XVIII
SALLENAUVE A LA SEÑORA DE L’ESTORADE
A las siete de la tarde.
Señora,
La manera, un tanto brusca, en la que me separé de usted y del señor de L’Estorade, la noche de nuestra visita al Colegio de Enrique IV, le habrá sido ahora explicada, sin duda, por las preocupaciones de toda índole de que me veo presa en los momentos actuales; sé que el señor Marie - Gaston la ha ido teniendo al corriente de su desarrollo.
Confieso que en la situación de espíritu, inquieta y agitada, en la que me hallaba en aquellos momentos, la interpretación errada que el señor de L’Estorade parecía dar a los acontecimientos de aquella noche me produjo una cierta pena y un profundo estupor. ¿Cómo, pensé, es posible que un hombre de la moralidad y de la inteligencia del señor de L’Estorade haya podido, a priori, suponerme capaz de semejante villanía cuando me puede ver preocupado en dar a mi vida toda la seriedad y toda la consideración que puede exigir la propia estima? Pero la idea que tenía de mi singular libertad de costumbres, el admitirme en su casa, cerca de su mujer, en un cierto pie de intimidad, sería algo de una tal imprevisión que en estos momentos no dudo debo gozar de una benevolencia esencialmente precaria y provisional a la que el recuerdo de un servicio recientemente prestado ha podido, por un momento, dar apariencias de necesidad, pero a la primera ocasión se romperá conmigo; y me parece, señora, que esta misma noche, al situarnos la política a su esposo y a mí en campos enemigos, podrá ser tomado esto como excusa por el señor de L’Estorade para mandarme de nuevo a lo que él califica de vergonzosas relaciones.
Una hora antes de la observación de estos síntomas entristecedores, le hice a usted una confidencia que parecía preservarme de que la desagradable impresión del señor de L’Estorade hiciese mella en usted. No tengo, pues, una precisión inmediata de presentarle una justificación: dos historias en una misma noche serían como someterla a usted a una ruda prueba. En cuanto al señor de L’Estorade, debo de confesarle que me hallaba un poco molesto con él, al ver de qué forma tan precipitada se hacía eco de una calumnia contra la cual considero debía hallarme yo mejor defendido a causa de las relaciones que existían entre nosotros, y por ello no me digné a entrar en explicaciones con él; esta palabra la retiro hoy, pero en aquellos momentos, era viva expresión de lo que sentía entonces.
A causa de mi lucha electoral me he visto obligado a dar a toda una asamblea las primicias de mi justificación, y tuve la agradable sensación de ver que la masa, más que los individuos, es capaz de comprender las ideas generosas y de distinguir el lenguaje sincero y la verdad. Tenía, señora, en condiciones imprevistas y extrañas, muy cercanas al ridículo, que explicar a una asamblea, compuesta de elementos diversos, cosas que en realidad eran casi increíbles; en su salón, posiblemente el señor de L’Estorade no las hubiera admitido más que a beneficio de inventario; aquí, por el contrario, han sido acogidas con confianza y simpatía. Escuchando, aproximadamente, lo que dije a mis auditores o lo que estuve a punto de decirles:
Pocos meses antes de mi partida de Roma, en un café en el que acostumbran a reunirse los alumnos de la Academia, recibíamos casi todas las noches la visita de un italiano llamado Benedetto. Oficialmente era músico, e incluso un músico bastante aceptable; pero, al mismo tiempo, nos habían advertido que se trataba de un espía de la policía romana, lo cual explicaba sus continuas asiduidades, y su interés por estar en nuestra compañía. Sea lo que fuere, se trataba de un bufón bastante divertido, y como nos preocupábamos muy poco de la policía romana, no le proporcionábamos demasiados sinsabores, y puede decirse que más bien le atraíamos, cosa que, por otra parte, no era demasiado difícil, dada su bien conocida pasión por el zobajon, el pondo spongota y la spuma de latte.
Una noche, al verle entrar, uno de nuestros camaradas le apostrofó preguntándole quién era una mujer con la cual le había visto por la mañana.
—Es la mía, señor —dijo el italiano pavoneándose.
—¡Tú, Benedetto! ¿Tú eres el marido de semejante belleza?
—Sí, señor.
—¿Pero, cómo? Si tú eres feo, bajo, borracho. Se dice, además, que eres agente de policía; ella, por el contrario, es hermosa como la Diana Cazadora.
—La he encantado con mi talento de virtuoso; está loca por mí.
—Entonces, ya que se trata de tu mujer, deberías permitir que posara para nuestro amigo Dorlange, que en estos momentos está pensando en hacer una Pandora. Nunca podrá encontrar un modelo tan maravilloso.
—Esto podría arreglarse —respondió el italiano.
Después inició una de sus interminables payasadas, que le hizo perder de vista la proposición ante la cual tan poco emocionado se había mostrado. Al día siguiente, estaba yo en mi taller en compañía de otros pintores y escultores, condiscípulos míos, cuando vimos entrar a Benedetto, al que acompañaba una mujer de rara hermosura. No tengo necesidad, señora, de describírsela a usted, pues ya tuvo ocasión de verla personalmente. Un alegre ¡hurra!, acogió al italiano, que dirigiéndose a mí, dijo:
—Ecco la Pandora! ¿Qué le parece a usted?
—Admirablemente hermosa; pero ¿se prestará a posar?
—¡Bah! —exclamó Benedetto con aire de significar: «Me gustaría ver si se atreve a resistirse».
—Pero —observé yo entonces— una modelo de tal belleza debe resultar tremendamente cara.
—No, per l’onore; únicamente le pido haga usted un busto mío, una sencilla terracotta para regalárselo a ella.
—Pues bien, señores, dije a la asistencia, hagan el favor de dejarnos un rato solos.
Nadie me escuchó; juzgando a la mujer por lo que era el marido, todos mis jóvenes amigos se apretujaban insolentemente alrededor de la hermosa italiana, la cual, sonrojada, emocionada y herida en lo íntimo por la audacia de todas las miradas, tenía un poco el aspecto de una pantera y enjaulada, atormentada por los campesinos en una feria. Yendo hacia ella, llevándosela aparte, le dijo, en italiano, que el señor francés deseaba hacerle una escultura, de la cabeza a los pies, y que empezara a quitarse la ropa que llevaba puesta. La italiana le dirigió una mirada capaz de fulminarle, e intentó escapar por la puerta. Benedetto se precipitó tras ella para detenerla, mientras que, virtuosa broma de taller, mis amigos se apresuraban a cerrarle el paso. Entonces, entre la mujer y el marido se inició una lucha; pero como vi que por parte de Benedetto su pretensión era sostenida por medio de la más infame brutalidad, me sentí invadido por la cólera, con brazo poderoso rechacé al visitante, y al mismo tiempo, dirigiéndome a mis camaradas, les grité:
—¡Vamos, dejadla pasar!
Y acompañé, personalmente, hasta la puerta a la linda italiana, todavía estremecida. Me dirigió, en italiano, algunas frases de agradecimiento, y se fue sin que nadie se opusiera a su marcha.
Regresé al lado de Benedetto, el cual seguía gesticulando con aspecto amenazador, y le dije que se marchara, que su conducta había sido infame, y que si llegaba a mis oídos que había maltratado a su mujer tendría que vérselas conmigo.
—Debole! (imbécil!) —me respondió el pillastre, encogiéndose de hombros.
Y se fue del taller, acompañado por los mismos ¡hurra! con que fue acogido al llegar a él.
Pasaron varios días; no volvimos a ver a Benedetto, y al principio nos inquietamos por ello; incluso hubo alguien que se preocupó de irle a buscar por el Transtevere, que era donde sabíamos que vivía; pero en aquel barrio es difícil encontrar a nadie; los alumnos de la Academia no son demasiado bien recibidos por los transteverinos, que sospechan en ellos malas intenciones contra sus hijas o sus esposas, y aquella clase de gente sabe manejar el cuchillo a la perfección. Al cabo de una semana, nadie, como es fácil creer, pensó ya más en el payaso. Tres días antes de mi partida de Roma, vi entrar en mi taller a su mujer. Me habló, en aquella ocasión, en un mal francés:
—Sé que va usted a partir para Francia —me dijo— y desearía que me llevara con usted.
—¿Por qué desea usted venir conmigo? ¿Y su marido?
—Está muerto —respondió tranquilamente.
Una idea pasó por mi imaginación:
—¿Lo ha matado usted? —pregunté a la transteveriana.
Hizo ésta un gesto afirmativo, añadiendo:
—Y yo quise me matar también.
—¿Y cómo fue? —pregunté.
—Después de hacerme aquella afrenta —prosiguió la italiana— volvió a casa y me pegó como era su costumbre; después estuvo fuera de casa el resto del día. Por la noche, regresó y me amenazó con una pistola que pude arrancarle de sus manos; empujé a aquel briccone (bribón) hacia la cama, en la que se durmió. Entonces cerré herméticamente puertas y ventanas y puse grandes pedazos de carbón en el brasero, que estaba encendido. Sentí un dolor de cabeza horrible, pero no desperté hasta la mañana siguiente, rodeada de vecinas, que habían olido el humo y que habían derribado la puerta. Él ya estaba muerto.
—¿Y la justicia?
—La justicia lo supo todo: y además, que estaba planeando venderme a un inglés; que hice aquello porque en casa de usted me había ultrajado. La justicia me dejó marchar, me dijo que estaba bien; me confesé de lo que hice y el sacerdote me dio la absolución.
—Pero, cara mía, ¿qué es lo que piensa usted hacer en Francia? Yo no soy rico como el inglés.
Por el hermoso rostro pasó una sonrisa de desprecio.
—No le costaré muy cara —me dijo— sino que por el contrario, le ahorraré mucho dinero.
—¿Cómo podrá hacerlo?
—Puedo ser la modelo de sus estatuas, pues quiero serlo. Benedetto me decía que estoy muy bien hecha, y además soy una buena ama de casa. Si Benedetto hubiese querido, hubiésemos tenido una hermosa casa, perchè también soy inteligente y tengo talento para el arte.
Y yendo a descolgar una guitarra que tenía colgada en un rincón del taller, se puso a cantar una tonada de amor, acompañándose con rara energía.
—En Francia —prosiguió en cuanto hubo terminado—, puedo tomar lecciones, y actuar en los teatros, donde puedo alcanzar el éxito; ésta fue una idea de Benedetto.
—¿Por qué no te dedicas al teatro aquí, en Italia?
—Desde que murió Benedetto me vengo escondiendo; el inglés quiere raptarme. Estoy decidida a ir a Francia; ya ve, estoy aprendiendo el francés; si me quedo, tendré que tirarme al Tiber.
Al abandonar a sí mismo un carácter como aquél, más terrible que seductor —el señor de L’Estorade estará de acuerdo en ello— temía convertirme en causa de alguna tragedia, de modo que consentí en que la señora Luigia me acompañase a París. Cuida, en efecto, de mi casa, con una rara economía y diligencia; ella misma se ofreció a posar para mi Pandora y puede creerme, señora, si le digo que el cadáver de Benedetto no ha dejado de estar, ni un solo momento, entre su mujer y yo durante esta peligrosa prueba.
Proporcioné a mi ama de llaves un maestro de canto, y hoy día está ya preparada para debutar en el teatro. A pesar de sus proyectos escénicos, piadosa como lo son todas las italianas, se ha inscrito en San Sulpicio, mi parroquia, en la Cofradía de la Virgen, y durante el Mes de María, iniciado hace pocos días, la mujer que alquila las sillas cuenta con su bella voz para hacer más dinero en las colectas. Asiste a todos los oficios divinos, confiesa y comulga frecuentemente, y su confesor, anciano y respetable sacerdote, vino últimamente a hablarme para rogarme que no la hiciera posar más para mis estatuas, pues, según me dijo, ella no había querido escucharle nunca sobre aquel capítulo, en que se creía comprometida conmigo por una especie de pacto de honor.
Cedí tanto más fácilmente a las instancias de aquel digno clérigo cuanto que mi intención, si soy elegido, como parece muy probable, es la de separarme de esta mujer; en la situación en que me encontraré podría ser objeto de comentarios enojosos para su reputación y para su porvenir, mucho más que para mí mismo.
Debo de esperar, por su parte, alguna resistencia, ya que parece sentir verdadero afecto hacia mí, del cual me dio abundantes pruebas con ocasión de la herida que sufrí en el duelo. Nada le ha impedido pasar todas las noches en vela, cuidándome, y el médico me dijo que, ni entre las hermanas de un hospital, hubiese podido encontrar una enfermera más entendida ni de una caridad más eficiente.
He hablado con el señor Marie-Gaston de la dificultad que seguramente entrañará una separación. Dicha dificultad la teme él mucho más que yo, según me ha dicho. Hasta el momento presente, para esa pobre mujer, París ha sido mi casa, y la idea de que pudiera verse lanzada sola, a ese antro que es la capital, es algo que podría espantar a cualquiera.
Sobre este asunto se le ha ocurrido una idea al señor Marie-Gaston: no cree que la intervención del confesor pueda ser de ninguna utilidad; dice que la penitente se indignará contra este sacrificio, que se creerá obligada por un rigorismo devoto; en una cuestión en la cual tenía el derecho a hablar en voz alta y decididamente, el santo varón había comprometido toda su autoridad, y sólo había consentido en ser desligada por mí de su singular compromiso de honor, como ella lo calificaba. La idea de Marie-Gaston es que la intervención y los consejos de una persona de su propio sexo, conocida por sus altas virtudes y por su inteligencia, podría ser, en este caso, mucho más eficaz, y pretende que yo conozco a una mujer que corresponde a esta descripción, que a ruegos de ambos podría consentir en encargarse de tan delicada negociación. La persona a la cual el señor Marie-Gaston hace alusión no es para mí más que una amistad de ayer, y quizá ni por un viejo amigo se tomaría el trabajo de llevar a cabo lo que piden. Sé perfectamente que hace algún tiempo me hizo usted el honor de indicarme que ciertas relaciones maduran rápidamente. Marie-Gaston me dice que esa misma persona es perfectamente piadosa, perfectamente buena, perfectamente caritativa, y que en esta idea de convertirse en la protectora de una pobre abandonada podría hallar algún encanto; en fin, señora, a nuestro regreso nos permitiremos consultar con usted, y usted nos podrá decir si esta preciosa intervención puede llegar a ser solicitada.
En cualquier caso, me atrevo a rogarle se sirva ser mi intermediaria cerca del señor de L’Estorade, y decirle que tengo verdadero placer en esperar que ninguna nubecilla enturbiará nuestra amistad. Si soy elegido, me consta que figuraremos en, campos opuestos; pero como mi intención es la de no adoptar una oposición sistemática, en muchos asuntos podremos hallamos en el mismo bando, y creo que no querrá, privándome de su antigua benevolencia, sumirme en la desesperación.
Mañana, señora, a esta misma hora, o habré experimentado un fracaso que me habrá devuelto para siempre a mi labor de artista, o habré dado el primer paso en una nueva carrera. ¿Necesito decirle que este pensamiento me inquieta? Efectos de lo desconocido, sin duda. Estaba a punto de olvidar de hacer mención a una gran noticia, que la pone a usted al abrigo de las balas rebotadas. Esta querida madre María de los Angeles, de la cual el señor Marie-Gaston le ha contado prodigios, ha recibido la confidencia de mis dudas sobre la violencia hecha a la señorita de Lanty, y se propone saber dentro de poco tiempo el convento en el cual puede hallarse enclaustrada. La digna mujer, si se le mete en la cabeza, es capaz de conseguirlo y con esta esperanza de recobrar el original, la copia nada debe de temer.
No me siento demasiado contento con Marie-Gaston: me parece que está entregado a una agitación febril por el inmenso interés que su amistad se toma por mi éxito. Es como un honrado deudor, que apasionándose por liquidar una deuda que considera sagrada, lo deja de lado todo, incluso sus penas, hasta el momento en que está en disposición de satisfacerla. Pero tengo miedo de que después de éste esfuerzo no recaiga. Su dolor, que en estos momentos está comprimiendo, nada ha perdido, en realidad, de su intensidad. ¿No le ha impresionado a usted el tono ligero y burlón de sus cartas, de las cuales he podido leer algunos párrafos? No es ésta su manera de ser, pues en sus tiempos normales nunca tuvo esa clase de alegría turbulenta. Es ésta una vivacidad adquirida y circunstanciada, y temo que una vez haya amainado el vendaval electoral, vuelva a su postración y no se nos escape.
Consintió, desde su llegada a París, en instalarse en mi casa y en no aparecer por Ville-d’Avray hasta que no regresáramos a la capital, haciéndolo en mi compañía. Esta prudencia, que yo le había solicitado sin muchas esperanzas de conseguirla, me inquieta y me atormenta. Evidentemente tiene miedo a los recuerdos que le esperan allí. ¿No sufriré yo al intentar amortiguar el golpe? El viejo Felipe, a cuya compañía ha renunciado durante su estancia en Italia, ha recibido orden de no tocar nada de la casa de campo, y por lo que yo sé, se trata de un criado demasiado cumplidor para no haber ejecutado su mandato de la manera más estricta. El desventurado va, pues, a través de todos aquellos objetos, que le «hablarán», a encontrarse en el día siguiente al de la muerte de su esposa. ¡Cosa todavía más impresionante! Ni una sola vez me ha hablado de ella, ni ha permitido que iniciara una conversación sobre este tema. Esperemos, no obstante, que se trate únicamente de una ligera y pasajera crisis, y que con el esfuerzo de todos consigamos serenarle.
Hasta pronto, pues, señora; vencedor o vencido, quedo como siempre su más devoto servidor, y el más respetuoso.