XIII
DORLANGE A MARIE-GASTON
Arcis-sur-Aube, 3 de mayo de 1839.
Estimado amigo:
Ayer por la tarde, a las siete, ante el señor Aquiles Pigoult, real notario del Colegio de Arcis-sur-Aube, han tenido lugar los funerales y entierro del señor Carlos Dorlange que, inmediatamente después, como una mariposa salida de su crisálida, se ha lanzado a correr el mundo bajo el nuevo nombre de Carlos de Sallenauve, hijo de Francisco-Enrique-Pantaleón Dumirail, marqués de Sallenauve. Te doy a continuación, la historia de los hechos que precedieron a esta brillante y gloriosa transformación.
Salido de París por la tarde del día 1.º de mayo, dejando a la capital entregada a la alegría de la festividad de San Felipe, al día siguiente, al mediodía, según la prescripción paterna, hice mi entrada en la localidad de Arcis.
Al bajar del coche puedes suponer mi extrañeza al ver en la calle en la que se acababa de detener la diligencia a aquel inapreciable Jaime Bricheteau al que no había vuelto a ver desde nuestro encuentro de la Isla de San Luis.
Esta vez, en vez de comportarse como el perro de Juan de Nivelle, vi que se adelantaba a mi encuentro, con una floreciente sonrisa en sus labios, tendiéndome la mano, al mismo tiempo que decía:
—Al fin, señor, estamos llegando al término de todo misterio, y muy pronto, a lo que espero, creo no tendrá por qué quejarse de mí.
Simultáneamente, expresando una apremiante solicitud, me dijo:
—¿Trae usted el dinero?
—Sí —le respondí— ni lo he perdido ni me lo han robado.
Y saqué del bolsillo una cartera que contenía los doscientos cincuenta mil francos en billetes de Banco.
—¡Muy bien! —exclamó Jaime Bricheteau—. Ahora iremos al Hotel de la Poste. ¿Sabe usted quién le está esperando?
—Ciertamente que no lo sé —respondí.
—¿No se ha dado cuenta de a quién iba dirigida la cantidad que cobró usted en casa de los banqueros?
—Todo lo contrario, ha sido algo que me impresionó, y mucho, en cuanto lo supe. Desde entonces mi imaginación ha trabajado extraordinariamente.
—Pues bien, no pasará mucho tiempo ya sin que quede completamente levantado el velo descorrido solamente un poco para que no tropezara usted demasiado bruscamente con el gran y feliz acontecimiento que está próximo a tener lugar en su vida.
—¿Está aquí mi padre?
Hice esta pregunta con rapidez, aunque sin sentir la profunda turbación que me hubiera sobrecogido ante la idea de ir a abrazar a una madre.
—Sí —respondió el señor Jaime Bricheteau— su padre le está esperando; pero debo prevenirle sobre algo que puede suceder en su recibimiento. El marqués ha sufrido mucho en esta vida; su costumbre de vivir en la Corte ha hecho que le sea difícil exteriorizar sus emociones; por otra parte, siente verdadero horror por todo aquello que él califica de modales burgueses; no se extrañe usted, pues, de que le acoja de una manera fría y aristocrática; en el fondo se trata de una excelente persona, a la cual apreciará usted mucho más en cuanto la conozca mejor.
He aquí, pensé yo, una serie de preparativos para tranquilizarme.
Y como, por mi parte, tampoco me sentía muy bien predispuesto, que digamos, auguraba que aquella primera entrevista tendría lugar a una temperatura bajo cero.
Al entrar en la habitación en donde me estaba esperando el marqués, pude ver a un hombre bastante alto, bastante delgado y bastante calvo, sentado junto a una mesa, poniendo en orden unos papeles. Al oír el ruido que hicimos al abrir la puerta se subió los lentes a la frente, apoyó los dos brazos en el sillón, y volviendo la cara hacia nosotros, se quedó esperando.
—¡El señor conde de Sallenauve! —exclamó Jaime Bricheteau, dando a aquel anuncio toda la solemnidad que hubiese empleado al introducir a un embajador o a un chambelán.
No obstante, la presencia del hombre al cual debía la vida había, por un instante, fundido el hielo que sentía dentro de mí y avanzando hacia él con un impulso intenso y apresurado, notaba que las lágrimas afluían a mis ojos. Él no se levantó. En su rostro, de esa rara distinción que en otros tiempos hubiera sido calificada de aristocrática, no apareció ni el menor signo de emoción; se limitó a tenderme la mano, que estrechó blandamente, y a continuación me dijo:
—Tome asiento, señor, ya que todavía no tengo derecho a llamarle hijo.
En cuanto Jaime Bricheteau y yo estuvimos sentados, aquel padre singular me dijo:
—Entonces ¿no sientes ninguna repugnancia en aceptar la carrera política que te hemos destinado?
—Todo lo contrario —le respondí— la idea, al principio, me extrañó mucho, pero inmediatamente me fui habituando y he ejecutado, con meticulosidad, para asegurar el éxito, todas las prescripciones que me han sido transmitidas.
—Maravillosamente bien —dijo el marqués, cogiendo de encima la mesa una tabaquera de oro que se puso a hacer dar vueltas entre sus manos.
Luego, al cabo de unos instantes de silencio, añadió:
—Ahora te debo algunas explicaciones: nuestro amigo Jaime Bricheteau, si no le es molestia, te las dará por mí. Lo que equivale a la antigua fórmula real: Mi canciller te dirá el resto.
—Para iniciar las cosas desde su verdadero origen —dijo Jaime Bricheteau, aceptando la procuración— debo antes que nada hacerle saber, mi estimado señor, que no es usted un Sallenauve directo. Vuelto de la emigración en 1808, el señor marqués, aquí presente, conoció, casi en la misma época, a la que había de ser su madre de usted, y a principios de 1809 vino al mundo el fruto de aquellas relaciones. Su nacimiento, lo sabe usted ya, costó la vida a la madre y como una desgracia nunca viene sola, poco después de aquella cruel pérdida, el señor de Sallenauve, complicado en una conspiración contra el trono imperial, se vio obligado a expatriarse. Hijo de Arcis, como yo mismo, el señor marqués quiso honrarme con su amistad, y en el momento de su nueva expatriación me confió el cuidado de su infancia; estos cuidados los acepté, no diré con entusiasmo, pero sí como un acto de agradecimiento.
Al oír aquellas palabras, el marqués tendió la mano a Jaime Bricheteau, que se hallaba cerca de él, y después de estrechársela silenciosamente, pareció emocionarse intensamente. Jaime Bricheteau prosiguió:
—Hay miles de razones que explican las misteriosas precauciones con la que procuré rodear mi mandato, y puedo ahora manifestarle que, en cierto modo, sufrió usted las consecuencias de todos los regímenes políticos que se han ido sucediendo en Francia desde su nacimiento. En tiempos del Imperio tenía miedo a que un gobierno que no gozaba precisamente de la reputación de ser indulgente con las agresiones de que pudiera ser objeto, no hiciera llegar hasta usted los rigores de la proscripción de su padre, y así fue como se me ocurrió la idea de darle una existencia anónima. En tiempos de la Restauración temía, para usted, otra clase de enemigos: la familia Sallenauve, de la cual no queda en nuestros días otro representante que el señor marqués aquí presente, era por aquel entonces todopoderosa. Había sabido algo de su nacimiento, y no se le había escapado la posibilidad de que aquél que le había dado vida hubiese tenido la precaución de no reconocerle para poderle dejar, en su día, toda su fortuna, de la cual, en su calidad de hijo natural, podían disputarle una buena parte. La sombra mantenida en torno suyo durante aquellos días me pareció la mejor de las precauciones contra la avidez de unos parientes; y llegadas por ese lado algunas gestiones altamente sospechosas, y realizadas a mi alrededor, fueron testimonio de la exactitud de mis previsiones. Por último, en tiempos de la Monarquía de Julio, fui yo mismo el que temí por usted Había visto cómo se establecía en Francia este orden de cosas con la más profunda aversión, y como sucede con todos los gobiernos que no le son simpáticos a uno, no creía fuera a durar mucho, y me dejé llevar en contra suya a determinadas actividades hostiles que me hicieron figurar en el índice de la Policía…
Aquí, el recuerdo de la sospecha totalmente contraria despertada por Jaime Brichetteau en el Café de las Artes hizo asomar a mi rostro una leve sonrisa, y el canciller se detuvo en su explicación, y con profunda seriedad me preguntó:
—¿Le parecen inverosímiles las explicaciones que tengo el honor de darle?
Cuando le hube manifestado el sentido de la expresión que había pasado por mi fisonomía, Jaime Bricheteau continuó:
—Aquel camarero no estaba del todo equivocado, ya que desde hace muchos años estoy empleado en la Jefatura de Policía, en el servicio de Higiene Pública, pero la verdad es que no me dedico al espionaje, y que he sido su víctima más de una vez. Ahora, para volver al secreto con el cual he procurado envolver nuestras relaciones, debo decirle que las persecuciones de que era objeto podían haber perjudicado su carrera. «Los escultores, me decía yo, no pueden vivir sin la ayuda del gobierno; y yo puedo ser causa de que resulte perjudicado en sus encargos si le veo frecuentemente». Debo añadir, por otra parte, que en la época en que le anuncié que su pensión dejaría de serle entregada, hacía ya varios años que había perdido toda huella del señor marqués. ¿Para qué, entonces, confiarle un pasado que no me parecía tener ninguna utilidad en el futuro? Decidí, pues, dejarle a usted en la más completa ignorancia y me preocupé de encontrar una fábula que, engañando su curiosidad, pudiese relevarme de la larga privación que me había impuesto a mí mismo al evitar cualquier relación directa con usted…
—El hombre a quien encargó su representación —dije yo entonces, interrumpiéndole— podía estar muy hábilmente escogido desde el punto de vista del misterio, pero tiene que reconocer que su persona no era muy atractiva, que digamos…
—Ese pobre Gorenflot —respondió, riendo, el organista— es simplemente el campanero de la parroquia y el que mueve los fuelles del órgano. Ignoro si el autor de Nuestra Señora de París se fijó en él cuando describió a Quasimodo.
Durante aquel paréntesis de Jaime Bricheteau un ruido bastante ridículo llegó hasta nuestros oídos: unos ronquidos notablemente sonoros, lanzados por mi padre, nos dieron a conocer que, o no daba demasiada importancia a las explicaciones facilitadas en su nombre, o que las consideraba excesivamente prolijas. No sé si el amor propio de orador ofendido dio al organista aquel impulso de vivacidad, pero el hecho es que se puso en pie con impaciencia, y sacudió rudamente el brazo del durmiente, gritándole:
—¡Eh, señor marqués, si es así como asiste usted al consejo de ministros, a fe mía que su país debe de ser un país bien gobernado!
El señor de Sallenauve abrió los ojos, se agitó, y después, dirigiéndose a mí, dijo:
—Perdóneme, conde, pero hace diez noches que estoy viajando en coches correos, sin parar, para llegar puntual a la cita concertada; aunque la última la pasé en cama, me siento aún un poco cansado.
Dicho esto, se levantó, aspiró una buena toma de tabaco, poniéndose a pasear por la estancia mientras Jaime Bricheteau continuaba de este modo:
—Hace poco más de un año recibí, por fin, una carta de su padre; en ella me explicaba su largo silencio, los proyectos que había forjado con respecto a usted y la necesidad en la que se hallaba de conservar, quizá por algunos años más, su incógnito. Fue precisamente en aquella época cuando el azar le puso a usted en mi camino; entonces, le consideré a usted capaz de cualquier locura para poder penetrar un secreto cuya existencia se había vuelto manifiesta para usted.
—Cambió usted rápidamente de morada —le dije, riendo, al ex habitante del quai de Béthume.
—Hice algo mejor que esto: horriblemente atormentado por el pensamiento de que en el preciso momento en que el señor marqués estaba dispuesto a dar las explicaciones necesarias, usted vendría a desvelar, a pesar mío, las tinieblas en las que tan cuidadosamente le había sumido…
—Partió usted para Estocolmo…
—No, sino para la residencia de su señor padre, y a Estocolmo mandé la carta que había destinado para usted, con instrucciones para que se la remitieran.
—Pero no comprendo…
—No obstante, nada hay de más fácil comprensión —dijo el marqués con tono de convicción—, yo no vivo en Suecia, y lo que pretendíamos era despistarte.
—Desea continuar en mi lugar —dijo Jaime Bricheteau sin dar excesivas muestras de querer verse desposeído del uso de la palabra—, cosa que, como habrá podido comprobar, mi querido amigo, hace con una cierta facilidad y elegancia.
—No, no, nada de eso, continúa —dijo el marqués—, lo estás haciendo perfectamente bien.
—La presencia del señor marqués —dijo Jaime Bricheteau, prosiguiendo— no tendrá por resultado inmediato, debo advertirle, el poner término a todas las actitudes oscuras cuyas relaciones con usted le han obligado a adoptar hasta el momento presente. Teniendo en cuenta su porvenir y el de usted, se reserva el derecho a dejarle en la ignorancia, durante algún tiempo todavía, sobre el nombre del país a cuyo gobierno espera que algún día será usted también llamado, así como también sobre algunas particularidades de su vida. Incluso si hoy está presente aquí, es precisamente con la finalidad de no tener que dar excesivas explicaciones y para pedirle a usted un nuevo aplazamiento en su curiosidad.
Teniendo la convicción de que su posición equívoca, en cuanto a su familia se refiere, podía reportarle, en la carrera política que iba a iniciar, sino dificultades, por lo menos ciertas molestias, ante la observación que sobre esto me permití hacerle a su señor padre en una de las cartas que le escribí, éste se decidió a adelantar el momento de un reconocimiento oficial y legal que, por otra parte, la extinción del resto de la familia hacía deseable; y desde la lejana nación en donde vive, se creyó en el deber de hacerlo; pero el reconocimiento de un hijo natural es un acto muy serio al que la ley ha rodeado de muchas precauciones y formalidades. Es precisa una declaración auténtica, ante notario, y no creyendo que fuera posible realizarla por delegación, y para no provocar demasiado escándalo en el país en el que está casado, y en el que, en cierto modo, está naturalizado, revelando un secreto estrictamente personal, que pensaba y piensa mantener todavía por algún tiempo, tomó una decisión; buscando un pretexto para poderse ausentar durante unas semanas, llegó aquí lo más rápidamente que pudo, vino a verme, y le citó a usted. Pero, durante el viaje, a la vez largo y rápido que iba a emprender, debió temer que la importante cantidad destinada a preparar el éxito de su elección corriera algún riesgo; entonces, se le ocurrió mandarla canalizando el envío por las casas de banca, exigiendo el que pudiera ser cobrada en una fecha determinada. Es por eso por lo que a la llegada de usted a esta localidad le hice una pregunta que estoy seguro le ha extrañado. Ahora me permito dirigirle otra mucho más seria: ¿Consiente usted en tomar el apellido Sallenauve, y en ser reconocido por hijo suyo?
—No tengo excesivos conocimientos sobre las leyes —le respondí— pero me parece que tal reconocimiento, suponiendo que no me honrara extraordinariamente, no dependería precisamente de mí el renunciar a él.
—Perdóneme usted —prosiguió Jaime Bricheteau—, podría ser usted hijo de un padre poco recomendable, y por consiguiente, estar interesado en discutir su paternidad, y en el caso particular en que nos encontramos, con seguridad podría usted litigar contra la merced que se pretende hacerle. Por otra lado debo decirle, y al hablar de esta forma no hago otra cosa sino seguir las instrucciones de su señor padre, si puede usted creer en algún momento que un hombre que ha gastado ya medio millón de francos para asegurar su elección puede ser un padre poco conveniente; de ser así, le dejaríamos a usted totalmente libre y no insistiríamos en forma alguna.
—Perfectamente, perfectamente —dijo el señor de Sallenauve, poniendo en dicha afirmación un tono breve y una voz aguda, característicos de los restos de la antigua aristocracia.
Cuando menos por educación, yo estaba obligado a decir que aceptaba encantado la paternidad que se me ofrecía; a unas palabras que pronuncié en tal sentido, Jaime Bricheteau me respondió:
—Por lo demás, nuestra idea no es la de hacerle aceptar un padre por el simple hecho de que le haya adelantado un dinero. Menos para provocar una confianza a la cual él se cree ya con derecho, que para ponerle a usted en situación de conocer a la familia cuyo nombre va a llevar, el señor marqués le mostrará a usted todos los títulos y documentos de los cuales es poseedor; además, aunque haga mucho tiempo que marchó de esta región, está en disposición de hacer confirmar su identidad por medio de varios de sus contemporáneos, todo lo cual no podrá por menos que coadyuvar a la validez del acta de reconocimiento que se piensa extender. Por ejemplo, entre las varias personas honorables por las cuales ya ha sido reconocido, le puedo citar a la muy reverenda madre superiora del convento de las Ursulinas, la madre María de los Ángeles, para la cual, dicho sea de paso, ha hecho usted una verdadera obra de arte.
—Sí, sí, por mi fe, es una hermosa escultura —dijo el marqués—. ¡Si sabes tanto de política como de escultura…!
—Entonces, señor marqués —dijo Jaime Bricheteau, que me pareció le dirigía un poco— ¿quiere usted proceder, con nuestro joven amigo, a la comprobación de los documentos de familia?
—Pero si no es necesario —repliqué.
Y realmente, negándome, a examinar aquellos documentos, no creía que comprometiese demasiado mi fe en ellos; ya que después de todo, ¿qué significan unos papeles en manos de un hombre que puede haberlos fabricado o arreglado?
Pero mi padre no me dejó, y durante dos horas hizo desfilar ante mis ojos pergaminos, árboles genealógicos, contratos, certificados, resultando de todos ellos que la familia de Sallenauve es, después de la de Cinq-Cygne, una de las más antiguas y acrisoladas de la Champaña en general y del departamento del Aube en particular. Debo añadir que la exhibición de todo aquel archivo estuvo acompañado de un número infinito de detalles hablados, que daban a la identidad del último marqués de Sallenauve la más incontestable autenticidad. Sobre todos los demás asuntos, mi padre es extraordinariamente lacónico; no me parece excesivamente inteligente, y con mucho gusto cede la palabra a su canciller; pero en aquello, en sus pergaminos, se mostró agobiante de anécdotas, de recuerdos, de saber heráldico; en resumen, se mostró como un antiguo gentilhombre ignorante y superficial en todas las materias existentes, pero de una erudición benedictina cuando se trata de la ciencia de su casa. La sesión creo que todavía duraría a no ser por la intervención de Jaime Bricheteau: al ver que el marqués se disponía a coronar sus inmensos comentarios orales con la lectura de una voluminosa memoria en la que se proponía refutar un capítulo de las Historiettes de Tallemant des Réaux que no fue escrito precisamente para mayor gloria de la casa de Sallenauve, el juicioso organista hizo observar que era ya hora de sentarse a la mesa, si se quería acudir a las siete en punto al despacho del notario Aquiles Pigoult, en el cual estábamos citados. Cenamos, pues, no en el comedor, sino en nuestras habitaciones. Durante el transcurso de la cena nada hubo de interesante, a no ser su larga duración, debida al silencioso recogimiento y a la lentitud, motivada por la pérdida total de sus dientes, que el marqués puso en masticar lo que comía. A las siete estábamos en casa del señor Aquiles Pigoult… Pero son ya las dos de la madrugada y el sueño me vence: hasta mañana, pues, y si tengo tiempo continuaré esta carta con la relación circunstanciada de lo que sucedió en el despacho del notario real. Sabes ya, por otra parte, en líneas generales el resultado de la entrevista de hoy, como un hombre que ha leído el último capítulo de una novela para saber si Evelina se casa con Arturo, y puedes dispensarme de darte más detalles. Ahora, al meterme en la cama, podré decir: «Buenas noches, señor Sallenauve». En realidad, al colocarme apellido de Dorlange, ese diablo de Bricheteau no estuvo muy acertado que digamos; parece el apellido de algún héroe de novela de los tiempos del Imperio, o el de uno de esos tenores de provincias que esperan un contrato en las débiles sombras del Palais-Royal. ¿Verdad que no te cambiarías conmigo, en este momento en que voy a meterme en la cama, para dormirme al dulce murmullo del Aube? Desde aquí, en medio del indescriptible silencio de la noche, en una pequeña ciudad provinciana, escucho el melancólico rumor de su corriente.
4 de mayo, a las cinco de la madrugada.
Me había figurado dormir mecido en los más hermosos sueños; pero no he podido cerrar los ojos ni por una hora, despertándome con una idea detestable que me roe el alma; pero antes de decirte cuál es dicha idea, ya que ella quizá carece de sentido común, será mejor que te cuente lo que pasó ayer noche en casa del notario; algunos de los detalles de esa escena no son ajenos a la agitación fantasmagórica que embarga mi espíritu.
Luego que la criada del señor Pigoult, champañesa de pura cepa, nos condujo a través de un despacho de aspecto de lo más antiguo y venerable que puedas imaginarte, en el que no podía verse a los escribanos trabajando, como sucede en París, nos hizo pasar al despacho del jefe, enorme estancia fría y húmeda que iluminaban imperfectamente un par de velas esteáricas colocadas sobre la mesa de trabajo.
A pesar de que fuera soplaba el cierzo, quizá por dar razón a los poetas que entonan loas al mes de mayo, o por haber sido proclamada ya oficialmente la primavera, no había fuego encendido en el hogar, aunque sí todos los preparativos necesarios para encender una gran hoguera en la chimenea. El notario Aquiles Pigoult, hombre bajo y esmirriado, horriblemente picado por la viruela, con lentes de cristales color verde, a través de las cuales lanza un dardo de mirada llena de vivacidad y de inteligencia, nos preguntó si sentíamos frío en la estancia. Ante nuestra respuesta negativa, que consideró debía ser dictada por la educación, había llevado ya sus predisposiciones incendiarias hasta prender una cerilla, cuando, saliendo de uno de los rincones más oscuros de la habitación, intervino, para oponerse a aquella prodigalidad una voz cascada y temblorosa, de la cual todavía no habíamos podido ver al propietario.
—No, Aquiles, no, no enciendas fuego —le gritó el viejo— somos cinco los que estamos aquí, y las velas dan también mucho calor; pronto no se podría estar en la habitación.
A las palabras de aquel recalentado Néstor, surgió una exclamación del marqués:
—¡Pero si es el bueno del señor Pigoult, el que fue juez de paz!
Al ser reconocido, el anciano se decidió a levantarse y a dirigirse hacia mi padre, al que estuvo observando con suma curiosidad:
—¡Vaya! —dijo— veo que es usted un champañés de vieja cepa, y Aquiles no me ha engañado al decirme que iba a ver a dos personas conocidas mías. Tú —dijo dirigiéndose al organista, tú eres el pequeño Bricheteau, el sobrino de nuestra bondadosa superiora, la madre María de los Ángeles; pero este flaco alto, con su cara de duque y de par de Francia, no puedo acordarme de cómo se llama: no puedo reprochárselo a mi memoria; después de ochenta y seis años de servicio tiene derecho a estar un poco enmohecida.
—Vamos, abuelo —dijo entonces Aquiles Pigoult— rebusca bien en tus recuerdos, y ustedes, señores, ni una palabra, ni un gesto, ya que ahora se trata de algo que atañe a mi profesión. No tengo el honor de conocer al cliente para el cual estoy a punto de redactar un acta de reconocimiento y es necesario, para hacer las cosas bien y correctamente, que su personalidad me sea demostrada. La Ordenanza de Luis XII, dictada en 1498, y la de Francisco I, renovada en 1535, prescriben que los notarios deben tomar esta clase de precauciones para evitar actos de suplantación de personalidad. Estas disposiciones son demasiado razonables para que hayan sido derogadas por el transcurso del tiempo, y me consta que no podría considerarse totalmente válido un acto notarial en el que pudiese demostrarse que me era desconocida la del personaje principal.
Mientras su hijo hablaba, el viejo Pigoult había estado torturando su memoria. Mi padre, por suerte, tiene en la cara un tic nervioso que la continuidad de la mirada de su comprobador, fija en él, no podía dejar de exasperar. Cuando aquel defecto empezó a funcionar con toda su energía, el ex-juez de paz terminó por reconocerle:
—¡Ah, vaya! ¡Ahora caigo! —exclamó— Este caballero es el marqués de Sallenauve, al que se conocía con el remoquete de el Guiñoso, y que hoy en día sería el dueño del castillo de Arcis si, en vez de casarse con su linda prima, que se lo aportaba en dote, no se hubiese marchado, como tantos otros locos, a la emigración.
—Veo que sigue usted siendo un sans-culotte —dijo, riendo, el marqués.
—Caballeros —dijo entonces el notario con una cierta solemnidad— considero decisiva la prueba preparada. Esta prueba, los títulos que el señor marqués ha tenido a bien mostrarme y que deja en depósito en esta notaría, y además el certificado de su identidad que me ha proporcionado la madre María de los Ángeles, imposibilitada de venir a este despacho a causa de la prohibición de su orden, nos ponen en situación de perfeccionar las actas que tenía ya debidamente preparadas. Es necesaria y obligada la presencia de dos testigos. Éstos podrían ser, por una parte, el señor Bricheteau, y por otra, si no tienen inconveniente, mi padre; es éste un honor al que le creo merecedor, ya que se puede decir que acaba de conquistarlo sacándolo de su memoria.
—Y bien, señores, vayamos al grano —dijo Jaime Bricheteau con cierto entusiasmo.
El notario fue a sentarse detrás de su mesa; nosotros lo hicimos formando círculo a su alrededor, y se inició la lectura de una de las actas. Su finalidad era la de dar fe del reconocimiento que hacía de mí, como su hijo, Francisco-Enrique-Pantaleón Dumirail, marqués de Sallenauve; pero en el transcurso de la lectura surgió una dificultad. Las actas notariales, bajo pena de nulidad, deben expresar el domicilio de los contratantes. ¿Cuál era el domicilio de mi padre? La designación de domicilio había sido dejada en blanco por el notario que quiso llenar aquella laguna antes de seguir adelante.
—En primer lugar, parece ser que domicilio no lo tiene usted en Francia, ya que no reside en este país, y desde hace mucho tiempo no posee en él propiedad alguna.
—Es absolutamente cierto —dijo el marqués con un tono en el que me pareció observar más seriedad de la que era necesaria en la observación— en Francia no soy más que un vagabundo.
—¡Ah! —prosiguió Jaime Bricheteau— vagabundos como usted, que sin pensarlo mucho pueden regalar a su hijo la cantidad necesaria para comprar un castillo, no me parecen mendigos dignos de compasión. No obstante, la observación es justa, no solamente en lo que se refiere a Francia, sino también en lo que atañe al extranjero; ya que con su eterna manía de peregrinar, me parece difícil establecerle un domicilio fijo.
—Veamos, no debemos detenernos por tan poca cosa. Desde el momento actual este señor —dijo dirigiéndose a mí— es propietario del castillo de Arcis, ya que una promesa de venta vale tanto como una venta, desde el instante en que ambas partes contratantes han convenido en ello y en el precio. Pues bien ¿qué más natural que el domicilio de un padre se establezca en una de las propiedades de su hijo, tanto más cuanto dicha propiedad es un bien familiar, recuperado por la familia en una compra realizada a nombre del hijo, pero pagada con dinero del padre?; y tanto más cuanto que el padre ha nacido en la región en la cual se halla situada la propiedad que me atrevería a calificar de domiciliaria, y que es conocido y reconocido por moradores notables cada vez que, en los intervalos de sus largas ausencias, regresa a ésta.
—Esto es justo —dijo el viejo Pigoult alineándose, sin dudar, al lado de la opinión que acaba de expresar su hijo, con ese acento particular de los hombres de negocios que creen haber echado mano de un argumento decisivo.
—En fin —dijo Jaime Bricheteau— si ustedes creen que las cosas pueden considerarse de esta forma…
—Ya ven ustedes que mi padre, hombre, como es, conocedor de las leyes por su antigua práctica judicial, no ha dudado ni un segundo en corroborar mi opinión. Digamos, pues —prosiguió el notario tomando la pluma—: «Francisco Enrique-Pantaleón Dumirail, marqués de Sallenauve, con domicilio en casa de su hijo, el señor Carlos dé Sallenauve, hijo natural suyo, y legítimamente reconocido por él, en el citado castillo de Arcis, distrito de Arcis-sur-Aube, departamento del Aube».
Prosiguió la lectura del acta hasta el final, sin ninguna otra interrupción.
Tuvo lugar entonces una escena bastante ridícula. Una vez firmada el acta, mientras todos estábamos todavía de pie, Jaime Bricheteau dijo:
—Y ahora, señor conde, abrace a su señor padre.
Mi padre abrió los brazos bastante negligentemente y yo me precipité en ellos sin demasiado entusiasmo, sin mostrarme excesivamente emocionado y sin dejar que la voz de la sangre hablara demasiado alto en mi corazón. ¿Se debían aquella frialdad y aquella aridez de alma al rápido aumento de mi fortuna? El hecho es que un momento más tarde, como consecuencia de un acta, cuya lectura escuchamos, mediante la cantidad de ciento ochenta mil francos, pagados al contado, me había convertido en propietario del castillo de Arcis, gran edificio de buen aspecto que a mi llegada a la ciudad había podido ver desde lejos, sin que ello fuera debido al instinto de propietario ni a la llamada de la sangre, dominando la región con aspecto feudal. El interés electoral de aquella compra, si no lo hubiera adivinado, me hubiese sido revelado por una serie de frases que a continuación intercambiaron el notario y Jaime Bricheteau. Siguiendo la costumbre de todos los vendedores, que siguen alabando la mercancía aun después de haberse desprendido de ella, Aquiles Pigoult decía:
—Ya pueden estar contentos, pues han conseguido esta propiedad por una cantidad muy baja, casi por un mendrugo de pan.
—¡Vamos, vamos! —le replicó Jaime Bricheteau—. ¿Cuánto tiempo hacía que la tenía usted en venta? De no ser el comprador que era, su cliente la habría dejado en cincuenta mil escudos; por ser una propiedad familiar, usted se ha aprovechado y nos ha hecho pagar las ganas. Hay que gastar por lo menos otros veinte mil francos para hacer habitable el castillo; las tierras apenas rentan cuatro mil francos al año; de modo que por todo ello, nuestro dinero no nos va a rentar más de un dos y medio por ciento.
—No sé de qué se quejan ustedes —prosiguió Aquiles Pigoult—. Puede serles de gran utilidad, pueden repartir algún dinero por la región, pueden dar trabajo al que no lo tiene, y todo esto es cosa buena para un candidato.
—La cuestión electoral —dijo Jaime Bricheteau— la trataremos mañana por la mañana cuando vengamos a entregarle el precio de la compra y a arreglar el asunto de sus honorarios.
Después de aquello salimos y regresamos al Hotel de la Poste, donde tras de haberle dado las buenas noches me senté a la mesa para escribir esta carta. Ahora, este terrible pensamiento que ha alejado de mí al sueño, me ha puesto nuevamente la pluma en la mano para decirte cuál es; aunque ahora, estando ya un poco más distraído con las dos páginas que anteceden, no he hallado en él la misma evidencia de hace un rato.
Lo que resulta absolutamente cierto es que todo lo que me está sucediendo desde un año a esta parte tiene mucho de novelesco, y cambia totalmente mi vida; por mi nacimiento, la casualidad que nos ha puesto al uno al lado del otro, conformando nuestros destinos de forma tan extraña, mis relaciones con Marianina y mi hermosa ama de llaves, la propia historia con la señora de L’Estorade, parece que sobre mí se halla colocada la estrella de la suerte, y que en estos instantes me hallo bajo el influjo de uno de sus caprichos.
Nada sería más justo que creerlo, pero, si en el mismo instante me hubiese envuelto, por influencia de mi misma estrella, en alguna trama infernal, y se me emplease como un instrumento pasivo de ella…
Para poner un poco de orden en mis ideas, empecemos por el medio millón gastado en algo, tienes que reconocerlo, bastante nebuloso: lo de convertirme algún día en ministro de determinado país, del que incluso ignoro el nombre.
¿Y quién es el que derrocha en mi honor tan fabulosas sumas? ¿Es un padre tiernamente preocupado por un hijo del amor? No, es un padre que, desde que le vi, me ha testimoniado una completa frialdad, que se duerme mientras están pasando, en presencia suya, balance a nuestras existencias; en vista de lo cual, por mi parte, nada siento, por desgracia mía, y me limitaría a considerarlo como un viejo espantapájaros de emigrado, si no fuera por el respeto y la piedad filial que me esfuerzo en sentir por él…
Pero, dime, pues, ¿si este hombre no fuese mi padre, si ni tan siquiera fuese el marqués de Sallenauve por el cual se hace pasar; si como el desdichado Luciano de Rubempré, cuya historia tanta polvareda levantó en su día, estuviera yo cogido por una miserable serpiente como aquel falso sacerdote Carlos Herrera, y expuesto a un mismo espantoso despertar?…
—¡Qué comparación!, dirás tú: Carlos Herrera tenía un interés clarísimo en fascinar a Luciano de Rubempré; pero para ti, hombre de sólidos principios, que jamás has amado el lujo, que llevas una vida de recogimiento y de trabajo, ¿qué presa pueden ver en ti? ¿Qué podrían querer de ti? —Sea. Pero lo que parece pueden desear es más claro que lo otro. ¿Por qué el que me reconoce como hijo suyo me oculta el lugar donde habita, el nombre incluso con que es conocido en ese misterioso país del norte, que según dice administra y gobierna? ¿Por qué, al lado de tantos sacrificios realizados por mí, muestra tan poca confianza? Y el misterio con que hasta el día de hoy Jaime Bricheteau ha rodeado mi vida, ¿consideras que, a pesar de lo extenso de sus explicaciones, ha quedado totalmente desvelado? ¿Por qué la intervención de su enano? ¿Por qué su desfachatez en negarse a sí mismo cuando le encontré por primera vez? ¿Por qué aquel precipitado cambio de domicilio?
Todo esto, amigo mío, me daba vueltas en la cabeza, y recordando los quinientos mil francos que recogí en casa de los Hermanos Mogenod, ha parecido ir tomando forma una idea muy extraña, de la que tal vez te reirás, y de la cual, no obstante, existen precedentes en los anales judiciales.
Te lo decía hace un momento, me he sentido repentinamente como poseído de esa idea, que por este mismo hecho tiene para mí todo el valor del instinto. Con seguridad, de haber tenido ayer el menor asomo de ella, antes me hubiera dejado cortar la mano que firmar el acta que encadena para siempre mi destino al de un desconocido, cuyo futuro puede ser más negro que un capítulo del Infierno de Dante, y que puede arrastrarme, con él, a las más tenebrosas profundidades.
En fin, esta idea, alrededor de la cual te estoy haciendo dar vueltas sin decidirme a manifestártela, te la voy a decir en su más simple ingenuidad: ya ves, tengo miedo de ser, a mi pesar e ignorándolo, el agente de una de esas asociaciones de monederos falsos que para poner en circulación los billetes que han fabricado, se han entregado, como puede verse en los fastos judiciales, a combinaciones prácticas tan complicadas e inexplicables como la que hoy en día me preocupa a mí y en la que me veo envuelto.
En esta clase de procesos siempre hay, en efecto, unos cómplices que van constantemente de un lado para otro; remisiones de fondos desde plazas distantes, contra casas de Banca de otras capitales como París, Estocolmo, o Rotterdam. A menudo hay también algunos tontos comprometidos. En resumen, en las misteriosas andanzas y movimientos de este Bricheteau, ¿no observas tú como una especie de imitación de todas esas idas y venidas, de todas esas maniobras a las cuales estos grandes industriales se ven obligados a recurrir, disponiéndolas con un talento y una riqueza de imaginación muy superior a la de los más grandes novelistas?
Puedes suponer que me he hecho a mí mismo todos los reparos y objeciones que pueden ponerse a mi idea, y si no te los expongo, es porque me gustaría que me los expusieras tú, y concederles una autoridad que no tendrían si hubiesen salido de mí. De lo que estoy perfectamente seguro es de que, si no me engaño, por lo menos a mi alrededor hay una atmósfera espesa, malsana, impura, en la cual siento que me falta el aire y que no puedo respirar. En fin, si es que puedes hacerlo, tranquilízame, persuádeme; puedes suponer que no deseo otra cosa que saber que todo esto no es más que una pesadilla; pero en todo caso, y mañana a lo más tardar, pienso tener una explicación con esos dos hombres, y conseguir de ellos, aunque sea tarde ya, un poco más de luz sobre todas estas cosas de la que me ha sido concedida hasta ahora…
¡He aquí otra historia! Mientras te escribo, oigo ruido de cascos de caballo por la calle. Desconfiando ya de todo, y tomando las cosas más sencillas por el lado peor, abro la ventana y a la luz del sol naciente veo en la puerta del hotel un coche enganchado, el postillón sobre la silla, y a Jaime Bricheteau hablando con una persona sentada en el interior, pero cuya cara no puedo distinguir, pues queda oculta bajo la visera de un gorro de viaje. Tomando inmediatamente una decisión, bajo rápidamente a la calle; pero antes de que hubiera tenido tiempo llegar al pie de la escalera, oigo el sordo rodar del coche y el restallido del látigo en el aire, que constituye como una especie de Canto de partida de los postillones.
Al pie de la escalera estaba Jaime Bricheteau.
Sin parecer embarazado, y con el aire más natural, me dice:
—¿Cómo, mi querido pupilo, ya está usted levantado?
—Claro que sí, era lo menos que podía hacer para despedirme de mi padre.
—No ha querido que así fuera —me contestó el maldito músico con una seriedad y una flema como para pegarle—. Seguramente ha temido la emoción de una despedida.
—Pues tenía mucha prisa si no ha podido conceder un sólo día a su flamante paternidad.
—¡Qué quiere que le diga! Es un hombre muy original; lo que ha venido a hacer, lo ha hecho; según él no existen ya razones para seguir aquí.
—¡Ah, ya comprendo!, ¡se trata de las altas funciones que ejerce en esa corte del Norte…!
No había manera de que hubiera error en el acento profundamente irónico de esta frase.
—¡Hasta el momento presente, usted había demostrado mucha más fe en todo lo que sucedía!
—Sí, pero debo confesarle que esa fe está empezando a tambalearse bajo el peso de los misterios con que la agobian sin descanso y sin clemencia.
—Al verle a usted, en un momento decisivo para su futuro, entregado a dudas justificadas seguramente por el procedimiento utilizado con usted durante tantos años, me sentiría verdaderamente desesperado —me respondió Jaime Bricheteau— si únicamente tuviera para oponerme a ellas razones o afirmaciones personales. Pero debe recordar que, ayer mismo, el viejo Pigoult mencionó a una tía que yo tengo en la localidad, y pronto, según creo, podrá darse cuenta de que dicha señora ocupa aquí una situación preeminente. Añadamos a ello que el carácter sagrado de que está revestida debe dar a su palabra el sello de la autenticidad. En todo caso, tenía previsto ya ir a verla durante el transcurso del día; pero, dentro de unos instantes, después de que me haya afeitado, iremos al convento, a pesar de la hora temprana. Allí podrá interrogar a la madre María de los Ángeles, cuya reputación de santa se extiende por el departamento del Aube, y espero que después de dicha entrevista se habrán disipado todas las nubes que puedan existir entre nosotros dos.
A medida de que aquel demonio de hombre hablaba, se revelaba en su fisonomía un aire tal de honradez y de bondad, sus palabras, siempre tranquilas, elegantes y dueñas de sí, se iban insinuando tan perfectamente en el alma de su oyente, que sentía como iba descendiendo la marea de mi cólera y renacer mi seguridad. En realidad, su respuesta no tenía objeción: el convento de las Ursulinas, ¡que diablo!, no podía albergar una fábrica de moneda falsa, y si la madre María de los Ángeles sale fiadora de mi padre, como parece que ya había hecho ante el notario, sería un verdadero loco si persistiera en mis dudas.
—Muy bien —le dije a Jaime Bricheteau— voy a subir a la habitación a recoger mi sombrero, y le esperaré paseando por las orillas del Aube.
—Esto es; y vigile la puerta del hotel, no vaya a ser que se me ocurra cambiarme de casa repentinamente, como ya sucedió en el muelle de Béthune.
No he visto a nadie más listo que aquel hombre; parece como si adivinara los pensamientos de los demás. Sentí vergüenza por aquella última desconfianza y le dije que, pensándolo mejor, había decidido subir a terminar una carta. Es ésta, mi querido amigo, que me veo obligado a cerrar y a echar al correo inmediatamente si es que quiero que salga. Dejo para otro día la narración de lo que sucedió en el convento.