su indisposición, almorzaba con su abuela y el vidame, Justin entró para rendir su informe. Después, con esa falsa modestia que afectan las personas de talento, dijo, cuando la viuda regresó a sus habitaciones:
—Ferragus no es el nombre del enemigo que persigue al señor barón. Este hombre, este diablo, se llama Gratien-Henri Víctor-Jean-Joseph Bourignard. Maese Gratien Bourignard es un antiguo maestro de obras, que había sido muy rico y sobre todo uno de los mozos más apuestos de París, un Lovelace capaz de seducir a Grandisson. Aquí terminan mis informes. Empezó como simple obrero y los compañeros de la orden de los Devoradores lo eligieron en otro tiempo como jefe bajo el nombre de Ferragus XXIII. La policía debería saberlo, si la policía hubiese sido creada para saber algo. Este hombre se ha mudado, ya no vive en la rue des Vieux-Augustins, y ahora se aloja en la rue Joquelet; madame Jules Desmarets va a verlo a menudo; su marido, al ir a la Bolsa, la lleva con bastante frecuencia a la rue Vivienne, o bien ella es quien acompaña a su marido a la Bolsa. El señor vidame conoce demasiado bien esas cosas para exigirme que yo le diga si es el marido quien acompaña a la mujer o la mujer quien acompaña al marido; pero madame Jules es tan bonita, que yo apostaría por ella. Todo esto es verdadero y seguro. Nuestro amigo Bourignard juega con frecuencia al número 129. Con vuestro permiso, señor, os diré que es un pícaro a quien gustan las mujeres, y que sabe presentarse como hombre de condición. Además, gana con frecuencia, se disfraza como un actor, se maquilla como quiere y lleva la vida más original del mundo. Yo no dudo que tenga numerosos domicilios, pues casi siempre escapa a lo que el señor comendador llama las investigaciones parlamentarias. Si el señor lo desea, podemos deshacernos honorablemente de él, teniendo en cuenta sus costumbres. Siempre es fácil librarse de un hombre mujeriego. Sin embargo, este capitalista sigue hablando de mudarse. ¿Tienen algo que encargarme ahora el señor vidame y el señor barón?
—Justin, estoy contento de ti y no continúes sin orden mía; pero vela aquí por todo, de manera que el señor barón no tenga nada que temer. Hijo mío —prosiguió el vidame dirigiéndose a Maulincour—, reanuda tu vida y olvida a madame Jules.
—No, no —dijo Auguste—, no cederé el sitio a Gracien Bourignard; quiero tenerlo atado de pies y manos, lo mismo que madame Jules.
Por la noche, el barón Auguste de Maulincour, que había sido ascendido a un grado superior en una compañía de los guardias de corps, fue al baile que la señora duquesa de Berri daba en el Elíseo-Borbón. Allí, ciertamente, no había de temer ningún peligro.
Sin embargo, el barón de Maulincour salió del baile con un lance de honor a ventilar, un asunto que no tenía arreglo posible. Su adversario, el marqués de Ronquerolles, tenía motivos más que suficientes para estar quejoso de Auguste, y éste le había dado motivos de queja por sus antiguas relaciones con la hermana de monsieur de Ronquerolles, la condesa de Sérizy. Aquella dama, a quien no gustaba la sensiblería alemana, era muy exigente en los menores detalles de su gazmoño atavío. Por una de esas fatalidades inexplicables, Auguste hizo una broma inocente que sentó muy mal a madame de Sérizy y que ofendió a su hermano. Las explicaciones tuvieron lugar en un rincón y en voz baja. Como correspondía a personas del gran mundo, los dos adversarios se mostraron muy discretos y no alborotaron.
A la mañana siguiente, la buena sociedad del barrio de Saint-Honoré, del barrio de Saint-Germain y del Chateau comentaron esta aventura. Todos defendieron calurosamente a madame de Sérizy, echando la culpa de todo sobre Maulincour. Intervinieron augustos personajes. Se impusieron padrinos distinguidísimos a los señores de Maulincour y de Ronquerolles, y se adoptaron todas las precauciones posibles para que nadie resultase muerto en el campo del honor.
Cuando Auguste se encontró ante su adversario, hombre entregado a los placeres, pero a quien nadie negaba sentimientos de honor, no pudo ver en él al instrumento de Ferragus, jefe de los Devoradores, pero experimentó el secreto deseo de obedecer a inexplicables presentimientos, interrogando al marqués.
—Señores —dijo a los padrinos—, yo no me niego, desde luego, a lavar la afrenta recibida por monsieur de Ronquerolles; pero declaro de antemano que la culpa fue mía y le presento las excusas que exigirá de mí, incluso en público, si lo desea, porque cuando se trata de una dama, nada puede deshonrar a un hombre galante, según creo. Apelo, pues, a su razón y a su generosidad. ¿No resulta un poco necio batirse cuando el buen sentido puede sucumbir…?
Monsieur de Ronquerolles no admitió esta forma de terminar aquel lance de honor y entonces el barón, que había entrado en sospechas, se aproximó a su adversario.
—Pues bien, señor marqués —le dijo—, ¿podéis asegurarme ante estos caballeros, por vuestro honor de gentilhombre, que no os impulsan a este duelo más motivos de venganza que los expuestos públicamente?
—Señor mío, esta pregunta está fuera de lugar.
Y monsieur de Ronquerolles fue a colocarse en su sitio. Se había convenido, de antemano, que ambos adversarios se contentarían con cambiar un disparo de pistola. Monsieur de Ronquerolles, pese a la distancia fijada, que parecía convertir en algo muy problemático, por no decir imposible, la muerte de monsieur de Maulincour, hizo caer al barón. La bala le atravesó las costillas, a dos dedos por encima del corazón, pero sin provocar, felizmente, lesiones graves.
—Apuntáis demasiado bien, señor —dijo el oficial de los guardias— para haber querido vengar muertas pasiones.
Monsieur de Ronquerolles creyó a Auguste muerto, y no pudo contener una sonrisa sardónica al escuchar estas palabras:
—La hermana de Julio César, señor mío, debe estar fuera de toda sospecha.
—¡Siempre madame Jules! —respondió Auguste.
Y se desmayó sin poder terminar una broma mordaz que expiró en sus labios; pero, aunque perdió mucha sangre, la herida no era peligrosa. Después de un par de semanas durante las cuales la viuda y el vidame le prodigaron esos cuidados de anciano, cuyo secreto descansa en una larga experiencia de la vida, una mañana, su abuela le asestó un rudo golpe. Le reveló las mortales inquietudes que había tenido que experimentar en sus días de vejez, en sus últimos días. Había recibido una carta firmada con una F, en la que se refería, sin faltar detalle, la historia del espionaje indigno a que se había entregado su nieto. En aquella misiva, se reprochaban a monsieur de Maulincour acciones indignas de un hombre honrado. Se le acusaba de haber apostado a una vieja en la rue de Ménars, en la parada de coches de punto que allí se encuentra, una vieja espía ocupada, en apariencia, en vender agua a los cocheros, pero, en realidad, encargada de espiar las idas y venidas de madame Jules Desmarets. Había espiado al hombre más inofensivo del mundo para descubrir todos sus secretos, pese a que de ellos dependían la vida o la muerte de tres personas. Era él y sólo él, quien había querido la lucha implacable en la que, ya herido tres veces, sucumbiría inevitablemente, porque su muerte había sido jurada y sería buscada por todos los medios humanos. Monsieur de Maulincour no podría evitar siquiera su suerte prometiendo que respetaría la vida misteriosa de aquellas tres personas, porque no se podía creer en la palabra de un gentilhombre capaz de caer tan bajo como un agente de policía. ¿Y para qué? Para molestar sin motivo la vida de una mujer inocente y de un anciano respetable.
La carta no fue nada para Auguste, en comparación con los tiernos reproches que le dirigió la baronesa de Maulincour. ¡Faltar al respeto y a la confianza que se deben a una mujer, espiarla sin tener derecho a hacerlo! ¿Se debe espiar a la mujer amada? La baronesa le lanzó un torrente de esas excelentes razones que nunca demuestran nada y que hicieron montar al joven barón, por primera vez en su vida, en una de esas grandes cóleras humanas en las que germinan y de las que nacen las acciones más capitales de la vida.
—Puesto que se trata de un duelo a muerte —dijo, a guisa de conclusión—, debo matar a mi enemigo por todos los medios de que dispongo.
Inmediatamente el comendador fue a visitar, de parte de monsieur de Maulincour, al jefe de la policía particular de París, y, sin mencionar el nombre ni la persona de madame Jules, para no mezclarla en aquella aventura, le comunicó los temores que inspiraba a la familia de Maulincour aquel personaje desconocido, que tenía el atrevimiento de jurar la muerte de un oficial de la guardia, en abierto desacato a las leyes y a la policía.
El jefe de policía, sorprendido, alzó sus antiparras verdes, se sonó varias veces y ofreció tabaco al vidame, quien, por dignidad, pretendió no utilizarlo, a pesar de que tenía la nariz embadurnada de tabaco. Después el jefe tomó algunas notas y prometió que, con la ayuda de Vidocq y sus sabuesos, tardaría muy pocos días en inutilizar a aquel enemigo de la familia Maulincour, alegando que no existían misterios para la policía de París.
Pocos días después, el jefe de policía fue a visitar al vidame en la mansión. Maulincour, y encontró al joven barón totalmente repuesto de su última herida. Entonces les dio las gracias, al estilo administrativo, por las indicaciones que habían tenido la bondad de hacerle, y les informó de que, aquel Bourignard, había sido condenado a veinte años de trabajos forzados, pero que había conseguido escapar milagrosamente durante el transporte del pelotón de presos de Bizerta a Tolón. La policía lo buscaba infructuosamente desde hacía trece años, después de averiguar que vino con la mayor despreocupación a vivir en París, donde evitó las más activas pesquisas, a pesar de hallarse constantemente mezclado en tenebrosas intrigas. En una palabra, aquel hombre, cuya vida ofrecía las más curiosas particularidades, sería ciertamente detenido en uno de sus domicilios, y entregado a la justicia. El burócrata terminó su informe oficioso diciendo a monsieur de Maulincour que, si consideraba este asunto lo suficientemente importante como para desear ser testigo de la captura de Bourignard, podía ir, al día siguiente, a las ocho de la mañana, a la rue Sainte-Foi, a una casa cuyo número le facilitó. Monsieur de Maulincour se excusó de ir en busca de esta certidumbre, fiándose, con el santo respeto que la policía inspira en París, en la diligencia de la administración.
Tres días después, no habiendo leído nada en el diario sobre esta detención, que hubiera debido que proporcionar materia para más de un artículo curioso, M. de Maulincour empezó a concebir inquietudes, que disipó la carta siguiente:
Señor barón:
Tengo el honor de anunciaros que ya no debéis conservar ningún temor por lo que respecta al asunto que nos preocupaba. El llamado Gratien Bourignard, alias Ferragus, falleció ayer en su domicilio de la rue Joquelet, n.° 7. Las sospechas que concebimos sobre su identidad fueron plenamente destruidas por los hechos. El médico de la prefectura de policía colaboró con el de la alcaldía, y el jefe de la policía de seguridad ha efectuado todas las comprobaciones necesarias para alcanzar plena certidumbre. Además, la solvencia de los testigos que han firmado la partida de defunción y las deposiciones de las personas que atendieron a Bourignard en sus últimos momentos, entre otras la del respetable vicario de la iglesia de la Bonne-Nouvelle, con quien confesó y comulgó, pues murió como un cristiano, no nos permite conservar la menor duda.
Sírvase aceptar, señor barón, etc.
Monsieur de Maulincour, la viuda y el vidame respiraron con placer indecible. La buena mujer abrazó a su nieto, dejando escapar una lágrima, y lo abandonó para dar las gracias a Dios con una oración. La buena viuda, que hacía una novena para la salvación de Auguste, creyó que sus ruegos habían sido atendidos.
—Bien —dijo el comendador—, ahora ya puedes ir al baile de que me hablabas; ya no tengo ninguna objeción que hacerte.
Monsieur de Maulincour no ocultaba los deseos que sentía de ir a aquel baile, seguro de encontrar allí a madame Jules. Era una fiesta ofrecida por el prefecto del Sena, en cuya mansión las dos sociedades de París Se hallan como en terreno neutral. Auguste recorría los salones sin ver a la mujer que ejercía tan gran influencia en su vida. Entró en un camarín, todavía desierto, en el que algunas mesas de juego esperaban a los jugadores, y se sentó en un diván, entregado a los pensamientos más contradictorios sobre madame Jules. Un hombre tomó entonces al joven oficial por el brazo, y el barón quedó estupefacto al ver al pobre de la rue Coquillière, el Ferragus de Ida, el habitante de la rue Soly, el Bourignard de Justin, el presidiario de la policía, el muerto de la víspera.
—Señor, ni un grito, ni una palabra —le dijo Bourignard, cuya voz reconoció, pese a que nadie más la hubiera podido reconocer.
Iba elegantemente vestido y lucía las insignias de la orden del Toisón de Oro y una placa.
—Señor —prosiguió con una voz sibilante como la de una hiena—, al poner de vuestra parte a la policía, autorizáis todas mis tentativas. Moriréis, señor. Tenéis que morir. ¿Amáis a madame Jules? ¿Os ama ella? ¿Con qué derecho queréis turbar su reposo y ensombrecer su virtud?
Llegó un invitado. Ferragus se levantó para salir.
—¿Conocéis a este hombre? —preguntó monsieur de Maulincour al recién llegado, agarrando a Ferragus por la solapa.
Pero Ferragus se desasió con presteza, tomó a monsieur de Maulincour por los cabellos y le sacudió despectivamente la cabeza varias veces.
—¿Hay que acudir al plomo, pues, para hacerla prudente? —dijo.
—No, no lo conozco personalmente, señor —respondió De Marsay, testigo de esta escena—, pero sé que es monsieur de Funcal, un portugués riquísimo.
Monsieur de Funcal había desaparecido. El barón corrió en su seguimiento sin poder darle alcance, y, cuando llegó al peristilo, vio que Ferragus, en un magnífico coche de lujo, lo miraba riendo, antes de partir al trote largo.
—Señor, por favor os lo pido —dijo Auguste, volviendo al salón y dirigiéndose a De Marsay, que resultaba ser conocido suyo—. ¿Dónde vive monsieur de Funcal?
—Lo ignoro, pero sin duda aquí os lo dirán.
Después de interrogar al prefecto, el barón supo que el conde de Funcal habitaba en la Embajada de Portugal. En aquel momento, cuando aún creía sentir los dedos helados de Ferragus en sus cabellos, vio a madame Jules en todo el esplendor de su belleza: fresca, graciosa, ingenua, resplandeciente, con aquella santidad femenina de la que él estaba prendado. Aquella criatura infernal para él, ya sólo excitaba odio en Auguste, y aquel odio desbordó sangriento, terrible, en sus miradas; aguardó el momento de hablarle, sin que nadie les oyese, y entonces le dijo:
—Señora, con ésta ya son tres las veces que vuestros sicarios yerran el golpe contra mí…
—¿Qué queréis decir, señor? —respondió ella enrojeciendo—. Sé que os han sucedido varios incidentes desagradables, en los que he tenido mucha parte; pero… ¿Cómo osáis hacerme responsable de ellos?
—¿Así, no sabéis que hay sicarios dirigidos contra mí por el hombre de la rue Soly?
—¡Señor mío!
—Señora mía, ahora ya no os pediré únicamente cuentas de mi felicidad, sino también de mi sangre…
En aquel momento se aproximó Jules Desmarets.
—¿Qué decís a mi esposa, señor?
—Venid a preguntármelo a mi casa, si eso os interesa, señor.
Y Maulincour salió, dejando a madame Jules pálida y a punto de desfallecer.